Cuando Ignacio transmitió a su madre y a Pilar la invitación de mosén Francisco para que fueran a oír misa en el piso de las hermanas Campistol, las dos mujeres se emocionaron lo indecible. Carmen Elgazu decía a menudo que sin la misa no podía vivir. «No será tanto», socarroneaba Matías Alvear. El caso es que la madre de Ignacio, desde el 18 de julio, había hecho lo imposible para localizar algún sacerdote que celebrara clandestinamente el sacrificio del altar. No lo había conseguido. Tuvo que resignarse a captar de vez en cuando alguna misa radiada por las emisoras nacionales y con oír, los domingos, el oficio solemne que Radio Vaticano retransmitía, oficio que era escuchado con fervor por millares de familias de la zona «roja». A Matías no le gustaba arrodillarse delante de una radio, pero Carmen Elgazu le incitaba a ello con mirada entre enérgica y tierna, y el hombre no podía negarse.
La invitación de mosén Francisco le pareció a Matías una temeridad. «¡Vamos! Precisamente en aquel barrio… ¡En cada casa hay siete milicianos!». «Total, ¿qué? —replicó Carmen Elgazu—. También hay dos modistas, ¿no?».
Matías se opuso, pero terminó por ceder. ¡Cualquiera contrariaba a su mujer en una cosa así! Aunque, en realidad, no era precisamente la ceremonia de la misa lo que asustaba a Matías, sino lo que ella iba a traer consigo. No le cupo la menor duda de que poco a poco Carmen Elgazu se convertiría en sacristán de mosén Francisco, en su monaguillo, y que acabaría no sólo llevándole velas y pan de hostia sino confeccionando para él ¡como si lo viera!, albas, cíngulos, manípulos y casullas.
Anda, cobardica, que no pasa nada, ¿me oyes?
Matías Alvear abrió el balcón para respirar aire fresco.
—Como quieras. Si os ocurre algo, encargaré una misa.
Carmen Elgazu y Pilar salieron, algo mejor ataviadas que de costumbre. No llevaban velo, pero sí, en el bolso, dos pañuelos blancos, limpísimos. Era domingo. Aquel día hacía un mes justo que César había muerto. El sol rebotaba en los pañuelos rojos de los milicianos, provocando en los cuellos de estos pequeños incendios. Tres hombres-anuncio se paseaban con una pancarta que decía: «Hoy, tarde, gran baile en la Piscina». Carmen Elgazu y Pilar llevaban preparada una consigna para el caso de que alguna patrulla las separara y les preguntara de qué estaban hablando; hablaban del verano que pasaron en San Feliu de Guíxols. «Tú me decías que tu bañador floreado no te sentaba bien, y yo te aseguraba que eran manías tuyas, que te favorecía mucho».
Andaban despacio hacia el barrio de Pedret. Al pasar por la calle de la Barca, vieron a un niño que escribía en una pared: «Viva yo». Luego oyeron a un voceador de periódicos. Voceaba El Proletario gritando: «¡Proletario! ¡Con las cartas de un canónigo a su querida! ¡Proletario!…». Hacía una pequeña pausa y a continuación volvía a gritar: «¡Proletario! ¡Con las cartas de un canónigo!». Carmen Elgazu pasó delante del muchacho con la cabeza baja y Pilar le advirtió: «Naturalidad, madre, no seas tonta».
Apenas empezaron a subir la escalera de las hermanas Campistol, Carmen Elgazu se santiguó: «¡Jesús, qué cosas!». Pilar, de un salto, se plantó ante la puerta y, pulsó el timbre. Carmen Elgazu dijo: «Lástima que los hombres no hayan venido».
Pronto se encontraron en el pasillo de los espejos y luego en la habitación del fondo, la que mosén Francisco había habilitado como capilla. Mosén Francisco se emocionó al ver a las dos mujeres y más todavía cuando se dio cuenta de que Carmen Elgazu se le acercaba con la intención de besarle la mano.
—¡Por Dios, mujer…!
—Nada, mosén Francisco… Que llevo más de un mes sin hacerlo. ¡Y ahora tú, Pilar!
Carmen Elgazu vio el altar preparado; sin embargo, le pidió al ex vicario que la confesara, para poder comulgar. Mosén Francisco aceptó. Se quedó a solas con Carmen Elgazu, el vicario sentado en una silla, en la penumbra, y Carmen Elgazu arrodillada a sus pies. Carmen Elgazu se confesó de poca conformidad a raíz de la muerte de César. «Es horrible, padre, pero no acierto a resignarme». Luego se confesó de sentir odio, auténtico odio hacia una serie de personas. «Con sólo ver un miliciano le odio, padre, y no puedo impedirlo». Mosén Francisco le impuso como penitencia que durante ocho días rezara tres veces al día: «Jesús, si es vuestra voluntad, estoy dispuesta a entregaros mis otros hijos».
