Capítulo IV

La sombra dramática y dulce de César escoltaba a los Alvear dondequiera que fuesen. En Telégrafos, en el Banco Arús, al salir para la compra, en la cocina, en la calurosa intimidad del lecho… A veces esta sombra agrupaba a toda la familia en el comedor, a veces la dispersaba, cada miembro buscando la soledad. No acertaban a consolarse. La amputación los sobrecogió de tal forma que apenas si se miraban unos a otros. Matías y Carmen Elgazu, sí. Para comprobar que la tristeza seguía siendo la misma, para comprobar que dos arcadas profundas enmarcaban los ojos de Carmen y que una fatiga desconocida pesaba sobre los hombros de Matías Alvear.

Matías, en Telégrafos —¡qué raro se le hizo tener que ir de nuevo a trabajar!—, lo relacionaba todo con su hijo. Su bata, gris, le hacía pensar en aquella otra amarilla, que César llevaba en el Collell. Al mirar el calendario, sus ojos se clavaban, imantados, en la fecha del 21. Si al contar las palabras de un telegrama su número coincidía con los años que tenía César, la mano de Matías se detenía un momento en el aire. Le extrañaba que el papel de telegramas no fuese negro. Los primeros días, cada vez que el aparato funcionaba, Matías volvía con expectación la cabeza y se acercaba a la cinta, como si pudiera esperar noticias de su hijo.

Jaime, fue, entre sus compañeros de trabajo, quien le ayudó con más eficacia, quien le consoló con más tacto y oportunidad. La familia de Jaime tenía en propiedad un nicho y él consiguió que lo cedieran para César. El nicho decía: «Familia Casellas», lo que desconcertó, ¡cómo no!, a Matías, cuando éste fue al cementerio a visitar a su hijo. Jaime se presentó en casa de Matías con un viejo pero potente aparato de radio, en sustitución del de galena. Matías no quería aceptarlo, pero Jaime se empeñó en ello. «¡No faltaría más! ¡Una buena radio os hará mucha compañía!».

Querían guardar en sitio seguro algunas cosas de César, como la medalla, unos dibujos que les mandó del Collell, el recordatorio de la primera comunión, y Jaime les sugirió un escondite inesperado: una pata de silla, vaciada. «La madera es aislante y se conservará bien».

Matías no sabía agradecerle a su compañero lo que estaba haciendo.

—Eres un hombre bueno, Jaime. Ya una vez invitaste a Ignacio a pasar en Cerdaña las vacaciones.

Aquellos días eran de gran prueba para Matías. Éste no comprendía por qué había caído semejante rayo mortífero sobre su apacible hogar. Y, en esta ocasión, no podía confiar en el temple de su mujer, Carmen Elgazu. Carmen Elgazu estaba deshecha. Sentada en su silla de siempre, junto al balcón que daba al río, sin moverse, estrujaba el pañuelo con la mano derecha. A veces cerraba los ojos y no se sabía si dormía o si estaba a punto de resbalar desmayada hacia un lado. Matías había acudido repetidamente con el frasco de agua de colonia y le había dado con amor palmadas en las mejillas. «Perdona, Matías, es más fuerte que yo. Perdona…». Matías le pedía ánimo al propio César y le decía siempre a su mujer que si era cierto que existían ángeles en el cielo, su hijo sería ya uno de ellos, uno entre los más resplandecientes. «Ya sé, Matías, ya sé… Perdona…».

Tampoco comprendía Matías que algo tan sagrado como la sensación de paternidad pudiese resultar, como resultó, un espejismo, una ilusión del espíritu. Ello lo pensaba recordando la certeza, a la vez violenta y tibia, que de pronto tuvo de que Dimas salvaría a César. ¡Con qué fe salió en busca del Jefe del Comité de Salt! Y de nada sirvió… «Así, pues —se decía ahora—, por lo visto amar no sirve para nada. El odio puede anticiparse y llevarse un hijo como el viento se lleva un sombrero».

A veces, andando por la calle, al cruzarse con un grupo de milicianos sentía un particular estremecimiento y los miraba uno por uno, como si pudiera descubrir al que disparó contra César. Otras veces llegaba a su casa dispuesto a llamar aparte a Ignacio y preguntarle toda clase de detalles sobre la muerte de aquél, lugar en que cayó, postura en que quedó, el color de su cara y de sus manos. Pero nunca se atrevía y tan pronto se reprochaba no haber cortado a tiempo el misticismo de su hijo, como haber tirado al río, en cierta ocasión, el cilicio que César llevaba.

Carmen Elgazu vivía un dolor distinto. Pilar quiso relevarla de casi todas sus ocupaciones, pero ella no lo consintió. No hubiera podido bajar la escalera y salir a la calle; en cambio, teniendo como tenían a don Emilio Santos en calidad de huésped, estimó que la cocina era su deber. Desde luego, ella no pensó jamás que existían detalles en la muerte de César. Sentía la inmensa orfandad en la entraña, nada más. Y jamás supuso que de César muerto pudiera emanar otra cosa que una serenidad dulce. ¡Cómo! En el fondo de los ojos de César se veía a Dios, e incluso las uñas le habían crecido siempre arqueadas, redondas, uñas de paz.

Carmen Elgazu acababa de enfrentarse con su vulnerabilidad. Su deber era servir de ejemplo y no lo conseguía. El corazón reclamaba, pedía explicaciones. ¡Gran distancia la que existía entre ofrecer y dar! Al igual que Matías, veía a César en todas partes. César brotaba en el piso, como si las paredes tuvieran memoria. A veces, al depositar en la mesa un tazón, le parecía reencontrar en éste el tacto, la mano de César. Al acercarse al balcón para mirar al río, instintivamente dejaba a su lado un hueco libre para César. Cuando don Emilio Santos se retiraba a su cuarto, a dormir en la cama de César, ella sentía como si el padre de Mateo cometiese una profanación.

Y sin embargo, ¿quién inculcó en su hijo el deseo de ir a Dios? Ella, ella más que nadie, desde la infancia. Mil veces le dijo: «Esta tierra no es nada». Su hijo lo creyó así y se fue. Y ahora se daba cuenta de que esta tierra era mucho… Tanto era, que a menudo, cuando Pilar se le acercaba y reclinaba la cabeza en su hombro, Carmen Elgazu la acariciaba gritando dentro de sí: «¡Ah, no, este otro hijo no me lo quitarán!».

