Capítulo II

Varias personas, en la ciudad, entre las que permanecieron adictas al Gobierno de la República, se sentían desbordadas y presas de la más honda irritación. En primer término, los tres militares profesionales: el general, el coronel Muñoz y el comandante Campos. El general, que había prohibido a sus hijas que salieran de casa, ni siquiera gritaba «¡A la cárcel toda esa chusma, a la cárcel…!». A no ser porque le repugnaba sinceramente lo que la sublevación significaba, lo hubiera abandonado todo y se habría ido a descansar a su tierra, la provincia de Alicante, o a Barcelona. Por su parte, el coronel Muñoz y el comandante Campos confesaban que jamás imaginaron que el odio humano pudiera alcanzar tales extremos. Con ironía amarga le recordaban a Julio García el consejo que éste les había dado repetidas veces: «¡No queda más remedio que armar al pueblo!». Julio García replicaba que él les había aconsejado armar al pueblo antes de la sublevación militar, cuando no se había producido el choque. «Entonces todo hubiera sido distinto».

Por otra parte, lo que mayormente irritaba a los tres militares era lo que ellos llamaban la «angelical inconsciencia» del Comité, del pueblo e incluso de la prensa y las radios, controladas por el Gobierno. En efecto, no comprendían que la preocupación máxima, excluyente, no fuera la muy elemental de canalizar los esfuerzos hacia la sofocación total de la sublevación militar. Dedicarse al asesinato y al expolio mientras los rebeldes no sólo se afianzaban en sus veintitrés capitales de provincias conquistadas inicialmente, sino que partiendo de ellas avanzaban en algunos puntos sin encontrar, ¡cómo iban a encontrarla!, resistencia organizada, era una locura suicida. El general le había dicho textualmente a Cosme Vila, por teléfono, la única vez que se dignó hablar con él: «En vez de redactar listas para el paredón, debería usted devolverme los soldados licenciados e indicarme el número de voluntarios con instrucción militar que podría poner a mis órdenes».

Los tres militares, claro es, contemplaban los sucesos desde un ángulo muy particular: desde un ángulo en el que se veía el mapa de España. Habían incluso clavado en este mapa unas cuantas banderitas. Y la conclusión fue que, aun cuando los territorios en poder del enemigo eran los más pobres y atrasados de la nación —tema de meditación que podía brindárseles— y en kilómetros sumaban menos de la mitad de la superficie total y en número de habitantes un tercio, todo indicaba que en ellos el mando estaba organizando disciplinadamente, según las eternas leyes del arte de guerrear. Esto tenía, a su entender, una importancia capital. En opinión del general, lo más urgente era impedir que el enemigo siguiera recibiendo refuerzos de África, de las bases de Marruecos, y no comprendía cómo el Gobierno, en vez de proyectar infiltraciones en lugares secundarios, no situaba en Málaga y costas adyacentes toda la Escuadra disponible, apoyada por escuadrillas de aviación que vigilasen día y noche el Estrecho de Gibraltar. El general había mandado en este sentido cinco despachos a Madrid, sin obtener respuesta. Julio García le preguntó:

—¿Adónde mandó usted esos despachos?

—Al Ministerio de la Guerra.

Julio encendió un pitillo.

—No creo que haya allí nadie que sepa escribir.

