En buena hora, un preste abrió la puerta del recinto amurallado para que los peregrinos de aquella jornada, a un día entrante el mes de septiembre, era de 1038 y año vulgar de 1000, día de San Gil abad —según sostuvo uno de los francos y todos le creyeron—, enhorabuena, pues que, si habían estado estrechos, todavía lo hubieran estado más dado que no se habían puesto en pie los romeros y habían cedido el paso a doña Poppa y a su pequeño séquito para que entrara la primera. Que ya todos se habían enterado de que era condesa de un lugar de la Bretaña —región esta que unos supieron ubicar y otros no—. Y fue que se oyó un griterío y que, a poco, se presentó en la plaza una procesión de flagelantes, empujando además, pretendiendo abrirse paso a empellones, a codazos y a patadas que toda clase de golpes recibieron los últimos de la fila. Eso sí, iban sin dejar de invocar al Señor y a sus Santos ni de imprecar a Satanás y a sus acólitos, con aquellos gritos que causaban espanto, y de los que ya hemos hablado suficientemente en esta narración.
Avanzaron por la estrecha callejuela con violencia pero, mira, que los de Conquereuil salieron a su encuentro con don Pol, levantando su crucifijo como si de demonios se tratare, y con los capitanes al frente, prestas las lanzas y las espadas, y los otros recularon. Para entonces, ya doña Poppa con Lioneta en un brazo y con Mahaut de la mano, seguida de las damas y las criadas, besaba la punta de una estola que le presentaba el sacerdote y, como al momento se vio rodeada de los peregrinos que habían pasado la noche con ella, atendió a sus lecciones. A los que le señalaban la iglesia del señor Santiago y le hacían ver lo pronto que los canónigos habían restaurado la fábrica del templo pues que había sido quemado por el Almanzor de los mil diablos; y, como venían sabidos, aún le advertían de que lo único que había respetado fue el sepulcro del Santo, lo más hermoso de todo: una urna que descansaba sobre una basa de mármol, ornada de preciosas columnas de pórfido, que los canonjes dejaban besar a los jacobitas.
A la puerta del sagrado recinto, los que no se habían descalzado, lo hicieron, las niñas también y fue, Santiago bendito, que, aunque había más luz dentro que fuera pues que había grande cantidad de lámparas, como aún no había amanecido fue harto dificultoso entrar en la iglesia y mucho más andar por ella y todavía mucho más avanzar hacia el altar. Allí no cabía un alfiler, pues había multitud de gentes, unas, pretendiendo entrar, otras, queriendo salir, otras, sentadas en el suelo y, otras, durmiendo cuan largas eran sobre el pavimento y sin que les molestara el bullicio. Y, claro, era imposible dar un paso, so pena de pisar a alguno y lastimarlo.
Así que los bretones anduvieron como si pisaran huevos, hasta que don Morvan se hartó o fue que no estaba acostumbrado a ir de tal modo por la vida, sino, muy al contrario, con el camino expedito y mandando, por eso alzó la voz y gritó en franco:
—Pas a madame la comtesse de Conquereuil!
Lo dijo en lengua franca y todos lo entendieron, se apretaron más y los que estaban durmiendo se levantaron. Entonces los bretones pudieron caminar por la nave central hacia el altar por un estrecho pasillo, y ya corrió por la iglesia que había una condesa y todos quisieron verla, algunos alzándose de puntillas para hacerse un hueco entre las cabezas del personal, pero fue tarea vana para los que estaban lejos del grupo bretón y los cercanos no supieron distinguirla entre las damas, ya que doña Poppa iba vestida como una peregrina más, como conocido es.
Las noticias de que, entre los romeros de aquella jornada había una condesa, llegaron presto a la sacristía donde los canónigos se vestían para celebrar misa de aurora y hubo allí una cierta conmoción, pues que, desde que llegara felizmente en peregrinación a Compostela el obispo Gotescalco, hombre de religión y probidad, ninguna otra personalidad se había presentado en la ciudad, al menos que se recordara, y era negocio de celebrar, pero no en aquel momento porque la campanilla del sacristán llamaba a misa.
Los tres canonjes que oficiaron y, después repartieron la Comunión, no fueron capaces de descubrir quién era la condesa entre un grupo de mujeres que había en primera fila hasta que, finalizada la misa los sacristanes retiraron la barrera, el cordón que separaba a los peregrinos del altar y dejaba un espacio libre para las celebraciones religiosas que, de no existir estaría talmente ocupado, en razón de que la iglesia estaba a rebosar de día y de noche, como dicho va. Y entró la primera, una mujer con la cara velada, por lo que dedujeron que era viuda, que llevaba una criatura de teta en brazos, un niño advirtieron después de que les pareciera un perrillo o un gatico, con paso resuelto, pese a que le martirizaban sus pies heridos, que no había más que verla, e hizo una genuflexión en la grada de acceso al ara del altar, a más de una inclinación de cabeza a los oficiantes, que habían ocupado sendas cátedras, y ya, seguida por sus gentes, subió las cuatro escaleras que llevaban al altar del señor Santiago y ella y el niño tocaron la columna de pórfido verde, la de la diestra —la que se dejaba tocar y besar a los romeros— y la besaron, no en la parte del hendido que tenía de tanto ser venerada, sino un poco más arriba a saber por qué. Y la vieron dejar al crío que llevaba en brazos a una de sus camareras y aupar a una niña de rubios cabellos para que hiciera otro tanto, y cómo la madre y sus descendientes se arrodillaban y rezaban con mucha devoción. Y ya observaron con qué interés la dueña miraba el arca de plomo que contenía los restos de Santiago que estaba sobre un podio de mármol blanco ornado con cenefas de flores, y el hacha con la cual los soldados romanos, por orden del rey Herodes Agripa, habían cortado la cabeza del Apóstol, y el bordón que le había servido de apoyo en sus muchos viajes, ambos útiles atados a una cadena en uno de los lados del altar. Y, en otro orden de cosas, con qué donaire, pese a que era manifiesto que le dolían los pies, bajaba las escaleras, y no les cupo duda de que era la condesa, pues que había subido la primera y la seguía un cortejo de damas, caballeros y un sacerdote también, tal parecía por el bonete y las vestes negras que llevaba.