Carmen Elgazu sufría, además, porque no acertaba a perdonar. Con sólo evocar determinados rostros u oír en la radio himnos revolucionarios, penetraba en ella un sentimiento de rencor irreprimible. ¡El sobrino José, de Madrid! Recordaba con martilleante insistencia algo que el muchacho le dijo a Ignacio en el balcón, algo que ella oyó al abrir, sin hacer ruido, la puerta. «¡Hay que arrasar las víboras y a la madre que las parió!». No conseguiría perdonarlo. Tampoco a Cosme Vila. Tampoco a Julio, ni a los maestros, ni… ¡Dios, cuánta gente!

Carmen Elgazu había perdido incluso las ganas de confesarse. Por primera vez en su vida le ocurría eso. Sufría mucho más que cuando la muerte de su padre en Bilbao. Entonces vio a su padre en el ataúd y le pareció aquello un misterio natural. Ahora, aunque hubiera podido confesarse libremente, no lo habría hecho y esta sensación aumentaba su inquietud.

Por su parte, Ignacio vivía el instante más complejo de su existencia. El mismo día en que Matías, extrañado de sí mismo, tuvo que reincorporarse a Telégrafos, con desconcierto similar el tuvo que ir al Banco. Los dos hombres bajaron juntos la escalera y al salir a la acera y separarse les pareció como si sus espaldas hubiesen estado pegadas y en aquel momento se desgajasen. ¡Ah!, los tiempos en que Ignacio se quedaba mirando a su padre, y de pronto, levantando el índice, le preguntaba: «¿Catarros?», y Matías Alvear contestaba, quitándose el sombrero: «¡Neumáticos Michelín…!».

El director del Banco, al ver a Ignacio, lo llamó a su despacho y no supo qué decirle. El hombre parecía haber envejecido y era manifiesto que, dadas las circunstancias, le sorprendía ocuparse de operaciones monetarias. La Torre de Babel, sin duda acordándose del exabrupto con que se negó a ocultar en su casa al Subdirector, le dijo al muchacho: «Es una canallada, una canallada. No me explico que haya alguien capaz de una cosa así…». Visiblemente el aspecto de Ignacio impresionó a todos sus compañeros. Por otra parte, la muerte del Subdirector —la mesa de éste la ocupaba Padrosa— enrarecía aún más la atmósfera.

Sin embargo, en el Banco ocurría siempre lo mismo. Los empleados, al cambiar la plumilla, cambiaban los pensamientos. Bastaba con que el botones trajese, a media mañana, la prensa de Barcelona para que los periódicos reclamasen la atención general. Cada día era esperado este momento. ¡Las noticias eran tantas! «Durruti, el legendario jefe anarquista, organizaba en Cataluña una columna de voluntarios, dispuestos a salir inmediatamente al asalto de Zaragoza». «Los atletas concentrados en Barcelona con motivo de la frustrada Olimpiada Popular, habían expresado públicamente su adhesión al Gobierno de la República». «La aviación “leal” había bombardeado concentraciones rebeldes en Huesca, Córdoba y Teruel». Los empleados disimulaban al comentar estas noticias; pero dejaban traslucir un impreciso contento. Y se reían, como siempre, de todo cuanto significase una subversión radical. «¿Habéis visto el letrero que ha colgado Raimundo? “¡Se afeita gratis a los milicianos que lo deseen!”». «¡La calle de los Especieros se llama ahora “calle Potemkin”!». «A las patrullas sin control que pican por su cuenta a los fascistas, las llaman: “Servicio a domicilio”».

En realidad, Ignacio, en el Banco, sólo tuvo un compañero fiel, el equivalente de Jaime en Telégrafos: el cajero. El cajero lo trató con más afecto que nunca. «Si necesitas algo, dímelo». Continuamente buscaba informaciones que pudieran agradar al muchacho. A menudo lo llamaba desde el departamento de Caja: «¡Eh!», y le alargaba un pitillo. Al pasar a su lado palmoteaba en su hombro y si le veía particularmente preocupado, apilaba con el mínimo ruido posible las monedas de plata en el mármol.

De pronto Ignacio se rebelaba mucho más que sus padres, que Carmen Elgazu y Matías Alvear. ¿Por qué aquello? ¿Qué ganaba Dios con que César hubiera muerto por Él? ¿No se bastaba —Esencia pura— a Sí mismo?

Luego odiaba más que su madre… Y, por añadidura, se consideraba un fracasado. En los primeros momentos intentó salvar a éste y al otro, al Subdirector y al mundo… y no consiguió sino salvar a Marta —¡mucho era!— y a la sirvienta de mosén Alberto. A nadie más. Y ahora ¿qué? ¡Ah, la armonía de que mosén Francisco le habló! ¡Los colores, las formas, los sonidos! ¡El cacto que se cayó de un balcón y se quedó enclavado entre dos ramas de un árbol! ¡Los cielos nítidos de Gerona, barridos por la tramontana! Ahí estaba Durruti, dispuesto a salir con miles de voluntarios al asalto de Zaragoza… Ahí estaba el Responsable, llamando jocosamente «fascistas» a los ciegos «porque pedían pasar al otro lado». Ahí estaba Raimundo, afeitando gratis, y ahí estaban los quioscos de periódicos, llenos de folletos: «La reforma sexual en Rusia», «Diez sistemas para abortar». Llegado el caso, él sería también capaz de apretar el gatillo… ¡La ira iba encadenando los corazones! Y no podía culparse de ello al sol, ni al río seco, sino al hombre, al hombre que él era, a la persona humana y su cerebro.

Su gran consuelo era Marta… En su yo más profundo se refugiaba en aquel amor que los acontecimientos no habían podido truncar. Se nutría de este amor como nunca, más que cuando Marta y él se miraron en aquel espejo pequeño y redondo y lo tiraron luego al río, más que cuando pegaron el oído a un poste telegráfico e Ignacio gritó: «¡Ven, Marta, ven! ¡Se oye la voz de mi padre!».

