Los acontecimientos se precipitaron y su complejidad era tal que incitaban por un lado a la fantasía y por otro aumentaban la credulidad. Todo era posible, todo verosímil. La gente más discreta se sorprendió a sí misma haciendo extrañas cábalas o esforzándose por presentar hechos absurdos como reales y provistos de lógica. Raras personas escapaban a esta ley de contagio.
Desde luego, quienes menos fantaseaban seguían siendo el general, el coronel Muñoz y el comandante Campos, pegados al mapa y a los datos de interés militar. Los tres jefes contaban, por añadidura, con informaciones de primera mano, no sólo a través de las reuniones de la Logia Ovidio, sino en virtud de los incesantes viajes a Barcelona que realizaban el coronel Muñoz y Julio García, donde tenían amistades en el mismísimo Comisariado de Defensa, particularmente con el teniente coronel de Aviación Díaz Sandino, jefe de cuantas operaciones se relacionaban con el arma aérea, y con don Carlos Ayestarán, jefe de los servicios de Sanidad.
El resumen de todos los informes captados por estos jefes demostraba que sus profecías no fueron erróneas. La palabra «guerra» empezaba a circular, aun cuando mucha gente creyera que el globo no tardaría en desinflarse. Se hablaba ya de «frente», de «línea enemiga», de «operaciones», «¡de estrategia!». El propósito de Mola —avanzar hacia Irún al mando de las tropas navarras— era llamado por algunos «frente Norte». El avance de Queipo de Llano —a punto, en efecto, de conquistar la ciudad de Huelva— se había convertido en «frente Sur». El «frente del Centro» consistía en los combates que se libraron en Somosierra y en la Sierra del Guadarrama entre los voluntarios de Renovación Española y de Falange salidos de Castilla, y los heterogéneos voluntarios salidos de Madrid. Sin embargo, el frente de que mayormente se hablaba era el «de Aragón», debido a la columna organizada en Barcelona por Durruti, con el propósito de tomar Zaragoza. Zaragoza era, desde luego, el quid, el objetivo clave, no sólo por su situación geográfica sino porque, según rumores, dentro de la ciudad esperaban no menos de treinta mil militantes anarquistas clandestinamente organizados y dispuestos a lanzarse a la calle en el momento preciso para facilitar la entrada de la columna salida de Barcelona.
Y no era eso todo, en opinión del coronel Muñoz. El H… Muñoz aportó pruebas según las cuales la intervención extranjera en el conflicto español había empezado, y había empezado, además, en los dos bandos. Efectivamente, el Gobierno de la República había mandado a París una comisión con el objeto de solicitar de Leon Blum y del ministro francés del Aire, Pierre Cot, el urgente envío de cuarenta aparatos Potez. La gestión había tenido éxito, excepto por lo que se refería al reclutamiento de pilotos. A la vez, algunos voluntarios franceses y belgas habían entrado en España por la frontera de Hendaya, dispuestos a colaborar en la defensa del país vasco, amenazado por los requetés de Mola, que subían por Navarra. Y, lo que era más importante aún, en Praga se habían reunido a toda prisa el Komintern y el Profintern —con asistencia de delegados españoles, entre ellos la Pasionaria y Jesús Hernández—, acordándose la inmediata organización de actos de propaganda en toda Rusia y en una extensa red de fábricas y centros democráticos de otros muchos países, así como la creación preventiva de una brigada de cinco mil hombres voluntarios internacionales, con el material necesario para operar independientemente, y que se desplazarían a España si había lugar. Mientras, la ayuda a los rebeldes seguía un ritmo parecido. Su S.O.S. había conseguido de Mussolini el envío de unas escuadrillas de «Savoia 81» —se ignoraba el número exacto de aparatos—, los cuales, ¡qué remedio!, habían aterrizado en África y fueron destinados, sin pérdida de tiempo, a transportar fuerzas de Marruecos a la Península. Referente a la ayuda de Hitler, nada se sabía en concreto; en cambio, Portugal había empezado a actuar, ofreciendo sus puertos y abriendo su frontera terrestre para el paso de las armas y hombres que los rebeldes consiguiesen.
La reunión o trabajo de la Logia Ovidio, durante la cual se expusieron formalmente éstos y otros hechos, tuvo lugar en la calle del Pavo el 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración de Jesús. El H… Julián Cervera tenía siempre el capricho de convocar los Trabajos extraordinarios en días que el calendario católico estimaba gozosos. No faltó a la cita ni uno solo de los Hmnos…, ni si quiera Antonio Casal, quien no acababa de comprender que, en medio de tan sangrantes sucesos, en la Logia tuvieran que llevar aún guantes blancos.
El coronel Muñoz, hablando en nombre de los militares reunidos en aquel Trabajo gerundense, subrayó su temor de que la participación extranjera en la lucha iniciada en España perjudicara más que beneficiara al Gobierno de Madrid, por la sencilla razón de que no había la menor garantía de que los hombres que defendían la República hicieran buen uso del material que se recibiera, en tanto que los rebeldes, militares profesionales, aprovecharían sin duda hasta el último cartucho.
—La situación es la siguiente —informó el H… Muñoz—: Las fuerzas que combaten a nuestro lado carecen de unidad. Son guerrilleros que acuden aquí y allá sin plan estratégico, al buen tuntún, lo mismo en el Sur que en Madrid, que los que se disponen a salir para Aragón. Su indisciplina e ignorancia son totales, por carencia de mandos. Los únicos oficiales de que se dispone son los oficiales llamados «de dedo», o sean, nombrados por el simple requisito de señalarlos con el índice: «tú, teniente», «tú, capitán».
»En Somosierra, las decisiones militares se toman por mayoría de votos. Casi siempre impone su criterio el que tiene mejor voz. Cualquier mequetrefe se atreve a planear victorias delante de un mapa, y al parecer incluso en el Ministerio de la Guerra hay quien defiende la tesis de que un limpiabotas puede revelarse de pronto como un estratega genial. El carácter voluntario de los milicianos les permite negarse a obedecer, contestar “no me da la gana” o simplemente tirar en cualquier momento el arma y largarse a la retaguardia.
»Tocante a las matanzas de oficiales de Tierra, Mar y Aire que han tenido lugar, pueden considerarse suicidas. El balance es el siguiente: están en nuestro poder la mayor parte de las unidades navales y la totalidad de los puertos del Mediterráneo y del Cantábrico, pero carecemos de un solo hombre que sepa lo que es un timón. En la base de Cartagena el sacrificio de oficiales malos fue masivo, faltando datos certeros sobre otros lugares. ¡La Escuadra es la fuerza decisiva, dada la longitud del litoral! En cuanto al arma aérea y a la artillería, huelgan comentarios. En el frente de Córdoba se han dado casos de artilleros que han disparado contra nuestras propias líneas y otros que, en vista de que el cañón disparaba demasiado lejos, han recurrido al inteligente ardid de recular el cañón».
