Marta había decidido abandonar la escuela. Primero se lo dijo a los maestros y luego a Pilar. La muchacha se sintió incapaz de resistir por más tiempo la convivencia con Olga y, sobre todo, con David, que había aceptado ser miembro del Comité. Su aspiración hubiera sido huir a Francia; pero, desoyendo con ello los consejos de Ignacio, se opuso mientras su padre no fuese juzgado. «No quiero abandonar a mi padre aquí, dejarle solo. Buscadme algún escondite en Barcelona».
—Pilar, dile a Ignacio que no cambiaré de opinión.
Marta llevaba todavía las trenzas que le colgaron la mañana de la derrota, y había envejecido cinco años. Lo único que se mantenía vivo en ella, descollante, eran los ojos, en forma de almendra, y la fe en sus ideas, la fe en los postulados de la Falange. Cuando, desde su covacha, oía a David y Olga hablar de la revolución, o bien cuando ponía la radio para escuchar al catedrático Morales, comprobaba una y otra vez que lo aprovechable de las teorías enemigas —socialismo, anarquismo, comunismo— estaba ya implícito en la Falange.
Ignacio se enfureció ante la negativa de Marta a huir a Francia, pero la conocía y optó por complacerla.
¡Un escondite en Barcelona! Bueno, he aquí que Ignacio dio pruebas de eficacia o tuvo suerte. Inmediatamente comprendió que la única persona indicada para sacarlos del atolladero era Julio; y fue a su casa a pedírselo sin ambages. Julio, que llevaba una bata roja, quebró con el índice la ceniza del cigarrillo. «Le gran complet!», exclamó. Había salvado al comandante Martínez de Soria. Cuidaba de que la esposa de éste gozase de la debida escolta y pudiera seguir viviendo en su piso. Ahora remataría la obra poniendo a salvo a Marta. «Le grand complet…!», repitió. Por otra parte, la idea de que precisamente David y Olga hubiesen aceptado esconder en su casa a la única falangista de la provincia, le encantó. «¿Comprendes, Ignacio? ¡Esto ha de irse al carajo a la fuerza!».
Julio le pidió a Ignacio dos días para reflexionar. ¡Conocía a tanta gente en Barcelona! Pero era preciso atar muchos cabos. Le pidió inspiración a la tortuga y luego al pisapapeles del despacho. Y luego, ¡por una vez!, a doña Amparo Campo. «¿A ti qué te parece?». Doña Amparo hizo un mohín como si se enfadara y fruto de su concentración le salió, como un escopetazo, un nombre: Ezequiel. «¡Ezequiel! No lo dudes, Julio. Es el más indicado».
Era cierto. Julio lo aceptó en el acto. Ezequiel era un antiguo amigo del matrimonio, barcelonés de pura cepa, que tenía un Fotomatón a cincuenta metros de la Jefatura de Policía. Julio lo conoció cuando el hombre andaba por los cafés haciendo caricaturas. Se llamaba Vilaró, pero firmaba sus caricaturas «Ezequiel», y el seudónimo le quedó para siempre. Por entonces era un bohemio. Llevaba sombrero negro de ala ancha, lacito negro y bastón. Fue Julio quien le dio la idea de instalar el Fotomatón junto a la Jefatura de Policía. «Carnets, pasaportes. ¿Comprendes, Eze? ¡No puede fallar!». Y no falló. La cosa salió adelante, y Ezequiel la estaba muy agradecido a Julio. «Eze no me podrá negar eso. ¡Digo yo! No me lo podrá negar».
Así que doña Amparo Campo llevó a cabo la gestión. En uno de los primeros trenes procedentes de la frontera que volvieron a funcionar, se fue a Barcelona y se entrevistó con Ezequiel. Éste sentía gran simpatía por Amparo y siempre le decía: «Cuando enviudes, avisa». Todo parecía calculado para que Marta estuviese a salvo y se encontrase a gusto. Ezequiel vivía con su mujer, Rosita, «una bendición de Dios», y con su hijo Manolín, de catorce años, el colmo de la sensatez. La casa era suya, muy tranquila, en San José de la Montaña. Tenía una salida trasera, un jardín con dos pinos muy hermosos. Y además, ¡Ezequiel y Rosita escuchaban cada noche a Queipo de Llano! Eran «fascistas», aunque Ezequiel decía siempre que era muy difícil que un caricaturista se tomara en serio a los líderes políticos y a las autoridades. «Comprendedlo. En seguida vemos el lado ridículo de las cosas».
Julio comunicó el hecho a los Alvear, y todo el mundo aceptó la solución propuesta. «La casa es tranquila, está en la calle de Verdi, en la parte alta de la ciudad, tiene azotea y jardín con dos pinos, tiene radio, gas y electricidad. Por si fuese poco, el dueño se llama Ezequiel, lo cual no es ninguna tontería, ¡y es “fascista”!».
Marta se emocionó. Todo aquello era una ventura. «Parece ser que desde la azotea se ve toda Barcelona hasta el puerto». «Parece ser que el chico, Manolín, ha aprendido a hacer sombras chinescas en la pared y que Rosita, la mujer, prepara unos flanes que matan el hambre».
Todos de acuerdo, incluso la madre de Marta, a quien Ignacio visitaba de vez en cuando, se fijó la marcha para el día 14 de agosto. Los riesgos del viaje desaparecieron en un santiamén. Julio se ofreció para llevar a Marta ¡en el propio coche de la Jefatura da Policía! Julio tenía que hacer a don Carlos Ayestarán la visita de que se habló en la Logia, y aprovechó la ocasión.
—¿En el coche de la Jefatura?
—¿Por qué no, Ignacio? Ya te dije que esto ha de irse al carajo a la fuerza.
Respecto a la indumentaria de Marta, Julio fue minucioso. Al enterarse de que la muchacha llevaba trenzas postizas, exclamó: «¿Lleva trenzas? Estupendo. Tanto mejor». Además, se pondría gafas oscuras. Y nada de paquetes. Y blusa y falda chillonas y alegres.
Matías Alvear y Carmen Elgazu hubieran querido ver a Marta antes de su partida, pero no sería posible. La orden de los maestros era: sólo Pilar. No obstante, Ignacio desobedeció. La víspera de la marcha, o sea el 13, se dirigió resueltamente a la escuela y saltó sin titubeos la tapia del jardín.
Abrió Olga y se quedo perpleja; pero comprendió que aquello era lo natural y le franqueó la puerta.
—Gracias, Olga.
Poco después los dos muchachos, que parecían no haberse visto desde siglos, se confundían en un abrazo sin fin, conmovidos por la huella que el sufrimiento había impreso en uno y otro. David había salido de casa, y Olga desapareció discretamente hacia el aula.
Entonces Ignacio atrajo a su novia hacia sí y le acarició febrilmente los cabellos. «¡Marta, Marta querida…!». Hubiera permanecido de aquel modo Dios sabe cuánto. A su lado, el agua del acuario era verde. Comprendieron que era hermoso amarse, que había algo tibio en amarse y que en cierto modo con ello se compensaban en el vientre del mundo la ira y las llamas. «Todo saldrá bien. Ten confianza». «¿Irás a menudo a verme?». «Lo más que pueda». «¡Cuida de mi madre!». «¡Claro que sí, mujer!».
Ignacio le prometió a Marta que pensaría en ella a cada momento y que no se arriscaría antes de haber contado hasta ciento. Por su parte, Marta le prometió a él que en Barcelona no daría ningún paso sin consultárselo. Ignacio temía que la muchacha, pasado el primer estupor, intentase entrar en contacto con los falangistas barceloneses supervivientes que, según las radios, continuaban trabajando en la clandestinidad.
Fue una escena completa. Apuraron cada segundo al máximo. A intervalos, solo ellos dos existían. Fue una escena que se grabó en su corazón.
Ignacio salió, se despidió de Olga y regresó a la ciudad. Se entrevistó con Julio, quien confirmó que la marcha sería al día siguiente.
—¿Tienes confianza en mí? —preguntó Julio a Ignacio.
—No me lo explicó, pero la tengo en usted. —No satisfecho aún añadió—: Comprendo que soy tonto, pero la tengo.
