Capítulo 19

De don Pol, el preste, doña Crespina, volviendo de espiar, le dijo a la señora que permanecía en el comedor sentado en una mesa de espaldas al jaleo y frente a una ventana por la que no se veía nada, dado que estaba cerrada y el paño encerado que la cubría no dejaba ver el paisaje. Que los frailes de Córdoba se juntaban con él a ratos y le invitaban a beber un vaso tras otro, de aguardiente por más señas, de orujo como lo llamaban las mozas, y una vez y sin darle importancia, le comentó que el sacerdote había salido de la casa con los otros clérigos a enseñarles la imagen de Santa María que guardaba en su almario litúrgico y darles eucaristía, que tal había supuesto, pues los mozárabes, al volver a la casa, habían alabado la hechura de la figura, luego se habían recogido en sí mismos un tiempo para dar gracias a Dios por haber recibido sacramento y ya se habían acercado a la chimenea para secarse la ropa. Naturalmente, hubo de explicarle qué era un mozárabe.

¿Doña Crespina hubiera tenido que dar importancia a que don Pol saliera con los clérigos cordobeses a enseñarles la imagen de Nuestra Señora? No, pese a que caía incesante lluvia, la mayordoma no hubiera tenido que darle la menor importancia porque, de primas, el hecho carecía de trascendencia, por eso no se la dio, entre otras razones porque la imaginación de cada persona alcanza hasta donde alcanza y no más allá, y en algunas no llega a lo mínimo exigible. Otra cosa hubiere sido si la mayordoma hubiera oído a los monjes quejarse de que no podían hablar con la condesa, o de que apenas la habían saludado y todavía no le habían podido presentar sus respetos, o si les hubiera oído preguntar dónde estaba o si estaba indispuesta a don Pol, a don Morvan o a la Lupa, que entonces talvez se hubiera puesto en alerta y se hubiera interesado en conocer por qué tenían los freires tanto interés en platicar con su señora, pero no, que no escuchó nada parecido. Y fue pena, porque quizá una grande desgracia hubiera podido evitarse.

Y es que, los cuatro de Armilat, como no tenían modo ni manera de hablar con la condesa y andaban muy bebidos, pues que las mozas les servían un cantarico de orujo detrás de otro, como, además, tenían planeado comprarle el Beato en el Cebrero y llevaban tres días allí sin haber iniciado el negocio, y no tenían intención de sumarse a su cortejo ni de llegarse a Compostela, porque las órdenes de su señor el abad estaban más que claras, don Walid empezó a darle vueltas en su mollera a una posibilidad que, en otros tiempos, le hubiera avergonzado y sólo pensarla le hubiera llevado a empuñar el verduguillo y a fustigarse con ardor. Y andaba cavilando, diciéndose que había de actuar que, pese a lo mucho que estaba bebiendo tenía muy clara la mente, no por casualidad ni porque aguantara muy bien el vino, no, porque comía mucho también, como un tragaldabas: platos de abadejo en salsa de harina, cordero y vaca asada, unos dulces que se llamaban filloas y que estaban rellenos de crema, a ver, que la Lupa tenía en su casa una gran cocinera. Tentándose la cajita de marfil que llevaba colgada en el cuello desde que se la entregara el traficante de reliquias de Galisteo, aquel muladí, de cuyo encargo no se había ocupado pues no había hablado con los obispos de la posible venta, adquisición y traslación del cuerpo de San Isidoro de Sevilla a León, ni con ningún abad o abadesa, y eso que bien pudiera haberlo hecho para llevarse a Armilat la comisión que le había ofrecido el tal Ornar y entregársela a su superior para que, los claustrales que le eran afectos, pudieran echar a la cara a sus enemigos, que los tenía, que don Walid se había ido con mucho dinero y volvía con mucho más, con el duplo o el cuádruplo, vaya su merced a saber porque todo dependía de cómo llevara la negociación. Y eso, que ya fuera porque el orujo le embotaba la mente o, como él quería creer, se la aclaraba, el caso es que, teniendo la condesa bretona el libro que él quería comprar y él una reliquia muy buena, nada menos que un diente del mencionado Santo, el más ilustre quizá de la iglesia goda, se dijo, tras mucho sopesar la cuestión, que bien podría trocar el diente por el libro, pues era cambiar oro por oro. Y, resuelto y para no tomar él solo la decisión, les contó sovoz su propósito a sus frailes que, bebidos también, se sumaron al plan del prior entusiasmados, pese a que oían hablar de la reliquia por vez primera. Al cambio, al trueque, decía don Walid en vez de hablar de sustracción, y les daba un sinfín de razones para llevarlo a cabo, las que tenía pensadas y otras que se le fueron ocurriendo a lo largo de la exposición, y los tres se incorporaron al proyecto, la mar de alegres, decíamos, como si fueran de fiesta, como si fuera Pascua de Resurrección y fueran a representar en su convento el auto de los Reyes Magos y luego ir de banquete.

De inmediato, sin poner inconvenientes, aceptando que era permutar oro por oro y sin mentar nunca la palabra «robo» ni «latrocinio» ni otra que quisiera decir lo mismo, entraron en acción y, entre todos, diseñaron una estrategia. Planificaron ir a la mesa del preste y ponerlo al tanto de las costumbres de Córdoba: de la separación de hombres y mujeres, y contarle que si los primeros iban a la mezquita los viernes por la mañana, las otras iban por la tarde con sus hijos pequeños, que si ellos campaban libres por las calles, ellas sólo salían de casa los viernes a la mezquita y viceversa, sin detenerse en una tienda, sin comer un dulce de los que vendían en los tenderetes de la plaza de la Paja, tan ricos que estaban, y que hasta la compra diaria la hacían los varones, o las esclavas, si las tenían; de que los niños iban a aprender a leer el Alcorán a la madrassa y las niñas, no. De la vida conventual, que era infinitamente más dura que la de los clérigos seculares, pues que, desde que leían la promesa de San Fructuoso y hasta que se morían, pasaban la vida entre cuatro paredes, como quien dice, aunque Armilat era un monasterio, aparte de afamado, rico, próspero incluso y ellos, los cuatro, no se podían quejar, pues el abad no escatimaba en las raciones, pero ni pensar de hacer la guerra al moro como sucedía en la Hispania cristiana.