El H… Muñoz sacó una cuartilla y la leyó para sí antes de proseguir. Se daba cuenta de que su exposición interesaba, por que el tono de su voz se iba solemnizando cada vez más.
—El H… Díaz Sandino, de la Logia Nordeste Ibérica, de Barcelona, teniente coronel de Aviación, informa que un aviador «leal» llamado Rexach, el día primero de agosto despegó por su cuenta del aeródromo del Prat y se fue a bombardear Ceuta. El H… Carlos Ayestarán, nuestro querido H… Ayestarán, de la misma Logia Nordeste Ibérica, jefe de los servicios de Sanidad de Barcelona, informa que los milicianos se llevan al frente a sus mujeres y que en Asturias los mineros llevan a cabo las emboscadas nocturnas por el inconcebible sistema de avanzar hacia los puestos enemigos cantando a pleno pulmón La Internacional.
»Los ejemplos podrían multiplicarse, pero no hace falta. Se enviará a cada H… de la Logia Ovidio un memorándum completo. De momento sólo añadiré, porque ello afecta a Gerona, que los nombres adoptados por los batallones o centurias que se están organizando en nuestra ciudad, y que han empezado a acampar en la Dehesa, son más elocuentes que mis cuartillas. Centuria “Germen”, capitaneada por Porvenir. Centuria “Los Chacales del Progreso”, capitaneada por Gorki. Centuria “Las hienas antifascistas”, cuyo mando se disputan Murillo y el Cojo, etcétera.
El H… Muñoz dejó las cuartillas, se quitó las gafas y mirando al auditorio concluyó:
—Personalmente, nada de lo especificado me parece cómico, sino lo contrario, y me atrevo a desear que el H… Julio García comparta mi criterio y reserve sus expresiones irónicas para otras circunstancias menos graves.
Se hizo un gran silencio. El coronel Muñoz bajó del estrado y se dirigió a ocupar su silla muy cerca de la columna Jakim. Acto seguido, se levantó el H… Julián Cervera, que presidía el Trabajo, el cual pasó a enunciar algunas sugerencias aconsejadas por los hechos que el H… Muñoz acababa de revelar y de los que él había sido previamente informado.
Primera sugerencia: Enviar a Madrid, al Gobierno de la República, y a Barcelona, al Gobierno de la Generalidad, un nuevo mensaje de adhesión de la Logia Ovidio.
Segunda sugerencia: Enviar a las principales logias de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos un detallado informe sobre la situación en la zona, recargando un poco los signos adversos.
Tercera sugerencia: Informar a dichas logias de la ayuda que Portugal presta a los militares sublevados, así como del incalificable apoyo que, en las primeras noches de la revolución, prestaron los faros del Peñón de Gibraltar a los convoyes fascistas procedentes de Marruecos, que cruzaron el Estrecho con tropas regulares y material abundante.
Cuarta sugerencia: Poner el veto a la admisión de mujeres en los frentes de lucha, en primera línea, y destinarlas a servicios auxiliares.
Quinta sugerencia: Aceptar el ofrecimiento de dos ambulancias y de un tren de medicamentos ofrecidos por las Logias de París y delegar al H… Julio García para dar cuenta de ello, en Barcelona, al H… Carlos Ayestarán, jefe de los Servicios de Sanidad.
Sexta sugerencia: Suplicar al comandante Campos, prestigioso artillero, y al doctor Rosselló, cirujano ilustre, que se incorporen a las milicias gerundenses prontas a salir para el frente de Aragón, integradas en la columna Durruti.
Terminada la lectura, el H… Julián Cervera se sentó, sin hacer comentarios, y acto seguido abrió el debate y la rueda de preguntas.
Julio García fue el primero en intervenir. Dirigiéndose al coronel Muñoz, le pidió disculpas por sus expresiones anteriores, fruto de la incorregible manía de buscar el aspecto satírico de las cosas. «Perdóneme usted», repitió Julio, inclinando la cabeza. El H… Muñoz la inclinó a su vez y el incidente se dio por terminado.
A continuación intervino el comandante Campos. Apenas se puso en pie, todos los asistentes advirtieron que la sugerencia de que se alistara para ir al frente le había producido, tal vez a causa de su avanzada edad, un shock nervioso. Manifestó que estaba dispuesto. «A la orden», dijo. Su voz fue enérgica, pese a que en el momento en que el H… Julián Cervera lo nombró tuvo la corazonada de que moriría en la aventura. No sabía por qué, pero en seguida se imaginó en el fondo de un barranco rojizo de Aragón, cerca del puesto de mando de Durruti, desangrándose junto a la batería que le había sido asignada.
A continuación habló el H… Rosselló. El H… Rosselló aceptó también la sugerencia que le fue formulada. No era valiente, jamás lo fue. Sin embargo, su vida personal se encontraba en un período tan caótico, que pensó en la posibilidad de que aquella decisión volvería a darle un sentido. La fuga de su hijo Miguel con camisa falangista y la indiferencia con que le trataban sus dos hijas desde el estallido de la revolución, le tenían anonadado. Al escuchar la sugerencia del H… Julián Cervera se dijo que tal vez pudiera hallar la recuperación entregándose a lo suyo, a la cirugía. En el frente, un cirujano podía no sólo hacer bien, sino ejercitarse profesionalmente como en ningún otro sitio. ¡Se encariñó con la idea! Desde su puesto miró al comandante Campos y enlazando las manos le envió un fraternal saludo.
Los restantes asuntos fueron de trámite. Los arquitectos Massana y Ribas pidieron que se hiciera pública la protesta de la Logia Ovidio contra los asesinatos cometidos por los Comités de Gerona y provincia. Se les contestó que ello era de lamentar, pero que no procedía darle forma oficial y colectiva. Antonio Casal preguntó si la consigna referente a su labor en el seno del Comité seguía siendo la misma: «La misma —le contestaron—. Procure usted conciliar los criterios, conseguir la unidad».
Se dio por finalizado el Trabajo. Los H… de la Logia Ovidio fueron saliendo por parejas. Julio invitó a Antonio Casal a tomar un café en el bar de los futbolistas, en el que Ignacio en tiempos iba a jugar al billar.
—Menos mal —le dijo el policía al jefe local de la UGT— que no soy ni artillero ni cirujano. ¡En buen lío me hubieran metido!
Antonio Casal sonrió.
—¿No le gustan a usted las balas, Julio?
—¡A mí, sí! —exclamó el policía—. ¡Me pirro por ellas! Es por mi mujer, ¿comprende?
Antonio Casal volvió a sonreír y Julio García, mirándolo, levantó la taza de café y dijo: «A su salud, mi querido socialista».
* * *
Al margen de la opinión de los militares, era palpable que la inesperada, fulminante noticia de que en Gerona y provincia quedaba abierto el reclutamiento de voluntarios para el frente de Aragón —y la no menos fulminante y favorable respuesta— había sacudido como un reguero de pólvora a la «masa neutra» de que David y Olga hablaban y a todas las fuerzas revolucionarias. La ciudad entera comprendió que «aquello» confería a los hechos un nuevo significado. Cada voluntario se respetó más a sí mismo. Cada patrulla o ronda entendió que lo que se había hecho y seguía haciéndose en nombre del pueblo —el «hartazgo» previsto no llegaba— estaba justificado. Muchos remisos exclamaron: «¡Claro, claro! ¡Hay que ir hasta el final!». Canela le dijo a su patrona, la Andaluza: «Me despido, abuelita. Me voy con Murillo al frente de Aragón».
