Capítulo VIII

El sistema represivo seguía su curso. En los suburbios de las capitales se abrían zanjas para sepultar los cadáveres, y era frecuente que un «fusilado» resultase herido solamente y pudiera escapar a través del bosque y desangrarse o conseguir refugio y salvación en algún caserío. De este modo se salvó un sobrino del notario Noguer. En determinados lugares, por ejemplo la provincia de Ciudad Real, los muertos eran enterrados en féretros improvisados con cajas de leche condensada, féretros que decían: «Consérvese en lugar fresco». En Figueras, una mujer a la que informaron que el cadáver de su marido yacía insepulto en el cementerio, se fabricó ella misma el ataúd y, llevándolo a cuestas, cruzó la ciudad de uno a otro extremo. En todo el territorio proliferaban los tribunales de todas clases, cuya mímica o cuyo lenguaje con clave sólo eran comprendidos por los guardianes de los lugares en que se celebraba el juicio. Así, en Valencia, los miembros de un Comité de barrio, cuyo jefe era de origen italiano, imitaban a los romanos. Cuando absolvían al acusado, levantaban el pulgar hacia arriba y cuando lo condenaban lo ponían boca abajo. Cosme Vila y el Responsable variaban según el estado de ánimo. A menudo enviaban una pareja de milicianos a la cárcel, sobre todo a las cárceles de los pueblos, reclamando a un preso para ser interrogado en Gerona. Si al lado del nombre había marcada una cruz, significaba que el preso debía ser fusilado por al camino; si había una L debía ser llevado a Gerona sin tocarle un pelo. Las letras contaban; los signos, las cruces. Hubo detenidos que murieron porque su apellido era antipático, otros, por el contrario, se salvaron gracias a ello. Gorki se compadeció de un hombre que se llamaba Manuel Tocino. «Dejarlo —ordenó—. Bastante tiene con el apellido».

Ezequiel decía que si desde el aire pudieran fotografiarse todos los lugares habilitados como cárcel o calabozo, el muestrario sería impar. En los puertos abundaban los buques-prisión, como el Villa de Madrid y el Uruguay, en Barcelona; el España número 3, en Cartagena; el Sister, en Gijón; los Altuna-Mendi y Cabo Quilates, en Bilbao; el Isla de Menorca, en el Grao; etcétera. En el Sister, en la puerta de acceso a los calabozos, podía leerse un Varlet dantesco en la puerta: «¡Oh, los que entráis, perded toda esperanza!». Por lo común, los detenidos en los buques habían sido encerrados en las bodegas o en el sollado, mientras los guardianes se habían instalado arriba, en los camarotes de lujo. Alrededor de estos buques el mar solía rebosar petróleo. En Cartagena, los cautivos tomaban por turnos el sol que entraba por las rayas e intersticios que la metralla había abierto en los costillares de la embarcación. En Almería, los presos tenían que salir a cubierta para hacer sus necesidades y los milicianos de vigilancia en los muelles se mofaban de ellos y las milicianas los observaban con prismáticos.

En toda la zona, el grueso de los edificios convertidos en cárcel lo constituyeron las iglesias y los conventos, primero porque unas y otros se habían quedado sin dueño y luego porque sus peculiaridades de construcción parecían calculadas para ese menester. En los conventos, las celdas se adaptaban sin esfuerzo y mismo ocurrió en el Seminario de Gerona; el indispensable palio estaba allí; la capilla era destinada a «sala de audiencia», situándose el tribunal en el altar mayor, los detenidos en los bancos, y en el coro el público. Para deliberar, y libar, los miembros ejecutivos se retiraban a la sacristía. Hubo frailes y monjas que no tuvieron necesidad de cambiar de morada, que sólo trocaron el hábito religioso por el traje carcelero y la paz por la zozobra.

