Capítulo 16

Del puente del río Esla al del Curueño, los jacobitas de la Bretaña anduvieron apriesa y mucho más desde que avistaron el Torio, pues que corría muy cerca de las murallas de León y las bestias, como si tuvieran prisa también, llevaron un paso largo, sentado y conveniente, sin duda deseosas de dormir en establo, otro tanto que los hombres que, albriciados y vestidos con ropa limpia y con los colores de Conquereuil, ansiaban descansar en cama blanda, en la capital del reino que, ya a lo lejos, prometía mil felicidades.

Los vigías de la puerta del Oriente se alborotaron al ver llegar semejante cortejo y, aunque quienes fueren no venían en disposición de presentar batalla y pudiera tratarse del séquito de algún personaje muy principal, asonaron las trompas por si acaso y, a poco, todas la campanas de la ciudad llamaron a rebato, con lo cual multitud de gentes abandonaron sus quehaceres y algunas, en su precipitación, hasta dejaron abiertas las puertas de sus tiendas, y con las armas a la mano: lanzas, espadas, hachas, garrotes, cada uno con lo que tema, a más de miedo en el corazón, subieron a las almenas a ver lo que venía. Pero, al constatar con sus ojos que se acercaba una cruz y un estandarte, seguidos de hombres a caballo y de decenas de carros y carretas, respiraron aliviados, porque el moro no era y una procesión de flagelantes camino del Finisterre tampoco era.

Así que, libres de todo temor, los habitadores de León se agolparon en torno a la puerta y llenaron la rúa que desembocaba en la explanada existente entre los palacios reales y la catedral de Santa María de Regla y, como siempre hacían, a no ser que fueran los dichosos flagelantes que les metían pavor en el cuerpo con sus advertencias sobre la inminente llegada del Fin del Mundo, tras santiguarse al paso de la cruz y pese a que desconocían la albenda, aplaudieron y vitorearon a quienes fueren. Y los taberneros y tenderos se frotaron las manos, en virtud de que tan numerosa comitiva dejaría muy buenos dineros en la ciudad, pues que los componentes traerían las faltriqueras llenas.

Las miradas de los vecinos se fijaron en un carro muy ornado, sin duda el del personaje, un rey, un conde, un obispo, un abad, alguien muy poderoso, después de todo. No, no, un obispo o un abad no era, en razón de que asomaba por la ventanilla una niña bella como las estrellas del cielo y un perrillo, sin duda el juguete de la criatura, amén de que había más gente: varias mujeres muy aviadas, nobles sin duda, y hasta un hombre negro con turbante creyeron ver algunos pero, cuando corrió que los vinientes eran francos y que iban en peregrinación a Compostela, se adujeron que habían visto visiones, porque en la Francia los hombres son de piel blanca, que bien lo sabían, pues que muchos pasaban por allí y algunos hasta se quedaban a vivir y abrían sus comercios en la ciudad regia.

Pero sí, sí, que no erraban, que había un hombre negro como tizón, que bajaba el primero del carruaje y daba las manos a una, dos y tres damas, las tres de luto, a la pequeña beldad y cogía en brazos al canecillo que, mira, lo llevaban vestido como niña, todo después de que la tropa se alineara en dos filas para rendir los honores a la, al parecer, condesa de no se sabía qué, pues no entendieron el nombre, mientas ella, la más alta de las damas, precedida por el hombre de la cruz y el del estandarte y seguida de los del carro, entraba en la catedral a dar gracias a Dios por haber llegado a la capital del reino de León después de un larguísimo camino.

Lo que veían los vecinos de la ciudad de León en la calle, lo observaba atentamente la reina Elvira desde las ventanas de sus aposentos, también vestida de negro luto, pues que su marido el rey Bermudo, el segundo, había muerto, goce el Paraíso, de perniciosa enfermedad, de gota, iba para cuatro meses, y eso, que estaba avisada de la llegada de la condesa de Conquereuil, como se dijera. Estaba con el pequeño Alfonso, el rey menor, que aplaudía a los venidos, y con sus dos hijas, tan chicas que no habían dejado la teta, lo que no les impedía tocar palmas y, asombrada del despliegue, comentaba con sus camareras que la rodeaban y pululaban por allí:

—¡Vaya cortejo, parece el del rey de la Francia!

—¡Fíjate, la mi señora, qué buen aire tiene la condesa!

—¡Y la niña, vea su merced, qué hermosa es!

—¿Y ese negro va entrar en la catedral?

—Señora, que alguien detenga al negro.

—Creo que lleva un perro en brazos, véalo su señoría.

—Dejen las damas, que los negros y los perros también son criaturas de Dios.

—Disculpe la mi señora, yo no apostaría… Algunos clérigos defienden que las mujeres no tenemos alma y, de ser así, los negros menos, digo yo…

—No es momento de filosofías, doña Urraca. Prepárense las damas que saldremos a recibir a la condesa a la puerta… Y tú, María, ve a ver si sus habitaciones están preparadas; que no falte nada…

—Madre…

—Dime, Alfonso.

—Esta condesa va a Compostela después de recorrer muchas leguas, ¿por qué no vamos con ella? Yo jugaría con su hija y tú podrías hablar mucho con ella…

—¡Ah, perillán, tú igual que tu padre, ya pensando en las faldas…!

—¿Qué quieres decir, madre?

—Que no podemos, que si nos vamos de León, cuando volvamos te han podido arrebatar la corona, como hizo tu señor padre con don Ramiro, su antecesor pues, desde hace tiempo, se alían unos nobles con otros y nombran y derrocan reyes a su antojo… Cuando seas mayor, sabrás que son peores los nobles que la gente del pueblo… Atiende, en la recepción yo estaré a tu derecha, después de que la condesa se incline ante mí, avanzas un paso y le besas la mano y luego haces lo mismo con la niña… Besar la mano no es besuquearla y llenarla de babas, siquiera besarla, es tomarla y acercarla a los labios, te habrás de inclinar, como caballero que eres, ante unas damas principales, no porque sean más principales que tú, lo harás por cortesía… ¿Entiendes?

