El Responsable ordenó:
—Que no se haya visto nada igual.
Se refería al entierro de Porvenir. El entierro de Porvenir estaba destinado a galvanizar a la población gerundense. El cuerpo del muchacho, sus «restos», como decían sus compañeros, siempre custodiado por Merche, fue botando de camión en camión hasta llegar a Gerona, procedente de la línea de fuego. En Gerona se instaló la capilla ardiente en el gimnasio anarquista. Blasco no se movió de allí; tampoco Santi, tieso como un monaguillo.
El desconsuelo de Merche era total; el del Responsable, poco menos. Hacía muchos años que el Responsable no lloraba. Siempre decía que él era demasiado bajito para llorar, que llorar le sentaba bien a la gente como Teo. Al ver el cadáver increíblemente raquítico de su compañero, se quitó la gorra y, en el centro del gimnasio, le nacieron unos ojos nuevos hechos de agua que se iba cayendo. Sin darse cuenta, se cuadró militarmente. ¡Porvenir! Recordó la calavera con que el muchacho jugó durante un tiempo. ¡Qué cosa más misteriosa era el tiempo, qué transformaciones operaba! ¡Qué cosa más misteriosa era una bala, qué importancia tenía, en el hombre, el corazón!
—Que no se haya visto nunca nada igual.
Así fue. Un entierro lacerante, interminable. Asistieron todas las autoridades. La comitiva serpenteó a lo largo del río a la luz del atardecer. Merche parecía una alma en pena presidiendo el cortejo de mujeres. El Responsable, sin Porvenir, respiraba con dificultad. Cosme Vila, ¡cómo no!, iba a su lado y le había dicho: «Lo siento mucho». Imposible saber si era verdad. Cosme Vila iba pensando cosas inconcretas y echaba de menos un héroe de los suyos, del Partido Comunista, que fuera el equivalente, que compensara la situación. El ataúd fue llevado a hombros. Escuadras anarquistas se relevaron cada trescientos metros, pasándose la antorcha apagada, la ceniza inminente en que Porvenir se había convertido.
Fue, desde luego, la sacudida más directa que registró la población desde que los camiones se marcharon para la línea de fuego. La presencia de un ataúd situó a las gentes. Hasta entonces, las palabras habían sido símbolos: frente de Aragón, vuelos de reconocimiento, obuses, fatiga, sed… Ahora tenían al lado un muerto. Lo que fue, no era ya. Había alguien enfrente que sabía disparar. Había enemigo.
Al llegar al cementerio, los cipreses presentaron armas. El sepulturero indicó: «Por aquí…». Al descender el ataúd a la fosa, Merche volvió la cabeza; el Responsable, en cambio, clavó su mirada en la caja, sorprendido de que la tierra sirviera para menesteres tan distintos como dar trigo y ocultar para siempre a Porvenir. A Antonio Casal se le humedecieron los ojos. David y Olga parecían estatuas. Los Costa no sabían adónde mirar. En el último momento, Cosme Vila gritó: «¡Salud! ¡Por la revolución!». El Responsable quedó desconcertado, pero la masa de milicianos contestó: «¡Salud!». Fue un grito bronco, que rebotó en todas y cada una de las cruces del recinto y que se perdió más allá de la tapia, en el azul. Merche tuvo el convencimiento de que el eco de este grito llegaría, dando tumbos, hasta el frente de Aragón, y que allá sonaría como un cañonazo.
* * *
Veinticuatro horas después, Cosme Vila dispuso del héroe deseado. La compensación no se hizo esperar. Pedro, el disidente, se estrelló de manera estúpida contra un árbol, a seis kilómetros de Gerona, camino de Bañolas. Aquélla era su iniciación como conducto y precisamente el muchacho había eludido la carretera de San Feliu de Guíxols, pues en ella el muchacho había intervenido en varias ejecuciones y se decía que tal circunstancia a veces les jugaba a los nervios una mala pasada. Pedro se mató. Nadie sabría nunca cuál fue su error. Lo envolvieron en una bandera y se instaló la capilla ardiente en el local del Partido.
