Capítulo IX

Las tres flechas en que se subdividió la columna Durruti por tierras de Aragón tuvieron suerte varia. La primera bifurcó hacia el Norte, objetivo Huesca, al mando del anarquista Ascaso. La segunda bifurcó hacia el Sur, objetivo Teruel, al mando del anarquista Ortiz. La tercera, al mando de Durruti y el comandante Pérez Farrás, avanzó por la carretera general, objetivo Zaragoza.

Ascaso y sus hombres avanzaron hacia el Norte, hacia Huesca, montados en los vehículos más dispares, que iban desde el pequeño coche descapotado hasta los carros blindados y los camiones de gran tonelaje, muchos de ellos protegidos de las balas por medio de colchones, con ramaje verde ocultando el radiador. La formación básica de la columna era anarquista y pasaba de los mil hombres. Los comunistas estaban en franca minoría: dos centurias llamadas «Lenin» y «Carlos Marx». Jefes y oficiales lo eran «de dedo» e incluso «de vale». En efecto, antes de separarse de Durruti, Ascaso le presentó a éste, por escrito, una lista de hombres con capacidad de mando. «Vale por un comandante, tres capitanes y cinco tenientes». Durruti se pasó la mano por la peluda cara. «De acuerdo». Gorki, que era ya comisario político, fue nombrado de este modo capitán, al igual que dos de los atletas extranjeros llegados a Barcelona con motivo de la frustrada Olimpiada Popular. En el gorro de Gorki, las estrellas lanzaban destellos que provocaban grandes risotadas en Teo y la Valenciana. Sí, era difícil imaginar una silueta menos marcial que la de Gorki: cuello chato, barrigudo, paticorto. Y sin embargo, había en el ex perfumista aragonés algo concentrado, potente, que le confería autoridad.

La marcha de esta columna Ascaso era lenta. No sólo porque los milicianos se paraban a capricho aquí y allá, sobre todo en los pueblos, sino porque a medida que avanzaban se les rendían o huían pequeños focos enemigos que quedaban en la zona, focos compuestos casi siempre por guardias civiles. Al propio tiempo, la columna recibía incesantemente refuerzos. Campesinos aragoneses, de todas las edades, afiliados a cualquier partido o sindicato, montaban en los camiones en marcha llevando una escopeta de caza, una hoz o simplemente una manta. Las mujeres y los chiquillos los despedían puño en alto. Y ellos les correspondían agitando su boina al sol, hasta que los vehículos se alejaban envueltos en polvo.

La comitiva hizo un alto en el pueblo de Pina, donde Ascaso no consiguió un solo combatiente voluntario. Los vecinos de este pueblo habían implantado por su cuenta el comunismo libertario, considerando que si «todo el mundo se metía en corral ajeno, sería el cuento de nunca acabar». Comprendían, y así se lo declararon a Ascaso, que los «fascistas» se merecían un escarmiento; pero no en Pina. «Aquí no han hecho nada malo y los hemos dejado escapar». Lo que Pina deseaba era vivir en paz. Y en consecuencia, en vez de gastar los recursos en pólvora, lo que los vecinos hacían era intercambiarse los productos; convertir las tiendas en Economato y habilitar el edificio del Ayuntamiento como punto de reunión y diversión. ¡Oh, sí, el aspecto del pueblo era casi idílico, con los hombres y mujeres trajinando, con los chicos bañándose en las acequias y los animales paciendo! Los frutos colgaban de los árboles y en poco más de un mes los habitantes adquirieron una máquina de hacer cine, líquidos para la fumigación, fosfatos y aperos de labranza. Ascaso, ante el espectáculo, tuvo un momento de indecisión… De pronto ordenó «¡Adelante!», pensando enviar más tarde un destacamento que despertara a aquellos insensatos. Y fue al oír ese «¡adelante!», cuando un mozalbete que estaba sentado en un banco de la plaza echó inopinadamente correr y montó en un camión, en el camión de Teo. Era un muchacho pelirrojo, al que en el pueblo llamaban el Perrete porque sabía imitar a todos los perros. Teo le ayudó a subir diciéndole: «Ven aquí, valiente».

La columna recibió en Barbastro la importante adhesión del coronel Villalba, quien se convirtió en el asesor militar. El coronel Villalba informó a Ascaso de que el enemigo se había parapetado en el pueblo de Siétamo, a pocos kilómetros de Huesca, con la intención de hacerse fuerte en él, y que era conveniente estudiar el plan de ataque. Ascaso así lo entendió, pero en la práctica ello iba a ser difícil. La columna iba parcelándose cada vez más… «¡Eh, muchachos, por aquí…!». «¡Leche!, ¿por qué tanta prisa?». Muchos vehículos se averiaron y quedaban rezagados. De golpe y porrazo, los milicianos se detenían a hacer puntería, en lo posible utilizando presos de las cárceles o tricornios de la guardia civil. Sin embargo, Ascaso reconocía que, como espectáculo, la parcelación de sus hombres era hermosa, pues poblaba los atajos y los eriales de sombras y de banderas desplegadas.

Ascaso era un hombre singular. No hablaba apenas. Llevaba unos prismáticos enormes y negros, que habían pertenecido al Abad de Montserrat. Con ellos miraba sin cesar el horizonte, y luego se apartaba de todos y liaba un pitillo. Era un hombre duro, aunque para serlo necesitaba esforzarse. A veces tomaba una piedra y la sopesaba con la mano. Si veía un lagarto, le pisaba rápido la cola, lo mantenía inmóvil y al cabo de un rato lo dejaba escapar.

El coronel Villalba le produjo desde el primer momento una mezcla de respeto y de recelo. ¡Militar profesional! ¿Qué escondería en la sesera? Alguien le dijo que el coronel había sido amigo personal de Franco. A punto estuvo de mandarlo a la retaguardia, envuelto en celofán; pero su «Estado Mayor» le aconsejaba lo contrario. Especialmente, los dos atletas extranjeros estimaban que lo que hacía falta era precisamente coordinar los elementos. Tales atletas temían que, en cuanto se tomase contacto con el enemigo, en Siétamo o donde fuera, se produjera la desbandada. Tenían experiencia. Habían luchado en Abisinia contra los italianos. Uno de ellos se llamaba Sidlo, era polaco y lanzador de jabalina. Debido a su poca estatura, se erguía siempre sobre los pies. Su ilusión era matar a un fascista con un tiro de jabalina. El otro era búlgaro y andaba como loco buscando yoghourt, que era su alimento básico. Los anarquistas lo llamaban Polvorín por la cantidad de instrumentos ofensivos que llevaba al cinto. Era lanzador de peso y tenía una fuerza descomunal en el brazo derecho. A veces parecía bizco; a veces, no.

Sidlo y Polvorín eran comunistas, pero tenían el buen sentido de hablar de la FAI con respeto. Cuando se sentaban para escribir una carta, los milicianos se les acercaban por detrás y, tocando materialmente sus nucas, inspeccionaban el aspecto que ofrecían los idiomas búlgaro y polaco. «Tienen carajo esas palabras». Los dos comisarios se reían. «También tiene carajo beber en bota o en porrón».

