Capítulo 21

Señores capitanes… He de deciros una cosa…

—Diga la condesa.

—Veréis, he decidido regresar a la Bretaña por mar… Don Diego, el abad de este monasterio, se ha ofrecido a buscarme barcos…

—Señora, armar una nave es muy costoso. No tenemos dinero para pagarla, además con tanto séquito necesitaríamos cuatro, si no cinco…

—Lo pagaremos, Morvan.

—Además, no llevamos marineros.

—Ni los capitanes somos gente de mar, somos de tierra adentro…

—La mayor parte de los nanteses que llevamos habrán navegado, digo yo… Da igual, de cualquier forma, en el flete entrará la tripulación.

—¿Cómo vamos a pagar el alquiler?

—No te preocupes, Morvan.

—¿Cómo no me voy a preocupar, señora? De la última arca, de la cuarta, queda la mitad del dinero, y no es nuestra, es de la señora duquesa.

—Hicimos corto, eso sí. Pediré prestado. Lo he decidido, si os comunico mi resolución es porque he invitado al abad a comer y a vosotros dos también, para que no os sorprenda, pues que seguro habla de ello… Dejé dineros en el monasterio de San Salvador de Roncesvalles y a la señora reina de Pamplona, ¿os acordáis?

—Sí, señora, pero fue para regresar a pie…

—En el mar hay monstruos…

—Don Martín de Dinard, el tío de mi difunto marido, que surcó los siete mares no se encontró con ninguno… El monstruo fue él, de otro modo nos lo hubiera contado doña Adele…

—Hay piratas, sigue habiendo piratas vikingos…

—Los vikingos aceptaron un reino en la Bretaña muchos años ha. A cambio de dejar de perseguir, atacar y abordar naves, recibieron tierras y se asentaron en ellas…

—Sigue habiendo piratas normandos… Y tú, mi señora, tienes dos hijas menores que cuidar y un condado que gobernar…

—Lo sé, Guirec, pero no tengo fuerza para recorrer otra vez la misma ruta, ni para cruzar puentes que se desploman ni para andar con tantos calores… Voy camino de la vejez y de mi tránsito a mejor vida que, pido a Dios, sea un rato corto…

—A la señora le quedan muchos años…

—Te recuerdo, doña Poppa, que los hombres no fueron contratados para regresar por mar y que tienen empeño en visitar las grandes ciudades de la Francia…

—Lo sé, Morvan pero, ante arrastrar carros y carretas durante tres meses o hacer el camino en cinco días, no tendrán duda… Sólo de pensar en el Cebrero o en el puerto de Cisa me vienen tembladeras. De cualquier manera, el que no quiera venir que se vuelva a pie. Le pagamos la soldada y que regrese por su cuenta…

—Tampoco sabemos nadar…

—Luego está la tempestad que se puede presentar en cualquier momento. De repente, cambia el tiempo, y adiós barcos y adiós el linaje de Conquereuil.

—Si don Diego consigue las naves, yo, mis hijas y quien me quiera seguir, regresaremos por la mar… He dicho.

—¿Ha visto la señora un barco? A poco oleaje que haya, enseguida hay que achicar el agua, ya no digo si hay galerna…

—Te recuerdo, Morvan, que nací y me crié en una isla… Además, Dios y el señor Santiago nos protegerán.

—Se mareará la gente…

—¿No os dais cuenta de que debimos venir por mar…? Reconozco que no se me ocurrió y a don Robert, descanse en paz, tampoco… ¿Acaso vosotros dos no lo acompañasteis cuando fue a la isla de Sein?

—Sí, señora, pero fueron 20 millas y a la vista de la costa.

—¿Y se marearon sus mercedes?

—No, no.

—He dicho y no se hable más, ¿lo han entendido mis capitanes?

—Sí, señora.

—Sí, señora.

—Si es menester os pondréis a las órdenes del abad y con buena cara, además.

—¿Desea la señora que lo comuniquemos a la tropa?

—No, por el momento, no.

—¿Y qué haremos con la impedimenta, malvenderla?

—¡Morvan!

—Disculpe la condesa.

—Ea, servíos una copa de vino y dadme a mí otra. Y asomaos a la ventana a ver si distinguís a las niñas y decidme qué hacen, que no puedo dar un paso…

—No debió la señora…

—¡Guirec, por amor de Dios!

—Perdón, mi señora.

—Condesa, Lioneta está en brazos de doña Gerletta…

—Va comiendo algo…

—Luego no tendrá apetito…

—No comer por haber comido…

—Si lo permite la señora vamos a hacer una ronda, ya sabe que los hombres son muy bulleros.

—Id. Por cierto, cuando volváis me traéis la caja del Beato, que aún no lo he visto y me distraeré mirándolo… Habré de estar cinco o seis días así, tal le ha dicho a doña Crespina el fraile enfermero.

—¿Se va a quedar sola la señora?

—Sí, me vendrá bien. Vosotros a las 11 aquí.

