La condesa de Conquereuil acampó a la vista de las murallas de Astorga pero siquiera se apercibió de los destrozos que había en ellas debido a los ejércitos musulmanes sin duda, porque rodeó la cerca. Mientras, los sorprendidos pobladores contemplaban su inmenso cortejo desde las almenas y algunos hasta la llamaban desde la puerta y la invitaban a entrar y a hospedarse en el hospital de San Feliz. Pero no quiso y prefirió dormir a cielo abierto.
El único bretón que entró en la ciudad fue Loiz, el mayordomo, que fue con unas cuantas criadas a comprar fruta y verdura fresca. A ver, que la compaña estaba cansada de comer legumbre y así los soldados —los más quejicosos siempre— lo hacían saber a don Morvan, que no se lo decía a la señora pues la veía desmejorada, pálida de rostro y excitada, tanto que hacía un mundo por cualquier nimiedad mismamente, por ejemplo, cuando escondió el Beato. Que no deberían haberlo llevado con ellos, sino haberlo dejado en León bien encerrado en la Caja de hierro de la catedral y recogerlo al volver, pero doña Poppa, veleidosa como cualquier mujer, no quiso y se dedicó a buscar escondites, un difícil asunto pues que una comitiva en marcha dispone de muy pocos lugares donde guardar un libro además tan grande. No obstante, pensó en hacer un falso suelo o un falso techo en el nuevo carro condal, que no era nuevo como dicho va y, en las paradas, se llegaba a los carros de vituallas y decía de meterlo en un saco de harina o en uno de alubias, pero ella misma desechaba la ocurrencia previendo que se estropearía por la humedad, hasta que dio con el lugar. O tal creyó, porque colocó el estuche debajo de la imagen de Santa María, en el almario litúrgico de don Pol, como si fuera una peana, y no le importó que quedara la caja al aire cada vez que el preste lo abría para oficiar la misa, o para sacar la estola y confesar a los pecadores de la expedición o para administrar la extremaunción a dos cadáveres que encontraron cerca de una balsa donde bebieron y dieron agua a las bestias —con bastante reparo, dicho sea, pues que quizá estuviera emponzoñada y hubiera sido la causa de la muerte de aquellos peregrinos que enterraron cristianamente, pero no, no, que nadie padeció colerines.
No se detenían en ninguna parte y aceleraban la marcha, porque a la señora, otro tanto que a los demás, le corría prisa llegar a Compostela, postrarse ante el Apóstol, recibir la indulgencia y regresar a casa y era que no había modo, que cada poco había un río que pasar o una cuesta que subir. Talmente aquel día, en el que recorrían la tierra del Bierzo y enfrente tenían el monte Irago, y una empinada costana, otra, y otra vez las bestias, que andaban cada vez más cansinas, reducirían el ritmo durante la ascensión porque bien sabían si no por método racional, por su instinto natural, que después de una cuesta habría otra y otra, pese a que demasiado bien habían respondido desde que dejaran Conquereuil habiendo recorrido 800 o 900 millas, que hasta a don Morvan le resultaba imposible ajustar más la cuenta.
Y menos mal que los bretones, antes de llegar a la cima, observaron nítidamente un campanario, que pertenecía al monasterio de San Salvador de Monte Irago, donde hacían vida monacal y atendían un hospitalillo media docena de freires, y donde, al Señor sean dadas muchas gracias, comieron caliente. Pues sucedió que, al Señor sean dadas infinitas gracias, los monjes habían guisado un plato llamado «botillo», consistente en una morcilla de color rojo rellena con tripas gordas de cerdo, muy picadas y puestas muchas horas a cocer —para un banquete de bodas, pues que era propio de fiesta— y fue que la condesa, después de legua y media de cuesta arriba, decidió comprar todo el guisote que tuvieren y repartirlo entre su gente. Los monjes, tras darle la bienvenida y en viendo que les ofrecía una bolsa con dineros, consultaron con una mujer que se había unido al recibimiento y resultó ser la cocinera —que ellos no guisaban— y, como la recién venida dijo que lo vendieran, que ya cocinaría más botillo, que le daba tiempo pues era miércoles y la boda era el domingo, tal hicieron los conventuales y la mujer sirvió a los venidos que, después de aparcar los carros y soltar a las caballerías para que pastaran por allá, formaron fila con sus escudillas: una morcilla roja a cada uno con todo su ajo y su moje, que estaba para chuparse los dedos.
Tal le fueron a decir los bretones a la guisandera, incluso la condesa se acercó a ella con sus hijas y, claro, la dueña se quedó pasmada al ver a Lioneta y no pudo disimular un mal gesto. Pero, lo que son las cosas, lo que se diría después doña Poppa cuando, puesta en hablas con la mujer ésta le contó su vida, su mala vida, y aún la llevó a una casucha con techo de paja a ver a una niña que tenía, que era tonta, tontica de nacimiento y no sólo eso, deforme además y baldada, Pues andaba torcida, tenía un brazo con parálisis y, por si fuera poco babeaba de continuo y, en viéndola en toda su disminución, doña Poppa se adujo que la dicha mujer era la persona menos apropiada para extrañarse de la mala hechura de su naine. No obstante y por humanidad la escuchó atentamente decir:
—Los frailes, demostrando gran caridad, nos dieron cobijo a mi hija y a mí. A cambio yo les lavo la ropa y guiso para ellos y para los peregrinos, que este año son pocos, aunque empiezan a pasar unas gentes medio desnudas que se azotan las espaldas y van al Finisterre a esperar el Fin del Mundo…
—Lo sé, me los vengo encontrando.