—Sí, madre. A ver, déjame ensayar contigo, voy a hacerlo por primera vez… Avanzo, hago una reverencia, tomo tu mano y la beso sin besarla…

—Muy bien.

—¿Y qué digo?

—«Bienvenida, señora».

—¿Cómo se llama la condesa?

—Uy, no sé, tiene un nombre muy raro… Ya nos enteraremos. Ea, vamos, dame la mano.

—Vamos. Oye, madre, he escuchado que el conde Meriendo quiere que me vaya a vivir con él, a su castillo de la Galicia, que quiere ser mi ayo y educarme para que sea un gran capitán, y yo no quiero. Yo quiero vivir contigo…

—¿Dónde has oído tal?

—Aquí en palacio.

—No hagas caso. Ya hablaremos de ello, pero no temas que mientras seas un niño vivirás a mi lado, y ahora calla o te escucharán las camareras que tienen fino oído. A ver, que ya vienen las extrajeras, ¡ponte derecho, levanta la cabeza…!

—Soy doña Poppa, condesa de Conquereuil, beso los pies de su señoría…

—¡Álzate, condesa! Éste es mi hijo, el rey Alfonso, el quinto…

—Bienvenida, condesa, beso las manos de la señora.

—Mahaut, mi hija y heredera.

—¡Oh, Mahaut, qué bella eres!

—A los pies de su señoría.

Y fue que se oyó la voz de Lioneta:

—Madre, estoy aquí.

—Ven, Lioneta.

Y fue que se acercó el criado negro de la condesa franca y, mira, que lo que llevaba en brazos no era un perrillo sino una niña muy chica y fea como un demonio que, por todos los Santos, causó en reina y rey la misma impresión que producía en todas las partes del ancho mundo —que los bretones ya llevaban recorrida buena parte de él— y, a más a más, se escuchó un rumor entre la servidumbre del palacio que se acrecentó entre las filas del pueblo. Pero, madre e hija se dejaron besar las manos por aquel pequeño espantajo incluso antes de que la dama recién venida explicara sin rubor, pues que ya venía haciéndolo a lo menos durante mil y quinientas millas:

—Es Lioneta, mi segunda hija. Es enana.

—Pasad, condesa, estáis en vuestra casa. Me huelgo en alojar a dama tan principal. ¿Cómo habéis hecho el viaje?

—He tenido de todo, señora, sobre todo calor… Procedo de la Bretaña y allí el verano es muy benigno…

—La Bretaña es tierra del norte de la Francia… Dicen los campesinos que va a cambiar el tiempo, que viene frío… En esta ciudad y las comarcanas, padecemos una calor extrema y un frío extremo, otra cosa es subiendo a las Asturias de Oviedo o yendo a la Galicia… Condesa, saca la capa de tus arcones, los labriegos no suelen equivocarse… En cuanto a tus hombres, acamparán en la ribera del río, pero he dado orden de que entren y salgan de la ciudad a su antojo…

—Gracias, la mi señora, ya tengo dicho a mis capitanes que no les permitan armar bulla.

Tales palabras cruzaron ambas damas sin verse la cara pues, viudas las dos, iban veladas.

—¡Ah, la reina Elvira, qué gran señora, no se ha turbado al ver a Lioneta, no ha hecho mueca ni mal gesto…! Y el niño se ha comportado como un caballero, se ha inclinado como si fuera persona mayor.

—Se ve que está bien educado.

—Por fin, estamos en una gran ciudad…

—¿Ha visto la señora qué muros tan altos…?

—Los he visto y me he fijado que en la muralla del este están de reparaciones, al igual que en la catedral.

—Será la huella de Almanzor.

—Almanzor debe ser como las plagas de Egipto en una sola…

—Y que lo digas, Crespina. Sácame un vestido bueno, voy a almorzar con la reina… Me ha dicho que es castellana…

—Fue la segunda esposa del rey Bermudo, el segundo, es la madre del pequeño Alfonso y tiene dos niñas más, de teta las dos… Fue hija del conde de Castilla y es hermana del actual Sancho García…

—¡De cuántas cosas te has enterado ya, Gerletta!

—Más me hubieran contado las camareras de la reina están deseando hablar.

—Por cierto, no he visto a Mínimo en mi cortejo, ¿dó de está?

—No sé.

—Busca a don Morvan y pregúntale. Dile también que despache a los peregrinos que traemos desde San Facundo y que les dé unas monedas.

—Hace bien la señora en largarlos, ¿sabe que se dedicaban a decir groserías a las criadas?

—¡Ah, no!

—Han demostrado que son ingratos.

—Han mejorado, ya no están consumidos, algunos tienen hasta buen color.

—Que los despache don Morvan enhorabuena. ¿Sabéis si hay sala de baños en esta casa?

—No hay. La mayordoma de la reina me ha prometido enviar una tina de agua… ¡Ah, aquí viene, mozas, dejadla aquí…!

—Señora, ¿has visto a las niñas?

—Cuando yo salga de la tina, las bañas, luego que coman en la habitación y que duerman una siesta. Luego, Gerletta, las vistes y sales con ellas a dar un paseo y que te acompañe alguno de los capitanes. Crespina vendrá conmigo. Por cierto, busca en mi azafate algo para regalar a la reina… Fui necia al no prever que habría de hacer regalos…

—Poco te queda, señora. No quisiste traerte todas las joyas… No sé, acaso esta cruz…

—¿Cuál?

—La del pequeño Cristo de marfil.

—Era de mi abuela. Bueno, envuélvela en un pañuelo que lleve mis armas. ¡Dame el lienzo de baño…!

—Sí, señora.

—¡Qué bien, por fin limpia y aseada! Me ha informado la reina de que viene frío…

—¿Frío en pleno agosto?