Doña Poppa había ido andando de talones de la antecámara hasta su lecho y se había tendido sobre las cobijas, pues se cansaba de estar sentada y con los pies en alto sobre un escabel pero, lo que suele suceder, que no había entornado los ojos —que es lo que hacen algunas personas para gozar más íntimamente de su felicidad o para pensar mejor— y, vive Dios, vive Dios, llamaron a la puerta y entró la beata, seguida de varías criadas de Conquereuil que venían a poner la mesa. Las bretonas preguntaron a su señora qué tal se encontraba y le informaron de que los hombres y mujeres que se habían descalzado estaban en la misma situación que ella, tendidos en los catres de la alberguería y sin poder dar un paso hasta que se les secaran las postillas y, queriendo servirla, le ofrecían una almohada para que reposara los pies o se prestaban a ir a comprarle tal o cual, el caso es que con tanto cariño la trataron que la condesa dijo:

—Mañana comeréis marisco… Vosotras acompañaréis a Dulce al mercado…

—¡Oh, señora!

—Quiero que celebremos la indulgencia…

—¡Oh, señora, para terminar el viaje un banquete…!

—Oye, Dulce.

—Diga la señora.

—Cómo voy a almorzar con el señor abad y mis capitanes, ¿dónde podrán comer mis hijas?

—En el refectorio, señora. Como tus camareras te atenderán a ti, éstas se ocuparán de ellas, si no mandas otra cosa.

—No, bien está. Lo que necesitaré son vendas para los pies…

—Yo te las traeré, señora, y te vendaré…

—Gracias, Dulce. Mañana irás al mercado con mis criadas y comprarás marisco para todo mi séquito y tú comerás con mi gente.

—Lo que mande la señora. Cuando puedas andar podemos llegarnos al monte Sacro o a algún castro y almorzar allí…

—¿Qué es un castro?

—Un antiguo poblado celta. Los celtas son los antiguos pobladores de la Galicia.

—En la Bretaña también hubo celtas.

—¡Ah, tenemos antigüedades en común gallegos y bretones!

—Sí, además —intervino una criada— las borrascas entran por el mismo sitio, por la mar Océana.

—O podemos visitar iglesias. Las que han dejado en pie los ejércitos de Almanzor, que quemó las de San Feliz de Lovio, San Pedro da Fora, San Benito y San Miguel dos Agros…

—¿Tú estuviste cuando se presentó Almanzor?

—No, señora. Las campanas de todas las iglesias tocaron a rebato y todos los pobladores huimos con lo puesto, y cada uno con el oro que tenía, hacia las Asturias o León… Los demonios musulmanes se dedicaron a quemar las casas y las iglesias, entre ellas las que te he nombrado y la del señor Santiago, en la que sólo se salvó el altar, pero el rey Bermudo y el obispo se han dado priesa en restaurarla…

—Tengo oído que un monje que estaba rezando le plantó cara al Almanzor ese…

—Sí, se dice que entró en el templo Almanzor y se encontró al freiré y, extrañado de que hubiera un hombre allí, le preguntó: «¿Qué haces?», y que el aludido respondió: «Rezar a Santiago», y que entonces el poderoso general ordenó a los que le seguían: «Que no lo moleste nadie», y así se salvó el sepulcro…

—Fue milagro…

—Ya puede decirlo la señora, pero en la ciudad no sucedió otro tanto… El moro arrambló con enorme botín y hasta las campanas de la iglesia de Santiago se llevó… En las torres aún están trabajando los canteros… Por la parte del poniente, la que va al mar, no dejó piedra de la muralla en pie…

—Dulce, ¿tú vas a ir a Finisterre a lo del Fin del Mundo?

—Yo no, si he de morir lo haré en este convento que es mi casa, ya que no puedo hacerlo en la mía…

—¿Qué te sucedió?

—Que os lo cuente luego —terció la condesa—. Ahora, necesito las vendas, no voy a estar ante el abad otra vez con los pies desnudos.

—Ea, voy y vuelvo, señora.

Y fue, regresó y realizó su tarea antes de que los capitanes volvieran y las mujeres desalojaran el aposento.

—¿Qué hacen los hombres, señores?

—Los que han ido con nosotros a recibir la indulgencia, están en la iglesia a la espera de que, antes de completas, les den la bazofia…

—Nosotros habremos de ir luego…

—Por supuesto.

—Los que irán mañana o pasado deambulan por la explanada o están en las tabernas o en la cama durmiendo o los que se descalzaron doliéndose, como tú, de los pies.

Y en esto llamó a la puerta el abad y entró seguido de dos monjes que portaban sendas jarras de buen vino, como luego comprobaron los bretones y, tras los saludos, doña Poppa le dio silla al igual que a sus capitanes, y ya los comensales iniciaron amena plática mientras eran servidos por las camareras de la condesa, que les pusieron amplias manutergas en el cuello y les acercaron sendos aguamaniles para que se lavaran las manos y lienzos para que se las secaran. Y ya el religioso bendijo la mesa, y llegó la Dulce con una enorme fuente llena de almejas y ostras crudas que, mira, se mataban con limón, en vez de con una vinagreta de cebolla como era costumbre en la Bretaña y, cuando terminaron con ellas, otras beatas entraron otras bandejas con unos caracoles con pinchos, que se llamaban «santiaguiños» y con nécoras y, dada buena cuenta de los manjares, trajeron otras con langostinos y gambas rojas y, al Señor sean dadas muchas gracias, pues que les estaba permitiendo aquel festín, luego llegaron pescados: merluza y rape, y para postre filloas y pastel de almendras, y todo ello bien regado con un vino rosado muy claro, que se cultivaba en las tierras del conde Menendo, uno de los prohombres del reino de la Galicia, al parecer.

