Capítulo VII

En aquellas semanas, los Alvear recibieron dos cartas. Una de ellas iba dirigida a Matías, a Telégrafos, y llevaba la fecha del 3 de agosto de 1936.

Querido tío Matías:

Nos gustaría mucho tener noticias vuestras. ¿Cómo estáis? Confío en que no os habrá ocurrido nada malo y que en medio de todo estaréis tranquilos.

Nosotros bien, sobre todo mi padre, para el que no pasan los años. Yo recibí un papirotazo. Ya no me queda ni la cicatriz. Me gustaría veros, pero ahora es imposible. Si vamos para el frente de Aragón, a lo mejor quién sabe.

Si te parece, no enseñes la carta a tía Carmen. Dale recuerdos, así como a Pilar y a César. A Ignacio un abrazo y que no haga caso de pequeñas tonterías.

Hasta otra. ¡Salud!

Firmado: JOSÉ.

La segunda carta iba dirigida a Ignacio, fechada en Barcelona el 5 de agosto de 1936.

Querido Ignacio:

No me he olvidado de ti, a pesar de tu desaparición… Estoy impaciente por saber si estás bien, si estáis bien todos en tu casa. Yo como siempre, aunque nos hemos mudado de piso y mi padre pasa una temporada separado de nosotras. Escríbeme, aunque sean unas líneas, a las señas que siguen: Gaspar Ley (para Ana María), calle de Fernando, 13, 3.º. Barcelona. Tel. 14351.

Firmado: ANA MARÍA

* * *

El sol de agosto, apasionado e inclemente, operando sobre los cerebros y sobre la tierra, decidió que la sublevación se convirtiese definitivamente en guerra, de acuerdo con el profético temor de los militares gerundenses contrarios al «motín». Los rebeldes se llamaron a sí mismos «nacionales» y para designar a los «defensores de la República» hizo fortuna la denominación de «rojos». «Nacionales» y «rojos» frente a frente, apuntándose al corazón. El 6 de agosto, Franco se trasladó de Tetuán a la Península —aterrizó en el aeródromo de Sevilla— para tomar personalmente a su cargo el mando de las tropas, en busca de la «unidad» de que hablaba el doctor Relken. Salió de Canarias el 17 de julio, y al parecer había hecho escala en Casablanca, rumoreándose que en dicha ciudad se disfrazó de mora para pasar inadvertido. La muerte, en accidente, del general Sanjurjo dejó en sus manos y en las del general Mola la responsabilidad de las operaciones y de la organización de la retaguardia. Conquistada la ciudad de Huelva, la columna del Sur proseguía su avance por la frontera de Portugal, hacia Badajoz, en tanto que las unidades que bajaban del Norte habían sido detenidas en Somosierra y en lo alto del Guadarrama por los comunistas y los socialistas salidos de Madrid. Mola avanzaba hacia Irún y pedía municiones. Mola quería alcanzar el Cantábrico y cortarle al enemigo su comunicación con Francia por Hendaya.

El Gobierno de la República disponía de unos cuantos jefes competentes, entre los que destacaban el general Miaja y los coroneles Villalba, Rojo y Mangada. La columna de este último era llamada por los propios milicianos «Columna Menguada», debido a los reveses que había sufrido. Faltaban oficiales y jefes provisionales y sobraban oficiales «de dedo», y ¡sobre todo!, comisarios políticos, los cuales sembraban la dualidad jerárquica y de consiguiente la confusión. Un decreto del Gobierno acababa de conceder diez pesetas diarias de dieta a los milicianos, y ello los encalabrinó. Sin embargo, muchos comisarios políticos convencían a sus hombres para que ingresaran dicha paga «en la caja del partido».

Gerona vivía pendiente de todos los acontecimientos gracias a la radio, la prensa y el rumor público. Supo de la condena a muerte y ejecución, previo Consejo de Guerra, de los militares sublevados en Barcelona, y de las reiteradas tentativas de suicidio del general Goded. Supo del fusilamiento y voladura del monumento al Sagrado Corazón de Jesús erguido en el Cerro de los Ángeles, en el centro exacto, geográfico, de la Península Ibérica, y de la resistencia, no sólo del Alcázar de Toledo y de Oviedo, sino de Huesca y del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza.

El clima de guerra se lo dieron los partes diarios del Ministerio del Ejército, las noticias sobre los bombardeos, los inmensos carteles que tanto alababa Ezequiel: «¿Tú qué haces para conseguir la victoria?», y, sobre todo, los pasos de los delegados soviéticos resonando en las aceras de Gerona, al lado de Cosme Vila.