—Verás, señora, yo soy una gran pecadora…
—¿Cómo es eso?
—Por eso me castigó Dios y parí una hija boba… No habla, gruñe como los perros, y eso que siempre tiene la boca abierta… Además y aunque ha cumplido veinte años no le crecen los pechos…
—No creo yo que el Señor castigue a los padres en los hijos. Lo de los hijos lo llevan los padres en su respectivas semillas… —Tal sostuvo doña Poppa y a punto estuvo de mentarle a don Pipino el Breve, pero lo dejó.
—Yo soy una arrepentida…
—Lo mejor que puedes ser, si hiciste acto de contrición, confesaste y cumpliste la penitencia, ya no tienes nada que purgar.
—Verá, la mi señora, es que una noche maté a mi marido con el hacha de cortar leña, mientras dormía…
—¡Qué horror!
—Entiende, señora…
—¡No, un homicidio nunca lo podré entender!
—Escúchame, por caridad…
—Dime.
—Mi marido y yo teníamos una taberna en Astorga… Él atendía el mostrador, yo guisaba y teníamos una moza que servía las mesas…
—No me digas más, me imagino el resto…
—Pues eso, señora, pues eso, y fue que una noche, estando yo empreñada, y mi marido y la moza yaciendo en la bodega donde guardaba el vino, bajé con sigilo y maté a hachazos a los dos.
—¿A los dos?
—Sí, señora, no iba a dejar una testigo. Y luego cavé una fosa y los enterré allí…
—¡Par Dieu…!, ¿cómo te llamas, mujer?
—Osoria, señora.
—¡Par Dieu, Osoria!
—Una furia me comía las entrañas, señora, y no la pude reprimir…
—Si yo te contara… Ea, que no quiero saber más… Confórmate con lo que te manda el Señor, como tratamos de hacer los demás.
—Luego anuncié al vecindario que mi marido se había largado con la criada y, presto, me vinieron remordimientos y no pude vivir en mi casa y le prendí fuego, y no me quemé con ella por la criatura que llevaba en mi vientre… Y ya ves, señora, traje al mundo este monstruo… Anduve como una arrastrada hasta que por estos montes encontré a un fraile que cuidada a un enfermo en una cueva y le pedí su bendición, y no sólo me la dio sino que rezó por mí mientras paría y luego me remitió a este monasterio donde sus compañeros me acogieron con mucha caridad…
—Bueno, pues ya han terminado tus penas…
—Sí, a los frailes les hago las faenas de limpieza y les friego los vajillos, pero muchos días oigo de día y de noche el aullido del lobo, que hay muchos entre las hayas y los pinos y me entra miedo pues cometí un pecado muy grande y tengo para mí que es el espíritu de mi marido, el de la moza no, y que me ronda… Además, tanto tiempo por acá y todavía no he ido a Compostela…
—Ah, me voy, toma estas monedas… —se despidió la condesa anticipándose a lo que la Osoria le iba a solicitar: que la llevara con ella en la expedición.
—Adiós, señora, pasado el poblado, debes dejar una piedra en la cruz de hierro que encontrarás… No lo olvides…
Tal advirtió la Osoria, pero la condesa no la oyó. Aunque no fue necesario, pues a la mañana siguiente, se lo dijeron los frailes al despedirla y agradecerle los dineros que les había dado, y aún le recomendaron que anduviera con cuidado porque se decía que a partir de la Pons Ferrata había peste y, aterrada como no podía ser de otra manera ante semejante amenaza, no se olvidó de la piedra, no, e instó a toda su gente a que dejara otra en la cruz de hierro, por si aquella costumbre les traía algún beneficio.
No hubiera entrado la señora en la Pons Ferrata, un lugarejo de cuatro casas, por lo que le habían anunciado los frailes sobre la peste. Si lo hizo fue porque no le quedó otro remedio en razón de que hubo de pasar dos ríos, uno, como se llamare y, otro, el Sil, éste por un puente de madera muy bien reforzado con travesaños de hierro, y fue que, salvo una pareja de leprosos que salieron a su encuentro con la mano extendida y que sus hombres se apresuraron a alejar arrojándoles piedras, lo que se hace con los leprosos en toda la tierra de Dios, halló las casas vacías y, mira, respiró aliviada, mientras sus camareras le servían el almuerzo en una amena arboleda.