Gorki, con su barriguita y su faja de pana oscura, maldecía el trabajo burocrático que durante años le había anquilosado los músculos. No podía con su cuerpo. No obstante, el ex perfumista se movía como si todo el proletariado universal estuviera contemplándole. Y seguía enviando crónicas a Gerona, e informes secretos a Cosme Vila. «Cuando pueda, montaré una biblioteca y organizaré clases para los analfabetos». «Deberías procurar que Gerona nos mandara ropa, tabaco, libros de Baroja, de Pedro Mata y de Pitigrilli». «También nos hacen falta preservativos, y no lo digo por mí, ya sabes». «¿No conseguirías que Axelrod nos hiciera una visita?».

Ninguna mujer acompañaba a Gorki, y el flamante comisario no sabía si aquello era un bien o un mal. Los atletas extranjeros, Sidlo y Polvorín, consideraban que admitir milicianas era suicida. No obstante, al convencerse de que nadie les haría caso, se encogieron de hombros y se suicidaron, a su vez, gustosamente. Sidlo, el campeón de jabalina, unió su suerte con una muchacha de Tarragona, algo trágica, que siempre decía que quería morir joven. Polvorín hacía buenas migas con una prostituta de Gerona que cada día rezaba a San Pancracio para que no le faltara trabajo. Ascaso legalizó algunas bodas, pues el código anarquista obligaba a los contrayentes a recíproca fidelidad, cláusula que, en opinión de la Valenciana, estaba en el origen del poco predicamento mundial del anarquismo. «Tú, hombre —decía Ascaso en la ceremonia—, prohibido tener otra mujer. En todo caso, antes has de repudiar a ésta, a la tuya, dejarla en libertad».

Varias imágenes habían impresionado particularmente a los hombres de Ascaso. En primer lugar, las cruces de término, erguidas siempre en un lugar preeminente de los pueblos, dibujando una T mayúscula contra el cielo azul. En segundo lugar, la plástica aparición de los piojos en los intersticios de la ropa y en las axilas. En tercer lugar, el silencio que reinaba en el pueblo de Tamarite cuando penetraron en él. Todo el vecindario, asustado, había huido al monte. En el pueblo no quedó más que un habitante: un hombre de unos cincuenta años, sin afeitar y con figura de mendigo, que esperó a los milicianos en la plaza tocando el saxofón.

La columna alcanzó su objetivo: Siétamo. Estaba a tiro de cañón, cortando el paso hacia Huesca. Ascaso dio orden de acampar y luego se apartó y no regresó hasta haber pisado un lagarto mayor que los anteriores. ¿Qué ocurriría el día siguiente? Nadie lo sabía, y cada cual se dispuso a llenar como fuese las horas de espera.

Gorki se refugió, como siempre, en sus crónicas para El Proletario. A la luz de un candil de aceite —el candil era una lata de sardinas— se sintió especialmente inspirado y escribió una hermosa crónica sobre la sangre y sobre la sed. De la sangre humana dijo que era dulce y que si ningún hombre hubiese vaciado sus rojas venas, nunca habrían brotado amapolas entre las espigas ni existirían las banderas. Luego afirmó que la peor tortura del frente era la sed… En aquel pedazo de Aragón, siempre en manos del capitalismo, la sed era tan honda como lo era a veces la verdad. Lo era tanto, que los milicianos no podían cantar. No les quedaba más remedio que expansionarse repiqueteando en los platos de aluminio y en las cacerolas.

A veces se le acercaba el Perrete y le preguntaba: «¿Cuándo me enseñarás a leer?». Bueno, el Perrete era la mascota, no sólo de Gorki y de la Valenciana, sino de toda la columna. Y es que el muchacho no había salido nunca de su pueblo, Pina. Era aquélla su gran aventura de adolescente. No sabía contra quién había salido a combatir, pero no le importaba. Si tantos hombres «odiaban» a alguien, es que tenían razones para hacerlo, y los pacifistas de su pueblo vivían en la Luna.

El propio Ascaso quería al chico de un modo especial y con frecuencia le ponía la mano en la cabeza. No quiso darle armas; pero en su defecto le dio un cornetín. El Perrete sería el corneta de la columna. Con ella tocaría diana y quién sabe si zafarrancho de combate. Y luego, en los descansos —y en los camiones— alegraría el ambiente imitando a los perros como sólo él sabía hacerlo en toda la tierra de Aragón.

* * *

La fuerza dirigida hacia el Sur, hacia Teruel, avanzó en idénticas condiciones al mando del anarquista Ortiz, carpintero de oficio. También se le incorporaron muchos campesinos voluntarios, que no cesaban de reiterar su agradecimiento a Cataluña porque había mandado en su ayuda aquella columna. Parecían más tímidos y dubitativos que los de la provincia de Huesca, y muchos de ellos aún más miserables. En cada pueblo, en la carretera, esperaba una comisión de vecinos con provisiones muy humildes, que eran entregadas a la comitiva a su paso. «¡Salud! ¡Salud!». De vez en cuando, en alguna cuneta o recodo, aparecía un cadáver. Ortiz se detenía y si el cadáver estaba boca abajo le daba la vuelta para verle la cara.

La formación inicial de esta tropa a su salida de Barcelona le componía casi exclusivamente de anarquistas, de algunos atletas alemanes e italianos y de la representación gerundense, integrada ésta por Murillo y Canela, por el comandante Campos —el cual no había revelado aún su graduación— y por la colonia de murcianos. Sin embargo, Ortiz recibió muy pronto considerables refuerzos, que lo llenaron de satisfacción: los presos comunes liberados de la cárcel de Valencia y que se presentaron a él encuadrados en las centurias «Hierro» y «Fantasma». Estos presos, exaltados por la reciente encerrona y por el alcohol, se mostraban también reacios a toda disciplina y parecían esperar con ansia el momento de la pelea, a la que llamaban «hule». Muchos de ellos exhibían los brazos tatuados con motivos marineros o con figuras inconcretas, que al doblarse adquirían erótico significado. Llegaron cargados con un arsenal de víveres, sobre todo fruta, y mucha bebida. Murillo y Canela congeniaron con ellos y la muchacha gozó de lo lindo mordiendo naranjas e inundándose con su jugo la cara y el pecho.

En la práctica, fueron estos presos de las centurias «Hierro» y «Fantasma» los que imprimieron su estilo a la columna. Continuamente se apeaban de los camiones y no cesaban de evocar su estancia en la cárcel. «¿Te acuerdas, Cerillita, del “caldo” para desayunarse?». «¡La mierda no se olvida!». Al pasar por los pueblos, automáticamente se empeñaban en visitar la cárcel y en ella, entre risotadas, parodiaban antiguas inclinaciones, como la de orinarse en algún rincón del patio. A la hora de abandonar el pueblo, según fuera el humor o la declaración de los guardianes, mellaban a los allí detenidos o los dejaban en paz. Cerillita, que destacaba entre todos y que debía su mote a su delgadez y a la forma de su cabeza, había adoptado la costumbre de saltar sobre los pies desnudos de los presos, procedimiento que sus propios pies habían soportado reiteradamente. Era un muchacho extraño, que llevaba en el petate una navaja cabritera, con la que amenazaba a todos, y un copón pequeño y chato que utilizaba para beber y afeitarse. Ortiz permitía todos estos desmanes porque no le quedaba otro remedio y porque una de sus máximas era: «Todo se andará».

