Julio dijo la verdad: a no ser por su intervención y por la muy enérgica del coronel Muñoz, el comandante Martínez de Soria, padre de Marta, y los diecinueve oficiales que habían hecho causa común con él, habrían figurado, aquella madrugada, entre las víctimas yacentes en las avenidas del cementerio. Los comités de los pueblos, así como las mujeres de muchos milicianos, que sentían por los uniformes una repugnancia perforante, preguntaban sin descanso: «Pero ¿qué estáis esperando?». Y lo preguntaba, sobre todo, el Responsable, quien, mucho más enterado que Antonio Casal y que los maestros de la cuantía del tributo de sangre que pagaban en toda España los anarquistas, había terminado por considerar una broma de mal gusto aquella idea, que en principio le subyugó, de formar un Tribunal del Pueblo que juzgara en regla a los militares. «¿Qué mejor Tribunal —dijo— y qué regla más eficaz que una rociada de balas?». De modo que, en una hora tensa, junto con Porvenir y con la especial colaboración de Murillo, éste, instalado en el piso de Mateo, había planeado el asalto de los calabozos de Infantería. Murillo había razonado: «Es inadmisible que antes que los militares paguen los civiles, que al fin y al cabo no fueron más que sus cómplices».
El plan fracasó. Julio y el coronel Muñoz enviaron al cuartel un pelotón de guardias de Asalto, dotándolos de la ametralladora que el día de la sublevación Ignacio y Pilar estuvieron contemplando. Por otra parte, Cosme Vila fue tajante, como deberían de haberlo sido las órdenes que al respecto recibiera: «Hay que guardar las formas en el asunto de los militares».
Hasta nuevo aviso, pues, el comandante Martínez de Soria seguiría viviendo, igual que aquéllos que fueron sus subordinados, entre los que destacaban por su presencia de ánimo los capitanes Arias, y Sandoval y por su congoja inconsolable el teniente Martín y el alférez Romá.
El abatimiento de los detenidos provenía en primer lugar de la conciencia de haber sido ellos quienes provocaron la catástrofe. «¿Quién encendió la mecha?» —desafió David—, y en segundo lugar la estupidez de su fracaso. En efecto, dueños absolutos de la ciudad, sin que mediara la menor lucha, sólo porque el general Goded se rindió en Barcelona se retiraron a los cuarteles y depusieron las armas. Todo ocurrió con sencillez abrumadora, sin preguntarse siquiera si les cabía otra alternativa. En cuanto el comandante Martínez de Soria dio la orden, todos la acataron sin rechistar. Pero he aquí que las horas pasaban y que con ellas no sólo caían sobre sus cabezas responsabilidades cada vez más abrumadoras, sino que iban llegando noticias de lo ocurrido en otras guarniciones más aisladas aún que la de Gerona —por ejemplo, Oviedo, el Alcázar de Toledo, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza—, y menos importantes que ésta desde el punto de vista estratégico —Gerona tenía frontera con Francia—, y resultaba que los jefes y oficiales de dichas guarniciones habían optado por resistir…
Era mucho aquello. Ahora yacían en una mazmorra, privados incluso del uso del uniforme por orden del coronel Muñoz, esperando oír de un momento a otro un tumulto en la escalera, el chirriar de los goznes de las puertas y acto seguido el estampido de una correcta línea de fusiles ametralladores.
Los oficiales, tumbados o sentados sobre la paja, que les cosquilleaba el cuerpo, en mangas de camisa, abrumados por el valor, revisaban en sus mentes «lo que hubiera podido suceder…» y pensaban, sobre todo, con ironía impotente, que la geografía si era arbitraria, que en caso de haberse sublevado en Sevilla, Salamanca o Burgos, ahora se sentirían orgullosos de su eficacia y estarían al mando de las tropas con una varita de bambú y unos prismáticos…
El más humillado de todos, el más angustiado, hasta el punto de parecerle que las briznas de paja eran espinas, el comandante Martínez de Soria. El comandante se sentía responsable absoluto en aquel fracaso y promotor directo del incendio de la ciudad. ¡Mucha carga para un solo cerebro…! Él fue el jefe nato del alzamiento, y obra suya, personal, la determinación de rendirse. No se consultó sino con una copa de coñac. Cierto que no improvisó y que las razones que le movieron a dar la orden seguían pareciéndole válidas; Barcelona podía movilizar contra ellos ochenta mil milicianos; los depósitos de víveres y municiones eran escasos; la ciudad había quedado a merced de los aparatos del aeródromo del Prat, en poder del enemigo; rindiéndose, brindaba a muchos comprometidos la oportunidad de escapar… Todo ello, naturalmente, partiendo del hecho estrictamente militar de que la más cercana guarnición triunfante era Zaragoza y que, por tanto, no existía la menor esperanza de recibir auxilio a tiempo.
