A la vista de un monasterio derruido y después de millas y más millas sin tropezarse con persona o animal cuadrúpedo, pese a que numerosas aves rapaces surcaban el cielo, cuando el dicho Mínimo avisó: «Viene alguien», los de Conquereuil y tanto los que iban en el carro condal y lo escucharon como los que no lo oyeron, se sorprendieron al observar que unas gentes desarrapadas, sin duda salidas de entre las ruinas, inundaban la calzada, corrían hacia ellos, rodeaban carros y jinetes, y extendían la mano pidiendo pan por el amor de Dios y diciendo que hacían la estrada de Santiago, pero que, sin alimento alguno y sólo comiendo hierbajos y bebiendo agua del río Cea, no podían continuarla a causa de su extrema debilidad.
Y aquellos sujetos, que más parecían esqueletos vivientes, una vez que se comieron el pan que la condesa hizo repartirles, le solicitaron vino y embotido o conserva o carne fresca o abadejo en salazón, lo que tuviere a bien darles, mientras le explicaban que los musulmanes habían destruido el monasterio de los Santos Facundo y Primitivo iba para tres años, quemándolo, otro tanto que habían hecho con los campos, huertos, frutales y viñedos de la heredad; que se habían llevado grande botín y asesinado a todos los frailes, excepto a uno que había sobrevivido y que, tras narrarles la desgracia sufrida a los primeros que llegaron, a dos de ellos, pues que el resto, hasta los nueve que eran, se habían ido presentando después, iba para un mes que había muerto de hambre, lo que pronto les sucedería a los nueve que eran —tal aclaraba— y que el monje se había ido de este mundo con la pena de no haber podido dar pitanza a los peregrinos, pues que había sostenido con orgullo que el año antes de la quema habían servido en el hospital del convento trescientas y pico raciones. Y lo último que dijo fue una maldición, señora:
—¡Peste de moros, que se pudran en el Infierno!
—Lo que decimos todos, buen hombre… —afirmó la condesa y buscando con la vista a Loiz, el mayordomo del castillo de Conquereuil y, de tiempo ha, el despensero de la expedición, lo llamó y le ordenó—: Da a estos hombres más de comer… —Y volviéndose a don Morvan le mandó—: Vaya su merced a ver qué hay en esas ruinas.
Mientras el hombre, que llevaba la voz cantante en aquel grupo de menesterosos, comía con voracidad morcilla de Burgos, los capitanes se llegaron a los restos del monasterio que, a la vista estaba, había sido un gran dominio. Constataron que no quedaba piedra sobre piedra, pero sucedió que, conforme avanzaban, se sobrecogían, pues entre las piedras y el mucho polvo, iban descubriendo huesos humanos y hasta esqueletos enteros, acá uno, allá otro y hasta cincuenta o sesenta en lo que fuera iglesia, todos descabezados y, vive Dios, al pie del altar, se encontraron con un cuerpo pudriéndose, sin duda el del último monje, eso sí, con cabeza.
Don Morvan y don Guirec, que habían luchado en cien batallas, se santiguaron ante semejante espectáculo, pues que, ¿cómo par tous les Saints, estaban los frailes sin enterrar después de tres años? ¿Cómo, Dame la Vierge, permanecía a la vista el último monje? Cuando, per le sang de Christ, llevaba muerto un mes y de allí habían salido nueve hombres que, aunque esqueléticos y hambrientos, bien hubieran podido darle cristiana sepultura en vez de dejarlo al aire a merced de las aves rapaces, las que sin duda le habían arrancado los ojos y destrozado el rostro con sus picadas. ¿Cómo los nueve peregrinos podían vivir, dormir, orinar y defecar en aquel osario?, porque, Jesús-María, por los restos que encontraron no les cupo duda de que moraban y realizaban allí las funciones propias de los seres vivos.