Los atletas extranjeros mostraban por su parte una obsesión por bañarse. Hubieran querido seguir el curso del Ebro, el padre de los ríos españoles. A falta de idioma común, se entendían con los milicianos por la mímica, y se les veía mucho más duchos que éstos en las mil argucias necesarias para crearse comodidades en campo abierto. Su jefe nato era el italiano Gerardi, peludo y gorilesco. Gerardi y los suyos eran también guerrilleros veteranos y hubieran querido disciplinar la columna, aconsejar a Ortiz. Pero éste se mostraba insobornable y, por otra parte, no le faltaban ideas. Le molestaba que tales atletas fueran precisamente alemanes e italianos, y de pronto los miraba con el mismo recelo con que Ascaso miraba al coronel Villalba. A las milicianas que se liaban con ellos, les advertía: «De acuerdo. Pero ¡mucho ojo!».

Las dos preocupaciones de Ortiz eran la artillería y la requisa de animales para el transporte y el porteo. Se daba cuenta de que los cañones eran joyas y de que, bien manejados, cada una de aquellas bocas valía por un batallón. Cuando advertía que los milicianos no sabían siquiera lo que era un telémetro, ni corregir el tiro, y que montaban en los cañones como si fueran carrozas de Carnaval, se desesperaba. Había un almeriense, Sidonio de nombre, que había visto en un circo a una mujer-cañón y se empeñaba en que lo disparasen a él como a la mujer del circo. «Caeré sobre los fascistas y ¡zas!».

En cuanto a la requisa de animales útiles para comer o para el porteo, era a todas luces indispensable, pero su realización originó penosas escenas. Los propietarios de aquellas casuchas de barro y adobe querían a sus conejos y a sus gallinas y, sobre todo, a sus mulos y a sus borricos. Por otra parte, sepultados entre pedregales de tierra rojiza, no habían oído siquiera hablar de revolución. De ahí que, al ver acercarse a unos cuantos hombres con taparrabos y un pañuelo de pirata en la cabeza, y al oírles luego exigir la entrega de los animales, sus ojos se abriesen con espanto. «¡Salud!». «¡Aquí, gente buena!», «Los Chacales del Progreso», «¡Vamos a por Teruel! ¡Viva la FAI! ¡Viva Durruti!». Ellos no entendían semejante lenguaje y el mulo o el borrico, ¡o la cabra!, se movían inquietos. La visión de los fusiles zanjaba el asunto, pero a partir de aquel momento la casucha de barro y adobe se quedaba mucho más aplastada por el sol, mucho más escueta y olvidada del mundo.

Luego, en los camiones, los animales sacrificados para comer parecían dormir, en tanto que los mulos y los borricos, útiles para el porteo, se lamentaban angustiosamente. Había momentos en que daban ganas de descerrajarles un tiro en la sien. Mirados de cerca, se les adivinaba en los tendones del cuello y en los ojos, sobre todo en los ojos, reminiscencias de licuosa y atávica tristeza. Eran mulos y borricos que apenas si habían visto hierba verde. Su piel parecía piedra que de pronto se hubiese convertido piel y el oscilar de sus orejas parecía medir el tiempo. Por su parte, las cabras anhelaban huir. Levantaban en el camión las patas delanteras, con lo que las tetas se ofrecían con generosidad a los milicianos. Cerillita les ataba en el rabo latas vacías o con un espejo las deslumbraba desde lejos.

La columna no encontraba resistencia organizada, de suerte que cuando Ortiz daba el alto y extendía en el suelo un mapa enorme que llevaba, todos se reían de él. «¿Para qué? ¡Si será babieca!». Sin embargo, al llegar a la vista del objetivo —Teruel—, Ortiz dio orden de acampar. Su intención era reconocer con su escolta, durante la noche, el terreno enemigo y a tenor de lo visto atacar al amanecer. Los milicianos, empeñados en seguir adelante, se soliviantaron. Gerardi trató también de convencerlos sin obtener mejor resultado. Por fortuna, en el momento crítico presentaron a Ortiz a unos cuantos guardias de Asalto desertores de Teruel y sus declaraciones orientaron de otro modo el ánimo. El número de defensores de la ciudad era crecido y, pese a las apariencias, todas las cotas circundantes estaban tomadas y las ametralladoras y los fusiles alerta. «Sin una intensa preparación artillera, sería una escabechina». ¡Escabechina! Ortiz, al oír aquella palabra, cerró los puños y echó atrás el busto.

Y acto seguido intentó imponer su autoridad. Utilizando la bocina que había usado Porvenir y que perteneció a un instructor de natación, reunió a los cuadros de mando y les ordenó un despliegue en abanico, con la idea de dar tiempo a estudiar el emplazamiento. Pero ya muchos milicianos se habían dispersado y algunos de ellos, muy lejos, se ensayaban lanzando granadas de mano. «¡Si serán mamelucos!». Especialmente los componentes de la «Hierro» y la «Fantasma», aguijoneados por Cerillita, parecían dispuestos a tomar Teruel por su cuenta, regalándoselo luego a Ortiz. Avanzaban enarbolando trapos y cantando A las barricadas y, de vez en cuando, ¡Adiós Pamplona! La cárcel, la cárcel los tenía obsesionados.

Por fin llegó la noche, tiñendo de melancolía el abigarrado campamento, que ocupaba una longitud de varios kilómetros. El cielo estaba muy alto. En la carretera se apagaron los faros de los coches. Sobrevino el cansancio. Pasaban sombras por las vaguadas, y los milicianos, sentados, retrasaban el momento de tumbarse y dormir. Nadie encendió una hoguera —se comió rancho frío—, pero poco a poco los pitillos puntearon la oscuridad. Los pitillos fueron lo cordial, el signo de que los compañeros estaban allí, de que uno mismo era una realidad. Mirando de cerca el botón de fuego, se veían briznas rojas y azuladas que, antes de morir, hacían secretas confidencias. Cuando el pitillo se apagaba, algo quedaba definitivamente atrás. Y el miliciano, sentado, y abierto de piernas, luego de soltar la colilla permanecía largo rato inmóvil, como si meditara el gran salto que debería dar al amanecer.