Sin embargo, he ahí que las personas que salieron con armas eran cazadas igualmente, ¡sin pena ni gloria!, y que resistiendo habría distraído muchas fuerzas enemigas, impidiéndoles de momento recibir ayuda internacional de Francia. ¡Ah, sublevarse no era ciertamente lo mismo que teorizar en la Sala de Armas! «¡Que cada uno sepa morir con honor…!». «¡Creo haber servido a España! ¡Una y mil veces volvería a hacer lo que he hecho!». Estas frases, enteramente suyas, ahora se le antojaban un sarcasmo.
El comandante ocupaba un ángulo del calabozo, situado debajo de la ventana. En aquellos tres días había levantado incontable número de veces el hombro izquierdo. En los bolsillos del pantalón de verano que le envió su mujer encontró cuatro bolas de naftalina, que olían a diablos, pero que él acariciaba con fruición, porque simbolizaban el mundo tierno que había perdido para siempre. ¡Su mujer…! ¡Su hija, la pequeña Marta…! ¿Vivían aún? ¡Cuánto hubiera deseado, en aquella última parcela de tiempo que le quedaba, poder concentrarse sin estorbos en el recuerdo de los suyos! Pero no podía. Un altavoz lejano, las bromas de los centinelas, ¡las descargas en el cementerio! Y, sobre todo, el silencio de los oficiales le rebotaba en la frente sin que el comandante recordase nada comparable a su dureza. Conocía a aquellos hombres, les leía el espíritu. Únicamente el teniente Delgado y un par de alféreces aprobaban su decisión; los restantes lo declaraban culpable.
El comandante sufría. Recordaba su campaña de África, sus condecoraciones… Llegada la noche, el insomnio lo impelía a mirar a su alrededor. Y al ver, tendidos, indefensos, a aquéllos que fueron sus subordinados, su conflicto acrecía. «¡Que cada uno sepa morir con honor!». ¿El honor? Esta palabra le martilleaba cada vez con más insistencia. Recordó numerosos ejemplos de jefes derrotados que, para justificarse, se pegaron un tiro en la sien. El comandante se palpaba las sienes y si algún oficial le veía disimulaba acariciándose la cabeza o tosiendo un poco.
Le hubiera servido de gran ayuda consultar con los suyos, con su familia. Con su esposa, desde luego, y también con su hijo José Luis, quien a buen seguro se encontraba combatiendo en la Sierra; pero más que nada hubiera querido escuchar el veredicto, de tú a tú, de su otro hijo, Fernando, que le había precedido en el sacrificio, cayendo en una esquina de Valladolid mientras voceaba consignas de la Falange.
El comandante, de pronto, se despertaba con sobresalto, imaginando que esos cuatro seres de su carne estaban sentados frente a él, mirándole con la imperturbabilidad de un Tribunal. ¡Él mismo los había enseñado a ser justos, a ser implacables! Sin saber por qué, una y otra vez le parecía que todos, al igual que los oficiales que tenía al lado, le condenaban. Todos, menos uno… Todos menos Marta, quien se le acercaba y le decía cariñosamente: «¿Por qué no me llevas a la Dehesa a montar a caballo? ¿Oyes lo que te digo, papá? ¿Por qué no me llevas?».
* * *
Pronto se vio que el Comité Antifascista, pese a su voluntad de control, no podía abarcarlo todo. El instinto de conservación de los perseguidos conseguía abrir brechas innumerables. Caravanas de «facciosos», utilizando ardides de toda índole, conseguían burlar toda vigilancia y esconderse o huir. Cosme Vila tuvo que reconocer que esto era un hecho y Porvenir, al leer la primera lista de fugitivos que las autoridades francesas de Perpignan facilitaban a Jefatura, retrajo el labio inferior y con los dientes emitió un largo silbido.
La meta ansiada por los fugitivos, porque zanjaba la cuestión, era Francia. Se acercaban en coche, en carro, ¡o andando!, lo más posible a las montañas y una vez allí las atacaban a la buena de Dios o a las órdenes de un guía. Los guías solían ser contrabandistas de la región y cobraban según el riesgo. Los comités de los pueblos limítrofes vigilaban los pasos y collados en unión de los carabineros, ¡pero los Pirineos eran tan grandes…! Un cuerpo podía filtrarse a través de ellos con increíble facilidad. Y los contrabandistas conocían la ruta; a veces conocían incluso la ruta del mar, por el que los remos avanzaban sigilosamente en la alta noche.