Y siempre hacia el poniente, instalando el campamento para dormir y levantándolo para continuar la marcha, sin tener tiempo para admirar las estrellas; sin toparse con partidas de ladrones ni con estafadores ni con falsos confesores ni con tropas de juglares, pues que demostrado estaba que no había comercio, aunque, eso sí, siempre subiendo cuestas, a la vista de los montes del Cebrero —el último de los pasos difíciles, según don Morvan y donde comenzaba la tierra de la gens gallica, de los gallegos, dicho en lenguaje vulgar—, los peregrinos divisaron dos castillos muy juntos, muy cercanos entre ellos, cierto que, uno estaba a la diestra del camino y otro a la siniestra, lo que les llamó la atención. Mahaut asomando la cabeza por la ventanilla del carro condal, decía:
—Los castillos pertenecerán al mismo dueño.
—¿Cómo va tener un hombre una casa dividida en dos? —preguntaba Lioneta muy sesuda.
Doña Poppa, todavía impresionada por la niña boba del monte Irago y dando gracias al Señor porque su naine no fuera como ella, no respondía, pues que ya se encontrarían con lo que hubiera.
Y sí, sí, que, por prima y por la diestra, salió, a su paso, una partida de hombres armados y uniformados y, a poco, otra, por la siniestra, gritando lo mismo y todos a la par:
—¡Amicus, amicus…!
Don Morvan que ya había aprestado a los hombres para combatir, en un principio, creyó que ambos piquetes querrían cobrarles el castillaje pero, en viendo que decían ser amigos, envainó la espada y fuese a platicar con ellos. Y lo que entendió, vaya su merced a saber si lo comprendió bien, se lo comunicó a doña Poppa, que a saber si también lo comprendió bien:
—Señora, los hombres del castillo de la diestra, por mandato de su señor el conde de Autares, te invitan a descansar en su casa, y los hombres del castillo de la siniestra a holgar en la Suya por orden de su señor el conde Sarracín…
—Ea, no, agradéceselo a los dos y diles que llevamos esa. No puedo aceptar la invitación del uno y desairar al otro Ve, y sé muy cortés.
—Sí, señora.
Y mientras el capitán iba y volvía, las damas comentaban:
—Se ve que los dos condes se llevan a matar.
—Será que se disputan estas tierras.
—Tengo para mí, señora —dijo doña Crespina— que estas gentes no son soldados de tales condes, que son ladrones que nos quieren llevar a los castillos para desvalijarnos…
—Pues no sé, de cualquier manera no van a conseguirlo.
—Vea la señora, los castillos están dañados…
—Y se pelean por la posesión del puente… —intervino Lioneta.
Y sí, sí, porque regresó don Morvan y expuso:
—Los hombres de una vereda y otra mantienen la invitación, pero advierten que si no la aceptamos habremos de pagar dos pontazgos, y si nos detenemos en uno u otro castillo sólo uno…
—¿Cuántos son?
—Son diez.
—Carga contra ellos y espántalos. Advierte a nuestros hombres que no quiero muertes. Mientras cruzamos el río que nuestros soldados nos cubran, ¿entiendes?
—Sí, señora.
—Procede, pues.
Y mientras los soldados de caballería cargaban y desbarataban a los piquetes de ambos castillos manteniéndose vigilantes, los de infantería, empuñando sus lanzas, flanqueaban los carros que atravesaban el puente a paso vivo, pues que mejor alejarse de allí. Mejor dejar a aquellos condes con sus pendencias o a los presuntos ladrones sin un penique y seguir hacia la raya de la Galicia. O no, o no, talvez deberían haberse detenido primero en el uno y luego en el otro a comprar vituallas porque, a partir de aquel momento y hasta la cumbre del Cebrero, los peregrinos sólo encontraron monasterios abandonados, en los que lo único que pudieron hacer fue beber agua del pozo y, si era hora de descansar, detenerse a pasar la noche y cenar cada vez menos ración, pues que, a la vista estaba, las provisiones se acababan.
Mucho antes de que la expedición de Conquereuil coronara el puerto del Cebrero, los freires de Armilat, ligeros de equipaje, pues habían malvendido las mulas en León a un aprovechado tratante de ganado, llevaban tiempo pisándoles los talones, pero sin dejarse ver y sin que les siguieran los canes de Salamanca, quizá porque se habían quedado en la ciudad regia en razón de que allí había más comida, nada más fueran los desperdicios de la plaza del Mercado. Y es que habían hecho un plan y tenían previsto presentarse a la condesa franca cuando, agotados y hambrientos hombres y mulas, el gran cortejo se detuviera en la cima del monte, si es que llegaban antes del Fin del Mundo, pues llevaban un paso asaz lento.
Hablando del Fin del Mundo, en la ciudad de Astorga, en la alberguería de la casa obispal en concreto, donde se hospedaron y recibieron colación gratis, se enteraron los cordobeses de la proximidad del Fin de los Tiempos y de que, si Dios no ponía remedio, el 31 de diciembre habían de cumplirse las Sagradas Escrituras. Por boca de dos monjes que allí estaban Procedentes de San Martín de Tours, afamado monasterio de a lejana Francia, con los que platicaron largo, pues el negocio les interesó sobremanera. Y fue que los francos les hablaron del monje Dionisio:
—Dionisio, deseando hacer un bien universal, quiso conciliar todas las datas para que en la Francia no se contaran los años por el año de reinado del rey que sea ni en los países al sur de los Pirineos por la Era Hispánica, por poner unos ejemplos que nos atañen, y estableció, como inicio de la Era Cristiana, el año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, pretendiendo que todas las naciones fecharan sus diplomas a partir del Año Uno…
—No lo consiguió, es evidente.