Cosme Vila lamentó infinitamente no disponer de ninguna fotografía heroica de Pedro, pues, con motivo de la muerte de Porvenir, El Demócrata publicó una en la que se veía al joven anarquista arengando desde lo alto del camión a los suyos y otra en la que podía leerse perfectamente, encima del fusil, una flecha que decía «Zaragoza». Cosme Vila no tuvo más remedio que inventarse un servicio: Pedro había muerto mientras perseguía un coche de fascistas qué intentaban escapar. Los fascistas dispararon, un neumático reventó y el muchacho se estrelló contra un árbol.
Por supuesto, el entierro fue menos espontáneo que el de Porvenir e incluso hubo quien se preguntó: «¿Y ese Pedro por qué no estaba en el frente?». Pero Cosme Vila pudo poner en el balcón la bandera a media asta y El Proletario publicar la esquela del muchacho, con el siguiente deseo: «Que la tierra le sea leve». Esta frase enfureció al Responsable, pues eran los anarquistas los que se referían a la tierra en muchas de sus acciones, hasta el punto de llamarla con frecuencia «la Gran Madre del mundo».
Como fuese, la excitación era grande. El Responsable, que se había puesto un brazal negro en la camisa, dijo en el Comité: «Hay que tomar determinaciones»; y se tomaron. Nadie hubiera usado contradecirle. «Diente por diente». Cosme Vila añadió: «Hay que demostrar que la sangre del pueblo se paga cara».
En una sesión rígida, sin apenas palabras, la resolución fue tomada por unanimidad: los militares. Era lo más propio, lo que todo el mundo esperaba. ¿A qué tardar tanto? En última instancia se habían dictado tres penas de muerte: la del comandante Martínez de Soria, la del teniente Martín y la del alférez Delgado. Los condenados a cadena perpetua ocupaban ya sus puestos en la cárcel. ¿Por qué no iban a ocupar los suyos los tres sentenciados? La verja del cementerio seguía abierta de par en par.
Se anunció oficialmente la fecha de la ejecución. Los milicianos prorrumpieron en «¡hurras!» estentóreos. Sin embargo, muchos de ellos no acababan de comprender que se perdonara la vida a los restantes jefes y oficiales. ¿Por qué? El Responsable repetía a unos y a otros: «Cosas de Cosme Vila. El ruso del parche negro se lo ha ordenado así».
Los tres sentenciados fueron informados de la noticia. La última noche, gracias a la intervención del coronel Muñoz, los parientes más próximos obtuvieron permiso para visitarlos. Los barrotes de las rejas estaban bastante separados y permitirían incluso besarse.
El teniente Martín no recibió visita. Sus padres vivían en Palencia, o sea en territorio «nacional». Le extrañó mucho que, pronto a huir de este mundo, nadie acudiera a despedirlo. Comprendió que incluso estando muerto podía uno ser huérfano y cuando el alférez Delgado recibió la visita de su padre, el teniente Martín no pudo soportar la escena y rompió a llorar de tristeza y de celos.
El padre del alférez Delgado bajó temblando la escalera que conducía a los calabozos. Era un hombre de tal modo encorvado, que cuando se acercó a las rejas hubiérase dicho que se disponía a colarse entre ellas para abrazar a su hijo. Éste se comportó con dignidad. Dijo: «Hemos jugado y hemos perdido».
En cuanto al comandante Martínez de Soria, agotado, pálido y ya sin bolas de naftalina en los bolsillos, a medianoche en punto recibió la visita de su esposa, escoltada ésta por un guardia con fusil ametrallador.
Fue una entrevista tan densa que los escasos minutos reglamentarios por un lado les parecieron un segundo y por otro una eternidad. El comandante, asido a los barrotes, miró a su mujer sin hacerse a la idea de que ella seguiría viviendo. Era un hecho difícil de comprender. ¡Habían estado tan juntos siempre, en toda circunstancia! ¿Por qué los corazones se separan si uno de ellos deja de latir? Su esposa, ya enlutada, no hacía sino besarle las falanges de los dedos y gimotear. Besar trozos de piel de aquel hombre que ella había amado y que le estaba diciendo: «¿Crees que me equivoqué? ¿Crees que debí resistir?». ¡Por los clavos de Cristo, no era la hora de juzgar! O tal vez lo fuera… Pero ¿cómo? «¿Dónde está Marta, dónde está la pequeña? Abrázala, abrázala fuerte… Y a José Luis, cuando lo veas… ¡Querida! Soy militar, pero siento que flaqueo. Esto es duro. Es duro morir, dejaros, renunciar a todo. ¡Viva España! Ten ánimo. Abraza a Mario y a José Luis…».
