Capítulo X

La España «nacional» tenía comunicación con Francia a través de un pueblo del Pirineo navarro llamado Dancharinea. En Dancharinea había carabineros «fascistas» y ondeaba la bandera bicolor. Cruzar aquella frontera proviniendo de la España «roja» era penetrar en otro mundo. Todos los símbolos que entre los «rojos» eran de vida, en Dancharinea lo eran de muerte, y viceversa. Extraña escisión en el interior de un mismo país.

Los fugitivos de la España «roja» eran legión, por tierra o por mar. Algunos, al encontrarse en el extranjero, se desentendían de la guerra civil y buscaban trabajo o la ayuda económica de firmas comerciales de Francia o Inglaterra con quienes hubieran tenido relación. Otros se instalaban en Italia o en la Costa Azul, donde se pasaban el día en el hotel, pendientes de las noticias de la radio o jugando a las cartas. Pero la inmensa mayoría, apenas repuestos de las emociones de la fuga, se dirigían a Dancharinea, a la España «nacional», con obligada estación en el Santuario de Lourdes, en cuya gruta le pedían amparo a aquella cuyas imágenes habían tenido que destrozar o quemar.

Todo ello confirmaba las predicciones de Ezequiel, quien siempre le decía a Marta que las guerras se parecían a una de esas cañas con las que los niños soplan pompas de jabón. Los hombres eran pompas de jabón. No se sabía lo que ocurriría con ellos, adónde irían a parar, si se esconderían en una jaula o traspondrían cordilleras. No se sabía si cobrarían importancia o reventarían sin pena ni gloria.

Los oficiales y carabineros «nacionales» que montaban la guardia en la frontera de Dancharinea, estaban ya acostumbrados a escenas de histérico patriotismo mezclado con lágrimas con los obsequiaban los fugitivos de la zona «roja». En cuanto éstos, todavía en terreno francés, veían la bandera bicolor, levantaban los brazos y gritaban: «¡Viva España! ¡Arriba España! ¡Viva la bandera nacional!». Aquel pedazo de tela significaba su resurrección. Corrían a su encuentro y la besaban y la estrujaban. «¡Viva España! ¡Viva España!». Había quien, al cruzar la línea, se arrodillaba y besaba el suelo. Luego abrazaban y besaban a los oficiales y a los carabineros, y les parecía raro que la madera y los árboles y la tierra no participasen de su exaltación jubilosa. ¡Ah, qué lejos —y qué cerca— quedaban Cosme Vila y el Responsable, Durruti y Stalin! El uniforme militar les parecía uniforme de dioses y el café con que eran obsequiados, bebida de dioses también.

¿Correspondían a una realidad tales maravillas? El doctor Relken hubiera dicho: «Cada cual es cada cual», «mi cerebro me lo pago yo». ¡Había tantas vidas, tantos campos, tantos himnos, tantos colores desde este pueblo fronterizo con Francia hasta Sevilla y África! Era preciso cruzar toda Navarra y luego Castilla y luego Extremadura y penetrar en Andalucía y atravesar el estrecho de Gibraltar para llegar a Marruecos. Subir a la meseta luego bajar. Más de un tercio de España. Más de diez millones de seres humanos. Ello significaba pilas bautismales y cementerios. Inteligencias y corazones. Risas y sufrimientos sin cuento. Ello significaba unidad y diversidad. Ni todos los carabineros tenían estampa principesca ni todo el mundo bebía allí café de dioses. José Luis Martínez de Soria, el hermano de Marta, voluntario en la centuria falangista «Onésimo Redondo», de guarnición en el Alto del León, miraba a su alrededor y pensaba: «Castilla es hermosa». En cambio, Paz Alvear, prima hermana de Pilar, domiciliada en Burgos, calle de la Piedra, 12, con la cabeza rapada, aceite de ricino en el estómago y cuyo padre, hermano de Matías había sido fusilado el 20 de julio por la «Patrulla Azul», no tenía fuerzas para pronunciar una sílaba y se pasaba las horas acurrucada en la cocina de su casa, haciendo compañía a su madre.

Éste era el problema que allá, en el fondo del piso de las hermanas Campistol, preocupaba a mosén Francisco. Mosén Francisco había creído siempre que, al cabo de tantos milenios de vida humana y, sobre todo, en virtud de las recientes palabras, Jesucristo, el hombre había ya establecido su escala de valores sobre la tierra, conocía lo que le estaba permitido y lo que no, cuál era la hierba que era preciso cortar. Pues bien, he aquí que, en España, al sonido de unas trompetas, de las pavorosas cuevas de la pasión y de la ignorancia empezaron a surgir manos con fusiles que apuntaban aquí y allá. Al cabo de milenios, se produjo este hecho: Cosme Vila y el Cojo y millares de hombres estimaron que él, vicario de San Félix, era hierba que urgía cortar, así como el obispo y el delegado de Hacienda y el subdirector del Banco Arús. Paralelamente, un dentista llamado «La Voz de Alerta», así como un muchacho llamado Ignacio ¡y unas modistas llamadas Campistol!, estimaban que la hierba que urgía cortar era la del huerto de enfrente: Cosme Vila, David y Olga, los diputados de izquierda, los obreros del Sindicato tal o de las Casas del Pueblo. ¿Qué significaba el macabro juego? Unos se llamaban a sí mismo sacerdotes del bien común y escoltados por hoces y martillos disparaban contra X; otros se creían contables del Espíritu Santo, y escoltados por cruces y cirios disparaban contra Z.

¿Tenía el seminarista César Alvear algo que ver con esta clasificación? ¿El hermano de Matías, en Burgos, era de verdad un asesino?

Nadie lo sabía, todo el mundo lo sabía, nadie defendía nada, todo el mundo lo defendía todo. Pocos eran los que mataban porque sí, pocos los que sabían por qué mataban. Las fronteras de la conciencia eran anfibias. José Antonio Primo de Rivera dijo en un discurso que nadie combatía por una piscina; Ilia Ehrenburg, poeta ruso, escribió que nadie combatía por ideales abstractos, que lo único que el hombre reclamaba era satisfacer apetencias infantiles, egoísmos profundos del ser.

Mosén Francisco sufría por estos esquemas que le ofrecía la observación. Pero no todo el mundo tenía su sensibilidad. Entre los supuestos contables del Espíritu Santo había uno que estimaba saber, sin lugar a dudas, dónde radicaba la verdad: «La Voz de Alerta».

En efecto, «La Voz de Alerta» había huido de Barcelona en barco hasta Génova. En Génova desembarcó y a los cinco minutos se enteró de la existencia de Dancharinea. Inmediatamente emprendió el viaje hacia la España «nacional», molesto porque tenía que cruzar Francia de este a oeste, es decir, ver los ubérrimos campos de la nación vecina, y sus ríos, cien veces más caudalosa que el Ter y el Oñar. «La Voz de Alerta» no hizo parada en Lourdes: llevaba los milagros dentro de sí. Bueno, «La Voz de Alerta» fue uno de los millares de fugitivos que penetraron en la España nacional sin poner en duda ni por un instante que todo allí era maravilla y que cuantos fusiles disparasen estaban justificados.