Los tres militares comprendían que el objetivo primordial de los sublevados, el único que podía salvarlos, era conseguir formar un frente continuo a lo largo de la frontera de Portugal. El propio Queipo de Llano, a quien el coronel Muñoz, que lo conoció en otros tiempos, consideraba un fanfarrón, lo declaraba noche tras noche: el día que su columna del Sur, que además de dirigirse hacia Huelva subía en dirección Badajoz, consiguiera enlazar con las tropas que a las órdenes de Mola bajaban del Norte, todo habría dado la vuelta. Era cierto. Entonces, la sorpresa de aquellos pobres milicianos de Gerona, que porque cada noche cortaban en flor unas cuantas vidas indefensas se creían los amos del mundo, iba a ser mayúscula. La aventura se convertiría en guerra, en una guerra despiadada. Tendrían que aprender de nuevo a saludar militarmente, tendrían que olvidar el «¡Salud…!», y volver al «¡a sus órdenes!», que tanto les sacaba de quicio. Por otra parte, el resultado final de la lucha sería desde aquel momento imprevisible y todo dependería en última instancia de si el Gobierno de la República estaba definitivamente en manos de locos o conseguía imponer su autoridad. Porque los recursos propios eran abundantes. Con el oro podían comprar, en efecto, armas, y parecía segura la ayuda de unas cuantas grandes potencias —mejor dicho, de los Frentes Populares de unas cuantas grandes potencias—, así como de la Unión Soviética. Esto, bien llevado, reorganizando los mandos de Tierra, Mar y Aire, podía ser suficiente. Ahora bien, no podía olvidarse que el mismísimo comandante Martínez de Soria, jefe rebelde de la plaza, antes de las elecciones había hecho un viaje a Roma. Es decir, que por su parte los sublevados obtendrían a no dudar —tal vez en aquellos momentos se estuviesen ya beneficiando de ella— la protección de Hitler y Mussolini y acaso de la más importante todavía, desde el punto de vista estratégico, del gobierno fascista de Portugal.

Julio García, por su parte, era otra de las personas desbordadas y vivía unas horas que podían contarse entre las peores de su existencia. Julio García entendía que, aparte las razones militares, abrumadoramente lógicas, expuestas por sus jefes amigos, el Gobierno, desde el punto de vista psicológico, estaba tirando por la borda la adhesión de importantes masas del país. Tan sólo con respetar las vidas y la propiedad privada, la nación, repudiando unánimemente a los rebeldes, ¡habría forzado a éstos a abandonar la partida…! Ahora el Gobierno se creaba multitud de enemigos, con la carga ofensiva inherente a la desesperación. Por otra parte, doña Amparo Campo tenía apabullado al policía. Los acontecimientos la habían exaltado de tal forma, que la mujer de Julio empleaba un lenguaje parecido al de las radios facciosas y afirmaba que con sólo salir al balcón, experimentaba náuseas. Ella siempre aspiró a subir cada día más en la escala social, a sentar a la mesa personas de la categoría del doctor Relken, de los arquitectos Ribas y Massana, del coronel Muñoz. ¡Ahora, el último huésped había sido Murillo, con su bigotazo, y esperaba de un momento a otro tener que asar un pollo para el Cojo…! «Todo esto es una vergüenza, y si fueras lo que presumes… confesarías que te has equivocado y nos marcharíamos al extranjero».

El policía, en su casa, acariciaba a Berta y en el despacho veía descender la nieve en el pisapapeles. Estaba obligado a admitir que las palabras de su mujer, ¡por una vez!, encerraban su porción de verdad. Tampoco a él le gustaba salir al balcón. Humanamente, ¿a qué engañarse?, era poco sentimental y le dolían menos que a otros ciertas ausencias; pero la crueldad gratuita le traía a mal traer y le humillaba el haber fracasado en sus intentos de frenar a los jefazos de aquella locura. Tal vez Canela acertaba cuando le decía: «¿No crees que a ti te corresponde el otro bando? ¡No seas mentecato! ¡Grita “Viva la Inquisición”!».

