Capítulo XIII

—Ahora estoy desconcertada… Ahora, Ignacio, lo mismo me da… ¡He perdido las ganas de seguir viviendo! Pero me quedan dos hijos, ¿comprendes? Tendré que seguir luchando. Tendré que intentar salvarme y salvar a Marta…

La viuda del comandante Martínez de Soria habló de este modo con Ignacio, el día siguiente de la ejecución de los militares. El muchacho subió a verla y la encontró en un estado de abatimiento extremo. ¡Y los guardias de Asalto custodiándola, protegiéndola! Imposible protegerle el corazón.

Ignacio le sugirió que intentara salir de España a través de algún Consulado. La madre de Marta había ya pensado en ello y suponía que el coronel Muñoz, de quien había recibido una expresiva carta de pésame, no le negaría su apoyo; pero era prematuro. De momento no pensaba en nada ni le importaba nada. No podía ni siquiera rezar.

—Lo único que quiero pedirte es que vayas cuanto antes a hablar con Marta. Que vayas a Barcelona. Yo me siento incapaz.

Ignacio no insistió. Detrás de la mujer colgaba de la pared un enorme mapa de España, con algunos puntos borrosos que el índice del comandante había desgastado. La madre de Marta le inspiraba mucha lástima; en cambio, apenas si el muchacho se acordaba del comandante. En su casa, la muerte de éste había afectado indeciblemente a todos, en especial a Pilar; en cambio, él leyó en el periódico todos los detalles del fusilamiento como si se tratara de una persona desconocida. A última hora, la madre de Marta le dijo:

—Confío en ti, Ignacio. Mi hija te quiere mucho. —Luego repitió, mirándolo con fijeza—. Confío en ti…

Aquellas palabras persiguieron a Ignacio a lo largo del día y también a la mañana siguiente subieron con él al tren que le conduciría a Barcelona. «Confío en ti…». ¡Qué extraña sensación que alguien confiara en uno! ¡Qué extraña responsabilidad! Y qué caprichoso y absurdo el subconsciente del hombre… Toda la noche la pasó soñando en una hermosa pitillera propiedad del comandante y preguntándose así mismo si ahora iban a regalársela a él…

¡Un pitillera, el tren, «mi hija te quiere mucho», Barcelona! No podía coordinar. El tren iba abarrotado. Se había propuesto pensar en Marta durante el viaje y no lo conseguía. Llevaba en la cartera el carnet de la UGT. Por dos veces le habían pedido la documentación. «¡Documentación!». Valía más un papel que un hombre. El tren procedía de la frontera y traía periodistas extranjeros cuyos rostros y estilos recordaban a Fanny, y a cada estación subían milicianos que se ponían a cantar La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar… Esta canción obsesionaba a Ignacio, impidiéndole precisamente estarse quieto. Recorría el pasillo, miraba al exterior, donde el campo aparecía abandonado. Cerca del retrete, un coche con las cortinillas corridas decía: «Reservado». Ignacio se dijo: «Estupidez… En la guerra no hay otro misterio que el de matar».

A mitad del trayecto se serenó un poco y se trazó un plan. Primero pasaría por el establecimiento fotográfico de Ezequiel, para saber cómo se encontraba Marta. No conocía a Ezequiel, pero daba lo mismo. Luego, vería a Marta… ¡Marta! «La quiero mucho, también yo la quiero mucho y lo de pensar en la pitillera ha sido otra estupidez». Le gustaría, desde luego, conocer a la familia con la que Marta convivía. Julio le había dicho: «Manolín está enamorado de Marta. ¡Te tiene celos!». Se quedaría con ellos a almorzar. Luego antes de tomar el tren de regreso, llamaría por teléfono a Ana María. ¿Por qué no? Debía hacerlo. Agosto tocaba a su fin. Fue en agosto cuando conoció a Ana María en San Feliu de Guíxols; y la muchacha le había escrito una carta amable. «Tengo confianza en ti». ¡Abrumadora responsabilidad!

Ignacio llegó a Barcelona. Le sorprendía no estar agotado. No se sentía el cuerpo nunca, excepto los cornetes de la nariz, un poco inflamados. De pronto, este hecho le infundía una honda sensación de seguridad.

Salió de la estación. ¡Barcelona! ¡En esa ciudad se examinó de los dos cursos de Derecho! ¡En esa ciudad entregó una vez un sobre «falangista» por encargo de Marta! Millares de casas, millares de hombres, millares de mapas… Los alrededores de la estación olían a carbón, a mercado de verduras, a gasolina de mala calidad. Por fortuna, la Vía Layetana estaba cerca. El aspecto de las gentes era triste o epiléptico. Un gran almacén de maletas decía: «Liquidación», pero no se veía una sola maleta, y en Correos un tablero monumental daba normas para el envío de paquetes y giros postales al frente. Ignacio, pisando blanquísimas letras que decían UHP, se encontró muy pronto en la Vía Layetana, que olía de otra manera, que olía a consignatarios de buques y a papel.

«¡Fotomatón!». A cincuenta metros de la Jefatura de Policía. Entró en el establecimiento y vio a Ezequiel, alto, con lacito en el cuello y melena, apretando entre sus manos la cabeza viva de un miliciano, el cual acababa de sentarse en una de las tres cabinas. Ezequiel le rectificaba la posición de la cabeza diciéndole: «¡Firme! ¡Como si fueras a pasar revista!». El miliciano, de aspecto tímido, parpadeaba y miraba asustado al objetivo, como si éste fuera un cañón. Otra cabina runruneaba por su cuenta y en el momento en que Ignacio la miró, vomitó por el diminuto tobogán la consabida tirilla de seis fotos.