«La Voz de Alerta», como era de rigor, fue el primero de los gerundenses que besó la bandera bicolor en Dancharinea. Se anticipó al notario Noguer, a mosén Alberto, a Mateo y a Jorge, a los hermanos Estrada, a todos. Al llegar a la frontera no sólo gritó: «¡Viva España!», sino que se abrazó al asta de la bandera e inmediatamente rompió a llorar. Lloró de tal modo, tan enteramente, que su emoción contagió a los carabineros que lo contemplaban desde su barracón. Un oficial se le acercó y, tomándolo con dulzura del brazo, lo acompañó. «Cálmese, cálmese… Ya está usted a salvo. Ale, que está usted entre amigos. Llenaremos su ficha y quedará usted libre».

Así fue. El café lo reanimó, y también lo reanimó que el oficial fuera correcto. Era un muchacho joven, bien afeitado, infinitamente más señor que aquellos milicianos que merodeaban por los muelles de Barcelona cuando él subió al barco. Al cabo de diez minutos, «La Voz de Alerta» se encontraba en condiciones de presentar declaración.

¡Santo Dios! Contó de la zona «roja» lo que había visto y lo que imaginó. A medida que hablaba, se convertía en huracán. El dramatismo de sus palabras contrastaba con su impecable traje blanco y con su sombrero, también blanco, de hilo. Sus frases terminaban siempre con la palabra «criminales» y su viaje a Génova adquirió en sus labios caracteres de epopeya.

Llegó un momento que el oficial dejó de anotar. Poco después, cortó:

—De acuerdo, eso basta. ¿Adónde quiere usted ir?

«La Voz de Alerta» se molestó. ¿Qué ocurría? ¿Por qué no le permitían…? Pero se contuvo.

—Al frente —contestó—. Soy dentista.

—En el frente no hay dentistas —dijo el oficial, en tono amable pero negando con la cabeza.

«La Voz de Alerta» no se inmutó.

—Pues… ¡a Pamplona! —eligió—. Desearía ir a Pamplona y presentarme al Jefe de la Comunión Tradicionalista.

—Muy bien. Le daré la documentación y el pase. Espere ahí fuera y le avisaremos cuando algún camión salga para Pamplona.

El oficial le estrechó la mano. Todavía le repitió por dos veces: «cálmese usted…».

Y al cabo de una hora, el marido de Laura inició su aventura hacia el interior de la España «nacional». El camión pertenecía a Intendencia y le cedieron sitio en la cabina, entre el conductor y un soldado. El conductor era parlanchín. El camión llevaba en el radiador un enorme crucifijo de bronce.

¡Navarra, el país monárquico, el Tradicionalismo hecho carne, hecha carne la idea por la que él luchaba desde hacía veintiocho años! «¿Quieren ustedes fumar? Tabaco italiano». «No vendrá mal». «Tomen… Eso es. ¿Cómo se llaman ustedes?». «Yo, Eustaquio». «Yo, Lorenzo». ¡Qué raro! ¿Por qué no se llamaban Fermín? Navarra era hermosa. Colinas suaves, verde de hierba. «La Voz de Alerta» sospechaba que de un momento a otro aparecería en mitad de la carretera Su Majestad el Rey.

Antes de llegar a Pamplona, recibió valiosos informes. Los dos ejes de la España «nacional» —según el soldado— habían sido Castilla y Navarra. Castilla, hecha un mar de camisas azules; Navarra, de boinas rojas. El soldado pronunciaba azul y rojo en el mismo tono, y ello a «La Voz de Alerta» le contrarió. El 19 de julio brotaron como por ensalmo millares de falangistas en Castilla y se fueron al frente. En Navarra se vaciaron aldeas y caseríos. Cada Círculo Carlista se convirtió en cuartel. Se hicieron hogueras con los retratos de Azaña y demás, y los requetés se alinearon y se concentraron en Pamplona. Hubo familias que suministraron once combatientes: el abuelo, el padre y nueve hijos varones. Hubo madres que pidieron perdón por tener sólo cinco hijos, sólo seis. «¿Y la siega…?». «Siegas habrá muchas, España sólo hay una». «Por Dios, por la Patria y el Rey». Las novias y hermanas colgaban escapularios y detentes en el pecho de los requetés. Las campanas tocaban. Los curas confesaban a los voluntarios en los cafés, antes que se marcharan, y en los altares se encendían cirios altos como los pensamientos.

—Comprenda… Aquí se esperaba esto desde Zumalacárregui.

«La Voz de Alerta» se tocaba el sombrero, blanco, de hilo. Recordaba que la boina inicial fue precisamente blanca. «¡La sangre la enrojeció!». Tan roja la hizo, que el primer acto del dentista al llegar a Pamplona fue comprarse una de tamaño descomunal. Una boina roja y unas polainas. Luego se fue al Hotel Fénix de la plaza del Castillo, y se miró al espejo. ¡Si Laura lo viera! ¡Si lo vieran sus cuñados! Uno, dos, uno, dos, en el cuarto, que retumbó. Si lo viera el Responsable…

Acto seguido salió al balcón que dominaba la plaza. Colgaduras en las fachadas, serpentinas. Por el centro surcaba una formación infantil con cornetas y tambores. Los niños falangistas llamados «flechas» y «pelayos» los niños requetés. Al sonido de la música el balcón se abarrotó de espectadores. ¡También catalanes, también carlistas, que aplaudían a rabiar! Eran fugitivos… de la zona «roja», que habían madrugado más aún que «La Voz de Alerta». Éste entró en contacto con ellos y luego, en el hall del hotel, los asaeteó a preguntas. Procedían de Olot, de Figueras y de Barcelona. Eran fabricantes, abogados, catedráticos y algunos de ellos se habían pasado con toda la familia. Estaban entusiasmados, Habían decidido fundar un Tercio de combatientes catalanes, que pondrían bajo la advocación de Nuestra Señora de Montserrat y que ofrecerían al mando. Dos rusos blancos y tres franceses de La Croix de Feu, huéspedes también del Hotel Fénix, querían alistarse en la Unidad. Por de pronto, quien los apoyaba en el proyecto era el propio jefe de la Comunión Tradicionalista de Pamplona, don Anselmo Ichaso.

«La Voz de Alerta», al oír este nombre, parpadeó. Estaba seguro de haber coincidido con don Anselmo Ichaso en alguna parte, tal vez en alguna concentración en Madrid.

—Es un hombre alto —le dijeron—. Gordo. De cara rojiza.

«La Voz de Alerta» decidió visitar cuanto antes a don Anselmo Ichaso. Sin embargo, resultaba harto difícil trazarse un plan personal, elegir. Continuamente llegaban de la calle noticias que le arrastraban a uno, que lo tentaban a hacer esto o aquello, y al final uno se limitaba a comprarse una trompeta de juguete para meter ruido, salir al balcón y gritar una y otra vez: «¡Viva España!».

Pese a todo, la entrevista don Anselmo Ichaso y «La Voz de Alerta» tuvo lugar aquel mismo día, antes de cenar. Desde el hotel, el marido de Laura llamó al jefe de la Comunión Tradicionalista, el cual, al oír que se trataba de un veterano carlista evadido de la zona «roja», contestó sencillamente: «Venga usted en seguida».