Y, sin embargo, no podía visitar a la muchacha. La prohibición de David había sido formal. Y aun cuando Pilar fuese casi a diario a la escuela en su nombre y pusiese a Marta al corriente de todo, la ausencia le pesaba a Ignacio en el corazón. Se le antojaba injusta, pues entendía que el amor estaba hecho para cada momento y muy especialmente para cuando el alma se sentía rota. Por otra parte, Pilar no le ocultaba a Ignacio que Marta sería incapaz de soportar por más tiempo aquella encerrona hostil. Singularmente, desde que supo la muerte de César se consumía en la cocina, y de noche le daban miedo las cucarachas y las sacudidas de la tubería del agua. ¡Además, por fin David había aceptado el puesto vacante del Comité!

Ignacio reflexionaba, reflexionaba… y a veces se fatigaba con ello. Por fortuna podía contar con Pilar. Ya una vez, cuando la enfermedad venérea de Ignacio, Pilar se había mostrado a la altura de las circunstancias; ahora revelaba de nuevo su coraje. Hubiérase dicho que la guerra la había transformado, pese a que la chica sufría por partida doble, primero por la muerte de César y luego por la ausencia de Mateo. No sabía nada de él desde que se marchó hacia la frontera. A mayor abundamiento, el padre del muchacho, don Emilio Santos, no hacía sino interrogarla constantemente con la mirada, esperando que la joven llegara de la calle con alguna noticia.

El caso es que Pilar se desvivía por los demás. Pasaba como por momentos de desfallecimiento, y a veces en su cuarto se hartaba de llorar y después de cenar seguía durmiéndose con los codos en la mesa. Pero estaba atenta al mínimo deseo de los suyos así iba a por el azucarero en el momento oportuno, limpiaba los zapatos y los metales, fregaba el suelo y evitaba que con el calor las moscas invadieran el piso como un ejército de diminutas blasfemias. ¡Bendita Pilar! Era la nota pura, joven, de aquel mundo de fantasmas. La única cuyos ojos, cerrados los de César, parecían poder todavía mirar con inocencia el mundo.

En cuanto a don Emilio Santos, sentía como si fuera suyo el dolor de sus amigos. Hubiera preferido disponer de otro escondite para dejarlos libres, pero no se atrevía siquiera a insinuarlo. Acordaron, eso sí, que apenas sonara el timbre de la puerta se encerrara en su cuarto, sin hacer ruido. Don Emilio Santos, ¡con qué rapidez!, así lo hacía. En realidad, permanecía en el cuarto muchas horas, cavilando, si bien de vez en cuando salía y procuraba ayudar en pequeños menesteres. ¡Hubiera deseado lavarse él mismo la camisa, los pañuelos! Pilar lo reprendía, mientras frotaba con energía la luna del espejo.

—Pero ¡qué tonterías dice usted, don Emilio! ¿Es que no lo hago yo con gusto? ¿Es que no se considera usted de la familia?

* * *

Cada vez que Matías e Ignacio salían, las dos mujeres y don Emilio Santos confiaban en que traerían de la calle alguna información que les sirviera de consuelo. Por su parte, padre e hijo esperaban día tras día que dicha información se la dieran a ellos a su regreso. Unos y otros se equivocaban. Ocurrían muchas cosas en Gerona y en el mundo, pero ninguna de ellas podía devolver a los miembros de la familia Alvear lo que les faltaba.

Llegó un momento en que podía decirse que vivían toda la jornada esperando febrilmente las diez de la noche, hora en que, desde Sevilla, el general Queipo de Llano hacía ante el micrófono «¡Ejem, ejem!», añadiendo acto seguido, «Buenas noches, señores» fórmula ritual que indicaba el comienzo de su cotidiana charla.

La emisión del general Queipo de Llano se había hecho enormemente popular entre los «fascistas» de la zona «roja», entre las familias perseguidas o adheridas de corazón a la sublevación militar. Estas familias esperaban a diario oír la voz aguardentosa del general, como quien espera el maná, la gran promesa. Porque su charla era el único sistema de enlace «con el otro lado», la única fuente de noticias. En el piso de los Alvear, ya mucho antes de la hora acostumbrada, don Emilio Santos se ponía a la escucha, sentado al lado de la radio que Jaime les regaló, radio sepultada bajo una manta, al igual que la de mosén Francisco, al objeto de amortiguar el sonido, pues la prohibición de escuchar emisoras «fascistas» era contundente. Si se producían interferencias o el general se retrasaba, don Emilio Santos empezaba a morderse las uñas e incrustaba materialmente su mejilla derecha en el vientre del aparato. «A ver, déjeme a mí», le rogaba Pilar. Bueno, por fin el general acudía a la cita y se formaba el corro. Tampoco Queipo de Llano podía devolverles a los Alvear lo que les faltaba; pero escuchar «que no todo estaba perdido», que «las tropas avanzan hacia Huelva» o que «en la catedral de Sevilla se había cantado un tedeum», parecía un milagro.

Por desgracia, tampoco esta evasión solía durar mucho. Porque el general, como si quisiera justificar la opinión que de él tenía el coronel Muñoz, a menudo se tornaba grosero hasta un punto increíble, dando la impresión de que estaba borracho. Matías no comprendía que aquel hombre tuviera necesidad de chancearse como lo hacía, que no respetara un poco más el dolor de los perseguidos que lo escuchaban; pero era así. Con frecuencia sus salidas de tono derivaban hacia el insulto abracadabrante o hacia lo sexual. «¿Está seguro mister Eden de que no le engaña su señora, la señora de Eden, lady Eden? ¿Y monsieur Blum? ¿No le pondrán, a ese tal monsieur Blum, unos cuernos de esos tan grandes que se usan tanto entre los messieurs franceses? ¡Oh, perdón, señoritas radioyentes!». Carmen Elgazu se horrorizaba y a no ser por la posibilidad de que el general informase al final sobre algo concreto o volviera a hablar de la catedral de Sevilla, habría cerrado la radio. En cuanto a Ignacio, juzgaba de mal agüero que, siendo de hecho el portavoz de la España Nueva en que creía Marta, el general diera tan rotundas pruebas de amoralidad.

A partir del uno de agosto, se produjo en casa de los Alvear un cambio obligado de costumbres, de horario. A Matías le asignaron en Telégrafos, hasta nuevo aviso, turno de noche, lo cual, dadas las circunstancias, constituyó para todos, especialmente pera Carmen Elgazu, un rudo golpe. A las diez y cuarto tenía que salir de casa cada noche, es decir, apenas la radio Sevilla emitía el «¡Ejem, ejem!», del general Queipo de Llano.