Entre dichos delegados rusos destacó desde el primer día Axelrod, sucesor de Vasiliev, por su parche pirata en el ojo y por su perro, que a menudo, en el Hotel Majestic, se acercaba al doctor Relken para olerle las piernas. El Proletario publicó en varios capítulos una semblanza biográfica de Axelrod, hombre con la cara picada de viruelas, nacido en Tiflis, vieja guardia comunista. Sobre la pérdida de su ojo izquierdo corrían versiones de toda índole. Cosme Vila aseguraba que hizo donación de él a una clínica de Moscú donde se experimentaba la posibilidad de trasplante de córnea, pero otros la atribuían a un accidente de pistola. Por su parte, el catedrático Morales creía saber que cuando Axelrod se presentaba con el parche negro significaba que en el Partido soplaban malos vientos y lo contrario cuando se presentaba con parche blanco. Goriev seguía a todas partes a Axelrod, siempre en segundo plano, si bien el Responsable decía que aquello era ficción, y que en realidad Goriev era el mandamás. Goriev no hablaba nunca, limitándose a escuchar, a tomar rapé y a llevarse incesantemente a la boca unas pastillas de color verde.

El día en que Axelrod, desde la emisora de radio de Gerona, se dirigió a la población exhortándola a militarizar las fábricas y a construir refugios antiaéreos, además de instalar reflectores en las montañas de Montjuich y las Pedreras, la gente abrió con dolorosa perplejidad los ojos. ¡Refugios antiaéreos! La expresión caló hondo. ¿Así, pues, el cielo de Gerona podía recibir en cualquier momento la visita de bombarderos de verdad? Axelrod dijo que los reflectores para Gerona los regalaría Rusia, lo cual, desde el punto de vista «de acabar con la oscuridad», resultaba simbólico.

Otra persona que creaba en la ciudad clima de guerra era Gorki. En efecto, Gorki empezó a mandar crónicas a El Proletario. Las tituló «Diario de un miliciano en campaña» y las fechaba invariablemente «en algún lugar del frente de Aragón». En ellas el ex perfumista, alcalde titular, describía las primeras escaramuzas de las columnas Ortiz, Durruti y Ascaso, que era la suya. Sus crónicas tenían aire de cosa directa y vivida, y el día en que una de ellas describió la valentía de Teo manejando una ametralladora, Raimundo el barbero se la leyó lo menos cuatro veces a sus clientes milicianos, que seguían afeitándose gratis. Además, los textos de Gorki estaban llenos de aciertos expresivos: «Eso te lo habrá dicho el último cabrón que anoche durmió con tu madre». «El Gran Chivato», refiriéndose al sol; «Toma, toma, hoy el Papa se pasea del brazo de Mahoma».

También contribuyó al clima de guerra el decreto ordenando queda, el saludo oficial sería en adelante el puño cerrado a la altura de la sien, o para los que llevaran fusil, el puño cerrado en medio del pecho.

La reacción de la gente era, por lo general, diáfana. Muy pocos admitían la posibilidad de una larga lucha. La mayoría de gerundenses daban por descontado el próximo triunfo del bando a que perteneciesen por encima de cualquier examen frío y objetivo. Los argumentos del adversario no hacían mella. Estaba en juego algo tan vital, que a la menor duda se movilizaba todo el ser. Buen ejemplo de ello era la viuda de don Pedro Oriol. Al escuchar los alegatos de Axelrod, lo mismo que al leer el nombre de «Glorioso», aplicado a la aviación «leal», exclamaba para sí: «¡Pronto vais a ver, canallas! A cada puerco le llega su San Martín».

Ignacio seguía también de pe a pa la marcha de los acontecimientos. Su naturaleza juvenil había logrado vencer el vacío que le causara la muerte de César. Su tristeza y su asco seguían intactos; pero podía simultanearlos con deseos y con curiosidad. La carta de su primo José, de Madrid, le retrotrajo a la visita que éste hizo a Gerona. ¡Qué experiencia más grande constituyó para él! Todavía le duraban sus efectos. Recordó con relieve casi punzante el tenaz y sensual rostro de su primo, su negro cabello, ondulado, su voz, poderosa y chillona. Frases literales le vinieron a la memoria: «Las murallas no impiden entrar sino salir». «¿Te vienes conmigo, chachi?». «En Madrid, hasta los socialistas hablan de libertad». El día en que Ignacio, ambos sentados en el balcón después de cenar, le preguntó si había matado a alguien, José contestó: «¡Tú, a jugar limpio!». ¿Qué habría hecho su primo José bajo aquel sol apasionado e inclemente? ¡Cuántos bidones de gasolina por las iglesias…! Probablemente habría tomado parte en el asalto al Cuartel de la Montaña. Ignacio lo imaginaba por las carreteras de Madrid, al volante de un coche requisado, sembrando el pánico, como se decía que el jinete «fascista» Aldo Rossi lo sembraba por los caminos de Mallorca. Seguro que ahora José se había ido al frente de Aragón. Era un fanático, y posiblemente sería un héroe. Debía de llevar gorra y visera de charol y un brazal amarillo con estrella rojinegra. Las balas lo respetarían, porque era un hombre con suerte y sabía eludir el cuerpo a cuerpo. «¡Hola, cachondas! —les diría a las milicianas en el frente—. ¡A ver si me hacéis pasar un rato agradable!». ¿Por qué no conseguía, como Carmen Elgazu, odiar a su primo?