Julio, al día siguiente, se mostró digno de ella. Fue exacto y estuvo pendiente de todos los detalles. A la hora convenida, once de la mañana, el coche de la Jefatura de Policía se paró delante la escuela. Julio estaba sentado detrás, conducía un guardia de asalto y en el radiador temblequeaba la consabida enseña oficial.
Primero aparecieron en la puerta David y Olga, los cuales llamaron a Marta. Marta llevaba ya dos horas esperando con las tranzas colgando y distrayendo los dedos con las gafas oscuras. Marta se despidió de los maestros fríamente. Sus sentimientos eran contrapuestos. Y lo mismo le ocurrió al penetrar en el coche y estrechar la mano de Julio. Marta no creía que el hacer un favor borrase el pasado de los hombres.
El coche arrancó, y a Marta le pareció todo irreal. Encerrada desde el 19 de julio, no había visto una sola imagen del exterior, no había visto ningún cartel y no conseguía imaginarse el aspecto de un miliciano. Su desconcierto era tan grande —y las gafas oscuras teñían tan extrañamente el mundo— que cuando el coche arrancó no supo si santiguarse o no, y no supo si acercaba a la salvación o lo contrario.
Las calles estaban solitarias, las letras UHP marcaba las paredes, los cubos de basura esperaban en las aceras con algún que otro perro saciándose. Julio le dijo:
—Todo irá bien.
En esto, Marta reaccionó como si hubiese oído un trompetazo. ¡Control de milicianos! Era la salida de la ciudad. La apariencia de aquellos hombres la horrorizó y cuando advirtió que el coche frenaba se consideró perdida. Pero allá iba Julio, asomando su cabeza por la ventanilla. «¡Salud!». «¡Salud!». El coche aceleró de nuevo y a los pocos minutos rodaba por la misma carretera que llevó a los voluntarios, por entre los mismos árboles, los mismos campos y las mismas hierbas a ambos lados.
Marta bebía con los ojos todo lo que surgía ante el coche. «¡UHP! ¡Muera el fascismo! ¡Viva la FAI! ¡Muera lo burgués!». En cada árbol una letra blanca, y las letras leídas de corrido eran órdenes. En una caseta de peones camineros alguien había escrito: «Nitrato de Chile». ¿Por qué había en Chile tanto nitrato?
Julio tenía ganas de hablar con la muchacha, pero no se atrevía. Esperaba que se presentase la oportunidad. También Marta comprendía que debía decirle algo al policía, por buena crianza, pero se sentía intimidada. Su padre le dijo una vez: «Lo malo de la política es que los hombres dejan de ser sólo hombres y pasan a ser hombres con leyenda». Julio jugaba con el ala del sombrero y con la boquilla. Marta jugaba con un bolso diminuto, que Olga le ofreció.
A los pocos kilómetros se cruzaron con una fila de coches vertiginosos por cuyas ventanillas asomaban cañones de fusil.
—Los amos del mundo —comentó Julio.
Más adelante había una apisonadora y en lo alto de la rueda dos milicianos, que debían de pertenecer a algún control vecino, estaban sentados jugando a las cartas. «¡Salud!». «¡Salud!».
En la plaza del pueblo de Calella, Marta quedó estupefacta. Tres hombres subidos a un andamio repicaban las campanas con herramientas que llevaban en la mano, ante el jolgorio de la turba que los aplaudía desde abajo. El concierto era aterrador. Julio informó a la muchacha. Se trataba de descolgar las campanas para fundirlas, y era corriente obsequiar antes al pueblo con aquella serenata.
Marta estrujó el bolso que perteneció a Olga y la oscuridad de sus gafas se humedeció por un instante. A la salida del pueblo, se oyeron disparos y más allá enormes banderolas sujetas a los árboles listaban la carretera como en la meta de llegada de los ciclistas. Una de estas banderolas decía: «Mueran los militares». Marta pareció sollozar y Julio le habló con serenidad, la riñó:
—Pequeña…, ten ánimo. Anda, no crees dificultades.
Marta se esforzó, pareció recobrarse.
—Lo procuraré.
Julio sintió lástima por el ser que llevaba al lado.
—¿No decís, en la Falange, que el desaliento os está prohibido?
Marta sonrió.
—Más o menos, es eso. Decimos: «inasequibles al desaliento».
—¡Inasequibles! —exclamó Julio, cabeceando con fingida admiración—. Así, por las mañanas, la palabra es complicadilla, ¿no? Anda —corrigió—. Quería bromear un poco.
Julio dijo esto con voz tan dulce y persuasiva, que Marta le miró sorprendida.
—Ya sé —admitió Marta.
El resto del trayecto fue tranquilo. Venció la cortesía. Julio comentó algunos detalles del paisaje y en un momento determinado le dio a Marta datos complementarios sobre la familia que la hospedaría. Ezequiel era todo un tipo. Altísimo y delgado, parecía un alambre. Tenía dos obsesiones: aprovechar para el riego el agua del mar y envasar en verano la energía del sol para producir calor en invierno. «¡Un bromista, ya verás! Su mujer se llama Rosita, y siempre le toma el pelo a Ezequiel, diciéndole que es tan feo como las fotografías que salen del Fotomatón». Su hijo se llamaba Manolín y también tenía dos obsesiones: el mecano y un gato gris, gato que siempre llevaba en brazos.
Marta, protegida tras las gafas oscuras, escuchaba a Julio sin pestañear. ¿Por qué las personas cometían actos que las convertían en irreconciliables? Julio, a su vez, pensaba: «Esta muchacha sabe escuchar». Y le hacía gracia recordar que en la mesa de su despacho, en Jefatura, tenía un botiquín —CAFÉ— con el que Marta salió a la calle el día de la sublevación. Lo guardaba junto a la calavera y unos libros que pertenecieron a Mateo.
Llegados a Barcelona, Marta se aturdió. Los tranvías y algunos taxis habían sido pintados con los colores de la FAI —rojo y negro—, que eran los mismos de la Falange, y de los transeúntes, sobre todo de los de edad un poco avanzada, emanaba un conturbador halo de tristeza. Aquí y allá quedaban pequeñas barricadas y continuamente se acercaban al coche muchachas con mono azul pidiendo un donativo para el Socorro Rojo. Julio, que tenía ya unas cuantas monedas preparadas, complacía a las milicianas y les decía invariablemente: «Hale, a comprarse un lápiz de labios, que buena falta os hace».
En la fachada de un hotel había tres gigantescos retratos que obsesionaron a Marta: Stalin, Durruti y Azaña. «¡Menudo cóctel!», comentó Julio. Y la vestidura de la gente era pobrísima. Nadie llevaba sombrero y pocas personas calzaban zapatos. El calor lo justificaba todo, hasta las camisetas. Había vehículos destrozados y constantemente se oía la sirena de los bomberos. Los coches transitaban a velocidades de vértigo.
El coche de Jefatura se dirigió lentamente hacia la Vía Layetana, hacia el establecimiento fotográfico de Ezequiel. Estaba cerrado, y Julio consultó el reloj. «Claro —dijo— ya es más de la una». Indicó al conductor que los acompañara a la calle de Verdi, número 315, domicilio de Ezequiel. «Vaya hasta la Diagonal, luego le indicaré».
En pocos minutos se plantaron en el lugar indicado. El coche paró justo enfrente del número 315. Era un edificio de planta baja de un solo piso, propiedad de Ezequiel, quien siempre contaba que compró con el producto de una caricatura que le encargó Maurice Chevalier. Julio se metió en el bolsillo la pitillera que acababa de sacar y le dijo a Marta: «Aguarda un momento», y se apeó.
Entró en la casa, llamó a la puerta y permaneció dentro unos cinco minutos escasos, al término de los cuales volvió a salir con cara sonriente.
—Puedes bajarte —le dijo a Marta—. Te están esperando.
Marta se emocionó. Por primera vez miró al policía con la gratitud dominando cualquier otro sentimiento. «Gracias, Julio —balbució, empezando a inclinar la cabeza para apearse—. Muchas gracias».
Julio García pareció intimidarse, como le ocurría casi siempre que trataba con una persona distinguida. Marta se apeó y le ofreció la mano a Julio. En el último momento, la muchacha se quitó las gafas oscuras para que el policía leyera la gratitud incluso en sus ojos.