Ignacio esperó, musitando, sin advertirlo: La cucaracha, la cucaracha… y, cuando la tienda quedó despejada se acercó a Ezequiel y le dijo:

—Soy Ignacio. Acabo de llegar de Gerona.

Ezequiel lo miró con extraña fijeza… Estuvo a punto de exclamar: «¡Documentación!». Pero, de pronto, el ex caricaturista se sintió tranquilo. Recordó la descripción de Marta y dijo: «Sí, eres tú».

Ignacio sonrió. Sin embargo, había en la sonrisa algo tan esforzado que Ezequiel comprendió al instante que el muchacho traía alguna mala noticia. Marcó una pausa y luego preguntó:

—¿Ha ocurrido algo?

Ignacio asintió.

—Sí… —contestó, cabeceando afirmativamente.

Al saber de qué se trataba, el fotógrafo cerró los ojos y se llevó una mano a la frente. Luego dijo:

—Era inevitable, pero…

—No, no hubo milagro.

—¿Cuándo fue?

—Anteayer.

Ezequiel hubiera querido cerrar la tienda y acompañar a Ignacio a la calle Verdi, pero no se atrevió a hacerlo. «Llamaría la atención». El golpe sería difícil para Marta. La muchacha estaba bien; pero, como era lógico, tenía miedo. Aunque se había portado de maravilla. «Tiene lo que se llama clase, entiéndeme». Ezequiel se había sentado en el taburete de la segunda cabina y mordisqueaba su pipa apagada. Ignacio le agradecía su interés. Ezequiel, sin hacerle caso decidió bruscamente:

—No hay más remedio. Tienes que ir y decírselo tú. —Luego añadió, en tono convencido—: Te quiere mucho.

Ignacio asintió con la cabeza.

—En cuanto sea la una cierro y estoy con vosotros. —Guardó silencio—. Te quedarás a almorzar.

—De acuerdo.

Aparecieron en la puerta tres milicianas fusil al hombro.

—¡Eh, patrón! ¿Zumban esos aparatos?

Ezequiel, sin levantarse y sin quitarse la pipa de los labios, contestó:

—Diez minutos.

—Adelante, pues.

Las milicianas entraron y colocaron con mucha habilidad los tres fusiles en pabellón. Ezequiel se levantó y miró a Ignacio en gesto que significaba: «Lo siento».

* * *

Ezequiel dijo la verdad. Marta se había portado bien. Ignacio erró, en Gerona, al suponer que la política la llevaría a cometer alguna tontería. Sólo en dos o tres ocasiones había pretendido catequizar a Manolín, hablándole de la Falange como si el chico pudiera comprender el significado del nacionalsindicalismo y del sentido jerárquico de la existencia. Aparte de esto, durante el día no salió nunca al patio, y ni una sola vez procuró entrar en contacto con nadie. Ayudaba a Rosita en la casa, intercambiaba con Manolín lecciones de Aritmética por lecciones de sombras chinescas, estudiaba con ahínco italiano y se pasaba, eso sí, horas y horas pegada a la radio, intentando captar la emisora de Jaca, la de Burgos, etc. Y por supuesto, cada noche escuchaba a Queipo de Llano, cuyo léxico, según Rosita, se parecía curiosamente al de Ezequiel.

El comportamiento de Marta le había valido el afecto de todos. Ezequiel le había dicho muchas veces: «En cuanto tu novio, que supongo que lleva bigote, intente arrancarte de aquí, vas a ver la que se arma». Rosita aseguraba que cada gesto de Marta era una muestra de buena educación. Y en cuanto a Manolín, Julio fue veraz. La presencia de Marta había despertado en el chaval prematuros deseos y era obvio que por serle agradable se hubiera dejado despedazar.

Cuando la muchacha, a las doce menos cuarto, oyó el timbre de la puerta, sin saber por qué se sobresaltó. Rosita le hizo un signo indicándole que ella iría a abrir y Marta se escondió. Segundos después la muchacha reconoció sin error posible la voz de Ignacio y, no acertando a contenerse, irrumpió en el pasillo y salió al encuentro del muchacho. En cuanto lo vio, soltó el gato gris que llevaba en brazos y fue presa de repentina ansiedad, «¡Ignacio!». Se le echó al cuello en un arrebato que no le era habitual. Ignacio no conseguía decir nada y Marta deseaba que este pronunciara una palabra, pero al mismo tiempo temía que la pronunciara. Ignacio apretaba a Marta contra sí, y continuaba callado. No era necesario que hablase. Sus manos eran expresivas.

En efecto, en la manera como empezó a acariciarle a Marta los cabellos, cada vez con más profunda dulzura, Marta fue comprendiendo que había acertado, que Ignacio efectivamente estaba allí como mensajero de dolor.

—Han matado a mi padre, ¿verdad?

Ignacio asintió.

—Sí.

Marta fue víctima de una crisis de desesperación. Golpeó el pecho de Ignacio, como si dentro de él se ocultara algún remedio. Luego estalló en un sollozo y juntó las manos como si rezara. Por último, poco a poco fue despegándose del muchacho hasta que, de pronto, se volvió y, sorteando una silla, echó a correr escalera arriba, en dirección a su cuarto.

Ignacio miró a Rosita, quien con la cabeza le indicó: «Síguela…». Y, súbitamente decidido, atacó la escalera y, guiándose por los sollozos de Marta, que resonaban en la casa, llegó al cuarto de la muchacha. Marta se había desplomado en el lecho. El sol entraba a chorros jugando a capricho con el empapelado de la pared, lleno de pájaros y flores.