Como fuere, era preciso reconocer que el general, al definir a los milicianos como meros «asesinos de gente indefensa», pecó de superficial. He aquí que muchos de ellos estaban dispuestos a dar la propia vida por la causa que defendían, como la habían ya dado, en otros lugares, muchos de sus camaradas. ¡Sí, ahí estaban, alineados en la Dehesa, el Cojo, Ideal, y Teo, y Murillo, y tantos y tantos…! Y no cabía ironizar, como hacían los compañeros de trabajo de Ignacio, que la mayor parte «se iban al frente como quien se echa al ruedo en una novillada». Existía, ¡cómo no!, un punto de alegría inconsciente y contagiosa; pero en el fondo cada cual sabía que las culatas de los fusiles suelen ser, incluso bajo el sol, misteriosamente frías, y el propio Porvenir, por encima de su alucinante aspecto —en taparrabos en lo alto de un camión y dando órdenes con un micrófono en la mano— sabía perfectamente, por sus escaramuzas en Barcelona, lo que es el miedo y cómo retumba el mundo, sobre todo el mundo interior, cuando alguien que está enfrente de uno dispara con un fusil.
Quien más convencido estaba de la gloriosa legitimidad de todo esto era el Responsable. Sin la menor duda, el Responsable vivía su momento estelar. No tenía remordimientos. ¿Para qué? Una imagen sepultaba a la otra. Al recibir el encargo de Durruti: «Organízame esto», su gorra se confundió con su cerebro. Quiso ser el primero en alistarse, pero todos cuantos le querían, empezando por sus hijas, procuraron disuadirlo y lo consiguieron. No era sensato dejar la ciudad en manos de Cosme Vila. Irían al frente sus colaboradores más próximos, los jefes de los comités de los pueblos, etcétera. ¡Oh, sí, qué triunfo para la organización! Era hermoso ser anarquista. El Responsable evocaba su infancia, las pomadas que vendió. Ahora mandaba a sus hombres a la línea da fuego y él permanecería en la retaguardia empujando cada vez más la revolución.
Acaso el instante en que paladeaba más rotundamente su triunfo era a última hora de la noche, cuando se retiraba a pie por las calles solitarias, al lado de Porvenir. Su meta era la céntrica casa de don Jorge, en la que, de momento, se había instalado. En cada esquina, en cada metro de la ciudad veía muestras de la labor que CNT-FAI llevaba a cabo.
—¡Y pensar —decía el Responsable—, que dudabas en venirte a Gerona!
—Lo hice a cara o cruz —admitía Porvenir—. No tengo perdón.
—Ahora, ya ves… Se ha trabajado.
—Cosme Vila está que arde.
—Y lo que arderá.
Marcaban una pausa y miraban a las estrellas.
—Es un verano de aúpa…
—¡Qué importa! Sería invierno y tendríamos el mismo calor.
Seguían andando.
—Y en Zaragoza, treinta mil camaradas esperando…
—Poco esperarán.
Se detenían para frotar las suelas de sus alpargatas contra el bordillo de la acera o para proyectar con el índice la colilla en la pared. A veces, el Responsable volvía la cabeza y veía a Porvenir haciendo gimnasia: «Uno, dos, uno, dos».
—No seas mameluco.
—Me parieron así.
—¿Hacemos pis?
—Bueno…
—¡No! Aquí no. A lo mejor hay monjas en estas cloacas.
Si descubrían una patrulla de milicianos, se hacían los encontradizos para conocer la consigna de turno.
—«El Papa es un cabrón».
—«Arriba Carlos Gardel».
—¡Salud!
—¡Salud!
El piso de don Jorge atraía al Responsable. Éste llegó a la conclusión de que los burgueses sabían vivir. Cada noche, al acostarse, decía lo mismo: «Don Jorge se conocía a fondo la anatomía». Le gustaba bromear. Con los damascos rojos abrillantaban las pistolas y Porvenir se las ingenió para que, tirando de un cordel, las dos armaduras del vestíbulo levantaran el brazo de tal suerte que daban la impresión de saludar puño en alto.
Llegados frente a la casa, miraban a los balcones y bostezaban.
—No me acostaría. Me quedaría aquí.
—Hale, que mañana hay faena.
El Responsable decía esto precisamente en el momento en que se sentaba en la acera y estiraba las piernas.
—Que me zurzan si te entiendo —argüía Porvenir, empezando a doblar las rodillas para sentarse también.
Las estrellas los miraban.
* * *
Cosme Vila vivía un momento más confuso… Seguía siendo el miembro del Comité que más tarde se acostaba. Cada noche, al oírlo entrar, su esposa le preguntaba: «¿Qué hora es?», y Cosme Vila, mientras se quitaba el ancho cinturón y echaba una mirada al pequeño, le contestaba: «Las tres…», «Las tres y media…», «Las cuatro…».
Cosme Vila hubiera deseado que quien organizase la columna para Aragón fuese el Partido Comunista; pero Durruti se le anticipó, lo cual significaba, ¡a qué negarlo!, un prestigio inmenso para el Responsable. Ahora los militantes del Partido que se habían alistado, así como los socialistas y los muy escasos de Izquierda Republicana y Estat Català, tendrían que montar en camiones anarquistas. Él hubiera querido contrarrestar el golpe, dando personalmente ejemplo, alistándose el primero, pero las instrucciones de su jefe inmediato, Axelrod, fueron terminantes: «No hay prisa».
«No hay prisa». Era la consigna habitual, que le recordaba a Cosme Vila la tortuga que tenía Julio García. Ya Vasiliev se lo dijo una vez: «En España hay tanta impaciencia, que el que consiga dominar sus nervios y hacer las cosas con serenidad acabará adueñándose del cotarro». Sin embargo, si era la FAI la que conquistaba a Zaragoza… Cosme Vila consideraba muy doloroso que al cabo de tantos esfuerzos la autoridad moral pasara a manos de anarquistas y el símbolo del heroísmo fuese la bandera de la CNT.
Axelrod, hombre de cincuenta años, nacido en Tiflis, se había reído de tales escrúpulos. Axelrod tenía una frase de Lenin para responder a cada una de las dudas de Cosme Vila. En su último viaje a Gerona advirtió que el jefe gerundense estaba obsesionado por el deseo de vencer, y le salió al paso con dureza: «¿Victoria? ¿Qué importa la victoria? Nosotros somos realistas y prácticos. Ningún jefe debe creer que hemos de ganar necesariamente. Lo esencial es atraer a la masa cada vez más». Este texto de Lenin desconcertó por completo a Cosme Vila, como le desconcertó enterarse por boca de Axelrod de que el promotor de la revolución rusa citaba a menudo a Cristo en sus discursos y escritos. «Para la masa, consignas simples, querido Cosme. Pero los jefes han de ser útiles, entiéndeme…».
