Capítulo 17

Los frailes de Armilat, que se habían quitado el hambre comiendo cerdo hasta quedar ahítos, avistaron una torre cuadrada en la lejanía y, como sabían adónde iban y habían hecho sus cálculos, le pusieron nombre: la torre del monasterio de San Salvador de Tábara, pero como no habían sido capaces de borrar el dolor que albergaban en sus sensibles corazones, entre otras razones porque habían encontrado las ciudades de Salamanca y Zamora devastadas y no se habían cruzado con persona alguna por el camino que les informara de tal o de cual, frenaron la marcha y anduvieron al paso, a más recogidos en sí mismos y temerosos de que sus más negros presentimientos se cumplieran.

Así fue, pues que antes de descabalgar, ya advirtieron que en el cenobio, al igual que en las poblaciones antes mencionadas, todo era ruina y que no había un atisbo de vida. Erraron sí, porque una jauría de perros sueltos salió a recibirles pero, en cuanto a lo que ellos pensaban, a que no había persona viva, no se confundieron, no y, enojados, qué enojados, rabiosos, porque habían hecho el viaje en balde como ya se venían temiendo, desenvainaron los alfanjes y la emprendieron contra los canes que les ladraban como si estuvieran posesos y les enseñaban los dientes incluso antes de que los bichos les atacaran e hicieron una carnicería, no para descargar la ira que llevaban en sus corazones, no, para salvarse de un peligro, de otro, de los varios que llevaban superados en su largo recorrido. Y ya descabalgaron y, sudorosos, pues que apretaba otra vez la calor, anduvieron por allí para, como les había sucedido en ocasiones anteriores, encontrar cráneos y huesos y, en la iglesia, lápidas, entre ellas la de don Arancisclo, el primer abad, pero ningún resto del santo hombre, pues que su tumba, como otras muchas, vive Dios, vive Dios, había sido profanada por los sarracenos. Y, en aquel disparate, despropósito, dislate, error y grande horror, quisieron subir a la torre, lo único que quedaba en pie, al parecer, donde suponían habría estado el afamado escritorio del convento, pero no pudieron pues que la escalera estaba derruida también… Isa se ofreció a subir si le ayudaban y, naturalmente, los demás se dispusieron a ello, entonces el joven se encaramó a los hombros de Hissam y consiguió agarrarse al suelo del piso, a un travesaño, dicho con exactitud, que se tambaleaba, dicho sea también, y con pericia, como si lo hubiera hecho siempre o como si fuera un gato, trepó por él y ya encontró losa y respiró hondo. Luego fue informando a los de abajo de lo que veía:

—Sí, esto era el escritorio, pero en los anaqueles no hay nada, salvo polvo, están vacíos… Se ve que los moros se llevaron todo… Hay mesas y atriles, botecillos con restos de pintura y saquetes con pigmentos para hacer colores. También hay tinteros, todos secos… Ah, aquí he encontrado un tarro, tiene un cálamo y un pincel…

—Échalos, Isa.

—Y baja pronto…

—Rápido que cruje el suelo.

—Ahí van, cogedlos…

—Ya está.

—¡Baja, por Dios!

—¿Qué hago, salto?

—¡Salta, Yusef y yo te pararemos el golpe…!

—¡Allá voy, y que Dios perdone mis pecados!

Y, ay, que saltó Isa y se torció un pie. Y hubo más, pues cayó sobre la espalda de Hissam y éste dio de pechos en el suelo y se golpeó con un cascote que le hizo una brecha en la frente, ay. Y, tras quejarse uno y otro, ambos convinieron en que iban de desgracia en desgracia y en que, desde que dejaran la mansión de Galisteo, no les había sucedido nada bueno, salvo lo de comerse el cerdo. Y en aquella situación tan dolorosa para Isa e Hissam y tan triste para Yusef, don Walid, inmisericorde como buen prior, aún azuzaba:

—¡Parecéis mujeres, niñas lloronas…!

Y otras lindezas les dijo, pero luego, ya fuera de la iglesia, les curó y a uno le lavó la herida de la frente que, para lo que podía haber sido, no era nada, salvo aparatosa, y se la vendó haciendo tiras un jubón, lo mismo que hizo con el pie del otro que se lo fajó muy prieto.

Hecho lo hecho, el superior les dio aguardiente a beber y los dejó descansar. Y él volvió a la iglesia y anduvo leyendo los nombres de las laudas de las tumbas todas profanadas y, mira, fue que, a un lado, encontró nombres de varones: Arancisclo, Oduario, Sisebuto, Magio, Emeterio, Sénior, etcétera y al otro de mujeres: Ende, Adosinda, Alvita, Elvira, Urraca, etcétera, descansen todos en la paz de Dios, y dedujo que el monasterio debía haber sido dúplice, es decir, de hombres y de mujeres, cada comunidad al mando de su abad y de su abadesa, respectivamente, y con casas separadas y, pese a que aquel asunto no le resultaba desconocido en virtud de que había oído hablar de ello, no le cupo en la cabeza cómo hombres y mujeres podían vivir juntos la vida contemplativa y le dio por pensar qué sucedería en Armilat si tal cosa ocurriera, pero presto se adujo que nunca se daría, pues que en toda al-Andalus las musulmanas no hacían vida en común con los hombres, salvo un día al año, el de la fiesta de Ansara, y monjas cristianas no había.

Y contemplando la ruina, pisando piedras y cascotes, a más de huesos de tanto en tanto y mirando al suelo para no trompicarse, abandonó lo que quedaba de la iglesia, se sentó en una piedra, alzó los ojos al cielo y preguntó:

—¿Y ahora qué, Dios mío, qué? ¿Qué debe hacer tu desdichado siervo, el último de todos…?