En Lérida, se convirtió en prisión el cine Astoria. Los detenidos instalados en platea y palcos dormían a gusto en los butacones, en tanto que los relegados a general protestaban. En el escenario, en vez de pantalla había el tablón de anuncios, siempre el mismo, que obsesionaba. En distintos balnearios se habilitaron los departamentos de baños y el cautivo que podía dormir en la bañera se consideraba un privilegiado. Los letreros publicitarios del establecimiento, con la lista de las enfermedades que en él se curaban, solían policromar las estancias de los condenados a muerte. En un cuartelillo de Albacete podía leerse en el despacho del jefe una curiosa inscripción: «Felices los curas y los militares, que no profundizan las cosas». En una mazmorra de Sagunto, los colchones eran tan delgados que fueron llamados «lenguas de gato». Excluyendo la comida agusanada, los mayores tormentos solían ser el hedor de las letrinas y el sueño en voz alta de algunos detenidos durante la noche. Mientras afuera, en la bóveda celeste, reinaba la armonía, los presos sufrían pesadillas, tiraban coces o se agarraban al compañero, despertándose uno y otro con los ojos desorbitados. Un soldado que se escapó del territorio «nacional» afirmó que en la cárcel de Zaragoza los «fascistas» torturaban a los penados metiéndoles en la boca pelotas de caucho, pelotas cuyo tamaño iba aumentando progresivamente.

Los periódicos ensalzaban a menudo la labor represiva de los tres jefes revolucionarios: Aurelio Fernández, en Barcelona; García Atadell, en Madrid, y Vicente Apellániz, en Valencia. Los tres poseían sus propias «escuadras del amanecer», además de otras fuerzas de «vigilancia», algunos de cuyos agentes exhibían uniforme espectacular. Según datos en poder del Comisario de Policía gerundense, H… Julián Cervera, García Atadell sólo asesinaba a burgueses, militares y curas, en tanto que, en Barcelona, Aurelio Fernández fusilaba también a rivales suyos políticos e incluso a policías de la Generalidad. En Atarazanas ordenó una riza contra los maquereaux y se decía que en sus «cárceles particulares» se ensayaban métodos de suplicio.

¡Las checas! El vocablo empezaba a hacerse popular, si bien eran muy pocas las personas que sabían a ciencia cierta qué es lo que se escondía detrás de él y aún abundaban los que lo suponían una pura invención «fascista». El inspector Bermúdez le había dado a Julio el toque de alarma sobre el particular, con ocasión del viaje del policía a Barcelona. Le habló de un local instalado en la calle de Muntaner, 321, bajo control comunista, en cuyas paredes habían sido dibujados varios tableros de ajedrez, así como figuras geométricas a todo color, que causaban a los detenidos agudas crisis nerviosas. También le habló del «palmo de agua» en una «checa» de la calle de Ganduxer y de unos armarios empotrados, con cabina para una persona, en los que sonaban sin cesar, turnándose, una campana y un metrónomo. Julio, pues, supuso que el doctor Relken exageró un tanto al hablar de la falta de métodos científicos en la represión española y sintió viva curiosidad por conocer lo que ocurría en las dos cárceles particulares, «checas», que habían empezado a funcionar en Gerona. Una, al mando de Cosme Vila, instalada en la calle de Pedret, que había sido visitada por Axelrod en persona y en cuya fachada un letrero decía: «Horno de cal». Otra, al mando del Responsable, instalada en el barrio de la Estación, en un local que en tiempos fue garaje y cuyo rótulo rezaba: «Sindicato de la Madera». El catedrático Morales, cada vez que alguien lo interrogaba sobre el «Horno de cal», sonreía. Sólo una vez reveló algo, precisamente a un camarero del Hotel Peninsular. «Nada —dijo—. Tenemos allá a un par de curas sentados frente a una pared, en la que el bueno de Crespo, el chófer, escribió aquella famosa frase de Henry Deman: “La Religión lo pasaría menos mal si la Iglesia lo pasara menos bien”».