Marta subió a la acera y desde allí esperó a que el coche de Jefatura partiera. Saludó al policía agitando la mano, y cuando el coche desapareció, dio media vuelta y entró en el vestíbulo de la casa.
No tuvo necesidad de llamar. En lo alto de los tres peldaños de acceso a la vivienda, la puerta aparecía abierta y la esperaban en bloque tres personas. Marta se cohibió. Vio a un hombre altísimo, feo como él solo, con lacito negro en el cuello. A su derecha, una mujer mucho más joven, de ojos chispeantes, y al otro lado un niño de catorce años ¡llevando en brazos un gato gris, enorme y soñoliento! Tres bultos. Tres bultos —y un gato— que constituirían su nueva familia, con los que conviviría bajo el mismo techo.
Después de mirarlos dos segundos, mirada que Marta sabía muy bien que era decisiva, se inmovilizó.
—Soy Marta…
Rosita le dio ánimos.
—¡Sin cumplidos, hija! Entra, entra…
Marta subió y penetró en la casa. La puerta se cerró a su espalda y el misterio quedó dentro.
Ezequiel fumaba en pipa y su cara reflejaba una gran curiosidad alegre.
—Adivina nuestros nombres —desafió, con voz de persona acostumbraba a tratar con desconocidos.
Marta fue mirándolos despacio uno por uno.
—Usted…, Ezequiel —señaló al hombre de la pipa—. Usted…, Rosita. Tú, Manolín. —Luego añadió—: El gato no sé cómo se llama.
—Se llama Gato —intervino Ezequiel. Luego añadió—: En serio. Es el único gato que se llama así.
Marta sonrió y Rosita le dijo:
—¡Anda, quítate ya las trenzas!
—¡Oh, es verdad!
Marta se las quitó y con ello se transformó de tal modo que los tres bultos se movieron. Ezequiel y Rosita pensaron: «¡Jesús, esta chica necesita un reconstituyente!». Manolín no acertaba a explicarse que alguien que iba a instalarse en la casa llevase por todo equipaje un paquete ínfimo y un bolso.
Era la hora del almuerzo y la mesa estaba ya puesta. «Pondré un plato más, no importa». Mientras Rosita iba por él a la cocina, Ezequiel se empeñó en enseñar a la recién llegada el patio de la casa. Marta siguió al caricaturista y a los pocos segundos exclamó: «¡Magnífico!». En efecto, el patio era limpio, soleado, y contaba o con dos bancos de piedra y los dos pinos hermosos y muy altos.
—Luego te enseñaremos el resto, sobre todo la azotea. Se ve todo Barcelona, hasta el Uruguay. —Entraron de nuevo y Ezequiel aclaró—: Tenemos hasta cuarto de baño.
—¿Qué es el Uruguay? —preguntó Marta.
—El barco donde están detenidos los militares.
Marta se mordió los labios. Fue al lavabo y regresó. El almuerzo no pudo ser más afortunado. Hubo contacto humano, Marta no dejó de observar a su nueva familia y cayó en la cuenta de que Julio la había definido certeramente. Ezequiel era sin duda un socarrón, pero bueno como el pan, sentimental y enamorado perdido de su mujer, a la que siempre motejaba. Incluso entre plato y plato daba chupadas a la pipa. Sus larguísimos brazos le permitían dejarla cada vez en el trinchante, y Marta recordó que el hombre era un artista de las sombras chinescas. Su ocupación principal consistía ahora en atender el Fotomatón, pero de vez en cuando se metía aún en los cafés para sacar caricaturas. «Las caras del Fotomatón salen mucho peor. Aunque yo sostengo que el Fotomatón es el que dice la verdad».
Rosita era también barcelonesa y en tiempo fue dama de honor en los Juegos Florales de su barrio. Escuchaba a Ezequiel complacida, si bien repetidas veces afirmó que era vanidosillo y que millares de fracasos no le habían curado de su peor defecto: profetizar. «Ahora con la guerra, no te digo… Va a pasar esto, lo otro. ¡Y raramente acierta, palabra!». Ezequiel la pellizcó. Rosita gritó «¡Ay!». Manolín, cuchara en alto miró sonriendo a sus padres, y Marta sentía una paz como no recordaba haberla sentido en mucho tiempo.
A la hora del café Rosita le acercó un aro para la servilleta. «No tenemos ninguna con M. Es una P.» Marta dijo: «Lo mismo da». Pero en el fondo la lastimó comprobar que tampoco allí podía ser del todo Marta Martínez de Soria.
Ezequiel se empeñó en que fumara, y Marta rechazó. Se oyó una voz en la calle: «¡Soli…! ¡La Soli…! ¡Durruti en los arrabales de Zaragoza! ¡La Soliiiii…!». Marta quedó pensativa. Luego se oyó un ruido monótono, proveniente de una casa vecina. Se hubiera dicho que fabricaban moneda falsa. Manolín intervino: «¿Por qué sueltan tantos globos, papá?». Ezequiel diagnosticó: «Espionaje».
Llegó la hora de levantar la mesa. Rosita le dijo a Marta que le enseñaría el resto de la casa, especialmente el cuarto que le habían reservado. «El papel de la pared es muy bonito. Son pájaros y flores». Ezequiel vació su pipa, la limpió y le dijo a Marta que se iba al Fotomatón. «Abro a las cuatro».
—Bueno —añadió Ezequiel, acercándose a Marta con mirada irónica—, ya habrás visto que no nos comemos a nadie. No hace falta que te diga lo único que necesitamos de ti: que seas prudente. Prudente, y que tengas paciencia para soportar a Rosita, lo cual no es fácil. Ayúdala un poco en sus manías de limpiar la casa, y con ello basta. A ser posible, no salgas al patio… Los vecinos, ya sabes. En cambio, puedes subir siempre que quieras a la azotea; y luego me dices que el panorama que se ve es precioso, y yo feliz. En cuanto a Manolín, engaña mucho, ya verás. Querrá hacerte creer que es un sabio, y es un niño mimado. Aquí no corres peligro. Y cualquier cosa que necesites lo dices, y en paz.
Marta vio alejarse a Ezequiel y le dolió que su anfitrión no se atreviera a llevar el ancho sombrero de artista. Sintió por él una admiración que le sorprendió, pues nunca supuso que podría admirar a un hombre que no se pareciera en absoluto ni a su padre ni a Ignacio. Era obvio que Ezequiel pretendió hacerle olvidar los terribles acontecimientos que la habían llevado allí, lo cual había de ser la constante en aquella casa de la calle de Verdi. Aunque ¡ocurrirían tantas cosas! ¿Sería verdad lo de Durruti?
El caso es que Marta, a los dos días de estar en la casa, había sincronizado con aquellos seres. Ezequiel y Rosita eran «de los suyos». Ezequiel decía que le bastaba con verles la cara a los milicianos en el Fotomatón para saber de qué se trataba. «Con decirte que salen favorecidos…». En realidad, lo único que alababa de los rojos era la propaganda y las caricaturas de los periódicos. A su entender, había caricaturistas admirables, lúcidos, y a modo de ejemplo le enseñó un dibujo reciente que representaba a Churchill, fumándose un cañón. ¡Ezequiel! Era un hombre feo, postinero y optimista. Al entrar, tenía la costumbre de saludar con el título de alguna película de actualidad. Suicídate con música o bien El acorazado Potemkin. Marta se dio cuenta de que las obsesiones de Ezequiel no eran dos, como pretendía Julio, sino tres: destilar el agua del mar, envasar el sol y hablar de Goya. Goya le inspiraba un penetrante respeto y sobre él no admitía bromas de ninguna clase. Un día metió a Rosita en un coche de línea y los dos se fueron al pueblo natal de Goya: Fuendetodos. Ezequiel se apeó y se acercó a la casa natal con tales unción y lentitud, que se hubiera dicho que caminaba de rodillas.