El caso es que, visto lo visto, salieron descompuestos y, además, dudando entre si comentárselo a la condesa o guardar silencio. Porque la conocían bien y estaban seguros de que querría enterrar a los muertos con lo cual demorarían la marcha y, temiendo el ataque de los moros, que más parecía estuvieran en todas partes aunque no se dejaran ver, según demostraban los pueblos y castillos deshabitados que habían dejado atrás y, como era menester hallar cobijo cuanto antes en la ciudad de León, por si acaso, decidieron de común acuerdo no decirle palabra y continuar camino y, antes de marcharse, afear la conducta de aquellos hombres y mandarlos a sepultar cadáveres.
Pero sus propósitos se vieron truncados, ya que, comidos y bebidos, los jacobitas surgidos de las ruinas del convento habían comenzado a platicar con la señora y ésta escuchaba interesada la hagiografía de los Santos que daban nombre al monasterio. De Facundo y Primitivo, mártires, hijos de San Marcelo y Santa Nona, que padecieron, bajo la sangrienta persecución del emperador Diocleciano Augusto, terrible tormento, pues los paganos los dieron al fuego, les arrancaron los ojos y, para colofón, arrojaron sus despojos al río Cea, junto a los de sus ocho hermanos, todos varones. Por supuesto que aquella historia de una familia cristiana asaz ejemplar, cuyos componentes alcanzaron la santidad del mayor al menor, como no podía ser de otra manera, removió los corazones de los oidores y el de doña Poppa también, que, mira, se acercó al río con sus hijas y las tres echaron al agua flores de las que crecían en la ribera, momento que aprovechó el hombre que parecía mandar en los peregrinos para rogarle que los llevara con ella, que por la memoria de la familia de mártires no los abandonara en aquel lugar donde no tenían nada que comer, salvo alguna ave o liebre que cazaran y las hierbas que arrancaban, cada día en menor cantidad las primeras y las segundas cada vez más secas a causa de la canícula que caía a plomo en los páramos leoneses y, de consecuente, eran menos alimenticias.
—A más que, no hay más que vernos, señora, estamos en los huesos y al borde de la muerte. Haga su merced una caridad con estos siervos de Dios…
Y, como verlos daba pena, la condesa asintió con la cabeza, movimiento que echó por tierra toda la política que venía ejerciendo desde la Bretaña, lo de no acoger a nadie y, sin embargo, darle limosna para que hiciera el camino por su cuenta.
Por supuesto, que ambos capitanes reaccionaron al momento y, en un aparte, le contaron lo de los cadáveres dispersos que habían encontrado en el cenobio y, sin evitar el espanto que les había producido semejante descubrimiento, le aconsejaron que no sumara a aquellos hombres a la caravana, porque no eran buena gente ni eran buenos cristianos, porque, no lo quiera Dios, talvez fueran demonios pero, como era de prever, la señora no hizo caso de las advertencias de sus capitanes y mandó instalar a los peregrinos en el carro de los enfermos.
Los cocheros arrearon. Los romeros anduvieron por una calzada muy buena y empedrada, la misma que recorrían desde Carrión. Luego, cuando cruzaron el río Esla, conocieron que había sido mandada construir por el emperador Trajano, uno de los pocos cesares que dejó grata memoria. Quizá porque había nacido en las Hispanias, tal oyeron de boca de los peajeros que allí había que, dicho sea, no les pretendieron cobrar el pontazgo ni les pidieron el salvoconducto, aunque, eso sí, cuando doña Poppa los invitó a cenar, se sumaron de grado a la pitanza y, ante don Guirec y varios soldados, soltaron la lengua.
Se enteraron los bretones de lo de la calzada Trajana; de que, desde Carrión, habían cruzado los ríos Valderaduey y Cea, por los peajeros que, al advertir que eran francos, les contaron también que, en las riberas de este último río, había tenido lugar una singular batalla. Que no se habían enfrentado dos ejércitos: el de don Carlomagno, que se encaminaba a Compostela a rescatar el cuerpo del Santo Apóstol Santiago del yugo pagano, y el musulmán, que llenaba toda la tierra hispana, sino caballeros francos contra caballeros moros, en duelo; luchando treinta o cuarenta contra treinta o cuarenta, los que fueren, con tan mala fortuna que habían perecido todos de ambos bandos, con lo cual, fue menester continuar el combate al día siguiente, ya ejército contra ejército, dándose la triste circunstancia que murieron cuarenta mil cristianos…
—¿Tantos? —interrumpió don Guirec.