«La Voz de Alerta» se caló la boina roja a la manera de los soldados alpinistas franceses y, previa una corta visita a la catedral, a la media hora se encontraba en el despacho de la máxima autoridad monárquica de la región. Don Anselmo Ichaso lo recibió rebosante de cordialidad y sus primeras palabras, después de los saludos de rigor, sumieron a «La Voz de Alerta» en la mayor perplejidad.

—¡Vaya, vaya…! No me imaginaba yo así a la famosa «Voz de Alerta» de Gerona… —dijo don Anselmo Ichaso—. Tal vez le sorprenda a usted saber que en nuestro Círculo carlista han sido leídos en voz alta más de una docena de artículos suyos publicados en El Tradicionalista

«La Voz de Alerta», henchido de vanidad, susurró:

—No puede ser…

—Pues, amigo mío, así es… Estábamos suscritos a El Tradicionalista de Gerona. ¡Ah, Navarra le dará a Cataluña muchas sorpresas! ¿Un poco de coñac?

Don Anselmo Ichaso… Alto y barrigudo… Todo un señor, con las uñas pulidas y temperamento apoplético. Era ingeniero de profesión y cuando hablaba parecía resoplar. Sus antepasados, navarros hasta Dios sabía cuándo. Habitaba una regia casona, con retratos de Carlos VII y de Vázquez Mella en el despacho; es decir, todo un conjunto con el que el Responsable y también el capitán Culebra se hubieran enfrentado muy a gusto.

Tenía dos hijos y un nieto: un nieto «pelayo», que tocaba el tambor. Su hijo mayor avanzaba hacia Irún a las órdenes del coronel Beórlegui. Se llamaba Germán y fue quien popularizó entre los requetés la costumbre de pintar el cañón del fusil con los colores amarillo y rojo de la bandera de España. El otro hijo se llamaba Javier y había regresado del frente a casa, pero con muletas… «Iba con Ortiz de Zárate y cayó en los combates de Oyarzun, en los arrabales del pueblo. Perdió una pierna».

Don Anselmo Ichaso tenía un defecto: no dejaba hablar. Su voz era tonitronante, capaz de hundir un puente. A la guerra la llamaba «la Causa». De vez en cuando, en su calidad de ingeniero, hacía una escapada al frente para echarles una mano a los zapadores… Admitió que en Cataluña y el Maestrazgo hubo siempre una minoría carlista inquieta —los actuales residentes del Hotel Fénix daban fe de ello—, pero afirmó que, a no ser por Navarra, el Movimiento habría ya fracasado, como el propio general Mola había reconocido. Gracias a don Anselmo, «La Voz de Alerta» supo que los voluntarios de la región sumaban ya veinte mil y que desde dos años antes, desde 1934, los Círculos Carlistas navarros eran de hecho cuarteles en los que se aprendía la instrucción —y sus excursiones y romerías, pretextos para realizar ejercicios de tiro— y que en ellos se extendían incluso nombramientos de cabo, sargentos y oficiales, como en una Academia. «Ésta ha sido la clave de nuestra eficaz contribución a la Causa. En veinticuatro horas le ofrecimos a Mola una tropa disciplinada y a punto de entrar en fuego». Seis escuadras formaban un requeté, tres requetés formaban un tercio. Una vez que «La Voz de Alerta» pudo meter baza, le preguntó por el problema del arma… Don Anselmo le testificó que éste era el aspecto penoso de la cuestión. Faltaban armas, y casi todas las fábricas —Trubia, Toledo, Murcia, etcétera— estaban en poder del enemigo.

En un momento determinado, «La Voz de Alerta» le preguntó:

—¿Y la monarquía?

Don Anselmo se tocó una de sus afiladas uñas.

—Por ahora no es cuestión. Antes hay que ganar la guerra.

«La Voz de Alerta» bendecía el momento en que llegó a Pamplona y entró en aquella casa. Y bendijo como nunca haber dirigido en Gerona su periódico. Congenió con don Anselmo. Este le enseñó los cuadros que poseía, su famosa colección de Biblias, algunas reliquias carlistas y por fin el más preciado tesoro de la casa: su colección de trenes eléctricos —«ya sé que en Barcelona hay coleccionistas más importantes que yo»— en miniatura. Su pasión más importante era ésta, y comentó sonriendo que la República hubiera podido sobornarlo fácilmente regalándole trenes. En un gran salón, junto al despacho, tenía un enorme tablero como de delineante, pues don Anselmo, debido a su barriga, no podía agacharse hasta el suelo. Siempre había sobre el tablero varios trenes formados, cuyas locomotoras llevaban banderitas nacionales. «La Voz de Alerta» advirtió que una de las estaciones decía: «San Sebastián», y otra, «Madrid».

—Son los nombres de las ciudades que pronto caerán en nuestro poder —explicó don Anselmo—. Y el día de la ocupación haré desfilar delante de ellas todos los trenes.

Dicho esto, don Anselmo accionó una palanca y se produjo al milagro. Cuatro vertiginosos convoyes se pusieron en marcha entrecruzándose a mitad del camino y entrando en los túneles y saliendo como una exhalación.

—¡Maravilloso, maravilloso!

—¡Bah! —protestó don Anselmo.

—Lástima que no tenga usted una banderita que diga «Gerona».

—¡Todo llegará, amigo mío, todo llegará!

Volvieron al despacho. Y en cuanto hubieron tomado asiento de nuevo, don Anselmo preguntó:

—Bueno… ¿Y qué piensa usted hacer?

«La Voz de Alerta» volteó la boina roja en sus manos.

—Todavía no lo sé… En el hotel me han hablado de un Tercio catalán que al parecer se formará dentro de poco. Pensé que acaso necesiten un dentista…

Don Anselmo resopló. Pareció meditar.

—¿Le importaría no precipitarse?

Los ojos de «La Voz de Alerta» titilaron.

—No sé a qué se refiere usted. —Luego añadió—: Pero naturalmente, estoy a sus órdenes.

Don Anselmo cabeceó.

—Tal vez pudiera usted hacer… algo más útil.

Don Anselmo dejó de besarse las puntas de los dedos. Por último le dijo que en el ínterin podría quedarse en Pamplona, en el Círculo Carlista, formando parte de la Redacción del periódico local El Pensamiento Navarro.

—De momento, podría usted escribir crónicas sobre la zona roja. O sobre Cataluña.

—¿Y luego…?

Don Anselmo se mantuvo reticente aún, hasta que de pronto decidió acabar con las adivinanzas.

—Vera usted —dijo, acariciando una Biblia que había encima de la mesa—. El caso es que Mola necesita información… No podemos perder tiempo… —«La Voz de Alerta» irguió el busto—. ¡No tiene ni mapas siquiera! Toda la cartografía militar quedó en poder de los rojos, en el Ministerio de la Guerra, en Madrid. Utiliza mapas Michelín y guías Taride. Mola estuvo anteayer en este despacho y me comunicó su proyecto de establecer una red de enlaces con la zona «roja» a través de Francia. —Miró a «La Voz de Alerta». ¿Comprende usted?

«La Voz de Alerta» no estaba preparado para aquello…

—Pues… le confieso que sólo a medias.