Y resultó que el abad era el segundo hijo del dicho señor, cuyas tierras estaban al sur de las de la señora Uzea, la conocida como la Dama del Fin del Mundo, la que estaba en un brete por los muchos flagelantes que iban o ya habían llegado a su castillo, y sí, sí, que los bretones ya habían oído hablar de ella y, dicho sea, no le arrendaban la ganancia, pues ¿qué harían en Conquereuil si, Dios no lo quiera, se les presentara una multitud hambrienta, que así estarían los penitentes, entre otras cosas porque el hombre por su natura necesita comer cada día?

Y explicado lo de aquel vino tan especial y tan grato al paladar, los bretones comentaron su largo viaje y los peligros que habían corrido. Hablaron de que habían subido y bajado montañas, algunas tan empinadas que con sus cimas parecían romper el cielo; recorrido verdes y frondosos parajes, pero sobre todo parameras y bajo un sol de misericordia, y con los moros en los talones, pues que a la semana de pasar por la ciudad de Burgos, Almanzor la había conquistado. Que habían perdido cuarenta soldados que habían sumado a la tropa del conde de Saldaña para que, desdichadamente, fueran derrotados y muertos por el musulmán en algún lugar de la Castilla cuyo nombre no recordaban, etcétera.

Y fue que, en una pausa, intervino la condesa para decir:

—Después de tal camino y con otro tanto de vuelta a casa, entenderás, abad, que atienda tu sugerencia y quiera regresar por mar… He puesto a mis capitanes al tanto de mis deseos y ambos se pondrán a tus órdenes, cuando sea necesario, para organizar la expedición.

Y el clérigo, que era hombre industrioso, le comentó que ya había iniciado las pesquisas oportunas, y le explicó que había mandado palomas mensajeras a Ferrol, a Bayona y a La Crunia, para ver cuántos barcos había en cada uno de aquellos puertos y de ellos cuántos estaban en buenas condiciones para la navegación, pues que habían de estar en muy buen estado, ya que se trataba de una travesía larga, de unas 400 millas marinas, que equivalían más o menos, a 800 de tierra. Y avisó de que la mayoría de los navíos procedían de las presas que los gallegos habían hecho a los piratas vikingos, y que algunos eran viejos, para advertirle, después, que la ruta a seguir no era de cabotaje, sino en línea recta, es decir, por alta mar, por la que muchos llamaban la mar Tenebrosa, aunque no era la mar ignota pues que tenía más que constatado que llegaban peregrinos de la Inglaterra en cinco días si el viento soplaba a favor.

Oído el abad, a los capitanes empezó a agradarles aquel viaje, más que nada por los cinco días de navegación, o diez que fueren, pues, como le sucedía a doña Poppa, tras sopesar la cuestión, se sentían incapaces de volver a casa por donde habían venido.

Doña Crespina no refunfuñó al ser enterada del plan por doña Gerletta, que estaba en la cámara con la naine cuando don Diego habló del tema por vez primera; y a las niñas les entusiasmó en razón de que, ya en Conquereuil, deseaban ver el mar.

Doña Poppa no salió de sus habitaciones en seis días, el tiempo en que tardaron en cicatrizarle las heridas de los pies. Para entonces había sido visitada por varios canónigos que se personaban en Antealtares a interesarse por su salud, pues que parecían disputársela para contarle tal y cual, para hablarle tanto del señor Santiago, como de los obispos Teodomiro, Rosendo y Sisnando o de los señores reyes de Asturias y León, como de las tropelías, qué tropelías, atropellos, destrozos y saqueos del Almanzor del demonio, etcétera. Y ella los venía atendiendo con mucha cortesía y les había prestado mucha atención, aunque lo que escuchara ya se lo hubiera contado otro, o él mismo, pues que había canonjes muy ancianos que no sabían ya hablar seguido y hasta trabucaban los hechos o entrelazaban las historias. Pero al que recibía con mayor alegría era a don Diego, el abad, que cada día le llevaba una nueva noticia: que había un barco en Ferrol, dos en Bayona y uno en La Crunia y le preguntaba si mantenía su decisión, y ella le respondía que sí, que sí y se mostraba ansiosa por recibir al armador, un avezado marino de Bayona, que estaba dispuesto a trasladarla sana y salva a la Bretaña, eso sí, eligiendo para la partida el día más propicio, un día de claro sol y buena mar.