Inmediatamente corrió la voz de que otro sistema para fugarse era conseguir la protección de algún Consulado extranjero, sobre todo en Barcelona, en cuyo puerto anclaban a diario barcos de todos los países con la misión de repatriar a sus súbditos. Había consulados —el italiano era uno de ellos— que actuaban con gran eficacia. Era cuestión de conseguir el pasaporte, o de audacia y suerte en los momentos que precedían al levantamiento de la pasarela. A veces el pasaporte se conseguía mediante el soborno de algún miliciano, a veces la suerte llegaba gracias a un disfraz astuto e imprevisible. ¡Un catedrático del Instituto de Gerona, al que Morales perseguía con saña, se presentó en el puerto de Barcelona, vestido de domador, con sombrero de copa y bastón con puño dorado, saludando a todo el mundo en impecable húngaro! Cuando los centinelas de la FAI reaccionaron, el catedrático había entrado ya en el barco. Con respecto al pasaporte falso, fue el sistema utilizado por «La Voz de Alerta». En efecto, el dentista, apenas llegado en compañía de Laura al pueblo de su criada Dolores, comprendió que el peligro era muy grande a causa de «Las patrullas volantes» que barrían la comarca. Alocado, le suplicó a su mujer: «¡Vete a ver a tus hermanos! ¡Diles que me saquen de aquí!». Los Costa no se atrevieron a acompañar a su cuñado a la frontera, pero sí a Barcelona, en una camioneta de la Fundición. En Barcelona, por un precio módico, lograron que la Generalidad les abriese las puertas del consulado de Chile, aunque única y exclusivamente para «La Voz de Alerta». Laura tuvo que quedarse. ¡Qué remedio! Y he ahí que en cuanto «La Voz de Alerta», ya en el barco, oyó que las sirenas cantaban su buena estrella, miró en dirección a los milicianos de los muelles y barbotó: «¡Hasta la vista, cochinos rojos!».
Los falangistas Octavio y Rosselló, que salieron del piso de los Alvear rumbo a Francia por los Pirineos, tropezaron con mayores dificultades. Se extraviaron en las anfractuosidades de la cordillera y no se atrevían a preguntar ni en las masías ni a ningún colono. Octavio no llevaba nada, y Miguel Rosselló sólo la pistola y las cien pesetas que les dio Matías Alvear. El hambre y la fatiga los acosaban, así como los ladridos de los perros. Los muchachos desanduvieron cien veces el camino y siempre se encontraban en el mismo sitio, rodeados de montañas. Durmieron al raso, y al día siguiente penetraron pistola en mano en la cabaña de un pastor, hombre anciano, que no sabía nada de lo que estaba ocurriendo. «¿Qué pasa? —les preguntó—. ¿Qué queréis de mí?». «Que nos acompañe usted a Francia», le ordenó Miguel Rosselló, simulando seguridad. El hombre los miró con detenimiento. No comprendía que siendo tan jóvenes tuviesen que huir, y no tenían porte de forajidos. Imposible acompañarlos; renqueaba excesivamente, pero podía prestarles una ayuda decisiva: se encontraban a diez minutos escasos de la frontera. «Detrás de aquella roca está Francia». ¡Santo Dios! Miguel Rosselló y Octavio abrazaron al viejo y le dieron todo el tabaco que llevaban consigo y le bendijeron con todo el entusiasmo de su juventud zarandeada. Saltando llegaron a la roca, al límite, y una vez allí se volvieron para saludar al pastor, pero éste había desaparecido. Entonces saludaron a España, a la tierra por la que gozaban y sufrían. Octavio se mostraba cauto, pero Miguel Rosselló, el de la eterna afición a los coches, el de la insignia Studebaker en la solapa, a gusto hubiera cantado Cara al Sol. Finalmente, consiguió que Octavio inclinara la cabeza en dirección a Gerona y que rezara con una Salve.
Veinticuatro horas después, por un collado a media hora de camino del cruzado por los dos falangistas, llegaron a Francia el notario Noguer y su esposa, en compañía de mosén Alberto. Siguiendo las indicaciones del guía, que los abandonó en la raya de la frontera, alcanzaron sin pérdida de tiempo el primer pueblo francés, que era Morellás. La presencia de los tres fugitivos despertó la curiosidad del vecindario y la pareja de gendarmes los llevó al cuartelillo, donde, inmediatamente, abrieron con hostilidad el interrogatorio de los fugitivos. Entonces el notario, que se conocía al dedillo la ley, les dijo a los gendarmes: «Por favor, señores… Pedimos acogernos a las leyes vigentes en Francia. Nos entregamos a ustedes en calidad de refugiados políticos». Los gendarmes, aunque remoloneando, levantaron acta y les prometieron salir para Perpignan en el primer camión que hiciera el trayecto. «Más o menos, dentro de una hora».