Pilar fue también breve. A la muchacha le impresionó arrodillarse a los pies del sacerdote, sin confesonario, y que mosén Francisco hubiera casi cerrado los postigos. Se confesó de lo mismo: «Escasa resignación por la muerte de César y por la ausencia de Mateo, y odio hacia los “enemigos”». Luego añadió: «Y un poco golosa, cuando los de casa no me ven». Mosén Francisco le impuso como penitencia tres padrenuestros y que un día a la semana procurara no satisfacer los caprichos del paladar.
Las hermanas Campistol se habían confesado recientemente, de modo que todo estaba preparado para que la misa comenzase.
El altar era una mesa cubierta por una toalla de Viático e iluminada por una palomita. Una copa de champaña haría de cáliz, un misal de mano haría de Misal, las hostias serían pedazos de pan, disponían de agua y de vino. ¡Alabado sea el Señor! Mosén Francisco, con su «mono» azul, sus profundas ojeras, mitad chiquillo, mitad pensador, avanzó hacia la mesa e inclinó la cabeza, ajeno a que los espejos repitieran hasta el infinito el cuadro que todos juntos componían.
Fue, tal vez, la misa que Carmen Elgazu recordaría más tarde como la más emotiva de su existencia, más que la del día de su boda. Una de las hermanas Campistol se apostó de centinela en al pasillo, atenta al menor ruido en la escalera. La otra hermana había abierto la ventana para que el sol rebotara contra la nuca de mosén Francisco. Carmen Elgazu y Pilar, dulcemente cubiertas de blanco sus cabezas, se habían arrodillado entre la cama y el ropero, extrañadas de que aquello fuera altar, de que la palmatoria chisporrotease, de que el misal fuera el Misal y de la ausencia de monaguillo. Daban ganas de no rezar en latín, de clamar en la propia lengua: «Me acercaré al altar de Dios. Dios, que es mi gozo y mi alegría».
Mosén Francisco parecía ora cirio, ora antorcha, y cuando se golpeaba el pecho éste parecía retumbar. Las hermanas Campistol contestaban en voz bajísima al sacerdote, sin que Carmen Elgazu y Pilar pudieran acompañarlas por desconocer el texto latino de la Misa.
Pero no importaba. Carmen Elgazu rezaba mil plegarias a la vez, si bien echaba mucho de menos el rosario colgándole de los dedos. Cuando vio que el celebrante se corría a la izquierda y oyó la palabra «Epístola» pensó en San Pablo y le suplicó «¡Protégenos!». Cuando mosén Francisco se corrió a la derecha y pronunció la palabra «Evangelio», Carmen Elgazu pensó en Jesús y rezó: «Quiero amaros como Vos nos habéis amado». Cuando el sacerdote, sin la ayuda de nadie, se lavó las manos en una pequeña palangana, la esposa de Matías comprendió mejor que nunca que la misa era una herida.
Luego mosén Francisco ofreció el pan. Lo levantó mirando hacia lo alto. Era pan corriente y no de hostia, por lo que el «dánosle hoy» parecía más veraz. Acto seguido, el vicario ofreció el cáliz… ¡Santo Dios, no era cáliz, sino copa de cristal!; es decir, transparente… Los ojos de Carmen Elgazu quedaron prendidos en aquel encantamiento. Era la primera vez que la mujer veía por transparencia el vino del Ofertorio, el vino de la Consagración. El oro y la plata de los cálices eran hermosos, pero impenetrables; la humilde copa de champaña permitía participar directamente de aquel misterio sin par.
Mosén Francisco se volvió hacia las mujeres.
—«Rogad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro…».
Mosén Francisco abrió los brazos como midiendo con ellos su capacidad de amor. Carmen Elgazu, de vez en cuando, miraba a Pilar, para comprobar si ésta seguía atenta. Le dolían las rodillas, pero ¡qué importaba! Mucho más le dolieron a Jesús. De pronto —¿dónde estaban las campanillas?— «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos —¡de los Ejércitos!—, llenos están los Cielos y la tierra de tu gloria». Mosén Francisco terminó este cántico y se hundió en un gran silencio. Sólo se oía a Dios y la gente que subía y bajaba la escalera.
En el momento de la Elevación, mosén Francisco dobló en estatura, contrariamente a Carmen Elgazu, que minimizó. Carmen Elgazu vio el pan, que era ya Cuerpo, y luego vio en la copa el vino, que ya era Sangre. Le pareció que aquélla era la sangre de César mezclada con la Sangre de Jesús. «Todas las veces que hicierais esto, hacedlo en memoria de Mí». ¡Oh, sí, Carmen Elgazu estaba allí, entre la cama y el ropero, inmóvil, en memoria de César y de Jesús! Que Jesús le perdonara los pecados, especialmente el de odio, y la enseñara a renunciar. Carmen Elgazu tenía ahora la certeza absoluta de que sobre el altar yacía Cristo en persona. «Jesús, proteged a los míos, salvad a mi Patria, perdonad a los que os hacen la guerra». «Os amo, Dios mío, con todo mi corazón».