El canónigo que esperaba a los peregrinos a la siniestra de la grada del altar, sonrió a la dama y a sus hijas, las bendijo y les dio su estola a besar, y a la mayor le tocó la cabeza haciéndole un cariño y, ay, que hasta en la iglesia del señor Santiago sucedía lo mismo que en todas partes, que el clérigo, al contemplar a Lioneta, no fue capaz de reprimir un gesto de desagrado, lo que, dicho sea, a doña Poppa le dio un ardite, pues que le había pedido con todo su corazón al Apóstol que hiciera crecer a la niña y no dudaba de que le concedería tal gracia, máxime porque había seguido con toda precisión el rito de los romeros e incluso, después de rezar, había pronunciado la palabra laudo y hecho que sus hijas la dijeran también.
Los bretones, siguiendo al preste, continuaron hacia la capilla de las reliquias, donde pudieron admirar a sus anchas, pues que el sacerdote no dejó entrar a más gente, la cruz de oro que ofrecieran el rey Alfonso, el tercero, de feliz memoria, y su mujer, la reina Jimena, y, sobre unos anaqueles, buen número de ciriales, incensarios, navetas y cruces de oro y de marfil, a más de una arqueta que se iba llenando con las reliquias que dejaban los peregrinos. Doña Poppa —que por dar no quedara— se tentó las que llevaba cosidas en el jubón, pero doña Crespina, advirtiéndolo y conociéndola, le dio con el codo y la dama se contuvo, diciéndose que ya dejaría limosna. Y luego continuaron detrás del sacerdote que les enseñó la tumba del obispo Teodomiro, el que descubriera el sepulcro del Apóstol y levantara el primer altar que, mira, había muerto el 13 de las calendas de noviembre, era DCCCLXXXV, año vulgar de 847, y lo supieron todos porque Lioneta sacó la cuenta.
Y ya, puestos al corriente, por el canonje, de lo que hacían los peregrinos, se dispusieron a esperar a la puesta del sol para recibir la colación que, a diario, la iglesia daba a hombres y mujeres, y se despidieron de él besándole el anillo de su dignidad. Y, como encontraron sitio en una de las naves pues que el gentío había menguado, sin duda porque el personal había salido a echar un bocado o a tomar el sol o a desaguar, se sentaron en las losas del suelo, pero no había tomado asiento la señora, que ya que se le presentaron unos pedigüeños con la mano extendida a limosnear, pero don Morvan los echó y anduvo por allí, y regresó diciendo que había muchos enfermos, algunos cuidados por un beato, pero otros dejados en manos de Dios.
La condesa, al oír lo de los enfermos, envió a sus hijas con don Morvan y doña Gerletta al albergue que aquel había contratado, al monasterio de Antealtares, ¿no?, con la manda de que, después de almorzar y sestear, volvieran a recibir lo que daban los canónigos, pues que sería vianda bendecida y, además, se acordó de Abdul que, vive Dios, a saber qué había sido de él, que a saber cómo lo habían tratado las gentes siendo negro, y ordenó a don Pol que lo buscara, quizá porque no se fiaba del capitán que le venía demostrando más inquina que otra cosa. En buen momento impartió aquellas órdenes pues que, apenas se fueron las niñas, contempló cómo unos beatos se llevaban a un muerto en parihuelas y menos mal que sus hijas no lo vieron.
Y ya, flanqueada por doña Crespina y don Guirec, con la espalda apoyada en la pared, se dispuso a disfrutar del gozo íntimo que le producía haber conseguido indulgencia plenaria y, loores al señor Santiago, tener el alma limpia de todo pecado. Además, se acordó de don Robert, descanse en paz, y hasta habló con él y le dijo que él también había logrado los perdones, y luego, tras encomendar al Apóstol a los señores duques de la Bretaña, como había prometido a doña Adalais, siguió rezando para que su naine creciera. Pero no, que aquel, digamos, descanso —que el gozo fue otra cosa— le duró poco, pues se le presentó el arcipreste —la primera autoridad de la santa casa en ausencia del obispo— con varios canónigos, y la invitó a desayunar en el refectorio, doña Poppa lo agradeció, dijo que ayunaba y que era una peregrina más, dejando patente que no quería honores, a más que no estaba vestida para la ocasión, que iba sucia y resudada por la mucha humedad que se respiraba en el templo, pero tanto insistieron que no le quedó otro remedio que aceptar la distinción que le hacían.
Los de Conquereuil saludaron a los canonjes y los siguieron a la sacristía y por unos pasillos llegaron al refectorio donde les ofrecieron un abundante desayuno al que se aplicaron doña Crespina y don Guirec, pero la condesa no, que sólo bebió agua. Para entonces, para cuando los bretones estuvieron sentados en las mesas corridas que había, los prestes ya le habían preguntado de dónde venía y aconsejado que comiera alguna cosa, pues que, si había de permanecer en la iglesia hasta que repartieran la colación que a la puesta del sol suministraban a los romeros —con las rentas de los bienes que les había concedido el buen rey Alfonso, el tercero, para sustento de pobres y peregrinos— faltaban muchas horas y tendría hambre. Lo que sí aceptó fue que, llegada la hora, el arcipreste le lavara los pies en una jofaina delante de la multitud que se juntaba cada tarde, pues que los llevaba destrozados y le vendría bien. Y escuchó a los sacerdotes, pero antes envió a don Guirec a Antealtares para que le dijera a doña Gerletta que les revisara bien la cabeza a las niñas no fueran a tener piojos, pues que a ella le picaba y había de disimularlo, aunque todo podía ser sugestión porque había estado hacinada entre gente maloliente, enferma y hasta visto retirar a un muerto.