Pero fue que en el entretanto, al quinto día de permanecer en sus aposentos, volvió a solicitar el Beato para contemplar con sus ojos la maravilla de sus estampas y, como a don Morvan se le había olvidado, se lo pidió a don Pol que se encontraba en la antecámara para saludarla. El buen sacerdote fue a buscarlo al dormitorio de los monjes, donde había depositado su almario litúrgico, al lado de su cama, y en el estuche, que cabía perfectamente dentro del mueble y servía muy bien de peana, estaba el libro. Y fue que volvió muy extrañado de la ligereza de la caja que, dicho sea, no había sufrido daño alguno. Y fue que la condesa le rogó que la abriera y le acercara el tesoro de la duquesa de Bretaña. El «tesoro» dijo. Pero, Santiago bendito que, al abrirla, no había libro, que había desaparecido y, sin embargo, dentro de la caja había una cajita de marfil, eso sí, muy buena, y que el clérigo, en viendo lo que veía, creyó morir y la dama otro tanto, y las camareras, que estaban observando la operación porque algo tenían que hacer, se quedaron suspensas y menos mal que las niñas se habían ido con don Guirec, el negro Abdul —que ya estaba recuperado— y la beata Dulce, no se sabía adónde y tampoco era momento de intentar recordarlo; era momento de presenciar cómo actuaba su señora ante semejante adversidad. Y fue que procedió como suelen hacer las damas de alta cuna en toda la tierra de Dios, con enojo:

—¿Qué es esto, don Pol?

—No sé, señora.

—¿Dó está el libro?

—No sé, señora, yo he abierto muchas veces el almario, pero nunca he tocado la caja del Beato desde que tú lo guardaste allí…

—¡Por los clavos de Cristo…!

—Si miento, señora, que me muera ahora mismo y que me pudra en el Infierno para siempre jamás…

Bon sang! Entonces alguien lo ha robado…

—¿Quién, señora? Yo no me he quitado la llave del almario del cuello, hasta he dormido con ella…

—Será negocio de diablos, señora.

—No hables de diablos, Crespina, par Dieu.

—Disculpe la señora.

—Don Pol, ¿has hablado con alguien de la existencia del libro?

—No, no.

—Haz memoria.

—Señora, no.

—¿Entonces?

—Es que no sé…

—Serían las meretrices del Cebrero.

—Calla tú, Crespina. Las prostitutas no fueron…

—¿Quiénes fueron pues, Gerletta?

—Los frailes de Córdoba…

—¡Dios mío!

—¿Cómo te atreves a acusar a unos hombres de Dios de semejante robo?

—¿No es cierto, don Pol, que te dieron orujo a beber y que no le hiciste ascos?

—¿No estaba su merced muy chispo…?

—Además, ¿no salió de la casa su reverencia con ellos?

—Sí, había mucho jaleo en el comedor, los confesé en mi carro y luego les administré la Comunión y la recibieron devotamente…

—¡Señor Santiago! ¿Qué le voy a decir a la duquesa?

—Señora, yo pondré mi cabeza a su disposición, que me mande decapitar o ahorcar, me lo merezco…

—¡A ver, trae esa caja, esa cajita, ea, presto!

—Tenga la señora.

—Es una caja muy buena, condesa.

—¡Contiene un diente, un diente!

—¿Un diente?

—Será una reliquia.

—A ver, que hay unas letras. Un momento, que me acerco a la ventana: Isidorus, arcbiepiscopus Hispalensis

—¡Un diente de San Isidoro, arzobispo de Sevilla…!

—¡Dios mío!

—Es un gran Santo, señora. Creo que combatió la herejía arriana y que al menos contribuyó a la conversión de los godos a la fe verdadera, pero no lo sé bien, porque tuvo un hermano que también fue Santo…

—¿Qué más conoces del?

—Poco, condesa, pero puedo preguntar.

—¿Preguntar?

—Sí, a los canónigos o al abad.

—No se te ocurra, si pertenece a un gran Santo, nos la pueden robar también…

—Los frailes de Córdoba se comportaron mal, pero entienda la señora que si San Isidoro es un gran Santo, ellos nos la cambiaron…

—Nos quitaron oro, pero nos dejaron otro oro, ¿eso quieres decir, Crespina?

—Sí, señora. La duquesa se holgará con la reliquia…

—No sé. Si hacemos corto para pagar al armador de los barcos la venderé, y a mi señora le hablaré del Almanzor…

—Eso, eso.

—Señora…

—Dime, don Pol.

—Si me lo permite su señoría yo volveré a Conquereuil andando y con grilletes en los pies para purgar mi descuido…

—Ya hablaremos, ya hablaremos de ello. Ahora, retírate y procura alejarte de mi presencia… ¡Ah, y de esto ni una palabra, siquiera a los capitanes! ¿Me habéis entendido los tres?

Y sí, sí, la habían entendido perfectamente e, ido el sacerdote, las camareras escondieron la caja grande en un baúl para que nadie tuviera la oportunidad de abrirla, y la pequeña se la colgó doña Crespina en el cuello…

Pese al disgusto que llevaba, doña Poppa, acompañada de sus hijas, sus damas, el negro Abdul, que iba tapado con una capucha frailuna, y de la beata Dulce, salió a la calle; antes visitó la capilla del monasterio donde se hospedaba y oró ante los tres altares, y volvió varias veces a la iglesia de Santiago. Pero por donde más anduvo fue por la explanada, lo que más gustaba a sus hijas y, pese a que no ignoraba que, cuando adquiría cualquier cosa, la engañaban en el precio y en el peso, les compró todo lo que quisieron, ya fuera de comer, pues que se hartaron de tortas y pastelillos, ya se tratara de unas conchas que se llamaban vieiras, que los vendedores decían ser el emblema de Santiago, de las que hicieron grande colección, ya le pidieran unos zapatos de madera, dichos almadreñas, que llevaban las gentes para la lluvia, o ya les apetecieran unos collares de azabache, que había de mil formas y tamaños, con tanta cosa saldó los regalos que les debía por sus cumpleaños. Además, escuchó a juglares cantar canciones, recitar leyendas y contar los muchos milagros que había hecho el señor Santiago. Aunque es de decir que rechazó todas las reliquias que le ofrecieron, pues que las creyó falsas y, naturalmente, dudó de que la suya, la de San Isidoro, fuera verdadera y, consciente de que allí no había hombres honrados, otro tanto hizo con los que se le acercaban tratando de comprarle alguna cosa buena que tuviere, alguna copa de oro, algún baúl de cordobán, para darle a cambio cuatro peniques. Con todo y con ello, le resultaba grato caminar por el bullicio y, además, las niñas se divertían.