Cuando el guardia los separó, el comandante se dio cuenta de que su esposa le había depositado en la mano una fotografía y un paquete de cigarrillos. A la luz de la bombilla de la escalera contempló la fotografía y su corazón se aceleró. Vio a Marta montada a caballo en la vía del tren y a su lado, contemplándola, a José Luis y a Fernando. El comandante adosó la fotografía a su pecho como si fuera a tatuarse con ella. Luego sollozó, lo mismo que el teniente Martín. El más sereno era el alférez Delgado, quien se había sentado en la paja, con la cabeza entre las manos.
Al día siguiente fue cumplida la sentencia. En el piquete de ejecución formaron milicianos de todos los partidos, con el refuerzo del Responsable, quien sólo disparó contra el comandante Martínez de Soria. Todo se hizo en regla, código en mano. Incluso levantada la correspondiente acta. Julio García acudió al cementerio para acompañar a una periodista inglesa, Fanny de nombre, llegada a Gerona la víspera y que manifestó deseos de presenciar el espectáculo. Julio García se quedó fuera y escuchó de pie las descargas, con la boquilla en los labios y mirando en dirección al río.
El comandante fumó hasta el último momento y se despidió de sus oficiales gritando: «¡Viva España!» y levantando ligeramente el hombro izquierdo. El alférez Delgado a última hora chaqueteó y las piernas apenas si lo sostenían. En cuanto al teniente Martín, no quiso que le vendaran los ojos y preguntó: «¿Vosotros como asesináis, de frente o de espaldas?».
La segunda determinación tomada por el Comité fue la búsqueda del obispo. «Primero, los militares; ahora, el obispo». Se sabía de muchos obispos que habían caído ya bajo la justicia del pueblo: el de Jaén, el de Almería, el de Ciudad Real. ¿Dónde estaba el de Gerona, oriundo de Olot, vejete ya, muy versado —según el director del Banco Arús— en cuestiones de Bolsa y de fincas rústicas? Axelrod, el hombre nacido en Tiflis, había preguntado por él repetidas veces a Cosme Vila, y éste no había acertado a contestarle.
Se tenía la impresión de que no había salido de la ciudad. «¡Si existieran varitas mágicas como las que delataban la existencia del agua!». En este caso, el zahorí fue Merche. La intuición de Merche, su viudez, mostrase determinante: uno de los hermanos Costa lo tendría escondido en su casa. Antonio Casal, que sentía por el obispo un curioso respeto, exclamó: «¡No digáis majaderías!».
Al anochecer, una patrulla capitaneada por el Responsable irrumpió en tromba en el piso de uno de los Costa y el obispo apareció allí, sentado en el comedor, haciendo solitarios. Tenía al lado un cenicero repleto, pero se ignoraba si lo había utilizado él. «¡Manos arriba!». El obispo se estremeció. Había escondido el anillo episcopal en lo alto del depósito del agua. ¡Si pudiera llevarlo! No le dio tiempo. Temió por la suerte de los hermanos Costa y vio a la sirvienta secándose un ojo con la punta del delantal. El Responsable lo empujó hacia la puerta y luego escalera abajo. El obispo sentía vértigo y se agarraba a la barandilla. «¡No tengas miedo! ¡Es sólo un momento!».
Exactamente, fueron cuatro horas y media. Cuatro horas y media de espera en la checa anarquista, que en tiempos fue garaje, próxima a la estación. Al obispo le dio tiempo a confesar a los que allí penaban: dos propietarios, un fabricante de imágenes y un chófer. A medianoche le esposaron las muñecas, lo que lamentó en grado sumo, pues ello le impediría abrir la mano para dar la absolución. Luego, en un coche negro, fue llevado al cementerio. El coche penetró en la avenida central atemorizando los nichos y a aquel niño con un pato de celuloide en brazos, cuya fotografía César contemplaba siempre. Lo apearon y lo situaron sobre la tierra aún removida que cubría el cuerpo de Porvenir. Una linterna le cegaba los ojos y él musitaba jaculatorias. No se veían fusiles ni se oían cerrojos. Todo ocurría como en una ceremonia de misa negra. Una voz le conminó:
—¡A que no dices ahora que eres católico!