Discurrieron pues, señalarle al sacerdote las enormes diferencias que había entre los cristianos y los mahometanos, lo que más le chocara para atraer su atención y, entre frase y frase, llenarle el vaso para que al menos, se atontara o mejor todavía si se emborrachaba. Para decirle entonces que habían emprendido viaje para comprar un Beato y que él entrara al trapo y largara dónde lo tenía guardado la condesa, y tal hicieron. Y fue que don Pol no hizo ascos al primer vaso ni al segundo y que, al tercero, ya se hacía cruces de las diferencias existentes entre las sociedades cristiana y musulmana, y preguntaba mil cosas o hablaba de que la duquesa de la Bretaña y doña Poppa también eran muy honradas por hombres y mujeres e iban donde les venía en gana sin que sus maridos les pusieran impedimento alguno, aunque, al cuarto vaso, es de decir, que se mostró partidario de atar corto a las féminas y empezó a echar pestes contra los bretones que allí estaban perdiendo el seso, el culo, decía, por ellas, porfiando unos con otros y haciendo cola para yacer con ellas. Al quinto, don Walid se hacía cruces de lo bien que el cura llevaba el vino y se maliciaba que seguramente se bebía a escondidas el vino de misa, como hacían todos los monescillos en las sacristías y, al sexto, cuando le informaba de que se había trasladado a las Hispanias para adquirir un Beato, don Pol cayó en la trampa y habló de que doña Poppa había comprado uno al obispo de Astorga y que lo llevaba en una caja muy buena, precisamente en su almario litúrgico haciendo de peana de una imagen muy buena de Nuestra Señora, y se ufanaba de que se lo hubiera dado a custodiar a él y añadía que la Virgen, el hostiario, las cajitas de los Santos Óleos, el cáliz y su ropa de celebrar, viajaban a Compostela en la excelente compañía de un precioso libro vulgarmente llamado Beato, copiado e iluminado en el monasterio de San Salvador de Tábara.

Conocido el lugar donde habrían de actuar, los reglares de Armilat rogaron al cura de Conquereuil tuviera a bien recibirlos en confesión y darles comunión y, es más, le manifestaron su deseo de rezar una oración ante la imagen de Nuestra Señora y, como en el comedor de la Lupa había mucho jaleo y en las habitaciones que la dicha les había asignado suponían que mucho más, le dijeron de salir afuera y de hacerlo en el carro donde llevara su almario litúrgico.

Don Pol, a pesar que de seguía lloviendo a mares, aceptó pensando que le vendría bien que le diera el agua en la cara, se caló el sombrero, que lo había dejado en un extremo de la mesa, los otros se pusieron las capuchas y allá fueron por un camino de guijos muy bien hecho y fue que, al llegar al carro no cupieron pues era asaz chico. Entonces los freires propusieron al sacerdote llevar el almario a la entrada de la cuadra y proceder allí y, ante la cara que puso don Pol, le recordaron que don Jesucristo había ido a nacer en un pesebre, en la morada de un buey y una mula, que le dieron calor y, claro, ante tan buenos argumentos aceptó que fray Hissam, el más fornido de los mozárabes, entrara en el carro y cogiera en brazos el almario, y ya se encaminaron todos a las cuadras. El sacerdote lo abrió con la llave que llevaba en la bolsa, les enseñó, aunque bien poco se veía, la imagen de Nuestra Señora y, deseoso de terminar pronto, se colocó la estola en el cuello y se dispuso a confesarlos, pero fue menester encontrar un lugar donde no hubiera goteras y hubieron de andar entre las bestias que estaban allí a cobijo. Instalados en un oscuro rincón, el sacerdote, dejando el almarico abierto procedió a confesarlos, y fray Isa actuó. Aprovechó que don Pol confesaba a fray Hissam, que era un tiarrón y que sus inmensas espaldas impedían que el sacerdote viera nada, y se llegó al almario, abrió la caja del Beato, que no estaba cerrada, sacó el libro apriesa, dejó dentro el estuche de San Isidoro, la tapó, se metió la presa entre la carne y el jubón, se apretó mucho el cinturón y corrió en busca de su caballo, escondió el libro en una alforja, y volvió rápido a confesarse, pero no declaró todos sus pecados, no. Los otros tampoco, pues que, aunque no fueron autores materiales de un robo, fueron cómplices, que tanto es. Para cuando el sacerdote bretón se dispuso a impartir la Sagrada Comunión, Isa ya había cruzado una mirada triunfante con sus compañeros y estaba arrodillado a su lado, entre barro y bosta, que tal había en aquel establo y, cuando llegó su turno, comulgó como todos. Luego los religiosos tornaron el almario litúrgico a su sitio con la peana dentro y lo colocaron con mucho cuidado en el carruaje, y ya, todos menos uno, volvieron a la casa de la Lupa a secarse la ropa delante de la chimenea. El que faltaba cogió una capa aguadera de algún descuidado que la había puesto a secar en una valla —que por robar no quedara—, sacó el libro de la alforja, lo envolvió con ella, y ya embridó a su caballo y, con sigilo, se echó al camino y, a poco, inició galope.

Doña Crespina, que había abierto la ventana por ver si continuaba lloviendo, dijo:

—Doña Poppa, se va uno de los frailes.

—¿Y qué, aya, qué?

—Nada, que se va a mojar, siquiera lleva capa aguadera.

Y, después del almuerzo, doña Gerletta, que había abierto la misma ventana por ver si continuaba lloviendo, informó:

—Los otros frailes se van también.

—No he podido atenderles como se merecen… —respondió la condesa.

—No es eso, la mi señora, ellos no han hecho nada por verte, no te han pedido audiencia…

—Que vayan a la paz de Dios.

Cuando, a sobretarde, se presentó don Morvan a darle el parte a su señora lo hizo con la cabeza baja y sin atreverse a mirarle a los ojos. Con motivo, porque, Dios de los Cielos, de las 124 personas que iban de peregrinación la mayoría estaban borrachas, algunas incluso vomitando, otras tosiendo por la mojadina, pero del gracioso contentamiento nada dijo. Doña Poppa tampoco, se limitó a mover la cabeza.