Marta vivía un momento de tregua y David y Olga y la escuela se le antojaban increíblemente lejos. Aprendió un poco a cocinar, a hacer calceta y a acariciar el gato sin lastimarlo. De vez en cuando miraba los árboles del patio y de vez en cuando Rosita la llamaba: «Marta, ¿me ayudas a peinarme?». Rosita tenía unos cabellos preciosos. Si los soltaba, caían como una cascada. De noche, Marta se subía a menudo a la azotea y al contemplar el firmamento se acordaba de los «luceros» de que la Falange hablaba. Ezequiel le recriminaba a la Falange lo mismo que Morales le recriminó a Cosme Vila. «Me chincha que los falangistas no tengáis sentido del humor».
Marta padecía de insomnio. Su cuarto era alegre, pero la soledad la entristecía. A oscuras, desde la cama, sentía a presencia de los pájaros y las flores del papel de la pared, y ello la angustiaba. Si encendía la luz, los pájaros se movían. En la mesilla de noche tenía un frasco de colonia con la que se refrescaba la frente.
Continuaba negándose a leer los periódicos. Tenía curiosidad, pero su repugnancia le impedía tocar el papel. A veces, mientras Ezequiel los leía, ella pasaba por detrás y les echaba una mirada de soslayo. Los titulares eran muy parecidos siempre: avances de las milicias del pueblo, derrotas y retiradas de los fascistas. Un día Ezequiel lanzó súbitamente una estruendosa carcajada: en la Soli había salido, en la cabecera del parte de guerra, una errata de tamaño natural. Decía: «Leve coñoneo en el frente de Aragón».
Ezequiel le tomó cariño a Marta, aunque había en ella algo de reserva o de obstinación que no casaba con el temperamento del caricaturista. «Un día te sacaré una caricatura y te colocaré un solo ojo, en mitad de la frente». Rosita se había entregado a Marta por entero. «Como alguien venga a “liberarte”, se las tendrá conmigo»; y al decir esto Rosita enseñaba unos brazos torneados como los de Carmen Elgazu: En cuanto a Manolín, era otro cantar. Marta significó para el muchacho, desde el primer día, el ser que llega de no se sabe dónde para darnos sentido. Marta lo trataba como si fuera ya un hombre —no sabía tratar a los niños—, y ello era lo que más estimulaba al hijo de Ezequiel. Con sus catorce años, Manolín le preguntaba a Marta el significado de muchas cosas. Cuando regresaba de la calle, de cumplir con los recados que le había dado Rosita, era un alud: «Marta, ¿qué significa enchufado?». «Marta, ¿qué significa ¡Viva la muerte!?». «Marta, si yo fuera mayor, ¿te casarías conmigo?».
A veces Manolín traía regalos para la muchacha: un poco de regaliz, una nuez, ¡un globo! Un día le trajo un globo de rayas, como el pijama que llevaba Emilio Santos, y le dijo: «Si me quieres a mí más que a la Falange, guárdalo para jugar. Pero si quieres más a la Falange, suéltalo…».
Ignacio le escribía a Marta, pero dirigía la carta a Ezequiel, al Fotomatón. Ezequiel había encontrado un título de película para anunciar a Marta que tenía carta. Al abrir la puerta gritaba: «¡El correo del zar!»; y Marta sabía a qué atenerse y acudía volando a su encuentro.
En las noches particularmente calurosas, la muchacha subía a la azotea y miraba el puerto, donde estaba el vapor Uruguay, el vapor-prisión. Y pensaba en su padre, en Gerona y en la orden falangista de no desalentarse por nada, ni siquiera por la proximidad de la muerte.
* * *
Julio, en cuanto dejó a Marta al amparo de Ezequiel, en la calle de Verdi, se hizo conducir hasta el Barrio Chino, donde despidió al chófer hasta el día siguiente. De este modo estaría más libre.
Hasta la noche debía hacer tres visitas; pero por lo pronto almorzaría en el Barrio Chino, tan lleno de recuerdos para él. Durante su estancia en la capital catalana, un año largo —allá por 1931—, prestando servicio en la Jefatura de Policía, había adquirido varias costumbres y una de alias era almorzar cada sábado en algún restaurante barato del Barrio Chino. Esta vez el «Restaurante de los Espárragos», llamado así porque en escaparate había un banco verde en miniatura, con respaldo ondulado, cuyos listones de madera, colocados horizontalmente, tenían la forma de espárragos. La patrona era la misma, el banco verde estaba allí, sólo el espejo del Anís del Mono había cambiado; ahora reflejaba una cara de Julio más vieja que la de antaño, más trabajada, como si desde entonces hubieran golpeado en ella demasiados pensamientos, un par de revoluciones y una retahíla de minúsculas apetencias frustradas.
Después del almuerzo miró el reloj. Le quedaban libres dos horas lo menos. Se dedicó a vagar sin plan fijo por aquel pedazo doliente de la ciudad. Reconocía uno por uno los establecimientos, bares, los niños eran idénticos a los de antaño, los cines seguían llenando las fachadas de imágenes rutilantes, y en cada esquina había una mujer compuesta de dos ojos cansados y un cuerpo de madera, como los espárragos, vendiendo cualquier chuchería.
La guerra había traído al barrio monos azules y carteles agresivos. En las aceras se vendían sandías, cuyas muestras, abiertas por la mitad, parecían heridas de la tierra. Los limpiabotas eran gemelos de los de Gerona, con su boina, su pitillo en la oreja, su mirada baja y rumiante. En un escaparate había un gato negro fosilizado y un letrero que decía: «No hay tabaco». En una casa cuya entrada era inmensa, un aviso decía: «Casa habitada por súbditos extranjeros». Otro portalón decía: «Casa bajo la protección de la Embajada de Turquía». En el poco tiempo que estuvo en el Barrio, lo menos seis veces tuvo que entregar donativos para el Socorro Rojo.
A las cuatro en punto se dirigió a efectuar la primera de las visitas proyectadas: la Jefatura de Policía, en la que prestó servicio al ser trasladado a Cataluña. Un voceador de periódicos clamaba: «¡Tres milicianos disfrazados de curas han atacado con bombas de mano el aeródromo faccioso de Burgos!». El voceador llevaba un helado en la mano izquierda, y entre grito y grito lo lamia con fruición.
En la Jefatura tuvo suerte. Quedaban en ella varios de sus colegas de entonces, siempre a la orden del jefe de brigada Bermúdez probablemente el hombre más ecuánime y recto que Julio había conocido, pese a que cortejó antes que él a doña Amparo Campo. Julio fue recibido allí con toda la simpatía que se merecían su sombrero y su irónica boquilla. Le obligaron a sentarse en la mesa que en tiempos ocupó y se pasaron buen rato evocando aventuras profesionales y lo difícil que le resultó pasar el examen de tiro al blanco. Julio, sensible como siempre al ambiente del clan, invitó a Bermúdez y a sus íntimos a fumarse un habano por barba, de los que traía preparados, y entre chupada y chupada escuchó de labios de sus amigos lo penoso que les resultaba tener que fraternizar con advenedizos en la carrera, tener que contemplar impasibles cómo los milicianos se tomaban la justicia por su mano, y realizar toda suerte de servicios desagradables. «Hay mucha venganza personal, mucha —le dijeron a Julio—. Es increíble». Todo el mundo les daba órdenes, algunas de ellas tan disparatadas que no sabían si acatarlas o no. «Suponemos que lo mismo te ocurrirá a ti en Gerona». Le informaron de que había una larga lista de policías detenidos y que los partidos políticos, no satisfechos con las cárceles normales existentes, habían empezado a habilitar sótanos y mazmorras, y también algún convento, y algún chalet lujoso, para instalar en ellos sus «cárceles particulares», llamadas «checas». «Ahí no existe control alguno exterior y pueden hacer con los presos lo que les dé la gana». De momento se destacaban tres individuos en la labor de organizar la tortura de los detenidos: uno en Madrid, llamado García Atadell; otro en Barcelona, llamado Aurelio Fernández, y el tercero, Vicente Apellániz, en Valencia. Un miliciano de este último alardeaba siempre de que había matado tantos fascistas, «que podía encender un pitillo en la boca del fusil». El jefe de brigada Bermúdez le confirmó a Julio el incremento del número de personas que se refugiaban en Embajadas y Consulados, aunque siempre con el temor de caer en una celada. Por supuesto, a las tripulaciones de los barcos extranjeros arribados al puerto para embarcar a sus súbditos, uno de los espectáculos que más les sobrecogía era la exhibición de momias delante de los conventos de monjas.