Cosme Vila se aplicaba cuanto podía. Pero Axelrod le causaba desasosiego: Vasiliev era cien veces más transparente, lo que acaso se debiera a que hablaba mejor el español. Axelrod era el símbolo de la contradicción. Cara redonda y mejillas rosadas, a lo burgués; parche negro en un ojo, como los piratas; sombrero a lo gangster de Chicago; traje de corte impecable. Axelrod era el primer ruso que Cosme Vila veía vestido con gusto occidental. Su voz era más bien débil, pero todo cuanto con esta voz expresaba eran martillazos. «Halaga la vanidad de Morales y jugarás con él como con un muñeco». «Manda a Gorki al frente, aquí te traería complicaciones». «Procura que Teo y la Valenciana sigan como hasta ahora, peleándose y queriéndose». «Necesitas una energía furiosa, cada vez más furiosa». «Lenin detestaba a los que se pasaban medio año hablando de bombas sin construir una bomba siquiera». Axelrod no parecía feliz. Había en su boca un rictus de tristeza. Morales decía que todos los rusos estaban tristes porque no sabían si eran asiáticos o europeos, y tampoco sabían si tener un territorio tan inmenso era una bendición o un castigo. Axelrod daba la impresión de observar las fórmulas como un autómata, lo mismo si en su interior las aprobaba como si no. «¿Serás capaz de entender esto? —le preguntó a Cosme Vila el mismo día de agosto en que la Logia Ovidio celebró su sesión, es decir, el día de la Transfiguración de Jesús—. Mi perro me obedece aunque tenga ideas distintas a las mías. ¡Ahora nos toca ser perros! Luego vendrá la segunda etapa». El lugarteniente de Axelrod, Goriev de nombre, fumaba sin parar los mismos pitillos que Olga, pitillos rusos, largamente emboquillados, aptos para ser fumados con guantes.
Cosme Vila se parecía al Responsable en una cosa: tampoco tenía remordimientos. Su memoria era prodigiosa, seguía creyendo que las lágrimas son agua y que era preciso exterminar al adversario. Con todo, le ocurría algo singular: estaba menos seguro de sí mismo de lo que la ciudad entera suponía, detalle que no se le había escapado a Axelrod. Había transcurrido tan poco tiempo desde que leía a Marx a escondidas en el Banco, que de pronto dudaba de que su preparación personal estuviese en consonancia con el empuje arrollador de la obra que había puesto en marcha. ¡El menor error —sobre todo psicológico— se pagaba tan caro! Lenin había dicho: «¡Busquemos a la juventud!». Pero he aquí que había personas que envejecían en un día.
Cosme Vila le temía a la multitud tanto como a la sociedad, a la calle tanto como a su despacho. En la calle le intimidaba el continuo saludo de los milicianos: «¡Salud!». «¡Salud!», y no conseguía hacerse a la idea de disponer de un coche. En el despacho del Partido le intimidaban los nuevos carnets que cada mañana tenía que firmar. Cierto, el desfile de las fotografías de carnets lo inquietaba sobremanera. Aquellas frentes estrechas, aquellos ojos y aquellas mandíbulas y orejas denotaban enfermedades de siglos, «silbaban hambre», como dijo en cierta ocasión Antonio Casal. El fichero era más profundo que el de los suicidas que tenía Julio García, y la momificación de aquellas caras barría toda esperanza de elevar su nivel en una generación.
Soledad… Cosme Vila sufría, en el fondo, de una indecible soledad, lo cual hubiera también sorprendido a todos sus colaboradores, excepción hecha de Morales. Sí, el catedrático Morales, irónico y miope, a menudo leía en Cosme Vila como la nieve que cae leve en la tierra. En realidad, era el confidente de Cosme Vila, el único con el que éste gustaba de platicar a la manera que hacía el Responsable con Porvenir. Su hora preferida era la caída de la tarde, y el lugar el coche del Partido, que Crespo, ex taxista, conducía con maestría hacia las afueras de Gerona, por la ruta de Figueras.
Siempre les ocurría lo mismo, empezaban hablando de insignificancias para que descansase el cerebro, pero apenas se veían rodeados de árboles, de llanura, y desaparecían las cosas, iban ciñendo los temas hasta desembocar en lo de siempre: la revolución, la atención al detalle, la necesidad de la disciplina y el punto de evolución ciega que había en la naturaleza.
—Lo que me molesta de ti —decía Morales— es que no tengas sentido del humor. Axelrod es serio, pero tiene sentido del humor. ¿Cuándo te reirás? ¿Te cuento un chiste?
Cosme Vila negaba con la cabeza y lamentaba que no le gastase fumar.
—Eso no me preocupa. Me preocupa otra cosa. —Hacía una pausa mientras el coche rodaba—. Vivir el presente pensando siempre en el futuro. ¿Me comprendes, Morales? No muevo un dedo sin intención.
—Ya comprendo —decía el catedrático—. Te gustaría hacer algo porque sí…
—Exacto.
—Los que hacen las cosas porque sí acaban deseando hacerlas con una intención…
—¡Bueno! ¿No existirá el término medio?
Morales se frotaba las manos como si gozase.
—No creo.
Al llegar a un determinado punto de la carretera que conducía a Figueras, Cosme Vila golpeaba con un lápiz el cristal intermedio del coche, y Crespo, el conductor, daba media vuelta.
—Tenemos que mandar a Gorki al frente.
—Me alegro.
—¿Por qué?
Morales se reía.
—Permite que me alegre porque sí.
Continuamente veían, manchando el paisaje, carteles revolucionarios.
—De todos modos, todo esto es hermoso… ¡Hay que ver!
—A mí me divierte mucho —comentaba Morales.
—Divertir no es la palabra.
—¡Psé…! No irás a darme lecciones de léxico.
* * *
Antonio Casal —el miembro socialista del Comité— vivía un momento de angustiosa perplejidad. Obsesionado por el pesimismo de que daban muestras en la Logia los tres jefes militares, a él no le importaba quién fuese el promotor de la columna dispuesta a salir para Zaragoza, sino la posibilidad de que ésta fracasase. Julio García, al despedirse de Antonio Casal después de su charla en el café de los futbolistas, llegó a la conclusión de que el jefe socialista no había nacido para tomar parte activa en una lucha armada. «Los tres hijos cuentan», se dijo el policía.
Casal seguía siendo un fanático de las estadísticas y de la economía. Todo lo convertía en números, como la tramontana lo convertía todo en cielo visible. El testimonio de la Logia respecto a la intervención extranjera en ambos bandos le dio vértigo. Estaba convencido de que nadie regalaba nada y que lo mismo los aviones Savoia italianos que los Potez franceses serían cobrados de una u otra forma por las respectivas naciones. ¿Cuánto le costaría a España un día de guerra? Imposible calcular. Antonio Casal le había preguntado al comandante Campos el coste de una simple bala de fusil y la respuesta le puso carne de gallina. «Es muy sencillo —le había contestado el jefe artillero, sacando cuentas con los dedos—. Vamos a ver. Cada hombre que tus amigos fusilan… cuesta unas seis pesetas». El comandante añadió: «Tiro de gracia aparte».