Los canonjes le hablaron de que el señor Santiago, después de pasar por Roma donde posiblemente había diseñado estrategias con San Pedro, se personó en las Hispanias para evangelizarlas y que, tras andar por la Galicia, las Asturias y la Castilla, había permanecido bastante tiempo en la ciudad de Cesaraugusta —la Sarakusta de los musulmanes—, una gran urbe situada a orillas del Ebro, y le sucedió que el día 2 de enero del año 40 del nacimiento del Salvador, se le apareció la Virgen en carne mortal, de pie sobre una columna de mármol, rodeada de un sinnúmero de ángeles que cantaban el Ave María, gratiaplena…, para pedirle que le levantara allí, en la ribera del río, una iglesia, cuyo altar fuera el pilar que ella misma, la Reina del Cielo, le había traído… Mandato que el Apóstol se apresuró a cumplir con la impagable ayuda de los siete varones que lo venían acompañando desde Roma y la de los cristianos que había conseguido hacer en la ciudad, que entre todos levantaron un pequeño oratorio…
—Que sigue allí y seguirá por los siglos de los siglos. —Tal aseveró el arcediano.
—Tal le manifestó Santa María al señor Santiago, así lo expresó Nuestra Señora del Pilar —sostuvo uno de los canonjes.
Y siguieron hablando los demás:
—El Santo Apóstol dejó a los varones en las Hispanias para que continuaran la evangelización y él partióse a Jerusalén, donde fue decapitado y, como los judíos no le dieron sepultura, sus discípulos, para salvar su cuerpo de aves carroñeras y de perros salvajes, lo trasladaron a la orilla del Mare Nostrum, dispuestos a enterrarlo, pero milagrosamente se presentó en la playa una barca sin tripulación…
—Hecho que, dando gracias a Dios, aprovecharon los rescatadores para embarcarse, alzar vela y hacerse a la mar…
—La barca, guiada por mano divinal y después de siete días de navegación, arribó en el puerto de Iria, situado a unas millas de aquí…
—Que es la sede episcopal de estas tierras.
—¡Ah!, a Iria llegó don Carlomagno, el primer peregrino y el antepasado de mi difunto marido, por llamamiento que le hizo el señor Santiago…
—¡Ah, no, señora!
—¿No? El emperador, después de hacer guerra a los moros, de conseguir inmenso botín y de clavar su lanza en Iria para marcar la raya de su Imperio, ¿no residió en esta ciudad durante tres años y embelleció este templo y nombró obispo y canónigos bajo la regla de San Isidoro…?
—No, no, señora.
—¡Vaya, pues continúe el señor arcipreste…!
—Los tripulantes de la barca, que fueron Teodoro y Atanasio y que precisamente están enterrados en esta iglesia, conscientes de que habían surcado el Mare Nostrum, atravesado las Columnas de Hércules y navegado por la mar Océana sin dificultades, cuando se cuenta que hay monstruos de todas las especies, tuvieron su excelente viaje por prodigio…
—Y más maravillas que hubo, condesa, pues que el cuerpo de Santiago, apenas fue depositado en la tierra, se levantó muchas varas hacia el cielo hasta quedar en el centro del sol y, después, se posó levemente en un lugar próximo, en el que había de ser su sepultura, es decir, aquí… en lo que sería y es su iglesia.
—Pero ocurrió que sus discípulos lo perdieron de vista y, llorando con desesperación, anduvieron en su busca por las tierras de la reina Lupa, mujer que no había oído hablar de Cristo y adoraba a los ídolos.
—Caminaron doce millas y, guiados por los mismos ángeles que habían conducido la barca en la mar, encontraron el cuerpo del Santo, y ya con el cadáver en parihuelas y bien envuelto en un sudario, se presentaron ante la reina y le pidieron que les diera un terreno para enterrar al señor Santiago, pero ésta los remitió al rey Duyo, el más poderoso de todos los reyes de por acá que los encarceló porque odiaba a los cristianos…
—Y los llevó a un monte, al monte Sacro, el que se ve desde aquí, que estaba plagado de toros bravos que les arremetieron…
—Cierto que ellos, enarbolando la cruz, consiguieron detenerlos y tornarlos mansos corderos…
—Y también hubieron de hacerle frente con la cruz a un dragón…
—El caso es que cada día el rey Duyo, en su infinita maldad, los enviaba a luchar contra dragones y otros monstruos.
—Hasta que un ángel los liberó de su prisión, condesa. Y, encolerizado el soberano, salió tras ellos, lo que le valió la muerte, pues él y toda su gente cayeron al vacío al atravesar un puente que se derrumbó al paso de su ejército, pues estaba de Dios que los discípulos lograran su propósito…
—Que consiguieran sepultar al Santo Apóstol y, como no querían tomar ninguna tierra que tuviera amo, tornaron otra vez a la reina Lupa y le solicitaron lo que ya le habían pedido y ésta, enterada de la suerte de Duyo, les cedió su palacio para tumba de Santiago y se convirtió a la fe verdadera.
—¿No desea su merced tomar algo, un vasico de vino?
—Le hará bien a su señoría.
—No, no, señores, estoy bien. Continúen sus reverencias.