Por si fuera poco, a aquella hora era peligroso circular por la calle. El mismo Julio García se lo advirtió a Matías. «Que te acompañe alguien», le aconsejó. Ignacio lo resolvió al instante: «Te acompañaré yo». El muchacho no consintió que nadie más interviniera en aquello. Y puesto que la vuelta de Matías tendría lugar cada día a las seis de la mañana, hora también peligrosa —una patrulla se llamaba pomposamente «Patrulla del amanecer»—, Ignacio iría a buscarlo también a la vuelta.

Quedó acordado así y el nuevo ritmo fue iniciado. Camino de Correos, cada noche Matías Alvear se sentía a un tiempo feliz y desgraciado. Feliz, porque pocas cosas en la vida le gustaban tanto como andar por la calle en compañía de Ignacio; desgraciado, porque era realmente triste que a un hombre como él tuvieran que acompañarlo al trabajo.

Eran noches cálidas. Padre e hijo las acribillaban con los mil ojos que presta el temor. Era un trayecto corto, pero se les hacía interminable, pues cualquier silueta podía dejar de ser lo que parecía y convertirse en enemigo. La vaharada que subía del asfalto y de las piedras era aún bochornosa, pues todo el día el sol había estado quemando la tierra. Los transeúntes arrastraban los pies, en mangas de camisa o simplemente en camiseta. En los balcones se veían hombres fumando, y eran frecuentes las lluvias de estrellas. No era raro que se cruzaran con una pareja de milicianos que condujeran, en dirección al Seminario, algún detenido. Una noche les pareció reconocer a uno: el Rubio. Podía ser él, por la sencilla razón de que sonreía. Al llegar a la plaza de San Agustín, llamada ahora plaza de Odesa, miraban las envejecidas escaleras de los cines, que todavía no habían abierto sus puertas. Constantemente, milicianos bajaban corriendo las escalinatas de los urinarios públicos, sin preocuparse de si decían: «Caballeros» o «Señoras». Llegados a Correos, Matías e Ignacio entraban por la puerta lateral que decía «Prohibida la entrada» y que en tiempos utilizara Julio García. Una vez dentro, saludaban a Jaime, y, por descontado, lo mismo si en el edificio había centinela como si no, Ignacio no se iba hasta haber visto a su padre acomodado en su mesa, con su bata gris y el pitillo en la oreja.

El trayecto al amanecer era distinto. En las calles de Gerona la revolución dormía; en las afueras, lo contrario. En las afueras los cadáveres de turno se hacían visibles a los conductores de camiones, a los gitanos y a los labradores que pasaban en carro o en bicicleta. Al amanecer, en las calles de Gerona había silencio y leves escalofríos en la espina dorsal. Matías, invariablemente, aparecía en la puerta de Correos a las seis y tres minutos, e invariablemente su expresión era de gozo y casi de gratitud, pues allí estaba Ignacio esperándolo, jugando a no pisar las ranuras del empedrado o mirando distraído el león de cobre en cuya boca los gerundenses desde tiempo inmemorial echaban las cartas.

—¡Hola, hijo!

—¡Hola, padre!

Se hablaban poco. A veces, de pronto, pasaba raudo un coche con los fusiles apuntando a los primeros pisos de las casas, o en el puente los paraban los milicianos: «¡Documentación!». Matías se mordía los labios y enseñaba su carnet. Ignacio enseñaba el suyo. Inesperadamente brotaba de cualquier edificio un himno revolucionario. Los himnos eran la pesadilla de Matías, sin distinción; Ignacio, en cambio, matizaba. Le repugnaban todos excepto A las barricadas. Este himno, sin saber por qué, le penetraba con fuerza, como si le removiera algo muy hondo. Luchaba contra ello, y no se lo confesaba a nadie; pero así era.

La noche del cuatro de agosto ocurrió algo imprevisto. A la ida los cachearon, y la atmósfera olía a pólvora. Se decía que aviones «fascistas» bombardearían la ciudad, que iban en busca del polvorín y del puente ferroviario. La gente no sabía si encerrarse en casa o lo contrario: eran neófitos de la guerra. Ignacio acompañó más que nunca a su padre a Correos y éste le dijo al despedirse: «¡Cuidado!».

A la salida, Ignacio reconoció, aparcado en la esquina, el «Balilla» que fue de don Santiago Estrada y que ahora pertenecía a David y a Olga. Vio perfectamente a la maestra y cómo ésta le hacía una seña invitándole a subir. Ignacio, de una manera ostentosa, tomó la dirección contraria. El coche arrancó, se puso a su lado y la voz de Olga resonó con claridad: «Ignacio, tenemos que hablarte». Ignacio siguió su camino y se internó en el parterre de la plaza de Odesa, donde el tránsito rodado estaba prohibido.

El muchacho aceleró y dio un gran rodeo al objeto de despistar a los maestros. En el local del Partido Comunista había más luces que de ordinario, más banderas, y los gatos miraban desconfiados en todas direcciones y daban carrerillas inesperadas.

Por fin Ignacio se dirigió al puente de las Pescaderías y allí se detuvo un rato, mirando los reflejos del agua. Ahora no tenía prisa. Ahora sentía la necesidad de encender un pitillo y caminar con lentitud, como si se despidiera de cosas amadas. Pensó en David y Olga. ¿Cómo era posible que se hubiesen distanciado de él de un modo tan concluyente? Fueron amigos, lo fueron los tres, amigos entrañables. Habían pasado juntos horas y días queriéndose e interrogando al mundo con sutileza. David y Olga habían influido poderosamente en él, en su desarrollo. A ellos les debía la posibilidad de simultanear acto y comentario y la evidencia de que el hombre vivía rodeado de secretos. Pero, de repente, extraños himnos cruzaron la ciudad. Himnos de desafío, en honor de palabras opuestas. Entonces todo se trastrocó e Ignacio vio y oyó a Olga en lo alto de la Rambla gritándoles a unas monjas: «¡Cochinas!», porque iban a votar, y oyó de labios de David: «La mitad de los hombres morirá para que la otra mitad pueda vivir». Se estableció un contagio vertiginoso y sin piedad. «Olga, en el interior de mi mente, tú eres a veces mi mujer». Un día Ignacio le habló a Olga de esta manera, cuando el muchacho estudiaba aún el Bachillerato. Sin saberlo, estaba enamorado de la maestra. La mano se le iba hacia la cabeza de Olga para acariciarle los lisos y brillantes cabellos negros. Y ella con los ojos se dejaba querer. Ahora todo se había esfumado y no quedaba rescoldo ni tan sólo un reflejo en el agua del río. Ahora la proximidad de los maestros inspirábale repugnancia, como si perteneciesen a especies distintas. ¿Qué esperaban David y Olga? ¿Por qué cruzaban cien veces al día la ciudad? ¿Qué suerte de purificación podía caber al término de aquel mar de sangre? ¿Por qué David había aceptado formar parte del Comité? Ignacio tenía calor. Desde el puente veía el balcón de su casa, el que daba al río. Veía la luz interior, pues en previsión de los «pacos» estaba prohibido correr las persianas o cerrar los postigos. En aquel piso César amó, en aquel piso él seguía queriendo a César, a sus padres y a Pilar. ¿Por qué los maestros exhibían aquellas cazadoras y Olga llevaba un pañuelito rojo en el cuello?