No obstante, la mayor perplejidad de Antonio Casal se la producía, más que aquel despilfarro, el valor… El arrojo, la valentía… La valentía de que daban pruebas tantos y tantos hombres a lo largo y a lo ancho del país. Él también hubiera querido alistarse —tenía en David un buen reemplazante en la UGT—; pero la sola palabra «alistarse» le acoquinaba. Claro que era el mejor tipógrafo de la ciudad y que sin él no aparecería día tras día El Demócrata; pero le dolía ser cobarde. Sí, Casal entendía que hacía falta mucho arrojo para morir e incluso para matar. Cuando leyó que en Andalucía un conductor de tren se voló a sí mismo junto al convoy que transportaba soldados rebeldes, se quitó con respeto el algodón de la oreja. «Seré distinto a los demás —le confesaba a su mujer—. ¡Pero yo no sería capaz! No, es inútil. No sería capaz».
Casal era paradójico. Toda su actuación venía determinada, condicionada por la arraigada creencia de que Ignacio habló, de que lo singular, lo individual, estaba destinado a desaparecer; que más tarde o más temprano sería barrido por el signo de los nuevos tiempos, que a su entender era la socialización. A David y Olga les había dicho repetidas veces: «La socialización es un hecho inevitable. Todo lo personal desaparecerá como desaparece un pajar cuando sopla un huracán». Pues bien, él sufría por los hombres uno por uno, empezando por su hijo más pequeño y terminando por esos hindúes melenudos y ascetas, por esos hombres sin edad, de costillas al aire, que aparecían retratados en El Tradicionalista, al lado de los misioneros occidentales.
La ventaja de Antonio Casal sobre Cosme Vila y del Responsable era que su capacidad de admiración no tenía límites. Vaciló tanto desde que tuvo uso de razón, que los que pisaban fuerte le daban envidia. De Cosme Vila opinaba: «Camina como si supiera adónde va», y lo mismo creía de David y Olga. En cambio, no acababa de entender a los masones de la Logia Ovidio. ¿Qué pretendían, en el fondo? ¿Eran demócratas? ¿Eran demócratas el coronel Muñoz, Julio García, los arquitectos? ¿Por qué tanta jerarquía, tanto protocolo? ¿Por qué los guantes blancos? De todos los gobernantes de la República, a quien más admiraba era a su jefe socialista, Indalecio Prieto, cuyos actos denotaban por partida doble el talento de un dirigente nato y la perspicacia y la experiencia de un hombre de negocios del Norte. Además, Prieto era único que había sido capaz de pedir, en una alocución radiofónica, piedad para los vencidos.
Antonio Casal tampoco tenía remordimientos… Sus manos estaban intactas. Por otra parte, la causa final era justa. Llevaba años sintiéndolo así en la entraña. Desde niño. Desde que sus padres se comieron la paloma que se posó en el alféizar de la ventana. Pero ocurría que, pese a su carácter exaltado y a sus manos nerviosas, era un teórico; y en la práctica surgían costras, tumores, chocantes pulpos que no figuraban en los textos. Sin embargo, él cumpliría con su obligación y la UGT seguiría su camino, lo mismo que, callada y monótonamente, la imprenta de El Demócrata. Sí, seguiría luchando contra la «superstición, la ignorancia, el atraso y la acumulación del capital en manos individuales».
* * *
Murillo consiguió un puesto en el Comité. Pese a la obstinación de Cosme Vila, el jefe trotskista de Gerona, camarada Murillo, se sentó a la mesa y dispuso de una silla y un lápiz. «No te preocupes —le dijo con seriedad a Cosme Vila—. Pronto me iré al frente». Cosme Vila le contestó: «Hasta que lo vea».
La situación de Murillo era diáfana. En contacto con el jefe trotskista de Barcelona, Andrés Nin, había decidido organizar en Gerona el POUM con toda formalidad. Andrés Nin le causó una gran impresión y puso la primera piedra para que el indolente Murillo, con su cabello y su bigote lacios, con su mirar bovino, empezara a comprender el mundo laberíntico y vario del «viejo Trotsky», como Andrés Nin le llamaba.
Ya tenía local: el piso que fue de Mateo. Ya tenía despacho: el que fue de Mateo, en el que sólo habían quedado el pájaro disecado y unos libros, ¡uno de los cuales contenía textos seleccionados de Trotsky! No le faltaba sino prestigio, firmeza. Y Murillo estaba convencido de que sólo una estancia un poco larga en el frente, en primera línea, podría proporcionarle la necesaria aureola para captarse la voluntad de los hombres hasta entonces insatisfechos. «Me voy al frente, regreso con un par de condecoraciones, y a trabajar».
Murillo se había tomado aquello muy en serio. Le faltaba formación, claro que sí. Pero meses antes no sabía siquiera lo que significaba «formación». La suerte quiso que en la biblioteca de Mateo diera con aquellos textos de Trotsky, a los que precedía una pulcra biografía del disidente ruso. Murillo se pasó veinticuatro horas tumbado en la cama de Mateo, leyendo casi sin parar, bebiendo más café aún que mosén Francisco. ¡Cómo se emocionó! ¡Qué coincidencias en el espacio! Para empezar, Trotsky había nacido el 26 de octubre de 1877, es decir, el mismo día que estalló la primera revolución rusa. Luego, el «viejo Trotsky», con su poderosa cabeza y su barbilla de chivo, había escrito mucho tiempo atrás cosas que ahora, en España, adquirían turbadora actualidad. «Hay que aunar las energías revolucionarias de los obreros y los soldados». «Un hombre débil puede convertirse en fuerte, en gigante, si encuentra su lugar». ¡Trotsky había sido expulsado de la escuela! Trotsky se había mofado también, aparatosamente, de la Eucaristía…
Murillo contaba con la adhesión de Alfredo, el andaluz «representante directo del pueblo» y un total de doce afiliados. Cerrado el libro de Trotsky, se fue al lavabo y se miró al espejo. No sabía si iba a convertirse en héroe o en lo contrario. Tal vez le faltara estimulo para dialogar con alguien… Alfredo y Salvio eran demasiado tajantes. Andrés Nin le había dicho: «Actúa siempre como si un millón de muertos te estuviera contemplando». Sí, claro… ¡Si Canela quisiera acompañarlo al frente! La muchacha se lo tenía prometido, pero era tan caprichosa…
Murillo había cubierto el balcón de la fachada con un gran letrero: POUM. Él dormía en la cama de Mateo. En la cama de don Emilio Santos dormía Salvio, y cuidaba de ambos la criada Orencia, la cual seguía denunciando a diario por lo menos a un par de «fascistas».