El catedrático Morales gozaba lo suyo con todo aquello y, hablando con Antonio Casal, quien a veces se quedaba mirándolo como si algo le atenazara el pensamiento, le decía: «No te preocupes. Siempre ha sido así. La historia de los grandes hombres se centra en sus estancias en el destierro o en la cárcel. Acuérdate de Sócrates, de Dante, de Leonardo, de Miguel Angel, de Cervantes, de Dostoievski, ¡de Lenin! Y no pierdas de vista a David y Olga, si continúan haciendo tantas preguntas…».

Además de las checas y de las cárceles estrambóticas, había las cárceles normales, de plantilla, como las «Modelo» de Madrid y Barcelona. Dichas cárceles constituían mundos completos, de acuerdo con la teoría del Responsable, quien afirmaba que a partir de los quinientos detenidos una cárcel era ya como un pueblo, con gente de todas clases y «barbero en cada galería».

En la de Gerona, en el Seminario, el profesor Civil seguía siendo el veterano, y gracias a su optimismo y serenidad, con mucha frecuencia conseguía sostener la moral de sus compañeros, doliéndole no disponer del piano de su casa. «¡Os enseñaría quién es Chopin!». Era corriente que, al llegar un nuevo «recluta», procedente de algún pueblo de la provincia, éste tomara al profesor Civil por cura ¡y se empeñara en pedirle toda clase de consejos e incluso en confesarse con él! El veterano Civil movía la cabeza. «¡Nada de eso, hijo! Soy un vulgar profesor. Pero tenemos aquí tres curas de verdad, del Asilo. Vete al piso de arriba y pregunta por los tres mosqueteros».

En la cárcel de Gerona se puso de moda jugar a «batallas navales», en las que participaba todo el mundo, incluso varios patronos de las flotillas de pesca de San Feliu de Guíxols y Palamós. Abundaban los jugadores de ajedrez —el Rubio se hartaba de dar jaque mate—, los cuales se habían confeccionado tableros de cartón y figuras de corcho, talladas de los tapones de botella. También se jugaba a los disparates y, por supuesto, cada cual exhibía su gracia. El Rubio movía con rara comicidad el dedo meñique de la mano izquierda. Un propietario de Hostalrich conseguía agitar las dos orejas sin arrugar la frente ni agrandar los ojos. Uno de los sacerdotes del Asilo, el más anciano, se arremangaba el brazo derecho y en el sitio del bíceps se veía brotar una extraña bolita. Surgieron profesores de francés y de italiano, de solfeo y de prestidigitación. Un pariente del cajero del Banco Arús cada día a la misma hora se ponía a cantar la Traviata.

Trato aparte lo merecían los «chivatos», los milicianos desconocidos enviados allí, fingiéndose presos. Los llamaban «submarinos» y el profesor Civil los cazaba en el acto. El castigo para ellos consistía en ser ignorados por los demás reclusos, incluso en su presencia física. Tropezaban con ellos, al fumar les enviaban el humo a la cara como si lo enviaran al vacío, nadie los miraba jamás. Raro era el «chivato» que resistía más de una semana tamaña huelga psicológica.

A raíz del juicio de los militares, la fisonomía de la cárcel cambió. El comandante Martínez de Soria, el teniente Martín y el alférez Delgado, cuyas penas de muerte se confirmaron, permanecieron en los calabozos del cuartel, mientras los restantes jefes y oficiales, condenados a cadena perpetua, fueron llevados al Seminario. De modo que en éste se reunieron tres clases de reclusos: los militares, los civiles y los de delitos comunes.

Los militares airearon la cárcel, no sólo con su alegría por haber salvado la vida, sino por sus posibilidades de comentar e interpretar con conocimiento de causa las noticias de la guerra, que a diario se filtraban a través de las cestas de la comida o dentro de las cajetillas de tabaco. La atención de los detenidos cuando los capitanes Arias y Sandoval demostraban ¡precisamente sobre un tablero de ajedrez!, que los mandos «nacionales» iban enderezando la situación, era inenarrable. Los tapones de corcho servían para todo… Hacían las veces de generales, de polvorines, de moros y de rojos fugitivos… «¡Imposible que Durruti entre en Zaragoza, ya lo veis!». «Lo dicho: después de tomado San Sebastián, Bilbao caerá sin apenas resistencia».