—En al-Andalus se computa por la Hégira… Estamos en el año 378, fíjense sus mercedes.
—Con permiso de sus reverencias… La proposición de Dionisio no tuvo ningún éxito en su momento, pero en este año está teniendo grande repercusión y anda en boca de las gentes, tanto de las que han hecho el bien como de las que han hecho el mal…
—Corre la creencia de que en el Año Mil se acabará el mundo…
—Miles de penitentes se encaminan a Finisterre…
—Van con las espaldas al aire, azotándose como alunados y gritando…
—Perdonad, reverencias, ¿cómo regresáis a la Francia en vez de ir a Finisterre?
—Ah, don Walid ha dado con el meollo de la cuestión.
—¿Qué cuestión, hermano?
—Atended, señores, Dionisio se equivocó al hacer la cuenta. El año uno es el que nació el Señor, pero el año menos uno, no es el anterior, tal dijo, porque le faltó el año cero.
—¿Qué año cero?
—¿No venís, reverencias, de al-Andalus?
—El cero lo divulgaron los árabes, deberíais conocerlo.
—Y ellos utilizan lo que llaman «cifras», que son los números romanos, pero escritos de otra manera y sirven para lo mismo.
—Ah, nosotros en el convento continuamos con los números romanos.
—¿Entendéis lo que queremos decir?
—Pues no muy bien, la verdad.
—¿Unos frailes mozárabes no entienden esto del cero?
—Don Oliva, un monje de Ripoll, se cartea con nuestro abad y le pregunta sobre el asunto…
—Sepan sus mercedes que en Armilat vivimos aislados, que los libros que tenemos son antiguos y que no nos enteramos de lo que pasa en el exterior…
—Bueno, prior, no te enojes. Lo que queremos decirte es que, al faltar el año cero, el Fin del Mundo será el año que viene, no éste…
—Y que por eso volvemos a Tours en vez de ir a Finisterre.
—Vale, comprendido, y mucho mejor porque así tendremos más tiempo para prepararnos y limpiar nuestras almas —terminó don Walid.
Los francos y los cordobeses se despidieron en la puerta de la ciudad de Astorga y unos tiraron hacia León y otros hacia Compostela, éstos en pos de una condesa, cuyo nombre ignoraban, que había comprado un Beato.
Los bretones alcanzaron la cima del Cebrero sin aliento, entre otras cosas porque, al iniciar el ascenso del puerto, comenzó a llover a jarros y, a poco, las bestias empezaron a resbalar y las ruedas de los carros a hundirse en el barro y las mulas, que son tercas por su natura, a negarse a avanzar, y todos los hombres eran pocos para liberar una carreta que pesaba arrobas mil; a más que las capas aguaderas eran insuficientes y calaban; a más que se iban a mojar los pocos alimentos que les quedaban y que, Dios de los Cielos, hasta el carruaje de la condesa tenía goteras.
Así las cosas, tan calamitosas las cosas de la naturaleza en aquellos parajes, fue menester tomar determinaciones. Fue necesario desalojar a los viajeros de los carros y que echaran a andar pendiente arriba; trasportar sacos de un carro a otro para compensar las cargas; arreglar o cambiar una rueda acá y otra allá; arrear a las mulas, castigarlas y hasta hacerles cariños en el testuz para que dieran un paso; a más de matar al caballo de don Guirec que, mala suerte, se había roto una pata en un socavón y que, dada la circunstancia, no lo pudieron desollar ni trocear para comerlo; a más de perder dos carros, que hubieron de abandonar, pues que en aquella tarea de subir el Cebrero, los bretones emplearon una tarde entera y casi una noche y, claro, llegaron a la cima sin fuerza para tenerse en pie y mojados hasta los huesos.
La condesa y sus damas también lo pasaron muy mal. A ver, que doña Poppa se había apeado muy animosa del carruaje y había echado a andar la segunda, porque Lioneta se la adelantó corriendo además, al principio como ella solía correr, pero presto notó el repecho y, a poco, ya pedía a su madre que la llevara en brazos. Otro tanto que Mahaut, por no ser menos. Por no ser menos, no, que llevaban casi una hora cuesta arriba, las adultas sin resuello, pues cuánto más cansada iría la pobre criatura, y todas iban diciéndose: «Si lo sé no vengo» o «quién me mandaría a mí hacer este viaje», lo que se suele decir en las adversidades, o que doña Poppa hubiera podido elegir otro destino y las camareras haber puesto una excusa y no ir —como que les dolían las muelas, por ejemplo— y haberse quedado la mar de tranquilas en la villa de Conquereuil.