Don Anselmo no hizo el menor caso de la vacilación de su interlocutor.

—Por supuesto —prosiguió— es algo que meditar. Pero yo le di a Mola mi palabra de que le organizaré esto. —Don Anselmo resopló de nuevo—. Información, espionaje, llámelo como quiera… El tiempo irá marcando el compás.

Se hizo silencio, Don Anselmo llevaba en un dedo una sortija que echaba chispas.

—¿Puede usted decirme, antes de cuarenta y ocho horas, si podré contar con usted?

«La Voz de Alerta» pareció un tren eléctrico.

—¡Ahora mismo, mi querido amigo! ¡Naturalmente que si! Desde este momento estoy a sus órdenes.

Don Anselmo Ichaso cabeceó, satisfecho.

—No sabe usted lo que me alegra no haberme equivocado. «La Voz de Alerta» se sintió dominado por una gran complacencia. La última frase de don Anselmo Ichaso lo había lisonjeado.

Se sentía casi necesario.

Se disponía a decir algo, pero en aquel momento llamaron a la puerta. Don Anselmo prestó atención y dijo:

—¡Adelante!

Era Javier Ichaso, el hijo menor de don Anselmo, el que cayó herido en las inmediaciones del pueblo de Oyarzun. Llevaba la boina puesta, pero al ver a «La Voz de Alerta» se la quitó, con cierta dificultad a causa de las muletas. Su cuerpo era atlético, tórax ancho; pero le faltaba la pierna izquierda desde el arranque del muslo.

«La Voz de Alerta» se levantó como si quien acabase de entrar fuese un general. Le invadió un respeto profundo y sintió asco de sus dos piernas, cabales y sanas. Don Anselmo les presentó. Javier Ichaso inclinó la cabeza. Estaba serio, dolorosamente serio, y con los ojos tan juntos que al pronto obsesionaban. Tendría unos veintidós años, la frente ligeramente abombada, como Julio García, y una barba a lo «Balbo». Al oír que «La Voz de Alerta» era de Gerona, comentó:

—Nunca estuve en Cataluña.

Se sentó con dificultad en una silla próxima a la puerta. Parecía estar sudando. «Por favor, siéntese», invitó a «La Voz de Alerta». Éste obedeció, y Javier Ichaso, desentendiéndose de él, miró alrededor como si buscara su pierna perdida. Debía de andar por la casa sentándose en las sillas tapizadas de rojo y buscando su pierna. De vez en cuando accionaría la palanca para poder ver rodar las locomotoras diminutas.

Don Anselmo exclamó:

—¡Aquí tiene usted a Javier! Nosotros lo llamamos «el chico de Oyarzun».

«La Voz de Alerta» replicó:

—Ha sido un honor para mí.

Muy parecida a la de don Anselmo Ichaso, sonó en la estancia la voz de Javier.

—¿Cuándo llegó usted?

—¿A Pamplona? —preguntó «La Voz de Alerta».

—Sí.

El dentista consultó su reloj e informó, sonriendo.

—Hace exactamente cinco horas y veinte minutos.

Don Anselmo intervino.

—Quería irse al frente a sacar muelas, pero yo se lo he quitado de la cabeza. ¿No habrías hecho tú lo mismo, Javier?

—Creo que sí.

«La Voz de Alerta» se preguntó si Javier le habría dicho que no a su padre alguna vez. Daba la impresión de haber sido inexorablemente tatuado por la personalidad de don Anselmo. El tipo humano que éste representaba no constituía para «La Voz de Alerta» ninguna novedad. Persona admirable si uno militaba en su mismo bando, peligrosísima si uno militaba en el bando opuesto.

Javier Ichaso dio pruebas de mucha mayor curiosidad que don Anselmo respecto a los acontecimientos de la zona «roja». Le hizo a «La Voz de Alerta» preguntas muy certeras, buscando la síntesis.

«La Voz de Alerta» se sintió espoleado y por nada del mundo hubiera confesado que no sabía nada de la zona «roja», por cuanto escapó de ella a las cuarenta y ocho horas de haberse rendido los militares. Su crónica dejó tamañita a la que suscribió en la frontera a requerimiento del oficial. Para halagar a don Anselmo, hizo hincapié en la matanza de propietarios. Para mimar a Javier, resaltó la matanza de «todo hombre joven, bien nacido, con la frente despejada». Habló de la violación de cajas de caudales, de los diccionarios Espasa tirados por el balcón, etcétera. Distinguió incluso entre comités del litoral y comités de montaña o de tierra adentro. «Los comités del litoral son menos sanguinarios, no sé por qué».

—En fin —concluyó—, aquello es un infierno. La zona ha sido invadida por los «coches de la muerte».

Don Anselmo hizo un signo de aprobación.

—¡Menuda gentuza! Hace mucho tiempo que debimos hacer limpieza. Llevamos un retraso de varios años.

Esta vez fue «La Voz de Alerta» quien mostró su conformidad.

—En El Tradicionalista defendí yo esa teoría. Debimos hacerla cuando la revolución de 1934.

«Limpieza…». «La Voz de Alerta», sin razón para ello, de improviso miró a Javier inquisitivamente. Y captó en el muchacho una mirada mojada que por un momento le transformó la cara. Aquello era ridículo, pero «La Voz de Alerta» sospechó que Javier participaba personalmente en la «limpieza». Incluso se preguntó si los dos ojos no se le habrían juntado al muchacho a fuerza de mirar convergentes al corazón de los ejecutados.

Javier preguntó:

—¿«Coches de muerte» los llaman?

—Eso es lo que ha dicho el señor, Javier. ¿Por qué lo preguntas?

Javier se quedó rígido, sin mirar a su padre.

—Temí haber oído mal.

«La Voz de Alerta» se dio cuenta de que un hilo sutil, complejo, unía y a la vez separaba a padre e hijo. Gustosamente hubiera efectuado el enlace, pero no se le ocurría nada.

Entonces don Anselmo zanjó la cuestión. Volviéndose hacia el dentista preguntó:

—¿Tiene usted libre el almuerzo de mañana? Con mucho gusto le sentaríamos a nuestra mesa. Quiero que conozca a mi esposa.

Apenas si «La Voz de Alerta» disimuló su contento.

—Por supuesto, tengo libre; pero…

—No se hable más —cortó don Anselmo.

«La Voz de Alerta» entendió que debía dar por terminada la entrevista y se levantó. En la casa se oyó un timbre seguido de un ruido de pasos. Don Anselmo también se levantó, aunque sin de impaciencia. Por último, con extrema dificultad, se levantó Javier.

¡Ah sí! Aquel contacto había sido fructífero. «La Voz de Alerta» se dirigió a la puerta mucho más seguro de sí que antes. Al paso iba admirando los cuadros, los retratos, un enorme mapa antiguo de Navarra. Hubiera deseado acariciar todos aquellos objetos. Detrás, don Anselmo parecía empujarlo con su barriga, y algo rezagado, renqueando, avanzaba Javier.

Al llegar a la puerta, los tres hombres se estrecharon la mano. «La Voz de Alerta» miró con afecto al padre y al hijo.

—No hace falta que les diga hasta qué punto…

La sortija sonrió en el dedo de don Anselmo.

—¡Si no lo hacemos por usted…! Lo hacemos por España.