El obispo se sorprendió y dijo:
—¿Por qué no? Claro que lo soy.
Entonces advirtió que la linterna le alumbraba el pecho. Y vio una navaja. Y sintió que le desabrochaban la camisa y luego que le cortaban levísimamente por dos veces la carne. Un corte vertical y a continuación, otro horizontal. Se produjo una tregua. Hasta que la sangre, manifestándose al pronto por medio de tímidos y arbitrarios puntitos, poco a poco fue haciéndose visible, uniéndose, hasta formar dos regueros precisos que por último siluetearon una cruz.
De nuevo se oyeron voces, entre ellas la de una mujer. El obispo no comprendía nada. ¡El vértigo! La cruz. La linterna. ¿Dónde estaba? Sonó un pistoletazo y el obispo cayó sobre Porvenir.
Entretanto, el puesto que él ocupó en la checa lo ocupaba ahora el traidor Costa, diputado de Izquierda Republicana. El guardián de éste era Blasco en persona, quien le decía una y otra vez: «¿Limpia? ¿Necesitas un limpia?».
* * *
La tercera determinación tomada por el Comité consistió en crear en la ciudad el clima de guerra que era menester. Se empezaría por los hombres y se terminaría por las fábricas: Los rusos disponían de dos lugares idóneos en los que demostrar su hombría: el frente de Aragón y Mallorca. El frente de Aragón necesitaba refuerzos, ¡desde luego!; pero, además, he ahí que el mando catalán preparaba la invasión de Mallorca, a las órdenes del capitán Bayo… Las fuerzas zarparían del puerto de Barcelona y serían casi exclusivamente catalanas. «¡A Mallorca, a Mallorca!». De súbito, la isla mediterránea adquirió carácter de símbolo, de cuya circunstancia el Responsable sacó gran partido, pues en la idea de cruzar el mar latía algo epopéyico. ¡El pequeño Santi se alistó para la expedición, junto con otros veinte milicianos! Se alistaron una treintena de comunistas e, inesperadamente, el gremio de Camareros en pleno. Los camareros, en un rapto de entusiasmo, acordaron incorporarse como tales, en bloque. Fue una extraña decisión que emocionó a la ciudad y que daría ocasión a Ramón, del café Neutral, para conocer nuevas tierras. Por su parte, el barbero Raimundo parodió el léxico que emplearían los camareros en Mallorca: «¿Qué desea el señor? ¿Una bomba de anís o un morterazo con sifón?». El catedrático Morales incrementó la propaganda por radio e inmediatamente corrió la voz de que otros Sindicatos se disponían a imitar el ejemplo de los camareros. Debido a ello, Ignacio pasó unas horas de angustia, pues los empleados de Banca celebraron una reunión general para decidir si se alistaban o no. Por fortuna, decidieron que no. En cambio, los afiliados al Sindicato de la Construcción anunciaron que, en breve, por lo menos los jóvenes, se ofrecerían a las Milicias Antifascistas.
Mallorca, Aragón, el Alcázar de Toledo —el Gobierno estaba dispuesto a minar los cimientos de esta fortaleza, pulverizándola, si sus defensores no se rendían—, las crónicas del comisario Gorki; todo crispó las mentes de Gerona. Cosme Vila entendió que había llegado el momento de aplicar las teorías de Axelrod y procedió a dirigir la correspondiente operación psicológica.
Lo primero que hizo fue prohibir los juegos de azar, excepto la lotería, por considerarlos «burgueses». Al mismo tiempo, emulando con ello a Barcelona, ordenó a las casas de empeño que devolvieran los objetos a sus propietarios, lo cual provocó numerosas trampas y altercados. Mucha gente había extraviado los resguardos y en cambio hubo linces como Blasco que birlaron hasta una máquina de escribir. Luego, en unión del Responsable, visitó a los Bancos uno por uno, ¡ya era hora de que se acordaran de ellos!, y obligó a sus directores a abrir las cajas particulares y hacer entrega de su contenido al Comité. Por último, redactó una lista de muchachas pertenecientes a familias gerundenses acomodadas, las cuales se encargarían en lo sucesivo de fregotear el piso y los lavabos de los locales «antifascistas». «Las mujeres que se encargaban de esto se han ido al frente, de modo que…». El local comunista lo asignó a las dos hijas del propietario del Hotel Peninsular, señalándoles turno de noche.