Ignacio se sentó en la cama, al lado de la muchacha. «Marta, Marta». El chico sintió que quería entrañablemente a aquel ser tendido boca abajo y que todo aquello era injusto. Era injusto el mundo y lo era el empapelado de la pared. Y era injusto que él tuviera avidez de fumar y que circularan tranvías pintados de rojo y negro, los colores de la FAI y de la Falange. ¿Y Manolín? El muchacho le había preguntado a su madre: «¿Por qué lo han matado?».

A intervalos, Ignacio pronunciaba frases de consuelo. Le dijo a Marta que no pasara pena por su madre, que él cuidaba de ella y que por lo pronto no corría peligro alguno. Le dijo que su padre se llevó consigo «aquella fotografía en que se te ve montada a caballo». Que sabían dónde estaba enterrado… Por fin, se calló. Esperó a que la muchacha agotara sus dosis de lágrimas y estuviera en condiciones de mirarlo y de hablar. Al cabo de mucho rato, Marta lo miró. Lo miró con gratitud, como siempre, vuelta la cara, que hasta entonces había tenido pegada a la almohada. Y le dijo:

—Ya sólo te tengo a ti…

Ignacio protestó:

—No digas eso, Marta. Tienes a tu madre y a José Luis.

—No, no. Sólo te tengo a ti.

* * *

Marta le suplicó a Ignacio que entornara los postigos. Permanecieron mucho rato casi en la oscuridad, ella tendida boca arriba en la cama, él sentado en una silla a su lado. A veces parecía que Marta se dormía, pero de pronto Ignacio sentía la mano de la muchacha buscando afanosamente la suya.

—¡Ignacio…! ¡Es tan fuerte todo esto, tan cruel!

Cuando alguien pasaba por la calle, su silueta se colaba en la habitación por la rendija de luz de la ventana.

Marta padeció varias crisis. En una de ellas hizo como que se reía y en otra se removió en el lecho, su respiración se agitó y en un tono que Ignacio no recordaba haberle oído nunca, le confesó que algo de sí misma la estaba asustando, que se encontraba por dentro llena de odio.

Ignacio se alarmó.

—Sé valiente, Marta… Desecha esos pensamientos… Por favor, haz lo que puedas…

—Hago lo que puedo. ¡Pero no puedo nada! Odio a esa gentuza, Ignacio…

—Cálmate, Marta, te lo ruego.

—Por más que hago, no consigo olvidar aquella cocina, ni a David y Olga… Ni a los milicianos que vi en la carretera. ¡Y desconfío de Julio García! Sí, Ignacio, me da miedo que custodie a mi madre, que conozca estas señas. Me da miedo…

Ignacio se inclinó hacia ella y la besó en la frente. No sabía qué hacer. Había sufrimientos al margen de las palabras. En la penumbra, la enjuta cara de la muchacha era espectral.

Ezequiel llegó a la hora del almuerzo, sin atreverse en esta ocasión a saludar con un título de película. La muchacha no quería de ningún modo bajar al comedor, pero Ezequiel e Ignacio la obligaron. Marta accedió. Pero antes se fue al lavabo y salió de él llevando las gafas oscuras.

Luego se sentó a la mesa con los demás y Rosita trajo en seguida la sopa caliente. El humo se fue directo a los ojos de Marta y ésta se levantó y dijo: «Perdonadme, no puedo…». Y se apartó de la mesa y se sentó en una silla lejos, en un rincón.

Todos respetaron su decisión y se colocaron de modo que nadie le diera la espalda. Fue un almuerzo breve y eterno. Los ruidos parecían tiros. Las palabras habían muerto y si de vez en cuando alguna vivía, parecía también espectral. A veces sonaba un himno en alguna radio vecina y entonces Ezequiel procuraba distraer la atención. Aquella familia conmovió a Ignacio. Eran tres seres que vivían pendientes de Marta, con amor. Un hombre de voz alcoholizada había sido fusilado en Gerona, y ello hacía que Manolín se levantara y, acercándose a Marta, le pusiera con unción el gato en la falda. Y que Rosita le dijera: «¿Una tortilla, quieres que te haga una tortilla?». Y que Ezequiel anduviera en su interior imaginando caricaturas del dolor, muchas caricaturas, sin que ninguna lo satisficiera.

Ignacio se sentía una vez más como derrotado. Cierto, nada le salió a derechas. Soñó para Marta con un valle tranquilo y, sobre todo, con librarla de aquella excesiva seriedad que a veces la hacía antipática, ¡y vino la guerra! Vino la guerra a justificar su actitud…

A los postres, le invadió al muchacho una paz inesperada. Ezequiel le recordó un poco a su padre, y cada vez que Rosita iba a la cocina llegaban al comedor sonidos idénticos a los que Carmen Elgazu provocaba en el piso de Gerona. A no ser por las noticias que él trajo… A no ser por la súbita orfandad…

Ignacio hubiera querido quedarse en aquel comedor. Le costaba admitir que estaba allí de visita. Normalmente, debía de ser hermoso permanecer en aquella casa, encerrarse con aquellos seres en aquel piso modesto y limpio, aislándose del exterior. Con un mecano cada vez más complicado en el cuarto de Manolín, con dos pinos gigantescos en el patio. Debía de ser hermoso entornar de vez en cuando los postigos y sentarse con el gato en la falda y fumar mientras Ezequiel contaba chascarrillos o profetizaba: «¡Antes del año 2000 el agua del mar podrá beberse!». ¿Por qué Gerona y el Responsable y el incesante hormigueo del cerebro?