El inmueble estaba situado en la plaza de la Estación. Pilar iba con frecuencia a sentarse un rato delante del edificio. Si Murillo salía al balcón, lo miraba con una mezcla de odio, repugnancia y celos. En una ocasión Murillo salió a la calle y pasó cerca de Pilar. Ésta se dio cuenta de que el jefe trotskista llevaba unos zapatos de Mateo y se levantó emocionada y lo siguió largo trecho, procurando pisar por donde el cansino bigotudo pisaba.
* * *
Sin embargo, las diferencias de matiz entre uno y otro dirigente no contaban. Todo quedaba anegado en una realidad: con unos centenares de milicianos que se hallaban ya acantonados en la Dehesa, a punto de marchar. Procedían de los cuatro ángulos de la provincia. La llamada por radio se había parecido a los tan-tan africanos de la que el doctor Relken habló en su conferencia memorable.
Muchos taparrabos…, ¡qué importaba! Alpargatas abiertas…, ¡el detalle carecía de valor! Los camiones estaban allí, veintidós, en lila india. Habían sido requisados en los garajes y ahora los inmensos árboles de la Dehesa parecían extender sobre ellos su malla protectora.
Holgaba registrar nombres: todo ello se haría en Barcelona. El momento de recibir el plato de aluminio, la cuchara y la cantimplora fue emocionante para todos. Los tres adminículos situaron a los milicianos más directamente que el fusil, al que ya estaban acostumbrados. ¡Ah, el repiqueteo del aluminio bajo los millones de hojas verdes! ¡Y qué amistades se liaban en un santiamén!
—Tú… ¿Vamos juntos?
—¿Por qué no?
—Me llamo Lucas.
Se oían risas, y aquí y allá había milicianos que soltaban por su cuenta y riesgo largos discursos. Eran los que querían sobresalir, zafarse del anónimo. «¡El que no quiera jugarse esto —palmada en la mejilla—, que se vuelva a casita!». «¡A mi mujer la he dejado con un candado entre las piernas! ¡A ver si no!». Había milicianos que iban recorriendo los grupos, estrechando la mano de los desconocidos. Un muchacho con pecas, ligeramente jorobado, iba preguntando a unos y otros: «¿Qué sucedería en el mundo si de pronto resultase que todo el dinero es falso?». Y otro decía a los que iban llegando: «Pues a mí, sólo me interesa Hernán Cortés».
No se veían tantas mujeres como los comentarios del general y del coronel Muñoz hicieron suponer. De los pueblos habían bajado un par de docenas, con mejillas como manzanas y mono azul, con pantalones muy anchos. El gorrito era arbitrario. A unas les sentaba muy bien, a otras muy mal. El Cojo deambulaba a su alrededor pellizcándolas. «¡Eh, so bruto! ¡Que tengo dueño!». El Cojo pensaba: «¿Cuándo seré yo dueño? ¿Cuándo?».
De Gerona destacaba la Valenciana, pegada a Teo; Merche, la hija mayor del Responsable, pegada a Porvenir; Canela, que aceptó sin titubeos la invitación de Murillo y que arrastró consigo otras seis prostitutas. También se incorporaron unas diez sirvientas que por desaparición de sus amos habían quedado libres, entre las que destacaba la que sirvió en casa del notario Noguer. Se llamaba Milagros y, pese a ser andaluza, era alegre como unas castañuelas. Milagros no quiso aceptar ningún hombre tan de prisa, a tontas y a locas. «Cuando estemos donde hemos de estar, veré si encuentro lo que busco».
Las mujeres, al recibir el fusil, se transformaban. Y ninguna de ellas daba la impresión de que con él iba a atacar; todas parecían destinadas a defenderse.
Cada miliciano conocía su verdad íntima y a medida que se aproximaba el instante de la marcha sentía a flor de piel el escalofrío de lo que imprime un nuevo rumbo a la existencia. Y además, el escalofrío de lo histórico. Quienes se quedaran en Gerona, quienes no iban a combatir por las tierras de Aragón, ya no respirarían del mismo modo, serían distintos y notarían la extirpación. Todo lo referirían, aun sin querer, a los milicianos del frente. Si hacía calor dirían: «Por Aragón se estarán achicharrando». Si hacía frío dirían: «Figúrate a la intemperie, en Aragón». Cuando la luna llegara del vientre de Dios a poetizar los sueños de los hombres, pensarían: «Aragón bajo la luna debe de estar precioso».
Y cuando El Demócrata y El Proletario publicasen el primer parte de guerra… Y cuando llegara a Gerona el primer ataúd…
A última hora, las familias se desvivieron. «Pide lo que quieras, hijo, lo que te haga falta. Te mandaremos paquetes». «¿Paquetes? ¡Bah!». «Escribe, hijo, escribe. Ya sabes que…». «Escribiré, no os preocupéis». «Y no te arriesgues sin motivo, que tú…». «Siempre hay motivo para arriesgarse, pero ya os dije que no os preocupéis». Porvenir, dando órdenes desde lo alto de un camión, se daba cuenta de que todos juntos vivían una alegría difícilmente repetible.
Entre la masa de hombres, alrededor de quinientos, había unos cuantos cuya situación era particular. Por ejemplo, Dimas, de Salt. Dimas se alistó. No conseguía quitarse de la cabeza «lo del seminarista». Se sentía molesto, y la posibilidad de cambiar de aire le llegó como llovida del cielo. En la Dehesa, su alta estatura, su palidez, su perfil de «enfermo» o «criminal» difundía a su alrededor un áspero patetismo. Teo le preguntó: «¿Estás seguro de resistir esto?». Dimas lo miró con desconcierto y no contestó.
También era particular la situación de Gorki. Gorki era aragonés, y su barriguita se movía con júbilo cuando pensaba que entraría en Zaragoza, y se quedaba como una piedra cuando miraba el fusil que acababan de darle. Cosme Vila le dijo: «En Barcelona, Axelrod te dará instrucciones». El total de comunistas alistados no pasaba de treinta y ciertamente quedaban sepultados por los centenares de pañuelos rojos de la FAI.
El comandante Campos acudió también a la cita, fiel a la consigna de la Logia Ovidio. No se atrevió a presentarse con el uniforme militar. Su presentimiento de la muerte seguía atosigándole y procuraba distraerse contando una y otra vez el número de voluntarios, el número de vehículos, los hombres rubios, los hombres morenos…
En cuanto al doctor Rosselló, estaba contento por partida doble: porque dejaba Gerona y porque de Barcelona le comunicaron que dispondría de una ambulancia dotada de todo lo necesario. Algunos milicianos le reconocieron y cuchichearon cerca de él. «¿Se cree que estamos tuberculosos o, qué?».