También la carta de Ana María lo conmovió. «Mi padre ya no vive con nosotras…». Ello significaba que había huido o estaba detenido u oculto. Permitía suponer que al pronto salvó la vida. Ana María había cambiado de domicilio, a buen seguro porque los milicianos se habían incautado del suyo. ¡Ah, su cara pequeña, sus moños uno a cada lado! ¿Dónde estaba la calle de Fernando y quién sería don Gaspar Ley? Seguramente no se atrevía a salir, con tantos milicianos borrachos y tantos vendedores ambulantes y sandías por las aceras. Ana María representaba para Ignacio la ilusión encendida y fugaz. ¿Fugaz? «No hay pobre que no se enamore de una princesa», le había dicho su primo José. Él se enamoró de Ana María. Por ella fue capaz de cruzar fraudulentamente una valla en el mar y estuvo a punto de alquilar un smoking. ¡Cuántas cosas le dijo en la barca de la playa y en lo alto de los acantilados de San Feliu! Le habló de la castidad, de la evolución de la materia y de su propia inconstancia. Quiso deslumbrarla y lo consiguió. Ana María era más inocente que Olga. Ahora ella le había escrito con letra un poco temblorosa.

En el fondo, Ignacio padecía también, como el doctor Relken, como millones de seres en el mundo, de soledad… Había vuelto a su soledad porque el mundo lo rebasaba y Marta se había ido; y porque sin Mateo se había encontrado nuevamente sin un amigo de su edad. Desde su soledad, contemplaba lo que ocurría y cada mañana se declaraba vencido y aturdido. No comprendía a sus semejantes y sus esfuerzos por adaptarse lo agotaban estérilmente. Le resultaba raro ver en los periódicos esquelas sin cruz —rectángulo helado y negro— y que en la sección de anuncios pudiera leerse todavía: «Vendo motocicleta en buen estado» o «Aceptaría alumnos de inglés». Que la vida se hubiese tronchado pero continuase siendo vida, era el misterio que lo perseguía en casa, en el Banco y sobre todo en cada una de las provincias de su memoria. No iba a la barbería de Raimundo ni a ninguna otra. Tampoco a jugar al billar ni a ningún café. No podía leer. Hubiera querido bañarse en el Ter, dado que el horario de verano del Banco Arús le dejaba las tardes libres; pero el río bajaba fangoso y además estaba poblado por gente extraña. Dormía una siesta larga, pese a que don Emilio Santos seguía compartiendo su habitación. A veces, para refrescarse, se descalzaba y permanecía unos minutos de pie, inmóvil, sobre los mosaicos. Luego se vestía, y ayudaba a su madre y a Pilar en alguna faena casera, como, por ejemplo, sostener una madeja de lana con los dos pulgares erguidos. Al atardecer, a veces salía a callejear o subía un momento a saludar a la madre de Marta, que continuaba encerrada y con escolta en el piso de la Platería. O se iba al barrio antiguo, o, impulsado por una atracción indefinible, iba pasando delante de todos y cada uno de los locales enemigos. También, en ocasiones, se iba a la calle de la Barca a platicar con el gordo patrón de El Cocodrilo, el cual decía que la guerra traería como consecuencia el hambre y que el hambre acabaría de una vez con su horrible barriga.

No era raro que eligiese para sus caminatas lugares apartados, como las Pedreras o el castillo de Montjuich, donde Axelrod quería emplazar los reflectores antiaéreos. Aunque, su sitio preferido era la Dehesa, y de la Dehesa un lugar próximo a la Piscina, convertido ahora en cementerio de chatarra. Sí, este cementerio de chatarra, emplazado entre árboles altos y de ramaje verde y espeso, lo atraía también, sin saber por qué. Cada día era mayor, pues los milicianos destrozaban los coches, los camiones y hasta vagones de ferrocarril. Ignacio había localizado en este cementerio un sitio idóneo para filosofar: la cabina de un descacharrado camión, sin puertas. Por el hueco se introducía en ella y se convertía en dueño del vehículo, vigilado, esto sí, por el espejo retrovisor, que día tras día contaba sus arrugas y le daba noticias exactas del color y del dolor de su mirada. Inmóvil en el volante, la soledad de Ignacio era inmensa, y los hierros carcomidos por un lado y los árboles por otro le rodeaban de una paz insólita. Sabía que podía pisar el acelerador sin estrellarse. Sabía que podía frenar bruscamente sin que aumentase la rigidez. Había algo definitivo en la cabina del camión muerto, lo cual parecía fijar también su espíritu. Tal aventura, que lo emocionaba siempre, alcanzó su plenitud una tarde en que le sorprendió dentro una tormenta veraniega. Signos rojos cruzaron el cielo, al tiempo que las nubes, en correcta formación, constituían sobre la ciudad un techo imperdonable. Ignacio se santiguó. Algunas hojas se secaron instantáneamente. Y en esto, cayó la lluvia… Agua que arrancó del cementerio de chatarra un lamento indescriptible. Agua dramática que retumbaba con lujuria sobre la cabina del camión. Ignacio no sabía si sufrir o gozar. No sentía sus límites, y ello le provocaba intensa angustia; pero por otro lado era copartícipe de algo grande, quizás excesivo. Ignacio esperó en vano recuperar el dominio de sí mismo, y la tormenta arreciaba. Poco a poco fue encogiéndose, hasta sentirse inválido, niño, hasta no ser. Cuando la lluvia cesó, la tierra era agua, la tierra era de agua y el corazón de Ignacio latía con desesperante debilidad.