A los murcianos llegados de Gerona se les hacía raro no oír ni el llanto de sus críos ni el rumor del mar. Estaban acostumbrados a las noches estivales de S’Agaró y de otros lugares de la costa. Uno de ellos, Hoyos de apellido, tenía una hermosa voz y a no ser por las declaraciones de los guardias de Asalto, habría proyectado por la garganta todo lo que sentía en aquellos instantes. Las mujeres que habían unido su destino al de aquellos combatientes, les buscaron a éstos los labios y las manos hasta sentir la sangre circular. Murillo y Canela, que le temían al relente, se envolvieron en una bandera que decía: «Milicias del POUM». Hubo quien se durmió abrazado al volante del camión. A medianoche, las mejillas estaban apoyadas en las materias más heterogéneas, desde el aluminio del plato hasta el cuero de las cartucheras. A la hora de dormir, los atletas extranjeros demostraron su pericia. Muchos de ellos se organizaron lechos con hierbajos y una manta, y más de uno consiguió un colchón de los que protegían de las balas a los vehículos.

Por primera vez, en aquella zona antigua como la guerra y el hambre, aparecieron, a trechos, las siluetas de los centinelas. Algunos de éstos colgaron su reloj de la rama de un olivo. Los relojes se balanceaban, mientras los centinelas escrutaban el silencio que tenían enfrente y que, arrastrándose, llegaba hasta Teruel. Las cabras, de vez en cuando, daban tirones negros a las cuerdas que las ataban.

* * *

Durruti, Buenaventura Durruti, siguió la carretera general, al mando de la columna, objetivo Zaragoza. Su flecha apuntaba a esta ciudad, en la que tenía cuentas pendientes, donde muchas veces había sido ovacionado con delirio y también perseguido.

El legendario jefe anarquista tenía cuarenta años. Había nacido en León, en 1896. A los veintiuno recorrió España de punta a cabo «en cruzada de agitación social». A los treinta, intervino en París en el frustrado atentado contra Alfonso XIII. Repetidamente en la cárcel y desterrado, el día de la sublevación dirigió el asalto a los cuarteles de Barcelona y luego el de las armerías y los cuartos de armas de los buques anclados en el puerto. Era un hombre a la vez duro y sentimental, con un instinto infalible para atraer a otros hombres duros y sentimentales. Siempre decía: «El pasado no cuenta». Porque le pesaba demasiado en la cabeza. Tenía grandes planes para el porvenir, entre los que destacaba el de unir Portugal con España. «Ya estoy harto de que Portugal no sea España», era un sonsonete muy suyo, que pronunciaba pasándose la mano por la hirsuta mejilla. Cuando hubiera acabado con el fascismo, tal vez cruzara al frente de los suyos la frontera de Portugal.

Su columna era la mejor dotada de las tres, la única cuyo aspecto no denunciaba la improvisación. Buen número de vehículos blindados, cañones, morteros, ametralladoras, etc. Dos ambulancias a las órdenes del doctor Rosselló y de su ayudante, el doctor Vega. Caballos y muchos animales requisados al paso. Una banda de música, que tan pronto enardecía a los que encabezaban la comitiva como a los de atrás, a los llamados «farolillos rojos».

Durruti, de vez en cuando, se erguía en uno de los vehículos para controlar la marcha de la columna, advirtiendo que muchos hombres se le quedaban en el camino, sobre todo en los pueblos. Contaba con ello, de modo que ¡adelante! Las milicianas ponían una nota de color, así como el capitán Culebra, llamado así porque llevaba en una cajita una culebra amaestrada, y un muchacho escuchimizado, apodado Arco Iris, porque continuamente aparecía disfrazado de cualquier cosa.

La facción era muy heterogénea ¡qué remedio! Mayoría CNT-FAI —los anarquistas de Barcelona, al mando del capitán Culebra; los de Gerona, al mando del capitán Porvenir—, dos centurias Comunistas, una de ellas de atletas extranjeros, y unos cuantos soldados e incluso algunos guardias civiles. Además, en un cruce de carreteras cerca de Osera, se les unieron los refuerzos salidos de Madrid, entre los que figuraba José Alvear, el primo de Ignacio, refuerzos que en el trayecto habían ido liberando muchos pueblos utilizando el ardid de penetrar en ellos al grito de «¡Viva la Virgen del Pilar!». La confusión entre los defensores —confusión y subsiguiente derrota— había sido cada vez enorme, de suerte que muchos de los milicianos madrileños suponían haber encontrado la piedra filosofal para la victoria.

Cada hombre ocupaba el puesto de su elección, pues Durruti, apenas salidos de Barcelona, mandó formar a todos los voluntarios dejándoles escoger el arma que mejor se adaptara a sus gustos o aptitudes. No forzó a nadie. «¡Voluntarios para Artillería, un paso al frente!». «¡Infantería, a la derecha!». «¡Transmisiones y Zapadores, a la izquierda!». Así hasta completar el rompecabezas. Durruti entendió que este sistema era el más racional, pues sabía por experiencia que cada soldado estaba sujeto a atracciones y repulsiones que podían hacer de él un hombre útil o una nulidad. El júbilo de los milicianos le dio la razón. «¡Gracias, Durruti!». «¡Gracias, jefazo!». «¡A mí dame un mortero que cante!». Personalmente, Durruti prefería la ametralladora. La ametralladora se adaptaba a su temperamento por sus reacciones espasmódicas y su modo de chascar. Los cañones tenían a su entender un defecto: no se sabía si aquello que a lo lejos saltaba hecho pedazos era el enemigo o un cacho de muro o de trinchera; en cambio, la ametralladora segaba cuerpos concretos.

La columna avanzaba sin apenas resistencia y su avance había sido precedido de leves incursiones aéreas sobre Zaragoza, en una de las cuales pareció que se había alcanzado el gasómetro, pues subió al cielo una gigantesca llama de fuego y de humo que cubrió el horizonte.

La preocupación de Durruti era hacer compatibles la libertad individual con la eficacia, dando un mentís a quienes, en la guerra y en la paz, proclamaban que el instinto era lo contrario de la inteligencia. Podría decirse que el hombre vivía, al igual que en Gerona el Responsable, su momento estelar. Siempre había soñado con aquello, desde que era niño. Siempre aspiró a ocupar una gran carretera española, bien pertrechado, con un objetivo delante y una masa idealista, cantando himnos, detrás.

En lo posible, y aconsejado por el comandante Pérez Farrás, procuró que el funcionamiento de determinados servicios clave quedase asegurado. De las transmisiones se encargó un francés que se hacía llamar Landrú, de oficio ignorado, pero que tendió una red telefónica perfecta. Un miliciano definió así al francés: «Sabe decir olio como nadie y puede pegarte una torta en cuatro idiomas». Los enlaces, elegidos sin excepción entre los anarquistas amigos de Durruti, fueron dotados de motocicletas y de poderosos cascos. Del camuflaje de hombres y material —una manía de Durruti— se encargó Arco Iris. Arco Iris había aprendido el arte del disfraz en la casa donde había trabajado por espacio de quince años, que se dedicaba a alquilar toda clase de prendas y trajes para compañías de teatro de aficionados, bailes de máscaras, desfiles, etc. Durruti lo sometió a prueba: en un abrir y cerrar de ojos, Arco Iris convirtió un tanque de gasolina en un pajar; un cañón, en un tronco de árbol; un hombre, en un arbolito dotado de movimiento. El servicio de Intendencia lo cedió a unos cuantos matarifes que se habían incorporado en Lérida, y Sanidad la dejó enteramente al cuidado del doctor Rosselló y de su ayudante doctor Vega. «Doctor, me responderá usted de todo lo perteneciente a Sanidad».