—Con el paso del tiempo, que todo lo borra, se olvidó el lugar donde estaba enterrado el Santo, aunque siempre se habló de que permanecía sepultado en tierra gallega…
—Hasta que un buen día, lo quiso Dios, un eremita llamado Pelayo que vivía en la pequeña iglesia de San Feliz de Lovio, fue avisado por un ángel de que allí se encontraba la tumba de Santiago, hecho que dio a conocer a sus devotos, a los que le iban a pedir su bendición o a llevarle un pan o un boto de vino.
—Y fue que el hecho no extrañó a la parroquia, pues que, de tiempo antes, venían observando unas extrañas luces que emergían de la tierra, mismamente como el agua mana…
—El anacoreta, señora, comunicó lo del ángel y lo de las luces a don Teodomiro, el obispo de Iria y, enterado, éste ayunó durante tres días y, al cuarto, se presentó en el lugar.
—Observó las luminarias y mandó cavar a sus peones que presto hallaron una lauda de mármol y no sólo una lauda, sino un sepulcro entero también de mármol blanco y dentro los restos de Santiago Apóstol…
—El que sostiene el arca que habéis podido contemplar con vuestros ojos, condesa.
—Inconfundible de todo punto, pues que hay una inscripción que dice: «Aquí yace Jacobo, hijo de Zebedeo y hermano de Juan».
—El obispo llamó al rey Alfonso, el segundo, y entrambos costearon un altar.
—Nos va a perdonar la señora, presto van a llamar a vísperas.
—¿Todavía no desea la señora comer o beber alguna cosa? Qué sé yo, un vaso de grosella, unas tortas…
—Ha sido muy grato escuchar de labios de sus reverencias esta historia… Vayan sus señorías a sus trabajos… Yo me arrodillaré en la iglesia para continuar mis oraciones.
—Como desees, señora. Voy a ordenar que te lleven un escabel al pie del altar.
—No, señor arcipreste, estaré entre los peregrinos.
—Ea, pues vamos.
Todos salieron camino del templo y como doña Poppa se retrasaba porque le dolían mucho los pies, doña Crespina le sugirió que se quedara en la sacristía y pidiera una cátedra pero, testaruda como era, no quiso. Además que deseaba ver a sus hijas o, al menos, saber cómo estaban, si habían dormido y sobre todo si tenían piojos, porque a ella seguía picándole la cabeza, tanto que pidió ir a la letrina y allí se quitó la toca e hizo que doña Crespina le mirará, pero no, que no llevaba. Que aquel picor debía ser de emoción, de gozo, pues que también tenía alborotado el corazón, sin duda de felicidad, pues había llegado sana y salva a Compostela y alcanzado la indulgencia y, siguiendo la Vía Láctea no se había perdido, eso sí, después de un viaje que le había resultado interminable, pero que había merecido la pena.
Tras rezar vísperas, permaneció en la iglesia de rodillas, pidiendo al señor Santiago, que era fama hacía muchos milagros, que la pequeña Lioneta creciera un palmo que fuera, sin dolerse de los pies y sin poner cuidado en que no se le fueran a inficcionar, hasta que un canónigo fue a buscarla poco antes de que llamaran a completas y la encaminó al refectorio, al lado de sus hijas, que le dieron mil besos, y de sus capitanes que habían llegado antes que ella, y todos sentados en el estrado de las personas principales, esperaron el inicio de la ceremonia.
A toque de completas fueron entrando en el refectorio los canónigos, vestidos de sobrepelliz, mientras una larga fila de peregrinos esperaba por los pasillos y los primeros en llegar habían ocupado las mesas, y el señor arcipreste, como hiciera Jesucristo en la Última Cena, delante de todos los asistentes, ya fueran pobres o peregrinos, lavaba en una jofaina los pies de doña Poppa, de doña Crespina, a la que también le vino bien aunque no se había descalzado, y de Mahaut.
Y, realizada la operación, iniciaba el rezo de un paternóster y un avemaría por la Iglesia, los cristianos, por los bienhechores de la iglesia de Santiago, por los reyes de Asturias y León y nombraba a todos, a los buenos y a los malos, por varios pontífices y por la condesa viuda de Conquereuil que, al oír su nombre bajó los ojos con humildad. Y, ya descendió un canonje del estrado, y fue dando panes de un cesto, que le sostenían los sacristanes, a los que estaban sentados. Les daba un pan y los besaba en la cara, mientras otros repartían un guisote de carne de vaca en las escudillas de los peregrinos y otros hacían correr botos y más botos de vino, tantos que algunos se llenaban las calabazas para tener para después. Y se levantaban unos y entraban los que estaban en los pasillos y en el templo, y algunos pedían para tal enfermo diciendo que no podía moverse y así se llevaban doble ración.
La condesa, muy aliviada tras el lavatorio, comió con apetito, pues que llevaba de ayuno dos días y, al igual que doña Crespina y sus hijas mojó el pan en el vino que le sirvieron en la copa y todas, tras despedirse de los canonjes, se encaminaron, precedidas por los capitanes, a su albergue, al monasterio de Antealtares. Y, por una pequeña puerta, doña Poppa con sus niñas de la mano, salieron al aire libre y respiraron hondo, un aire limpio, limpio, muy de agradecer después de haber estado tantas horas sin salir de la iglesia, donde, vive Dios, con tanta gente hacinada no se podía evitar que hubiera olor pestífero pero, como era de noche, no pudieron contemplar las iglesias que les señalaba don Morvan: el baptisterio de San Juan, Santa María y enfrente San Pedro de Antealtares adonde se dirigían, a más que no era tiempo de mirar, era tiempo de recorrer la explanada y de irse a la cama cuanto antes.