Amainó el temporal, dijimos antes, porque después de llover siempre escampa y, advertida por sus camareras, a la condesa le faltó tiempo para ordenar la marcha. Cierto que, mientras sus damas recogían las habitaciones que habían ocupado, ella se echó un manto por los hombros y, acompañada de sus hijas y del esclavo negro, salió de la casa, cruzó la calzada y fuese a pedir bendición a los eremitas, y no había llegado no había avistado la cueva del santo hombre que ya éste la recibía con insultos y, creído de que sería la Lupa o alguna de sus chicas, le gritaba:

—¡Puta, vete al Infierno!

—Santo ermitaño, soy doña Poppa, vengo en busca de tu bendición.

Pero el hombre, que debía estar alunado, respondía:

—¡No vengas a tentarme, ramera, hija de Satanás!

Y, vive Dios, que la condesa nunca se había oído nada semejante, a más que estaban las niñas escuchando lo mismo, y eso que le había llamado «santo». Se alejó apriesa no fuera a salir con un garrote o una espada y la emprendiera contra ellas, buscó con la mirada una caseta de ladrillo, la de la santa mujer que vivía emparedada, la encontró enseguida y se encaminó hacia el lugar, se acercó a un ventanillo, miró adentro y no vio nada, no obstante, rogó:

—¡Santa mujer que vives enladrillada, dame tu bendición a mí y a mis hijas! —Al negro Abdul no lo mentó pues que, como sabido es, era musulmán.

Y fue que, a poco, una voz abroncada habló por el ventanillo:

—¿Quién vive?

—Soy la condesa de Conquereuil…

—¿Qué quieres, mujer?

—Que me bendigas…

—Acércate, quiero verte…

—¿Me ves?

—Sí.

—Yo también te veo a ti, mejor así viéndonos las caras.

—¿Para qué quieres mi bendición?

—Soy peregrina, vengo de muy lejos. Voy en busca de los grandes perdones, pero si me bendices a mí y a mis hijas mejor que mejor, me iré del Cebrero muy confortada de corazón.

—Mira, hija, yo me retiré del mundo para alejarme de las tentaciones…

—Te daré lo que me pidas, si quieres moneda, comida, ropa o mantas y hasta un catre con su plumazo, para que descanses mejor…

—Vivo aquí pobremente, en invierno con mi caseta cubierta de nieve y oyendo el aullido de los lobos y, en verano, escuchando el canto de los pajarillos, el único deleite que me permito y, de tanto en tanto, soporto a la Santa Compaña cuando anda por aquí… Por lo demás, siempre ayuno hasta en las grandes fiestas, así que no quiero nada… Pero tú ten cuidado porque la Compaña sigue a los hombres y tú llevas muchos, más de ciento, si oyes asonar una campanilla y ves a cinco espectros vestidos de blanco, no vuelvas la cabeza y no los mires… No permitas que tus gentes lo hagan, pues si cruzas mirada con alguno de los cinco miembros que la componen, te entrarán en el cuerpo y te convertirás en un alma en pena… Si lo haces pasarás a formar parte de la Compaña, que son almas del Purgatorio, y te tocará llevar la cruz o el estandarte o el farol o el caldero de agua bendita o asonar la campanilla de noche por toda la Galicia hasta que otro te mire y te puedas meter en su cuerpo, que entonces ya dejarás el Purgatorio y pasarás a gozar de la gloria de Dios…

—Agradezco tu aviso, señora mía, y espero no cruzarme con ella… Como te he dicho vengo a que me bendigas, si no quieres nada a cambio, hazlo de balde…

—¿Y este niño que llevas en brazos?

—Es niña, es mi hija, se llama Lioneta, es enana. ¡Bendícela, por caridad!

—Yo soy monja y las monjas no bendicen, acaso le puedo dar a besar mi crucifijo sobre el que he derramado abundantes lágrimas… Dejé mi convento con varias compañeras que murieron sin auxilios espirituales, hace más de quince años porque llegaba la morisma que no respeta a las mujeres ni que sean religiosas y hayan consagrado a Dios su vida… Cuando me instalé en estos parajes ya estaba el monje, que me recibió mal y, como tiene la lengua suelta me llamó lo que no era, pero luego se presentó la Lupa y nuestra relaciones mejoraron, pues que nos unimos contra la meretriz. A ver, que nos habíamos retirado del mundo para no tener ocasión de pecar y el pecado se instalaba a unas varas de nosotros… El santón te bendecirá, pese a lo que parece, es buen hombre, después de insultarme durante mucho tiempo, comparte su comida conmigo, lo que le dan los peregrinos, lo que le da la Lupa…

—Señora monja, déjanos besar tu crucifijo.

—Ten, buena mujer. Que lo bese primero la pequeña, seguro que le hará crecer, a mí me ha hecho muchos favores. De cualquier forma, lo que deberías hacer es colgarla en una viga de los brazos, el peso de su propio cuerpo la estirará…

—Ea, Lioneta, ea, Mahaut y ahora yo. Señora monja, ¿no quieres nada?

—No, no, ve con Dios y que Él guíe tu camino.

—Muchas gracias, que Él te acompañe.

Ofuscada por lo que había visto y oído de labios de la monja y ofendida por lo que había escuchado al eremita, doña Poppa y sus acompañantes se instalaron en el carruaje sin despedirse de las chicas del burdel que se habían acercado y les hacían reverencias. Eso sí, la condesa cruzó mirada con la Lupa que observaba la escena desde una ventana del piso alto, pero ni un gesto le hizo y la otra tampoco, y eso que, de haber hablado, la dama talvez le hubiera repetido las palabras que le dijo Jesucristo a la mujer adúltera: «Ve y no peques más», y la otra talvez hubiera seguido el consejo.

De los eremitas y de la Lupa hablaron largo las damas de Conquereuil.