El caso es que caía la noche y que las damas, a las que se habían juntado varias criadas, seguían pendiente arriba. La condesa con su naine en brazos, que lo que son los niños o lo que es estar en los brazos de una madre, se le había dormido en el hombro y no podía cambiársela de un lado a otro; las otras turnándose a Mahaut, que lloraba porque también quería ir en brazos de su madre, y eso que Abdul y las criadas se la disputaban; doña Crespina, que era mujer entrada en años, agarrándose a doña Gerletta y trastabillándose las dos, al igual que las otras, pues caía tanta agua y tan recia que no se veía más allá de tres pies. Y era que no se trataba de un chaparrón ni de una tormenta, sino de lluvia que ni rezando amainaba.
—Parece la lluvia gorda de Bretaña.
—Esto no termina, señora.
—Mirad a los lados del monte por si veis alguna oquedad que nos pueda servir de refugio.
—No se ve nada, señora.
—Abdul, sube lo que puedas monte arriba, por si encuentras algo…
Y, en esto, oyeron el ladrido de un perro y, vive Dios, les pareció que se les aparecía la Virgen María. Aunque no, no, que era un bicho grande, un enorme mastín de los que suelen llevar los pastores para que los libren de los lobos, que se plantó en medio de la calzada y dejó de atronar el paraje para enseñarles los dientes, del modo que los canes los muestran antes de echarse al cuello de una fiera o a la pierna de un ser humano y, claro, los trece que iban, las mujeres en la calzada y el negro cuatro pies más arriba, se quedaron petrificados.
Perdonen los lectores, que no eran trece, eran catorce. Es que, como doña Poppa y su naine iban tan abrazadas que parecían una misma persona y, a más no se veía nada, la autora se ha confundido.
Decíamos que se quedaron petrificadas trece personas pero la decimocuarta, la pequeña Lioneta no, y fue precisamente la que amansó a la fiera. Pues se había despertado y, con aquella rapidez con que ella hacía cualquier cosa, se desprendió de los brazos de su señora madre y, ya en el suelo, corrió hacia el monstruo con los brazos extendidos y, mira, que el bicho al verla venir, abrió los ojos y torció la cabeza muy interesado por lo que se le acercaba y, vive Dios, que permitió que aquella cosa se abrazara a sus patas delanteras y, a poco, miró con dulzura a la cosa y empezó a lamerla, ante el espanto de las mujeres y del esclavo negro que presenciaban la escena. Aunque, lo que se dice ver no vieron nada, por el manto de agua que seguía cayendo del cielo, pero lo imaginaron, lo que en algunos momentos o en algunas situaciones, lo mismo es.
El caso es que, amigos Lioneta y el bicho, se acercó Mahaut y se hizo amiga de ambos y ya se aproximaron todos, y eso que no se habían quitado el susto y algunas criadas hasta se atrevieron a hacerle fiestas al animal y una, insensata donde no haya otra, se sacó de la faltriquera unas uvas pasas y se las entregó a las niñas para que se las dieran, provocando en las demás otro susto y grande, porque el can tenía unas fauces que parecían la boca del Infierno. Pero no, no, que no había de qué asustarse, que habían dado con un buen perro, con un excelente perro, sabio y conocedor del terreno por donde andaban, tres horas ya y sin noticia de los hombres que se habían quedado atrás luchando contra las mulas y los carros, y fue que la condesa dijo:
—¡Vamos!
Y el can inició la marcha con la mano de Mahaut en su lomo izquierdo y con la de Lioneta en su pata derecha y que, presto, se metió por un caminillo y doña Gerletta quiso ver una luz, pese a que la noche empezaba a señorearse del paisaje, y sí, sí, que la camarera atinó y vio el resplandor de una hoguera en una cueva y Mahaut a un hombre en la puerta. A un hombre que, al ver llegar tanta gente, se asustó y se entró en la covacha, que siquiera era una cueva que mereciera tal nombre, sino un cubicular de ganado, de ovejas en concreto que, como si sintieran la presencia del lobo o de la raposa, se sobresaltaron también y empezaron a balar con desespero.
Para cuando el hombre salió a la puerta con un cuchillo cabritero en una mano y una antorcha en la otra, las mujeres ya gritaban:
—¡Somos gente de paz!
—¡Paso franco a la señora condesa de Conquereuil!
—¡Sólo queremos cobijarnos en la cueva, llueve a cántaros!
—¡Déjanos entrar por el Señor Jesucristo!
—¡Por la Virgen María!
—¡Por Santiago Apóstol!
—Haz caridad, buen hombre…
El hombre cuando vio a tantas mujeres y a una niña, las dejó entrar, pues era viejo y ni con el cuchillo en la mano podía con todas ellas ni menos con una de ellas que era de piel negra y muy fornida, amén de que entraron con ímpetu, como si la cueva fuera suya y una de ellas mandando además:
—Salud, buen hombre, ¿tienes mantas? ¡Dánoslas!
—¡Oh, señora, venimos caladas hasta los huesos, las capas aguaderas y los sombreros están mal embreados!
—Crespina, está cayendo el diluvio universal. ¡Buen hombre, esas mantas…!