Mosén Francisco apenas se movía y, sin embargo, ocupaba el altar. «Dignaos concedernos alguna participación y vivir en compañía de todos tus Santos, Apóstoles y Mártires, Juan, Esteban, ¡Matías!, Bernabé, ¡Ignacio!». Mosén Francisco juntó las manos e hizo tres cruces sobre la hostia y el cáliz. La palmatoria era el único testigo erguido de la ceremonia. A poco se oyó: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…».
Llegados a la Comunión, mosén Francisco se volvió sosteniendo un paño blanco que contenía cuatro minúsculos pedazos de pan. Pilar fue la primera en rezar: «Yo, pecador…». Carmen Elgazu se unió a ella y luego lo hicieron las hermanas Campistol. «Señor, yo no soy digno de que entréis en mi morada…». Carmen Elgazu quiso ser la última en comulgar. Primero lo hicieron las hermanas Campistol, una de las cuales, la que se quedó en el pasillo, cojeaba visiblemente. Luego comulgó Pilar. La muchacha entrelazó los dedos y regresó a su sitio. Finalmente, lo hizo Carmen Elgazu, sin que tuviera necesidad de levantarse y desplazarse, pues mosén Francisco se acercó a ella con decisión. Cuando Carmen Elgazu, arrodillada, se dio cuenta cerró los ojos y echando la cabeza para atrás, ofreció su lengua a aquel Pan que era pan de vida eterna.
Este Pan le invadió el pecho hasta el final de la ceremonia y aún mucho más allá. Estaba segura de que Cristo la habitaba como sus hijos la habitaron antes de ella dar a luz. Y pensó que prefería ese pan al de hostia, pues el de hostia se disolvía con demasiada facilidad. Notaba a Cristo derramarse en su interior, alcanzando incluso la extremidad de sus manos y de sus pies. «Todo lo puedo, en Aquél que me conforta». Por primera vez desde que estalló la revolución, desde que sonaron en la Rambla las trompetas, se sintió dueña de sí. Y sobre todo, por primera voz desde que murió César sintió una especie de dulce consuelo en el alma. Sí, en el instante en que musitó: «Todo lo puedo…», le pareció que efectivamente podía cumplir con la penitencia que le había sido impuesta por el vicario y ofrecer sin desesperación su hijo al Señor. «Sí, sí, volveré a verlo, lo veré de nuevo en el Cielo». «Señor, Señor, os ofrezco a César, perdonadme». «Salvad al mundo, a mi Patria, proteged a Matías, a Ignacio, a Pilar».
Terminada la misa, Pilar ayudó a su madre a levantarse. Había algo radiante en el rostro de Carmen Elgazu. Incluso mosén Francisco fue testigo de ello. Mosén Francisco, después de soplar la llama de la palmatoria, se volvió y su rostro parecía también radiante.
—Muchas gracias, mosén Francisco…
El vicario sonrió.
—No me llame así en voz alta, qué nos van a oír.
—¡Jesús, es verdad!
Pilar intervino.
—Y no digas tampoco «Jesús».
Todos se rieron.
—¿Contenta? —le preguntaron a Carmen Elgazu las hermanas Campistol.
—Ya lo creo. Muchas gracias.
—¿Y tú, Pilar…?
—También mucho. Me hacía falta comulgar.
Carmen Elgazu se miró las rodillas, temiendo haberse ensuciado las medias. Matías siempre le decía que esto de levantar ahora un pie, ahora otro, para mirarse los zapatos o las medias, lo hacía con una gracia inimitable. Las rodillas estaban limpias y Carmen Elgazu dijo:
—Nada, todo está en regla.
Una de las modistas abrió por completo el postigo de la ventana y penetró a raudales el sol.
—¡Mamá, mira qué día tan hermoso!
—Sí, sí que lo es, hija. Anda, vámonos.
Se despidieron. Las hermanas Campistol las acompañaron a la puerta. No así mosén Francisco, quien no salía nunca del cuarto, además de que ahora quería quedarse a rezar la acción de gracias.
—Vuelvan cuando quieran, ya saben.
—¿De veras podemos volver?
—Los domingos, claro…
—Bueno, muchas gracias otra vez.
—Recuerdos a Matías y a Ignacio.
La puerta se cerró tras ellos. La escalera era limpia. Carmen Elgazu empezó a bajar con una agilidad que sorprendió a Pilar.
—Mamá, si vas tan de prisa no puedo seguirte… Fuera, el cielo tenía el color del mar.