La comitiva, dejando atrás las tierras del Bierzo y teniendo enfrente las de Lugo, arreó y anduvo ora cuesta abajo, ora cuesta arriba sin hacer un alto, pues doña Poppa parecía rehuir a los seres humanos y sólo aceptar la compañía de las estrellas. Ya fuera por aquel juego tonto que se llevaba con sus hijas, que si ella era una, Mahaut otra, Lioneta aquella otra y el difunto don Robert la de más allá, ya fuera porque castigaba a sus hombres, pues en cuanto se detenía en cualquier pueblo o ciudad o casa aislada como había sucedido con la mansión de la Lupa, se desmandaban, sin tener en cuenta que, de rondón, mortificaba también a sus criadas que, dicho sea, no tenían las mismas necesidades que los varones, ya fuera porque quería estar de regreso en Conquereuil para el día de Difuntos y tener tiempo de preparar la misa de aniversario de su esposo como venía diciendo de tiempo ha, o ya fuera porque, como todos, estaba agotada de tanto viajar. De tanto hacer lo mismo a diario: levantar el campamento, cargar los carros, oír misa, desayunar, montar, azuzar a los bichos, pararse a almorzar, seguir la marcha, descabalgar con el trasero cuadrado y con las piernas entumecidas, descargar los carros, volver a montar el campamento, cenar y, cuando lo permitía el tiempo, pasar un rato de plática en derredor de una hoguera, lo mejor del día, y ya irse a dormir sobre una manta en una tienda o al raso, que de todo había habido. O a no acostarse como les había sucedido en los puertos de Cisa y en el que acababan de dejar o cuando atravesaron el puente de Niort, el que se derrumbó cuando pasó el último carro bretón. Cierto que, habían tenido ratos buenos en el burdel de las moras, en Burgos, en León y sobre todo en casa de la Lupa, por poner un ejemplo cercano y que, seguramente doña Poppa les daría suelta en Compostela. E ítem más habían visto mundo y cómo cambiaban los paisajes, mismamente como les estaba sucediendo pues, pese a haber campos incultos, que hubieran podido dedicarse al cereal, todo eran verdes prados y fuentes claras en las que apetecía refrescar, que contrastaban con las parameras leonesas, donde atisbar un poblado o un monasterio en la lejanía era como ver a Dios.

Pero la condesa siguió adelante en Tricastela, donde, sin discurrir mucho, debió haber tres castillos aunque ya no quedaba ninguno, y aceptó refresco en lo que había, en el monasterio de San Pedro y San Pablo, y otro tanto hizo en el de Samos, desaprovechando que los monjes daban de comer de balde durante tres días a los peregrinos, pero es que llevaba tanta prisa que ni los bellos paisajes ni las frondas ni los desfiladeros que atravesaban ni los ríos que cruzaban ni las muchas flores que crecían por doquiera para gloria del Creador, la llamaban a detenerse.

Claro que, en Sarria, agotadas las provisiones, hizo que Loiz, el despensero, recorriera con unos cuantos las pallozas donde vivían las gentes para comprar vianda y, en el lugar donde pasaron el río Miño, hizo otro tanto y la tropa recibió doble ración pero, de detenerse para tomar aliento nada, siquiera a contemplar aquellas despensas tan curiosas que construían los gallegos fuera de sus casas y que llamaban hórreos, pues ni que la persiguiera la Santa Compaña hubiera hecho un alto en el camino.

Siempre adelante, avante, avante, que no salía otra palabra de la boca de don Morvan. Pasaron por Mellid, donde se juntaban dos caminos que iban a Compostela, el que ellos venían siguiendo y el que bajaba de Oviedo, que tal supieron cuando unos peregrinos salieron a su encuentro, les cerraron el paso y les anunciaron, la mar de albriciados, que se encontraban a media legua de Santiago y fue que, ante tan buena nueva, doña Poppa detuvo su comitiva y, tan contenta como todos, se apeó del carro.

Bueno, las primeras que bajaron fueron sus hijas y corrieron a beber agua de una fuente que había y, sin guardar fila, se colaron entre los peregrinos que, vestidos a la usanza, es decir, con botas hasta la canilla, sayal pardo de lana burda, que preservaba del calor y del frío, y sombrero redondo de ala ancha, admirados de tan grande cortejo, las dejaron pasar. Por supuesto que Lioneta les llamó la atención por su fealdad y pequeñez y Mahaut por su beldad, pero lo que querían era saber quién era aquella mujer, que tenía aires de reina, y que paseaba para desentumecer los huesos con pasos cortos como hacen las grandes damas, sin estirar los brazos y sin bostezar, lo primero que hicieron ellos a la vista del hermoso panorama en el que destacaba, loores al bendito Santiago, el monte Sacro, el que se levantaba sobre la ciudad del Apóstol, enfrente suyo.

Se acercaron los romeros, por supuesto, pero fueron alejados por don Guirec que había descabalgado y había entregado el estandarte a un subalterno pero, mira, lo contrario que otras veces, la condesa quiso hablar con aquellas gentes, entre las cuales había francos sobre todo. Así que les dio su mano a besar e hizo que les dieran vino y tan bien tratados se sintieron que todos se quedaron a cenar. Por supuesto, que no los invitó a su mesa, pero sí a su sobremesa y oyó atenta que venían juntos desde el primer puente del Arga, que se habían hospedado en tal o en cual hospital, lo que les habían dado a comer y había uno que aseguraba que en un cenobio, al que no ponía nombre, le habían regalado con vino, dos panes, una escudilla de carne, queso, manteca y vestido, y los demás, que no se lo creían, le preguntaban dónde era, para detenerse en él a la vuelta.

La condesa no llegó a saber de qué monasterio se trataba, porque hablando de vestidos, como la ciudad estaba a un tiro de piedra, como quien dice, aunque era más trecho, se bañó en su tienda en una tina y, estando en el agua, mandó a Abdul, que se había convertido en una excelente niñera, que hiciera otro tanto con sus hijas y a sus damas que prepararan mudas y ropa limpia para las tres. El caso es que se asearon todas las nobles y el negro también, éste en el riachuelo que pasaba por allí y, es de decir, que el pobre hombre regresó cabizbajo, pues que los de la tropa, pese a que, muy previsor, no se había quitado los calzones, le habían insultado y llamado maricón, tal consiguió sacarle doña Crespina, que le había tomado cariño, después de mucho insistir. La condesa se limitó a palmearle la espalda, a decirle que no le diera importancia, en razón de que no era día de abroncar a nadie. Era día de júbilo, porque, al fin y después de mil trabajos, estaban a las puertas de Compostela.