—¿Ha llovido, don Morvan?
—Sí. En esta ciudad llueve mucho, eso me ha dicho el hermano portero, y también que este hospital mantiene el fuego encendido todo el año, tanto para pobres como para gente de pago…
—¿Tendremos camas?
—Sí, señora. Te han dado las mejores habitaciones.
—¿Son monjes los rectores del albergue?
—Sí, hay un abad al frente de una comunidad de freires benitos…
—Es un nombre extraño este de Antealtares…
—Es que en la capilla hay tres altares, uno para San Salvador, otro para San Pedro y otro para San Juan Apóstol. Ve, señora, que en este recinto cercado se venera lo mejor de la Corte Celestial…
—Un momento, Morvan… Gerletta, ¿llevaban piojos las niñas?
—No, señora, no, las he bañado y les he lavado la cabeza con huevo…
—Bien. Crespina, me volverás a mirar la cabeza y quemarás la ropa que llevo, apesta.
—Sí, señora, yo haré lo mismo con la mía.
—Cuando estemos en las habitaciones, tú, Gerletta, te ocuparás de las niñas, y tú, Crespina, si hay baño me bañaré y si no me lavarás otra vez los pies, me traerás aceite de linaza y un paño limpio, yo me curaré…
—No debiste descalzarte, señora, dentro del templo y fuera, como viene tanta gente, está todo muy sucio y, además, ahora este barrillo es lo que te faltaba…
—Sí, pero qué le voy a hacer…
—No quiera Dios que se te inficcione alguna herida.
—No seas agorera, aya.
La condesa fue recibida con muchas cortesías por el fraile portero de San Pedro de Antealtares y, tras los parabienes, asonó una campanilla y apareció una beata que, tras más salutaciones, acompañó a las bretonas a sus habitaciones, mientras los hombres eran enviados a otra parte del edificio y, de inmediato, se mostró muy habladora pues, ya al pie de la escalera, les preguntó si habían recibido los perdones y de dónde venían y, en el piso, cómo era tan chica la niña pequeña y si padecía alguna enfermedad o le sucedía cosa alguna y, una vez enterada por la propia condesa, en la antecámara, de que era enana, en el dormitorio principal ya recomendaba que la viera una meiga de nombre Paya, que vivía en el monte Sacro. Pero fue que a la señora le vino a mientes el negro Abdul e interrumpiéndola, le demandó si sabía algo de él, y sí, sí, claro que sabía, del esclavo y de infinita gente, de los vecinos y de los peregrinos que, mira, sabía todo de todos, y le respondió que estaba en la habitación de enfermos, pues quien fuere, quienes fueren, le habían dado una paliza, que ya se enteraría quiénes eran, y estaba lleno de morados.
—Vaya por Dios —expresó la condesa—. Mañana haré que mis hombres lo traigan aquí.
—¿Aquí, con las damas?
—No temas que es eunuco.
Y fue que la beata, en vez de quedarse extrañada y preguntar: «¿Qué es eso?», lo sabía, que sabía todo, al parecer, y exclamó:
—¡Pobre mozo!
—A ver, dueña, ¿se te ha ocurrido llenar de agua caliente esta tina, para que se bañe mi señora? —intervino doña Crespina.
—Por supuesto, la señora tiene el agua caliente…
—Dueña, vales un valer.
—¿Cómo te llamas, mujer?
—Me llamo Dulce…
—¿Dulce de dulce, de pastel?
—Un hermoso nombre, Dulce —sostuvo la condesa y siguió—: Vete a descansar… Nosotras nos arreglaremos…
Desde la tina la condesa admiró la habitación que, aunque austera, era enorme y tenía un lecho muy grande, donde ya dormían sus hijas y, separadas por cortinas había dos camas, muy buenas también, en una de las cuales ya se había acostado doña Gerletta, que se había dado prisa. Ella tardó en tenderse en la cama, lo que le costó bañarse y curarse los pies que, dicho sea, los llevaba en perdición.
Al siguiente día, a la hora habitual, el aya abrió las ventanas del aposento y, al momento, tuvo que cerrarlas porque llovía a cántaros y entraba agua.
Las cuatro iglesias de la explanada las vio la condesa por la ventana, porque se empeñó y se acercó andando de talones e, ítem más, las casas de los canónigos y la del obispo. Se admiró de las construcciones y sobre todo de la muchedumbre habiente, entre otras cosas porque seguía pareciéndole mentira que, habiendo venido desde tan lejos, se hubiera cruzado con tan pocas personas en el camino, cuando aquello era un hervidero. Y comentó con sus camareras que, aunque en Compostela debía llover tanto o más que en la Bretaña, las personas no vivían encerradas en sus casas como allá, sino que eran muy callejeras y no les importaba la lluvia, pues que no había más que mirar a la explanada para observar a multitud de gentes que a gritos vendían sus mercancías, con lo cual se adujo que también serían muy habladoras. Y no erró pues sobradamente lo demostró la beata Dulce nada más que entró con la bandeja del desayuno, pues que respondió a todo lo que le preguntó la señora y se extendió con el clima, con el trazado de la ciudad, con las iglesias que había y se ofreció a acompañarla a donde quisiere ir o, como no podía andar, a comprarle lo que le apeteciera, si pasteles, pasteles, si frutas, frutas; si frutos del mar: langostas, cigalas, almejas, ostras y otro buen marisco, afirmando siempre:
—Yo me ocupo, déjalo a mi cuenta, señora… Yo seré tus pies y si es preciso tus manos…
Lo que incomodó a las camareras de la dama. A ver, que para eso estaban ellas, pero lo dejaron estar porque la dueña parecía tener buena voluntad.