Bajó los peldaños del puente y salió a la Rambla, a cincuenta metros de su casa.

—Ignacio, sube… Tenemos que hablarte.

Era el «Balilla» de David y Olga. Se le habían anticipado, lo estaban esperando. Siguió sin hacerles caso.

—Es de parte de Marta, haz el favor.

Ignacio se detuvo. Olga había abierto la puerta, estaba fumando. ¿Desde cuándo fumaba? En el parabrisas colgaba un monigote de paja, un arlequín. Ignacio tiró la colilla y Olga tiró también la suya.

—Anda, no seas testarudo.

Ignacio miró hacia el balcón de su casa. Pilar estaba allí, esperándolo…

—Me están esperando.

—Será breve.

Ignacio subió al coche, a la parte trasera, y el coche arrancó. Les manos de David, pegadas al volante, le sorprendieron. El perfil de Olga seguía teniendo autoridad.

David dijo:

—Antes de hablarte de Marta… ¿Tenemos alguna posibilidad de que sigas considerándonos amigos?

—Ni la más remota.

David hizo una pausa.

—De acuerdo. Está bien.

Olga rectificó.

—No, bien, no. Está mal. —Luego añadió—: Peor que mal. Ignacio hizo una mueca, como si se limpiara los dientes, y luego dijo:

—Si pudiéramos abreviar…

David asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que había tomado por la carretera del cementerio, y sin avisar dio un viraje brusco.

—¿Qué te pasa, David?

—Nada.

Tras perfecta maniobra entró en la calle de Albareda, hasta detenerse en la plaza del Ayuntamiento.

—Aquí estaremos más tranquilos.

En efecto, no pasaba nadie y los arcos comunicaban a la plaza una particular intimidad. El coche aparcó a unos veinte metros de lo que fue el Museo Diocesano, y segundos después se inmovilizó el arlequín del parabrisas.

—Marta dice que la saques de allí. Que no puede más… —David hizo una pausa y por el espejo retrovisor miró a Ignacio.

—Conste que lo ha pedido ella. —Olga tomó otro pitillo—. Tú tienes la palabra.

Ignacio arrugó el entrecejo. Por un momento se desanimó. ¡Minuto a minuto tomando determinaciones! Intentó hablar, y la voz le falló. Carraspeó y dijo:

—Tendré que hablar con ella.

—Imposible. Ya te dijimos que no puede ser. No queremos que te vean en la escuela.

—Pues tendréis que pasar por ello.

Olga se volvió un poco. Al ver la cara de Ignacio pensó: «Ignacio está sufriendo». Y ello matizó la voz de la maestra.

—¿Por qué no nos ayudas un poco, Ignacio? Todo esto es doloroso, terrible. Lo sabemos como tú. ¿Por qué no nos ayudas?

La voz de Olga le llegó a Ignacio envuelta en el humo del cigarrillo que la maestra fumaba. Un humo negro, fuerte, desconocido.

—¿Qué tabaco es ése? —preguntó Ignacio, tosiendo.

Los maestros guardaron un segundo de silencio.

—Lo siento, Ignacio —contestó Olga—. Es tabaco ruso.

Se volvió hacia el muchacho simulando naturalidad.

—Emboquillado, ya ves, para que pueda ser fumado con el guante puesto.

Ignacio comprendió que debía dominar su nerviosismo, que debía hacerlo en honor de Marta.

—Decidle a Marta que mañana irá Pilar a verla —se aflojó el nudo de la corbata—. Pensaré qué debo hacer.

Se les acercaron unos milicianos y al ver la bandera de la UGT en el radiador prosiguieron su camino saludando con el puño en alto. Ignacio carraspeó de nuevo.

—Eso del bombardeo de esta noche es una invención de Cosme Vila —le dijo David—. Por ahí estate tranquilo.

Ignacio mintió.

—Ya lo estoy.

La cabeza de Olga se volvió enteramente hacia Ignacio. Los ojos de la maestra se derramaron por el rostro del muchacho. Ignacio los sintió como puede sentirse una verdad.

—Ignacio… ¿no podemos ser amigos? Nos haces falta… —Ignacio miraba la manecilla de la puerta—. Dudamos mucho, ¿sabes? En realidad… no estamos seguros de nada.

—Con permiso, me voy —dijo Ignacio. Y se anudó la corbata.

—En todo caso te irás sin mi permiso —le retó Olga.

Ignacio mudó de expresión, se encolerizó súbitamente.

—Pero ¿se puede saber qué es lo que queréis? —Pegó un manotazo en el respaldo delantero, en el que David y Olga estaban apoyados—. ¿Qué queréis de mí? ¿Que te abrace? ¿Que abrace a David, flamante miembro del Comité Antifascista de esta inmortal ciudad?

La cara de Ignacio por un momento se desencajó. Y también la de Olga. En cambio, David se mantuvo sereno.

—Si mal no recuerdo —dijo el maestro—, no fue ningún miembro del Comité quien declaró el estado de guerra.

Ignacio miró con insolencia la nuca de David.

—Ya sé —replicó—. Me conozco la historia. Eso es lo que dice El Demócrata y lo que contáis a los periodistas extranjeros. Pero yo soy de aquí y he vivido minuto a minuto todo esto.

—También conocemos de pe a pa vuestra versión, la de las radios militares —dijo Olga—. Se sublevaron ellos para anticiparse, porque en noviembre iban a hacerlo los comunistas.

Ignacio asintió.