Después del café, que fue lo único que Marta tomó, todo el mundo desapareció y de nuevo los dos muchachos se quedaron solos. Entonces Marta se acercó a Ignacio y le besó interminablemente la mano y la muñeca y luego se le echó al cuello y aplicó su mejilla en la mejilla del joven. Y de pronto, le dio un inesperado beso en los labios, sin fin… Ignacio notó estremecida la carne de la muchacha.

—Marta, Marta…

—Perdona lo que dije antes, Ignacio.

—¡No te apures! Comprendo lo que te ocurre. Te comprendo muy bien.

—Debería ser más valiente.

—¡Bueno! Yo tampoco estoy contento de mí.

—No digas eso.

—¿Por qué no? Debería… ser más eficaz. Resolvértelo todo.

—Haces lo que puedes.

Ignacio se mordió los labios.

—Puedo poco… No puedo nada.

* * *

Ignacio permaneció una hora más en la casa. Marta se durmió un buen cuarto de hora y el resto lo pasaron hablando. Marta se sintió consolada con la presencia del muchacho y con la ternura que a veces emanaba de éste, ternura que Carmen Elgazu se conocía al dedillo y que era una de las cosas de este mundo que más gozo le había proporcionado.

Marta no sabía imaginar la muerte. Se dio cuenta de ello cuando su hermano murió en Valladolid y ahora se reafirmaba en lo mismo. ¿Qué era la muerte? ¿De verdad el espíritu abandonaba el cuerpo? ¿Era que el espíritu podía cambiar de lugar, desplazarse? Así, pues, ¿tenía forma? ¿Dónde estaría ahora el espíritu que animó a su padre? ¿Por qué al pensar esto la gente miraba a las estrellas? ¿Lázaro resucitó de verdad? ¿Era que no había sido juzgado aún? ¿Así, pues, el juicio en el más allá no era inapelable?

—Ignacio, tengo miedo…

Ignacio imaginó al comandante, muerto. Ignacio, desde su visita al cementerio, podía imaginar la muerte con mucha mayor fidelidad que después de haber visto el cadáver de aquel compañero suyo de billar, hijo de don Pedro Oriol. Supuso que el comandante sonreía ahora en la fosa. Porque el comandante, en los momentos graves, se defendía de este modo, sonriendo. Era altivo y ahora estaría horizontal. Era bebedor y ahora podría beberse las malas acciones e incluso la eternidad. Los arcángeles le nombraron comandante de sus huestes gloriosas y al mando de ellas bajaría pronto a aquel cuarto absurdamente empapelado y devolverla a Marta el color del rostro, la tranquilidad del pulso, el deseo de vivir y de ganar aquella guerra…

—Marta, no tengas miedo. Yo estoy a tu lado. Y tu padre nos ve…

* * *

Ignacio salió a la calle a las cuatro de la tarde. El tren para Gerona no partía hasta las siete y media, de modo que hubiera podido permanecer al lado de Marta mucho rato todavía. Pero la tensión había acabado con sus nervios y sintió ganas de verse libre y respirar. Se despidió de Marta con un nuevo abrazo que humedeció los ojos de Rosita. Por su parte, Ezequiel lanzó uno de sus pronósticos: «Seréis felices, muchachos. ¡Como si lo viera! Seréis tan felices como Rosita y yo lo hemos sido…».

Ignacio, al encontrarse en la calle, echó a andar, a bajar por aquel barrio en dirección al centro. Sabía que tenía algo que hacer —llamar por teléfono a Ana María—, pero no pensaba en ello. No pensaba en nada. Había encendido un pitillo y el pitillo pensaba por él.

¡Barcelona bajo el signo de la revolución! No miraba las cosas, y sin embargo no se le escapaba detalle. Hubiera podido inventariar la ciudad. En una puerta leyó un papel: «Aquí vive un súbdito extranjero». En una esquina cavaban la tierra: construían un refugio antiaéreo. Ignacio seguía andando, de prisa o despacio, según le diera el sol o la sombra. Tenía el pelo largo y el calor le había relajado las ojeras. Vestía de azul marino y se le marcaban rodilleras en el pantalón.

Al pasar delante de una fuente, su máquina de pensar se puso en marcha y pensó en cosas inconexas: que tenía veinte años, que era un hombre, que en Barcelona había muchos perros, que los perros también morían, que Axelrod, el ruso, tenía el cutis sobado, que el aire era asfixiante, que los pies le dolían… ¿Por qué le dolían los pies? «Es difícil saber por qué las cosas duelen». Unos pasos más y la sangre le hirvió. Y entonces empezaron a dolerle los árboles que al pasar acariciaba con la mano, la pesada hora de la siesta, un poco la lengua y además toda la suciedad y todo el temblor y todas las esperanzas de aquella urbe casi desconocida.

Subió a un tranvía y ello le espabiló. Bajaba hacia el centro. «Seréis felices, muchachos. ¡Como si lo viera!». El tranviario le cobró prima para devolverle calderilla. Era un hombre con cara de pájaro, que se parecía a Padrosa, del Banco. Ningún pasajero llevaba sombrero ni corbata. Ninguna mujer llevaba joyas ni zapatos de tacón alto. ¡Su indumentaria debía de llamar la atención! ¡Cuánta suciedad! «Todo ha de ser pueblo». «El pueblo ha decretado la muerte de…». Se apeó, sin motivo, y entonces advirtió que el pitillo se le había apagado, que ya no pensaba por él.