—Ha dicho que aquí el tiempo es así. Te lo advierto para que busques las capas en los baúles. Estrenaré jubón y bragas…

A manteles puestos, la reina regente de León dio mesa a la de Conquereuil, la sentó a su lado y las camareras les sirvieron abundantes viandas. De entrada: cecina, embotido rojo picante, un revoltillo de morcilla y ancas de rana fritas; de segundos platos: berza con garbanzos, pastel de trucha y lengua de vaca y, de postre, leche frita.

Y fue que la reina, tras bendecir los alimentos, se alzó el velo y que doña Poppa hizo otro tanto y, como no tuvieron que decirse que eran viudas, platicaron de mil cosas. La condesa, antes de que las camareras llenaran las copas y antes de que la reina de León, que resultó ser castellana y ser nacida en Burgos, le preguntara por su naine le explicó lo de don Pipino, lo del fallecimiento de su buen esposo y que iba en peregrinación a Compostela para pedir el perdón de sus pecados y los de su marido, y otrosí para que Lioneta creciera.

Y, mira, que aquel día, ante aquella dama que le era desconocida, en un comedor con muchos servidores en derredor, y mucho más cerca de Compostela que de su casa y pese a que hacía tiempo que no lloraba, no pudo evitar que unas lágrimas brotaran de sus ojos. Se las secó naturalmente pero, para entonces, doña Elvira ya lagrimeaba también y hablaba, entre sollozos, de su buen marido el rey Bermudo, el segundo. Pues fallecido hacía unos meses, en público lo loaba siempre, aunque era voz común que había tenido que soportar sus infidelidades. Y se extendía luego con otras desgracias que había tenido que sufrir, como la mala muerte que tuvo su buen padre el conde García Fernández de Castilla, el de las blancas manos. Mientras los platos que eran de comer calientes se enfriaban. Y las camareras les acercaban aguamaniles y pañuelos para que se secaran los ojos y las manos y, a la par que les ponían las manutergas al cuello, les palmeaban cariñosamente la espalda.

—Ea, ea, las mis señoras, que se enfría la morcilla…

—Ay, perdóneme la reina, me han venido las lágrimas…

—Igual me ha sucedido a mí, doña Poppa. Poppa…, ¿no? Hacía tiempo que no lloraba a deshora.

—Será porque estamos juntas dos viudas…

—Recientes las dos. A ver, pruebe su merced esta cecina…

—Si me lo permite la señora, empezaré por las ancas de rana… ¿Decía su señoría que su señor padre tuvo unas manos muy blancas…?

—Sí, mismamente como la leche. Como las mías, fíjate…

—¡Oh, sí, parecen de ángel!

—Las de mi padre llamaban la atención y las gentes, así como a mi esposo, descanse en paz, lo llamaron «el gotoso», pues que sufría gota, a mi padre lo llamaron «el de las blancas manos», mismamente como al rey de Pamplona lo llaman «el temblón»…

—Ah, no lo sabía. ¿Qué le sucede a este rey? Estuve en aquella ciudad y las reinas me honraron como su señoría, pero no me dijeron nada de eso.

—Sus enemigos aseguran que tiembla sólo de pensar en los moros, pero los físicos dicen que es enfermedad…

—¡Ah, qué pobre! No estaba en Pamplona, andaba en busca de aliados para enfrentarse a Almanzor.

—Sí, iba en busca de mi hermano… Has de saber que mi hermano y otros condes fueron derrotados en Cervera poco ha, y que Almanzor, que se pudra en el Infierno, ha tomado Burgos…

—¿Burgos? Acabo de pasar por allá.

—Creo que en la batalla ha muerto el conde García Gómez de Saldaña, mi cuñado, el marido de mi hermana Toda.

—Me lo crucé en el camino y le di cuarenta de mis hombres, tengo para mí que han muerto también…

—Vamos, cambiemos de tema, doña Poppa, o volveremos a llorar.

—Sí, la mi señora, sí. Don Alfonso, vuestro hijo, es muy galano, apunta a que será un excelente caballero…

—Tu hija mayor es muy bella, condesa. Si no hubiera moros por estas latitudes, te la pediría en matrimonio para mi hijo, pero sería darle mala vida, mejor la llevará en la Francia. Aquí las hijas de los reyes, las infantas, y las hijas de los condes estamos acostumbradas a las aceifas musulmanas y lo mismo nos da soportarlas en el reino de León, que en la Castilla o en Pamplona o en la Aragonia o en la Marca Hispánica… Lo de la Marca Hispánica es un decir, pues los condes casan a sus hijas con condes y marqueses de allende los Pirineos…

—Sí, ya sé que esos territorios son feudatarios del rey de la Francia…

—¿No has comido nada, doña Poppa?

—¡Oh, sí, la leche frita está muy rica…! Permita la señora que le haga una pregunta.

—Dime.

—Verás, señora, mi señora la duquesa de la Bretaña me encomendó que le comprara un libro…

—¿Qué libro?

—Un Beato. Si su señoría me pudiera indicar adonde o a quién dirigirme, favor me haría…

—Sin inconveniente. Consultaré con el obispo Sampiro… Salió huyendo del monasterio de San Facundo, cuando lo derruyó Almanzor y, llevándose todos los libros y cosas buenas, se refugió en Zamora, hasta que tuvo que echarse a correr por lo mismo. Al llegar a León trajo muchos libros de San Salvador de Tábara, de San Miguel de la Escalada y de otros conventos, hoy todos en ruinas… Acaba de ser nombrado obispo de Astorga, pero aún no ha tomado posesión de la sede, vive en León, aquí cerca, en la casa obispal… Entiendo que quieres comprar un Beato para tu señora, ¿es así?

—Sí.

—Pues lo hago llamar y que venga mañana.

—Mil gracias, doña Elvira.

Los frailes de Armilat cerraron la casa que habían trocado por dos acémilas, echaron la llave por la tapia de la corraliza, montaron en sus cabalgaduras, cogieron el ronzal de los bichos y cruzaron la ciudad de Salamanca orando. Fueron rezando por los muertos y por los vivos, por los que habían tenido que huir de las últimas razzias musulmanas y, además, por limpiar el cielo de fantasmas, eso sí, también fueron bendiciendo los esqueletos que encontraron por las calles, hasta que retomaron la vía de la Plata en dirección a Zamora, que allí apretaron el paso.