Al día siguiente, desmontado el campamento y todos aviados, idos los peregrinos francos que habían platicado con ella, y espantados por los capitanes unos hombres que con tenacidad les nombraban tal hospital o tal otro para que se alojara en él y que iban de parte de hospederos particulares, la condesa ordenó a don Morvan que mandara unos hombres de confianza a que le buscaran alojamiento en Compostela en algún convento y luego le hizo saber que haría el último tramo del camino a pie e invitó a los que quisieran seguirla. El buen hombre se preguntó adónde iba con chapines, pero guardó silencio, y se ocupó de que la acompañaran unos cuantos soldados y domésticos, los que no necesitaba para manejar los carros.

Don Pol emitió el grito de los peregrinos y los bretones echaron a andar, precedidos por don Guirec que, a caballo, enarbolaba el estandarte de Conquereuil, y siguiendo la señora con Lioneta en brazos, sus damas y Mahaut, el negro Abdul y otros, todos con los bordones y esportillas que habían recibido aquende los Alpes Pirineos, los que no los habían perdido, claro, que siempre hay gente descuidada. E iban por un lugar de pinares, subiendo una pequeña costana hacia el monte del Gozo, donde hallaron un crucero y mucha gente que, jubilosa —a ver, que el nombre del monte no era vano—, y arrodillada ante la cruz, cantaba salmos y, Santiago bendito, Jesucristo bendito, Santa María bendita, puesta en pie podía ver las torres de la iglesia del Apóstol, mismamente como los de Conquereuil que, por fin, por fin, al Señor sean dadas muchas gracias, tenían a la vista la ciudad de Compostela. Y fue que las mujeres se abrazaron, ya fueran nobles o plebeyas y que los hombres también se abrazaron y hombres y mujeres se dieron las manos, y Lioneta repartió besos, que sabido es que gustaba de darlos, pero tan albriciados estaban todos que a nadie le importó que le dejara baba. Y fue que se juntaron con las muchas gentes que allí había y que doña Poppa entregó su bolsa a Mahaut para que diera unas monedas a los tullidos y a los que asonaban la gaita, como en la Bretaña, o la flauta o la vihuela, que se tocan en todas partes. Y fue que la niña regresó con la faltriquera vacía, pues también dio a los que lloraban de alegría y, al ver lo que había, una lágrima se escapó a nobles y peones, máxime cuando observaron a una mujer que iba con grilletes en los pies, y a un hombre, fornido él que, emulando a Jesucristo Salvador, llevaba una pesada cruz sobre los hombros. Y fue que, tras persignarse en el crucero y echarse a andar costanilla abajo, la actitud de los jacobitas cambió de medio a medio, mientras los de Conquereuil los observaban perplejos. Y fue, vive Dios, que toda aquella partida de hombres y mujeres, muchos más varones que féminas, echaron a correr sin que les importaran los guijos del camino, como si quisieran llegar los primeros a venerar al Santo Apóstol, y fue, Santa María Virgen, que se sujetaban unos a otros de las mangas para adelantarse y que hasta se abrían paso amenazándose con el bordón y aún se pegaban entre ellos, evitando en su carrera a los mercaderes que les presentaban frutas frescas, vino, pan recién hecho o ropa confeccionada o escarcelas u hospedaje o cambio de moneda, pues que hasta les ofrecían dinares musulmanes por libras carolingias.

Así las cosas, los bretones, que seguían a los que iban delante, siquiera se fijaban en que habían atravesado una puerta y que andaban ya en un burgo de casas de madera y calles estrechas hasta que desembocaron en una plaza que tenía una fuente en medio. De los de Conquereuil, la condesa, que iba vestida con una de las túnicas que le habían regalado las reinas de Pamplona, es decir, más o menos como una peregrina más, fue la primera en darse agua a la cara y en lavarse los pies que, vive Dios, los traía destrozados, y ya la imitaron los demás.

Para cuando los bretones se arrodillaban ante el crucero que daba entrada al monte del Gozo, se descalzaban, como hacía el personal que estaba allí, a lo menos una cincuentena entre hombres y mujeres, cantaban un Te Deum y, finalizado, iniciaban la marcha para recorrer los últimos pasos que les faltaban para personarse en la catedral de Santiago Apóstol, el dicho Santiago el Mayor, el hermano de Juan, el hijo de Zebedeo y también el Hijo del Trueno, vaya su merced a saber el porqué, el Miles Christi, como gritaban los romeros de otros grupos, para entonces don Walid, el prior de Armilat, contrito, hasta donde un hombre de bien pueda arrepentirse por haber robado, y con las espaldas en carne viva, ya había dicho a sus frailes tres veces, tres, que siguieran camino, que le llevaran el Beato al abad, que tomaran su caballo también, su zurrón y su sayo, que él se quedaba allí a morir como ermitaño.

Lo había dicho en Zamora, repetido en Salamanca y lo había vuelto a repetir al pie de unos montes muy pedregosos que se levantaban antes de entrar en la morería, más o menos por donde se comieron el cerdo negro cuando hacían el camino de ida, pero esta vez, a la tercera vez, se apeó del bicho, lo acarició entre los ojos y le entregó las riendas al joven Isa. Luego le dio su zurrón y la alforja de los dinares a Yusef, se quitó el sayo y se lo dio a Hissam y, en bragas, les apretó las manos con calor, los abrazó con lágrimas en los ojos, los bendijo y les dio recuerdos para toda la comunidad. Y de nada valió que sus subordinados le dijeran lo que ya le habían dicho en las dos ocasiones anteriores: que no había robado, que había cambiado oro por oro ni que le razonaran que era imposible vivir en aquellos roquedales, ni que le aseguraran que moriría y que un cristiano no podía buscar su propia muerte, ni que los tres, uno, dos y tres, lo habían recibido en confesión y dado la absolución, por lo cual nada tenía que expiar. De nada valió ya que, decidido y firme el paso, echó a andar campo a través y lo último que le oyeron decir fue que se iba a purgar sus pecados hasta que Dios le llamara.