Luego, dio el golpe maestro. Propuso, y consiguió, la incautación obrera y la militarización de todas las industrias susceptibles de producir material de guerra. «Se acabó la fabricación de cintas, de ligas y de piezas de bicicletas. Hay que fabricar armas, cartucheras, material blindado, piezas de recambio». La fábrica Soler fue el objetivo inmediato: produciría correajes, polainas y toda clase de artículos de goma y caucho. Luego, ¡las «Fundiciones Costa»! «La ocasión es propicia, digo yo…». A los obreros, el trueque les gustó, dándoles la sensación de que respondían con eficacia al cartel «¿Tú qué haces para ganar la guerra?». Una por una las fábricas fueron cambiando sus rótulos y los hombres que trabajaban en ellas iban a salir teñidos de otro color, iban a respirar otras aleaciones. Antonio Casal fue designado para organizar la consiguiente recogida de metales por toda la provincia, metales aptos para la fundición. Fue una operación a la altura de su destreza. Un lote de camiones se lanzó por las carreteras, como en los tiempos de la Cooperativa de víveres, y cada uno de ellos regresaba con los objetos más heterogéneos. Muchas campanas, portalones, comulgatorios, verjas de jardín y vigas amontonadas en las afueras de los pueblos, en algún solar o en el campo de fútbol, viejos cubos. ¡Cuánto hierro y cuánto bronce! Cosme Vila presenciaba la descarga de los camiones y arengaba a los milicianos. «¡Más, hay que traer más! ¿Queréis ganar la guerra o no?». Llegó un momento en que traer más era difícil. Aldabones artísticos de las masías, de los palacios y de los conventos de la provincia. Aldabones con forma de lagarto, o de serpiente, cabezas de león y manos. Los milicianos, al entregarlos, se reían. Había serpientes que les sacaban la lengua viperina y manos que pesaban increíblemente. Había figuras horribles, como la de Merche en el momento en que disparó el pistoletazo al obispo. «¡Más, hay que traer más!». Entonces el suegro de Cosme Vila, el guardabarreras, sugirió dos ideas: coches viejos de ferrocarril y ataúdes de cinc y cobre. ¡Ataúdes! Se hurgó en la tierra, entre los cipreses. Se fundirían los ataúdes, con los huesos dentro.
—¿Y los técnicos especializados para dirigir las fábricas? ¿Por qué no hablamos con Axelrod?
Axelrod prometió:
—Los tendréis a no tardar.
La siguiente operación —ésta a cargo de David y Olga— consistió en la recogida de donativos para el frente. «Ropa para el frente». «Las noches son frías en la línea de fuego». Se pidieron a la población mantas, mochilas, prismáticos, impermeables, guantes. «¡Para las Milicias Antifascistas!». En seguida brotaron de todas partes montañas de prendas varias, algunas de las cuales adquirían en las pilas un aire obsesionante de seres vivos. Carmen Elgazu no entregó nada a ningún centro de recogida; en cambio, fiel a su costumbre, hizo donación de un chaleco de Matías y de dos pantalones de Ignacio a unos vecinos necesitados. A Matías no le gustaba ni pizca cruzarse con alguien que llevase un jersey que fue suyo, o una corbata. Se sentía incómodo e imprecisamente culpable de algo. Le ocurría lo contrario que a Pilar, la cual seguía emocionándose cuando descubría a algún miliciano del POUM llevando cualquier cosa que hubiera pertenecido a Mateo.