Todo el mundo estaba contento, incluyendo al doctor Rosselló, al cual era la única persona a la que Durruti trataba de usted, tal vez porque lo primero que el doctor hacía cada mañana era afeitarse.

El doctor, probándose en presencia de Durruti unos guantes de cirujano, de origen inglés, le dijo al jefe anarquista: «Quédate tranquilo… y resérvate. No olvides que eres el jefe».

¡Doctor Rosselló! Tal como deseara en Gerona, la aventura le estaba reconciliando con su profesión. A decir verdad, en Barcelona vaciló y estuvo a punto de hacer marcha atrás. ¡Era tanta la ingenuidad de los milicianos! Pero en cuanto irrumpieron en la carretera general comprendió que había elegido cuerdamente que su labor sería útil. Sí, era obvio que apenas las armas entablasen diálogo con el enemigo empezarían a llevarle cuerpos maltrechos, cuerpos y espíritus, pues el doctor sabía que la metralla no desgarraba únicamente la carne. ¿Cómo abandonar a aquella gente? El H… Julián Cervera le había dicho: «Nuestro lema es ayudar al prójimo». ¡Oh, sí! La cosa estaba clara. El doctor Rosselló podía obrar el bien, había ya empezado a hacerlo. Pese a lo cual, el francés Landrú, después de haber sido curado por él de un rasguño en una pierna, le dijo, mirándole a la cara y a las manos: «No sé si eres frío o caliente».

Durruti quiso también zanjar delante de sus hombres el capítulo de las recompensas y castigos. Fue muy escueto, como siempre. Las acciones heroicas se premiarían con permisos para ir a la retaguardia; con botín, con ascensos y con vales para dormir con mujeres fascistas detenidas en las cárceles de la zona. Las acciones cobardes, la deserción y el robo, se castigarían con penas que podían oscilar desde el salivazo en la cara hasta el cargador en el vientre.

—¿De dónde sacarás el botín? —le preguntó Porvenir.

—No te preocupes, todo lo requisado por mis hombres está guardado, intacto, no muy lejos de aquí.

Así, pues, todo el mundo sabía a qué atenerse y pronto se daría orden de acampar. La comitiva iba ya más despacio, de acuerdo con la majestuosa lentitud del sol, que se ponía mucho más allá del humo que salía del gasómetro de Zaragoza.

Entre los satisfechos, Porvenir había hecho también honor a su palabra: se había casado con Merche, con la hija del Responsable. Se casó en Caspe, de acuerdo con el rito de la columna: pasando él y la novia por debajo de un arco triunfal formado por la coincidencia en el aire de puños cerrados y fusiles. Merche estaba hermosa, con una flor blanca en el pelo, flor que le dio el Cojo, arrancándola de no se sabía dónde, quizá de la espuma de sus labios. Avanzó del brazo de Porvenir y, al llegar al final del túnel, ambos recibieron la bendición esbozada y cómica de un terceto formado por Arco Iris, un atleta rumano y el capitán Culebra, los cuales firmaron luego y legalizaron debidamente el acta.

Otro de los satisfechos era precisamente el capitán Culebra, el cual se había casado con Milagros, la criada gerundense, más alegre que unas castañuelas, que había servido en casa del notario Noguer. El capitán Culebra, que exhibía recio bigote, tenía fama de intrépido. Se decía de él que merecía ser minero asturiano. La culebra que guardaba en la cajita tapada con paño de hilo, le dio popularidad. El capitán Culebra se hizo anarquista el día que su primera mujer dio a luz un bebé muerto. El capitán Culebra soltó una blasfemia, golpeó la pared y se hizo anarquista. Ahora le decía a Milagros: «¡Nada de hijos!, ¿eh?». Luego añadía: «Te quiero». Milagros fingía incredulidad: «Ándele con el mocito. ¡Con ese bigote y puede hablar!».

Otro ser contento, o casi contento, era Dimas; el solitario Dimas. En efecto, el jefe del comité de Salt había descubierto un sistema para ventear sus negros pensamientos: la contemplación de las moscas y de las hormigas. Sentado aparte, con el fusil entre las piernas y la cantimplora repleta al lado, miraba a las moscas revolotear y apostaba consigo mismo sobre el lugar en que se posaría cada una de ellas: si en la punta de la nariz, en el gatillo del arma o sobre el tallo de una hierba. Por transparencia les veía el pequeño bulto digestivo, y sonreía con las piruetas de sus patas y le gustaba la serena conformación de sus alas. Prohibido causarles daño a las moscas. Y prohibido, más todavía, dañar a las hormigas. Sí, de repente Dimas había empezado a querer a las hormigas. Lo consiguió cuando se le ocurrió mirar a una de ellas aisladamente, a una sola. Entonces descubrió que aquella temblorosa miniatura vivía en un universo tan completo en sí y tan frágil como las ideas que a él le bullían en la cabeza y como aquella luna que muchas noches lo ponía nervioso. La hormiga avanzaba con rapidez desafiante y nunca se sabía lo que haría luego. De repente, se detenía, volvía sobre sus pasos o se encaramaba a un minúsculo bastón. Parecía sujeta a terribles tempestades interiores, o a un jadeo heredado. A veces se desprendía de ellas un inenarrable y contagioso afán de vivir. Tanto llegó Dimas a querer a las moscas y a las hormigas de Aragón, que se preguntó si en un mundo tan paradisíaco e higiénico como el que la FAI preconizaba no desaparecerían aquellas secretas compañías.

Sin embargo, había alguien en la columna Durruti que en cuestiones de amor y de euforia ¡e incluso de disfraz!, les daba ciento y raya a todos. Durruti no lo conocía… No le encomendó ningún servicio especial, no lo nombró hombre-clave; pero ahí estaba él, bastándose así mismo, con las estrellas de capitán; era José Alvear, sobrino de Matías. Aquél a quien Carmen Elgazu no conseguía perdonar y que un día se apeó en la estación de Gerona con una maleta de madera llena de folletos clandestinos. Aquél que un día le dijo a Ignacio: «¡Hay que arrasar a las víboras y a la madre que las parió!».