Mosén Alberto pidió permiso para visitar la iglesia del pueblo. «Pueden ir». Con emoción salieron a la calle y vieron sobre sus cabezas el rústico campanario. Mosén Alberto, ¡extraña cosa!, vestido con traje seglar parecía más dúctil. Se hincaron de rodillas ante la Cruz. Rogaron por España y por su propia aventura. Al salir, la mujer del notario comentó: «¡Qué hermoso es que haya cruces en todas partes!».
Al día siguiente, muy cerca de ese mismo collado, fue sorprendida una caravana compuesta de ocho hombres y el guía. Ocurrió que uno de los expedicionarios se torció un pie y cargaban con él por turnos. Por suerte, la patrulla de vigilancia no era de milicianos, sino de carabineros. Con los milicianos hubiera significado la muerte en el acto. Los carabineros condujeron los fugitivos a Gerona, a la cárcel del Seminario, donde el profesor Civil, al identificar a uno de los detenidos, se levantó con visible emoción, y lo abrazó. Se trataba de un compañero suyo de estudios. Era mudo, pero sus facciones hablaban, y además tocaba el piano mil veces mejor que el profesor Civil. «¡Mi querido Manuel!». Los «veteranos» detenidos instruyeron a los recién llegados sobre las costumbres de la cárcel, a la que llamaban «la sala de espera». El profesor Civil les ahorró, de momento, el discurso sobre los judíos y sobre el mar Mediterráneo; en cambio, les hizo saber que rezaban cada día el Rosario. ¡Y que en cada celda había una cruz! Su amigo Manuel parpadeó. «Sí, hombre, sí, fíjate». Y el profesor Civil les enseñó una cruz grabada muy tenuemente, con la uña, en la pared.
Más a la derecha, en los Pirineos, en el paso llamado «del Perthus», cruzaron la frontera Mateo y Jorge. Les costó tres días y tres noches, cálidas noches de julio, pues Jorge quiso evitar a toda costa el adentrarse en terrenos de propiedad familiar. Su última visión de Gerona había sido la de las columnas de humo ascendiendo cielo arriba, tanto más numerosas cuanto más los muchachos ganaron en altura. Desde arriba, prácticamente vieron columnas en toda la llanura del Ampurdán, y el espectáculo les produjo un gran desasosiego.
¿Qué había ocurrido en Gerona? ¿Qué estaría ocurriendo en toda España? No habían encontrado a nadie ni leído ningún periódico.
Una vez en Francia, los muchachos tiraron las pistolas a un barranco y se dirigieron sin rodeos al pueblo más cercano, Banyuls-sur-Mer, por entre viñedos amorosamente cultivados. En el momento de pisar la vía del tren, dos gendarmes, que con los prismáticos habían estado observándolos desde que aparecieron en el recodo de la Fuente, les salieron al paso.
—Vos papiers, messieurs, s’il vous plait.
Los llevaron al cuartelillo y se mostraron mucho más amables que sus colegas de Morellás. En seguida les dijeron que podían beneficiarse del derecho de asilo vigente en Francia y que podían cambiar allí mismo la moneda. Les pidieron excusas por verse obligados a cachearlos minuciosamente. «Luego los acompañaremos a la Prefectura de Perpignan».
El jefe del puesto de Banyuls-sur-Mer les suplicó que se desnudarán. Nada de particular, a no ser el mapa de España cosido en el interior de la camisa azul de Mateo. «Curieux», farfulló el gendarme, echándose el quepis para atrás.
Mateo puso cara de falangista y, dirigiéndose a todos, les dijo: «Les deseamos que ustedes no se encuentren nunca en esta situación, que no se vean nunca precisados a esconderse el mapa de Francia». El jefe le miró a los ojos con fijeza e hizo una mueca de escepticismo. «Merci…», contestó.
Llegó un gendarme con dos vasos de cristal llenos de un líquido espeso y negro. «¿Café?», les preguntó. «¡Oh, sí! Merci!…». Los dos muchachos aceptaron y se bebieron de un sorbo, sin pestañear, aquel mejunje.
Una hora después se encontraban en el tren, rumbo a Perpignan. Los acompañaba el más joven de los gendarmes. El paisaje era triunfal, lleno de pájaros. El tren discurría por entre viñedos y a la derecha aparecía y se ocultaba, coqueteando, el mar.