El Responsable organizó como despedida, con éxito apoteósico, el desfile de los voluntarios por las calles céntricas de la ciudad. Fue un acto grandioso. Se levantó una tribuna en la Rambla, donde solían levantarse los tablados para las sardanas. Las autoridades acudieron en pleno, desde el general al Inspector de Trabajo, pasando por Alfredo, por Casal, por Julio García, por Cosme Vila, por los hermanos Costa, estos procurando no dejarse retratar. Algunas pancartas eran jocosas. «¡Llegaremos hasta Portugal!». «¡Somos la rehostia!». Ésta última la llevaba Ideal. Se congregó una gran multitud, que en el momento de tocarse los himnos levantó el puño como lo haría una estatua.
Media hora después, en presencia de una muchedumbre incontable, los milicianos asaltaron los camiones. Los primeros ocuparon automáticamente el techo de las cabinas, sentándose con los pies colgando. Los demás fueron acomodándose y empezaban a darse cuenta de que el equipaje era un engorro. Por fin, la caravana se puso en marcha. El momento había llegado. «¡A Zaragoza! ¡A Zaragoza!». Eran las cuatro de la tarde, el sol convertía en llamas las banderas. El trepidar de los motores era tan hondo que parecía socavar la calzada y los cimientos de los edificios. Había balcones atestados como cuando las procesiones de Corpus o Semana Santa, los había vacíos y hostilmente cerrados. Los milicianos se desgargantaban, querían mirar a cien sitios a la vez y si descubrían a una mujer joven, como la de Porvenir, le mostraban abierta la pechera de la camisa. Al pasar delante de la Tabacalera ocurrió algo inesperado: unas muchachas de la FAI les echaron desde las ventanas un torrente de cajetillas de tabaco. «¡Hurra! ¡Hurra!». «¡Vente conmigo, chata!». Delante de la estación de San Feliu de Guíxols, el maquinista los saludó haciendo sonar repetidamente el pito del tren, conmoviendo a todos como si sonara la sirena de un barco. A la salida de la ciudad los milicianos del control se sintieron como avergonzados. ¡Enchufados! —les gritaban desde los camiones—. «¿Os parió una abuelita, o qué?». Cincuenta metros más allá, los voluntarios miraron hacia Gerona y no vieron sino una masa amorfa de casas y enhiestos los campanarios de San Félix y de la catedral. Y después de esto, bruscamente, la carretera sin fin, y árboles y campos y hierba a uno y otro lado. Entonces, furtivamente estremecidos, se miraron unos a otros y unos y otros rompieron a cantar canciones de las que la mayoría sólo conocía las dos primeras estrofas.
En la ciudad se produjo, en efecto, como un vacío cerebral, la extirpación que los milicianos presupusieron. Los edificios que temblaron al paso de los camiones se quedaron luego como fijos para siempre y por un momento un silencio de madrugada raptó las calles. Poco a poco, los cerebros empezaron a inquirir, a formularse preguntas tan preñadas de angustia como las columnas de humo que Mateo y Jorge vieron en la llanura del Ampurdán. Aquellos cuyo corazón marchó en pos de los milicianos se preguntaron si los aviones «Savoias» italianos, de que habló El Demócrata, no abandonarían por unas horas el transporte de tropas de Marruecos, dedicándose a localizar la caravana y bombardearla; aquéllos cuyo corazón latía con los que se encargarían de la defensa de Zaragoza, se preguntaron si esta ciudad resistiría el ataque de la columna Durruti, que imaginaban apocalíptico. El asimismo ganó a los dos «pupilos» de turno de la Andaluza, dos fabricantes de tapones, y a todos los de su bando, pues era obvio que el tropel de Gerona no era sino uno más entre los mil que podían formarse en toda la nación. Por otra parte, ¿quién podría negar que había grandeza e idealismo en el gesto de aquellos hombres?
Momento crucial para éstos fue cuando los camiones, inesperadamente, dieron vista al mar. El azul del agua pareció incrustárseles en el pecho como una condecoración. A gusto hubieran penetrado en el agua y seguido adelante hasta el confín, o tatuado el revoque de las casas con sus iniciales y la fecha. Al pasar por Arenys de Mar divisaron el cementerio, inmóvil sobre la colina, y sus cipreses les parecieron una alusión. Nada podía detenerlos y frenar su entusiasmo. Volvieron a cantar, sincronizando con la marcha de los vehículos. Al paso por los pueblos se extrañaban de que no se ensanchasen la carretera y las calles. A veces aparecían siluetas que incitaban a disparar.
Al penetrar en los suburbios industriales de Barcelona los ojos se abrieron como anillos, pues entre los combatientes los había que apenas si conocían la ciudad, y sus chimeneas y las naves de sus fábricas olían a miseria obrera, a explotación. La caravana se dirigió por el puente de Marina hacia la Plaza de Toros, la Monumental, sede del grueso de la columna. La toma de contacto con ésta, pese a los gritos entusiastas de los gerundenses, fue menos brillante de lo que se hubiera podido esperar. El heroísmo quedó anegado en el anónimo. ¡Eran tantos los que se les habían anticipado, los que ya llevaban allí más de veinticuatro horas! Apenas si se oyeron algunos «hurras» y algunos aplausos de bienvenida. A poco, unos hombres con una estrella amarilla en el antebrazo rodearon a los camiones preguntando simplemente a sus ocupantes de dónde procedían: «Pero ¿es que las pancartas no hablan claro?». Porvenir repetía sin cesar: «¡De Gerona! ¡Todos de la provincia de Gerona!». El comandante Campos miraba, buscando en vano un uniforme militar.
Al ver a Durruti, jefe nato y legendario, con su gorra de visera de charol, su gran correaje y su rostro surcado por grietas profundas, todos sintieron un íntimo respeto y ganas de acercársele y cuadrarse ante él. Todos se apearon y se confundieron con los camaradas que el azar les había puesto al lado. Algunos de estos les hablaron como veteranos, anunciándoles que la columna saldría al amanecer.
El doctor Rosselló vio en la esquina de la Gran Vía una reluciente ambulancia, y se dirigió allí. ¡Allí estaba don Carlos Ayestarán, H… de la Logia Nordeste Ibérica, jefe de los Servicios de Sanidad! Don Carlos Ayestarán era médico analista y farmacéutico. Los dos hombres se estrecharon cordialmente la mano.
—¡Menuda alegría! —exclamó el jefe de Sanidad—. Me estaba diciendo: ¿Y dónde encontraré yo un cirujano de verdad? ¡Mira por dónde! Amigo Rosselló, no le digo nada, ya sabe. Muchas gracias.
El doctor Rosselló estaba más emocionado de lo que él mismo supuso. El indescriptible talante de la columna Durruti, la ingenuidad e insensatez de gran parte de los milicianos, le hicieron prever, y don Carlos Ayestarán compartió su opinión, que su bisturí tendría que trabajar de firme.
—Me miran con malos ojos —dijo, sonriendo, el doctor Rosselló—. Están fuertes, no necesitan ni siquiera aspirinas.
Don Carlos Ayestarán fijó su mirada en dos milicianas que bebían vino en porrón. Se rascó una ceja y preguntó:
—Por casualidad, amigo Rosselló, ¿no será usted especialista en enfermedades venéreas? ¡Ah, allí veo al doctor Vega! Venga conmigo. Se lo presentaré. Será ayudante de usted.