Y mojaba doña Poppa una rebanada de pan en un cuenco de vino caliente y sus hijas comían unos huevos revueltos en manteca, cuando la dama preguntó a la Dulce qué hacía en el monasterio y cómo había llegado allí, y la interesada le respondía:
—Verás, señora, entré de beata para atender a las peregrinas porque me quedé viuda… Mi esposo, descanse en paz, era alarife, mandaba una cuadrilla de albañiles y trabajaba en la reparación de iglesias y oratorios, o tan pronto labraba una cruz, un cruceiro, un humilladero, para que me entienda la señora, como un sepulcro para algún canónigo o para algún burgués con dineros… Y teníamos una buena casa en la rúa de los Francos y, al señor Santiago sean dadas muchas gracias, vivíamos bien y teníamos la despensa siempre llena, pero sucedió que mi hijo, mi único hijo, que ahora es cantero en esta iglesia, se enamoró de una mujer, venida de lejos y de dudosa reputación para mayor desgracia. Y se casó con ella sin avisarnos y contra nuestra voluntad, porque eso no se hace con unos padres que se habían desvivido por él y, en los tiempos malos, se habían quitado de la boca para darle a él…
—¡Qué ingrato! —intervino doña Gerletta.
—La raptó, ya conocen sus señorías lo del «rapto», ¿no?
—No.
—Pues un hombre y una mujer, enamorados, se ponen de acuerdo. Él va a buscarla de noche a la puerta del corral o del castillo —que lo hacen nobles y plebeyos—, y ella, cuando sus padres duermen se va con él, y ambos se encaminan a algún poblado cercano para que un preste cualquiera los case. Y luego vuelven a casa de sus padres como si nada hubieran hecho… Lo malo fue que mi hijo se enfrentó con su padre y que mi difunto murió de un sofoco durante una discusión, y yo eso nunca se lo perdoné… Y como mi hijo, azuzado, por mi nuera, llegó a no soportar mi presencia porque mis ojos le acusaban del crimen que había cometido, me echaron de mi casa…
—De fuera vendrán y de tu casa, te echarán…
—¡Calla, Gerletta!
—¡Calla tú, Crespina!
—Continúa, Dulce —cortó Mahaut, asombrando a su madre, pues que era la primera vez que intervenía en las necias discusiones de las camareras, quizá porque cada día que pasaba, estaba más cerca de ser la condesa propietaria de Conquereuil.
—Entonces vine a pedir caridad a este hospital de Antealtares aunque bien pude pedir audiencia al obispo y exponerle mi caso, pero no quise echar a los vientos el mal comportamiento de mi hijo, su crimen quizá… Y quédeme aquí de beata para atender a las peregrinas, que son pocas, hay que decirlo… Y contenta estoy porque los frailes me dan comida y lecho, y las viajeras dinero, pues les sirvo de mandadera y de sirvienta…
—Nosotras también te daremos, Dulce —prometió Mahaut.
—Vamos a ver, Dulce… Primero buscas a don Morvan, ¿sabes quién es?
—Sí, señora.
—No, señora, no. Los capitanes dijeron que hoy ganarían la indulgencia, estarán en ello.
—Cierto, Gerletta. Entonces vas a la plaza del Mercado y compras langosta, cigalas, cangrejos y lo que veas más fresco, celebraremos que hemos ganado la indulgencia, y tú almorzarás con nosotras… Dale dineros, Crespina.
—Madre, con esa comida parecerá que estamos en la Bretaña.
—Sí, Mahaut, pero aún hemos de volver.
—¡Qué horror, madre, volver por el mismo camino!
—El que algo quiere, algo le cuesta, niña.
—Hemos empleado en el viaje noventa días, madre —sostuvo Lioneta—. Madre, te olvidas de algo…
—¿De qué, hija mía?
—De algo muy importante…
—Dime, no sé…
—Hoy es mi cumpleaños, hoy cumplo siete años…
—¡Oh, mon Dieu! ¡Qué cabeza, no sé en qué día vivo…! ¡Perdóname, Lioneta, y ven a mis brazos! ¡Felicidades…! —Y se la comió a besos.
—Es cierto —dijo Mahaut—, estamos a tres días entrante el mes de septiembre… Felicidades, hermana…
—¡Qué fallo, qué fallo, venga mi niña a mis brazos! —rogó doña Crespina.
—Un descuido imperdonable, Lioneta, felicidades —expresó doña Gerletta.
—¡Qué cumplas muchos años y que yo lo vea…! —añadió la Dulce.
Ida la beata con la bolsa que le había entregado la mayordoma, su propia bolsa, pues que las arcas de la condesa, qué las arcas, el arca, que ya sólo quedaba una, la tenía don Morvan a buen recaudo, doña Poppa pidió su azafate, sacó la cinta que llevaba para medir a su naine, se levantó y, sin hacer caso al dolor de sus pies, retiró el mantel de la mesa de comer y dijo:
—Sube, Lioneta.
Y la midió para exclamar:
—¡Gracias a Dios, has crecido otro dedo, hija mía…!Te compraré el regalo que quieras… Recuerdo que también le debo a Mahaut el de su cumpleaños, pero lo mejor es que has crecido otro dedo, y ya van dos…
Y, ante el contento de todas las presentes, la volvió a abrazar e hizo otro tanto con las demás y, tapándose la cara con las manos para que no la vieran llorar, gemiqueó:
—He venido en peregrinación con mucha esperanza en mi corazón… El viaje no ha sido vano, porque el señor Santiago me ha escuchado…
—Bendito sea.
—Loores a Santiago.
—Besos, madre.
—Besos a mí también, madre. ¿Entonces Lioneta llegará a ser tan alta como yo?