A veces, salía de paseo con Pilar. Pero les ocurría algo caprichoso. Los dos hermanos, que en casa seguían dialogando con cariño, fuera apenas se hablaban. En la calle enmudecían, sin encontrar para ello explicación plausible.

Ignacio echaba de menos a Marta. Mientras la muchacha estuvo en la escuela, la sabía cerca; ahora, Barcelona se le antojaba al otro confín. A menudo comparaba su amor por Marta con el que Pilar sentía por Mateo, y no podía menos de reflexionar. Pilar amaba por entero, como un bloque amaría, sin exclusión. Ignacio no tuvo nunca la sensación de darse plenamente. Ignacio tenía un sentido crítico que de pronto taladraba a Marta sin piedad. Y había en su sensibilidad zonas ambiguas, ambiguas y oscilantes, que desorientaban a quienes convivían con él. Olga le dijo en una ocasión: «Constantemente hay en ti algo que muere». No obstante, era corriente que Ignacio, pensando en Marta, se emocionase hasta llorar. Ahora, por ejemplo, le bastaba con saber que la calle en que Marta vivía era la calle de Verdi, para conectar con frecuencia la radio que Jaime les trajo, en busca de cualquier emisora italiana. Y cuando en el Banco tropezaba con el número 315, que era el número de la casa en que Marta habitaba, lo retintaba deleitosamente. Y una de las veces que subió a visitar a la madre de Marta en el piso de la Platería, la esposa del comandante Martínez de Soria le invitó a ver la habitación soleada que fue de la chica. Ignacio aceptó. Y he ahí que al llegar al umbral se detuvo, miró los muebles uno por uno, despacio, y el papel de la pared, y terminó sintiendo en la garganta un nudo inesperado y dulcísimo.

El día 20 de agosto su pensamiento estuvo de modo especial cerca de Marta, porque fue el día en que el Comité Antifascista abrió el juicio contra los veinte militares de Gerona detenidos. Fue un día de tensión agotadora, pues apenas se supo que las sesiones se celebrarían en la Audiencia, que estaba situada en la plaza de la Catedral, las escalinatas del templo se llenaron de gente que esperó la llegada de los oficiales, los cuales, por parejas, iban siendo transportados en coche desde los calabozos. Ignacio, en contra del consejo de los suyos, se mezcló entre la multitud. Y a las cinco en punto de la tarde vio descender del primer vehículo al teniente Martín y acto seguido al comandante Martínez de Soria. Unos pocos segundos le bastaron para comprobar una vez más hasta qué extremo se parecían el padre y la hija. No fue capaz de pensar en otra cosa. Los hombros del comandante eran los hombros de Marta; la nariz, su nariz; y aquel porte tan suyo, entre noble y desdeñoso. La multitud insultó puño en alto al militar rebelde. La plaza fue un clamor desesperado y no volaron las piedras por temor a herir a los centinelas y no sonó ningún disparo a quemarropa porque el juicio despertaba expectación.

El tribunal, presidido por el coronel Muñoz, lo componían Cosme Vila, el Responsable, Antonio Casal, David y el arquitecto Ribas. Éstos darían su veredicto y un magistrado de profesión, venido ex profeso de Barcelona, aplicaría el Código. Al punto se vio que el comandante Martínez de Soria y el teniente Martín serían condenados a muerte. Los interrogatorios, que durarían una semana, podían ser seguidos desde fuera gracias a una instalación de altavoces. Ignacio no se perdió una sesión. Cada día tomaba asiento en el mismo peldaño de la escalinata de la catedral y cada día escuchaba la voz ligeramente alcoholizada del padre de Marta. El lenguaje del comandante, por lo general, le desagradaba. Era digno y no buscaba atenuantes; pero apenas dejaba de controlarse, un no sé qué altisonante ganaba su expresión.

Por lo común, al término de cada sesión Ignacio regresaba a su casa con la seguridad de haber pasado inadvertido. Sólo una vez una mujer medio gitana le dijo: «¡Vas a quedarte sin suegro!, ¿eh, chaval?». Ignacio disimuló, pero de pronto salió a escape.

Un hecho lo alarmaba: se daba cuenta, sin lugar a dudas, de que la muerte del comandante le importaba muy poco, tal vez nada en absoluto. Cuantos esfuerzos hacía para compadecerle, eran vanos. ¡Ah, las tretas del corazón! ¡Era el padre de Marta, y siempre se había mostrado comprensivo con él! Todo inútil.