En un momento determinado, Julio les preguntó a sus amigos qué noticia tenían de lo que ocurría en la zona rebelde con respecto a los asesinatos. Dos policías resumieron su opinión: «Más o menos, lo mismo que aquí». Bermúdez negó con la cabeza. «Mi impresión es que no se puede comparar. Desde luego —añadió—, parece ser que quienes lo pasan allí bastante mal son los protestantes y los masones».
Julio se entretuvo un par de horas con sus colegas, quienes le dijeron que estaban sacando un fichero fotográfico bastante completo de los cadáveres que a diario ingresaban en el Hospital Clínico. «Hay casos asombrosos, un día los verás». Julio asintió y giró la vista en torno. Su profesión le gustaba, pese a todo. Le gustaba cada día más. Ser policía le inspiraba por dentro un cierto respeto. Se lo inspiraban incluso sus compañeros. ¡Cuánta anónima abnegación! Todos aquellos hombres afrontaban cada mañana el peligro de una emboscada, el tiro de un descontento.
—¿Por qué no te vienes a Barcelona con nosotros? Pide el traslado.
Julio negó con la cabeza.
—Allá soy don Julio —contestó, sonriendo—. Aquí perdería el «don».
* * *
La segunda visita de la jornada correspondió a don Carlos Ayestarán, jefe de los Servicios de Sanidad, el pulcro analista y farmacéutico que tenía su sede política en la Generalidad y su sede masónica en la Logia Regional del Nordeste de España. Don Carlos Ayestarán había saludado hacía poco al doctor Rosselló y al comandante Campos. «Está visto que este mes será el mes de los amigos gerundenses», le dijo a Julio al estrecharle la mano.
Don Carlos Ayestarán era un hombre educado. Olía siempre a agua de colonia. Alto, calvo, con cuello duro. Era de los cinco o seis varones de la ciudad que no habían renunciado al cuello duro. «Van a tomarle por pastor protestante —le dijo Julio— y no le arriendo las ganancias». «¿Pastor protestante? —rió don Carlos Ayestarán—. Mal lo pasaría en Salamanca». Su manía era la limpieza, la higiene. Atribuía buena parte de las catástrofes del mundo a la falta de higiene. «E incluso le atribuyo gran parte del mal humor. Yo perdono muchas cosas, pero la basura me revienta. Uno de los peores defectos que los catalanes hemos heredado de los franceses es la tendencia a la suciedad». El H… Carlos Ayestarán, de la Logia Regional del Nordeste de España, se había atrevido a vaticinar que la guerra civil la ganaría el bando más limpio, más aseado, «planteamiento —añadió— que desde el punto vista republicano no da pie a excesivos optimismos».
El entusiasmo de don Carlos Ayestarán por la República se contagiaba. Era un hombre leal y trabajador. Estimaba que bajo el régimen republicano una especie de instinto biológico iba colocando cada pieza en su lugar, cada hombre donde era necesario, y que bajo las dictaduras los destinos se veían forzados, desviados por una presión ilocalizable, pero real.
—Bajo un gobierno fascista… ¿quién sabe? —le dijo a Julio—. Tal vez usted acabara de empresario de bailes flamencos y a mí me destinaran a un lavadero.
Julio, cumpliendo las instrucciones recibidas en la Logia Ovidio, comunicó al jefe de Sanidad que en Perpignan se hallaban detenidas dos ambulancias y un cargamento de medicinas, donativos de los H… franceses. Don Carlos Ayestarán casi aplaudió: «¡Vaya! Esto se anima…». En efecto, en una semana era aquél el tercer donativo para Sanidad. El primero correspondió a unos laboratorios judíos norteamericanos y el segundo a unas damas piadosas de Inglaterra.
Don Carlos Ayestarán autorizó a Julio para traer a España y a Barcelona el pedido mencionado. Hecho esto, se levantó y empezó a pasearse por la habitación, moviendo los brazos como si echara en falta las ceñidas mangas de sus batas de farmacéutico.
—No entreguen nunca nada sin pasar por mi Servicio de Sanidad. Estoy dispuesto a organizar en Cataluña una red sanitaria eficaz y conozco lo que aquí suele ocurrir.
Julio le contestó:
—Descuide.
Platicaron un rato más. Don Carlos Ayestarán le pidió a Julio detalles sobre la revolución en Gerona y Julio lo complació sin ocultar nada. «Esto no me gusta ni pizca», comentó aquél.
De pronto, Julio le dijo:
—Mi querido amigo, aprovechando la ocasión, ¿podría hablarle de un asunto personal?
Don Carlos mudó de expresión.
—¡Claro que sí! —exclamó, dirigiéndose a su mesa y sentándose—. Usted sabe el aprecio que le tengo, Julio.
El policía contestó:
—Muchas gracias.
El asunto era a la vez sencillo y complicado. Julio quería simplemente formar parte de alguna de las Delegaciones de la Generalidad que salían al extranjero a comprar armas, a depositar el oro para el pago, a informar a la opinión internacional…
Don Carlos Ayestarán movió la cabeza.
—Vamos a ver. Concrete usted. Porque ha mencionado usted tres cosas muy dispares. ¿Es que lo único que le interesa a usted es salir al extranjero?
Julio se apresuró a negar.
—¡De ningún modo! Lo que me interesa es lo primero: salir con los compradores de material bélico. He mencionado los otros dos motivos…, simplemente para no cohibirle a usted.
—Ya… —don Carlos juntó las manos como si se dispusiera rezar y se las llevó a los labios como para besarse las puntas de los dedos—. Permítame una pregunta: ¿entiende usted de material de guerra?
—Ni jota.
—Entonces…
—Es muy sencillo. Me gustaría ir en calidad de policía… Estoy seguro de que me comprenderá usted. Me gustaría controlar un poco las gestiones que se hagan. ¿Cómo se lo diré? Se barajarán sumas importantes…
La cara de don Carlos Ayestarán se iluminó. Por un momento temió que Julio le decepcionara. Ahora le pareció que comprendía al policía.
Con súbita energía le dijo:
—Resumiendo… Si no me equivoco, lo que usted desea es ir con la Delegación en calidad de policía, sin que nadie sepa que usted lo es…
Julio reflexionó.
—Bueno… —dijo—. Si se enteran ¡qué más da!
Don Carlos Ayestarán respiró hondo y se echó para atrás.
—Comprendo… —susurró—. ¡Bien, esto está claro!
Parecía mentira que todo se hubiese resuelto con tanta rapidez. Era el sistema de don Carlos Ayestarán. Una vez convencido de la sana intención de la persona que le pedía algo, tomaba la pluma para firmar. En esta ocasión, la propuesta de Julio era razonable y merecía el pláceme.
—O mucho me equivoco —le dijo a Julio— o puede usted contar con el nombramiento. —Julio abrió los brazos en actitud de sincero agradecimiento.
De improviso, don Carlos Ayestarán le preguntó:
—Usted habla francés, claro…
Julio lo miró y sonrió.
—Oui, monsieur —contestó, inclinando levemente la cabeza.
La entrevista terminó. Julio se levantó y con él su anfitrión. Don Carlos miró al policía con afecto. Sentía admiración por él y la hubiera gustado tenerlo en Barcelona. Julio le atajó:
—¡De ningún modo! En Gerona soy don Julio. Aquí perdería al «don».
Don Carlos le acompañó a la puerta. En el camino le preguntó:
—¿Qué edad tiene usted, Julio?
—Cuarenta y siete. ¿Por qué?
—¿Le gustaría acompañar a Durruti a Zaragoza?
—En absoluto.
Don Carlos sonrió.
—Es usted un diablo.
—Nada de eso. Soy franco.
Don Carlos prosiguió:
—¿No le gustan los tiros?
—Prefiero el dominó.
—Entonces, ¿por qué se hizo policía?
—Por dos razones. Primera, porque así puedo disparar yo también. Segunda, porque a lo que jugamos los policías es precisamente al dominó.