—Sí, señor, eso nos cuentan algunos francos de los que pasan por aquí…
—¿Cuántos eran los moros, pues?
—Cien mil o más hombres…
—¿Y ahora cuántos son?
—Los mismos o más, señor, el ejército de Almanzor es más numeroso que las estrellas del cielo…
—Y hace más daño que cien plagas de langosta juntas… Vayan con ojo los señores.
—Sí, nuestros espías nos preceden y también nos siguen —intervino un soldado.
—No han pasado por aquí.
—¡Chitón! —atajó don Guirec, pues que no era cuestión de mostrar las estrategias de los de Conquereuil a unos extraños, y cambió de tercio—: ¿Pasó por aquí un hombre que caminaba hacia atrás con tanta soltura como si anduviera hacia delante?
—Sí, señor capitán, compartimos dos liebres, unas truchas, una bota de vino y unos mendrugos de pan con él, traía más hambre que vergüenza…
—¿Os contó que buscaba su pasado?
—Sí, y que por eso andaba de espaldas… Es difícil caminar así, nosotros, para entretener nuestras soledades, lo probamos.
—Yo me caí y éste también.
—¿Qué hicisteis con ese hombre?
—Nada, lo dejamos pasar, compartimos con él nuestro pan, pues somos buenos cristianos y lo dejamos que se largara enhorabuena, no fuera a estar embrujado.
—Por aquí pasa gente rara…
—¿Sus mercedes se han cruzado con él?
—Sí.
—¿Y qué?
—Nada, sencillamente nos extrañó el sujeto.
—Por aquí, no ha mucho tiempo, pasó una familia de moros ricos con grande compaña, aunque más pequeña que la vuestra. Iban a Compostela a curar a un hijo que estaba leproso…
—¿Y qué hicisteis?
—Escondernos…
—Alejarnos, a ver, ¿qué podíamos hacer? Yendo tantos era imposible negarles el paso y menos emprenderla a pedradas contra el leproso…
—¿Santiago también cura la lepra?
—No sé, que yo sepa el patrón de los leprosos es San Lázaro.
—¿Cómo puede ser lo de los moros, acaso no odian a los cristianos? —preguntó otro soldado.
—No sabes tú, franco, hasta qué punto…
—Yo no soy franco, soy bretón y a mucha honra.
—Para nosotros todos sois francos.
—¿Y lo de don Carlomagno cómo terminó? —interrumpió don Guirec.
—Los francos dicen que venció el emperador, pero nosotros no nos lo creemos, es más, para nosotros nunca ha habido francos por aquí, salvo peregrinos y en estos años, en los que Almanzor anda de campaña, muy pocos…
—Sin embargo, este año y desde que empezó la primavera han pasado varias procesiones de flagelantes, unas gentes, hombres y mujeres, que se azotan las espaldas y dicen ir al Finisterre de la Galicia…
—Aseguran que llega el Fin de los Tiempos.
Mientras esta conversación entre leoneses y bretones tenía lugar bajo la espesa arboleda que crecía a la orilla del Esla, en un prado, bajo el toldo de la tienda de la condesa tenía lugar otra. A ver, que doña Poppa y don Morvan interrogaban al dicho Mínimo sobre cómo había sido capaz de predecir que se acercaban los hambrientos de San Facundo:
—Mínimo, veo que conoces el futuro, pues avisaste de la presencia de aquella pobre gente…
—¿De qué gente?
—De la del monasterio…
—Lo siento, señora, olvido todo, conste que me gustaría recordar…
—Este chico es un alunado, señora.
—Déjame, don Morvan. ¿Por qué buscas el pasado si ya ha transcurrido? ¿Te duele no tener recuerdos?