Y sin obtener respuesta, se dirigió donde estaban los suyos, se bebió un trago de aguardiente y se dispuso a hacer lo que hacían los demás: sestear un rato.

A los monjes los despertaron los canes que les venían siguiendo desde Salamanca a lengüetadas que, a la vista estaba, todos salían juntos, pero los bichos se quedaban atrás cuando los hombres iniciaban la cabalgada y luego los encontraban, como venía sucediendo varias veces ya. Más de uno buen susto se llevó, pues que los animales llevaban las fauces llenas de sangre sin duda por haber comido perro y, aunque eran podencos, les parecieron lobos, que ya se sabe las bestias no saben distinguir pero, la verdad, aquellas muestras de cariño les vinieron bien. Pues que los tres jóvenes no pusieron inconveniente a la propuesta del prior, qué propuesta, orden, orden, que decía:

—No puedo volver fracasado al convento. He decidido continuar hasta León, que es sede episcopal, y tratar de comprar allí el Beato… Si no lo consigo pondré mi cabeza a disposición de nuestro abad…

Y los muchachos, que eran hombres sin rencor, le respondieron:

—Exageras, don Walid, si no se ha podido comprar el libro, no se ha podido comprar…

—No pasa nada, no rodarán cabezas.

—Le contaremos al abad lo de las tierras despobladas, lo de las ciudades y monasterios arrasados…

—Le entregaremos el cálamo y el pincel, y le diremos que es lo único que había en San Salvador de Tábara.

—Por cierto, ¿dó están?

—Los llevo yo en mi talego —aclaró Yusef.

—De paso y si don Walid lo tiene a bien, podemos llegarnos a Compostela para alcanzar la indulgencia…

—Ya puestos. Ya que estamos aquí…

—De Zamora a León, cuatro días, como nos hemos desviado, en día y medio estamos en la capital.

—¡Ea, avante, pues!

Así las cosas y conformes todos, hombres, caballerías y perros, tornaron a la estrada pública y, tras almorzar, en un lugar donde confluían tres ríos, unas truchas que Yusef consiguió arrancar de las aguas con sus propias manos, tan abundantes eran, tras admirar la feracidad de aquellas tierras, que sembradas de hortalizas o de trigo, podrían dar cinco por uno y bien atendidas hasta diez por uno, siguieron un letrero que indicaba: a Legio, anduvieron unas millas más e hicieron noche a la vista de la ciudad de León y a la vera de una ermita que se llamaba Nuestra Señora del Camino.

Al día siguiente, don Walid, de acuerdo con el santero que la guardaba, celebró misa en la dicha y los otros la oyeron y comulgaron, lo que les vino bien, pues que llevaban muchos días sin poder hacerlo, ya que no se atrevieron a salir de Armilat con un hostiario en sus talegos no se los fueran a revisar los soldados del califa. Así que, muy reconfortados por el sacramento, entraron en la ciudad regia por la puerta del poniente y abonaron el portazgo.

En la calle de la Rúa encontraron un hueco entre las muchas gentes que se habían reunido para despedir a quien fuere y se detuvieron a ver pasar una compaña muy grande, de a lo menos 200 hombres o si no 150 que, precedida de un estandarte, abandonaba la urbe y, admirados de tanta pompa y boato, de tantos soldados y de tantos carros, preguntaron a los vecinos dónde estaba el hospital de Santa María de Regla y allá se encaminaron a pedir asilo.

Doña Poppa, con su innumerable séquito, salió de la ciudad regia la víspera de la Virgen de Agosto, después de dejar limosna en Santa María y en San Juan Bautista para que rezaran misas por su difunto marido, y en el monasterio de San Salvador, donde visitó la sepultura de la abadesa doña Elvira, que fuera nieta de la reina Toda de Pamplona y que, junto a doña Andregoto de don Galán, la había acompañado en su viaje a Córdoba. Y allí las monjas le insistieron en que Lioneta tocara las reliquias del Santo Niño Pelayo, honra y gloria de la casa, pues que era muy milagroso, y ofrecimiento que la dama aceptó agradecida, por si el Santo Niño le hacía favor y crecía medio dedo que fuera.

Después de abonar el Beato al obispo Sampiro, mejor dicho, de llegar a un acuerdo con el susodicho, de hacer un troque con él, vamos. En razón de que en la antevíspera del viaje había llamado a don Morvan que, a más de mil otras cosas, venía siendo el ecónomo de la expedición, y le pidió le llevara a su aposento las arcas de los dineros. Y, Jesús bendito, de las dos suyas, una estaba vacía y en la otra quedaban tres libras de plata, aunque las de la duquesa de la Bretaña permanecían aherrojadas y enteras. Las abrieron, por supuesto, separaron el oro de la plata y contaron las monedas haciendo montones pero, ojo y antes de terminar, ya se apercibieron de que el contenido no sumaba la cifra de 10.000 dinares ni por asomo, y se disgustaron todos. La que más la condesa, dado que, salvo aquel gasto extraordinario que había hecho en Burgos con vistas al futuro matrimonio de Mahaut y un tantico más que se excedió, que todo hay que decirlo, para ella no se había comprado un dulce ni un puñado de almendras y, es más, hasta se había ido desprendiendo de sus joyas, pues que no había previsto llevar regalos para las altas damas que encontrare en el camino.

Doña Poppa, llevándose las manos a la cabeza y pidiendo auxilio con la mirada a sus caballeros y a sus camareras, expresó:

—Habrá que encontrar una solución…

Y fue que uno a uno, hombres y mujeres, le entregaron sus bolsas y se las dejaron a sus pies. Don Morvan volvió a hacer montones con ellas, y dijo:

—Lo que tenemos equivaldrá a unos 4.000 o 5.000 dinares… Advierto a la señora que hemos de llegar a Compostela y regresar a Conquereuil…

—He sido demasiado dadivosa, pródiga incluso… ¿Qué podemos hacer?, decidme, por caridad…

—Lo primero, la mi señora, no comprar el libro —aconsejó don Morvan.