No obstante, la petición más espectacular fue, en última instancia, la de los colchones. Cada familia debía entregar un colchón. Así se cumplió. Pasaban milicianos a recogerlos a domicilio, husmeando al paso en los comedores y dormitorios, y las fábricas de San Feliu de Guíxols y comarca empezaron a producir colchones de lana de corcho. Cosme Vila, al hacer entrega de su propio colchón, experimentó un consuelo particular. Entregó el colchón de su cama, el único de que disponían él y su mujer, sustituyéndolo por una estera. Por el contrario, a la Andaluza le sobraban colchones. «¡Escoged, escoged! —ofrecía chillando—. ¡Todos tienen la misma historia!». Simultáneamente brotaron talleres de confección mucho más poderosos que el de las hermanas Campistol. Se presentaron gran número de mujeres voluntarias, para cuya labor fueron requisadas las máquinas de coser Singer y fueron utilizadas las enormes cantidades de tela de hilo encontradas en los conventos. La mujer de Antonio Casal ayudó en estos menesteres.
También se inició en la Prensa la publicación del llamado «Buzón del miliciano», destinado a hacerse enormemente popular. Los combatientes enviaban a esta Sección una nota especificando sus necesidades o caprichos y añadiendo las señas: «Necesitaría un par de botas con suela de goma. Camarada Epifanio Grau, batallón “Germen”, cuarta Compañía, sector de Huesca». O gemelos, o libros, o picadura especial para fumar en pipa. Los donativos correspondientes se recogían en la UGT y llegaban más o menos pronto a su destino. El catedrático Morales decía que la idea era conmovedora, pero que tenía un inconveniente: indicaba al enemigo dónde estaban situadas las fuerzas. «Bastaría un poco de paciencia y en quince días, gracias al hermoso Buzón, podría trazarse un plano perfecto de la situación de los Batallones, uno por uno».
En realidad, ésta fue la quinta operación: la operación defensiva. El enemigo respiraba, ¡hasta qué punto!, y era preciso impedir que coordinara sus esfuerzos. El plan del catedrático Morales se llevó a cabo con precisión. Una serie de hombres-anuncio, sepultados bajo sus pancartas, empezaron a recorrer las calles y a detenerse en los lugares de reunión para escuchar conversaciones. Si éstas eran sospechosas, ¡denuncia! Igualmente, los milicianos recibieron la orden de sorprender por la espalda y separar a las personas que anduviesen juntas, preguntándoles a cada una «de qué estaban hablando». Si las versiones no coincidían, ¡denuncia! Los métodos de identificación fueron; también perfeccionados. Por ejemplo, en el tren, ¿cómo cerciorarse de si tal viajero de aspecto acobardado era o no era sacerdote? Goriev sugirió un sistema que, según dijo, fue utilizado en Rusia. Tratábase de echar, también por sorpresa, un objeto no muy pesado al regazo del viajero, entre los muslos. Si éste era sacerdote y por lo tanto estaba acostumbrado a llevar faldón, en la mayoría de los casos hacía lo que las mujeres: separar las piernas. Si no era sacerdote, y por lo tanto estaba acostumbrado a llevar pantalones, al recibir el objeto hacía lo que los hombres: juntar las piernas. En cuanto a las monjas, muchas de ellas se delataban al pasar las puertas estrechas. Habituadas a llevar tocas almidonadas, se colocaban de perfil.
Con todo, el aspecto fundamental de la operación defensiva fue el establecimiento de la Censura de Prensa ¡y de la Censura de cartas y de telegramas! Respecto a la primera, las naturales resistencias fueron vencidas gracias al ejemplo dado por los periódicos de Madrid y Barcelona, los cuales aparecían a diario con rectángulos en blanco, censurados, rectángulos que tentaban a los ingenuos a mirar al dorso por si permitía leer algo. Respecto a las cartas y telegramas, ¡la ocupación resultó apasionante! David y Olga, que parecían poseer el don de la ubicuidad, organizaron el servicio en Correos, en el que querían meterse a la fuerza milicianos que apenas sabían leer. ¡Apasionante trabajo el de abrir los sobres y husmear entre líneas, averiguar! ¡Qué sorpresas se llevaba uno! ¡Qué extrañas frases se cruzaban los hombres entre sí, cómo se amenazaban y cómo se querían y qué necesidad tenían de compañía! La correspondencia llegada del extranjero ofrecía interés especial, si bien existían algunos idiomas imposibles. Olga se hacía cruces de la cantidad de cartas que Julio García recibía de más allá de los Pirineos. Y cayeron en manos de la Censura dos sobres dirigidos bonitamente al «General Franco, Ministerio de la Guerra, Madrid». ¿Sería una broma? Apasionante también el control de los telegramas… Jaime y Matías Alvear tuvieron que soportar durante las horas de servicio la presencia del centinela de turno que les preguntaba: «Eso de “tío Andrés reunióse con Dolores”, ¿qué quiere decir?». Un día fue el propio catedrático Morales quien se introdujo en esta Sección. Y al ver el brazal negro que Matías llevaba en la bata, se tocó las gafas y dijo:
—Si mal no recuerdo, hay una orden prohibiendo llevar luto.