Los jóvenes frailes pasaron cuatro días con sus noches en aquellos parajes por si volvía su prior, buscándolo de día, trepando por los montes, pues que no había borreguiles ni menos sendas, por si encontraban al hombre o su cadáver, y pensando en él de noche y malcomiendo, pues no avistaron cerdos ni conejos que matar, e imaginando a don Walid trocha arriba, trocha abajo y tratando de encontrar un cobijo en aquella serranía, en bragas, con las espaldas sangrantes y con las manos vacías… Pensamientos que les llevaron, porque una reflexión induce a otra, a preguntarse cada uno para sí, si lo del cambio de la reliquia por el libro había sido trueque o robo. Y era que conforme cavilaban y rememoraban lo que habían hecho cada uno, pues que cada uno había sido pieza clave para la perpetración del robo, que trueque no era, en virtud de que no habían llegado a un pacto con la condesa y, de consecuente, habían actuado de tapado, por su cuenta y a espaldas de la dama, con lo cual y aunque le habían dejado una reliquia muy buena, ladrones eran y sin paliativos. Extraños ladrones, sí, pues los tales no dejan nada a cambio de lo sustraído, pero ladrones, después de todo. Y, como antes le había ocurrido a don Walid, empezó a remorderles la conciencia, máxime cuando se miraban a los ojos y, sin cruzar palabra, cada uno sabía que el otro pensaba lo mismo que él y que, vive Dios, a los tres lo mismo les sucedía y, al igual que al prior, pronto no les valió confesarse y absolverse entre ellos, no les valió de nada.

Así las cosas, sin encontrar rastro de don Walid, subiendo por trochas y quebradas, llegándose cada día un poco más lejos, salvando riachuelos, con las botas destrozadas y sin tener repuesto, y sin haber encontrado alma viviente, a la cuarta noche, tras reconocer taxativamente que habían robado, que estaban arrepentidos y que habían cumplido las penitencias que ellos mismos se habían impuesto, hubieron de plantearse su situación: si continuar el camino del sur y, Dios mediante, llegar sanos y salvos a Armilat y entregarle el libro al abad, que se holgaría sobremanera, aunque lamentara la decisión de don Walid. Pues más de una vez en sus sermones había echado pestes contra los eremitas que llevaban vida en solitario en razón de que, según prédica de San Benito, los clérigos deben residir en comunidad, para no caer en el nefando pecado del orgullo, y ellos serían felicitados por sus compañeros y con el tiempo hasta llegarían a desempañar cargos de responsabilidad en la santa casa. O desandar lo andado y volver al norte, llegarse a Compostela, alcanzar la indulgencia, que no les vendría mal otro perdón, devolverle el Beato a la condesa peregrina, pedirle la reliquia, exponiéndose a que los abroncara y hasta que los denunciara al merino de la ciudad y éste los metiera en la cárcel, y a que se quedara con el libro y con el diente de San Isidoro. O, volviendo al norte, hacer lo anterior, pero no entrar en tratos con la noble franca, olvidarse de ella y de la reliquia, y seguir más al norte, hacia las Asturias de Oviedo, llamar a la aldaba de algún monasterio, cuanto más pobre y pequeño mejor, decir que eran monjes mozárabes provenientes de Córdoba, pedir asilo al abad y, si se lo daba de grado y de por vida, entregarle el libro, decirle que lo traían de al-Andalus para que semejante joya residiera en tierra cristiana, y si no probar en otro cenobio. Pero, como con esta última posibilidad mentían y, seguro, les remordería la conciencia otra vez, optaron por echar suertes entre las dos primeras, así que sacaron una moneda, un diñar de oro, que no era para menos el negocio, y dijo fray Isa:

—Si sale cara, vamos al norte, si sale cruz al sur.

Y fue que salió cruz y que los monjes, sin mediar palabra, sin quejarse ni alegrarse, cogieron sus alforjas, echaron una última mirada al lugar por donde se había ido don Walid, montaron en sus magníficos caballos e iniciaron galope en dirección al convento de Armilat.

La autora de este relato deja en las estribaciones de la sierra de Gredos, a los tres jóvenes frailes galopando hacia su casa, y a don Walid, refugiado en una cueva, vivo y con hambre de cinco días, alimentándose de lagartijas o saltamontes o hierbas, o quién sabe, si muerto ya en alguna quebrada.

La fuente, en la que se aliviaron los pies y los sudores los de Conquereuil, estaba situada fuera de un recinto murado, situado en el centro de las murallas de la ciudad de Compostela. Pronto supieron los bretones que en el interior había cuatro iglesias: la del señor Santiago, el baptisterio de San Juan, San Pedro de Antealtares y una dedicada a Santa María. Conocieron también, pues que hubieron de pasar muchas horas que la fortificación había sido alzada por el obispo Teodomiro, el descubridor del sepulcro de Santiago que, con el apoyo del rey Alfonso, el segundo, había desenterrado al Santo y le había levantado el primer altar, pero que el templo que verían y pisarían, el que cobijaba los restos del Apóstol era otro mucho más grande que el primero, éste reedificado por el obispo Sisnando y por el rey Alfonso, el tercero, y era que les iban gentes a hablar con ellos y a venderles toda suerte de cosas.

De los que se les acercaban a platicar, la condesa, que iba vestida como una más y, de consecuente, era una peregrina más, escuchó, aunque no comprendió palabra, a un hombre que, por encomienda de los vecinos de su pueblo y para que el Apóstol tuviera a bien alejar la sequía de aquel lugar —como se llamare, que era un nombre imposible de retener—, pues que no había llovido en cinco años, al parecer, había salido de la lejana Germania, dejando casa, mujer e hijos, y que, durante el viaje, había tenido que gastar sus haberes y aún había hecho corto con los dineros, lo que no le extrañó miaja pues a ella le había sucedido lo mismo, si logró enterarse de lo que le contaba el peregrino fue porque se presentó un linguajero, un hombre que conocía varias lenguas, y le tradujo las palabras del alemán. Luego a tres hermanos borgoñones, que por manda testamentaria de su señor padre y para que volvieran hombres de provecho, pues que debían ser de poco juicio y asiento, habían hecho casi el mismo recorrido que ella y, lo que son las cosas, tanta gente que había en torno a la fuente y ella no se había cruzado con casi nadie en su recorrido. Luego a un criado que procedía de la Provenza que pretendió contarle su itinerario a la menuda, pero ella no quiso, pues que Lioneta dormía en sus brazos, bien tapada con una toquilla no se fuera a resfriar, así que le señaló a la niña y lo despidió y sólo se quedó con que el hombre había sido alquilado por un comerciante, que estaba muy enfermo, al parecer, y que por cada día de camino había hecho una muesca en su bordón, pero que no sabía contar y, cuando le pidió que sumara, ella, a voleo, le dijo que treinta y dos porque se despertó Lioneta y tuvo gana de orinar, ocasión que aprovechó —lo que son las madres, que están en todo— para, acompañada de doña Crespina, llevar a Mahaut también y, de paso, ir ella, pues que le apremiaba y tal hicieron todas en una casa cercana, una de las muchas derruidas por Almanzor, que estaba llena de detritus, pero la necesidad apremia, y regresó con los pies otra vez sangrando, en carne viva.