—Para saber quién soy, señora.
—¿Y lo buscas caminando hacia atrás?
—Claro, si ha quedado atrás, debo andar de espaldas por si me lo encuentro…
—¿Aprendiste a andar así?
—No sé, yo camino y camino, a veces creo que doy vueltas o que voy y vengo por el mismo sitio.
—Éste, señora, sufre alguna maldición… Si quieres cuando lleguemos a León buscamos una bruja y que le haga ensalmo…
—Lo que padezco es una desgracia, señor mío.
—Seguro que pecaron tus padres.
—No sé quiénes fueron ni si tengo hermanos ni, en otro orden de cosas, qué hago en este mundo.
—¿Cómo que no?, tienes muy claro que buscas tu pasado y que en el Finisterre de la Galicia existe una sepultura que lleva tu nombre, al menos eso dijiste…
—Sí, señora, eso es lo único que tengo seguro.
—Veamos, ¿acaso paralizas a los hombres con la mirada o con la voz? ¿Sabes manejar la espada?
—No, no.
—Esa facultad que tienes, lo de ver de espaldas, ¿la tienes por suerte o por desgracia?
—Señora, debió nacer ya maldito o algún enemigo de sus padres le echó mal de ojo para vengarse de alguna afrenta.
—Yo tendría por suerte, por fortuna, conocer el futuro…
—Yo no.
—Con este laconismo que demuestras es imposible hablar contigo, Mínimo. A ver, cuéntame de la batalla, de la derrota de los cristianos.
—Ah, ya no sé nada… Entienda la señora que lo olvido todo…
—¡Par Dieu, Mínimo, haces difícil la conversación!
—Pregúnteme su merced otra cosa, algo que esté por suceder y talvez le pueda servir y corresponder a sus muchas atenciones.
—Mi hija Lioneta, la enana, ¿crecerá?
—Sí, crecerá un palmo, acaso dos, pero no más.
—¡Ah, me has quitado un peso de encima!
—¿La ves más alta o te lo inventas, muchacho?
Y fue que se levantó el chico y, volviéndose a Occidente, aseveró que la pequeña crecería un palmo y, poniéndose de espaldas hacia el noroeste, que aumentaría dos palmos.
La condesa, muy albriciada por el vaticinio, llamó a Lioneta para hacerle cariños, pero la niña no la oyó, pues que estaba jugando con Abdul y su hermana, a caminar hacia atrás. Con la venia de la dama, Mínimo que había hecho migas con los susodichos, se unió a ellos, mientras don Morvan murmuraba:
—Un engendro se junta con otro engendro.
Y doña Crespina advertía a su señora:
—No te hagas ilusiones, doña Poppa, este hombre puede ser un embustero y hasta un perdulario, un vicioso que goza engañando al personal…
—O un alunado —intervino doña Gerletta.
—O la reencarnación de Satanás —sentenció don Morvan.
—O un pobre chico tenido por algún mal espíritu —apuntó doña Crespina.
Así las cosas, la señora que no quería hablar de demonios, aunque le pagaran, dio por acabada la conversación y hasta se permitió rechazar a don Pol que se acercó a hablarle del muchacho, a mentarle el llamado río del Olvido, en el que posiblemente el andariego hubiera perdido la memoria, cuestión que sin duda hubiera dado mucho de sí, pero le dijo:
—Don Pol, dejemos ese interesante tema para otra ocasión. Ahora disfrutemos viendo jugar a estas criaturas de Dios.
A dos jornadas de cabalgada, los tres jóvenes frailes de Armillat habían conseguido aliviarse las heridas con el agua de las fuentes cuando se detenían a beber y a llenar sus calabazas, pero todavía no lavarse sus aljubas. Porque don Walid no los dejaba ni cantearse y sólo les permitía desmontar, colocar la manta en la dura tierra, echarse a dormir y volver a montar, que en ayunas los tenía. Y si le hablaban, no respondía, aunque si le pedían perdón los llamaba «pecadores» y, si lloraban, «mujerzuelas».