Matías le miró con fijeza, sin aturdirse.
—En todo caso, tendrá que quitármelo usted.
El catedrático Morales parpadeó, vacilante. Por fin, dio media vuelta y se fue.
Las clavijas se apretaban cada vez más, hasta el punto que Cosme Vila se asustó. «Hay que oxigenar los cerebros», dijo. Redactó un programa de diversiones y actos deportivos. Otra vez los combates de lucha libre —el fuerte comiéndose al débil—, bailes, sardanas ¡y cine al aire libre, en la Rambla! Con la pantalla en medio y público a uno y otro lado, la mitad del cual veía las mismas imágenes sólo que al revés.
Cierto, estas sesiones de cine al aire libre —la pantalla colgaba entre el balcón de los Alvear y la fachada del café Neutral— resultaban densas y espectaculares, pues todo el mundo sabía que aquellas noches benignas acabarían pronto, que pronto el frío los barrería a todos de la Rambla. Mientras tanto, los títulos de las películas eran atractivos: El crucero Potemkin, Los marinos de Cronstadt, El profesor Mambok. Cosme Vila asistía personalmente a estas veladas y personalmente se encargaba de los altavoces, a través de los cuales hacía de tarde en tarde atinados comentarios.
Aunque su momento culminante, casi triunfal, era el entreacto, es decir, cuando en la pantalla aparecía el monumental «Descanso». Entonces Cosme Vila lanzaba al aire los primeros majestuosos compases de La Internacional. En el acto, el público se ponía de pie y centenares de puños parecían amenazar las estrellas. Hasta que la concurrencia cantaba a coro el himno, si bien aplicándole un texto español que las radios y las octavillas habían hecho popular:
El día que el triunfo alcancemos
ni esclavos ni dueños habrá.
Los odios que el mundo envenenan
del mundo barridos serán.
El hombre del hombre es hermano,
derechos iguales tendrá.
La Tierra será el paraíso.
La Patria, la Humanidad.
* * *
Cada cual dio lo mejor que supo, porque el fascismo era la muerte. Sin embargo, había combatientes con imaginación y otros sin ella. Antonio Casal, cuya capacidad admirativa no hacía más que aumentar, pasó revista a los prohombres revolucionarios de la localidad y llegó a la conclusión de que el más imaginativo de todos era, con mucho, Julio García.
Tal vez tuviera razón. El policía llevaba siempre algo escondido en la sonrisa. Los actos en sí lo dejaban insatisfecho y deseaba siempre conocer sus consecuencias. En el período que la ciudad atravesaba, no sólo se mostró inteligente sino incluso gallardo, lo cual habría hecho las delicias de doña Amparo Campos, a no ser que a ésta le salió una rival.
En efecto, Julio García estimaba que la opinión de la prensa extranjera, de los grandes periódicos, tenía mucha importancia, más que las desmelenadas crónicas que Gorki escribía desde el frente de Aragón. En virtud de esto, se constituyó en jefe de protocolo y en el acompañante de todos los periodistas que procedentes de Francia se apeaban en Gerona; y he aquí que uno de estos periodistas —el que presenció en el cementerio el fusilamiento del comandante Martínez de Soria y el de los dos oficiales— se llamaba Fanny, escribía para una red de periódicos de habla inglesa y no parecía insensible al lenguaje irónico del policía.
Todo el mundo se dio cuenta de ello, pues Fanny era en verdad rutilante, y ante ella doña Amparo Campo no podía hacer sino ennegrecerse más y más los ojos y descubrir más y más sus brazos. Desde el primer momento la periodista encandiló a Julio, gracias, sobre todo, a su cabellera platinada, a su manera de decir «merci, Julio» y a los tres aros que llevaba en el anular, correspondientes a sus tres maridos.