—¡Ah, no, no puedo desatender la manda de mi señora…!

—Señora —apuntó doña Crespina—, la duquesa no tiene por qué saber que has tenido el libro en tus manos y que lo has apalabrado.

—Eso, señora, le dices que no había, que no lo encontraste y amén… Además, le hablas de las guerras de Almanzor y del terror que siembra por doquiera, y se quedará conforme —intervino doña Gerletta.

—No, no, además cómo voy a quedar con el obispo y qué dirá la reina Elvira… ¡Ah, qué sofoco, mis sales, alcánzame el pomo, Crespina…!

—¡Téngase la señora, cálmese!

—Podemos pedir prestado a los judíos o a don Fróila, el obispo.

—El obispo no tiene un penique, está obrando en la catedral.

—Se lo dejamos a deber a don Sampiro…

—Le dices, señora, que has hecho corto con los dineros y le juras que se los remitirás cuando regreses a Conquereuil.

—No aceptará, querrá guardarme el libro en el arca de hierro…

—¡Pues lo dejamos y lo recogemos al regresar, iremos más despreocupados!

—No, no. ¿Quién le asegura al obispo que volveré? ¡Ay, qué tristeza…!

—Si la señora jura es suficiente.

—Y si me muero, ¿qué?

—Madre, no digas eso… —intervino Mahaut.

—Quién sabe, madre, quizá encontremos un tesoro en el camino —aventuró Lioneta.

—Señora…

—Dime, don Guirec.

—¿Qué te parecería reducir el cortejo? Somos 124, dejarlo en 50, les pagamos la soldada a 74 y que vuelvan a casa. Así no habrá que darles de comer…

—Nosotros ya somos 8, ¿adónde va una condesa con 66 sirvientes?

—Entre criados y soldados…

—¿Quién nos defenderá de Almanzor?

—Además, no puedo portarme mal con mi gente.

—Algunos no son tú gente, son mercenarios, y la necesidad obliga.

—Yo apunto otra posibilidad…

—¿Cuál, don Morvan?

—Vender el carro condal…

—¿Mi carro?

—Sí, la reina lo mira mucho y el obispo más… Imagínate a don Sampiro entrando en Astorga en ese carruaje, será la envidia de los obispos de Iria, de Oviedo, de León y aun de los de Mérida y Córdoba… Si me das licencia le planteo el negocio: el carro a cambio del Beato, y lo acepta o se queda con el libro. ¿Qué me respondes, señora?

—Me encuentro en una situación muy apurada… Ve, don Morvan, dile la verdad que he hecho corto con los dineros y proponle el cambio… Yo se lo contaré a la reina para que se entere por mí… ¡Ah, qué trabajos me manda el Señor…!

Pese a que, al día siguiente, el obispo don Sampiro aceptó el trueque la mar de contento, pues que, según el capitán, llamó al carro condal, «carro triunfal» y, al momento, dijo de quitarle las ruedas e instalarlo en su iglesia para guardar las buenas reliquias que tenía, la condesa anduvo muy contrariada, y eso que le dio un ardite que el clérigo regateara y consiguiera sumar al negocio el tiro de cuatro mulas que arrastraban el vehículo, con sus arneses además.

A ver que, al yantar, le tuvo que comentar a la reina que iba muy justa de dineros y pasó un mal trago, aunque, es de señalar que, doña Elvira no le dio la menor importancia al asunto. Es más, le comentó que a todos los peregrinos les sucedía lo mismo cuando arribaban a León, que se habían gastado todo lo que llevaban o que se lo habían robado los ladrones, y que llegaban sin un mendrugo que llevarse a la boca, pero añadió, seguido, que se saciaban en el hospital de Santa María, donde les daban un cuartillo de vino, una hogaza de pan y una escudilla con berza y garbanzos por persona y día, a más de lecho, a expensas del obispo y de ella, a mitades. Y aún continuó que con los flagelantes, que acaso habían pasado por la ciudad tres mil hombres ya, también venían haciendo otro tanto…

—Los flagelantes, esos que van a Finisterre para redimir sus culpas en busca de la postrimera salvación…

—Se azotan y se destrozan las espaldas, ¿por qué?

—No sé, no ha mucho comentando este asunto con don Sampiro me dijo que se trata de una fiebre que ha movido las conciencias, de un furor que ha entrado a los cristianos y que vienen mil gentes de todas las naciones para estar presentes en el Finisterre el último día de este año… Dicen que ese día se acabará el mundo y aparecerá don Jesucristo sobre una nube rodeado de legiones de ángeles y que, después de muchos terrores, tendrá lugar el Juicio Final y los justos entrarán en el Valle de Josafat y los malos en el Infierno para siempre jamás…

—Ya he visto que gritan: «¡Mil y no más…!».

—Van a casa de doña Uzea, al castillo-faro… ¡Pobre Uzea…!

—Ah, vuestra pariente…

—Mi hijastra, sí… Por aquí la llaman la señora del Fin del Mundo… Vive en un castillo, una de cuyas torres es el faro que levantaron los antiguos romanos… Me voy a retirar, condesa, tengo media jaqueca… Mañana desayunaré contigo y te despediré.

—Que descanse la señora, yo también me voy a preparar los baúles…

—Si necesitas dineros, algunos puedo darte…

—No, tengo, habiendo hecho el trueque, tengo. Gracias, no obstante, señora.