Ya en el campo, el fuerte viento, que soplaba frío, pudo despejarles la cabeza y aun llevarse la pena que les había producido la vista de tantos despojos humanos, pero no, no, fue al revés, pues que una duda más que razonable comenzó a asentarse en sus corazones. A ver, deducía cada uno para sí: «Si Salamanca está arrasada y no queda alma viviente, en la ciudad de Zamora sucederá otro tanto y, seguramente, en el monasterio de San Salvador de Tábara, con lo cual, Dios no lo quiera, habremos hecho el viaje en balde y tendremos que volver a Armilat con las manos vacías y sin el Beato… suposición, posibilidad, que enojará sobremanera al abad que, desconocedor de la realidad existente en el reino de León, será incapaz de entender cómo puede haber en las Hispanias tantas ciudades, villas, castillos y conventos devastados y cómo consiguen sobrevivir los cristianos con tan mal pasar». Y, cada uno por su cuenta imaginaba al prelado, iracundo y preguntándoles en el refectorio delante de toda la comunidad:

—Señores, freires, ¿queda algún cristiano en la cristiandad?

O:

—¿Han ido sus mercedes de holganza o qué?

O:

—Quiero la cuenta de los gastos al por menor.

O:

—Faltan dos mulas, ¿dó están?

Y a ellos respondiendo:

—En Salamanca había dos cristianos, y se iban a Lugo…

—De holgar nada, señor abad, hemos ido y vuelto en un tiempo mínimo, haciendo frente a grandes peligros y a las inclemencias del tiempo.

—Las cuentas las dará don Walid, pero sepa su reverencia que raramente hemos comido en un mesón.

—Las mulas las cambiamos a los dos cristianos de Salamanca, para dormir a cubierto…

Y al resto de los reglares entrando al trapo:

—¿Dos mulas por dormir?

—Salió muy caro el hospedaje, freires.

—¿Qué eran los cristianos hombres o mujeres?

—Que confiesen sus pecados a toda la comunidad en la iglesia.

—Que hagan penitencia, ayunen y se mortifiquen.

—Don Walid, al fracasar en la encomienda, ha perdido toda esperanza de ser elegido sucesor del señor abad.

—¿De qué hablan estos hombres…? En al-Andalus fueron considerados moros y en la cristiandad no había más que moros, ¿qué problemas pudieron tener…?

—¡A pan y agua!

—¡Eso, a pan y agua, y recluidos en sus celdas!

Y más o menos con estas lucubraciones, en jornada y media se plantaron en Zamora, la bien cercada, la de las siete murallas, de las cuales no quedaba ninguna, pues todo era ruina, lo que llevó a don Walid a comentar:

—Si continúa pasando el río Duero por esta ciudad es porque los ejércitos califales no han podido con él.

—Razón lleva su merced, del alcázar, las iglesias, el burgo y de estos muros de leyenda, nada queda en pie.

—La desolación afea la vista de la tajadura que forma el río…

—Nada es inexpugnable…

—Tan orgullosos que estarían los zamoranos de sus murallas y ya ven sus mercedes…

—Todo tiene su fin.

Vita est vanitas

Pulvis eris et in pulverem reverteris.

—¡Merda!

—¿Será que Dios nos ha abandonado?

—¡Silencio! Ea, busquemos cobijo para dormir.

—Dice bien el prior, busquemos una casa donde no haya huesos; y presto que cae la noche…

—Recuerdo a sus reverencias que los animales no han comido…

—Ya lo están haciendo, aquí en las ruinas del alcázar hay mucha hierba.

—Quedémonos, no busquemos más… Nosotros dormiremos bajo aquel alpende…

—Isa, suelta a las bestias. Yusef, prepara la cena, y tú, Hissam, espanta a esos canes… Yo voy a rezar para que el Señor nos facilite el camino…

—¡Eh, fuera perros!

—¡Cómo que se han de ir, están hambrientos!

—¿Qué tenemos para cenar, Yusef?

—Poca cosa, hermano, dos panes de pita y un puñado de almendras para todos…

—Pues a ver si eres capaz de repetir el milagro de los panes y los peces, hermano.

—¡Merda, Isa!

Así las cosas, los frailes se repartieron lo que llevaban y aún dieron a los perros que, desesperados, las manos se les hubieran comido pero, como Yusef no pudo repetir el milagro de los panes y los peces, todos se quedaron con hambre.

Al alba cuatro hombres, cuatro caballos y diez mulas, que habían dado mucho de sí, seguidos de dos canes, emprendieron ruta a San Salvador de Tábara.

E iban troteando por una tierra llana poblada de encinares. Recorriendo los paisajes que tan acertadamente les habían descrito los clientes de la posada de Mérida, advertidos de que por allá había toros y vacas bravos, mirando por doquiera, tratando de descubrir una vaca o un toro, de los que criaban los ganaderos para que compitieran con perros de presa en las grandes ciudades andalusíes, dispuestos a matar a vaca o toro, a lo que fuere, para tener comida, cuando Isa, que era el que mejor vista tenía, descubrió un rebaño en la lontananza y advirtió a sus compañeros:

—¡Un rebaño, hermanos!

Y, saliendo de la calzada y al paso el caballo, avanzó campo a través con cautela no fuera a espantar a los bichos. Conforme se acercaba y mientras sus compañeros bebían agua de las calabazas, veía que toros no eran, al Señor sean dadas muchas gracias, aunque estaba dispuesto a enfrentarse a uno de ellos, nada más fuera por quitarse el hambre, y se decía que ovejas tampoco eran y que debían ser jabalíes. Pero tampoco y mejor, mucho mejor, pues que sólo con su alfanje, poco hubiera podido hacer contra ellos si le atacaban, pues eran animales fieros y con poderosos colmillos y, más cerca se preguntó qué bichos eran aquéllos, que había uno grande, seguramente la madre, y un montón de pequeñajos, y fue que, aunque no había visto ninguno, por residir en donde residía, les puso nombre:

—¡Son cerdos negros!