Es de decir que, cada vez que se personaba en la iglesia de Santiago, contemplaba escenas que le causaban espanto: a enfermos de bubas y tabardillo, llagados, tullidos y pobres de todas las edades, a más de muertos que los beatos se llevaban a enterrar en el cementerio que había próximo y, fuera del templo había posaderos y, Dios de los Cielos, hasta mujeres públicas. Entonces se decía que si tuviera sobrante lo daría a los necesitados, pero no podía hacerlo porque siquiera sabía cuánto iba a costarle el viaje de regreso a casa y a saber si tendría que pedir prestado.

En cuanto a la vuelta a casa, todo iba viento en popa —por utilizar un término marinero—, pues que don Morvan se había desplazado con el abad, que previamente había hecho sus gestiones utilizando palomas mensajeras, a La Crunia, visto los cuatro barcos, hablado con el armador, ajustado un alto precio, eso sí, que doña Poppa prefirió ignorar. Tal le dijo al capitán cuando volvió:

—Mejor no saberlo, don Morvan.

Y ya atendió a lo que le decía: que de Compostela a La Crunia había unas 50 millas, que podían realizar en tres días, pues era buen camino, si iban con toda la impedimenta, o en dos si viajaban a caballo y prácticamente con lo puesto, aunque entonces habrían de dormir al raso…

—¿Y los baúles?

—Los baúles y las arcas se quedan, al igual que los carros… Las caballerías las dejaremos en La Crunia… Allí no hay nada, salvo un muelle, las gentes viven a varias millas de la costa por miedo a los piratas normandos…

—¿Cómo?

—Los barcos, señora, miden veinte pasos y no sé si cabremos todos…

—¿Entonces qué hemos de llevar? ¿Un zurrón, un talego?

—Más pequeño, señora, la escarcela que nos dieron en Roncesvalles…

—Llena de alimentos, ¿no?

—Sí, cada uno comerá lo que lleve en ella, y cuando se acabe pasaremos hambre… Iremos vestidos con ropa de abrigo y con las capas aguaderas puestas, también llevaremos una manta enrollada… Saldremos de La Crunia cuando terminen las mareas vivas, es decir, a final de mes. Si la señora lo tiene a bien podemos salir en una semana para llegar con tiempo.

—Bien, Morvan, saldremos en siete días. Pero no puedo llevar tan poco equipaje, las niñas necesitan mucha ropa y yo llevo mi manto de armiño que ocupa un baúl entero…

—¿No ha nacido la señora en una isla? ¿No sabe cómo es un barco?

—¡Morvan, no voy a consentirte impertinencias! Si te hablo de los baúles es porque los hombres del Norte llevan hasta caballos en sus embarcaciones… Por cierto, ¿has dicho a los hombres que nuestro viaje va a ser por mar?

—No, señora, y perdone la señora.

—Esta noche se lo comunicas a todos y el que no quiera venir que no venga. Le pagas, y amén. Procura poner énfasis en los peligros de la mar, por ver si algunos se van con don Pol, me ha dicho que se vuelve andando por hacer penitencia…

—Sí, la mi señora… ¿Todavía quiere hacer don Pol más mortificación?

—Tal parece, y yo no soy quién para prohibírsela.

En los días en que permaneció en Compostela, doña Poppa se levantaba muy temprano, se aviaba y, acompañada de doña Crespina y don Morvan, se encaminaba a la iglesia de Santiago a oír la misa de aurora pues que había pagado una novena por el alma de su difunto en el altar del Santo. El resto de la jornada lo pasaba con el capitán, en la antecámara, planificando el viaje. Bueno, lo que se dice planeando el viaje, no, que estaba clara la ruta a seguir y el puerto donde embarcar y el puerto donde arribar: el de Saint-Nazaire, más bien rezongando porque en la escarcela de peregrina no cabía nada. Si llevaba una muda y un vestido no le cabía el azafate; si sacaba los pomos y las joyas que le quedaban del arquilla y las envolvía en un paño entraba el queso y el pan, pero no la muda ni menos la veste, y se desesperaba y otro tanto le sucedía con las ropas de sus hijas, y tampoco a sus damas les cabía nada, pues que ya habían metido esto o estotro de las niñas. Y se dolía de tener que dejar lo pequeño y lo grande, pues que hasta el carro condal tenía que abandonarlo en razón de que ella misma había dispuesto hacer el viaje hasta La Crunia a caballo, y hasta se desesperaba y le venían las lágrimas y, a ratos, hasta entraba en llantina.