Cierto que, al ocaso del tercer día de dejar el balneario de Galisteo y sus industrias anejas y habiendo quedado muy atrás la fortaleza de Plasencia, en viéndolos arrodillados a sus pies y contritos además, la cólera del prior remitió y, uno, dos y tres, los recibió en confesión y les absolvió de sus pecados, aunque, es de notar, que les impuso desmesurada penitencia. Tal les pareció a los arrepentidos: más ayuno, abstinencia y cientos de oraciones, que venían sumarse al castigo que ya llevaban, aunque también, es de decir, que no volvió a mirarles con desprecio ni a llamarles pecadores. Con ello, los disolutos jóvenes ganaron, ya que se quitaron el remordimiento que arrastraban por haber mirado, con la libido ardiendo, a mujeres del común a muchos, amén de que don Walid les dio a comer unos mendrugos.
Además, tras subir unos montes y bajarlos, tras pasar sin detenerse por alguna población, fue en Béjar, en el caserío que había crecido en torno al castillo, donde, por fin, se quitaron el hambre. Pues que entraron en un mesón y pidieron, lo que les recomendaron: un calderillo de cordero guisado con laurel y mucha cebolla, y eso, que todo, al Señor sean dadas muchas gracias, tornó a la normalidad entre los frailes. Entre otras cosas porque, sin cansar a las bestias, en dos jornadas, podían estar en Salamanca y, en tres más, en Tábara. Y, albriciados, hablaban como otrora:
—Señor, prior, parece que hay menos gente por estos caminos, que hay menos viajeros.
—Sí, eso parece.
—Será por Almanzor.
—¿Qué han de temer los moros a su caudillo? No obstante, recemos, hijos, para que Dios nos libre de todo mal.
—Los tejedores seguían en sus labores, otros menestrales estaban a lo suyo, no parecía que esperasen a nadie…
—¡Qué paños los de Béjar!
—Al regreso le podemos comprar unas varas al abad, para que se mande coser una capa de pontifical…
—Ya veremos. El libro, el Beato, es muy caro, talvez hayamos de regresar poniendo a prueba la hospitalidad musulmana, es decir, pidiendo de puerta en puerta.
—La verdad es que lo estamos haciendo muy bien, que en todas partes hemos pasado por mahometanos.
—Vosotros, hijos míos, la mar de bien… Siquiera hicisteis ascos a las danzaderas…
—Don Walid, deja ese asunto, por caridad. Nos arrepentimos, nos confesamos y aún estamos cumpliendo la penitencia.
—Se excedió su merced… ¡Mil credos…!
—Mil credos son cien veces diez.
—¿Qué es eso…? Mi madre, que en paz descanse, rezaba tres para cocer un huevo.
—En San Salvador de Tábara podremos hacer vida monacal, nos vendrá bien la disciplina.
—Sí, volver a los maitines…
—Ardo en deseos de tratar con los cristianos…
—A ver, Isa, cristianos somos todos.
—Quiero decir con la gente de León o de la Galicia, como se llame esta tierra.
—Zamora, la ciudad de las siete murallas, es la capital de la Galicia, tal tengo oído.
—A mí me gustaría probar la carne de cerdo.
—¡Cerdo, qué asco!
—¿Por qué?, los mozárabes estamos cada vez más arabizados… Pronto no seremos nada.
—Yo quiero ver cómo viven, qué costumbres tienen… Tengo entendido que las mujeres andan por las calles sueltas como si fueran hombres…
—Claro, lo natural. Lo antinatural es que los moros las tengan encerradas en sus casas y que, salvo a las esclavas, sólo las dejen salir de ellas una vez al año para la fiesta de Ansara…
—Don Walid, ¿qué hemos de hacer cuando nos crucemos en la calle con una mujer, acaso bajar la vista…?
—Decirle adiós, Dios contigo, buenos días, algo así, ¿no?, señor prior.