—Señora —enseguida la llamó señora—, tengo dos mantas, aquí están…
—Gerletta, desnuda a las niñas y pónselas…
—Señora, están muy pringosas y tendrán garrapatas.
—No es momento de gazmoñerías. Pónselas, van a un pasmo. Buen hombre, ¿qué les pasa a esas ovejas?
—Señora, están espantadas, si no callan sus mercedes van a morir de miedo, creen que ha entrado el lobo… ¿Las su merced cómo tiemblan y se aprietan unas contra otras?
—¡Silencio todas, hablad bajo…! Y tú, buen hombre, temas que si se muere alguna te la pagaré con creces…
—La señora condesa de Conquereuil te pagará todo el rebaño si es menester…
—¿Cuánto falta para llegar a la cima?
—Andando como van sus mercedes una hora…
—¿Eres el amo de este rebaño?
—No, soy el pastor, la dueña es la Lupa.
—¿Quién es la Lupa?
—La posadera que vive arriba…
—¿Hay una posada arriba?
—Sí, señora.
—Mi gente, mi mucha gente, viene detrás… Nos vendrá bien una posada… ¡Echa leña al fuego, venimos muy mojadas! Ay, que no debo gritar… Crespina, ¿dónde está mi naine, no la veo?
—Con el perro, señora, se han acomodado los dos en aquel rincón.
—Di a todas que pasaremos la noche aquí… Y a Abdul que se siente al lado de Lioneta y que no la pierda de vista, y al hombre pregúntale si tiene algo para comer…
—Dice que tiene un queso y un pan.
—Que te lo dé y repártelo…
Las peregrinas pasaron la noche en una majada, muy prietas con las ovejas pero, mira, recibiendo su calor. Al día siguiente, sin haberse secado las ropas, sin desayunar y pese a que seguía diluviando, se despidieron del pastor y le dieron unos dineros, y del perro también se despidieron haciéndole mil carantoñas y Lioneta le dio decenas de besos.
En la calzada, los hombres de Conquereuil se albriciaron mucho cuando respondieron a sus voces, pues que, una vez superado el puerto y dejados los carros en la cima del Cebrero, tras ímprobos esfuerzos, habían vuelto a caballo en busca de las mujeres, pero era que la lluvia seguía cayendo pertinaz y borraba cualquier huella, y que no las encontraban, hasta que, loores a Dios, aparecieron sanas y salvas por un caminillo. Al verlas, los capitanes se holgaron los que más y se acercaron a socorrerlas, a la condesa y a sus hijas las primeras, y les cedieron sus caballos. Unos desconocidos, cuatro hombres para ser exactos, que iban chorreando pues siquiera llevaban capas aguaderas, también dieron muestra de grande alegría cuando don Morvan se los presentó a doña Poppa:
—Señora, tengo el honor de presentarte a don Walid, el prior del monasterio de Armilat y a sus tres frailes.
—Bien hallados, señores frailes.
—Debe saber la condesa que nos han ayudado en la subida del puerto y que han sido los primeros en arrimar el hombro.
—Gracias, señores. Don Morvan, tengo entendido que arriba hay una casa…
—Sí, la mi señora, la casa de doña Lupa.
—Andando pues.
—¡Avante! —gritó don Morvan.
—Disculpe el señor prior, luego platicaremos —se excusó la condesa mientras don Walid le daba estribo, le entregaba a Lioneta y sentaba a la grupa a Mahaut.
—Tiempo tendremos, condesa.
Si estaba la señora Lupa entre las mujeres que sostuvieron a sus hijas mientras ella se apeaba del caballo, doña Poppa nunca lo supo, pues que llegaba extenuada, pidiendo cama otro tanto que sus hijas que se dormían en los brazos de unas mujeres muy bien aviadas, que más parecían damas, aunque no lo eran, tal se adujo la condesa sin saber por qué. Y es que le vino justo para admirarse del recargado lujo de la habitación que le dieron, que más parecía la de un rey, y para decirse que elegante no era, al menos para su gusto, mientras se desnudaba y doña Crespina hacía otro tanto con las niñas, les obligaba a orinar en la bacinilla y les deseaba buenas noches, que ya eran buenos días, avisándoles de que dormiría con doña Gerletta en la habitación contigua. Y de nada más tuvo tiempo, pues que apagó la candela y se durmió al momento en un enorme lecho, para despertarse pasado el mediodía cuando rebulleron sus hijas y entró su mayordoma a abrir las ventanas. Cierto que, hubo de despabilar enseguida, pues que apareció una dueña, que más parecía una reina, llevándole el desayuno, que era ya la merienda, en una bandeja con patas, sin duda doña Lupa —de la que le había hablado don Morvan—, de la Lupa —que le había mentado el pastor— y, como le sonreía, hubo de corresponderle, a la par que le pedía a doña Crespina un jubón para cubrirse los pechos, pues que, como todo hijo de vecino, había dormido desnuda y, ya tapada, se incorporó y se dejó mimar por aquella dueña, que depositó la bandeja sobre un arcón, le ahuecó las almohadas y colocó la bandeja sobre la cama. Mimar, que aquello era mimar, que ni en Conquereuil tomaba semejantes desayunos, pues que había un buen cuenco de vino caliente, otro de leche de cabra, huevos revueltos, rebanadas de pan tostado, miel y mermeladas de varios sabores.