Tal gritó y, sin pensarlo dos veces, echó a correr el caballo y arremetió contra el que estaba más lejos de la madre con tan buen tino, con tan buena fortuna, que lo atravesó con la espada y lo levantó como un trofeo, un par de codos, lo que pudo, pues que pesaba a lo menos media arroba y, en viendo que la cerda daba unas vueltas en torno a su piara, descabalgó, lo subió a su montura y más contento que unas pascuas, se unió a sus hermanos que, vive Dios, lo recibieron muy albriciados. Y, al momento y al borde de la calzada, uno recogió leña, otro limpió con su puñal unos palos para hacer un espetón, otro abrió en canal al bicho y otro le sacó los menudillos y entre estos dos lo llevaron a una acequia que vieron cerca y cuando regresaron con el bicho lavado, la hoguera ya crepitaba, y empezaron a asarlo, sin poder evitar hacer agüilla en la boca. Y en ésas estaban dando vueltas a la carne esperando a que se asara, cuando se presentaron los dos perros de Zamora, que se habían quedado atrás y, mira, que sin pedir permiso devoraron los menudos y luego, insaciables, pidieron más. Los frailes les dieron las sobras cuando estuvieron saciados. Y fue entonces, cuando Isa exclamó:

—¡El cerdo es lo mejor que creó Dios en este mundo después de la mujer…!

A lo que respondió don Walid, después de eructar:

—Hijo, habrás de volver a confesarte.

Y con el estómago lleno, hombres y bestias, a escasas millas del lugar del banquete encontraron una casa abandonada, y durmieron todos juntos para darse calor, pues hacía un frío pelón.

Doña Elvira y doña Poppa recibieron al obispo don Sampiro en la antesala de los reales aposentos. El hombre, que ya venía advertido de lo que querían, se inclinó ante damas tan principales, les dio a besar su anillo y, sin perder tiempo, ordenó a su secretario que dejara una enorme caja que traía en la pequeña mesa donde solía comer la reina cuando lo hacía en privado y, tras despedir al preste, hizo una venia a la regente y preguntó a la de Conquereuil:

—¿Así que la señora condesa quiere comprar un Beato?

—Así es, señor obispo. Mi señora, la duquesa de la Bretaña, me lo encargó…

—Bien, pues tengo uno… Procede del monasterio de San Salvador de Tábara… Allí existió un famoso escritorio en el que frailes y monjas copiaban libros y los embellecían con preciosas estampas… Ahora, para desdicha de toda la cristiandad sólo quedan piedras… Algunos monjes, igual que me sucedió a mí en San Facundo, consiguieron huir cuando se presentó Almanzor, Dios lo confunda, al frente de sus ejércitos y salvaron, aparte de reliquias y oro y plata, algunos libros que me dieron a guardar… Entre ellos este Beato, esta joya… Vean sus señorías.

Y fue que si la caja era buena, lo de dentro más, pues era un códice de dos palmos de longitud, grueso como medio palmo, cuya cubierta estaba encuadernada en piel y ornada de valiosas gemas engastadas, tales como rubíes y zafiros y, dentro, ay, decenas de folios de finísimo pergamino, bonitas letras con adornos de mucha filigrana y lleno, plagado, de estampas a cuál más hermosa, representando la genealogía de Jesucristo desde Adán hasta José, y un mapa del mundo, por nombrar algunas.

Las damas se deleitaron, tocaron las hojas y hasta pasaron los dedos con mucho cuidado por los perfiles de las figuras, sobre todo por la del Calvario, donde estaba Cristo clavado en la cruz y rodeado de los dos ladrones que, mira, ambas hicieron lo mismo y en la misma imagen. Y la condesa demandó:

—¿Está a la venta, señor obispo?

—Sí, la mi señora.

—Ponga precio su reverencia.

—Por este libro en Montecassino o en Bobbio o en Reichenau o en Gandersheim o en Cluny o en cualquier convento de al-Andalus pagarían una fortuna…

—Mi señora, la duquesa, me dijo que pagara un precio justo.

—Vea su reverencia de abaratar el monto, pues que reyes, duques y condes vamos siempre menguados de dinero —intervino la reina.

—La señora duquesa se holgará mucho con este libro. Vean las señoras qué pergamino, qué dibujos… Las pinturas son del fraile Emeterio y de la monja Ende, descansen en paz. Éste códice lo copiaron ambos a petición de un canonje de la catedral de Gerona, pero fue imposible remitírselo, pues que comenzaron las razzias de Almanzor… Además, hay un error, si la señora ama tanto los libros, podrá, además, hacer pesquisa y dar con él…

—¿Un error de bulto?

—No, no, una nimiedad difícil de encontrar.

—Diga su merced.

—Es que no sé, ¿20.000 dinares de oro?

—¡Qué monstruosidad, don Sampiro! —exclamó la reina.

—Teniendo en cuenta que una esclava del califa Abderramán, el tercero, pagó 10.000 por pasar una noche de placer con él, no me parece excesivo, las mis señoras.

—Os recuerdo que mi difunto marido hizo mucho para que su reverencia fuera elevado a la sede episcopal de Astorga —recordó doña Elvira.

—Lo sé, señora, y lo agradezco. El rey don Bermudo es muy loado en mi crónica, por otra parte, como merece.

—Condesa, don Sampiro fue notario de mi difunto y, por su cuenta, escribe Historia, por eso conoce lo de la esclava de don Abderramán y mil sucedidos y acontecimientos más… Con lo que sabe llenaría decenas de libros…

—¡Ah!