—Saludarla, sí… Pero nada más, con las mujeres hay que andar con cuidado… Tened en cuenta, hijos, que Eva tentó a Adán con el fruto prohibido y que Dios, muy enojado, arrojó a nuestros Primeros Padres del Paraíso Terrenal, y con ellos a todos sus descendientes, incluidos nosotros.
—Con lo bien que estaría el género humano gozando del Paraíso, las gentes amigadas, sin tener que trabajar para ganarse la vida y sin rezar por los pecados del mundo…
—Sin pecado…
—Sin moros ni cristianos…
—¡Ah, qué delicia!
—El jardín de las delicias.
—Y en vez, el hombre ganándose el pan con el sudor de su frente.
—Hissam, en el reparto de tareas que hizo el Señor, las mujeres salieron más perdidosas…
—¿Por qué, Yusef?
—Por lo de parir con dolor… Yo oí a mi madre gritar cuando nació mi hermana y se me revolvieron las tripas, vomité y sufrí un sudor frío que…
—¡Atención!
—¿Qué sucede, Isa?
—Gente, creo que son jinetes…
—Sí, y ojo que vienen a galope…
—Hijos, atad las mulas en esos árboles y esconded las alforjas de los dinares. Luego encomendaos al Señor, venid conmigo y aprestad las armas. Si son bandoleros, cargaremos contra ellos, pero esperad mis órdenes.
A poco de que los jóvenes cumplieran la manda de su superior, seis jinetes frenaron sus caballos a veinte o treinta codos de los frailes entre una gran polvareda, pero ya éstos los esperaban con los alfanjes a la mano, no fuera que llevara malas intenciones. Y sí, sí, que no sólo traían malas intenciones sino que las traían aviesas, a ver, que eran ladrones, salteadores de caminos, para ser más exactos.
Los mozárabes se apercibieron enseguida, pues que el cabecilla, a más de asesinarlos con la mirada y de llevar en alto su espada, gritó unas palabras que no entendieron, quizá porque hablaba demasiado deprisa, quizá por miedo, aunque las supusieron pues sonaron claramente a amenaza. Y fue que, a la orden del prior, sin mediar palabra y antes de que los venidos hicieran ademán de atacar, arremetieron contra los vinientes que, como no se esperaban semejante embate, recularon y, bendito sea el Señor, para entonces, Isa ya había segado la cabeza de uno de ellos, Yusef había clavado su hierro en el corazón de otro y Hissam cruzaba golpes con un tercero y de un pinchazo le atravesaba el vientre, otro tanto que don Walid que conseguía derribar al cuarto, se apeaba del bicho rápido, como si fuera mozo, y le ponía la espada en el cuello, mientras los otros dos ladrones que no habían entrado aún en batalla huían a uña de caballo.
Y es que, vive Dios, vive Dios, los cuatro de Armilat habían luchado como si fueran las Furias del Infierno y hasta habían hecho un prisionero, que no osaba moverse porque la espada del prior le atenazaba la garganta. Un preso que entregarían al alcaide de la próxima población que hallaren en el camino, ¿o no? ¿O lo mataban ya?
—Lo matamos y amén.
—Uno menos.
—Eso que bien merecido lo tiene.
—Es el cabecilla además.
—No, no lo es. Vinieron en dos filas, éste iba en la de atrás.
—Despídete de este mundo, ¡perro moro!
—¿Cómo quieres morir a espada o ahorcado?
—¡Elige, cerdo!
—¡Ténganse mis hijos, por el amor de Dios!
—¿Qué pasa, padre, no lo quiere hacer su merced?
—Su reverencia no tiene más que hincarle la espada…
—Lo dejaremos sin enterrar, para que sea pasto de los buitres…
—Así su espíritu no sosegará hasta el día del Juicio Final.
—Día en que tampoco descansará pues lo enviarán derecho al Infierno y sufrirá eterno tormento.
—San Miguel, Isa, San Miguel pesará su alma y lo mandará al Infierno de los Condenados.
—Déjame, padre, lo haré yo —rogó Hissam y, sin pensarlo dos veces, tomó el alfanje y le rebanó el cuello al prisionero.