—Da la casualidad de que esa versión es la verdadera.

David se puso de perfil, sereno como antes.

—¿Y cómo puedes afirmar eso? ¿Te lo ha dicho algún jefe? ¿Te lo ha dicho Stalin? ¿Y precisamente en noviembre?

Otra bocanada de humo invadió a Ignacio y el muchacho la ahuyentó con la mano como si ahuyentara una mosca.

—¡Tira eso, Olga, por favor! Tira ese pitillo…

Olga obedeció. Luego se volvió hacia Ignacio. Su cara se apaciguó. En tono insólitamente dulce, dijo:

—Es la primera vez que me llamas Olga…

Al oír esto, Ignacio sintió ganas de quedarse. No supo lo que lo ocurrió. Le invadió una especie de curiosidad voluptuosa. No era la primera vez que la proximidad de Olga mudaba en un instante su estado de ánimo. Una tarde, poco antes de terminar el Bachillerato, Ignacio en la escuela no hacía más que reír; bastó que Olga se plantara delante de él y le preguntara: «Sé sincero, Ignacio. ¿Qué te gusta más, reír o llorar?», para que el muchacho se desconcertase y se sintiera en condiciones de padecer en sí todas las penas del mundo.

En esta ocasión, sin embargo, influyó mucho el admirable control de David. La desazón de Ignacio no podía consentir que el maestro hablara, sin excitarse, de Stalin, del Comité y de las invenciones nocturnas de Cosme Vila. Rebaños de palabras pronunciadas entre los tres en la época de su amistad, caravanas de pensamientos elaborados con esfuerzo común vinieron a la mente del muchacho. Ignacio olvidó su prisa, olvidó incluso que Pilar estaba aguardándolo en el balcón.

—Lo que más me duele —empezó, como arrastrando las sílabas— es saber que cuando habláis de vuestro afecto sois sinceros.

—¡Caramba! —exclamó Olga.

—Sí, así es. Preferiría que fuerais unos farsantes.

David tocó un momento la llave del coche.

—Eso es un hermoso cumplido.

Ignacio añadió:

—Me duele, porque vuestra sinceridad demuestra precisamente hasta dónde llega vuestra obcecación. Habéis elegido un camino —volvió a arrastrar las sílabas— y para seguir adelante barreríais lo que fuera… Hasta os barreríais el uno al otro si hiciese falta.

A Olga se le escapó un comentario frívolo.

—Eres tú quien barre nuestra amistad.

Ignacio se encolerizó.

—Por favor, Olga. Pasarse el día con el puño en alto significa barrer mi amistad. Poner cruces en una lista de «facciosos» significa barrer mi amistad hasta el fin de los siglos.

David intervino.

—Calma, Ignacio. No hemos puesto ninguna cruz en ninguna lista —afirmó—. Ten calma…

Ignacio sonrió y se llevó a la boca otro pitillo, encendiéndolo temblorosamente. Dio la primera chupada y al momento Olga deslizó la mano y se lo robó con limpieza de los labios para fumarlo ella.

Ignacio la miró, se contuvo y se dirigió a David.

—Se pueden poner cruces por complicidad… —dijo Ignacio, en tono firme—. Seguramente no habéis puesto ninguna con vuestra propia mano y es probable que nunca apretéis el gatillo de un arma; pero sois cómplices. —Se detuvo—. Sois cómplices de la sangre que nos salpica a todos.

Las manos de David se inmovilizaron en el volante.

—¡Ignacio, modérate! —David iba a añadir algo más, pero en el acto le sucedió lo que a Olga: por el espejo retrovisor vio los ojos, coléricos y tristes, del muchacho y pensó: «Ignacio está sufriendo».

David afirmó.

—No somos cómplices de nada. Somos los mismos de antes.

—¡Ya lo sé! —exclamó Ignacio—. Inseparables, perfectos… La pareja íntegra.

—¿Qué hay de malo en ello?

Llegados a este punto, Ignacio se transformó, como en el piso de la Rambla se transformara un día con ocasión de aquella visita de mosén Alberto. Pareció dispuesto a soltar todo lo que llevaba en el buche, y así lo hizo, ante la dolorosa perplejidad de David y Olga.