Así las cosas, se dedicó a mirar en derredor por si aparecían sus capitanes, que ¿dó estaban?, ¿dó paraban?, ¿qué hacían tanto rato?, pero no aparecían no, y no podía enviar a las criadas en su busca no se fueran a perder por la ciudad, máxime porque no sabía dónde sus hombres le habrían encontrado albergue, ni a los soldados tampoco por no quedarse sin custodia, no fueran aquellas gentes que tan mansas parecían a tornarse en bravas por alguna nimiedad.

E hizo bien, porque, Jesús-María, de repente, se presentó en la fuente un sujeto que iba desnudo, a saber si por gusto o por mandado, gritando para hacerse notar:

—Voy desnudo, para mi vergüenza y de tal guisa cumplo mi penitencia…

Y todos los que esperaban para entrar en la iglesia de Santiago se quedaron atónitos, y eso que, al menos los bretones, habían visto a muchas gentes extrañas en el camino, y, claro los guardias de doña Poppa intervinieron y se lo llevaron lejos con lo cual la dama que iba de incógnito, pues que deseaba ser una peregrina más, dejó de ser desconocida. Bueno, dicho con precisión, no dejó de ser desconocida porque nadie había oíd hablar del condado de Conquereuil, pasó a ser condesa, y todos se arremolinaron en torno suyo, y sucedió que uno de aquellos sujetos que se acercaba demasiado, quizá queriendo ver más de cerca a Lioneta, fue detenido por Abdul, y que el tipo la emprendió contra el esclavo y sin que mediara palabra, le increpó:

—¡Negro!

Que debe ser la primera palabra que le viene a la boca a un blanco cuando quiere insultar a un hombre negro, y a las manos hubiera llegado el blanco a no ser porque los soldados bretones se lo llevaron gritando:

—¡Fuera de aquí, mastuerzo, no incomodes a la condesa de Conquereuil!

Y entonces, en aquella Babel, todos supieron, porque el linguajero tradujo, que doña Poppa era noble e hicieron fila para presentarle sus respetos y unos le fueron a besar la mano y otros a pedir limosna y otros, los que vendían, que eran peste, acudieron con más artículos: vieiras de bronce, diciendo que eran la enseña del señor Santiago; reliquias tales como un retalico de tela pasado por la tumba de San Pedro de Roma; alojamientos en la ciudad, con comida o sin comida, con cama o sin cama, y cuadras para las caballerías, y hasta un alberguero se ofreció a echar a los huéspedes que tenía para alojarla a ella y a su séquito, creído de que podría cobrarle más dinero, y menos mal que los vendedores desaparecieron al caer la noche, porque eran asaz cargantes. Cierto que, a los charlatanes, pues que por tal tomó a uno que fue a decirle que había visto el cuerpo del señor Santiago por un agujero que había en la lauda, y a otro que se jactó ante ella de que, por hacer mortificación, había besado a un leproso en la Pons Ferrata, seguramente a alguno de los que habían sido alejados por sus hombres cuando pasaron por allá, los despidió haciendo un gesto con la mano, y a otro que fue a comentarle que tanta roca, tanta montaña, tan malos caminos y tanto despoblado eran para escupir también, e ítem más, a otro que fue a pedirle, como si ella fuera una autoridad, que hiciera alguna cosa para que los ladrones que rondaban por el camino fueran excomulgados y la ruta de Saint Jacques se convirtiera en una vía de paz, pero era que las niñas se cansaban de estar en aquel lugar donde, dicho sea, no se podían mover, a más que no tenían qué comer y se quejaban de hambre.

Era que, como los bretones habían seguido el camino de los peregrinos y se habían ido enterando de lo que era menester hacer conforme pasaban las horas y se encontraban con que no sabían adónde ir y con que, después de estar tanto tiempo en la plaza de la fuente, no era oportuno perder el turno para entrar en la iglesia y ganar la indulgencia, tras hacer que las damas se aflojaran las faltriqueras, pues que a ella, siempre tan dadora y tan espléndida, no le quedaba un penique, envió a unos soldados a comprar para las niñas lo que encontraren en las tabernas; para las niñas, pues los demás habían de ayunar para comulgar cuando abrieran las puertas del recinto fortificado y pudieran entrar en la iglesia al amanecer, vive Dios, todavía al amanecer. Y, cuando regresaron los mandados con media hogaza de pan, a todos se les hizo la boca agua, pero sólo comieron las criaturas, además como si no hubieran comido nunca. Y, en viendo el hambre en hombres y mujeres, en sus servidores y en los extraños, entendió que lo mejor sería que don Pol fuera confesando a los de Conquereuil y, una vez cumplida la penitencia y, para pasar el rato, escuchar historias y tal hizo ser recibida en confesión y luego oír a los que querían hablarle, eso sí, cuando logró que sus dos hijas se durmieran a cielo raso.