Por el contrario, Pilar seguía el juicio con el alma en un hilo, y ya el primer día prometió que si un milagro salvaba la vida del comandante, ella subiría a pie, descalza, a la ermita de los Ángeles. Ignacio había colgado los libros de Derecho. En todo el verano no había estudiado una lección. Estaba distraído, y por otra parte la sola palabra «Derecho» se le antojaba, en medio de aquel desenfreno, sarcástica.

Sin embargo, si la guerra se prolongaba, ¿qué hacer? ¡Si encontrara la fórmula para interesarse por algo, por alguna materia de estudio! A veces, se preguntaba si no le interesaría la Anatomía. Bueno, en el fondo de estas dudas asomaba, como tantas veces, la ovalada cabeza de Julio. Efectivamente, en cierta ocasión el policía le dijo algo que se le quedó grabado: «Todo tiene su origen en el cerebro. Si yo soy un vivales, se lo debo a mi cerebro. Si tú eres sentimentaloide y empleado de Banca, se lo debes a tu cerebro. Si Axelrod es así y César fue asá, ello se debe a sus cerebros». Este comentario, unido a una lámina de la cabeza humana que vio en una farmacia, marcaron huella en él, despertándole la curiosidad.

Pero no tenía ganas de someterse a una disciplina rigurosa. Su madre procuraba aconsejarle: «Estudia lo que sea, hijo, lo que sea. Preferiría que estudiaras a que salieras siempre por ahí».

Matías era de la misma opinión, pero con una salvedad: que estudiara lo que fuera, menos Anatomía.

—¿Por qué quieres abrir las cabezas y ver lo que hay dentro? ¿No están tapadas? Por algo será…

* * *

Mosén Francisco e Ignacio, otra vez frente a frente. En los momentos cruciales de la vida de Ignacio, mosén Francisco intervenía, sin que ninguno de los dos se lo propusiera de una manera expresa. En una ocasión, cansado Ignacio de su desequilibrio interior y de dormir con las piernas separadas, el sacerdote lo confesó y el muchacho, durante una temporada, miró de otro modo la existencia. Ahora, lo mandó llamar. Escondido en casa de las hermanas Campistol, las modistas de Pilar, el sacerdote mandó recado a Ignacio para que fuera a verle. La intención de mosén Francisco era entrevistarse con los parientes de todos los fusilados la primera noche, para comunicarles que él los había absuelto y que en algunos casos, como el de César, les había dado incluso la comunión.

Ignacio recibió el recado en el Banco, de labios de una de las hermanas Campistol. Su sorpresa fue enorme, pues desde el 18 de julio no sabía nada de mosén Francisco. Sin saber de qué se trataba, prefirió no alertar en casa. De modo que acudió a la cita solo y con mucha emoción, pues mosén Francisco representaba puramente lo genuino y sin trampa, un hombre de buena voluntad.

Ignacio pasó otra vez por la calle de la Barca y llegó a la plaza de San Pedro, llamada ahora «Plaza Bakunin». En el Oñar, encharcado, chapoteaban los chicos, mientras un hombre moreno y triste hacía sonar bajo las ventanas un organillo. En una de ellas vio a la Andaluza con una rosa en el pelo y abanicándose. También aquel barrio significaba para él mucho, pues fue donde por primera vez descubrió la ira de los corazones. Nunca más había olvidado la frase: «Anda y que te emplumen».

Apenas pulsó el timbre se abrió la puerta, señal de que las hermanas Campistol lo estaban esperando. Poco después caminaba ¡entre espejos!, por un largo pasillo y entraba en la habitación discreta, interior, ocupada por el sacerdote.

Mosén Francisco, al ver al muchacho, salió a su encuentro y lo abrazó. Ignacio correspondió torpemente. Ignacio no sabía abrazar. Siempre titubeaba un segundo más de la cuenta y se le enredaban los brazos. El sacerdote vestía «mono» azul e iba sin afeitar. Con ojeras profundas, parecía un enfermo. Calzaba alpargatas, sus ojos rebosaban energía y decisión. Ignacio vio un armario, sobre la mesilla de noche una taza de café y en un ángulo un cajón de herramientas de carpintero o tal vez de fontanero.

—¡Qué alegría, Ignacio! ¡Qué alegría me da verte!

—No faltaba más… ¡Por fin hemos sabido de usted! Otro abrazo en nombre de toda la familia…

Mentira. La familia de Ignacio no sabía nada. ¿Por qué mentía, sin necesidad?

—Bueno —repuso el sacerdote—. Vamos a acomodarnos. —Acercó la silla a la cama—. ¿Qué prefieres, sentarte en la cama o en la silla?

—Lo mismo da.

—¡Bah! Siéntate en la silla, estarás mejor.

Ignacio obedeció y mosén Francisco se sentó al borde de la cama con la naturalidad de quien está acostumbrado a ello. Con la misma naturalidad con que don Emilio Santos se sentaba ahora en la cama de César.

De repente, el vicario de San Félix se levantó y fue a la mesilla por tabaco.

—¿Quieres fumar?