—Ser íntegro puede ser algo malo, David… —comenzó—. Los dos lleváis años marcando la pauta en el barrio y casi en la ciudad. Vuestra actitud es ley para muchos; en tiempos, lo fue incluso para mí. De modo que si Olga abofetea a una monja en la Rambla, automáticamente el pobre Santi, y con él todos los pobres Santi que hay en Gerona, y los hay a montones, descubren no sólo que las monjas pueden ser abofeteadas, sino que debe de ser higiénico hacerlo, una medida de seguridad. Y ahí se inicia la cadena…, cadena que en un país como el nuestro desemboca fatalmente en el fusil. Todo cuanto os diga sobre lo que yo os he querido, sería poco. Os adoraba, como ahora adoro a mis padres y a Pilar. Cada noche iba corriendo, saltando, a veros a la escuela y cada noche regresaba a mi casa pensando haber aprendido algo fundamental. Fue en la UGT donde empecé a sospechar que debajo de vuestro socialismo y de vuestras teorías latía un gran resentimiento. Las elecciones de febrero confirmaron mis temores; y ahora, ya veis… De un lado para otro con pañuelito rojo en el cuello y conduciendo un coche robado. ¡Oh, sí, han ocurrido muchas cosas desde que en San Feliu de Guíxols, entre los pinos, les inculcabais a los alumnos que el olor de la cera es detestable! Habéis recorrido un largo trecho… Toda la vida clamando contra los fanáticos —¡cuidado con Mateo, cuidado con «La Voz de Alerta»!— y ahora vosotros lo sois más que nadie. Adorando la libertad, y he ahí que no permitís que vuestros enemigos puedan ser enterrados con ataúd y los acorraláis de tal modo que ni siquiera se atreven a ir sin escolta a trabajar. ¿Y todo para qué? No lo sé. ¿Qué esperáis que haya al final de estas banderas? ¿Un mundo mejorado? ¿Algún día Cosme Vila será mejor, lo será el Responsable? ¡Ale, contestadme! Aquí tenéis, detrás de vosotros, a un muchacho de carne y hueso que tiembla. No se trata de una pizarra verde ni de un manual de pedagogía; se trata de un hombre que está dispuesto a escucharos. Pero no podréis contestarme. Lo adivino en vuestra actitud. Sí, lo adivino porque hay noches así, como ésta de hoy, transparentes, noches que la gente sale en camiseta a la calle. De todos modos ¿por qué desgañitarme? ¡Habéis ya elegido, como elegí yo, como eligió César! El individuo ha dejado de contar para vosotros, sólo cuenta la colectividad. La ley del número uno os importa menos que las noticias favorables que pueda vomitar la radio. Éste es el alud que todo lo arrastra. Ninguno de vuestros compinches, de vuestros compañeros de revolución, lleva sombrero y los arquitectos Massana y Ribas disimulan incluso que son bien educados. ¿Qué sucede?, decídmelo. ¿Todo esto tendrá un día otro nivel? Si Dios no existe, ¿cómo será posible semejante milagro? ¡Herejes del mundo, uníos! ¡Todos los que trabajáis en las minas, en el campo, en el mar, uníos! ¡Uníos todos los que sufrís, los que os sintáis befados o injuriados! Es inaudito que no os deis cuenta de que se sufre por turno y de que lo que es injuria para mí no lo es para Padrosa o para la Torre de Babel. ¡Oh, no, no os impacientéis! Y, por favor, Olga, deja en paz a ese monigote… Voy a terminar. Sin embargo, antes quiero deciros una cosa, exponeros la razón que me ha movido a acusaros en esta noche bochornosa. No se trata de una idea, sino de un hecho, de un hecho vivido por mí en la primera madrugada: en el cementerio, bajo una luz gris, vi, alineados, cien cadáveres, y uno de ellos era el de César… ¡No, no insistiré sobre el particular! Sólo quería recordaros el número: ciento. Naturalmente, soy muy joven aún y, como veis, estoy demasiado triste para dedicarme a profetizar. Sin embargo, amparándome en lo que César, mi hermano, me dijo un día: «Ignacio, lo que más me hace gozar es sentir que amo», me atrevería a anticipar que, puesto que el camino que recorréis, ¡Dios sabrá por qué!, está teñido de rojo, lo más probable es que en fin de cuentas salgáis derrotados. Y no me refiero a la lucha, a la guerra, pues esto es imprevisible; quiero decir que perderéis vuestra felicidad.

Eso dijo Ignacio, y al terminar le ganó una súbita calma. ¡Qué calor! Pasaba gente secándose el sudor. Debajo de los arcos respirar sería más fácil. La vibración en el interior del coche parado era tal que se hubiera dicho que Ignacio seguía hablando o que el motor runruneaba. Olga subió el cristal de su ventanilla, no se sabía por qué.

Quien contestó a Ignacio, fue David. En cuanto el maestro tuvo la certeza de que Ignacio no añadiría nada más, pegó dos lentos manotazos al volante, como para indicar que le correspondía el turno. Y acto seguido habló. Hubiera hablado durísimamente, porque entendió que Ignacio había sobrepasado toda medida, a no ser que una y otra vez se estuvo repitiendo: «Está sufriendo». Sí, entendió que Ignacio debía de haber sufrido también más allá de toda medida para ser capaz de insultarlos como lo hizo y de mostrarse tan poco ecuánime en el discurrir. Olga advirtió que David iba a tomar la palabra y recostó la cabeza en el respaldo, disponiéndose a escuchar.

—Ignacio…, todo lo que has dicho es un poco fuerte… Sí, has sido injusto. Me atrevería a decir que demasiado; y si las circunstancias fueran otras, ten la seguridad de que te contestaría de otra manera. ¡No, no te muevas! Y, por favor, no me digas: «Puedes contestarme como quieras». No pienso hacerlo. Me hago cargo de que estás excitado; y de que ésta no es una noche bochornosa, sino una noche mala… Sólo quiero que sepas que has estado injusto. Has cargado sobre nuestras espaldas responsabilidades que no nos incumben bajo ningún pretexto. No hubieras hablado de distinto modo si fuésemos Olga y yo quienes… ¡bueno, qué más da! Ahora resulta que incluso nuestra integridad es diabólica; y los asesinatos de monjas provienen del insulto que Olga les dirigió cuando las elecciones de febrero. No, Ignacio, eso no es leal. Dos personas, aun tratándose de Olga y de mí, son pocas personas para haber desencadenado esta orgía. Parece lógico admitir que todos hemos sido culpables de uno u otro modo, y que el odio popular contra la Iglesia, para citar un ejemplo, la propia Iglesia ha ido labrándolo poco a poco; a base de errores, intolerancias y omisiones que tú mismo, en otros tiempos, catalogaste con extrema precisión. En cuanto a tu alusión a Santi, me ha dolido, créeme. Porque tú sabes bien que si Santi asfixió peces de colores y ahora anda con un fusil ametrallador, ello lo hizo y lo hace a pesar y no a consecuencia de cuanto le hemos enseñado. También en otros tiempos tenías presente, al juzgar, la importancia de la herencia y de la educación recibida en la niñez. Incluso creo recordar que resumías esto diciendo «Las ideas se llevan en la sangre». ¿Que somos cómplices? ¡Ah, quién lo duda! ¿Qué quieres? Vivimos ligados unos a otros por naturaleza. Lo extraño es que no recuerdes que quien te reveló esto fue Olga, cuando en la clase de Filosofía tratasteis del «alma colectiva». Bueno, podría seguir hablando, desmontando una por una todas tus acusaciones; pero ya te he dicho que no lo haré, por respeto a las circunstancias y porque me ha parecido ver en el balcón a Pilar esperando… Sin embargo, te diré que lo que me ha movido a aceptar un puesto en el Comité, no ha sido la orgía de sangre de que has hablado, sino la defensa de unos principios que estimamos mucho duraderos que las patrullas de milicianos. No, yo no voy al Comité a añadir más cruces de muerte en las listas, Ignacio, sino a borrar todas las que pueda. Y ojalá me hubiera sentado allí el primer día, y también Olga; tal vez hubiera menos luto en la ciudad, y de esta omisión sí deberías acusarnos. Claro está, te han herido en tu propia carne; pero nosotros seguimos creyendo que esto es una erupción, todo lo horrorosa que quieras; pero que peor será el asentamiento fascista en España. De verdad que me siento más capaz de encauzar un día a Porvenir, incluso a Cosme Vila, que a Mateo y a «La Voz de Alerta». Porque Porvenir es un frívolo y Cosme Vila, a la larga, chocaría con el temperamento indisciplinado de las gentes del país; en cambio, Mateo y «La Voz de Alerta» no sólo saben lo que quieren, sino que tienen maneras expeditivas de imponer sus ideas. Ahí está la clave del equívoco. Los partidarios de la democracia nos vemos obligados, en determinado momento, a pedir ayuda e incluso a entregar fusiles a lo que el fascismo llama la «chusma», y que tal vez lo sea; es decir, a Teo y al Responsable. En cambio, cuando es el fascismo el que ataca, encuentra sus servidores entre gente bien vestida y de apariencia honorable; por ejemplo, mosén Alberto y el hijo de don Jorge. Gente «sin antecedentes policíacos». Visto desde un primer piso, no cabe duda sobre quién tiene razón; pero con miras a largo plazo, la cosa cambia. Eso es todo, Ignacio, eso es todo, por el momento… Creo que habrás comprendido nuestra postura. No estamos de acuerdo con nada de cuanto sucede ahora, el número uno sigue existiendo para nosotros y si en nuestra mano estuviera, zanjaríamos de un plumazo la situación; te devolveríamos a César, y tu padre podría irse a Telégrafos solo; pero puesto que nuestro país es así y no de otro modo, puesto que aquí nada puede llegar pacíficamente, tenemos que adaptarnos. Fuimos unos ilusos, desde luego, teniendo tanta fe en las pizarras verdes; pero, repito, no son éstas las que han declarado el estado de guerra, ni las que en Valladolid y Burgos y Galicia matan a tantos inocentes como puedan morir aquí. Tocante a lo último que has dicho, a la inevitable pérdida de nuestra felicidad, ¿qué te contestaré? Ignacio, no nos forjamos al respecto ninguna ilusión. Hace mucho tiempo que Olga y yo tenemos perdida la felicidad; la perdimos en el momento que heredamos de nuestros padres un cerebro que piensa. No nos mueve el egoísmo, estás en un error; nos mueven los pensamientos. Pensamos, y en consecuencia buscamos caminos difíciles y somos infelices. Pero ¿qué hacer contra esto? Es irremediable. Tú sabes bien que es irremediable, Ignacio, porque a ti te ocurre lo propio… Si no pensaras, no estarías ahora lo encogido que estás en el fondo de este coche que tú llamas robado…, y no nos habrías dicho cosas, repito, tan injustas. Pero la vida es así, y abrigo la esperanza de que un día nos comprenderás.