Llegó a la plaza de Cataluña. Inmensas sábanas en las fachadas decían lo mismo que las pequeñas sábanas de Gerona. ¿Cómo estaría Ana María? ¡Cuánto tiempo había pasado! Penetró en las Ramblas, dirección Colón, y se sintió aturdido. Eran una colmena. Una multitud frenética caminaba remolcando los pies bajo los árboles y pisando óvalos de sol. ¿Y quiénes componían esa multitud? Hombres como Ezequiel, mujeres como Rosita y chicos con una Marta en algún lugar y un padre telegrafista y rodilleras en el pantalón. Las mujeres iban muy escotadas y los hombres sin afeitar. «Sí, hay algo soez y una complacencia en lo soez». Y un enjambre de vendedores ambulantes. Todo se vendía, excepto el corazón. Desde insignias —¿de qué Sindicato, de qué idea redentora?— hasta matasuegras y preservativos y tajadas de sandía y melón.

Ignacio se paró en los quioscos de libros y periódicos. Los titulares de éstos decían: «¡Oviedo, a punto de caer!». «¡Huesca, al alcance de las fuerzas de Ascaso!». Postales de prohombres de todas las revoluciones. De prohombres rusos, húngaros, checos, franceses… ¡Caricaturas de la Pasionaria, de Margarita Nelken, de García-Oliver, de Durruti! Tres locales contiguos de espectáculos anunciaban Las mujeres, Las tocas, Qué más da, títulos que leídos consecutivamente formaban una sola frase. Milicianas del Socorro Rojo ofrecían folletos de todas clases, desde la manera de guarecerse de la metralla en caso de bombardeo, hasta la consigna pedagógica: «Para ser libres por dentro, el maestro tiene que matar al cura». Ignacio se dijo: «Mejor será que entre en un bar y llame ya por teléfono a Ana María».

Siguió bajando. Los limpiabotas hacían lo que en Gerona: a falta de zapatos abrillantaban polainas y correajes. En las puertas de las casas no se veía una sola placa que dijese «abogado», o «médico» o «compra-venta de fincas». Éstos y otros títulos similares levantaban, sin más, graves sospechas. En el Liceo, requisado por la Generalidad, se anunciaba la actuación del tenor Lázaro. Y allí empezaba el reino de los fotógrafos ambulantes. Ignacio pensó en Ezequiel. Los milicianos acudían a ellos como subyugados. No se trataba de fotografías para carnet, sino de fotografías para el recuerdo. Querían perpetuar las últimas imágenes de retaguardia o sus primeras horas de esplendor. Adoptaban posturas marciales o se agachaban como los equipos de fútbol. Algunos levantaban un dedo o el puño cerrado para que los viera no sólo el fotógrafo, sino también la revolución.

Ignacio llegó a la altura de la calle Fernando, donde vivía Ana María. Se disponía a telefonear cuando se produjo entre el gentío un movimiento sísmico. Los transeúntes se abrieron en dos mitades para dejar paso a alguien que se disponía a desfilar. Pero era lo curioso que no se oía ni banda de música ni gritos. Algo se acercaba, silencioso y solemne. ¡Acaso un loco solitario, de larga barba, pidiendo la paz!

Ignacio se abrió paso y se colocó en primera fila. Eran mujeres con mono azul y gorro ladeado. Llevaban pancartas y pañuelos en el cuello. Avanzaban por pelotones y cada pelotón representaba una idea. «Derechos de las mujeres antifascistas». «Lealtad a los nuevos principios». «Dadoras de sangre». «Amor libre». «Consejos para abortar». «Viva el proletariado universal».

Imprevisible reacción… Muchos mirones se rieron. Algunos milicianos se dejaron retratar y se juerguearon de lo lindo con el pelotón del «Amor libre». «¡Chatas! —gritaron—. ¡Cómo no lo exijáis obligatorio!».

Las mujeres no se reían. No se sabía por qué. Pasaban serias, se dirigían al nuevo mundo que estaban forjando y al hacerlo se cruzaron con los vendedores de insignias. Ignacio no se movió. A Ignacio las mujeres le habían inspirado siempre un hondo respeto imprecisable. En cierta ocasión habló de ello con Olga, y la maestra aludió al complejo de Edipo, a la castidad excesiva, ¡qué sé yo! Ignacio ahora no sabía. Miraba a aquellas mujeres y sentía por ellas una pena honda. Le inspiraban tanta pena como el tranviario con cara de pájaro. Pensó en Carmen Elgazu, ¡por supuesto!, en Pilar, en Marta, en la madre de Marta. «Confío en ti…». Pensó en Rosita: «Seréis felices…», y en Ana María. «Dadoras de sangre». Pensó en Dimas y en que su propia sangre seguía hirviendo. ¿Por qué aquellas mujeres —«las tocas, ¡qué más da!»— paseaban el amor con pancartas por las Ramblas, entre fusiles y caricaturas de la Pasionaria? El amor no era libre nunca. El amor era un gozo y una tortura, un estímulo y una fatiga, era la ley. Aquellas mujeres obrarían cuerdamente regresando a su hogar, si es que tenían hogar, y esperando en él a que un hombre en mangas de camisa se les acercara con violentísima timidez.

* * *

Ana María estaba durmiendo la siesta a menos de trescientos metros de la cabina telefónica en que Ignacio acababa de entrar. Calle de Fernando, número 27, tercer piso. Un piso burgués. Su cama era más confortable que la de Marta y estaba rodeada de flores, pero no de pájaros.

El piso era propiedad de un íntimo amigo del padre de la muchacha, Gaspar Ley de nombre, familiarmente Gaspar a secas, dueño —ahora «responsable»— del Frontón Chiqui. El padre de Ana María, tan aficionado a las regatas de balandros, era fabricante de artículos de deporte, desde balones de fútbol y guantes de boxeo hasta raquetas y pelotas de tenis, y durante años suministró a Gaspar el material para el frontón. Su amistad llegó a ser muy grande. La primera semana de la revolución el padre de Ana María fue detenido por dos de sus empleados y llevado a la Cárcel Modelo. En el piso pusieron una placa que decía: «Comisión de Ayuda al Frente». La madre se ocultó en una casa de campo y Ana María aceptó la hospitalidad de Gaspar, hombre joven, casado con una mujer valenciana, llamada Charo, sin hijos.