Aquello era hermoso. Sin embargo, ¿por qué Mateo sentía una tal incomodidad? Desde que llegaron a Banyuls-sur-Mer advirtió que el país le era extraño. Tal vez fueran resabios de propaganda antifrancesa. Nada le gustaba: ni el colorido chillón de las tiendas, ni lo bien provistas que estaban, ni la divisa Liberté, Egalité, Fraternité, ni los soberbios camiones y tractores —¡si España los tuviera!— ni, por supuesto, los quepis de los gendarmes.
—¿Qué opinas, Jorge, de esos quepis? ¿Tú crees que esto es serio?
Jorge dijo que sí. A Jorge, todo lo francés le gustaba y desde que pisaron el país abría ojos de gran muñeca. Mateo lamentó la opinión de Jorge y, encendiendo lentamente un cigarrillo, permaneció silencioso. «Claro, claro —pensó—. Cada cual es cada cual». Luego reflexionó sobre lo extraño que resultaba que con sólo cruzar una línea divisoria, una frontera, pudiese cambiar tan radicalmente el mundo. «A este lado —se decía— no hay ametralladoras ni bandos de guerra. Viñedos y paz. A este lado, las preocupaciones españolas ya no tienen sentido y nadie conoce al Responsable, un Cosme Vila, ni a Giral».
—Messieurs, voilà Perpignan!
Mateo salió de su ensimismamiento y Jorge le dijo, dándole una palmada: «Hale, desciende a la tierra».
Se apearon y salieron a la calle en dirección a la Prefectura. La calle no era ancha. En una carnicería se exhibían colgados una ristra de cochinillos que llevaban un casquete dorado en la cabeza. Sin saber por qué, Mateo pensó en Azaña. La idea le entusiasmó. «La France!». Lo mismo que a Rosselló, le daban ganas de silbar Cara al Sol. Veía mujeres de gesto desenvuelto y les descubría resabios de Voltaire. Pasaban hombres con una barra de pan bajo el brazo. «Fíjate, Jorge». «Claro —opinaba Jorge—. Así debe ser. En España, a los hombres nos da vergüenza incluso llevar en brazos a nuestros hijos». Mateo callaba. Algo en el aire denotaba que en el país había agua.
En la Prefectura todo fue rápido, pues el gendarme que los acompañó llevaba un informe escrito. El prefecto leyó este informe y el gendarme se despidió de ellos estrechándoles la mano. «Au revoir, messieurs». Sólo dos medidas preventivas: vacuna contra no se sabía qué y dejar las huellas digitales.
Los vacunó en un cuarto sucio una mujer con cazadora de cuero. Jorge bromeó: «Es yugoslava». Era ésta una manía de Jorge, del huérfano que ignoraba serlo. Cada vez que algo le hacía gracia o le chocaba, decía: «es yugoslavo». Mateo resistió bien las vacunas; en cambio, le molestó lo indecible facilitar a la policía francesa las huellas digitales. «Es humillante —barbotó—. ¡Caray con las democracias!».
Hecho esto, quedaron en libertad. ¡Extraña sensación! Ahora las calles les parecían más anchas. Eran poseedores de un papel que significaba el derecho a permanecer en la ciudad hasta nueva orden y a elegir domicilio, con la sola obligación de presentarse a diario y no provocar ningún incidente ni hablar públicamente de política.
—¡Bah! —comentó Mateo—. Tampoco nos entenderían.
Sin darse cuenta echaron a andar hacia el centro de Perpignan. A la salida de la estación habían visto grupos de compatriotas, también con traza de fugitivos, parloteando. Acaso entre ellos encontraran a Padilla, a Haro, a Rosselló… Perpignan era el lugar de la cita. Por desgracia, no fue así. Todos eran muchachos de Figueras o de pueblos próximos a la frontera. Ningún gerundense. Sin embargo, hablar con ellos les fue útil. Se enteraron de que «la provincia era un volcán» y de que las noticias de toda España referentes a la situación les eran adversas. Ningún periódico francés admitía la posibilidad de un triunfo de la «sublevación militar». Todos relataban extraordinarias hazañas del pueblo español, «defensor de la libertad, cuyo heroísmo se estaba ganando la admiración del mundo entero…». En Asturias, en Toledo, en Huesca, se esperaba de un momento a otro la rendición de los militares. Los aviones «leales» de reconocimiento informaban que en Navarra los requetés habían izado la bandera monárquica «provocando entre el pueblo la mayor indignación». ¡Sanjurjo, el general que debía acaudillar a los rebeldes, había muerto en accidente aéreo al trasladarse de Portugal a España!