—Soy Lupa, señora condesa.
—Lo sé, me hablaron de ti mi capitán y tu pastor. ¿Sigue lloviendo?
—Es un diluvio, señora… La condesa me honra con su presencia…
—Esta casa no parece una peregrinería, ¿es una posada?
—Sí, señora.
—Se sale de lo que he visto. Tienes mucho lujo…
—Tengo aposentos para nobles y habitaciones comunes para peregrinos.
—Ayer hube de guarecerme en un aprisco… Comparar esta habitación con él es como haber pasado de la época de las cavernas al año en que vivimos… ¿Cómo puede ser?
—Me casé con un hombre de Compostela muy rico y enviudé…
—Ah, yo también soy viuda y madre de dos hijas, la pequeña es enana… Voy al Apóstol a pedirle favor y a redimir mis pecados… Vengo de muy lejos en un viaje que parece no tener fin…
—Ya falta menos, de aquí a Sarria diez leguas…
—Cuando llegue a Compostela no me lo voy a creer… ¿Tienes hijos?
—No, la mi señora… Quiero decirte, condesa, que aquí, en este yermo, no estamos solas mis criadas y yo, que viven dos ermitaños muy santos, un hombre y una mujer que ya estaban cuando yo vine y me instalé…
—¿Lo dices por mi naine? ¿Dónde están?
—Sales, señora, por la puerta de la casa y, al otro lado de la calzada, hay una cruz, un cruceiro, como se dice por aquí, y andando unos pasos…
—Iré, te lo agradezco, Lupa. Ea, Crespina que me voy a vestir…
—Espere la señora que he mandado calentar agua para que se bañe. Voy a ver.
—Ve, Lupa, ve.
—Señora.
—Dime, Crespina.
—Doña Poppa, tengo para mí que esta casa no es una posada…
—¿Por qué lo dices?
—Los hospitales suelen estar en los monasterios o regentados por una beata… La Lupa no es una beata…
—Me ha dicho que es viuda, que se casó con un hombre muy rico… ¿Qué piensas, pues?
—Creo que estamos en un burdel, que la Lupa es la «abadesa» y que sus criadas son hembras fornicarias…
—¡Jesús bendito!
—¿No ha visto la señora qué lujos?
—¿Cómo lo puedes saber si no has salido de esta habitación?
—Lo sé, señora, antes de despertarte he ido a la letrina… Y he visto a los hombres tomando refrigerio con ellas en torno a unas mesas… Como hace frío hasta habían encendido la chimenea del comedor…
—¿Y qué has hecho?
—Irme, para no ver.
—¿Estás segura, Crespina?
—Si miento que me muera ahora mismo…
—Vuelve a ver. Me arreglaré yo sola…
—He enviado a doña Gerletta, no puede tardar. Lo que se demora es el agua para tu baño, señora.
—Oye, ese prior, el de Córdoba, ¿quién es?
—No sé, también nos lo dirá doña Gerletta.
Entró Lupa con una tina de agua caliente y dijo:
—La condesa tiene el baño preparado… Entre su merced, el agua está tibia…
—¡Oh, qué placer…! Te pagaré bien, Lupa…
—Gracias, señora.
—Oye, una pregunta quiero hacerte.
—Diga la señora.
—En Burgos me topé con un muchacho llamado Mínimo que tenía la peculiaridad de caminar hacia atrás y ver lo que tenía a la espalda… Decía que iba en busca de su pasado y que por eso andaba contra natura… Me dijo una mujer en León que va del Cebrero a Burgos y vuelve en un viaje interminable… ¿Lo conoces?
—Sí, señora. Cuando se presenta aquí, llama a mi aldaba, me saluda, le doy refresco en cuanto llega y luego vianda y, en invierno, lo meto en la cama conmigo, no para hacer nada, sencillamente para darle calor…
—¿Dónde estoy, Lupa?
—En una casa de contentamiento, condesa.
—Ya me parecía, tanto lujo…
—Si la señora no gusta de la casa ni de la cama ni del baño, puede largarse enhorabuena…
—¡Calla, descarada, cómo te atreves a hablar así a la condesa de Conquereuil…!
—Perdone la señora, perdóneme…
—No me iré porque llueve mucho… Tú y tus chicas, al menos a mi vista, os comportaréis como si fuerais monjas… ¿Lo has entendido?
—Sí, señora.
—Pues, eso. Supongo que todo lo que me has contado del marido rico es mentira.
—Sí, condesa, esta casa la he levantado yo con mi esfuerzo…
—Con tu esfuerzo y algo más.
—Debió haber aquí un convento o un gran edificio. Cuando yo llegué estaba en ruinas y sólo quedaban las paredes, entonces salí a la estrada con un ramo de romero en la mano y me ofrecí a los peregrinos y, poco a poco, ya ve la señora… Ahora me viene gente de Lugo, pero no crea la condesa que me llevó su tiempo crearme fama, además estuve años yendo de acá para allá con una carreta, yo llevando las riendas y con mis chicas dentro, deteniéndome donde tenía clientes fijos… Pero, llegó un momento en el que me sentí vieja, cumpliré cincuenta en enero, y decidí instalarme aquí porque es lugar de mucho paso.