José Alvear había llegado con los refuerzos anarquistas de Madrid. Nunca se acercó a los «puestos de mando», pues odiaba la adulación. Sin embargo, entre los suyos era archiconocido y muy en breve lo sería en la columna. No sólo por su vitalidad sino porque en todas las Milicias Antifascistas era el único individuo que llevaba sombrero hongo. ¡Ah, sí, Arco Iris reventaría de celos al enterarse! José Alvear requisó el sombrero en Madrid, en uno de los palacios de la Castellana, después de participar en el asalto a los cuarteles de la Montaña, asalto en el que se distinguió. Con él formó parte de la procesión que exhibió en lo alto de un palo, por las calles de Madrid, la cabeza del general López Ochoa. Con él patrulló de noche al volante de un Fiat «que tiraba como Dios», desde el cual, antes de «cargárselo» contra un árbol, aplicó a una serie de personas —entre ellas ¡dos marquesas!— la justicia que aprendió de su padre y de la FAI. Con él, en fin, había combatido en la Sierra con la columna Mangada, había saludado de lejos las trincheras «fascistas» y se había casado tres veces desde el estallido de la revolución.

José Alvear admiraba a Durruti, pero no se lo quería demostrar. Por otra parte, había llegado al frente de Aragón un poco cansado, por lo que montó hábilmente la tienda de campaña y se echó a dormir en un colchón —lengua de gato—, tapándose incluso la cabeza con una manta.

Durmió nueve horas de un tirón. Y cuando apenas nacido el nuevo día, él hubo bostezado y salido de la tienda de campaña y encendido el primer pitillo, le ocurrió algo que complicó increíblemente su estado de ánimo: reconoció, a pocos pasos, al Cojo. ¡No cabía duda! Allí estaba el sobrino del Responsable, el camarada de Gerona, junto a una pancarta que decía: «Las hienas antifascistas», frotándose como siempre las nalgas y mirando por todas partes como si buscara su propia razón de ser.

José Alvear se hizo una rápida composición de lugar. ¡Claro, claro, había muchos voluntarios de Gerona! José Alvear, sin pérdida de tiempo, tiró el pitillo y se acercó al Cojo. Y después de un brevísimo preámbulo, le preguntó por la familia Alvear; y vio tembletear los labios del Cojo y oyó de boca de éste que el curita de la familia la había «palmao».

José, entonces, notó que su pecho retrocedía y no supo qué hacer. Sin darse cuenta, se quitó el sombrero hongo. Miró al Cojo, luego a la camuflada chavola de Durruti y por último se volvió entero hacia Zaragoza, envuelta todavía en la bruma del gasómetro ardiendo. Entonces recordó a la familia de Gerona, completa, en el comedor, rodeando a César. Los vio uno por uno, Ignacio un poco distraído, y le volvió a los oídos aquel ora pro nobis. Dio media vuelta y regresó a su tienda. Allá se sentó, tiró el sombrero a un rincón y se pasó largo rato acariciándose la memoria.

* * *

La columna Durruti, después de una escaramuza en las inmediaciones del pueblo de Escatrón, llegó tan cerca de Zaragoza que esta ciudad, con sus instalaciones azucareras y sus industrias e material ferroviario, parecía al alcance de la mano. El teniente Coronel Díaz Sandino, jefe de las fuerzas aéreas de Cataluña, enviaba sin cesar, desde el aeródromo del Prat, todos los aviones de que disponía, con orden de bombardear las pequeñas concentraciones enemigas que se iban observando. Díaz Sandino anunció desde el balcón del Ayuntamiento que la «rendición de Zaragoza era inminente» e igualmente lo anunció el comandante Pérez Farrás.

Sin embargo, los defensores, que habían empezado a dar fe de vida en los pueblos de La Zaila y Azaila —aparecieron incluso unos escuadrones de caballería—, siguieron mostrándose activos en Quinto, Codo y Belchite. Ello forzó a Durruti a concebir un amplio movimiento envolvente. La tregua que ello supuso facilitó el trasiego de una a otro campo, lo cual había de alterar las bases de la operación. En efecto, un nutrido grupo de guardias civiles se pasó en bloque a los «rebeldes»; en compensación, empezaron a presentarse a Durruti, en mucha mayor escala que en Teruel, fugitivos de Zaragoza, sobre todo guardias de Asalto y soldados, así como también paisanos con sus mujeres.

La teoría de estos desertores se parecía a la de los desertores de Teruel, pero con una variante: si Zaragoza no les abría limpiamente las puertas, la culpa la tenía la propia columna Durruti. En efecto, los guardias de Asalto, que llegaban con el terror impreso aún en los ojos, consideraban que fue una necedad anunciar con bombo y platillos el itinerario de la columna, y, sobre ludo, invitar por radio y por medio de folletos aéreos a los treinta mil sindicalistas de Zaragoza a que desobedecieran las órdenes de los militares y saboteasen su acción. Las consecuencias habían sido inmediatas y tajantes: Cabanellas, el general sublevado, pese a que terminaba aún sus alegatos con el grito de «¡Viva la República!», había procedido a una sangrienta «labor de limpieza», con un número de víctimas imposible de calcular. Todos los cuadros revolucionarios habían sido diezmados, y entre las familias humildes reinaba el espanto. Ellos mismos no podían exhibir ningún documento de partido o sindical porque los habían tirado quemados. Por añadidura, un millar de requetés navarros habían llegado en ayuda de Cabanellas. «Compañero Durruti, te estamos contando la verdad. Ha sido un error, que ha costado muy caro. Ha costado la vida de muchísimos camaradas. Si quieres nombres, te los daremos. Tus compañeros Gil y Royo fueron fusilados ayer mientras ardía el gasómetro…».

El comandante Pérez Farrás se impresionó mucho al oír semejante lenguaje y por su parte, Durruti, al escuchar los nombres de sus compañeros de la FAI, palideció. No obstante, el jefe anarquista comprendió que no era cosa de dedicarse a lamentar errores, por lo demás inevitables, pues el único sistema de organizar en Cataluña la columna con rapidez fue darle publicidad. Así que pidió más apoyo aéreo y, acuciado por los milicianos, algunos de los cuales habían empezado a operar por su cuenta, sobre todo los del ala Sur, dio las órdenes oportunas para el asalto definitivo a la capital.

* * *

—¡Fuego!

Era la primera batalla que merecía el nombre de tal… El singular ruido producido por las diversas armas disparando a un tiempo aturdió a los milicianos. Durruti y Pérez Farrás orientaron las baterías de acuerdo con las indicaciones de los desertores. ¡Aviones, cuidado! Los voluntarios anarquistas se tiraban al suelo, comiendo tierra. ¿Qué ocurría en el mundo? A juzgar por la expresión de los rostros, al mundo le habían dado en el corazón.

El choque se produjo a lo largo de una línea discontinua y arbitraria. A falta de trincheras y de parapetos, se aprovechaban los accidentes del terreno, en especial los montículos y las zanjas. ¡Ah, no, ya no se trataba de hacer puntería contra tricornios clavados en una verja y mucho menos de despanzurrar curas o notarios en una cuneta! Enfrente habían aparecido hombres dispuestos a matar. Soldados. Acción Popular. Falangistas, requetés ¡requetés navarros!, y guardias civiles. ¿Dónde se ocultaban exactamente? No se sabía. Donde se esperaba resistencia fuerte, no había nadie; donde el terreno parecía libre, sonaba de pronto una descarga cerrada.