Sin embargo, ¿cómo luchar contra el temperamento? El temperamento era uno mismo, la persona. Con sólo ver a «La Voz de Alerta» se le secaba la saliva; en cambio, veía a Blasco y le daban ganas de ofrecerle el pie y decirle: «Anda, límpiame esos zapatos…». ¡E imaginarse al diablillo de Santi durmiendo en la biblioteca del Casino, recostada la cabeza sobre tres almohadones, le producía, por encima de las ideas, un extraño placer! No, no era fácil saber cuándo se acierta, cuándo se yerra y menos aún hasta que punto se es responsable. Y, por descontado, él no podía rectificar. Su puesto estaba allí, esperando, hasta ver la dirección definitiva que en los próximos días tomaban en el mapa las banderitas de sus tres amigos militares. Cuando el horizonte se aclarase en uno u otro sentido, tomaría una determinación. Entretanto, ¿qué más quería su mujer? Se esforzaba en ayudar. Había recogido bajo su propio techo a la sirvienta de mosén Alberto. Gracias a una advertencia suya, los arquitectos Massana y Ribas habían salvado el Palacio Episcopal. ¡Gracias a otra advertencia suya el comandante Martínez de Soria y sus diecinueve cómplices vivían aún! «Ya ves, Amparito… Me convierto en un agente contrario a mí mismo».

Fuera de eso, a juzgar por las noticias que llegaban de la zona ocupada por los rebeldes, quedaba claro que entre las gentes de «guante blanco» las cosas no andaban mejor. Su mujer no veía sino la facha, y por eso medía con distinto rasero al teniente Martín y al barrigudo Gorki. Pero era el caso que en Castilla, en Navarra, en el Sur, los falangistas, los requetés, ¡para no hablar de los moros…!, estaban cometiendo los mismos horrores, a las mismas horas y con idéntica saña que sus adversarios en Gerona. Lo cual no era de extrañar, pues la raza era la misma, como muy bien había comprobado el doctor Relken midiendo cráneos aquí y allá. La única diferencia estribaba en que, en vez de don Pedro Oriol, quien en la zona rebelde caía acribillado era cualquier dirigente republicano, o un obrero con carnet antiguo de un Sindicato. Tal vez en Valladolid dispararan con más elegancia: peor para ellos… El léxico empleado —el léxico de Mateo— sería más fino: mayor responsabilidad. ¡Oh, seguro que en Pamplona los piquetes se alineaban invocando a Cristo Rey! Era cosa de imaginar lo que hubiera sido de su propia piel de policía si el comandante Martínez de Soria no se hubiese rendido. ¡Logia Ovidio! Suficiente para que doña Amparo Campo conociera para siempre lo que significaba la soledad.

David y Olga, otras personas desbordadas, se movían con ánimo también complejo en medio de aquel huracán desencadenado. Su visita de pésame a los Alvear tuvo un final desagradable: Ignacio, cortés al principio, de pronto se levantó y salió de casa dando un portazo. En la pared de la Escuela, varios antiguos alumnos, tal vez aquéllos que leían Claridad, habían escrito en letras monumentales: «Herejes del mundo, uníos». Durante el día, los ojos de los maestros rondaban buscando afanosamente alguna suerte de coherencia en lo que ocurría. Y a menudo se declaraban derrotados. En cuanto a la noche, era peor aún. Desde la habitación que ellos ocupaban en la Escuela —no así desde la cocina, donde Marta dormía—, los disparos del cementerio se oían con penosa rotundidad. Debían de rebotar contra los nichos y desde allí atravesar aparatosamente los cristales de la habitación de los maestros.

Desde luego, David y Olga no se hacían a la idea de que gente de un mismo lugar, que bebía el mismo aire y asistía a la emigración y regreso de los mismos pájaros, albergara en su alma especies tan irreconciliables. Sentados en el bordillo del surtidor del jardín, se miraban como siempre ellos dos se habían mirado, y cada uno buscaba en el otro la justificación de las manchas de sangre. Con Julio no habían cambiado impresiones, pero sí con Antonio Casal, quien opinó que en los comienzos de toda revolución el espectáculo inmediato, que es de muerte, impide calibrar los beneficios que dicha revolución traerá consigo en lo futuro. Tesis —subrayó el jefe local de la UGT— que sin duda esgrimieron los cristianos en sus famosas cruzadas. «¡Vamos, digo yo!».