Ignacio no contestó. Ignacio no dijo nada. Estaba, en efecto, encogido, y le dolían las manos. Miraba a la nuca de Olga, a los arcos de la plaza. Pensó que tal vez en aquel momento caía una lluvia de estrellas.

Le invadió de nuevo un gran desánimo y de súbito decidió marchar. Cogió la manecilla de la puerta.

—Bueno, dejemos esto… —dijo, repentinamente. Y abrió la puerta y se inclinó para apearse—. Adiós, hasta otro día. —Se detuvo un momento y volvió a mirar a los dos maestros. Olga le sostuvo la mirada.

—Hasta otro día, Ignacio.

—Adiós.

El muchacho se apeó y las piernas le flojearon un momento. Luego echó a andar y casi se tambaleaba. Oyó el ronquido del motor del coche, éste pasó a su lado e Ignacio se dijo que en resumidas cuentas tal vez lo único cierto fuera lo que dijo David al final, que hacía mucho tiempo que los tres habían perdido la felicidad.

Al llegar a la Rambla, el altavoz del café de los limpiabotas tocaba A las barricadas. Como siempre, el himno le emocionó. Había luces en casi todas las ventanas, pues la orden de no cerrar las persianas se cumplía a rajatabla. Desde lejos vio la puerta de su casa, de la que salía Julio García.

Ignacio se paró un momento. No podía imaginar ni remotamente el motivo que hubiera podido llevar al policía a hacerles una visita. Aceleró la marcha, subió la escalera en un santiamén, y en un santiamén se encontró en el comedor de su casa, en el que reinaba, por primera vez desde el 18 de julio, como un temblor alegre.

Se trataba de Pilar. Julio García acababa de darles una gran noticia: el día 21 de julio Mateo llegó sin percance a Perpignan, en unión de Jorge. Sus nombres figuraban en la última lista que las autoridades francesas habían comunicado oficialmente al Gobierno Civil.

Ignacio intentó dominarse, vencer la fatiga mental que le había ocasionado su entrevista con los maestros. Pilar merecía eso y más. Atrajo hacia sí a su hermana y la besó en la frente.

—Gracias, Ignacio.

—Estoy contento, pequeña.

—Gracias.

Ignacio se acercó a su madre, y, como siempre, la besó en los cabellos.

—¡Hola, hijo!

Ignacio no se movía, no despegaba los labios de la cabellera de Carmen Elgazu.

—No tardes en felicitar también a don Emilio —le sugirió Carmen Elgazu—. Anda, hazlo ahora mismo, Ignacio.

¡Claro! ¡Qué tontería! Mateo era hijo de don Emilio Santos.

Ignacio cumplió al instante. De la mano de Pilar se dirigió al cuarto que don Emilio compartía con él. Abrieron la puerta despacio, para no asustarle. ¡Don Emilio estaba de pie, en el centro de la estancia, luciendo un pijama amarillo canario que en tiempos perteneció a Matías Alvear!

—¡Enhorabuena, don Emilio! Enhorabuena por lo de Mateo…

Don Emilio sonrió de tal forma que el amarillo del pijama rieló. Ignacio salió a su encuentro y abrió los brazos.

—Gracias, Ignacio… —Don Emilio lo abrazó—. Me daba en el corazón que esto llegaría un día u otro.

Continuaban abrazados. Ignacio no se atrevía a despegarse porque tenía la sensación de que don Emilio lloraba.

Pilar tuvo celos y se acercó.

—¿Y a mí no me quiere, don Emilio?

—¡Cómo! —don Emilio se libró de Ignacio y se dispuso a abrazar a la muchacha. Pero de pronto Pilar se escurrió riendo y se fue hacia la puerta.

—¡Ah, ja…!

Ignacio miró a don Emilio. La expresión del ex director de la Tabacalera era de beatitud. Ignacio recordó otra vez la frase de César: «Lo que más me hace gozar es sentir que amo».