A la caída de la tarde, llenos los baúles y cargados algunos en los carros para aligerar, doña Poppa buscó en su azafate la cinta que llevaba y midió a su naine, comprobando que no había crecido un ápice. Y fue que, aunque no esperaba un rápido milagro del Niño Pelayo, en virtud de que los Santos suelen hacerse de rogar, una nueva contrariedad vino a sumarse al sofoco que le había producido carecer de dineros y verse obligada a desprenderse del carro condal para comprar un libro, un solo libro, eso sí, bello como ninguno, por cumplir el encargo de su señora natural; o talvez fue que, como estaba muy regalada en León y en la grata compañía de la reina Elvira, le dio pereza tornar al camino, el caso es que aquella noche, la última que dormía en la ciudad regia, tuvo un mal sueño.

Soñó que estaba en un jardín desconocido, que no destacaba precisamente por sus verduras ni por sus céspedes ni porque estuviera bien cuidado, y sentada en un poyete, cátedra o escabel, que tampoco llegó a saberlo y que, a su derecha, había una casa de tres alturas con ventanas y, en el alféizar de la más lejana, una mujer que, Señor Jesús, se arrojó por ella y, lo que los sueños son, no se mató al caer, sino que se levantó, se quitó el polvo y se entró en la escuálida vegetación del lugar hasta que ella, doña Poppa, que no había acudido en su auxilio ni se había sobresaltado por tan inusitado proceder, la perdió d vista posiblemente porque dejó de mirarla y, es que, al momento y por la misma ventana, se tiró al vacío un hombre, que tampoco se descalabró e hizo lo mismo que la dueña: limpiar se el polvo de la túnica y componerse el cabello, aunque, es de decir, que éste, antes de seguir a la mujer, se le acercó, inclino la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos y torciendo el cuello, como algunos pobres engendros miran a las gentes y algo le dijo, algo le preguntó o le planteó o quizá la invitó a irse con él, pero ella, le dijera lo que le dijera o le propusiera lo que le propusiera, rehusó. Algo, no recordaba qué, aunque seguramente lo mismo que una venerable anciana, de cabello cano y ralo y ojos inexpresivos, que se le presentó por la derecha, que todo en aquel jardín venía de la derecha, al parecer, que le acercó su huesuda mano para que se fuera con ella y el personaje que estaba sentado, que era ella, aceptó y, por suerte o por desgracia, el sueño terminó… Por suerte, porque aquella vieja bien podía haber sido la Muerte y, de haber continuado el sueño, habérsela llevado de este mundo, cuando ella, Poppa, no podía permitirse el lujo de morirse mientras sus hijas fueran tan chicas. O, por desgracia, pues se despertó en el momento en que sus camareras abrían las ventanas del aposento y empezaban a trastear para continuar viaje a Compostela, que más parecía ser un viaje al infinito. Por ello, por el jaleo que sus damas y sus hijas organizaron no pudo detenerse a pensar quiénes eran la mujer, el hombre y la vieja, ni si serían hombres o ángeles, aunque no trajeran alas, ni por qué, par Dieu, dos de ellos se habían tirado por la ventana ni de dónde había venido la vieja, ni tampoco pudo consultar con el agorador de la reina regente, que posiblemente tendría uno, para que le interpretara el sueño, un sueño que no había sido bueno ni malo aunque sí ciento por ciento desconcertante. No pudo, pues hubo de desayunarse y tuvo que revisar los baúles.

Además, a última hora, hubo de prestar atención a don Morvan que se presentó en sus aposentos para anunciarle que la tropa estaba formada y que le había dispuesto un carruaje, el mejor de los que llevaban. El viejo carro de la madre de don Robert, descansen los dos en paz, que había permanecido durante mucho tiempo en las cuadras del castillo de Conquereuil sin utilizar y lo había mandado limpiar para sumarlo a la expedición y, aunque estaba la pintura muy decolorada, aún se distinguía el escudo condal en las puertecillas, y que iría cómoda, pues que había trasladado los cojines del bueno al malo, del carro bueno al no tan malo, pues que había quedado muy digno.

E ido don Morvan, hubo de atender a la mayordoma de la reina que, carihoyosa, le comunicaba que su señora padecía grande jaqueca, la misma que se le presentaba una vez al mes más o menos, sin duda a causa de los muchos problemas que había en el reino, y que le enviaba parabienes, pues no podía despedirla, dado que habría de permanecer al menos tres días, tres, en su habitación, tendida en el lecho, sufriendo terribles dolores y con los postigos de la ventanas cerrados para que no entrara un rayo de luz y le dañara al seso o la vista, lo que fuere, mientras ellas le ponían paños mojados en la frente, y le daba a beber un cocimiento, en frío, de diente de león y corteza de sauce a pequeños sorbos, y el barbero le aplicaba sanguijuelas en las sienes para quitarle la sangre gorda y combatir su mucho dolor. La condesa se mostró apenada y, a través de la camarera, le deseó a la reina una pronta recuperación a la par que le agradeció lo mucho que la había honrado y le prometió encomendarla al señor Santiago. La mayordoma se inclinó y se despidió enhorabuena, porque Lioneta ya le estaba tirando de la saya e indicándole que don Guirec quería hablar con ella, y era que el capitán le venía a comunicar que Mínimo, el tipo que caminaba hacia atrás, había desaparecido y le preguntaba qué hacía si mandaba unos hombres para que lo buscaran por toda la ciudad o si se despreocupaba de él.

—Déjalo ir —le respondió la condesa.