David y Olga se mordieron los labios y asintieron. Casal, que cada día les pedía más y más ayuda, más y más amistad, tenía razón. ¿Por qué crearse nuevos fantasmas? De hecho, los tres militares profesionales, al considerar que el enemigo seguía siendo uno: «la sublevación fascista», daban muestras de serenidad y de capacidad de síntesis. Sí, ahí estaba el absceso, el tumor, ahí la lucha a cara o cruz, a cuyo respecto Olga no podría olvidar jamás, que ya en octubre de 1934 el comandante Martínez de Soria la mantuvo cuatro horas de pie, interrogándola.

Por otra parte, ¿había diferencia apreciable entre los milicianos que en Vich jugaban al fútbol con el cráneo del Obispo Torras y Bagés, y «La Voz de Alerta»? ¿No sería éste capaz de jugar al fútbol con los cráneos de los mártires del pueblo Galán y García Hernández, a los que, según noticia, los rebeldes de Huesca habían desenterrado para volver a fusilarlos? Cuidado con los espejismos… Cuidado con la inhibición. A caballo de la inhibición, un día podían ver entrar por la puerta de la Escuela a un mocetón navarro con la bayoneta calada o a un siervo de Alá con la gumía entre los dientes.

Era, por supuesto, duro y decepcionante comprobar que muchos milicianos no hacían otra cosa que imitar a los burgueses, imitarlos en todo, instalándose en sus pisos —el Responsable en el de don Jorge, Blasco en el de don Santiago Estrada—, comiendo y bebiendo lo que ellos, ¡usando los mismos perfumes! Y más decepcionante aún que cruzaran el cielo, en vez de cometas, como ellos siempre desearon, pensamientos de muerte. Pero ¿quién encendió la mecha? Y sobre todo, ¿cuánto duraba un ciclón? La ley del hartazgo era una ley, tan imperiosa como la de la gravedad. El propio Gorki acabaría dándose cuenta de que su aspecto en el sillón de la alcaldía era ridículo. Y cuando la tempestad hubiera amainado, ¿no compensarían las posiciones conquistadas? Se imponía ser objetivo y pensar, por ejemplo, en lo que trajo con algo la Revolución Francesa. ¡Cuántos prejuicios, hábitos de resignación, privilegios de clase, fantasmas, eliminados para siempre! En esta ocasión se trataba de acabar con la constante amenaza que significaban para la nación el báculo y la espada.

Una cosa les llamaba la atención: no se había asaltado ningún Banco… ¡Qué imprevisible era la multitud! Los Bancos eran, de hecho, el símbolo del poder contra el que se rebelaban los que no tenían nada. ¿Cómo era posible que Cosme Vila, que a la fuerza debía de recordar su antiguo empleo, los respetara?

Y el caso es que el puesto reservado para David en el Comité Antifascista seguía vacante… El maestro tendría que decidirse pronto. Antonio Casal, que para ir a la escuela disponía ahora del Citroën que en tiempos perteneció al señor Corbera, confiaba en que el instinto revolucionario, tan arraigado en la pareja de maestros y en otros muchos hijos de suicidas, acabaría inclinando la balanza a favor del Comité, por lo cual siempre que hablaba con David lo hacía como si el consentimiento del maestro fuese un hecho.

A este respecto, día por día tenía a la pareja al corriente de los acuerdos tomados por el Comité. De los acuerdos y de las dificultades surgidas, que por cierto no eran pocas, debido a la autoridad moral ganada en buena lid por los anarquistas, autoridad que había convertido el Responsable en una auténtica, caprichosa vedette.

Por supuesto, en este terreno Antonio Casal patentizó su amor a la verdad. «No podemos engañarnos —dijo——. Los anarquistas son unos locos y han cometido disparates a granel; pero lo dieron todo dondequiera que se combatió, con una diferencia de cuatro a uno sobre cualquiera otra organización. La cifra de los muertos de la CNT-FAI en Barcelona, en Madrid y Asturias es ya escalofriante; y todavía están dispuestos a acudir, a pecho descubierto, donde haga falta».