Ana María no llevaba ya mantas a cada lado. A propósito se hizo una permanente de serie, impersonal, aunque por temor a ser reconocida en la calle por algún obrero de la fábrica, llevaba la cabeza siempre cubierta con un pañuelo. Hubiera preferido vivir en un barrio más tranquilo, más alejado del Barrio Chino. Pero, con todo, se consideraba afortunada, pues lo mismo Gaspar que Charo, su mujer, la trataban como una hija. También, al igual que Marta, aprendió a cocinar, también se pasaba las horas pegada a la radio y también leía. En cambio, no estudiaba italiano, pues Mussolini le tenía sin cuidado. Y, fuera de eso, a diario iba a la Cárcel Modelo a llevar el cesto de la comida para su padre y se daba buena maña para introducir en él algún papelito con noticias del exterior, noticias que luego recorrían las galerías como pedacitos de primavera.

Cuando en la casa sonó el teléfono, Ana María se asustó. Gaspar había pertenecido a la Lliga Catalana y el teléfono era siempre una amenaza, sobre todo porque algunos de los pelotaris del frontón lo miraban esquinadamente. La hermosa Charo descolgó el auricular y al oír el nombre de Ignacio hizo casi un mohín coquetón y contestó: «Sí, aquí está». Ana María se lo tenía advertido desde que escribió a Gerona: «Si llama un muchacho llamado Ignacio, avíseme, por favor».

Ana María acudió casi temblando. ¡Ignacio! Habían pasado tres años día por día desde su encuentro en San Feliu de Guíxols. Entonces había balones azules en el aire y los niños ricos de su «pandilla» se paseaban indolentes diciendo «es la monda» y frases por el estilo, poniendo nervioso a Ignacio. Ana María tomó el auricular… y fue el embeleso. La voz de Ignacio se le deslizó hasta el corazón. Era una voz preocupada, pero al mismo tiempo enérgica y afectuosa. La voz de un hombre.

—¡Ignacio…!

Ignacio deseaba verla. Estaba en Barcelona, a trescientos metros escasos, y quería verla.

—¡Qué alegría, Ignacio! Cinco minutos… Bueno, diez, diez minutos y estoy ahí.

—¿Dónde nos encontramos?

—Delante del Frontón Chiqui.

—¿Del Frontón Chiqui?

—Sí, vete allí. Ya te explicaré.

Ignacio colgó y echó a andar despacio hacia el Frontón Chiqui, que estaba cerca. En el camino se le pegó en la frente una mosca, como a veces se clava una maldad. «¡La Soli, con las cartas secretas de Alfonso XIII! ¡La Soliiii…!». La inminencia de la aparición de Ana María despertaba en Ignacio resonancias dormidas.

El frontón estaba cerrado. Más tarde se animaría mucho, pues el dinero corría fácil y las apuestas eran importantes. En la cartelera, los nombres de los pelotaris eran vascos y sin duda hubieran humedecido los ojos de Carmen Elgazu.

No le dio tiempo sino a clavar la punta del zapato en el hueco de una alcantarilla. Hecho esto, se subió a la acera y se volvió, e inmediatamente Ana María apareció en la esquina de la calle.

Los dos muchachos quedaron mirándose, sobrecogidos. Hasta que empezaron a acercarse uno al otro por la acera, como dos pájaros en una rama horizontal. No estaban seguros de que aquello fuera verdad, pero tampoco lo estaban de que fuese mentira. Ana María pensaba: «Si no desaparece, me tomará las dos manos como hacía antes, las dos». Ignacio pensaba: «¿Por qué se ha cubierto la cabeza?». Poco después estaban frente a frente, mágicamente sorprendidos, sin acertar a decirse nada. ¡Todo había cambiado! No había cambiado nada. Sólo se miraron. Los ojos de Ignacio seguían siendo oscuros y penetrantes. Los ojos de Ana María seguían siendo verdes. «¡Jesús, qué pálido está Ignacio!». «Ana María se ha hecho mujer…».

Ignacio dijo:

—Perdona que me presente sin smoking

Ana María dijo:

—Perdona que me presente con alpargatas…

Ambos se asombraron de la broma recíproca. ¡Con las cosas que les pesaban en el pecho!

El calor era muy fuerte y Ana María le propuso refugiarse en un café solitario que había al lado del frontón, cuyo dueño estaba convencido de que ella era sobrina de Gaspar. Ignacio aceptó, y los muchachos entraron en el establecimiento y se acomodaron al fondo, entre un billar y la correspondiente pizarra, en la que podía leerse aún la clasificación del último campeonato.

La perplejidad seguía aturdiéndolos, y se observaban. Ignacio temió sentir extraña, fuera de órbita, a Ana María, y no era así. La muchacha conservaba su mismo aire sereno, su inconfundible mezcla de astucia y de ingenuidad. Por otra parte, cierto que iba sin pintar y que vestía una simple bata de percal. Pero su rango era indiscutible e Ignacio pensaba que hasta peligroso. La revolución no le había modificado ni siquiera la manera de sentarse. Cualquier miliciano hubiera podido detenerse y gritar en su honor: «¡Muera el fascismo!».

—Pero… ¡no puedo creerlo, Ignacio! ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme esta visita?

—Vine a Barcelona y me ha parecido lo más natural.

—¿Natural? ¡A mí me parece sobrenatural!