—No, muchas gracias.

Tampoco supo Ignacio por qué rehusó. En realidad, hubiera fumado muy a gusto.

Mosén Francisco encendió el pitillo, se sentó frente por frente del muchacho y a través de la primera bocanada de humo le miró a los ojos. Le pareció leer en lo más íntimo de Ignacio. El sacerdote les decía a las hermanas Campistol que sin duda aquella encerrona le sería muy útil, pues le impedía habituarse rutinariamente a las siluetas. Llevaba semanas sin tener cerca otros rostros que los de las modistas. El de Ignacio se le apareció tal cual era, en un estado de curiosa virginidad.

Mosén Francisco rompió el silencio para decir:

—Tengo la impresión de que te sientes un poco abrumado…

Ignacio asintió.

—Así es.

Mosén Francisco no llevaba ninguna intención de sermonear al muchacho. Quiso abreviar.

Le dijo que lo había llamado para que supieran que César murió santamente. Él cometió la necedad de introducirse en el cementerio y vio a las víctimas, casi una por una, y las atendió.

—Tu hermano pudo incluso comulgar… Ya sabes —se señaló el reloj de pulsera—. Éste era mi sagrario. César cerró los ojos y su rostro expresaba una serenidad perfecta.

Ignacio se quedó estupefacto. ¡También mosén Francisco sabía mentir! Estuvo a punto de exclamar: «¡Mentira! ¡Mi hermano tenía el rostro monstruosamente destrozado!». Pero el puro titilar de los ojos del sacerdote lo venció, y se calló. Y mosén Francisco siguió pormenorizando… E Ignacio acabó admirando más aún al vicario por cuanto era capaz de pecar un poco, escandalosamente, para ser bueno.

—Ahora sí le aceptaré un pitillo.

Mosén Francisco complació a Ignacio y los dos se quedaron cara a cara. En el piso reinaba un gran silencio, pues las hermanas Campistol habían salido discretamente al balcón.

—¿Cómo están tus padres, Ignacio? ¿Y Pilar?

—Bien, muy bien…

Ignacio contestó automáticamente. De pronto pensó que el vicario se disfrazaba y hubiera sido capaz de morir cantando «Aleluya» por razones opuestas e idénticas a las que impulsaron a determinados gerundenses a enrolarse en la columna Durruti. Dichos gerundenses prometían a los hombres un paraíso terrenal y mosén Francisco les prometía vida eterna; así pues, los hombres morían y mataban para convertir en hecho real la idea de felicidad.

—Mosén Francisco… ¿Por qué cree usted que los hombres se matan?

El vicario tardó en contestar. Durante unos segundos, miró, inmóvil, un punto del mosaico.

—No sé qué decirte, Ignacio. —Luego añadió—: Yo entiendo más de amor que de odio.

Ignacio estimó que la respuesta no solucionaba la cuestión. Volviendo a la carga, ciñó más aún el tema.

—¿Por qué cree usted que mataron a César?

El vicario abrió los brazos en ademán de impotencia.

—No lo sé, Ignacio. —Dudaba—. Hay algo oscuro en los designios de Dios… El hombre hubiera deseado que su salvación fuera más fácil; pero está escrito que tenemos que merecerla.

Ahora fue Ignacio quien miró a un punto del mosaico.

—Me gustaría saber —repitió, balbuceando— por qué mataron a Cesar.

Mosén Francisco hizo una mueca de disgusto. Él hubiera preferido orientar la entrevista por otros caminos. ¡Ignacio le interesaba tanto! Desde aquella confesión… Desde que el muchacho y su madre, Carmen Elgazu, entraron en la iglesia de San Félix haciendo resonar los pasos sobre las losas.

El vicario contestó a Ignacio. Su opinión era que el conflicto no podía individualizarse. El odio no era contra personas, sino contra símbolos.

—Matan con los ojos vendados. Matan al propietario y no a don Jorge. Matan al médico y no a don Fulano de Tal. Matan al seminarista y no a César.

—Ya…

El vicario se calló otra vez.

—Ahora bien —dijo al cabo de un rato—, esto es peligroso. ¿Comprendes, Ignacio? Un hombre es poca cosa y cualquiera es capaz de admitir que el odio hacia él puede ser ¡qué sé yo!, inmotivado, injusto. Ahí tienes el caso de Jesús. Pero cuando durante años y años el pueblo odia determinadas instituciones, fácilmente se concluye que dichas instituciones no están a la altura de las circunstancias.

La alusión era directa. Mosén Francisco conocía detalladamente las acusaciones que Ignacio formulaba contra la Iglesia y no creía que, desde el 18 de julio, el muchacho se hubiese replanteado la cuestión, acorde con el argumento que un día esgrimió mosén Alberto: «En caso de persecución, lo mismo caerían los sacerdotes pecadores que los sacerdotes santos…».

Y no obstante, la contundencia de tal argumento era obvia. Mosén Francisco era un santo y lo había dado todo. Y volvería a darlo una y cien veces; pero ni Blasco, el limpiabotas, ni Cosme Vila, ni Gorki, ni Murillo, lo diferenciarían de cualquier canónigo rentista.