Durruti, desde su observatorio, había visto al enemigo. Había visto boinas rojas —¡suicida, en la guerra, el color rojo!—, camisas azules —¿dispararían flechas los falangistas?— y había visto oficiales y soldados boca abajo arrastrándose hábilmente y ocupando con precisión los ángulos muertos. El resumen era claro. El ala derecha, dirigida por el propio Pérez Farrás, arrollaba al adversario; en cambio, el ala izquierda y la cuña central, al mando del coronel Mena, de Tarragona, tropezaban con inesperadas dificultades.

A la media hora de iniciado el combate, lloraba ya sobre Aragón. De los cañones brotaban lágrimas, lo mismo que de las ametralladoras, de los fusiles y de las granadas de mano. Empezaron las ausencias. ¿Dónde está éste, dónde está el otro, dónde está aquél? Un poder oscurísimo succionaba a los hombres, algunos de los cuales, Ideal entre ellos, luchaban cuerpo a cuerpo, mientras otros, entre ellos, Dimas, no veían enemigo a su alrededor. En el llano la mezcolanza era tal que la aviación y la artillería se abstenían de actuar para no machacar las avanzadillas propias.

Las balas, e incluso la metralla, parecían salir con destino fijo. Pero, apenas fuera del cañón, y como si la velocidad las cegase, se orientaban a capricho y lo mismo podían matar un gusano que convertir en gusano a un hombre o a una mujer. Era un reparto a voleo, lo contrario de las matemáticas.

También se manifestaban a capricho la valentía y la generosidad. Había individuos y pelotones —los homosexuales del Sindicato del Espectáculo— que parecían olvidarse de que querían seguir viviendo. A otros los acorralaba el pánico y hubo quien, a semejanza de los arrivistas gatos de la cárcel de Gerona, cambiaban de talante sin cesar. Por supuesto, influían en grado sumo la voz y facha de los mandos y el tremolar de las banderas. En cuanto a la generosidad ¿qué decir? Constantemente se producían actos generosos, anónimos y sin duda en honor de ellos. Arco tris se había colocado en la cabeza una corona de laurel. «Tú espera aquí, yo voy delante», era generosidad. «Agáchate tú, que yo y hombre triste», era generosidad. «Cuidado, Porvenir, que acabas de casarte», era generosidad. Los prismáticos de los jefes no se apercibían de ello, porque tenía lugar en voz baja y a menudo en la intimidad del ser. Pero hubo quien dio la vida por el amigo, hubo quien la dio por el compañero desconocido. ¿Por qué en la charca de sangre se oía glu-glu? Porque las acciones generosas brincaban como las ranas.

Durruti, que seguía en su observatorio, estaba furioso. Transmisiones no funcionaba como Landrú le prometió. Los enlaces a pie le llegaban con injustificable retraso. La reposición de municiones era motivo de sorpresas desagradables, pues muchas cajas no contenían el material que sus letras indicaban. De hecho, el único servicio que cumplía a satisfacción era el de Sanidad, dirigido por el doctor Rosselló, quien repartió con tino los puestos avanzados e instaló su Hospital de Sangre en una «Hostería para Chóferes» al borde de la carretera, en cuyo comedor, que habilitó como quirófano, figuraban varios bodegones de caza.

El doctor Rosselló había advertido a los sanitarios: «Las heridas más urgentes son las de vientre, luego las de pecho y cabeza, luego las de extremidades». Los sanitarios y los camilleros se aprendieron la lección y a los efectos al entregar el herido decían: «Un vientre», «un pecho», «una cabeza», cuando no las tres cosas a la vez.

La reacción de los hombres al sentirse heridos era dispar, sobre todo comparando los dos bandos en liza. En el bando «rojo» abundaban los que barbotaban una blasfemia, en el bando «nacional» los que exclamaban: «¡Dios mío!». Un muchacho de Tremp, a las órdenes del capitán Culebra, apretó los puños y dijo: «Se acabó el carbón». Un dentista de Zaragoza, que combatía con el escapulario colgado, se rasgó la camisa y musitó: «Adiós, Pamplona». Si la herida era mortal, la diferencia se acentuaba en forma dramática, pues mientras los agonizantes en el campo «rojo» solían tener al lado un rostro de mujer —la compañera que les pertenecía o cualquiera de las milicianas flotantes, sin amo exclusivo—, los moribundos en el bando «nacional» solían tener al lado el rostro del capellán castrense. Era obvio que, cada cual a su manera, se sentía acompañado.

¿Y los prisioneros? Acaso no existiese fin más cruel. ¡De pronto, rodeábanle a uno hombres que no eran sólo hombres, sino fusiles deseosos de matar!

La confusión de las líneas hizo que los prisioneros abundaran por una y otra parte. En el ala Sur, tres «Chacales del Progreso» cayeron en manos de una escuadra de Falange. El cabo falangista era de Zuera y se llamaba Ayuso. Hombre de carnes caídas, fláccido. Los tres «chacales» eran de Barcelona, muy aficionados al billar, muy jóvenes. El cabo Ayuso, que llevaba en la camisa unas flechas monumentales, les preguntó si tenían algo que alegar. Los «chacales», manos arriba y de espaldas, no contestaron. Al oír que el cabo Ayuso preparaba su fusil ametrallador, uno de ellos se tiró al suelo mientras otro rompía a gritar: «¡Cobardes, cobardes! ¡Asesinos! ¡Ase…!». No dijo más. El cabo Ayuso disparó calmosamente y los tres muchachos de Barcelona se convirtieron en historia inmóvil.

Simultáneamente, en una cota que cambió de mano seis veces a lo largo de la jornada, el comisario político del batallón «Lenin» hizo prisioneros a dos requetés. Era un comunista de Tarrasa, hilador de oficio, al que llamaban el comisario Siberia porque siempre hablaba de esta región ruso-asiática. El comisario Siberia desarmó a los dos requetés y los miró de arriba abajo, sorprendiéndole el tamaño de la boina y que anduvieran sin uniformes, en mangas de camisa y alpargatas, como si acabasen de llegar del pueblo. De pronto vio que sobre la camisa del más joven de los dos, a la altura del corazón, alguien había bordado una imagen del Sagrado Corazón con unas letras que decían: «Detente, bala». El comisario Siberia quiso probar. Sacó su pistola y con toda parsimonia apuntó a la imagen y disparó; y la bala no se detuvo. La bala atravesó la imagen y luego el corazón del requeté. Entonces el hombre hizo un mohín que significaba: ¡qué tarot!, sopló el cañón de la pistola y viendo que el otro requeté se movía inquieto, se aprestó a disparar de nuevo. Pero entonces el muchacho, que tenía el color del pergamino, se mordió los labios dañándose e inmediatamente dijo:

—Te prevengo que hemos infestado las aguas del Ebro.

Lo dijo así, sin saber por qué, ante el asombro del comisario Siberia y del propio río, que circulaba allá abajo y cuyo rumor se oía. Lo dijo para desahogarse o por el gusto de imaginar un cataclismo. El comisario Siberia soltó una palabrota horrible, acribilló al requeté, que cayó junto a su compañero, y se dirigió con decisión hacia el telégrafo más próximo para comunicarle la noticia a Durruti.