—Pues más agradecido todavía.

Ya en la escalera, todavía se oyó, por última vez, la voz de don Anselmo.

—Por cierto, me parece que Mola estuvo en Gerona… ¡Sí, seguro! Estuvo allí de capitán.

«La Voz de Alerta» volvió la cabeza, emocionado.

—¡Oh, no se forje usted ilusiones! Tengo entendido que encontraba aquello un poco triste. Echaba de menos las palmeras de África.

* * *

Después de «La Voz de Alerta», también en la primera quincena de agosto, entraron en la España «nacional» los falangistas Mateo y Jorge. Su entrada fue menos alegre que la de aquél, pues los dos muchachos se enteraron en Perpignan, por boca de unos fugitivos, de lo ocurrido en Gerona. Cuando Mateo supo que César había muerto y que además habían muerto la mitad de sus falangistas, apretó los dientes hasta dañarse. Cuando logró sobreponerse, se cuadró y extendiendo el brazo exclamó: «¡Presentes!». Por su parte cuando Jorge supo que había perdido a sus padres y a sus seis hermanos, notó que se le paralizaba el corazón y se desplomo sobre la mesa. Su pensamiento inmediato fue: «Me suicidaré». Nadie se atrevía a decirle nada, a tocarlo, y hasta los limpiabotas se acercaron con dolorido asombro.

A Mateo le costó lo indecible infundirle el ánimo necesario para arrancarlo de aquel café y proponerle entrar en la España «nacional», «Estarás en casa. Te sentirás más protegido». «Nos iremos a Valladolid. Tal vez encontremos allí al hermano de Marta».

Jorge no contestaba. ¡Protegido! ¿Qué significaba esta palabra? El abatimiento de Jorge era absoluto. Los limpiabotas se miraron y, encogiéndose de hombros, regresaron a su trabajo.

Mateo consiguió que Jorge le hablara. Para ello se valió de la palabra Dios. La pronunció con temor. Temió que Jorge le contestara con sacrílega ira hacia Aquél que en un instante lo sumió en la más irreparable orfandad. Pero no fue así. Jorge dijo:

—Gracias, Mateo.

Mateo ayudó a Jorge a montar en el tren. Su intención era pararse en Lourdes para pedirle a la Virgen fuerza para sí mismo y para Jorge, y luego proseguir el viaje a Valladolid. Jorge se negó en redondo a apearse en Lourdes. «No sabría qué decir» apuntó. En cambio, dio su consentimiento para dirigirse a Valladolid.

Mateo había elegido esta ciudad por dos motivos. Primero, porque pensaba localizar en ella al hermano de Marta, a José Luis Martínez de Soria, a quien conoció en la visita que éste y su hermano —su hermano Fernando, que cayó en el propio Valladolid, en plena calle, mientras voceaba un periódico falangista— hicieron a Gerona. Sin duda, José Luis les sería útil y podría orientarlos. En segundo lugar, y esto era lo más importante, porque aquella ciudad castellana era en cierto modo la Pamplona falangista. Ya en 1933 José Antonio fijó en Valladolid su doctrina, en un discurso que Mateo se sabía al pie de la letra. De Valladolid era Onésimo Redondo y en Valladolid se efectuaron las primeras concentraciones voluntarias el 18 de julio.

Viaje por Francia, de este a oeste, algo más al sur que el que hizo «La Voz de Alerta» procedente de Génova. Mateo permaneció mucho rato en el pasillo, para no cohibir a Jorge, deseando que éste conciliara el sueño. El paisaje francés se desplegó ante sus ojos acicalado y pródigo. Mateo sintió ante él los mismos celos que «La Voz de Alerta»; pero el falangista disponía para defenderse de un nutrido acopio de réplicas mentales: desde lo difícil que les sería a los ricos entrar en el reino de los cielos, hasta los peligros de relajación inherentes a la prosperidad. El propio José Antonio había dicho: «Cuando quiere agitarse contra nosotros el repertorio de insultos, se nos llama señoritos de cabaret». En cierto modo, Francia le daba a Mateo la impresión de ser un cabaret inmenso, donde se comía a dos carrillos, se brindaba con vino tinto y donde ejércitos solapados de comunistas y masones, a caballo de la frivolidad y de Rousseau, iban asfixiando la maravillosa e intimidada presencia de las catedrales góticas. Mateo no olvidaría jamás el contraste que advirtió en Banyuls-sur-Mer: la enjuta, apergaminada tez de Jorge, cercada por todas partes de rosáceas y borgianas mejillas de gendarme rosellonés.

Mateo llevaba preparado el ánimo para, al llegar a Dancharinea, decirle a la primera jerarquía que les saliera al paso: «Aquí estarnos, a la orden, un falangista solo en la tierra y otro falangista cuya alma es azul». Tardaba para él este momento. Y se veía precisado a ver desde el tren mansos franceses pescando con caña o jugando a las bochas en la plaza del pueblo. Pero el momento llegó, hollaron suelo español. Por desgracia, Jorge no reaccionó lo mínimo. Cruzó la raya como un autómata, besó sin fervor la bandera y fue totalmente incapaz de contestar a las preguntas del oficial de turno.

Mateo aclaró el asunto con este oficial y el cuadro era tan diáfano, que el hombre legalizó su entrada y les extendió, sin más, un salvoconducto para trasladarse a Valladolid.

—¡Suerte! ¡Arriba España!

«¿Oyes, Jorge? ¡Suerte! ¡Arriba España!». Jorge no oía nada, y Mateo sufría porque ¡había deseado tanto que llegara aquel momento! ¡Le hubiera gustado tanto bañar los ojos en el paisaje español, verlo desfilar desde el tren como en una pantalla cinematográfica! Y no podía: Jorge lo necesitaba allí, a su lado. Mateo iba echando ojeadas al exterior, leyendo los nombres de las estaciones. «Navarra es hermosa», se decía. De pronto advirtió que estaban en Castilla. Mateo claudicó. En un instante olvidó a todos los huérfanos del mundo, salió al pasillo, bajó el cristal e hizo que el aire le despeinara y enfriara su piel. Y luego se quedó mirando… Simplemente. ¡Impresionante despliegue de grandeza! Nada de «coquetona» y «muelle». Francia. Grandeza, pobreza, tierra con color de tierra y dolor con dolor de hombre y de mujer.

Mateo acabó por exaltarse cuando, en un apeadero cualquiera, subieron al tren varios pelotones de soldados, los cuales, después de mojarse el gaznate con la cantimplora, rompieron a cantar. Las canciones eran conocidas, ingenuas y los soldados las cantaban horriblemente mal: Adiós, Pamplona; Riau-Riau; Legionario, legionario. Sin embargo, a Mateo le dieron escalofríos y casi le hicieron llorar. En aquel preciso instante, de pie en aquel tren sucio, desconchado y lentísimo, tuvo la certeza de que todo iría bien, de que el Movimiento Nacional triunfaría, aun contra la oposición de los periódicos franceses. Pensó que a tenor de esas canciones y del bramido de las armas nunca más habría en España huérfanos como Jorge, ignorantes como Ideal y el Cojo. ¡Se descubrirían hasta ríos subterráneos! Pese, incluso, a la ironía de Ignacio, quien, en cierta ocasión, al oír de labios de Mateo esta última profecía, le hizo observar: «Si tantos ríos encontráis y de tal modo convertís el país en un jardín, acabaremos laxos como los franceses». ¡Oh, sí! Mateo sabía muy bien que tendrían que luchar, además, contra el escepticismo.