Mateo se secó la frente con un pañuelo azul. Y aun cuando le dijo a Jorge: «Hay que tener en cuenta que esos periódicos son del Frente Popular», sintió que le ganaba un intenso desánimo, desánimo que la excitación dolorosa y el miedo impreso todavía en los ojos de los otros fugitivos no hacían sino aumentar. ¿Quién era aquel muchacho, pálido como un cadáver, que se les acercaba? Uno entre tantos. Su odisea personal empezaba con tres aldabonazos a medianoche a la puerta de su casa y culminaba con la visión, a la salida del pueblo, de seis cabezas de guardias civiles clavadas en las seis puntas de una verja. «Ya no creo en nada. ¡En nada!». Dicho esto, se fue, casi tambaleándose, con una de las mujeres que merodeaban por el lugar.
Mateo y Jorge se alejaron cabizbajos en busca de un hotel. Arrastraban los pies, y un poco el alma. Los limpiabotas, al verles las alpargatas, seguían con indiferencia su camino. Recordando a los seres que habían dejado en Gerona —Mateo pensó especialmente en Pilar—, los asaltaron dolorosos presentimientos. «La provincia es un volcán». Mateo había encendido otro pitillo. Un hombre se acercó a ellos murmurando: «Compro relojes de pulsera, compro…». ¡Claro, todo se podía comprar! Y todo se podía vender. Todo, excepto aquel terrible cansancio y el miedo.
Descubrieron un hotel que decía «Cosmos».
—Hale, entremos ahí.
Jorge bromeó.
—Cosmos… debe de ser un hotel muy grande.
* * *
No todos los perseguidos en la zona «roja» tenían posibilidades de huir. Eran incontables las personas sin otra solución que esconderse. Ello aguzaba el ingenio, al objeto de dar con el sitio más seguro. El azar contaba mucho, pues era frecuente que el más frágil de los escondites pasara inadvertido a los milicianos, y que, en cambio, lugares calculados con todo empeño, por ejemplo, el interior del depósito del agua, la tapa de éste tocando casi al techo, fueran localizados al primer registro.
Cuando los milicianos entraban en una casa en busca de alguien sospechoso, se producía lo que el catedrático Morales llamaba la danza de los ojos. Los milicianos, quietos en el comedor o en el pasillo, rodaban lentamente los ojos por todas partes, al tiempo que dilataban las narices para olfatear. Del mismo modo, la familia de la persona oculta procuraba no traicionarse, evitando por partes iguales el mirar sin querer el escondrijo y el mirar aparatosamente hacia el rincón opuesto.
Se produjo el gran reparto, reparto a voleo, de los «fascistas». En Gerona y en todo el territorio. En las grandes urbes, el camuflaje era más fácil y además estaban allí los centros diplomáticos extranjeros. En Madrid, las embajadas —llamadas islas— abrieron sus puertas a gran número de acosados. Los parientes de éstos decían: «Manuel se ha ido a Turquía». «Juan ha visto una película canadiense». En Madrid, el hermano de Matías, Santiago, padre de José Alvear, cada vez que bajaba de alguna escaramuza con los falangistas en la Sierra se dedicaba a rondar las mansiones diplomáticas por si caía alguna pieza. Un día acorraló a un hombre con cara asustada que llevaba algo en la boca y que estaba a punto de entrar en la Embajada del Brasil. Santiago se le acercó y le dio un endiablado golpe en la espalda obligándolo a vomitar la prenda: un diccionario Liliput portugués. El hombre temía ser cacheado en el camino, y se le ocurrió la increíble torpeza.
Ocurría eso, que no todo el mundo servía para poner su vida a salvo. El trauma era excesivo. Santiago, el padre de José Alvear, se encontraba en su elemento. Pero en todo el país no había más que un Santiago Alvear, excelente combinación de anarquista sentimental y de perro policía. En una carta que escribió a Matías le decía: «Ya sabes que a mí me gusta el tomate».