Ignacio captó la intención del vicario, pero no entró en su terreno, pese a que ahora no era ya cuestión de amenazas al Vaticano ni de burlas sobre la Biblia; ahora se le habían llevado a César, con lo que el conflicto se situaba en otra dimensión.

—Entiendo lo que quiere usted decir —opinó—. Pero… ¿no cree usted que los errores cometidos han sido graves? La religión que predicamos en España ha sido siempre terriblemente triste y defensiva.

A mosén Francisco no le gustaba el tema, pero Ignacio, a quien invariablemente el vicario conseguía cautivar, insistió en él.

—Defensiva, tal vez… —arguyó el vicario—. El pecado existe, compréndelo. En cuanto a triste, no creo que tengas razón. Lo que ocurre es que los mandamientos de la ley de Dios son «jabón que no lava», van contra los instintos y ello en un país como el nuestro, sensual por naturaleza, resulta insoportable.

Ignacio se quedó meditabundo.

—En el Seminario nos machacaban con dos ideas obsesivas: la tierra es un valle de lágrimas y hay que despreciar el cuerpo.

—Nunca dije yo eso —adujo mosén Francisco—. En la tierra se puede reír, tú mismo a temporadas te has reído mucho; y despreciar el cuerpo es propio de miopes, habida cuenta de que existe el misterio de la Resurrección.

Ignacio miró al vicario y, parodiando el tono de mosén Alberto, evocó aquello tan antiguo: «¿De qué te servirá ganar el mundo si pierdes tu alma?».

—Planteado de este modo —añadió el muchacho— es una invitación al fatalismo, a no esforzarse aquí abajo, a cruzarse de brazos. Resulta poco consolador. —De pronto, Ignacio agregó—: ¿Sabe usted lo que me dijo una vez un compañero del Banco, la Torre de Babel?

—No, no lo sé.

—Me dijo que si cerraba los ojos y recordaba la Iglesia española, no veía sino dos colores: el negro, o sea el luto, y el amarillo, u sea el oro.

Mosén Francisco reaccionó. Dejó caer la colilla y miró hacia la ventana, desde la cual se veían los campanarios. Por un momento se olvidó de Ignacio y admitió que, efectivamente, el día en que aquella persecución cesara —«todas las persecuciones cesan un día u otro», les había dicho a las hermanas Campistol—, deberían ensayar otro lenguaje, superar la rutina. Él mismo había comprobado que, en cuanto desde el púlpito o en el confesonario glosaba algún pasaje poco conocido de la vida de Jesús, todo el mundo redoblaba la atención. Ahora bien ¡esto era difícil! Al hombre español le faltaba el contacto con los animales y las plantas, es decir, con todo aquello que no era humano y que por su misma inferioridad invitaba a ser generoso, invitaba a dulcificar la vida cotidiana.

Sin embargo, Ignacio exageraba, como siempre, porque existía una desproporción entre su avidez de verdad y su experiencia real. Mosén Francisco le dijo a Ignacio que la religión española tenía otros muchos colores además del negro y el amarillo. Tenía el blanco, que era el de la indiscutible castidad de la mayor parte de los ministros. Tenía el gris, que era el de los incontables párrocos que ejercían en el anónimo su ministerio, en pueblos y en iglesias oscuras. Tenía el azul, que era el de los misioneros que surcaban sin cesar el mar, y tenía el color de los sabios. Además, tenía el color rojo, que era el de la sangre vertida.

—No hay aquí trampa, Ignacio. Los sacerdotes españoles damos la vida por nuestra fe. Podemos haber errado en el detalle, pero hemos predicado el Evangelio puro, y los que ahora mueren abrasados se convierten en antorchas de Dios. En conjunto, y repasando la historia, las conquistas, y pensando en la aridez de nuestro suelo, formamos, creo yo, una milicia digna; y estoy seguro de que en los momentos difíciles como éste recibimos la asistencia del Espíritu Santo. Verás como todo esto pasa, Ignacio, y como la Iglesia renace con brío. Verás cómo lo eterno está de nuestra parte y qué mudos quedarán los fusiles. Por otro lado, ¿no te parece casi un privilegio ejercer el ministerio en un lugar de la tierra en que la gente conmina a los sacerdotes diciéndonos: «Sed perfectos o de lo contrario conoceréis nuestra ira»? Ello, andando el tiempo, hará nacer alas en nuestros costados. No falsees tu visión, Ignacio. No es cierto que todo aquél que mata tenga razones para hacerlo. El pecado existe, lo repito, y existe Satanás. Además, ningún hombre tiene derecho a castigar en bloque una determinada colectividad; ello es privativo de Dios.