Llegaron a Valladolid. Jorge se fue al lavabo del tren y luego se apeó, ayudado por Mateo. Éste echó una ojeada panorámica a la estación y vio que el reloj estaba parado y que los ferroviarios, movilizados sin duda, llevaban en el pecho una locomotora en miniatura, sobre bayeta amarilla, que hubiera tumbado de admiración a don Anselmo Ichaso.

Salieron de la estación y le preguntaron a un pequeño «flecha» por un cuartel de Falange. El chico les indicó el camino y echaron a andar. Mateo observó que muchos cafés habían pintado las sillas con los colores de las banderas nacionales, dominando: el rojo y el negro de la Falange. Jorge se dio también cuenta de ello. Incluso se paró un momento frente a un escaparate de juguetes, en el que las pelotas eran rojinegras y también lo eran los vestidos de algunas muñecas. En una esquina, un hombre parecido a Blasco, el limpiabotas, vendía corbatas y cinturones falangistas.

Al cabo de una hora estaban instalados en dos camastros contiguos en el cuartel «Onésimo Redondo». Jorge se tumbó y se quedó dormido, lo que Mateo aprovechó para personarse en casa de Marta y preguntar por el paradero de José Luis Martínez de Soria.

En el piso no quedaba más que una vieja sirvienta. «El señorito José Luis está en el frente, en el Alto del León». Mateo asintió con expresión de respeto. José Luis cumplía con su deber… Era lo natural. Mateo regresó al cuartel. Se cruzó con una procesión en cuya cabeza avanzaban marcialmente, tocando cornetines y tambores, unas cuantas escuadras de «flechas» y «pelayos». «La juventud de mañana será nuestra», pensó Mateo.

En el patio del cuartel, unos voluntarios muy jóvenes hacían la instrucción. Subió y encontró a Jorge acodado en una ventana, derrotado.

—Ten voluntad, Jorge… Comprendo que es terrible. Pero demuestra que eres digno de los que cayeron.

Jorge se volvió un momento hacia Mateo.

—Padre, madre y seis hermanos…

—Ya lo sé, ya lo sé. Es demasiado para un solo hombre.

Jorge se volvió de nuevo.

—¡Tres hermanos pequeños! ¡Tres críos! ¡Así…!

Mateo no sabía qué decir. La Falange no había previsto una extirpación tan radical. Jorge tenía un bocadillo en la mano. Comía constantemente cuanto se ponía a su alcance. O fumaba. Y Mateo leía en sus ojos una obsesión: Jorge pensaba en vengarse.

—Pronto saldremos para el frente, Jorge. Anda. Allí podrás desahogarte.

—¿Desahogarme…? Déjame. No tengo ganas de hablar.

Allí estaba, no tenía ganas de hablar. Mateo no sabía qué hacer con su amigo. Por otra parte, tampoco él podía concentrarse lo debido en el drama de Jorge. También sangraba, sangraba a través de sus falangistas de Gerona, a los que había pedido sacrificio —¡cómo cumplieron!— y a través de César. Recordaba la voz de éste: «¿Qué es lo que pretende la Falange, Mateo?». Y recordaba a Pilar. ¿Qué estaría haciendo Pilar?

¡Y además, se preguntaba si él mismo no sería también huérfano! ¿Qué habría sido de su padre, don Emilio Santos? Era tan débil, daba tan poca importancia a su persona… Y Mateo le quería mucho, se daba cuenta de que le quería cada día más. Al muchacho le preocupaba también la suerte de su hermano, Antonio, falangista como él, detenido en Cartagena desde hacía mucho tiempo. Llevaban dos años sin verse. De niños anduvieron siempre juntos, luego se distanciaron.

Mateo preguntó por el jefe local, para el que en Francia había redactado un informe completo sobre las actividades de la Falange en Gerona. El muchacho de la centralilla llamó a Jefatura y habló con aquél. «Que venga dentro de media hora. Habremos ya terminado el Consejo».

Mateo asintió. Se despidió de Jorge —«volveré pronto»— y salió a la calle. Respiró el aire castellano, del que alguien había escrito que lo fabricaban los hombres que sabían silbar.

Contempló un momento el Pisuerga, el río, confirmándose en la sospecha de que el agua andante enfriaba las orillas, y a la hora convenida entró en la Jefatura Provincial —¡cuántas flechas, cuántas rosas!— como mosén Francisco hubiera entrado en la Basílica de San Pedro.

Un muchacho de la guardia lo acompañó a un despacho del primer piso, sin apenas muebles, con una larga mesa, regia, al fondo. Mateo vio de pie, esperándolo, a un grupo de camaradas, sin duda camisas viejas, que lo saludaban brazo en alto y que acto seguido salieron a su encuentro para darle la bienvenida e incluso abrazarlo «por ser el primer jefe provincial que les llegaba de la zona enemiga».

Mateo se azoró un poco y se armó un lío con las presentaciones y los nombres. Sin embargo, entendió que la máxima jerarquía era allí el alférez y Delegado Provincial de Sindicatos, camarada Salazar. Hombre corpulento, con bigote de foca parecido al de Murillo, muy versado en cuestiones sociales —procedía de las JONS— y en estrecho contacto con varios alemanes llegados a la zona. Estaba en el Alto del León y había bajado con un permiso de veinticuatro horas.

A Mateo le pareció que varios de aquellos falangistas «eran repetidos»: de tal modo los marcaban la camisa azul, los ademanes y el bigote negro. Sin embargo, fijó su atención en un muchacho bajito, del que emanaba un impresionante poder. Iba peinado a cepillo, cuando alguien tenía una frase feliz la subrayaba exclamando «¡nang…!», e iba plagado de emblemas y condecoraciones. Se llamaba Núñez Maza e iba a ser nombrado jefe nacional del Servicio de Propaganda, servicio en formación.

También retuvo el nombre del «contable», eso dijeron, llamado Mendizábal y el de Montesinos. Mendizábal era el administrador y por tener alguna lesión misteriosa valía sólo para Servicios Auxiliares. No obstante, el personaje que fue presentado a Mateo como el más importante de la reunión, fue María Victoria, delegada de la Sección Femenina. Muchacha rubia, de aspecto desenvuelto y alegre, que «siempre mascaba chicle» hasta que se cansaba y lo pegaba en la nariz de cualquier Jefe de Estado cuyo retrato colgara en alguna pared cercana. María Victoria era, ¡por muchos años!, novia de José Luis Martínez de Soria y, por supuesto, menos rígida que Marta.

Salvado el primer azoramiento, Mateo se dominó y al cuarto de hora escaso estaba sentado en el sitio de honor y los tenía a lodos embebidos.

No sólo su reseña sobre la Falange gerundense, que fue leída por el propio Mateo en medio de un silencio solemne, impresionó al grupo, sino la personalidad del hijo de don Emilio Santos, al que aureolaba algo secretamente heroico a que sólo podía aspirar quien «llegara del otro lado» y quien hubiera luchado durante meses y meses «a la contra», en un «ambiente hostil».