—Pongan sus señorías el precio, no puedo decir más. Eso sí, tengan en cuenta que un día llegará en el que Almanzor morirá y que entonces los obispos del reino habremos de restaurar los monasterios, que él mismo ha destruido, para mayor gloria de Dios, y que todo el dinero será poco. Es de mentar que don Fróila, el obispo, está empleando mucho ya en las obras de la catedral de esta ciudad, pues ha tenido que traer decenas de canteros…

—Le ayudamos los reyes y las gentes piadosas —informó doña Elvira.

—Me consta, la mi señora.

—Yo también contribuiré —intervino doña Poppa.

—No me cabe duda, condesa.

—¿Pues qué, don Sampiro?

—Lo dicho, las mis señoras.

—10.000 dinares, y ni uno más —ofreció la reina.

—Conforme —asintió el clérigo.

—¿Te parece bien, condesa? —preguntó doña Elvira.

—Sí, señora, muchas gracias.

Tal aceptó la bretona sin tener idea de lo que suponía semejante cantidad, ni si disponía de ella en sus arcas, que iban harto menguadas, como sabido es, amén de que estaba acostumbrada a manejar libras y peniques y de dinares no entendía, pero como la regente había conseguido rebajar el precio a la mitad, tuvo la cifra por buena y se albrició. A ver que, después de miles de millas de recorrido, por fin, cumplía la manda de su señora.

—¿Quiere su merced que le guardemos en el obispado el códice hasta que regrese?

—Estará a buen recaudo. Sepa la condesa que don Fróila, a instancias de don Sampiro, hizo construir en su casa una habitación de hierro que se cierra con siete llaves y cada una la lleva un canónigo colgada del cuello…

—Lo pensaré…

—Me despido, a los pies de las señoras.

—Ve con Dios, señor obispo.

—Antes de irme os pagaré, don Sampiro. Adiós.

—Queden con Dios las damas.

E ido el clérigo las dos nobles platicaron largo:

—Seguro, doña Poppa, que no sabes si has pagado poco o mucho.

—Cierto, señora. Los dinares no son mi moneda…

—Ni la nuestra, son de los moros… Cuando mi hijo, el rey, sea mayor le diré que haga acuñar moneda propia en el reino de León…

—Dime, señora, ¿qué es eso de una habitación de hierro…?

—Ah, ya te he comentado que don Sampiro escribe una crónica de los reyes de Asturias y León… En los últimos años, muchas gentes de nuestros reinos han ido a Córdoba, unos a pedir favor a los califas, otros a traicionar a sus señores naturales, e incluso ha habido condes que se han aliado con el maldito Almanzor…

—Y uno a adelgazar…

—¡Ah, conoces la historia de don Sancho el Craso…! Ése fue el primero en ir… Volvió flaco y recuperó su reino, pero a cambio hubo de entregar diez castillos en la línea del río Duero, que habían costado mucha sangre conquistar o mucho esfuerzo levantar… Con ello facilitó el asentamiento de los musulmanes en lugares claves, desde los cuales Almanzor nos ataca va para trece o catorce años, que me parecen ciento…

—Las reinas de Pamplona me la contaron, y en aquella ciudad visité la tumba de su egregia abuela, la reina Toda…

—¡Ah, qué gran señora! Oye, Poppa…

—Dime, señora.

—Tengo oído que en la frontera del reino de Pamplona vive una mujer que es la tenente de una plaza, y que levanta el viento…

—¡Oh, sí…! Se llama doña Andregoto. La conocí también, me honró mucho y pude ver el prodigio del viento…

—¿Y qué hace?

—Cuando monta a caballo, levanta polvo y más polvo. Es como un torbellino que lo llena todo de la tierra al cielo, y pone perdida a la gente… Me hospedó en su castillo, en Nájera, pero hubo de irse porque su señor le llamaba a la hueste…

—¿Participó en la batalla de Cervera?

—Pues no lo sé, ella salió antes que yo de la ciudad…

—Talvez, no lo quiera el Señor, haya muerto… Yo no quise enviar a mis tropas, no me fuera a quedar sin soldados y algún traidor, que los hay a puñados, aprovechara la circunstancia para quitarle el reino a mi hijo…

—Yo envié a cuarenta de mis hombres con el conde de Saldaña, que me lo crucé en el camino y no ha regresado ninguno… Dios se apiade de sus almas.

—Murió el conde, ya os lo dije, fue mi cuñado, descanse en paz… Ah, dejemos a los muertos…

—Es muy interesante lo del obispo Sampiro… Me refiero a que escriba Historia…

—¿En la Francia no se hace?

—Seguramente sí, y ahí está la crónica del arzobispo Turpín… A mí me gustaría encontrar un clérigo que escribiera sobre mi difunto esposo… Fue la mejor espada del reino… Yo estoy bordando un paño en el que ensalzo su valor en una batalla que ganó, pero tengo para mí, que es poca loa…

—A mí no me gusta mucho que don Sampiro escriba Historia. Bueno, que lo haga de acontecimientos pasados me da un ardite, pero que lo haga de los más cercanos, o del conde Fernán González, mi señor abuelo, o de don García Fernández, mi padre, y que pueda hacerlo mal me encorajina, a más que a saber qué dirá de mi esposo el rey Bermudo, pues mantuvo porfías con él… La más enconada de todas cuando entregó a Almanzor a su hija, a la infanta Teresa, para sellar una paz que duró nada…

—¡Ah, ya tengo noticia de que los reyes cristianos vienen casando a sus hijas con los califas…!