En aquel momento llamaron a la puerta, e inesperadamente ésta se abrió dejando paso a un muchacho rubio, de nariz y mentón enérgicos, que llevaba en la mano un precioso reloj de arena, Don Carlos hizo una expresión de agrado y presentó a los dos hombres.
—Es un sobrino mío —dijo—. Me ayuda mucho.
—Tanto gusto. Me llamo Julio.
La voz del muchacho era clara y equilibrada.
—Me llamo Feliciano, pero no es culpa mía. Todo el mundo me llama Moncho.
A la salida del edificio de la Generalidad, Julio García dio una vuelta por el barrio gótico de Barcelona y luego se fue a las Ramblas. Entró en un café y pidió telefonear. Se disponía a llamar al Hotel Majestic para concretar la tercera entrevista de las que tenía proyectadas y que consideraba sin duda como la más importante: el doctor Relken. Mientras esperaba la comunicación, se fijó en el título de una obra anunciada en una cartelera exterior: Sífilis, o toda tú para mí.
El doctor Relken acudió al teléfono y al reconocer la voz de Julio soltó un «¡Eureka!», jubiloso y halagador. «¡Venga inmediatamente!», le invitó el doctor; y Julio colgó el auricular y encendió con satisfacción un pitillo.
Julio se dirigió al hotel preguntándose por qué le intimidaba tanto el doctor Relken. No era ningún superhombre, en ningún aspecto; y, sin embargo, rara vez se comportaba ante él con naturalidad.
El doctor le esperaba ya en el vestíbulo del hotel, y en cuanto los dos hombres se vieron se acercaron dando muestras de satisfacción y se estrecharon efusivamente la mano. A Julio le pareció que el doctor estaba más pálido que en Gerona, aunque tenía los ojos igualmente brillantes y, por supuesto, la cabeza todavía al rape. «¡Ah! —exclamó el doctor, indicándole a Julio el camino del comedor, donde había encargado una merienda—. Es una medida preventiva. Así no me cortarán de nuevo el pelo».
La mesa elegida era tranquila, junto a los ventanales, bien aireados por un ventilador. El doctor, mientras llamaba al mozo y se ataba, ¡incluso para merendar!, la servilleta a la nuca, recordó con nostalgia «los platos sabrosos» con que lo obsequiara en Gerona doña Amparo Campo. «¿Cómo está su esposa? Supongo que bien… ¿Y el coronel Muñoz? ¿Y los arquitectos Massana y Ribas?». ¡Gerona le había entrado en el corazón! El doctor evocó incluso las «tertulias» del Neutral. «¿Se acuerda, Julio? Dentro de los espejos, parecíamos un millar…».
Julio aguantó el chaparrón, sin acabar de explicarse el interés que el doctor demostraba por Gerona. «No sé si es sincero o si está inventándoselo todo». Lo cierto es que el hombre no le perdonó detalle, interrogándole incluso sobre el caudal del Oñar y del Ter y sobre la suerte corrida por el orfeón gerundense. «En la guerra se canta de otro modo, ¿verdad?».
Julio llegó a impacientarse. Él estaba allí, en el Hotel Majestic, ¡y se disponía a tomar té con pastas!, porque esperaba mucho de aquella conversación. El policía tenía la certeza de que el doctor Relken, veterano de tantas revoluciones, tendría una opinión personal y serena de los acontecimientos de España. «¿Sabe usted?, a nosotros, los árboles no nos dejan ver el bosque».
El doctor jugó con él. Fue hablando de menudencias hasta que el camarero hubo llenado la mesa y se hubo retirado, servilleta al hombro. Entonces miró a Julio sonriendo:
—Bueno, vamos a ver. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Qué es lo que le interesa?
Julio dejó en la mesa la taza de té, que quemaba los dedos, y se disponía a contestar al doctor Relken cuando vio pasar por el vestíbulo del hotel a Axelrod y Goriev, con el perro que los acompañaba a todas partes.
—Los rusos… —dijo Julio.
El doctor Relken no los miró. Y tomando una pasta comentó:
—No hablan con nadie, sólo con el perro.
A Julio le parecía que las cosas que decían de los rusos debían de ser exageradas.
—Harán como todo el mundo, supongo —comentó, observando a Axelrod—. A veces hablarán y a veces no.
El doctor siguió sin mirar al vestíbulo. Se anudó con más fuerza la servilleta al cuello.
—No se forje ilusiones, Julio. Los rusos no «hacen» como todo el mundo. —Tomó otra pasta—. Más le diré: no «son» como todo el mundo.
El policía aguardó unos instantes, y en cuanto Axelrod y su escolta desaparecieron en el interior de un coche, volvió a concentrar su atención en su interlocutor.
—Me gustaría conocer a los rusos —dijo.
—Eso es difícil —contestó el doctor, sonriendo—. Yo viví años en Rusia y no lo conseguí.
Julio tomó un sorbo de té.
—Bien —concluyó—. Volvamos a lo nuestro. ¿Está usted dispuesto a ser bombardeado? Se lo agradezco mucho. —Julio tomó una pasta—. Dígame, ¿qué opinión tiene usted de los militares sublevados? Entiéndame la pregunta. ¿Qué opinión tiene usted del enemigo?
El doctor cabeceó indicando que la pregunta no era vulgar.
—No está mal. ¿Qué le diré? —Reflexionó unos segundos—. A mi entender, será duro de pelar.
La expresión de Julio indicó que el policía estaba de acuerdo y el doctor prosiguió:
—Para empezar, me ha llamado mucho la atención su estratagema de transportar por vía aérea tropas a la península. Es un golpe genial. Que yo sepa, la primera vez que se lleva a cabo en toda la historia militar.
Julio no pareció alarmarse demasiado.
—Sin embargo…
—Le comprendo —se anticipó el doctor—. Quiere usted decir que esto no es más que un golpe inicial. Tal vez sí… Pero no espere una guerra fácil. El cerebro que ideó esto, puede idear otras cosas.
Julio tomó otro sorbo de té e hizo una mueca de disgusto.
—Idear otras cosas… No sé hasta qué punto. No tienen apenas nada. Ningún puerto importante, ningún…
—Tienen unidad —cortó, rápido, el doctor Relken—. ¿Le parece poco? Los rebeldes están unidos. —Llamó al camarero y desde lejos le pidió un vaso de agua helada—. ¿Se acuerda usted de la importancia que yo le he dado siempre a «estar unidos»? A los rebeldes los une la religión.
Julio reflexionó y asintió.
—Sin embargo…
—No me ponga usted pegas —sonrió el doctor—. Me ha pedido mi opinión, ¿no? Y yo se la doy después de haber reflexionado. Ahí está. —El camarero llegó con el agua—. Hay una frase de un político de la República, de Prieto, que a mí me interesó mucho. Prieto dijo que lo que más miedo le daba en este mundo era un requeté después de comulgar.
Julio conocía la frase y se rió con ganas.
—A mí también. Es la única cosa de Prieto con la que estoy de acuerdo.
—¿Lo ve? —opinó el doctor—. Ustedes se mueren por contradecirse, lo darían todo con tal de demostrar que el vecino es idiota.
Julio asintió y permaneció súbitamente pensativo.
—Es verdad —admitió. Y encendió un pitillo.
El doctor Relken se tomó con lentitud el agua helada. Por la transparencia del vaso Julio le veía enormes los labios, multiplicados monstruosamente.
—¿Le parece a usted —prosiguió Julio, cuando el doctor dejó el vaso— que el pueblo español es heroico?
El doctor afirmó sin reticencias.
—Por descontado, lo es. Ahora bien —añadió—, se ha expresado usted con precisión. El «pueblo español» es heroico; por lo tanto, también serán heroicos los soldados «fascistas».
—Sí, claro…
—Reflexione sobre lo que ha pasado en el Alcázar de Toledo. O en Oviedo. ¿No escucha usted las radios enemigas?
—No…
—Pues debería hacerlo, se lo aconsejo.
Julio se mostraba cada vez más interesado.
—¿Y sobre nuestra capacidad de barbarie, de crueldad?
—¡Eh, je! —exclamó, satisfecho, el doctor Relken—. Lo estaba esperando. ¿Estará usted contento si le digo que en este terreno todos los países son iguales?
—No —negó Julio—. No estaré satisfecho.