Y fue que escuchó aquellas hablas una de las criadas leonesas, una de las fregonas, una de las que habían de limpiar los aposentos cuando estuvieren desalojados y que, insensata, pues que en una conversación de nobles no interviene una sirvienta, dijo:

—No se preocupen sus mercedes por este Mínimo, que es un alunado que va y viene… De aquí se llega al monte Cebrero, donde termina el reino de León y empieza el de la Galicia, y torna a Burgos. Va y vuelve en un viaje interminable…

—¡Ah! —se extrañó la condesa y, aunque le hubiera gustado escuchar más, no quiso demorarse. Repartió unas monedas entre la servidumbre del palacio y, precedida de sus hijas y seguida de sus damas, se encaminó a la puerta principal del palacio donde la esperaba el rey Alfonso para despedirla.

Doña Poppa se arrodilló y otro tanto hicieron las niñas. El pequeño correspondió, se comportó como si fuera adulto, las alzó y les dio las manos con calor, a la que más a Mahaut, pero se dejó besar por Lioneta que le llenó de babas, y aceptó de grado trasmitir a su augusta madre los buenos deseos de la dama para su pronta recuperación.

—Este niño será un gran rey, tal promete —expresó la condesa apenas se acomodó en el carruaje y sus camareras asintieron, mientras trataban de encontrar sitio para acomodar la caja del Beato.

—No he visto niña tan bella como Mahaut —comentó, por su parte, el pequeño a su aya cuando la comitiva de Conquereuil se perdía de vista.

Y ésta le respondió:

—¡Ah, picaruelo, tan chico y ya fijándote en las mujeres…! Vamos, que te espera el dómine para enseñarte a leer, y a ver en qué piensas, si en las letras o en la niña.

La compaña de doña Poppa, como va dicho, dejó León el día de la Virgen de Agosto más o menos a la hora nona y, ella, aunque no llevaba muy buena gana, hizo esfuerzo y alzó a mano para saludar a los vecinos que parecían guardarle la carrera y, por supuesto, no se fijó en cuatro hombres que, venidos de la lejana ciudad de Córdoba, contemplaban con la boca abierta el paso de su inmenso cortejo.

Como era jornada festiva, la expedición se detuvo en la pequeña iglesia de Santa María del Camino, donde don Pol ofició misa y, tras gritar lo de «Adjuve, Deo, adjuve, Sancti Jacobe», los bretones tornaron a la calzada pública.

Los hombres iban albriciados, pues que habían andado por la ciudad regia lo que habían querido y, vaciando sus bolsas, habían ocupado las tabernas y paseado por la plaza del Mercado comprando tal o cual y muchos hasta se habían desahogado en un burdel que había extramuros, en la vía que lleva a Oviedo. Había cesado el viento y, pronto, volvería a hacer calor, con lo que se quitarían el frío y algunos hasta curarían el resfriado que llevaban, pero doña Poppa no iba contenta, no, iba triste.

A ver, que había tenido que desprenderse de su magnífico carruaje, el que le había regalado su buen marido para que ella, después de la ceremonia de bodas, recorriera la población montada en él, al son de gaitas y siempre aclamada por la vecindad que se apiñaba en las calles, y todo por un encargo, ciento por ciento imprevisible, que le había hecho su señora, la duquesa de la Bretaña, a la que no podía desairar no fuera a enfadarse y a enzurizar a su marido y éste le quitara el feudo, no a ella, que tenía cada vez más asumido que, a su regreso, entraría en un convento con Lioneta, crecida o como estaba, eso sí, ya con un dedo más de altura de los que medía en casa, pero sí a Mahaut, que presto sería condesa de Conquereuil y señora de Dinard, dos señoríos que, de siempre, habían suscitado la envidia de los condes vecinos, como conocido es.

A ver, que por no tener suficientes dineros y, pese a que había salido perdidosa, había pasado vergüenza al verse obligada a proponer un trueque al obispo Sampiro, que, mira, como era cronista, podría escribir sobre el hecho y que su nombre quedara para siempre mancillado y hasta que la llamara «la condesa pobre» o «la peregrina pobre» o «la pobre bretona», lo que se le ocurriere, después de todo.

A ver, que había desaparecido aquel Mínimo, hombre extraño donde no haya otro que, mira, le había suscitado compasión y por eso lo había salvado de una muerte certera, pues que lo había librado de la ira de judíos y peregrinos, ya casi moribundo, y había conseguido que se restableciera y hasta le predijo que llegaría sana y salva a Compostela. Esto, aunque simpleza, la había aliviado sobremanera e incluso había empezado a tomar cariño a aquel ser tan desvalido, seguramente porque Lioneta también lo era. Y, a ver si, cuando llegara al Cebrero, no se le olvidaba preguntar a los habitadores por aquel Mínimo que, de ser cierto lo dicho por la criada, podrían darle noticias de él.

Y quizá Mínimo tuviera arte en interpretar sueños y ella había tenido uno que, por el pronto, no sabía si era bueno o malo ni si, pasado un tiempo, el que fuere, le traería ventura o desventura… Un sueño del que había sido protagonista junto a unos desconocidos que, contra cualquier razón, se arrojaban por una ventana, daban de cabeza en la tierra, se levantaban como si nada y se iban a donde se fueren, y que no eran seres infernales pues no causaban espanto, pero angelicales tampoco eran pues no apetecía marcharse con ellos, y tampoco con la vieja a la que le había preguntado, como muy bien recordaba: «¿Ahora me toca a mí?» y, recibiendo respuesta afirmativa, aunque hizo ademán de seguirla, no sabía si se había ido con ella o no se había ido, por lo que se dijo arriba, porque irrumpieron sus damas en la habitación y su sueño se terminó.

A ver, que iban demasiado apretadas en aquel carro y que no había dónde colocar el Beato, aquella joya que siquiera había tenido tiempo de mirar, pero que era menester guardar como oro en paño pues, a más de pagar su valor intrínseco, había abonado por él un alto precio sentimental, nada más y nada menos que un precioso carruaje: el regalo de bodas de su bienamado don Robert, que Gloria haya.