Un primo del patrón del «Cocodrilo» se escondió en una casa de campo, en la pocilga de los cerdos, que terminaron por aceptar su compañía. La madre de Ana María —Ana María, el idilio de Ignacio, con un moñito a cada lado— se pasó quince días en un ascensor detenido entre los pisos tercero y cuarto. Cuando había peligro, el portero había encontrado el sistema de colgar el ascensor allí, como si estuviera averiado, y de subirlo y bajarlo luego a placer, cuando renacía la calma. En algunos cementerios los nichos vacíos eran muy solicitados, y para llevar la comida a los escondidos en ellos, de acuerdo con el sepulturero se simulaba un entierro cuyo ataúd no contenía ningún cadáver, sino alimentos, víveres. Durante el día, los ocupantes de dichos nichos tenían que comer y vivir tendidos en su guarida y sólo algunas noches se atrevían a salir, a deambular un rato por entre los muertos, las estrellas y el miedo. Por su parte, Jaime, el amigo de Matías en Telégrafos, siempre decía que si él tuviera que esconderse elegiría el bosque, vaciando previamente el tronco de un árbol.
En Gerona hubo muchos acosados que demostraron tener acierto y fantasía para esconderse, y esto le ocasionaba a Cosme Vila una sincera desesperación. A Cosme Vila le hubiera gustado instalarse en lo alto del campanario de la catedral, donde estaba situado el ángel decapitado por un proyectil francés cuando la guerra de la Independencia, y desde allí localizar, señalar con el índice al obispo, a Marta, a don Emilio Santos, a todos los enemigos del pueblo. Sobre todo, a los que habían salido con armas. Localizarlos como, según informes, Queipo de Llano localizaba en Sevilla a los obreros que se habían opuesto a la rebelión, a los cuales, según el Responsable, antes de llevarlos al paredón les marcaba en la frente UHP o las iniciales del Sindicato a que pertenecían.
Bueno, tampoco el Comité Antifacista podía abarcarlo todo. Marta estaba a buen recaudo, al obispo se lo había tragado la tierra —«se acuesta con alguna tiorra», opinaba el Cojo—, don Emilio Santos recaló en casa de los Alvear, dormía en la mismísima cama de César. Gente extraña, sin saber por qué, por solidaridad instintiva, se había prestado a dar cobijo a personas en peligro, singularmente a monjas, a monjas que llegaban de los pueblos ataviadas sin garbo, algunas con peluca. El sustituto de Vasiliev en Barcelona, delegado Axelrod, hombre altísimo, de aspecto bonachón, que llevaba como los piratas un parche negro en el ojo derecho y que iba siempre acompañado de un hermoso perro, le había dicho a Cosme Vila, en la primera visita de inspección que hizo a Gerona: «¡Bueno, no te impacientes! Pronto tomaremos las medidas necesarias para acabar con todo esto».
Una de las personas más hospitalarias era la Andaluza. La Andaluza, dueña de los más prósperos burdeles de la ciudad, sin renunciar a su negocio y evitando que Canela, convertida en miliciana, se enterara de ello, abría la puerta de su casa a los seres más diversos. Sus últimos «pupilos», como ella los llamaba, eran Alfonso y Sebastián Estrada, hijos de don Santiago Estrada, jefe de la CEDA, fusilado la primera noche. Antes escondió a un catedrático de Tarragona que aseguraba hablar correctamente el árabe, y a un tratante de ganado, de la provincia de Lérida, cuyo pánico era tal que había hecho insertar en varios periódicos su esquela mortuoria suponiendo que con ello ya nadie se tomaría la molestia de buscarlo.
Los hermanos Estrada encantaron a la Andaluza y les agradeció mucho que a través de un amigo común aceptasen su hospitalidad. El mayor, Alfonso, le gustó porque era educado y entendido en cocktails, con los que apaciguaba un poco a las chicas, nerviosas por la guerra. El menor de los hermanos, Sebastián, le gustaba porque tenía capacidad de fábula y siempre le daba una interpretación original de los hechos. «Ni pensándolo diez años se me hubiera ocurrido a mí esto», le decía la Andaluza admirativamente.
El catedrático de Tarragona y el tratante de Lérida habían escapado por fin a Francia. La Andaluza los despidió: «¡Ay, si yo pudiese acompañarlos! Allí me ganaría yo mis buenos dineros».
Los hermanos Estrada querían huir y la Andaluza, que se ocupaba en ello, les decía: «Paciencia, paciencia. ¿Qué prisa tenéis? ¿Es que no os doy buen trato?».
—No se trata de eso, Andaluza. Se trata de que han asesinado a nuestros padres y ¡bueno! Cuanto antes, mejor.
Otro de los escondidos en la ciudad, tal vez el más complejo, era mosén Francisco, a quien habían recogido las hermanas Campistol, las modistas de Pilar, las cuales disponían de un armario ropero de doble fondo capaz de disimular un cuerpo. El vicario se paseaba como un espíritu por el piso balbuciendo: «¡Mira que vivir yo rodeado de espejos!». Comía en su habitación y, para que desde la escalera no se oyera una voz masculina, se hacía entender con las modistas por señas o bisbiseando como en el confesonario.