Fue una noche cálida, que transcurrió sin sueño, con el sobresalto de lo ignorado que está al llegar. Los milicianos de los batallones «Germen», «Los Chacales del Progreso», «Las hienas antifascistas», «Los Aguiluchos», «Los sin Dios», etc., se dieron cuenta de que habían dejado de ser un nombre, una huella digital o un hijo, y de que eran realmente unos neófitos, prestos para el sacrificio espontáneo. Nadie les pidió la filiación ni les dio una chapa con un número; sólo rancho y más municiones. Quedaron encuadrados en pelotones, pero el cambio de unidad era factible. Bastaba con solicitarlo verbalmente del correspondiente oficial «de dedo».
Muchos hombres se internaron hacia el centro de la urbe, para conocerla un poco más o para despedirse de ella. Algunos regresaron borrachos; otros, con una mujer. Hubo, ¡cómo no!, desertores y hubo también quien consiguió nuevos adeptos. Varios milicianos, al llegar al puerto, decidieron hacerse marinos y obtuvieron plaza en un barco de carga que salía para Marsella. Porvenir, con sus flamantes estrellas en el gorro, se encontró en el Barrio Chino como el pez en el agua y arrastró consigo a unos veinte afiliados al Sindicato del Espectáculo, tramoyistas, acomodadores, etc., la mitad de los cuales eran homosexuales y llevaban, gustosos, nombres de mujer. La incorporación de esta tribu fue motivo de algazara y chacota. La Valenciana le dijo a Teo: «Mira por dónde tú me gustas más que estas preciosidades».
Apenas las primeras luces del alba enajenaron la ciudad, la columna Durruti, compuesta de algo más de dos mil hombres, inició su aventura.
Los vehículos utilizados constituían un muestrario completo, que abarcaba desde la vieja motocicleta hasta el camión de varias toneladas. Los camiones estaban en mayoría, y muchas banderas tapaban el nombre del propietario o de la agencia de transportes a que pertenecieron. También abundaban los autocares, y resultaba extraño ver dispuestos en fila india y para el mismo trayecto coches de línea de itinerarios tan diversos. Había unos cuantos coches blindados. Durruti ocupaba uno de ellos. Las planchas del blindaje formaban anchas superficies, idóneas para escribir en ellas CNT-FAI o «Somos la rehostia». Había automóviles pequeños, y un Cadillac que al parecer perteneció a Romanones y cuyos ocupantes eran ahora seis camareros de hotel. Los sitios preferidos seguían siendo los techos de los coches y los estribos. Los de los techos se sentían importantes y sólo pasaban un momento de apuro cuando a lo lejos aparecía un túnel.
Reata multicolor, que iba dispersándose a lo largo de la carretera y los caminos. Los milicianos veían un árbol frutal, o gallinas, o un arroyo de agua clara, y se apeaban sin prisa, despidiéndose jocosamente de los que proseguían su marcha. Los conejos eran sacrificados con arte. «Hoy tú, mañana yo», decían al golpearlos.
En los pueblos era el festín. Las tiendas fueron asaltadas. Había voluntarios que requisaban artículos prácticos, otros cualquier chuchería que se colgaban del cinto o de las cartucheras y que les serviría de amuleto. Las cárceles de los pueblos eran vaciadas al paso de la Columna. Los milicianos disparaban y luego levantaban el puño y gritaban: «¡A Zaragoza!». En cada pueblo había unos cuantos niños que se asustaban; otros, por lo contrario, que gustosamente hubieran ido a la guerra en calidad de mascotas. Lo más diverso fue, quizá, lo que los milicianos se encasquetaron. Sombreros a lo gangster, pañuelos en cucurucho, jipijapas, cascos, ¡orinales rotos! Decapitaban el palo de los pajares y se incrustaban los orinales rotos en la cabeza, orinales que pronto tiraban a la cuneta para evitar que los compañeros los utilizaran para repiquetear. Cerca de Lérida fue descubierta una sombrerería, y la colección se enriqueció. Gorki, nombrado capitán, se puso una gorra deportiva, de jugador de golf; Ideal, una cananiera, y el Cojo se lió en la testa una alpargata.
De vez en cuando, Durruti miraba para atrás y se encolerizaba: «¡Bestias! ¡Bestias, digo! ¿Qué os habéis creído?». Se daba cuenta de que antes de llegar a Zaragoza perdería la mitad de los hombres.
El doctor Rosselló iba en la ambulancia, al lado de su ayudante el doctor Vega, hombre muy pulido y respetuoso, al parecer. Los dos médicos estaban asustados ante la presencia, cada vez más numerosa, de mujeres. «Esto será una porquería». El doctor Vega decía siempre: «El desiderátum».
Los «oficiales de dedo» se exaltaban más que los demás y en los pueblos tenían más éxito que los simples milicianos. Destacaban, entre todos, Porvenir, que para dar órdenes utilizaba ahora una bocina de entrenador de natación y un ser, un extravagante capitán, como Gorki, que de pronto apareció con chistera y un perro parecido al de Axelrod.
Cada corazón palpitaba por su cuenta. Los milicianos sentían a la vez amor y odio. Se amaban entre sí, unos a otros, a través del sudor, de los taparrabos y de la causa común. Odiaban a los «fascistas» ilocalizados que dejaban atrás y a los que los estarían esperando enfrente, allá en la gran llanura de Zaragoza. Dimas contemplaba sus manos y las manos de los demás. Las manos revelaban todos los sentimientos, el pasado de cada hombre y alguna de ellas, bien leída, acaso anunciara un porvenir cercano y sangriento. Dimas llevaba en el cinto una lata vacía, sin saber por qué. La acariciaba con los dedos como si tuviera con ella algún proyecto definido. Dimas no había estado nunca por tierras de Aragón y cuando le dijeron que había ya penetrado en ellas, miró y vio dos barrancos secos y en lo alto de un monte una higuera calcinada.
Al llegar a determinado punto, cerca de Caspe, la columna se fraccionó. Un fuerte contingente se dirigió al norte, hacia Huesca, mientras otro seguía hacia el sur, dirección Teruel. Durruti continuó con el grueso de la fuerza por la carretera general, rumbo a Zaragoza.
Llegó un enlace motorizado, portador de un estimable mensaje para Durruti: pronto se les unirían refuerzos de Madrid, enviados por la CNT-FAI.
A todo esto, el atardecer llegó. El sol se puso tras las rojizas colinas. En media hora, el mundo cambió, fue otro. Se encendieron los faros de los vehículos, aunque camuflados, semitapados con arpillera. Los gorros perdieron importancia. Intensificóse el silencio, y de vez en cuando una cabeza se echaba para atrás y dos ojos les hacían guiños a las estrellas indiferentes.
En los camiones se oían blasfemias, besos, ladridos, ronquidos. Algunos conductores daban muestras de cansancio y deseaban dormir. Se chupaban pitillos y de pronto los motores parecían callarse para que se oyera el zumbido de los cerebros.