Núñez Maza hizo hincapié sobre el particular.

—Admitido —dijo— que Soria, Burgos o esto son horchata para la Falange. Lo duro ha de ser Alicante, o Madrid, o Gerona.

Mateo, que acababa de encender un pitillo con su mechero de yesca, asintió con la cabeza.

—Desde luego. Cuando yo llegué allí nadie había oído hablar ni de luceros ni del Sindicato Vertical. Y me tomaban por loco.

—Bueno —comentó Salazar, riendo—, por locos siguen tomándonos aquí muchos militares.

El caso es que Mateo los dejó asombrados por su precisión. Les suministró datos sobre cada uno de los partidos políticos enemigos, con una capacidad de síntesis que obligaba a Núñez Maza a pasearse por el despacho dando saltitos, como un simio. Les habló de Cosme Vila, del Responsable, de David y Olga, ¡del doctor Relken! Cuando les contó que el jefe de la rebelión en Gerona fue el padre de José Luis Martínez de Soria todos fruncieron el entrecejo y María Victoria dejó de mascar chicle.

—¿En tu opinión —preguntó la muchacha— tuvo que rendirse forzosamente?

Mateo se mordió los labios.

—No me atrevo a juzgar.

Luego le tocó a él recibir informes.

—Que hablen los «jefes» —dijo, sonriéndoles a Núñez Maza y a Salazar—. ¡Obedecer debe de ser tan cómodo…!

Le enteraron de muchas cosas. Núñez Maza, que hablaba vomitando talento y facilidad de palabra, le dijo que, por un fenómeno de puro mimetismo, el espíritu de Falange ganaba a las masas. «Han descubierto en nuestro estilo lo que andaban buscando sin saberlo. Nos imitan en todo, hasta en la manera de andar. Emplean nuestro léxico. Hasta a los campesinos les parece lógico tratarse de camarada. Una especie de milagro colectivo, semejante al que está viviendo Alemania, que ya José Antonio presintió cuando dijo: “Llegará un momento en que lo que ahora parece un dislate será para todos algo natural”».

Mateo no conocía esta frase de José Antonio y pidió una explicación. Salazar, desde su altura un poco fofa, se la dio:

—No figura en ningún texto. Nos lo dijo un día aquí mismo, en este despacho.

¡Claro, Mateo se encontraba en Valladolid, entre hombres que conocieron a José Antonio mucho! Sobre todo, Núñez Maza, cuya pesadilla era saber que el jefe estaba detenido en Alicante.

—Nos hace mucha falta. Es desconsolador. Con él, en el Alto del León nos lanzaríamos cuesta abajo y no pararíamos hasta Madrid. Y en la retaguardia todo sería aún más ceñido, más seguro.

—¿Más ceñido?

—Sí…

Hablaron Montesinos y Mendizábal, el administrador. El entusiasmo era enorme, pero no faltaban obstáculos. El camarada Hedilla, sustituto provisional de José Antonio, tropezaba con impedimentos. Los requetés iban a lo suyo, e iban a lo suyo los militares, los cuales habían creado en Burgos una Junta de Defensa prescindiendo prácticamente de Falange.

—En cuanto a los curas, nos miran como si les robáramos a Dios. Les gustaría que fuéramos a la muerte cantando: «¡Oh, Virgen santa, dulce corazón!».

De pronto, Mateo se dio cuenta de que todos lo observaban de un modo singular. Doce pares de ojos o catorce mirándolo de arriba abajo. Se estaban preguntando: «¿Dónde colocamos esta pieza?». Era una pieza azul, de calidad, con cabellera exuberante y mechero de yesca. Núñez Maza, adscrito por vocación a Propaganda, tenía la intención de crear unos equipos móviles, dotados de grupos electrógenos y altavoces, que recorrieran la línea de fuego hablándoles a los rojos. «Ese Santos sería ideal. Buena voz, buena presencia. Conoce la zona enemiga y se sabe el credo como nadie». Salazar, por su parte, pensaba en el Alto del León, adonde se incorporaría al día siguiente. «Allí, con José Luis Martínez de Soria, sería ideal. Disciplinado e inteligente. Le daríamos mando». Mendizábal, que cuidaba de la Intendencia de varias centurias, pensaba: «Si le dejaran aquí conmigo…».

—Lo que yo querría —dijo Mateo— es irme al frente, llevándome al camarada Jorge, de quien os he hablado. Pero, naturalmente, haré lo que me ordenéis.

No se decidió en seguida y entretanto brindaron con vino de la Rioja, ¡vino monárquico! Mateo se sentía tan feliz que casi lloraba. ¡Llegó a ser tanta su soledad en Gerona! ¡Qué hermoso era sentirse rodeado de inteligencias y brazos afines, ser comprendido con sólo medias palabras, oír a los demás y poder asentir por dentro! «Exacto». «Yo también lo veo así». «Yo también hubiera obrado de esa manera».

No se cansaba de mirar a aquellos camaradas. Núñez Maza, oriundo de Soria, era un tipo curioso. A menudo empezaba a hablar como si se chufleteara, pero su propio verbo lo emborrachaba de tal modo que a los dos minutos «se le iba el humor al cielo» y se sorprendía a sí mismo pontificando.

Mateo tuvo de ello una prueba inmediata. Núñez Maza empezó contarles que la víspera, en Salamanca, unos falangistas habían paseado por la ciudad, en un camión, a unos soldaditos que se escaparon del cuartel. Los habían vestido de mujer, con faldas y vaporosos saltos de cama. Núñez Maza, inesperadamente, asoció la anécdota con lo que llamó «la epidermis de los pueblos». «A un francés —dijo, dirigiéndose a Mateo porque acababa de llegar de Francia—, un hombre vestido de mujer le da risa; a un español, le da asco».

Mateo le preguntó:

—¿Has estado en Francia?

—No —contestó Núñez Maza, repentinamente serio.

Mateo gozaba. De pronto, Montesinos propuso ir a saludar a Jorge, todos juntos. «Para levantarle el ánimo».

Mateo se opuso.

—Es mejor dejarle solo, y que el tiempo pase.

Mendizábal le preguntó a Mateo.

—¿No te habla? ¿No habla nunca?

—Muy poco.

—¿Y qué dice?

—Sólo cita a sus hermanos pequeños. Y, naturalmente, habla de vengarse.

Salazar, que fumaba en pipa, dio dos o tres chupadas violentas.

—¿Crees que le gustaría formar parte de alguno de los piquetes de ejecución?

Mateo lo miró con asombro.

—¿Cómo has dicho?

—Si le gustaría formar parte de un piquete de ejecución.

Mateo se mordió los labios. ¡Claro! También era lo natural. Estaban en guerra.

—Supongo que le gustaría —contestó Mateo, midiendo las palabras—. Pero precisamente por eso creo que no debemos proponérselo.

—¡Tonterías! —exclamaron, a una, Núñez Maza y Mendizábal.

Salazar, desde el otro lado del humo de su pipa, le preguntó a Mateo:

—Corrígeme si me equivoco. Has dicho los padres y seis hermanos ¿no?