Mosén Francisco estaba desconcertado. Llevaba un bigote postizo, que con frecuencia se quería arrancar, mono azul y alpargatas. Continuamente se tocaba un diente, como si le doliera, y pensaba que todo aquello era un gran dolor. Desde la ventana de su cuarto se veía mucho cielo azul, tejados pobres y, allá al fondo, las montañas. Leía periódicos —uno de ellos publicó una caricatura del obispo con un pie que decía: «¡A otra cosa, mariposa!»— ¡y escuchaba la radio! Ésta era, lo mismo que para Marta, su conexión. Una pequeña radio sepultada bajo una manta en la mesilla de noche. Mosén Francisco se pasaba horas a la escucha, sometido a toda clase de sorpresas, como la que le proporcionó un peregrino sacerdote —no pudo retener su nombre— que tenía una hermosa voz y que manifestó hablar desde Madrid, desde los micrófonos del Ministerio de la Guerra. Sacerdote que se había declarado en contra de la sublevación militar y cuyo mensaje, expuesto con fascinante precisión, decía que Cristo, carpintero de oficio, surgió del pueblo y que el estado de ánimo del pueblo tenía su justificación en el egoísmo de los ricos y en las nupcias perpetuas de éstos con la Iglesia Católica. Dio, como siempre, estadísticas de tesoros acumulados en los templos e hizo hincapié en el desamparo espiritual a que estaban relegados los humildes. Lo cierto era que hablaba con convicción y arrebato. Su última frase fue: «Los sacerdotes con una sotana raída y un cáliz de hojalata estaríamos en nuestro papel».
Mosén Francisco, al cerrar la radio, se miró a uno de los espejos. Recordó su cáliz de oro, le pareció verlo en el espejo, confundido con el bigote postizo que ahora llevaba. Recordó al obispo entrando en Gerona cuando tomó posesión de la diócesis. Iba de pie en un coche negro, descapotado, repartiendo bendiciones a derecha e izquierda. Una ingente multitud lo aclamó. ¿Qué había ocurrido?
Mosén Francisco dio la espalda al espejo y fue a sentarse al borde de la cama, fumando en dirección al suelo. Le hubiera gustado conocer el paradero de su obispo, acudir en su ayuda, arriesgarse por él. Las hermanas Campistol le habían dicho: «Está escondido en casa de un ferroviario, no se preocupe usted». Bueno, ¿cómo saber si aquellas mujeres le mentían piadosamente o la decían la verdad?
Escondido… era la palabra eje, que brincaba sin cesar de su cerebro a sus alpargatas. El cuerpo le temía a la muerte y se escondía donde fuese, en casa de los ferroviarios, en casa de las modistas. Mosén Francisco sopló sin necesidad en la punta del cigarrillo para verla enrojecer, y acto seguido recordó unas misteriosas palabras del Evangelio: «Quien quisiere salvar su vida, la perderá». ¡Estaba claro! Su obispo, él, centenares de sacerdotes, de religiosos y religiosas querían salvar su vida y la perderían. Sin embargo, el rojo chispeante del cigarrillo le trajo a la memoria otras palabras muy distintas, también del Evangelio, también pronunciadas por Jesús, palabras que el sacerdote que habló por radio desde Madrid olvidó de mencionar: «… dondequiera que es desecharen, y no quisieren oíros, retirándoos de allí, sacudid el polvo de vuestros pies, en testimonio contra ellos». ¡Más aún! Jesús también dijo: «Entretanto, cuando en una ciudad os persigan, huid a la otra».
Mosén Francisco fumaba, fumaba sin parar y se tocaba el diente. ¿Tenía derecho a salvarse? «Una sotana raída…». Él llevaba mono azul. Las hermanas Campistol bisbisearon: «¡Obligación, obligación tiene usted de intentar salvarse!». No obstante, otros sacerdotes, ¡infinitamente mejores que él!, habían caído ya. Le temía al pecado de deserción, de escándalo. Y se avergonzaba de tener miedo. Las hermanas Campistol le llevaban a menudo tazas de café para darle ánimo. Mientras, sus manos tomaban una y otra vez una mugrienta baraja que encontró en un cajón y hacía con ella solitarios y más solitarios extendiendo las cartas sobre la blanca sábana.
Mosén Francisco era, tal vez, el más complejo de los hombres ocultos en la ciudad. Después de él, estaban escondidos miles de pensamientos… Y muchos corazones. En realidad, no se sabía si lo que los hombres hacían, lo que daban de sí, era su yo más íntimo o un yo prestado.