Hubiera pensado en todo lo antedicho y más si sus hijas y sus camareras se lo hubieran permitido y en alguno de los puntos, en el sueño sobre todo, rememorando, hasta hubiera podido alcanzar alguna luz pero, mira, que les había dado más parlera que otras veces y no la dejaban estar. Y las niñas hablaban de cuánto habían jugado con Alfonso, que si a las prendas y a los dados, y con un caballo de madera que tenía y con una espada de madera también con la que había matado centenares, millares de moros, y decía Mahaut:

—Madre, me quiero casar con don Alfonso.

—Yo también —declaraba Lioneta, muy seria ella—, además, quiero vivir en esta tierra donde hace tanto sol.

Y, cuando sus hijas terminaban con aquella matraca, las damas empezaban a hablar de Mínimo y a dolerse de lo que sería de él, yendo solo por las veredas, dependiendo de la bondad o de la maldad de los caminantes para echarse un bocado al estómago y, además, andando al revés. O seguían con el asunto del libro, molestas, pues que ocupaba mucho espacio y no se podían ni cantear, y decían que era menester buscarle acomodo y discutían si meterlo en un baúl o hacer un suelo o un techo o una pared excusada en el nuevo carro condal.

Así con tantas cosas en la mollera, doña Poppa no halló tranquilidad hasta que se hizo el silencio en el campamento que los bretones habían levantado a orillas del río Órbigo para pasar la noche y, acompañada de sus hijas, caminó hasta puente de tablas, y allí, las tres contemplaron las estrellas y como en otras ocasiones, cada una encontró la suya y la de su padre o marido, las señaló con el dedo y, contentas, porque los astros seguían peregrinando con ellas, se fueron a acostar.

Los cordobeses solicitaron albergue en el hospital de la catedral de León y, como era temprano, lo consiguieron sin dificultades porque los que habían pasado allí la noche anterior ya se habían ido y los que dormirían en la siguiente aún no habían llegado.

Los que regentaban el lugar no sólo les dieron cama, sino también una escudilla de garbanzos con berza, un buen trozo de abadejo y un cuartillo de vino a cada uno que, es de decir, agradecieron sobremanera, pues, desde que se hartaron de cerdo, habían pasado muchas horas y venían con los estómagos vacíos, como si ayunaran, vaya.

Apenas sentados en unas mesas corridas y con la cuchara a la mano, ya hablaban con los hombres que les atendían y les informaban de que eran monjes mozárabes, procedentes del convento de Armilat, situado en las serranías de Córdoba, la capital de al-Andalus y, al primer vaso de vino, ya les decían a los hospitaleros, fueran canónigos o simples empleados, que habían viajado hasta León para comprar un libro, un Beato en concreto, y solicitaban información a los dos hombres que se habían sentado con ellos y también empinaban el vaso.

—Nosotros no sabemos, tendréis que consultar con don Fróila, el obispo.

—Vive enfrente, saliendo enfrente, en la casa obispal.

—Ah, ea, escancien más vino sus mercedes, que dejaremos buena limosna.

—Venga que, como no hay nadie y el obispo no se ha de iterar, invitamos a otra ronda.

—Gracias, hermanos.

—¡Qué bien se está aquí!

—Se respira libertad… Sepan sus mercedes que en Armillat no podemos salir del convento y que para hacerlo hemos de pedir salvoconducto…

—Íbamos a San Salvador de Tábara y sólo encontramos ruina…

—Por esas tierras todo es muerte…

—Frailes de la Escalada, de Tábara y de otros monasterios se refugiaron en León.

—¿Después de comprar el Beato, van sus reverencias a Compostela?

—No, de momento no, hemos de regresar cuanto antes, nuestro señor abad es viejo y le corre prisa tener el libro en sus manos.

—Quizá volvamos, como ya conocemos el camino…

—¿Pueden creerse sus mercedes que las gentes nos han tomado por moros durante todo el recorrido?

—¿Llevaban sus señorías turbante?

—Claro, e íbamos vestidos de blanco, los musulmanes visten de tal color en verano. Además, todos los cristianos de al-Andalus hablamos muy bien el árabe.

—Las gentes de las mozarabías cada vez lo hablan peor, don Walid, tal se dice…

—¿Y allí los moros os dejan ir a misa y recibir los sacramentos?

—Sí, aunque a veces nos persiguen… Tenemos muchos mártires.

—¿Dónde podremos comprar ropa hecha? Con lo que llevamos no nos podemos presentar al obispo…

—En la plaza del Mercado. Volviendo por donde habéis venido, y a la siniestra. Ya veréis gente…

—¿Hay baños en la ciudad?

—De paso, encontraréis la casa de baños…

—Ah, pues entraremos.

—También necesitamos una cuadra para guardar los caballos…

—De paso, también hay una, y es de un hombre honrado que les dará avena y no os engañará en la medida.

—¿Cómo se llama el rey de estos reinos?

—Alfonso. Es un niño de cinco años, doña Elvira, su madre, es la regente, el pequeño es el quinto de tal nombre.

—¿Por dónde anda Almanzor?

—Por la parte de Burgos, poco ha que derrotó a los cristianos.

—Hemos visto una gran compaña, ¿de quién era?

—De una condesa de la Francia… Va a Compostela.

—Lleva una niña enana que da grima verla, pues parece una rata.

—¿Cuántos días podemos estar en este hospital?

—Dos noches.

—Ea, pues, que tenemos que hacer muchas cosas.

—Con Dios, señores.

—Con Dios.