—¡Qué cosas, Lupa!
—La vida, condesa, hay que ganarse la vida… De todas formas, señora, hago todo el bien que puedo: recojo a mozas descarriadas, doy de comer a los eremitas, pese a que son los peores enemigos que tengo, le doy vianda y calor a ese Mínimo, y, mantengo a mis chicas, que viven vida regalada y, de lo que gano, envío limosna a la iglesia de Santiago…
—¿Y Almanzor ha pasado por aquí?
—Él personalmente no, pero sus tropas sí. No nos han hecho mal, y a nosotras lo mismo nos da moros que cristianos.
—Te condenarás, Lupa. Te recomiendo que ahora que eres vieja, dejes la mala vida, vayas a Compostela a buscar la indulgencia y te retires.
—Soy una pecadora, sí, pero doy mucho consuelo a los peregrinos que suben el Cebrero… Llegan siendo unos y salen otros tras practicar el gracioso contentamiento…
—Nunca entenderé a los hombres ni a las mujeres del común a muchos.
—Los hombres descargan sus humores en razón de que fueron creados por Dios así. Las mujeres nos ganamos el sustento, pero no crea su señoría que nuestra vida es fácil… Aparte de que los clientes llegan sucios y malolientes, muchos se presentan sin una moneda y sin nada que trocar por el servicio y, pese a ello, nos exigen lo que no pagan y arman bulla y hasta nos pegan y nos matan. Además, muchos de ellos traen el mal gálico y nos lo contagian, y a nosotras nos salen bubas, que nos producen mucha calentura y la muerte…
—¿Y de Mínimo, qué sabes?
—Nada, lo mismo que la condesa, que va y viene, pero nunca me ha contado nada porque lo olvida todo al momento… ¿No lo observó la señora?
—Sí, pero me hubiera gustado hacer algo por él.
—A los alunados es mejor dejarlos.
—¿Sigue lloviendo?
—A mares.
—Lo digo porque quiero ir a los eremitas, para que nos bendigan a mis hijas y a mí.
—Tienen mucha parroquia, a veces más que yo… Cuando yo vine ya estaban establecidos, el hombre vive en una cueva con un crucifijo por toda compañía y la mujer en una casa de ladrillo sin puerta y con un ventanillo… Algunos dicen que fueron matrimonio y otros que fueron fraile y monja, respectivamente, y que primero vino él y luego ella a vivir retirados del mundo… Y, cuando me establecí, sin haberles hecho nada, me consideraron su enemiga, la reencarnación de Satanás o la Eva tentadora, pero en lo más duro del invierno bien que aceptan mi comida… No crea su merced que me dan mucho trabajo, pues he de ocuparme de ellos y, cuando hay una vara de nieve y no se puede transitar, llamarles y si no me contestan ir a ver si viven y llevarles un cuenco de sopa y un braserillo a la monja, que el fraile se las apaña mejor, pues busca leña y enciende una hoguera en la cueva, además, sale al camino a pedir limosna… ^ay quien asegura que a la enladrillada le llevan alimento los cuervos, pero yo no lo he visto y eso que llevo quince años aquí, creo que la alimenta el santón con lo que le sobra…
—En cuanto amaine el temporal, iré. En el entretanto permaneceré en esta habitación, sin saber qué sucede fuera y, cuando me vaya, te pagaré… Sé que debería marcharme desafiando la tempestad y que no debería hablar contigo, pero estoy en tierra ajena y, además, no puedo cambiar el mundo… No obstante, te ruego, fíjate doña Poppa rogando a una perdida, que tus meretrices guarden compostura y que lo que hagan sea de tapado y con discreción.
—Así lo hacemos, señora… Tú misma, antes de saber mi oficio, me has tomado por una dama y a mis rameras por criadas.
—¿Quién podía imaginar que en estas soledades hubiera una casa de lenocinio y tan próspera además?
La borrasca fue remitiendo en el Cebrero y, al tercer día de estancia en casa de la Lupa, se hizo un claro en el cielo. Doña Poppa no salió de su habitación y empleó el tiempo durmiendo o, al amor del fuego de la chimenea, jugando con sus hijas y el esclavo negro y hasta a las escondecucas jugó, pues no quiso que las criaturas anduvieran por la casa y vieran lo que no era de ver. Cierto también que, de tanto en tanto enviaba a sus camareras para que le informaran de qué hacían sus hombres y, presto, sabía los nombres de las chicas de la Lupa, o al menos de algunas de ellas, pues que le decían que la Minga, la Oria y la Nana habían salido del comedor de la mano con el Tal o el Cual y que, antes, se habían estado besuqueando a la vista de todos; que los capitanes, como si no fueran capitanes, estaban entre la tropa chanceando y riendo y, a veces y por la mojadina, tosiendo con ellos.