El sol declinaba. Ignacio se sentía fatigado y se preguntó si no tendría ello la culpa de que no encontrara razones válidas que oponer a la inflamada perorata de mosén Francisco. De un tiempo a esta parte, sus facultades de polemista habían decrecido, lo cual quedó patente en su discusión con David y Olga. Como si dudara de la eficacia de las palabras para traducir lo pensado y para aclarar lo oscuro. De dos árboles ¿cuál era el más bello? Entre dos doctrinas ¿cuál sería la mejor? He aquí que mosén Francisco parecía estar en lo cierto; no obstante, Ignacio sentía que, de cerrar los ojos y pensar en la Iglesia española, seguiría viendo los dos únicos colores de que le habló la Torre de Babel: el negro, o sea, el del luto o funeral, y el amarillo, es decir, del oro.

Se levantó.

—No te he convencido, ¿verdad?

—No, no es eso —replicó Ignacio—. Es que… tengo que irme.

—Ya comprendo.

El suelo estaba lleno de colillas muertas. Mosén Francisco se levantó a su vez. Miró al muchacho con tales ganas de ser comprendido que Ignacio se emocionó. Ignacio le prometió al vicario que de vez en cuando le haría una visita, en el caso de que su entrada en aquella escalera no levantara sospechas. Mosén Francisco negó con la cabeza. «Ven cuando puedas, cuando quieras». El vicario necesitaba hasta tal punto amistad que se atrevió a invitar a la madre de Ignacio y a Pilar a la misa que, en aquel mismo cuarto, pensaba celebrar el domingo. «Diles que vengan. A las diez. Podrán incluso comulgar».

En el vestíbulo se abrazaron de nuevo. Mosén Francisco, sin su ancho sombrero de cura, parecía otra persona. Por un lado, quedaba un tanto ridículo; por otro, inspiraba mayor respeto aún. Le confesó a Ignacio que, desde luego, pasaba mucho miedo, por lo que no sabía si intentaría marcharse o no de Gerona. Entretanto, allí estaba, rezando, ¡y aprendiendo a coser! Las hermanas Campistol lo amaestraban en el oficio de la aguja. «Hemos empezado a puntear un mantel».

Ignacio se despidió. En la escalera alguien había escrito cinco o seis veces consecutivas un nombre de mujer: Luisa. Salió a la calle. Un miliciano estaba sentado en la acera de enfrente, con una gaseosa al lado, incapaz de taladrar con su mirada, ¡escasa potencia la del ojo humano!, la pared de la casa de las modistas y descubrir a mosén Francisco.

Echó a andar. El patrón del Cocodrilo, erguido en el umbral de su tabernucho, se abanicaba con la pala matamoscas. «Abur…», dijo, al ver a Ignacio. El sol se ponía, incendiando allá arriba pequeñas nubes que temblaron como deseos. Los cines habían abierto sus puertas. En la barbería de Raimundo, tres o cuatro hombres discutían acaloradamente. Entró en la Rambla. Bajo los arcos paseaba Laura, la hermana de los Costa, del brazo de las hijas del doctor Rosselló. A Ignacio le habían dicho que Laura labia recuperado su piso —el de «La Voz de Alerta»— y que, en contacto con unas muchachas de Olot, se dedicaba a organizar caravanas de fugitivos que huían por la montaña a Francia.

Al llegar a su casa no encontró sino a su madre, suelta la cabellera, que acababa de lavarse, y a don Emilio Santos. Su madre estaba hojeando en la mesa un atlas anatómico que Ignacio había comprado, y a la vista de las láminas del cerebro iba exclamado: «¡Jesús!». Don Emilio Santos, semioculto en el rincón en que se apoyaba todavía la caña de pescar, miraba al río. Don Emilio Santos llevaba unos días inquieto y había desmejorado mucho. A salvo Mateo, ahora temía por su otro hijo, Antonio, estaba en Cartagena y del que no tenía la menor noticia. Rumiaba la manera de dejar por fin libres a los Alvear e irse a Barcelona, y desde allí salir al encuentro de su hijo.

Al poco rato llegó Pilar.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Carmen Elgazu, al recibir de su hija un beso.

—Nada, por ahí…

«Por ahí» significaba la plaza de la Estación. Pilar, en cuanto podía, se iba a la plaza de la Estación simplemente para sentarse un rato frente a la casa en que residió Mateo, leyendo el letrero POUM y esperando a ver si salía algún miliciano vistiendo alguna prenda de Mateo.

Con las últimas luces del día, llegó Matías Alvear. Dijo que había estado por la vía del tren de San Feliu, paseando un poco con su compañero Jaime. En realidad, se había ido solo al cementerio. De pronto, encontrándose fuera, sucumbió a una tentación que lo turbaba desde hacía días: ir al cementerio. Llegó allí y le preguntó a la mujer del sepulturero por un nicho que decía: «Familia Casellas». Al minuto se encontró ante la lápida, rodeado de cipreses. Matías Alvear, que no se atrevía a salir con sombrero, se pasó la mano por la cabeza. Permaneció rígido por espacio de diez minutos, como una estatua sobre el paseíllo de grava dorada. Luego abandonó el cementerio y por la orilla del Oñar regresó a su casa, temeroso de que los niños del barrio y el agua advirtieran que lloraba.