De camino hacia la plaza del Mercado y sin echar un rezo en la catedral, los mozárabes dejaron caballos y mulas en un establo y pagaron para que les dieran de comer. Encontraron la casa de baños, pero no entraron pues que mejor antes comprar ropa para tirar la que llevaban, y tal hicieron, adquirir unas túnicas de color pardo, que eran casualmente las que llevaban los peregrinos, y hasta repusieron los zurrones, pues que los llevaban perdidos de polvo y agujereados. Luego anduvieron entre los tenderetes y, Dios los perdone, como nunca habían visto tanta cosa junta y tan variada, se les fueron los ojos detrás de unas espadas de filo recto, que debían ser las propias de por allí, pero acostumbrados al alfanje, después de tocarlas, las dejaron, y continuaron hasta toparse con unos puestos de dulces donde no se resistieron y compraron unas roscas fritas, que les supieron a gloria y siquiera se enteraron de que por lo que pagaron por una docena, la muy ladrona de la rosquillera, les hubiera tenido que dar media gruesa, y más allá bebieron aloja y zarzaparrilla, que se les juntó con el vino que habían ingerido en el hospital y, muy alegres, anduvieron por los puestos, eso sí, causando expectación, dado que de los pocos peregrinos que pasaban aquel año por la ciudad regia, los yentes ya se habían echado al camino y los vinientes no habían llegado todavía pues que lo harían por la tarde —el tiempo que, saliendo al amanecer, tardaban en recorrer una etapa—. Y eso, que los miraban hombres y mujeres, diciéndose que peregrinos no eran ni flagelantes tampoco, aunque por lo sucios que iban podían ser cualquier cosa, y preguntándose qué oficio tendrían aquellos hombres.

Tal se hablaba por el mercado cuando los de Armilat se detuvieron a escuchar a un ciego que cantaba una canción sobre un franco, sobre un don Carlomagno que había sido emperador y que, llamado por el señor Santiago había entrado en las Hispanias para liberar el sepulcro del susodicho de manos paganas y había recorrido con su poderoso ejército el camino que con el tiempo se llamaría el Iter Sancti Jacobi, que precisamente pasaba por León, aunque por aquel entonces siquiera existía la ciudad, para encontrar el sepulcro del Apóstol en Compostela y, con el botín conseguido en sus campañas, levantarle un altar muy ornado de oro y plata, y hasta se llegó al mar de la Galicia para tomar posesión de toda la tierra. Y, mira que, sin hacer caso a los ojos de las gentes, les resulto entretenida la historia de aquel Carlomagno del que no habían oído hablar y, claro, para saber más y como era muy interesante, se pararon un poco más allá con una juglara que, acompañada de un tañedor de viola, cantaba del mismo otro negocio bien distinto, pues que con armoniosa voz sostenía que muchos años atrás un dicho Sulayman, gobernador de Sarakusta, descontento con el emir de al-Andalus, se encaminó a la Francia y se alió con don Carlos y le instó a que interviniera en las Hispanias prometiéndole que le entregaría la ciudad del Ebro; que tentado el emperador por tan fabulosa presa, atravesó los Alpes Pirineos con un poderosísimo ejército, recibió homenaje de los caudillos vascos y se presentó en la ciudad de Pamplona, para luego seguir a Osea y ya bajar a Sarakusta, donde halló las puertas cerradas y, dentro, al traidor del Sulayman que no las quería abrir. Entonces puso sitio a la ciudad, pero, llamado por otros negocios de la Germania, hubo de levantarlo y volver a los sus reinos, hecho que aprovecharon moros y vascones para seguir al ejército imperial con sus tropas respectivas y sorprender a la retaguardia en el paso de Roncesvalles, infligiéndole una gran derrota en la que murieron los doce pares de la Francia, entre ellos el gran Roland, duque de la Bretaña.

Y lo que la autora dice en este momento: mejor que, cuando doña Poppa anduvo por el mercado de León, no escuchara las canciones del ciego y de la juglara, pues que su mente todavía se hubiera confundido más con estas dos nuevas versiones de la historia del emperador que corrían por la ciudad regia y, sin más, sigue con la narración:

Bañados, vestidos con ropa nueva y recortadas sus barbas, los frailes se encaminaron a la casa obispal. Don Walid, nombrándose, pidió audiencia a don Fróila y, cuando éste se la concedió, dejó a sus hermanos en la calle y entró solo.

—Parabienes, señor prior —lo recibió el obispo dándole su anillo a besar.

—El señor abad de Armilat te saluda, don Fróila, y yo, don Walid, el prior, te pido me bendigas…

In nomine Patri et Filii et Spirita Sancti, ego benedico te…

Amen.

—¿Qué te trae por aquí?

—Verás, ilustrísima, mi señor, el abad, me envía a comprar un Beato.

—¿Un Beato? ¿Es que todo el mundo quiere comprar un Beato?

—No entiendo, ilustrísima.

—Hace nada, dos o tres días, la condesa franca compró uno…

—¿La peregrina? ¿La que iba con mucha gente? Me crucé con ella…

—Ésa, sí.

—¿Y qué, señor?

—Que se lo compró al obispo Sampiro. Yo no tengo libros… Los libros se vendían en los monasterios, en San Miguel de la Escalada, en San Salvador de Tábara, pero ya no, Almanzor los ha arruinado… Los que tiene el cabildo de esta catedral no están en venta, son para el culto. Además, Beatos no tenemos…

—Vengo de Córdoba, del convento de Armilat…

—Sé de la existencia del cenobio y tengo noticia del obispo don Recemundo, que residió allí…

—Por orden de mi abad, Dios le dé muchos años de vida, he recorrido la vía de la Plata, sufrido calor y frío, sobre todo calor, el ataque de unos salteadores de caminos y W tristeza de ver el monasterio de San Salvador de Tábara destruido y abandonado, ¿puedes indicarme adónde o a quién dirigirme?