—Pues deberá estarlo, porque así es. Todas las colectividades son iguales. Lo que varía son los estímulos que cada país necesita.
—Pero hay naciones incapaces de lanzarse a una guerra civil.
—¿De veras? La historia es larga. ¿Puede usted citarme una que no haya tenido guerra civil?
Julio frunció el entrecejo.
—Inglaterra es nación culta ¿no? —añadió el doctor Relken, con creciente autoridad—. ¿Qué me dice usted de la Cámara de los Horrores que se exhibe en Londres y del archivo de criminología que hay en Scotland Yard? —El doctor Relken marcó una pausa—. ¿Y de Alemania, qué me dice usted? Músicos, filósofos, los genios que usted quiera. ¿Existe pueblo más cruel que el alemán? Los nazis son alemanes, no lo olvide usted… ¿Y los japoneses, y los chinos? ¿Por qué se empeñan ustedes en creer que los españoles son peores que los demás?
Julio no parecía estar convencido.
—A mi me parece que cada raza tiene sus inclinaciones…
—¡Alto! Eso es verdad… —El doctor Relken sudaba y echó una mirada al ventilador de aspas horizontales—. En este terreno, mi querido amigo, tiene usted razón. Las inclinaciones de ustedes son… ¿cómo se dice?, ¡ah, sí!: primarias. Son de lo más primarias.
Julio arrugó de nuevo el entrecejo.
—¿Cómo le explicaré? —añadió el doctor Relken—. Por ejemplo…, la manera de matar. ¿Se ha fijado usted? Ustedes matan… a capricho, sin reflexión. —El doctor miró con fijeza al policía—. Más claro: ustedes matan sin apelar a la ciencia.
Julio retrocedió.
—¿A la ciencia?
—¡Oh, le ruego que no se enfade usted! Escúcheme, Julio. Con usted tengo confianza. Y también con doña Amparo… En la provincia de Córdoba han llegado ustedes a fusilar a un hombre y a comerse luego, fritos, sus riñones… —Julio hizo una mueca de asco—. En Madrid, parece ser que cuando pasa por las calles un muchacho voceando «¡Agua fresca y aguardiente!», quiere significar que a la madrugada habrá fusilamientos en la pradera de…
—¿De San Isidro? —apuntó Julio.
—¡Eso es! San Isidro. Los santos, sabe usted, los confundo siempre.
Julio aplastó la colilla en el cenicero.
—Eso… y otros muchos ejemplos, como el de la patrulla que elige siempre, para matar, un sitio poético, a ser posible con flores, eso, mi querido Julio… ¡no tiene el menor interés! —El doctor concluyó—: Ahora lo interesante es la tortura psicológica.
Julio se inmovilizó. El doctor se arrancó la servilleta del cuello y con ella se secó el sudor. Julio, sin saber por qué, optó por no proseguir el interrogatorio. Hizo el propósito de retener en la memoria el curioso ademán del doctor al pronunciar con tanta intención las palabras «tortura psicológica».
Hubo un silencio. Julio se preguntó una vez más: «¿Quién es ese hombre?». Estaban solos en el comedor. El camarero se había sentado en un rincón, con la servilleta en las rodillas, dispuesto a dormitar.
El doctor se animó más aún. Su cara se había coloreado; en cambio, los labios le temblaban como si se esforzase en exceso. Ya no esperó a que Julio le hiciera preguntas; las adivinaba y anticipaba las respuestas. De hecho, Julio fue de asombro en asombro. ¡Qué tipazo el doctor! ¿Sería comunista? ¿Qué hacían, en el Majestic, Axelrod y Goriev?
El doctor le dio valiosos informes. Le confirmó que los faros ingleses de Gibraltar ayudaron a los barcos rebeldes y que en Barcelona la FAI, a la que los botones del hotel llamaban «Federación de Automóviles Imponentes», se había incautado, con instinto certero, de cuatro servicios capitales: Teléfonos, Espectáculos, Tranvías ¡y el Palacio de Justicia! «Los anarquistas con las balanzas de la ley, ¿qué le parece?». Luego añadió que, tan cierto como que sudaba a mares, Hitler procuraría por todos los medios convertir a España en un campo de experimentación bélica, mientras que Stalin, por su parte, procuraría lanzar contra Hitler a las democracias occidentales y no a Rusia. «Hitler es la obsesión de Stalin», subrayó. Si se tomaba Zaragoza y la resistencia rebelde se hundía, no pasaría nada; pero si se prolongaba, la patria de su querido amigo Julio se vería invadida por combatientes de todas las razas. «Lo cual les resultará a ustedes bastante molesto». Las prostitutas de Barcelona habían fundado el «Sindicato del Amor». Un anuncio de un diario barcelonés izquierdista decía: «La democracia de las sedas está en El Barato». La indisciplina y la ignorancia de los milicianos que habían salido para Aragón eran tales, que varias centurias formaban de cinco en cinco porque sus jefes no sabían contar más que así. Innumerables detalles observados le habían llevado a la conclusión de que algo visceral —repitió la palabra— de España era antirrepublicano; por ejemplo, que la frase «comer en república» fuera sinónima de comer abundantemente y mal, y que incluso el léxico de los ateos españoles estuviera salpicado de religiosidad: «Camaradas de la UGT, es necesario pagar religiosamente la cuota». Sí, el pueblo español era un pueblo asombroso y pintoresco, un pueblo de hombres bajos y montañas altas, contraste que a él le llamó siempre la atención. Mientras tres jefes de Estat Català tiraron a las Ramblas, desde una azotea, como si fueran papeles, un montón de Hostias consagradas, un nacionalista de Bilbao que no podía comulgar porque inadvertidamente había comido pan con chocolate, salió de la iglesia y, llevándose los dedos a la garganta, se provocó el vómito.
—En España están surgiendo centenares de asesinos, Julio. Lo sabe usted como yo. Pero resulta que los datos normales no me encajan. Comúnmente se dice que diversas enfermedades predisponen a ser criminales: esquizofrenia, ¿se dice así?, herencia sifilítica, parálisis, gordura con tez amarilla, forma triangular de la cabeza, etcétera. Pues bien, en España surgen en cada esquina criminales que escapan a esta clasificación. Hay en España como una profunda necesidad de matar, tal vez porque aquí se cree que la muerte no es definitiva, sino un simple viaje a otra vida imaginada eterna. ¿Sabe usted lo que me llamó la atención en Gerona? Que una madre le dijera a su hijo, pellizcándolo: «¡Ay, te mataría!». Y que en cierta ocasión, al preguntarle yo a Cosme Vila: «¿Qué tal, Cosme, qué hace usted aquí?», me contestara: «Matando el tiempo».
Julio escuchaba al doctor pasando de uno a otro estado de ánimo. Tan pronto se indignaba con él como lo escuchaba embebido. El doctor Relken, al término de su perorata anterior, añadió que aquellos días habían sido muy intensos para él y a propósito para sus aficiones. Había andado mucho, olfateando aquí y allá. Porque la política y los espasmos colectivos interesaban a la mitad de su ser arrolladoramente, pero sólo a la mitad; la otra mitad prefería siempre el detalle mínimo, como por ejemplo que las criadas del hotel cantaran cada mañana como si nada ocurriera y que por el contrario los animales del Parque Zoológico se mostraran agitados como si entendieran de cataclismos. ¡Ah, sí, la calle era un verdadero espectáculo y cada hombre llevaba impreso en la retina y en la sonrisa el estupor, el deseo de algo grande y al mismo tiempo la nostalgia del vivir tranquilo! Posiblemente incluso las plantas y la materia «advertían» de algún modo que el hombre se había desencadenado; pero ésa era ya otra cuestión…
Llegado aquí, el doctor, inesperadamente, se pasó la mano por la frente y luego se levantó. Julio, por el contrario, seguía clavado en su asiento. El doctor se había agigantado frente a él. Y, sin embargo, oyó de sus labios que se había levantado porque no se encontraba bien.