Hubieran deseado revivir aquellos diálogos debajo del agua cuando Ignacio la tiraba a ella de una pierna y ella luego lo llamaba «pulpo» o «sátiro». Pero había algo más perentorio. Nada sabían el uno del otro, ni de lo ocurrido a sus respectivas familias. Era preciso aclarar sin dilación este punto para saber si podían seguir bromeando o tenían que llorar. ¡Bueno, referente a Ana María, la cosa no era irremediable! Lo perdieron todo pero todos vivían; y si lo citó en aquel lugar fue porque en la calle del Frontón Chiqui se sentía, gracias a Gaspar, relativamente segura. «Vivimos todos, Ignacio… Y yo soy la misma. Excepto quizás una aversión terrible hacia esta gente… una aversión que a veces me da náuseas. Vivimos todos y hasta confío en que Gaspar se saldrá con la suya y conseguirá sacar de la cárcel a mi padre».

—¿Y vosotros, Ignacio? ¡Cuéntame!

Ignacio se mordió los labios. Estuvo a punto de ocultarle la verdad. Pero era imposible, y le participó la muerte de César. El rostro de Ana María expresó horror. Una especie de grito que salió disparado fuera, a la calle, y que no regresó. La muchacha se tomó de un sorbo la taza de café, temblándole la mano. Habían entrado dos marinos y a palmadas reclamaban al dueño. Ignacio temió llamar la atención. Le suplicó que disimulase.

—¡Qué horrible, Ignacio! —barbotó ella—. ¡César!

Ignacio no sabía qué decir. La imagen de su hermano se le apareció en los espejos. Ana María musitó, arrastrando las sílabas:

—Acepta mi dolor, Ignacio… De todo corazón.

Ignacio palideció más aún. Había en Ana María algo indefiniblemente dulce. Lo había cuando hablaba de dolor e incluso cuando pronunciaba la palabra «aversión».

Permanecieron un rato mudos, mientras los marinos en el mostrador hablaban del Uruguay, el barco en que estaban detenidos los militares. Luego, poco a poco, los nervios cedieron. Pidieron otro café, y la interrupción del camarero y los resoplidos de la máquina «exprés» airearon sus pensamientos. Ana María comentó únicamente: «Claro, claro, es su sistema… A mi padre no le perdonaron que hubiese triunfado. Y a César no le perdonaron que fuera un santo».

Ignacio suponía que los hechos eran más complicados, pero no se sintió con ánimo de argumentar.

Diez minutos después volvían a hablar de sí mismos. Ana María le recriminó que no le hubiese escrito nunca ni una sola línea. «Lo menos que podías hacer era encargar a tu padre que me enviara un telegrama».

—Lo terrible es que he de pensar en ti cada vez que paso delante de un Banco… ¿Y tú? Claro, tú pensarías en mí si vieras el mar. Pero tengo la perra suerte de que en Gerona no hay mar.

Ignacio se dijo que el mundo era estrambótico. Sin discusión, le interesaba más lo que Ana María le estaba diciendo que la guerra. «¡Estoy harto de la guerra… y del Uruguay!», estuvo a punto de gritar, mirando a los marinos. Pero la realidad se imponía. Alguien había conectado la radio, y habían entrado en el café dos guardias de Asalto que, mientras se dirigían al billar para empezar una partida, silbaban: La cucaracha, la cucaracha…

Ana María tenía la esperanza de que todo terminaría pronto, de que aquello «se les derrumbaría». Tenía en ello una fe ciega.

—Y tú, Ignacio, ¿no opinas lo mismo?

Ignacio tardó un momento en responder. Y luego improvisó. Le ocurría eso. Delante de Marta se ceñía a los hechos sin dar cabida a la fantasía. Delante de Ana María —¡cómo sabía ésta mover las muñecas!— le gustaba poetizar y, en cierto modo, atemorizarla. Le dijo que la lucha era tremenda porque se trataba de dos concepciones de la vida. La del «esto es la monda», que conducía a ignorar el sufrimiento, y la del «tengo hambre», que conducía a encerrar en la cárcel a los que habían triunfado. Y por encima de todo ello estaba España, que era como una caracola de mar en el fondo de la cual se oía el latir de toda la tierra.

—Somos una especie de resumen, entiéndeme… Grandezas y defectos están en nosotros. No cambiamos nunca y somos inútiles como los dedos de los pies. Conquistamos América, sí: pero ¡menudos resultados! Fatalismo, y la navaja y el revólver preparados. ¿Y por qué conquistamos América? Por las mismas razones que nos mueven en esta guerra. Tres razones, Ana María, acuérdate: por Dios, por el diablo y porque sí.

La conversación se prolongó. Trataron mil temas. Ana María repitió que cocinar le gustaba y dijo que por las tardes Charo la enseñaba a coser. En cuanto al Frontón Chiqui, el ambiente era singular. Gaspar se ganaba la vida con él y siempre decía que sería un sitio ideal para el espionaje. «¿Te imaginas? El hombre del marcador podría comunicar lo que fuese, lo mismo que los jugadores golpeando con la raqueta. ¡Y los vendedores de boletos! Los papeles de las pelotas de goma podrían contener cualquier mensaje o nota».

—Creo que Gaspar tiene razón.

A Ignacio le sorprendió que Ana María le hablara de ello, y por un momento se preguntó si… ¡Tendría gracia que quien se metiera en líos fuera Ana María, en vez de Marta!

Ana María volvió a mirar a Ignacio con dulzura y le dijo:

—Desde luego… yo tampoco nací para guerras, ¿sabes? Yo nací… para estar tranquila.