Y, en ausencia de sus hijas que para que no estorbaran las enviaba con la Dulce y unas criadas a alguna fuente para que corretearan por los verdes prados, la condesa lloraba con sus damas y hasta a don Morvan le asomaban las lágrimas cuando pensaba que habría de desprenderse de su caballo, que era tanto como renunciar a su espada, amén de que no hay caballero sin caballo, y el negocio tenía su qué. Y no valía que entre todos trataran de consolarse, de hacerse ver que, como treinta y dos soldados habían decidido volver a casa a pie y con el sacerdote sumaban treinta y tres, quedaban noventa y un bretones, con lo cual podían ir en tres barcos y no en cuatro y se ahorraban tanto y cuanto, que la condesa no lo quería saber. Pero, vive Dios, que era menester que entendiera en las cuentas, pues que todo el oro y la plata que quedaba en el arca de los dineros, junto a todos los caballos y las mulas que llevaban, era para pagar al armador y la soldada de los que se iban y, de consecuente, no había un penique para dejar de limosna a la iglesia de Santiago ni menos para abonar al abad de Antealtares la estancia de tanta gente durante tantos días. Y entonces el capitán, ante la tenacidad que mostraban los números, proponía pagar y dar limosna en especie, diciendo:

—Señora, a la vista de lo que tenemos, te propongo que pagues al abad de este monasterio con tu manto de armiño y a los canónigos de Santiago que les des todo lo que hemos de dejar: carros, carretas, tiendas de campaña; baúles, arcones, el almario de don Pol si no se lo lleva él y hasta la caja del Beato, o viceversa…

—O viceversa, o viceversa, si doy a unos el manto, los otros o el otro, se sentirán agraviados, ¿cómo acertar?

—Te recuerdo también que dejaste dineros a las reinas de Pamplona y el monasterio de San Salvador de Roncesvalles, y que les puedes dar carta para que vayan a recogerlos por tu cuenta… En cuanto al armador, ajusté con él que le pagaría el viaje con las caballerías que no podremos embarcar…

—Señora, lo primero que tienes que dar son los carros, pues no nos los podemos llevar —intervenía doña Crespina.

—Semejante cantidad de bagaje vale un valer —abundaba doña Gerletta.

—Es cierto, señora, lo mismo los frailes que los canonjes podrán utilizarlo o venderlo a buen precio —sostenía don Morvan.

—Sí, sí, pero, ¿qué doy a unos, qué a otros?

—Si me permite la señora…

—¿Qué, Morvan?

—Dé la señora el manto a don Diego, pues nos ha albergado y mantenido a todos, además nos ha facilitado el viaje…

—Al abad es al que más le debemos.

—Bien, así lo haré. ¿Cuándo salimos, Morvan?

—Pasado mañana.

—Ea, pues. Pídame el capitán audiencia con el arcipreste y con el abad para mañana.

—Sí, señora.

La víspera de iniciar el viaje, doña Poppa se dirigió a pie a la iglesia de Santiago con un pequeño séquito y fue recibida en la puerta por el arcipreste y varios canonjes, sin agobios porque los sacristanes habían hecho hueco entre los muchos peregrinos que allí había. Oyó misa —la que pagaba en sufragio del alma de su esposo—, besó por última vez el altar del Santo y se encomendó a él. Luego, tomando colación en el refectorio con los prestes, les anunció que iba a regresar a sus tierras por el camino del mar —negocio del que ya estaban enterados los religiosos— y que les dejaba, de limosna, toda la impedimenta que había traído desde la Bretaña para que la utilizaran o para que la vendieran y, tras decirles que levantaría una iglesia en Conquereuil en honor del señor Santiago, les pidió la bendición a todos los presentes y, tras recibirla, se despidió de ellos y les dio recuerdos para don Pedro, el obispo de Iria y señor de Compostela. A cambio de tanta largueza, los clérigos se comprometieron a celebrar cien misas por que llegara sana y salva a su feudo.

Los bretones dejaron la iglesia contentos, pues que los clérigos se habían mostrado muy albriciados al recibir semejante donación, y diciéndose que, sin duda, los habían visto llegar con un cortejo que parecía el de un emperador. ¿O no, o no?

—Sí, pero vamos llegar pobres a nuestra casa.

—Bueno, Dios proveerá.

—Y Santiago nos protegerá.

Si alegres se quedaron los canónigos, más se contentó el abad de Antealtares, pues que no había visto semejante manto en su vida. Tal manifestó y añadió que no había tenido tal vestidura el rey Bermudo ni la reina Velasquita, que gocen del Paraíso, y que tampoco la poseía la reina Elvira. Y se lo puso sobre los hombros y anduvo con él unos pasos por su antedespacho y, aparte de verse bien y que le estaba perfecto, pues doña Poppa era mujer de alta estatura, se le veía como unas pascuas, y le prometió rezar cien misas para que llegara salva a su casa.

La condesa achacó la actitud del abad al pleito, o lo que fuere —que no había querido entrar en él—, que mantenían los frailes con los canonjes, pues algo había dejado caer don Diego el día en que se conocieron, y no quiso pensar qué sucedería entre ellos cuando supieran lo del manto y lo de los pertrechos pues, seguro que preferían lo del otro en vez de lo suyo.