—Es un horror y un error, que no comparto ni, como mujer que soy, entiendo… Lo de doña Teresa fue muy sonado… A ver, que estaba la curia reunida en esta ciudad, en la sala del trono de este palacio; los condes venidos de las Asturias, de la Galicia y de la Castilla, ocupando sus asientos… Don Bermudo en su trono, a su lado la reina Velasquita, la primera esposa de mi marido, y detrás las infantas, sus hijas… Y fue que, abierta la sesión, expresó el rey: «Para lograr la paz y que termine la sangría que padece nuestro reino, voy a entregar a mi hija doña Teresa a don Almanzor, para que matrimonie con él… He dicho». Y fue, condesa, que la aludida cortó el silencio que hubo, pues que nadie levantó la voz contra tamaño dislate y, en un gesto de osadía sin precedentes, gritó para que la oyeran todos: «Mejor harían los hombres de este reino luchando en fiera lid contra el moro en vez de entregarles el cono de sus mujeres…». O algo así dijo y, dejando pasmados a todos los presentes, se retiró seguida de sus hermanas, las infantas Uzea y Cristina que, conscientes de que cualquiera de ellas hubiera podido ser la elegida para casar con el demonio, se rebelaron contra su padre… Uzea se retiró a Finisterre, al Fin del Mundo, y doña Cristina se entró en el convento de Cornellana en Asturias, y cada una en el lugar que eligieron pasan sus vidas, pues que allá se fueron sin atender a las súplicas de doña Velasquita, que era mujer de poco seso, en razón de que aceptó lo que yo nunca consentiría… Ni al rey, su padre, que les advirtió de que, como no tenía hijo varón ni otras hijas, con sus acciones dejaban al reino sin heredero, sin heredera, con los peligros subsiguientes, pero ni a una ni a otra consiguió hacerlas desistir y eso que se enojó y las amenazó con desheredarlas, darles azotes y hasta con encerrarlas en la mazmorra más oscura de este palacio. Cristina se marchó con su aya al convento y Uzea con unos pocos criados al Finisterre, y allí permanecen, una sirviendo a Dios y la otra mirando el mar, tal se dice… A Teresa la enviaron a Córdoba, pese a que repitió varias veces la frase de los conos y, perdóneme Dios, pero mejor no saber qué es de su vida… Es inhumano este proceder con las infantas y las nobles, bien está casarlas con un cristiano desconocido, pero con un moro y con un demonio además, eso no…

—Yo tuve la inmensa fortuna de casarme con el hombre que amaba…

—Suerte tuviste, doña Poppa, de ser una entre mil… Lo que te decía, que no sé qué dirá de don Bermudo el obispo Sampiro, pues fue de los que se opusieron a tan oprobioso trueque… En cuanto al libro, ¿estás contenta?

—Sí, la mi señora.

—Ea, pues salgamos a tomar el aire, te voy a enseñar León. Iremos a la catedral, a San Juan y al mercado. Que las camareras vistan a los niños y vamos todos… Al negro si te parece lo dejas, para que no llame la atención… Nos abrigamos bien y en marcha…

—Me honra la señora.

A poco, bueno, lo que se dice pronto no, que las damas tardaron una hora larga en aviarse, pues que una y otra eligieron un vestido y, una vez puesto, se lo quitaron y así varias veces, otro tanto hicieron con los zapatos y con las tocas, y eso que habían de ir de veladas y que no tenían grande ropero. A estos hechos propios de mujeres se sumaron los propios de los infantes, que quisieron ir a la letrina y las pequeñas de la reina, la mar de oportunas, mancharon sus pañales y fue menester cambiarlas y aguardar a que estuvieran compuestas. Durante la espera, el rey y las hermanas bretonas subieron al primer piso y se dejaron caer decenas de veces por la barandilla de la escalera entre risas y bullas, lo que hacen los niños que son felices después de todo, e hicieron carreras por el patio interior o entraron en el salón de la Curia y corrieron entre los escaños y, claro, las camareras iban detrás de ellos y todavía se armaba más alboroto. Pero sus madres y las gentes de la casa se sonreían al verles.

Cierto que, al dejar el palacio, las criaturas, sudadas para coger un pasmo, aunque bien embozadas en sus capas, hubieron de guardar compostura. Y más en el catedral, donde salió a recibir a las damas el obispo don Fróila con varios canónigos y, tras arrodillarse todos ante la imagen de Santa María, él mismo les enseñó todo lo bueno que guardaba en la cámara de hierro que había mandado forjar y cerrar y que, en efecto, se abría con siete llaves. Mucho oro y mucha plata, así como excelentes reliquias entre ellas los cráneos de San Vicente y San Ramiro, que murieron a manos de los suevos —un pueblo desconocido para la bretona— por negarse a abrazar la herejía arriana, y los de los Santos Claudio, Lupercio y Vitorico, que fueron mártires de los romanos. Y se lamentó de no poderles mostrar el cuerpo de San Fróila, su homónimo y también obispo de la diócesis porque lo habían llevado a un monasterio, al que evitó ponerle nombre, para salvarlo de la morisma.

Los niños tornaron al holgorio, pues que, ya en la sacristía, los capitulares les sirvieron vino dulce y unas torticas de almendras amargas que no en vano se llamaban «amarguillos», aunque eran muy agradables de tomar, a más de unas roscas de sartén, que los críos devoraron, y fue menester desalojarlos para que continuaran sus juegos en la puerta grande de la iglesia, a la vista de los llagados y tullidos que allí había pidiendo limosna. Los mayores, Mahaut y Alfonso, trotando detrás de Lioneta sin poder alcanzarla, pues ya se explicó que corría como una rata, y las pequeñas infantas, la mar de alegres, señalaban con sus deditos a aquella cosa, a aquel ser moviente, que más parecía un duende corredor que un ser humano, a decir de las nodrizas y de las ayas leonesas, que tal murmuraban sovoz para que no las oyeran las extranjeras.

Y, como presto llegaron a la sacristía los gritos de sus hijos y los de otros niños que se habían acercado a ver qué sucedía y jaleaban a los pequeños nobles, las damas se despidieron de los canonjes y salieron a la plaza. La condesa platicando con don Fróila que le había ofrecido guardar su Beato en el arca de hierro, diciéndole:

—Aquí llegó, de aquí salió y aquí quedará en custodia si su merced lo estima conveniente hasta que regrese de su peregrinación.

—Mejor lugar no encontraré, ilustrísima, ya le diré a su reverencia. Ahora quiero verlo y admirarlo con tranquilidad.