En el Seminario reingresaron varios funcionarios del Cuerpo de Prisiones, que los primeros días habían sido barridos. Su presencia mejoró la vida de los reclusos. Dos de ellos, de filiación republicana, que habían ingresado en el Cuerpo gracias a los hermanos Costa, admitían encargos para fuera. El hecho era maravilloso. Además, organizaron en el interior los servicios necesarios y convencieron a varios milicianos para que, sin faltar a la Revolución, se ganaran un buen jornal. Así, un anarquista al que llamaban «el Corbata», se convirtió en barbero y vendía hasta frascos de masaje. Un primo de Ideal llamado «Dinamita», se convirtió en bibliotecario, llevando a la cárcel sorprendentes títulos, fruto de los saqueos: muchas novelas de Dumas, la Historia de la Revolución Francesa, de Thiers, Jeromín, del padre Coloma, y versos de Pemán. «El Corbata», listo y enamorado de una de las chicas de la Andaluza, ideó un curioso negocio: matar las chinches que habían invadido la prisión. Se ofreció para quemar con un soplete los escondrijos por el módico precio de un duro por celda. El trato fue cerrado y «el Corbata» cumplió… sólo a medias, según el Rubio. En efecto, el Rubio afirmaba que el hombre olvidaba adrede algún nido, al objeto de que su negocio tuviera continuidad.

Los detenidos en el Seminario no veían sino seis especies de animales. En las celdas, chinches, piojos y moscas; en las tapias y en el patio, gatos y hormigas; en el cielo, pájaros.

¡Los gatos! Se constituyeron en la atracción de la cárcel, muy por encima de las batallas navales y de El Conde de Montecristo. Sus graciosos movimientos eran seguidos con desbordante alborozo. Simbolizaban lo inesperado, la acrobacia que podía llegar, incluso en el destino personal. Cada uno de ellos fue haciéndose familiar; sus manchas, negras, o blancas, o pardas, eran conocidas. El capitán Arias los dividió en «fascistas» y en «rojos». Los «rojos» eran los hostiles, los que erizaban el pelo; los «fascistas», los que se dejaban acariciar. El capitán Sandoval pretendía que había gatos arrivistas, que tan pronto militaban en un campo como en otro. En cuanto a los pájaros, a veces regocijaban el corazón; pero, por regla general, despertaban la envidia. Los pájaros disponían de espacio inmenso y de libertad.

De pronto, caía sobre la cárcel como un rayo plomizo. ¿Qué ocurriría? ¿Sobreviviría alguien? Si los «nacionales» avanzaban, ¿no serían ellos sacrificados en represalia?

Había noches en que se posaba sobre los hombros el miedo. Algunos reclusos acababan sentándose en la semioscuridad y apoyando la cabeza en la pared. Entonces los pensamientos iniciaban su danza. Primero se pensaba en la familia, en los parientes, uno por uno. Luego, se evocaban los recuerdos felices: juventud e infancia. Sobre todo, la edad escolar y el primer beso dado a una mujer. Luego, el ritmo se quebraba y las imágenes acudían en tropel, con epilepsia. Era la angustia. «¿En qué estás pensando?». «Nada… Tonterías». Había momentos en que la boca se secaba, en que se hubiera dado una fortuna con tal de pasear por un bosque o saborear un caramelo de limón.