Entonces Ignacio tuvo un arranque. Encendió un pitillo, la cerilla le chamuscó un poco las cejas, y ello le estimuló. Entre frase y frase se oía el «croc» de las bolas de billar accionadas por los dos guardias de Asalto y el «pschitt» de la cafetera «exprés» del mostrador. Ignacio le dijo a Ana María que cuantas veces le había preguntado: «¿Te acuerdas?», lo había imantado. «Eres un poco mi caracola de mar. Viéndote, todo mi antes resuena». «Aunque pasaran siglos navegaría en aquella barca de San Feliu de Guíxols». Sin embargo, ¡era tan extraño que al cabo de tanto tiempo nada fundamental hubiese cambiado! ¿Era que el cerebro no evolucionaba? Él tenía, al respecto, una doble impresión: a veces volvía a sentirse niño, otras veces era incapaz de admitir que fue niño alguna vez. ¿Y la guerra? Acaso ni siquiera la guerra modificase nada substancialmente. Acaso la guerra no hiciera otra cosa que convertir en actos las hondas inclinaciones. Él era un hombre que dudaba: es decir, fácil presa para el sufrimiento. Con la guerra, sus dudas alcanzaron el máximo y en ocasiones sentía que le dolían las bombas e incluso los árboles y las fachadas… ¡El cerebro! ¿Qué contenía con exactitud? ¿En él residían el destino de cada hombre y su bondad o ferocidad? Con la guerra, los cerebros dejaban de ser claustros y se convertían en milicianos que mataban o en idealistas que se cavaban la fosa. ¡Ah, no!, nada era lógico, y en cada pupila latía un misterio tan grande como la frase que Ana María había pronunciado: «Nací para estar tranquila». Por descontado que él no se atrevía a profetizar; ya se cuidaba de ello un amigo suyo llamado Ezequiel. Sin embargo, de dos cosas estaba seguro: de no morir en la guerra y de que lo más importante de la vida era amar. «Lo que pasa es que amar en serio es difícil. Mi madre cree que no, pero a mí me parece que es muy difícil». «Las mujeres tenéis esto resuelto, por ley natural, pero a los hombres nos cuesta más». En Gerona, sin ir más lejos, aquel policía que se llamaba Julio quería amar y no lo conseguía sino de vez en cuando. Y había un muchacho anarquista, llamado Santi, que hubiera sido feliz amando, pero se quedó huérfano y los únicos que le acariciaron fueros otros hombres que llevaban fusil. Ésta era la desgracia del ser humano, la incompatibilidad, la exclusión. Amar esto implicaba aborrecer aquello, y ser comunista implicaba aniquilar el individuo. ¡Si durante un minuto, uno tan sólo, en toda la tierra no hubiese nada más que amor! Bello espectáculo. La gente se abrazaría por la calle, los marinos estrecharían la mano de los camareros, el ejemplo cundiría y acabarían amándose incluso los tacos del billar y los objetos. «¿Te imaginas, Ana María? Las puertas de las cárceles abriéndose por sí solas y diciéndole a tu padre: Anda, puedes irte… Tu mujer y tu hija te esperan». «¿Te imaginas a las balas convirtiéndose en amor? ¿Y las ametralladoras negándose a disparar o disparando billetes de lotería u hojas verdes? ¿Y los barcos dialogando con los peces y las úlceras desapareciendo? ¿Te imaginas que yo me encontrara a mí mismo y te dijera: Mi querida Ana María, ya sé por qué estoy aquí, por qué me duelen los pies y por qué lloro cuando pasan mujeres con pancartas?». «¿Te imaginas? Sería hermoso, sí, y mi carne no reclamaría tantas veces su ración… Podría sentarme a tu lado y mirarte sin vergüenza al fondo de los ojos».

Ana María estaba embobada, como le ocurrió en San Feliu de Guíxols. Tomó entre las suyas una mano de Ignacio y la estrechó. Y lamentó que en su taza no quedara ni una gota de café para brindar. Y le dolió que todo fuera tan breve y no llevar ella, aquella tarde, los rodetes en las sienes. Sin embargo, la incomodó que Ignacio hablara de «la ración de carne». Gaspar decía siempre que la guerra tenía un polvillo especial, excitante, que lo justificaba todo y degradaba a todo el mundo. Pero ¿por qué Ignacio no escapaba a esta ley? ¿Acaso era como los demás, como todo el mundo? Entonces ¿por qué sólo él sabía decir cosas como «las ametralladoras disparando hojas verdes» o «los barcos dialogando con los peces»?

¿Y por qué Ignacio insistió en que a los hombres les era difícil amar en serio? ¿Y su padre, pues, Matías Alvear? ¿Y Gaspar, que tanto amaba a Charo? Algo había en Ignacio que el muchacho se callaba, no sabía por qué.

Ana María guardó un momento de silencio e inesperadamente preguntó:

—Dime una cosa, Ignacio… ¿Tienes novia?

Ignacio la miró con decisión.

—¿Novia? ¿Por qué me lo preguntas?

—No sé… —Ana María levantó los hombros—. Dime sí o no.

Ignacio echó una bocanada de humo y contestó:

—No…

Ana María hizo un mohín indefinible. Medió otro silencio largo. Hasta que la muchacha reaccionó.

—Tienes que perdonarme pero a tu lado soy feliz.

* * *

Una hora después, Ignacio regresaba en el tren a Gerona. Dos recaderos cargados con bultos dormitaban a su lado. Junto al retrete, un coche decía: «Reservado», corridas las cortinillas. El sol de agosto se ponía al otro lado de todas las montañas. «Seréis felices… ¡Como si lo viera!». Las ruedas del tren parecían amar a los raíles y los hilos telegráficos no hacían más que besarse, separarse y, volverse a besar.