Así las cosas, los bretones salieron más contentos todavía y se encaminaron a la capilla del convento para hablar con don Pol y convencerle de que volviera con ellos o a despedirse de él, y fue que, con tristeza, hubieron de decirle adiós pues no hubo forma ni manera de hacerle entrar en razón y siguió en sus trece, en que se iba solo y hasta les enseñó los pesados grilletes que llevaba en los talones, en fin.

Las damas pasaron la tarde llenando las escarcelas con los alimentos que les llevó Loiz, el mayordomo, un queso y un pan por persona y unos saquetes de nueces y almendras para las niñas, y luego metiendo y sacando del único arcón que les permitía llevar don Morvan, haciendo y deshaciendo, lagrimeando por dejar esto o aquesto, porque le tenían cariño a estotro, porque, qué pena, abandonar tan rica veste o tan hermosa cofia, que tanto trabajo que les llevó además coserla, tantas puntadas que dieron. Eso sí, consolándose entre ellas y alegrándose sobremanera cuando llegó don Guirec con la imagen de Santa María, la que estaba en el almario de don Pol que, vive Dios, con tanto jaleo se habían olvidado de ella.

Al día siguiente, después de oír misa, los bretones, tras recibir la bendición del abad don Diego, se echaron las esportillas al cuello, montaron en las caballerías —dos en un caballo, dos en una mula y en el bicho de la condesa tres personas, pues llevaba a Lioneta en brazos y a Mahaut a la grupa— y, tras recorrer unas callejuelas donde su cruzaron con una procesión de flagelantes, atravesaron la puerta de la muralla y emprendieron camino hacia La Crunia. Fueron mirando atrás para ver por última vez las torres y el caserío de Compostela, cuyo nombre venía de Campus Stellae, el celeste sembrado de estrellas que venían siguiendo desde Conquereuil, e iban todos jubilosos, no sólo por haber limpiado sus almas, sino porque, Dios mediante, pronto estarían en sus casas.

Y, como recorrían el camino mucho más holgados, pues que no llevaban los pesados carros, siquiera los de los fogones, dado que comían de frío y poco, un pellizco de queso y una pizca de pan en razón de que habían de guardarlo para la travesía, aunque quizá pudieran comprar vianda en algún lugar, iban muy apriesa, y en dos jornadas, tras atravesar un puente romano e ir incluso por caminos angostos, se presentaron en La Crunia y acamparon en la orilla del mar. En un mar que no les cupo duda era el de ellos, tal se dijeron los que lo habían visto en la Bretaña, a más que corría una suave brisa, no hacía calor y había humedad mismamente como en su tierra.

Durmieron al raso, como en las noches anteriores. La condesa y sus hijas, antes de acostarse, se alejaron de la hoguera y las tres encontraron sus estrellas en el ancho cielo y también la de don Robert, y rezaron una oración por su padre y marido. Luego la dama abrigó mucho a las niñas, no se fueran a resfriar, y descansaron todas, en torno al fuego bien tapadas con las mantas, por el relente de la madrugada.

Poco después de amanecer, cuando los bretones ya habían desentumecido sus huesos, pizcado el pan y andaban por la orilla del mar en busca de caracoles o cangrejos o de algún pez que llevarse a la boca, se presentó un hombre saludando con la mano desde lejos. Los capitanes salieron a su encuentro y, a Dios gracias, era el armador, un dicho Asuero, con sus marineros que, al ser presentado a la condesa, se inclinó hasta rozar la arena con su cabeza y dirigiéndose a don Morvan le instó a que la compaña los siguiera.

Los bretones levantaron el campamento, montaron en sus cabalgaduras y anduvieron detrás de los hombres durante un corto trecho. La condesa estuvo al lado del gallego y fue platicando con él, la dama diciendo que había nacido en una isla, el hombre asegurando que habían recorrido los siete mares, hasta que llegaron a unos tinglados. Y fue descabalgar y llegar una docena de mujeres con cestas en las que llevaban panes, huevos, salmones ahumados y carne seca, y sucedió, lo que nunca hubieran imaginado, que no iban a venderles, que toda aquella comida era regalo del Asuero y, sin preguntar nada, todos comieron a boca llena.

La condesa agradeció su esplendidez al dicho Asuero y luego fue a revisar los barcos con él y los capitanes. Y no dijo palabra pero, tanto tiempo lejos de la mar, le parecieron barquichuelas: cuatro barquicos de nada, de unos seis codos de manga, de veinticinco de eslora y de dos de calada; además con dos espadillas a la popa, un palo, vela cuadra y, eso sí, cofa para el vigía, y sobre el casco unos bancos para unos pocos, con lo cual muchos iban a tocar el agua con el trasero, pero nada dijo en contra, al revés, los alabó, pues que era lo que había.