Es decir que, por alguna razón que la autora de esta novela todavía no acierta a entender, ha quedado claro que doña Poppa no quiere dejar el libro en León, pues que ya ha rehusado tal ofrecimiento dos veces. Bueno, pues bueno, ella sabrá.

Las damas se vieron rodeadas de su propia chiquillería y de otra ajena. A una señal de la reina, su mayordoma abrió la faltriquera y repartió avellanas, con lo cual el alboroto fue mayor y se acercaron muchos vecinos que se inclinaron ante ellas y hasta pretendieron besarles los pies y, sin descuidarse un momento, extendieron la mano para pedir, y eso que no estaban tullidos, sino que eran menestrales, y lo que comentó la regente con la condesa:

—En cuanto me ven, me vienen a pedir, como si mis arcas fueran un pozo sin fondo, cuando escasa voy de dineros, pues que con los moros arrasando villas y ciudades no me pagan los tributos y aún he de remediar lo que puedo…

—Igual me pasa a mí —sostuvo la condesa.

—¡Veamos, niños…! Como es tarde ya vamos a dejar la iglesia de San Juan para otro día y vamos a ir a la plaza del Mercado…

—¡Viva! —gritó Alfonso y fue contando a sus huéspedes que allí le daban bollos y bizcoletas siempre que iba y, en carnaval, orejas y, en Pascua, pastas, todas las que quería.

Con cada vez más gente en derredor, la real comitiva se presentó en la plaza del Mercado y se organizó enorme revuelo, pues que vendedores y artesanos, a más de saludar a las damas y querer llegarse a ellas para rendirles pleitesía, quisieron regalarles tal dulce o tal otro o un vaso de vino y, claro, se acercaban y las rodeaban sin dejarlas dar un paso. Y allí estaban los que deseaban agasajarlas con alimentos tangibles, pero también los que se prestaban a festejar su presencia con material intangible, como los que les cantaban canciones o tañían la viola o el laúd e, ítem más, los que querían vender: que si una piel de oso para manto, aprovechando el intempestivo día, que si una pieza de tafetán para mandarse coser una veste, que si un saquete de aljófar de diez onzas de peso, muy apto para ornar cualquier brial, que si un hueso de San Vitorico, que si una tela de ranzal para hacer jubones pasada por la imagen de Santa María, etcétera.

Y era que la condesa, al igual que le había sucedido en la tienda de Burgos, hubiera comprado esto o aquesto, pues que le vino una calor a la cara, una fiebre, digamos, de ver tanta cosa, pero no, no, que esta vez hubo de contenerse en razón de que había de pagar el Beato, y siquiera adquirió el regalo que le debía a Mahaut por su reciente cumpleaños, por lo dicho y porque la criatura, tan albriciada estaba con la compañía que llevaba, que no se acordó de recordárselo.

El caso es que las nobles con tanta cosa a la vista y con tanta gente hablándoles, no escuchaban a las camareras que reprendían a los críos: que no comieran más dulces, que no iban tener gana de almorzar, que tanto dulce les iba a sentar mal, pues que parecía que no hubieran comido en siete días, y eso, que estaban en lo suyo mirando, tocando, palpando los neos paños, aunque no los fueran a comprar, y viendo más y más géneros, tantos que no los podían abarcar con los ojos.

Pero, como después de un atracón viene el empacho, al llegar a palacio Mahaut y Lioneta ya sentían malestar, y Alfonso también, aunque lo disimulaba, el caso es que, ya en sus aposentos, vomitaron los tres y, a más de guardar cama, hubieron de tomar un cocimiento de hinojo y salvia, que sabía a rayos. Las damas pasaron la tarde yendo de una habitación a otra, tocándoles la frente a los enfermos por ver si tenían fiebre, pero no, que tenían sudor frío, el propio de la indigestión y hubieron de darles unas friegas en el pecho con aceite de trementina, y contándoles historias para distraerlos.

Así la reina Elvira, por llenar el tiempo y aprovechando que las bretonas iban en peregrinación al Apóstol de la Galicia, anunció a las niñas que les iba a narrar la verdadera historia de la llegada del señor Santiago a las Hispanias, y ellas se acomodaron en sus respectivas camas pero, presto, se adormilaron y las que prestaron atención fueron las adultas. Dijo la reina:

—Sabed, niñas, que muerto San Salvador en la cruz, los doce Apóstoles, siguiendo su mandado, fueron por todas las tierras de la Judea a llevar la palabra de Dios a todas las gentes… Santiago anduvo predicando por allá y curando a ciegos y leprosos y hasta expulsando a los demonios… Pero fue preso de los romanos, que mandaban en la Judea, y condenado a ser degollado, no se amilanó, se despojó de sus vestes, rezó, se arrodilló en el tajo, puso los brazos en cruz, los alzó hacia el cielo y miró al verdugo… Entonces éste levantó el hacha y, tras asestarle dos golpes, consiguió cortarle la cabeza, pero ésta no cayó al suelo, sino que la recogió Santiago en sus propias manos y el verdugo y sus sayones tardaron horas en poder quitársela… Sus discípulos llevaron sus restos a un campo para enterrarlo, pero no pudieron hacerlo porque un ejército de ángeles, llevando un arca de mármol, se presentó en el lugar, introdujo el santo cuerpo y se echó a volar con ella camino de la Galicia, de Compostela en concreto… Donde muchos años después, la encontró el obispo Teodomiro, hombre de grata memoria, que levantó un altar y dio a conocer al mundo entero tan feliz hallazgo… ¡Oh, las niñas se han dormido…!

—Continúe su señoría tan bella historia… ¿O desea su señoría que vayamos al cuarto de don Alfonso y le hablemos de don Carlomagno para que sea tan buen rey como él?

—No, no, dejémosle descansar.

«Casi mejor», se adujo la condesa pues que venía observando que navarros, castellanos y los leoneses también, no tenían buen concepto del emperador y negaban que hubiera estado en Compostela y que él mismo hubiera levantado el altar del Santo, amén de que la misma reina siquiera lo había mentado en su narración, en fin. Así se escribe la Historia.