El ayudante de éste, al saber de qué se trataba, contrajo las facciones con incredulidad. Sin embargo, miró el Ebro, que bajaba fangoso y al que faltaban trescientos kilómetros lo menos para llegar al mar. Durruti preguntó: «¿Qué pasa?», y al enterarse ordenó: «¡Traedme un vaso de esa agua y lo beberé!». Pero ya no había tiempo a detener el miedo. La infección del agua corrió de boca en boca y de pueblo en pueblo a una velocidad de vértigo. Corrió a través de los hilos telegráficos y a caballo de las motocicletas. «¡No beber! ¡Taponad las acequias! ¡No acercarse a las orillas!».

El forcejeo era lento y doloroso y las acrobacias individuales no podían convertir aquello en combate organizado. El día avanzaba y los milicianos temían ver aparecer los primeros toques de rosa en el cielo. «¡Sus y a por ellos!». Zaragoza no se acercaba… Iba adquiriendo a lo lejos un aire hostil. «¡Adelante!». ¿Cómo?

José Alvear era la alegría de la zona en que peleaba. Tenía suerte e imaginación y al paso de los aviones saludaba con el sombrero hongo, que no abandonaba un segundo. A lo largo de toda la mañana su misión consistió en aconsejar a los neófitos. «¡Quita el seguro, so bruto!». «¡Ponte el plato de aluminio en la cabeza!». Por la tarde coronó él solito una colina y desde allí, con un fusil ametrallador, protegió el avance de doce de sus hombres que buscaban en vano una zanja donde guarecerse. José Alvear, flamante capitán, dispuso de tiempo incluso para observar. «Es curioso —se dijo—. Muchos cuerpos al caer fulminados adoptan en el suelo formas de letras. Aquél parece una X. Aquél, con las piernas abiertas, una V. Aquél, con los brazos extendidos y las manos dobladas, una T».

Otro ser con imaginación: el capitán Culebra. José Alvear lo estimuló. «¿Quién es el gachó?», preguntó, señalando el sombrero hongo del sobrino de Matías Alvear. «De la FAI de Madrid». El capitán Culebra, aunque bajo y regordete, como Gorki, no quiso desmerecer de su compañero. Rescató heridos en tierra de nadie, dio órdenes y repartió sorbos de coñac, clavó la bandera en la espalda de un guardia civil muerto. Instalado detrás de una valla-anuncio de Jerez, desconcertó al enemigo por medio de cohetes que había requisado en Alcañiz, en un taller de pirotécnica. «¡Ahí va!». El azul —pronto, el rosa— se poblaba de chorros de fuego que se dirigían raudos campo adelante. Milagros miraba hacia arriba: «¿Para qué sirve eso?». «¡Las mujeres a callarse!».

El día dio fatalmente la vuelta sin que la batalla llevase trazas de decidirse. A los «nacionales» les bastaba con esperar a que las sombras se adueñaran de Aragón. Las letras —los cuerpos muertos— eran ya tantas sobre el terreno, que leídas de corrido componían una triste canción, canción que atraía irresistiblemente a las hambrientas hormigas que Dimas contemplara con amor.

Entre los muertos figuraba Porvenir, a pesar de que el muchacho llevaba como mascota una imagen del Niño Jesús con gorro de miliciano y dos pistolones en la cintura. Sí, el muchacho hijo del puerto de Barcelona, no podría mandarle al Responsable, como le había prometido, la cabeza del general Cabanellas. Y tampoco podría hacer feliz a Merche, como se lo había prometido el día de su boda. Murió víctima de una bala aislada, amateur, disparada porque sí. Le dio en el vientre e inmediatamente el Cojo, que combatía a su lado, con la boca siempre abierta, como esperando a que un pájaro le picoteara las encías, le preguntó: «¿Qué te ocurre?».

Porvenir murió al ponerse el sol, en el hospital habilitado, en manos del doctor Rosselló. «¡Doctor, no quiero morir!». Pero la hemorragia interna iba desfigurándolo. «¡No quiero morir, Merche, Merche!». Merche le secaba el sudor, mientras el Cojo, sollozando, sostenía en sus manos la mascota del Niño Jesús, sin saber si rezarle o pisotearla.

Hasta que el capitán Porvenir dejó de respirar en la plenitud de sus veintiséis años anarquistas. A Merche se le escapó un grito delirante, grito que agrandó los azules y redondos ojos del Niño Jesús, mientras el doctor Rosselló, todo el día en el quirófano, en la Gran Aduana, con los guantes puestos, decía simplemente: «¡Otro!».

Al término de la jornada, Durruti y el comandante Pérez Farrás desistieron de tomar Zaragoza —en el Norte, Ascaso había desistido de tomar Huesca; en el Sur, Ortiz había desistido de tomar Teruel— y se dedicaron a cumplir la promesa hecha a la columna, a repartir premios y castigos. Durruti castigó a Landrú, de transmisiones; a los enlaces que se retrasaron y a Dimas, que fue sorprendido detrás de una roca contemplando un yo-yo que Arco Iris le había regalado. Pérez Farrás premió a Porvenir poniendo a su disposición una ambulancia que lo trasladaría, dentro de un ataúd que el Cojo consiguió, a Gerona, acompañado por Merche.

José Alvear y el capitán Culebra recibieron cada uno un vale que decía: «Vale por una dormida con una mujer fascista». Al capitán Alvear le correspondió la cárcel de El Burgo, entre cuyas mujeres detenidas podría elegir, y al capitán Culebra la cárcel de Alfajarín. Podrían montar en cualquier vehículo que evacuase heridos. Ahora bien, al día siguiente, al amanecer, deberían estar de vuelta.

La noche cayó sobre Aragón. En el momento en que la ambulancia que llevaba a Porvenir arrancó hacia la retaguardia, José Alvear y el capitán Culebra montaron en la parte trasera de un camión de Intendencia, que los conduciría, junto con otros héroes, a cobrar su recompensa.

Los dos capitanes estaban exhaustos, ¡dura jornada!, y se habían tumbado cara a las estrellas del firmamento. José se tapó la cara con el sombrero hongo, el capitán Culebra se tapó los ojos con un pañuelo. A José le molestaba, como si fuera una ventosa, el cinturón de acero inoxidable que llevaba. Al capitán Culebra le molestaba tener que regresar al amanecer.

A medida que se alejaban del frente, éste les parecía irreal. Sonaban lejos, a intervalos, disparos de mortero. «Dame un pitillo». «¿Ahora? Ahí va».

José Alvear trataba de imaginarse las mujeres de la cárcel de El Burgo; el capitán Culebra las de la cárcel de Alfajarín. Estaban agotados. De vez en cuando, musitaban: «Zaragoza». Una hora después de la salida de los dos capitanes, estrujando en la mano el correspondiente vale, se quedaron profundamente dormidos.