El miedo llegaba también, con frecuencia, al atardecer. Desde las ventanas de las celdas que daban a la fachada, se veían a lo lejos, a través de las rejas, las montañas de Rocaborda y aun las primeras protuberancias del Pirineo. Otras ventanas permitían botar la mirada por los tejados del barrio. Había reclusos que se quedaban petrificados mirando afuera, como despidiéndose de todo aquello. Otros, por el contrario, permanecían sentados horas y horas en su rincón. Los había que tenían hipo, que se tomaban el pulso y que cambiaban de postura cada treinta segundos. Que de repente se levantaban y echaban a andar, para pronto detenerse en seco y respirar profundamente. En el ala del edificio destinado a las mujeres, el drama era más intenso. La falta de higiene afectaba mucho más a las mujeres, las cuales parecían más irritables y disponían de menos recursos para evadirse con la mente.

En cierta ocasión, uno de los funcionarios del Cuerpo de Prisiones informó al Rubio de que los heridos y enfermos tenían posibilidades de no ser «paseados». Dio el nombre de dos representantes de marcas de champaña que, por estar en la Enfermería, de momento se habían salvado. El dato produjo una conmoción. En las noches del miedo, los reclusos deseaban enfermar y corrían versiones sobre las fórmulas idóneas para provocarse tal o cual dolencia. Dos fabricantes de chocolate, del Bajo Ampurdán, se juramentaron para, en caso de ser llamados por la noche, herirse el uno al otro sin piedad. También se dijo que los locos eran respetados, por lo que, inesperadamente, el más circunspecto de una celda empezaba a fingir que era el Cid Campeador o salía desnudo del lavabo, caminando a gatas.

En el Seminario se supo que pronto se formaría una brigada de trabajo, que saldría a diario por la ciudad a efectuar derribos y adecentar las calles. «¡A lo mejor trabajaré delante mi casa!». «¡Mis hijos irán a verme!». Otros pensaban: «¿Qué puedo derribar yo?». No se sentían capaces de levantar el pico ni de accionar la pala.

También se habló de los batallones de trabajadores. Al parecer, se habían formado cinco en territorio «rojo»; tres en Cataluña, uno en Tarancón y otro en Torrejón. «Si me pica la mosca, firmo la solicitud y andando». «No digas tonterías». «Habrá más facilidades para escapar». «¿Escapar? Tú ibas mucho al cine…».

Varias personas, en la ciudad, entendieron que era necesario hacer algo en favor de los reclusos, intentar ayudarlos, pues los había absolutamente desamparados. Entre dichas personas se hallaba Laura. Laura, que seguía organizando caravanas de fugitivos, en contacto con muchachas de Olot y Figueras, muchachas de filiación monárquica, decidió organizar también este servicio. «¿No existe el Socorro Rojo? ¡Pues nosotras fundaremos el Socorro Blanco!».

Los diputados Costa, que seguían con el miedo a cuestas, procuraron que su hermana desistiera, pero Laura era terca.

—Si mi marido estuviera aquí, aplaudiría mi decisión.

—Como quieras —contestaron los Costa—. Pero antes de una semana irás a parar a la checa de Cosme Vila y entonces ya nos dirás qué hacemos para sacarte de allí.

¡Checa! Decididamente, el nombre se estaba haciendo popular. Y sin embargo, lo mismo Cosme Vila que el Responsable eludían sistemáticamente tratar del tema. Julio interrogó a Cosme Vila, a boca de jarro, y el jefe comunista contestó:

—¿De qué me estás hablando? ¿En la calle de Pedret? Que yo sepa lo único que tenemos allí es un horno de cal. ¿Es que no has visto el letrero?

* * *

¿Y en la zona «nacional»? Los soldados que se pasaban en los frentes de Extremadura y de Aragón continuaban relatando hechos espeluznantes, cuya comprobación desde la zona «roja» era imposible. Julio les daba crédito, sin dudarlo un segundo. «Conozco la raza». Una vez, al regresar de Telégrafos, adonde fue para charlar un poco con Matías Alvear, le dijo a doña Amparo:

—No daría un real por la vida del hermano de Matías, en Burgos.

—¿Por qué lo dices?

—¡Fíjate! Uno de los jefes de la UGT…