E ilustrativas historias le contaron. A ver que, cuando se presentaron don Morvan y don Guirec, los hizo callar, en razón de que el narrador hablaba de que Santiago había sido uno de los tres Apóstoles preferidos de don Jesucristo, en virtud que, junto a Pedro y a Juan, había estado presente en la Transfiguración del Señor en el monte Tabor y en la agonía del monte de los Olivos y, amén de que, Jesús había dado poder a todos los Apóstoles para curar enfermedades y para expulsar a los demonios, y seguía con que era fama que Santiago gozaba de gran poder curativo, pues daba la vista a los ciegos, oído a los sordos, voz a los mudos y resucitaba a los muertos, a más de curar otras enfermedades, y continuaba el hombre:

—Sepa la señora que no utiliza purgantes ni jarabes ni emplastos o pociones, sino que lo hace por gracia de Dios, pues está sentado a la derecha del Padre, tal como le pidió Santa María Salomé, que fue su madre, a Jesucristo…

Y fue interrumpido el hombre por una dueña:

—Sepa la señora que cura paralíticos, lunáticos, coléricos, flemáticos, temblones, llagados, tullidos, sarnosos, disentéricos y hasta a gentes mordidas por sierpes o alacranes…

—A energúmenos y poseídos… —continuó el hombre con cierto enojo y mirando mal a la dueña.

Y fue en este momento, al terminar la enumeración, cuando doña Poppa, que no había oído mencionar a ninguno de los dos parlantes la palabra «enana», se entristeció, pero ella misma se consoló, pues si el Apóstol era capaz de devolver vida a los muertos, con mayor motivo y menos trabajo, le concedería la gracia de que Lioneta creciera un palmo y a ser posible dos.

Y le hubiera gustado recogerse en sí misma y empezar a pedir favor al señor Santiago, pero hubo de levantarse para escuchar a sus capitanes que, albriciados, le decían que, como no les había gustado la casa que habían apalabrado los hombres que habían enviado en busca de alojamiento, tras porfiar con la posadera, se habían recorrido la ciudad de punta a cabo, hasta que le habían conseguido albergue en el monasterio de San Pedro de Antealtares, situado a espaldas de la catedral, pagando eso sí, pero no gran cantidad, por aposentos, celdas mejor dicho, para los nobles con camas y plumazos, y por dos habitaciones con heno en el suelo para domésticos y soldados, una para mujeres y otra para hombres, una atendida por beatos y la otra por beatas, con la única condición de que la servidumbre abandonara la casa después del desayuno para que no alborotara y dejara a los freires practicar la vida monacal que acostumbraban, salvo que lloviera, que llovía mucho en la ciudad, a jarros las más de las veces, que entonces les permitirían resguardarse en el monasterio siempre que guardaran el silencio requerido.

—Vamos, señora, que tienes casa —anunció don Morvan.

—Las niñas dormirán en cama —afirmó don Guirec.

—No, no puedo. Al alba abrirán la puerta y todos lo que estamos aquí entraremos en la iglesia a ganar la indulgencia.

—Nuestro alojamiento está dentro del recinto, desde el convento podemos entrar solos, sin esta pobre gente…

—No son pobres, don Morvan, son peregrinos como nosotros… Yo soy una más, voy a actuar como una más y a hacer lo que ellos hagan… No voy a pedir favores a nadie… Entraré en la iglesia con vosotros y con los que visten harapos.

—Señora, ¿hay que comulgar para ganar la indulgencia?

—Hay que confesar y comulgar…

—Nosotros no podemos, hemos comido y bebido…

—Vendremos mañana, señora.

—Si quiere la señora nos llevamos a las niñas y a Abdul, que es musulmán y no puede entrar, él las acostará…

—No, no, mis hijas ganarán la indulgencia conmigo…

—Te vuelvo a decir, señora, que desde Antealtares podemos entrar…

—Lo he entendido, don Morvan.

—Acompañaremos a la señora hasta que salga de la iglesia con los perdones ganados.

Cuando los segundos gallos anunciaron el alba, los romeros se recogieron en sí mismos y guardaron silencio, por fin. Las damas de Conquereuil pudieron incluso cabecear, pero a doña Poppa le fue imposible cerrar los ojos en virtud de que le asaltó la duda de si sus hijas, que eran menores de edad y aún les faltaba mucho tiempo para recibir la Primera Comunión, podrían lograr la indulgencia porque, salvo el bautismo, no habían recibido los sacramentos de la Confirmación ni de la Confesión, los cuales eran necesarios, junto a la Eucaristía, para conseguirla y, claro, se le abrieron unos ojos como platos y no hizo más que pensar si las criaturas, después de tantas millas recorridas y tantos sufrimientos, habrían hecho el viaje en balde cuando, vive Dios, no se les presentaría otra ocasión en su vida para obtener el perdón de todos sus pecados. En realidad, de sus pecadillos, de sus pecados veniales pues que, a los ocho años de Mahaut y a los seis de Lioneta, casi siete, las faltas que hubieren podido cometer eran de escasa importancia, si bien, cuando reñían, que era todos los días, o casi todos, y vanas veces a lo largo de cada jornada, se incomodaban entre ellas con mala intención; se insultaban, llegaban a las manos e incluso se agarraban de los pelos con verdadera saña, como si fueran comadres, hasta deshacerse los moñetes y era menester separarlas, regañarlas y castigarlas de cara a la pared en un rincón, o sin postre o sin comprarles tal o cual. Y era que, a pesar de que hablaba consigo misma de la parvedad de las faltas que sus hijas hubieran podido cometer, que las cometían de eso no tenía duda, le venía a las mientes la escena de Lioneta corriendo como una flecha en pos de su señor padre, que haya Gloria, con los brazos levantados para propinarle un empujón, ya fuera en las corvas de las piernas o en los muslos, donde le diere que, maldita sea, le cogió desprevenido y, ay, mon Dieu, lo llevó a la muerte y, aunque hubiera deseado no tener tales pensamientos que le recordaban amargos momentos, no conseguía dejar de preguntarse lo que ya se había demandado de tiempo ha, si aquella mala acción de Lioneta, si aquella malísima acción de perniciosos resultados, la había hecho aposta o si fue un desdichado accidente y, aunque se aducía que para ganar la indulgencia no se hablaba de grandes o de chicos, no podía cerrar los ojos.

No obstante le vino bien tener los ojos muy abiertos, pues fue la primera de los romeros que vio cómo un sacerdote abría la puerta de la cerca, y con premura se secó con la mano las dos lágrimas que empezaban a caer por sus mejillas, y la tristeza de su rostro se tornó en gozo, en inmensa alegría, pues no en vano estaba a punto de culminar felizmente su larga peregrinación.