—La verdad es que, desde que estoy en Barcelona, mi salud anda mal… —explicó. Estiró las piernas como queriendo que su sangre circulase y añadió—: ¡Ese aceite! ¡Y ese calor! —Y luego—: Perdóneme, Julio, he de ir un momento al lavabo…
Julio, al quedar solo, pensó que en efecto el doctor tenía mala cara. Y por enésima vez se preguntó quién era en realidad aquel hombre. Sólo sabía de él que era judío, de Praga, nacionalizado alemán y expulsado por los nazis. Pero ¿le bastaba para vivir con decir a menudo: «me interesa el detalle mínimo» y con teorizar? ¿Y su corazón? ¿Y su pasado? ¿Qué buscaba? Desde luego, escucharlo era un placer; no lo era tanto, a veces, mirarlo a los ojos.
Cuando el doctor regresó, su palidez se había intensificado hasta el punto que Julio se alarmó y le propuso acompañarlo a la habitación y dejarlo solo; pero el doctor lo atajó con un gesto.
—¡Estoy tantas horas solo! —declaró inesperadamente. Y se sentó de nuevo.
Julio, entonces, olvidó los «acontecimientos» y se interesó por él. Y su interés acabó por abrir brecha —¡por vez primera!— en la coraza del doctor. A su alrededor el ventilador de aspas horizontales giraba esparciendo aire fresco sobre la cabeza del camarero dormido.
—¿Tiene usted amigos, doctor?
Fue la pregunta clave. Y Julio se la hizo sin malicia, sin juzgarle, por sincera compasión.
—Creo que no —contestó el doctor—. Ni siquiera creo que usted lo sea. —Arrebujó la servilleta con una mano—. Estamos juntos… por casualidad. Y por matar el tiempo.
Julio protestó. Afirmó «por todos los santos» que podía tenerle por un amigo de verdad y le desafió a ponerlo a prueba en cualquier circunstancia. «Pídame usted lo que sea cuando quiera, y será». El doctor hizo una mueca y Julio, comprendiendo, le atajó al instante. Recordó que el doctor le dijo en cierta ocasión que en España se exigían pruebas constantes de amistad, cuando ésta era algo perspicaz y subterráneo que consolaba incluso la distancia y más allá de los años. «Pero ahora no se me vaya usted al otro lado, doctor. No saque de ello la conclusión de que toda prueba palpable de amistad carece de valor».
—Tiene usted una tendencia peligrosa a sentirse descontento de sí mismo —prosiguió Julio—. Éste es el peor de los pesimismos, creo yo. A mí me ocurría igual y he luchado contra ello hasta vencer. Ahora parto de la base de que cualquier equivocación que yo cometa puede cometerla cualquiera, desde mi esposa, Amparo Campo —que por cierto, le adora a usted—, hasta el misterioso delegado ruso, Axelrod. ¡Entiéndame! La democracia de las sedas está en los Almacenes El Barato, pero la democracia de los defectos, la igualdad, está en nuestra pobre vida de cada día.
El doctor no pareció convencerse. Pasaba un momento de profunda desmoralización. Miraba todo cuanto en la mesa había y no encontraba nada que pudiera estimularle. ¡Ni siquiera un vaso de agua! Sufría. Tal vez estuviera más enfermo de lo que podía sospechar.
Julio se calló, comprendiendo que las únicas palabras que podrían liberarle serían las que él mismo pronunciara. El doctor Relken necesitaba un vómito similar al que se provocó el nacionalista de Bilbao.
Por fin el hombre pareció recobrarse un poco. Le pidió un pitillo a Julio.
—Tome, fume usted…
El doctor encendió y sonrió: «Gracias». Luego añadió:
—Querido Julio, mi drama es simple: no sé quién soy. ¿Me comprende? La gente me tiene por imposible. ¡Bah! ¿Quién puede clasificarme? En Gerona me di cuenta de que me tomaban por excéntrico: o por espía, o por homosexual… ¡Tengo una cabeza tan rara! La verdad es que no soy nada de eso. La verdad se la he dicho: no sé lo que soy. Un hombre sin raíces, ahí está. Expulsado de mi país de adopción, es decir, sin casa propia. Divorciado de mi mujer; es decir, sin corazón. Voluntariamente estéril; es decir, cobarde. ¡Oh, sí, tal vez mi mayor tragedia haya sido ésta, no tener hijos! Usted sabe también algo de eso, ¿verdad, Julio? A veces es terrible pensar que uno terminará en uno mismo. Entonces ¿qué cabe hacer? Seguir por donde ordena el temperamento… El mío me ha ordenado viajar y aquí estoy, ocupando el cuarto de un hotel de cualquier parte. «Curiosidad analítica», me decía antes a mí mismo. ¿Qué hará tal individuo, cómo está el mapa en el día de hoy? Siempre preguntándome. Ando por el mundo preguntando y nadie me dice la verdad. Hablo siete idiomas, pero en ninguno de ellos sé hablar ni con los niños ni con los ancianos. Me interesa el arte, y en estos días me dedico, sin escrúpulos, a comprar objetos robados. Soy ingeniero, y nunca he construido un puente. Incoherente todo eso, ¿no es cierto? ¡Quiere que le profetice una cosa, Julio! Moriré pronto…, y lejos de Alemania. ¡No quiero que me maten los nazis, no quiero! Son peores aún que «un requeté después de comulgar». Y no los acuso porque esté a sueldo de nadie; mi cerebro me lo pago yo. Lo digo porque los conozco y porque ésta es mi convicción. Aunque, ¿sería feliz sin ellos? Todo lo llevamos dentro, ¿no lo cree usted, Julio? La desgracia de los hombres como usted y como yo es que vamos necesitando más y más sutilezas para gozar. De niños disfrutábamos viendo una rana saltar a un charco; ahora necesitamos muchos halagos, o una revolución… ¿Cómo luchar contra esto? Mire usted… Ahí tiene a ese camarero, dormitando. Mírele las piernas, los zapatos… El sueño de los espíritus simples. El ventilador lo hace feliz. Cuando despierte, será feliz llamándome doctor y sirviéndome la comida. Me cree un personaje. ¡Tengo una cabeza tan rara! Usted y yo no servimos la comida a nadie y tal vez ésta sea nuestra equivocación. Por más que… ¿por qué le hablo de este modo? ¡Sí, me gusta vivir! ¡Ah, sí, créame, Julio! Baches como éste los tengo a menudo; pero pronto reacciono. ¡Deme otro pitillo, por favor!
Tampoco esta vez Julio se perdió una sílaba. Lo escuchó con atención, echando bocanadas de humo y pensando constantemente: «Yo también soy de ese modo…». «Eso también me ocurre a mí». También él era de clasificación difícil, por más que su mujer le decía a menudo: «Un viva la Virgen, eso eres tú». Sí, era cierto que todo se llevaba dentro. Ahora llevaba dentro la idea de irse a París con una delegación de la Generalidad, a comprar armas. En algo discrepaba del doctor: a Julio no le parecía terrible, sino todo lo contrario, terminar en uno mismo. ¿A qué prolongar en los hijos tanto azar, tanto monólogo? Por cierto, era aquélla la primera vez que el doctor le había hablado de la muerte, palabra que le inspiraba a Julio verdadero horror. En cambio, una frase lo había gustado sobremanera: «Mi cerebro me lo pago yo». Y también esta otra: «¿Cómo está el mapa en el día de hoy?». ¿Y por qué repudiar la curiosidad analítica? ¿Era mejor cantar cada mañana como las camareras del hotel, o dormir como el camarero? Indudablemente, el doctor era un sentimental y su impavidez un mito. Menos mal que sus depresiones eran pasajeras. Sin embargo, ¿por qué, hablando de las torturas, citó «la tortura psicológica»? Ya sus colegas, los policías, le insinuaron algo sobre el particular. ¿Y de dónde había sacado que servir a los demás podía ser la clave del acierto? Millones de servidores en cualquier continente eran de pies a cabeza una lágrima o una úlcera, entendiendo por lágrima el asco de uno mismo y por úlcera la propia mediocridad.
De pronto, el doctor se levantó, interrumpiendo las cavilaciones de Julio. De nuevo le agradeció el «calor humano». Ya todo pasó. Esperaba verle otra vez, muy pronto… Entretanto, ¡un saludo a Gerona y a todo lo que aquella ciudad contenía dentro de la piedra!
—Un vaso de agua a mi salud… Y póngame a los pies de doña Amparo.