David y Olga comprendían, ¡cómo no!, este matiz de la cuestión. Por otra parte, sería torpe y de mala fe juzgar a toda la organización anarquista por la actuación que habían tenido en Gerona el Responsable y sus acólitos. Era preciso inventariar la actuación global de la CNT-FAI, su capacidad de heroísmo en todo el territorio. Y respecto a sus afiliados, individualmente cabía hacer lo mismo. Cierto que Ideal se untaba con mantequilla las botas y el correaje, y que el Cojo utilizaba como contraseña frases como «El Papa es un cabrón» o «Preciosa, me muero por tus pedazos», pero ello no impediría ni a uno ni a otro exponer el pellejo cien veces al día si era necesario.

—Desde luego —admitió David—. Si nosotros estamos ahora aquí tomando café, se lo debemos a los anarquistas.

Olga asintió. Sin embargo, añadió que, a su entender, en el seno de la revolución había brotado un roedor más sutil e incontrolable que el que podía significar la FAI y sus caprichos: la masa neutra, indiferente, la gente que deambulaba de acá para allá con curiosidad malsana y sin arriesgar nada, fláccida como la gelatina o como un cerebro en una mesa de hospital.

Olga estimaba que esta gente era más peligrosa y odiosa que los fanáticos, puesto que el fanatismo se curaba con el tiempo y la indiferencia no. Personas capaces de coleccionar sellos o de contar chistes aun en medio de la ciudad en erupción. Según Olga, a esas personas no les importaban ni los que mataban ni los que morían, y a ellas se debía, sin duda, que desde la víspera desfilaran por las calles tres hombres con pancartas anunciando la llegada a Gerona ¡de «miss Nadiá» y «míster Adrien»! Sí, dos motoristas acróbatas, acompañados de un faquir llamado Campoy, faquir que por la tarde probaría a enterrarse vivo, por unas horas, delante del edificio de Correos.

David sonrió con ironía un poco amarga. Casal lo advirtió. Antonio Casal leía de corrido las expresiones de David. Cuando David bajaba las mandíbulas como si un bozal se las apretara, pensaba en el fascismo. Cuando miraba enfurruñado a su alrededor, como buscando algo, pensaba en Dios. Cuando sonreía irónicamente es que admiraba algo certero que Olga acababa de decir.

Casal se dirigió a los dos con afecto.

—Habéis cambiado mucho desde que os conozco —les dijo—. Habéis cambiado tanto como Gerona.

Los maestros admitieron que era cierto. Uno se hacía mayor y le penetraban arrugas, dudas, en el alma.

—Antes no hubierais apostado por los fanáticos, sino precisamente por los neutros, por los indiferentes. Hubieseis dicho: «Hay que respetar su intimidad», «tal vez su indiferencia sirva para custodiar lo más necesario de la persona humana». ¡Ah, sí! En Olga era menos guapa que ahora. ¿Te acuerdas, Olga? Llevabas un escudo en el jersey… ¡Era una agresión!

—¡Bah! —rió Olga—. Era un escudo de alpinismo de una peña montañera.

—Bueno, bueno, quién sabe. El caso es que los que hablaban de redimir a alguien os daban cien patadas. Preferíais a los que he dicho, a los capaces de pasarse toda la tarde de hoy aplaudiendo a los motoristas acróbatas «miss Nadiá» y «míster Adrien».

David volvió a sonreír y entró en el terreno de su amigo.

—Tienes razón —admitió—. Pero ahora hemos descubierto que puede haber cosas mucho más importantes que los espectáculos. En los espectáculos hay siempre trampa.

—¿Trampa? —Antonio Casal se quitó el algodón de la oreja.

—Sí. Fíjate en ese faquir, el faquir Campoy. Se entierra… pero por unas horas. Muere… pero resucita sin tardar.