—Trata de hablar con don Sampiro. Es el obispo de Astorga pero todavía no ha tomado posesión de su sede y reside en la casa de los canónigos, que está pareja y se comunica con este edificio… En cuanto a lo que dices de Tábara, el que más lo siente soy yo pues, aparte de tantas muertes, tanto miedo y tanta desgracia que producen las razzias de Almanzor, mi homónimo, el primer obispo de León, fundó el cenobio junto al abad Arancisclo…

—Encontré su tumba profanada.

—Diríase que la ira de Dios ha caído sobre nosotros… —expresó el prelado llevándose las manos a la cabeza.

—Eso parece, sí. Con la venia, voy a ver si puedo hablar con el señor Sampiro.

—Mi secretario te acompañará, aunque te recuerdo que acaba de vender uno a la condesa peregrina y que, además, hay muy pocos…

—Queda con Dios, don Fróila.

—Adiós, prior.

Don Walid salió del despacho del obispo tentándose la cajita de marfil que llevaba colgada del cuello, la que le diera el traficante de reliquias de la mansión de Galisteo, aquel muladí llamado Ornar, de la que, dicho sea, tampoco había hablado a sus frailes y, ante don Sampiro, que lo recibió amablemente, volvió a empezar con lo del convento de Armilat, la manda de su superior, el viaje, los peligros, la desolación de ciudades enteras, etcétera, y terminó también con que quería comprar un Beato.

El clérigo levantó las manos en un gesto de impotencia y le dijo:

—Prior, si hubieras llegado una semana antes, te hubiera Podido vender uno copiado e ilustrado en San Salvador de Tábara y nada menos que por el fraile Emeterio y por la monja Ende… Una joya donde no haya otra, pero se lo acaba de llevar una condesa franca… Si quieres una Biblia o un Evangeliario tengo y muy buenos…

—No, no, mi superior desea un Beato.

—Lo siento, hermano.

—¿Adónde, a quién me puedo dirigir?

—Por estas tierras a ninguna parte, todo es ruina.

—Lo he visto con mis propios ojos, he estado en San Salvador. ¿Acaso a las Asturias de Oviedo o a Compostela?

—Las reliquias, el oro, la plata, las joyas y los libros preciosos que se han salvado del azote de Almanzor, los han guardado clérigos y legos, y hasta que no terminen las guerras no los sacarán de sus escondites… Has llegado tarde y en momento muy inoportuno… En estas tierras, mantener la vida es un logro… Vuélvete a Córdoba, da razón a tu abad y llévale mi invitación para trasladar a toda la comunidad para acá, cuando muera Almanzor vamos a necesitar muchos brazos para rehacer lo deshecho.

—Quede con Dios el señor Sampiro.

—Vaya con Dios el señor prior.

Ya en la calle, don Walid expresó a sus frailes:

—No hay. En esta ciudad no hay Beatos, hay dos obispos pero ninguno tiene, el único que había lo acaba de comprar una condesa franca…

—¿La del cortejo?

—La misma.

—Quizá lo quiera vender.

—No creo, ha de ser muy rica.

—Sí, con tanta gente que lleva…

—Ya le dijimos al abad que no era el momento, que todo era guerra por aquí.

—¿Entonces hemos de volver a casa con las manos vacías?

—Por el momento, hijos, consultaremos con la almohada —respondió el prior.

A la mañana siguiente, los frailes, tras recibir la bazofia y comérsela con deleite, volvieron a platicar con los legos que servían en el albergue de la catedral. Don Walid se lamentó:

—No hay ningún Beato en la ciudad. Había uno, pero lo compró la condesa franca…

—Prior, la condesa quizá desee venderlo…

—¿Por qué? ¿No lo acaba de adquirir?

—No lo ha comprado con dinero contante y sonante, ha hecho un trueque con don Sampiro…

—¿Cómo?

—Ha cambiado un carruaje muy bueno que llevaba, por el libro. Anda escasa de dineros.

—Asómate a la puerta y verás qué vehículo…

—Ya lo vi ayer y me llamó la atención.

—El obispo va a mandar que le pinten sus armas.

—Que quiten el escudo de la franca y pongan el suyo.

—Con ese carro triunfal, que no lo tiene el rey de León, Sampiro entrará en Astorga. Eso se diz…

—La franca compró vituallas, pero a buen seguro que, como lleva tanta gente, se le acabarán presto…

—Lleva más de cien hombres…

—Necesitará dinero para comprar más, máxime porque los campesinos abusan con los precios por todo el camino…

—En el Cebrero ya no tendrá qué comer…

—Allí será un buen lugar para que se presente su merced a la dueña y le ofrezca oro a cambio del libro…

—O quizá antes, en la Pons Ferrata…

—Salió de aquí con varios carros cargados de sacos de harina y de legumbres, pero tanta gente come mucho.

—¿Qué dices, don Walid? —preguntó Isa.

—No sé, lo pensaremos. Hoy, hermanos, hemos de vender las pieles que traemos… Señores, decidnos de algún pellejero.

—Pregunta por un tal Osmundo, en las tenerías que hay en el río. Saliendo de aquí tomas hacia la diestra.

—¿Habéis oído, hijos?: la condesa franca no tiene un dirham —afirmó el prior al abandonar el hospital.

—¿Y qué, señor?

—Que talvez podamos hacer negocio con ella.

—No sé, padre Walid, comida no le podemos llevar…

—Las pieles las vamos a vender.

—¿Va a querer las mulas?

—Si vamos a vender las pieles, deberíamos vender las mulas, iríamos más deprisa.

—Talvez podría el prior insistir con el obispo.

—Veremos, veremos, los mis hijos.