Después, algunas mujeres del servicio, al verlos, se llevaron las manos a la cabeza y dijeron que no iban y, para ir más holgadas, las que estaban dispuestas a embarcar les decían que se quedaran, que talvez acertaran e hicieran hasta buena boda en la tierra de la Galicia. Las damas de la condesa, al contemplarlos, se miraron a los ojos y se santiguaron, pero no intervinieron en aquellas conversaciones pues estaban ocupadas con las niñas a las que no les dio miedo la corona rostral y, es más, se entusiasmaron con los barcos, y fue, Jesús-María que, como subieron y bajaron de ellos decenas de veces y los recorrieron otras tantas, las camareras volvieron a santiguarse pues que tenían una borda tan baja que Lioneta, encaramándose en uno de los bancos, podía tocar el agua con la mano. Sin embargo, el negro Abdul que había surcado la mar con el tío Martín y que había recorrido aquella ruta, o parecida, aseguraba ante las damas que eran muy marineros y que, con viento a favor, alcanzarían la velocidad de seis nudos, con lo cual, mediando Alá, en cinco días arribarían a la Bretaña.

Don Morvan y el armador empezaron los recuentos. El gallego le presentó a los marineros, cuatro por barco, y don Morvan le entregó a lo menos cincuenta animales entre caballos y mulas, entre ellos su propio caballo y fue que el capitán se despidió de él con lágrimas en los ojos, por lo que ya se dijo del caballo, de la espada y del caballero, en fin.

Y ya ambos distribuyeron los puestos, las mujeres en la popa y los hombres en la proa:

—Tú en esta nave y en este sitio, fíjate bien, en este banco, cada una hora, te cambiarás con el que va sentado en el casco, ¿entiendes? Tú en este otro, etcétera… Tú, tú, tú… Y las damas conmigo y el patrón también… Y todos con las escarcelas colgadas y con la manta y la capa aguadera enrolladas… Los toneles llevan agua… El agua se repartirá tres veces al día… ¡Está prohibido sentarse en los toneles…! ¡Está prohibido tocar los remos…! ¡El que se maree que vomite por la borda y que no vuelva a comer hasta que se le asiente el estómago…! ¿Lo habéis entendido todos? ¡Hale pues, en cinco días en Bretaña, y ahora a dormir…! ¡Dios nos asista!

—¡Dios nos asista! —corearon todos y muchos de ellos se encomendaron al Santo de su devoción y hasta a los Siete Santos Fundadores.

Antes del amanecer, ya estaban todos los bretones en sus puestos, alumbrados por la luz de dos linternas de aceite, una colocada en la proa y otra en la popa. A poco, se distribuyeron los marineros por los barcos, enderezaron las espadillas del timón, tomaron los remos y pusieron rumbo a la Bretaña.

—¡Avante toda! —gritó en un momento dado el armador.

Y, arriadas las velas, las embarcaciones tomaron la velocidad que el viento les permitió. Los hombres y las mujeres se santiguaron y, sin bendición y sin haber oído misa, porque don Pol se había quedado en Compostela y, de consecuente, sin que nadie gritara: ¡Adjuva Deo!, y sin saber quién era el Santo del día, partieron la mar de contentos, entre otras cosas porque, en la Galicia, no se les había aparecido la Santa Compaña.

El viaje, pese a lo que les pudo parecer a los pasajeros y pese a que muchos se marearon y creyeron morir, fue muy bueno pues tuvieron buena mar y viento a favor y en ningún momento hubieron de achicar agua, amén de que, como se había previsto, para el mejor de los casos, en cinco días avistaron las costas bretonas.

Al principio de la navegación, donde lo pasaron peor fue en el barco de la condesa y los capitanes, más que nada por lo que se movían las niñas, que iban de popa a proa, de brazos de su madre a los de don Morvan, a los de doña Crespina y hasta a los del armador, pues hicieron migas con él, o se asomaban tanto por la borda, que había que sujetarlas, y hablaban y hablaban, y si el Asuero, que era un gran capitán, les contaba una aventura querían más y hasta pretendían ayudarle a subir o bajar la vela o que les dejara las espadillas del timón… Hasta que su señora madre tomó la determinación de darles vino a beber y, Dios le perdone, hasta que el Asuero no dijo que a la mañana siguiente verían las costas de la Bretaña, no cesó el, digamos, tratamiento. Pero, al ver en la lejanía, su tierra y, tras preguntarle a doña Crespina si llevaba la cajita de San Isidoro y recibir respuesta afirmativa, las despabiló, les dio agua a la cara y sumándose a la alegría de su gente levantó las manos y dio gracias a Dios, a su Santa Madre, al señor Santiago y a Santa Clotilde.

Y estaba la condesa en la popa del barco, mirando a la lontananza, cuando se le acercó su hija Lioneta y le tiró de la túnica para que la cogiera en brazos y, naturalmente, la levantó y estaban ambas contemplando aquella tierra plana, plana, que era la suya, y sucedió que, cuando ya veían nítidamente el caserío de Saint Nazaire, la niña, después de darle muchos besos, le susurró al oído:

—Madre, yo maté a mi padre, le empujé…

Y, dicho lo dicho, se orinó encima de su progenitora, y fue que la madre, mientras se la comía a besos, le dijo en voz bajita, muy bajita:

—Lo sé, hija mía, lo sé, pero no se lo digas nunca a nadie…

Y, en llegando a puerto, aquella madre, de nombre Poppa de Conquereuil, levantó el brazo que tenía libre y saludó a la mucha gente que llenaba la dársena para recibir a los que venían, y eso que era como para echarse a correr al verlos, pues parecían pordioseros.