—Sí, seguramente sí. Bueno, dejemos las alegrías y hagamos lo que hemos de hacer. Crespina, ve a la enfermería y que los beatos traigan a esta antecámara a Abdul. Lo cuidaremos nosotras, les das unos dineros…
—Señora, no tengo un penique, le di mi bolsa a la Dulce…
—Gerletta, aflójate la faltriquera —añadió Mahaut.
—¡Niña, qué es eso de «aflójate», una dama…!
—Que les pague don Pol o ya lo haremos luego. Y tú, Gerletta, busca a unas cuantas criadas y te vas al mercado con ellas y las niñas a ver a los volatineros y a escuchar a los juglares, os compráis algunos dulces… Los regalos de cumpleaños ya los compraremos cuando don Morvan nos traiga dineros…
—Señora, llueve a jarros…
—Madre, llueve más que en la Bretaña…
—Esta tierra es muy parecida a la nuestra, sólo que las gentes hablan más y no son hurañas, al revés, son alegres y serviciales…
—Además, no te vamos a dejar sola…
—Vivo, Crespina, ve a entender en el asunto del esclavo, que te acompañen las niñas, o no, no, no se vayan a contagiar de alguna enfermedad… Ve, aya, ve… y tú, Gerletta, busca el juego de damas, pasaremos el rato… Venga, que Lioneta nos ganará porque hoy es su cumpleaños.
—¡Oh, señora, cualquiera sabe dónde para!
—¿Qué han hecho los hombres con mi equipaje? Sólo veo un par de baúles…
—No sé, señora, yo estuve ayer con las niñas y contigo y cuando llegué a este aposento, me encontré con los dos, en efecto, pero bien elegidos, uno con tu ropa interior y con trajes de diario y otro con ropa de las niñas…
—¡Qué desastre de organización!
—Me aburro, madre.
—Calla, Mahaut.
—Madre, cuéntanos alguna historia…
—Como no quieras que te cuente que don Carlomagno no estuvo en las Hispanias… Es lo que se dice desde que pasamos los Pirineos, Lioneta.
—Ésa no, madre, no me gusta.
—Madre, ven a la ventana, hay varias procesiones de flagelantes…
—¿Varias?
—Sí, tres procesiones. Los mercaderes de la explanada los están amenazando con palos…
—Madre, yo quiero verlas.
—No me puedo mover, no puedo andar. Tengo los pies en carne viva.
—¿Por qué bajaste el monte descalza, madre?
—Para mortificarme…
—¿Por qué?
—Para que tu hermana creciera, y ya ves, ha crecido…
—Madre, llaman a la puerta.
—Ve a ver, Mahaut, y tú, Lioneta, escóndete en el dormitorio… Gerletta, ve con ella…
—Madre, es un hombre, dice que es el abad de Antealtares…
—Que pase…
—Señora condesa, sed bienvenida a esta casa. Soy don Diego, el abad.
—Señor don Diego, bien hallado.
—Sé que venís de muy lejos…
—Del Fin del Mundo diría, noventa días de viaje…
—El Fin del Mundo es esta tierra…
—En la Bretaña, mi tierra, hay otro Fin del Mundo… Abad, ¿tú vas a ir a Finisterre el 31 de diciembre?
—No sé, por el momento no… Se habla de que el monje Dionisio el Exiguo se equivocó…
—Lo sé, lo sé… Se dice que el fin de los tiempos será al año que viene…
—No sé si sabes, señora, que en Finisterre, en el castillo-faro, vive una infanta del reino de León, de nombre Uzea…
—Sí, la señora Uzea, la que fue al Fin del Mundo cuando doña Teresa, su hermana, pronunció la frase de los «conos»…
—¡Niña!
—¿Qué, madre?
—Que te calles…
—Ha salido espabilada esta angelical criatura, ¿es tu hija, señora? —preguntó el abad.
—Sí, es mi hija y heredera. Soy viuda.
—Lo sé. Me lo dijeron ayer los canónigos…
—Ah, no te vi, don Diego…
—No me tocaba oficiar… Un día celebran los canonjes de la iglesia de Santiago y otro nosotros, los frailes de San Pedro de Antealtares. Sería luengo contarte todo. Mantenemos una larga porfía…
—Me hago idea, reverencia. Sepa su merced que, aunque no me puedo mover, estoy gozosa y que venir en peregrinación ha sido una de las mejores cosas que he hecho en mi vida… Íbamos a venir mi marido y yo, pero el buen conde Robert de Conquereuil murió de accidente…
—Lo tendré en mis oraciones.
—Gracias, señor abad… No sé si llegarme a Finisterre a ayudar a la señora Uzea, se dice que van hacia allí miles de gentes, pero talvez sea un estorbo, pues llevo grande séquito…
—Don Pedro, el obispo, va a entender en ese asunto y los condes también, porque no podemos dejar sola a la señora Uzea en el trance que se le avecina… En esta locura que se ha desatado, algunos flagelantes actúan contra natura, pues siquiera se detienen en Compostela a recibir los perdones, y qué mejor que llegar al Último Día con el alma libre de todo pecado, digo yo. Pero no, pasan como almas que lleva el diablo diciendo que se acaba el tiempo… Y pueden convertirse en turba y asesinar a la condesa con sus hijos y criados, por eso vamos a tomar medidas…
—Me gustaría conocer a esa mujer, pero más viaje también me retrae… He recorrido más o menos 1.000 millas soportando la calor, el aguacero, la tormenta y me quedan otras tantas. Además, quiero volver para el aniversario de mi difunto que es el 30 de noviembre… ¿Cuántas millas hay hasta Finisterre?
—Quince… Debiste venir por mar, señora.
—¿Qué quieres decir, señor abad?