Mateo asintió.

—Eso he dicho.

—¡Vamos! ¡A mí me hacen eso…! ¡Bueno! Prefiero callarme… Y Salazar dio una vuelta entera sobre sí mismo.

María Victoria, Delegada de la Sección Femenina y novia del hermano de Marta, intervino oportunamente. Se dirigió a Mateo y solicitó más detalles sobre Marta, «pues había escuchado con mucha atención todo lo que Mateo contó de ella».

—Marta tiene un hermano enterrado aquí, en Valladolid —prosiguió—. Se llamaba Fernando. Si quieres te acompaño al cementerio a visitarlo.

Mateo aceptó.

—¡No faltaba más! Conocí a Fernando en Gerona, hace dos años.

Núñez Maza propuso:

—Vamos todos juntos y cantamos allí Cara al Sol.

Cara al sol, en el cementerio… Mateo tenía ojos y oídos en el alma. Pensó en César, en Pilar, en los luceros y en el Sindicato Vertical. Todavía llevaba en el pecho el mapa de España. Había prometido llevarlo mientras durase la guerra.

Salieron juntos Salazar, Núñez Maza, Montesinos, María Victoria y Mateo. En el coche cabían difícilmente los cinco —el alférez Salazar valía por dos—, pero se acoplaron bien. Núñez Maza conducía a gran velocidad, como si Fernando Martínez de Soria, enterrado en el cementerio, pudiera escapárseles. Mateo lamentó para sus adentros no llevar el uniforme falangista, por lo menos el gorro.

En poco rato llegaron ante la puerta del cementerio y Núñez Maza frenó con escalofriante energía. Inmediatamente apareció el sepulturero, visiblemente alarmado. Salazar, apeándose, lo saludó. El sepulturero iba prestando atención a cuantos salían del coche, y al ver un desconocido, vestido de paisano, Mateo, abrió los ojos con más alarma todavía e indisimulable compasión.

Salazar, tan versado en Sindicatos, lo tranquilizó con un ademán.

—No es nada, Félix. Una visita.

El sepulturero movió la cabeza y se retiró. La comitiva de los cinco falangistas penetró en el cementerio y, con los gorros en la mano, se dirigió al nicho de Fernando Martínez de Soria, situado en la galería izquierda.

Llegados allí se alinearon, mirando la lápida, de mármol blanco que parecía rechazarles la mirada, devolvérsela, como la pared de un frontón. Salazar extendió el brazo, al tiempo que rompía el silencio con la primera estrofa del Cara al Sol. Todos lo imitaron. Fueron cinco cuerpos falangistas, inmóviles, frente a un cuerpo falangista inmóvil, muerto. En el cementerio, en las galerías Este, había otras personas, un matrimonio y un hombre anciano, que al oír el himno de Falange se volvieron hacia los que cantaban y que con cierta timidez levantaron también el brazo y musitaron la letra.

—Camarada Fernando Martínez de Soria. ¡Presente!

Se dirigieron a la salida y al llegar a ella se cruzaron con dos niños vestidos de «flecha», pero con una diminuta cruz gamada en el pecho.

—¡Mira quiénes están ahí! —exclamó, jubilosamente, Núñez Maza.

Eran los dos hijos de Herr Schubert, delegado del Partido nazi alemán en España. Dos niños que hubieran podido pasar por españoles excepto en la manera lenta de andar. María Victoria informó de ello a Mateo. Le habló de la gran cantidad de sorpresas que los dos rapaces le daban. Se los encontraba siempre en el momento más impensado, aunque los lugares elegidos parecían denunciar cierta lógica u objetivo.

—Casi siempre se trata de lugares pintorescos, que contengan algo desconocido para ellos, desconocido para Alemania.

Montesinos, el menos intelectual del grupo, preguntó:

—¿Y qué tiene este cementerio que no tengan los cementerios alemanes?

Núñez Maza se indignó.

—Si serás bestia. ¿No sabes que eso de los nichos es propio del Sur, meridional?

—Perdona, jefe, no lo sabía…

Saludaron a los dos niños brazo en alto y éstos correspondieron. Mateo sonrió al verlos de lejos. Llevaban polainas miniatura y botas claveteadas, de riguroso invierno. María Victoria comentó:

—Lo que no comprendo es por qué su padre se llama Schubert.

* * *

También los hermanos Alfonso y Sebastián Estrada llegaron a la España «Nacional». Su protector en Gerona fue la Andaluza, la cual, a través de Laura, encontró la manera de que los dos hijos del jefe de la CEDA, don Santiago Estrada, salvaran los Pirineos.

Una vez en la España «nacional», los dos hermanos se separaron. Alfonso, el mayor, decidió ingresar en el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, pues la idea, nacida en Pamplona, de fundar dicho Tercio catalán había cuajado. Su cuartel general estaba ahora en Zaragoza, en el seminario de San Carlos, y los requetés habían sido destinados a guarnecer el frente de Aragón, sector de Belchite.

Cuando Alfonso Estrada se incorporó a la unidad, se enteró de que formaban parte de ella aquellos franceses «Croix de Feu». Y aquellos rusos blancos que «La Voz de Alerta» había conocido en el hotel, en Pamplona. Preguntó por los primeros y un cabo le dijo: «Son valientes, pero siempre parecen estar dando lecciones de sintaxis». En cuanto a los rusos blancos, eran muy reservados y no había uno sólo que no hubiera sido amigo personal del Zar.

El menor de los Estrada, Sebastián decidió ingresar en la Marina. Supuso que le pondrían trabas, pero no fue así. Se fue a la base de El Ferrol y allí cursó una solicitud, con la documentación necesaria. Fue admitido en seguida y le dijeron que antes de ocho días se haría a la mar.

Sí, ocurría lo que decía Ezequiel: los hombres eran pompas de jabón. No se sabía si irían de dentistas al frente, si se irían con grupos electrógenos a repetir una y otra vez los puntos de Falange, si se irían al mar o a las cumbres. ¡El último que entró por Dancharinea —el último de la primera hornada— fue mosén Alberto! Mosén Alberto recaló también en Pamplona, sin que «La Voz de Alerta» se enterara de ello. El obispo de la diócesis lo encontró cansado y le destinó de capellán a un convento de monjas veladoras, las Hermanas de San José, las cuales lo recibieron como al Papa y escucharon su primera plática con lágrimas en los ojos. De tal forma trataron a mosén Alberto, que el sacerdote sintió remordimientos. «Debo de ser peor que los demás —se dijo—. Infinidad de sacerdotes muertos ¡y a mí me traen otra vez a la mesa chocolate con picatostes!». Hizo el propósito de visitar cuanto antes a sor Teresa, la hermana de Carmen Elgazu, que estaba en las Salesas de Pamplona. El sacerdote oía a su alrededor un léxico que no le gustaba, por su agresividad, y le cayó en las manos una apaciguante pastoral del arzobispo portugués de Mitilene suplicando caridad y prudencia.

El día en que al abrir El Pensamiento Navarro leyó una crónica sobre la zona «roja», firmada por «La Voz de Alerta», pegó un saltó en la silla. ¡El dentista! Sí, su estilo era inconfundible. Decía «criminales» y destilaba rencor.