Julio acompañó a Fanny, lo mismo que más tarde acompañaría a otros muchos corresponsales, a visitar la catedral, para que la mujer comprobara que el pueblo «respetaba las obras de arte»; luego la acompañó a la Dehesa, para que viera los árboles centenarios bajo los cuales los afiliados del Sindicato de la Construcción abombaban voluntariamente el pecho y decían: uno, dos, uno, dos; y la acompañó incluso al monasterio de Montserrat, también intacto, gracias al cuidado del Departamento de Cultura de la Generalidad. Lo malo de Fanny era que se mostraba insaciablemente curiosa… Claro que ¿sería, si no, periodista? Por fortuna, Julio se defendía con tino: «¡Fanny, por Dios…!». «Eso no… Las mujeres hermosas no preguntan según qué cosas…».
Julio demostró imaginación y, gracias a sus conocimientos de francés y de inglés, era realmente el único gerundense capaz de recibir a los periodistas. Fanny se dio cuenta de ello y le anunció la próxima llegada de varios amigos suyos corresponsales europeos, entre los que figuraban Raymond Bolen, belga, y una de las plumas más agresivas que ella conocía. «Por cierto —dijo Fanny— que Raymond en su última carta me anuncia que traerá consigo un vehículo con imprenta, donativo de la Comisión Internacional de Escritores a la Generalidad de Cataluña». Julio sonrió. «¿Su cuarto marido?», preguntó. Fanny hizo un mohín y contestó: «Peut étre».
Este éxito de Julio, que nadie le discutió, llevaba séquito… En efecto, de improviso, la prensa de Barcelona asombró a tirios y troyanos con una auténtica bomba: La Generalidad había nombrado al policía gerundense agregado especial en las comisiones que se delegasen al extranjero, sobre todo a Francia e Inglaterra, para comprar armas, medicamentos y cuanto fuese necesario. ¡Don Carlos Ayestarán, el H… de la Logia Nordeste Ibérica, obsesionado por la higiene, se había mostrado determinante! Julio, al confirmar la noticia en el bar Neutral, en la Logia Ovidio y en la Jefatura de Policía, pareció pedir perdón. «Mi misión no será técnica, compréndanlo. Iré, simplemente, en calidad de policía».
Antonio Casal se quedó estupefacto, Cosme Vila se pasó lentamente la mano por la calvicie y, por su parte, el Responsable, recordó a Porvenir y se encolerizó: «Conque Francia e Inglaterra, ¿eh?».
Julio García adivinó la animosidad y se enfrentó con cuantos dirigentes le acusaron de «huir de la quema», sobre todo Cosme Vila, quien afirmó que aquello era una paparruchada, puesto que las democracias occidentales no ayudarían nada, que sólo ayudaría Rusia.
El policía, al oír esto, sonrió y apeló al buen juicio y a la mundología de Fanny, quien se puso de su parte. Julio dijo que, de todas las determinaciones tomadas por los antifascistas de Gerona a raíz de la muerte de Porvenir, la suya era sin duda la más eficaz. «Como sabéis, creo más en la inteligencia que en el instinto». Añadió que consideraba elogiable e incluso poético que el Comité se dedicara a militarizar la ciudad, a fundir manos y serpientes, a abrir las cartas del prójimo y a organizar sesiones cinematográficas; pero que, tal como andaban las cosas —lo ocurrido en el frente de Aragón era un botón de muestra— lo único válido era conseguir que la ayuda extranjera fuera decidida, importante. «Hay que comprar material en cantidades masivas. Se necesitan aviones, tanques… De lo contrario, los moros os sorprenderán aquí cantando La Internacional y cosiendo calzoncillos para los camareros que se van a Mallorca».
Fanny asintió con energía.
—Perdonen ustedes… —dijo, con acento que a Julio le pareció adorable— pero el señor tiene razón… Si no consiguen estas ayudas, voilà!, todo lo perderán ustedes.
Doña Amparo Campo se enteró de esta intervención de la periodista inglesa y pataleó de rabia.
—¡Ya le enseñaré yo a no meterse donde no la llaman! —Ganó aliento y prosiguió—: Se lo enseñaré en español y en inglés…