—Que hay varios caminos. Uno, el que tú has hecho, otro, el de la costa Cantábrica, otro, el llamado vía de la Plata que viene de al-Andalus, y otro por el mar… Algunos peregrinos de la Inglaterra se han hospedado en esta casa y con buena mar han hecho el viaje en cinco días…
—¡Cinco días! ¿Oyes, Mahaut?
—Sí, madre, sí. Volvamos a casa por el mar.
—Señor abad…
—Diga la señora.
—¿Se pueden contratar barcos con su marinería en algún puerto de por acá?
—Sí, señora, en Iria, en La Crunia o en Ferrol…
—¿Qué camino es el mejor para llegar a uno de ellos?
—El de La Crunia, es la vieja calzada romana. Además, está enlosado en su mayor parte.
—¿Qué distancia hay?
—Unas 50 millas…
—¿Podría su merced ayudarme a fletar unos barcos que nos llevaran a mí y a mi gente a la Bretaña?
—Lo intentaré… Pero, ¿sabe su señoría que en la mar hay monstruos que se tragan las embarcaciones y tormentas que las hacen naufragar?
—Sí, señor, yo nací en la isla de Sein, que está más allá del Finisterre de la Bretaña y rodeada de un mar asaz bravo, capaz de engullir ciudades enteras…
—¿Sabe, su señoría, que hay piratas normandos que apresan los barcos y que los pasajeros no llegan a su destino porque son vendidos como esclavos en otros países y si oponen resistencia son arrojados a la mar sin contemplaciones, y no digo ya si se trata de mujeres…? Los vikingos se presentaron en esta ciudad y la arrasaron, mismamente como Almanzor, en tiempos del obispo Rosendo…
—¡Sí, mi tío Martín fue pirata! —informó Mahaut.
—¡Calla, niña!
—Vea su merced de hacerme este favor… Mis hombres y yo estamos agotados, sería bueno hacer un viaje en cinco días en vez de en noventa.
—Bien, pues lo voy a intentar.
—Te lo agradeceré, reverencia.
Y no terminó de hablar la condesa que llamó a la puerta la beata que las atendía con una cesta llena de langostas, de cigalas, de cangrejos, dichos nécoras por la Galicia, y otros crustáceos que movían sus patas y estaban tan frescos como en la Bretaña y, ante semejante vista, Mahaut aplaudió y, ante los aplausos, apareció Lioneta de detrás de la cortina, que llevaba allí bastante rato y, tras tirar del hábito del abad y besarle la mano, se sumó a la alegría, pues que, por fin, iban a comer lo que no habían manducado en tres meses. El buen religioso que había mirado la cesta, como se miran las bandejas cargadas de manjares, se quedó pasmado al ver a Lioneta, pues el fraile portero no debía de haberle informado de la existencia de la pequeña.
—Es mi hija Lioneta, es enana. He venido a Compostela para pedirle el señor Santiago que crezca… Me haría merced su reverencia si aceptara almorzar conmigo…
—Será un placer… Vendré a las 11, mientras voy a ocuparme de la manda de su señoría…
—Manda no, don Diego, ruego, siempre ruego.
E ido el religioso, fuese la Dulce a cocinar los mariscos y, a poco, apareció doña Crespina con unos beatos que traían a Abdul en parihuelas, lleno de morados, talmente como aquel Mínimo que recogieron en Burgos y perdieron en León, y la condesa pidió un catre. Y fue que mientras llegaba y no llegaba, se acercó a él y le preguntó qué tal se encontraba.
—Mal, mi señora —respondió el esclavo.
—Doña Poppa…
—Dime, Crespina.
—Permite, señora, que te diga que si has invitado al abad a comer, no debe estar el negro en este lugar, sería hacerle desaire, pues en la enfermería estaba muy bien cuidado. Además, si lo acoges en tu propio aposento habrás de hacer lo mismo con cualquiera de los nuestros que se duela de alguna cosa, si no todo serán agravios y envidias…
—Ea, sí. Tienes razón, llama a los beatos y que se lo lleven… Menos mal, aya, que estás en todo…
Y, en esto, se presentaron los capitanes, gozosos, como cualquier cristiano que hubiera alcanzado la indulgencia plenaria y, la verdad, fueron muy bien recibidos, entre otras cosas porque don Morvan llevaba dineros y saldó las deudas de la condesa con las damas y, cuando la señora le preguntó por el resto de su equipaje fue a buscarlo y, a poco, se presentó con unos soldados bretones y cuatro baúles. Y doña Poppa le dijo:
—He invitado a don Diego, el abad, a almorzar… Tú y don Guirec también comeréis en mi mesa…
—Verás qué comida, don Morvan…
—¿Qué comida, Lioneta?
—Langostas, como en la Bretaña, para celebrar el día de mi cumpleaños…
—¡Oh, Lioneta, felicidades, dame un beso… Siete años…!
—Morvan, ¿están bien aposentados los caballeros?
—Muy bien, señora, y los soldados y las criadas también… He hecho grupos de treinta para que ganen los perdones, a los otros les he dado tiempo libre…
—Madre, están en la explanada, en los tenderetes…
—¡Mahaut, retírate de la ventana, te vas a caer!
—¡Niña, no te asomes tanto!
—Madre, ha dejado de llover, ¿podemos bajar a la explanada?
—Sí, Crespina, Gerletta, id con las niñas. Morvan, dales dineros para que se compren algún lamín… Otra cosa, ¿dónde está don Pol?
—En la iglesia, señora, los canónigos le han permitido celebrar misa…
—¡Ah, qué deferencia! ¡Adiós, hijas, y obedeced a las damas! ¡Ah, en cuanto a las langostas, vosotras las comeréis mañana…!
—Sí, madre.
—Sí, madre.