—¡Bravo, Hissam, se está desangrando como un cerdo…!
—Y sin alentar.
—Hijos, os habéis portado como leones… Felicidades a todos… Estoy muy orgulloso de vosotros, hemos sido como los obispos y frailes de las Hispanias que van a la batalla, habéis demostrado tanto valor como ellos… Dadme las manos…
Los monjes se dieron las manos con calor, albriciados, muy albriciados, por el coraje que habían demostrado los cuatro y, porque, en matando al cuarto salteador, se habían quitado un problema de encima, pues no podían llevar prisioneros ni exponerse a entregarlo al alcaide del primer pueblo por el que pasaran, entre otras razones porque les pediría explicaciones y habrían de dárselas y podía zurcir el demonio y el gran servicio que habían hecho al común hasta podría volverse contra ellos, porque nunca se sabe.
Así las cosas, los de Armilat retiraron del camino los cadáveres de los bandoleros y, prudentes, los cubrieron con piedras para que los buitres, en un previsible festín, no llamaran la atención de los caminantes, no sin antes revisarles a todos las alforjas y los bolsillos de la aljuba donde encontraron monedas y algunas ropas, que se quedaron; uvas pasas, almendras y nueces, que se repartieron; moqueros, que tiraron y nada más. Por cierto, que les resultó extraño que tratándose de bandidos llevaran tan poca cosa y, también, les quitaron los saquillos que, como todos los musulmanes, llevaban colgados del cuello con la primera azora del Alcorán grabada en oro o en plata. Y, mira, se las pusieron ellos, pues no habían caído en aquel detalle, y no se habían quitado las cruces, con lo cual a partir de aquel momento, anduvieron con cruz y azora, como los buenos cristianos, como los buenos musulmanes, eso sí, muy poco convencidos de que la junta de aquellos símbolos religiosos tan dispares y tan enemigos entre sí les fuera a traer algún beneficio. Después, se bañaron en un riachuelo, comieron con buen apetito y sestearon.
Pasadas dos horas, recogieron las alforjas de los dinares, aparejaron las bestias, cargaron y echaron a andar bajo un sol con uñas y ciento por ciento sofocante, que quizá derivara en tormenta.
Del desconocido paraje donde lucharan y vencieran a los ladrones y hasta refugiarse en Salamanca, los mozárabes, durante jornada y media, sufrieron fuertes tormentas de agua y granizo, que más parecía se hubiera desatado la ira de Dios. Tal aseveraba el joven Isa, que iba tan ensopado como los demás:
—Desde que nos colgamos los amuletos musulmanes, no ha dejado de llover…
—Sí, los deberíamos tirar, señor prior —rogaba Yusef.
—No sabemos si aquel castillo es de moros…
—¿Qué castillo, su merced ve algo bajo esta cortina de agua?
—No, pero lo preveo… Si es de moros mostraremos el saquillo, si es cristianos enseñaremos la cruz y pediremos cobijo.
—Tiene razón don Walid —apoyaba Hissam—, pediremos albergue por amor de Alá o por amor de Dios, por uno u otro nos lo darán.
—Hijos, es que no sé si estamos en tierra mora o en tierra cristiana, y es que, de tiempo ha, no hay un alma…
—¿Sabe su señoría si llevamos el camino bueno?
—Seguro que sí. Siempre al norte.
—Esta agua vendrá bien para los campos.
—¿Qué campos? Señor, esto son eriales.
—No es cierto, Isa, son dehesas donde pastan vacas y toros.
—Si encontramos alguna, nos la llevamos y, cuando pare de llover, la matamos, así comeremos carne fresca.
—Eso sería robar, muchacho, las vacas tendrán amo…
—Sería satisfacer una necesidad, señor, ¿no está cansado, su reverencia, de comer tasajo?
—Suerte habernos de tenerlo, de otra forma comeríamos bellotas que, en la cristiandad, se las dan a los cerdos.
—Podemos matar algún ciervo o jabalí.
—Eso, que vamos de cacería…
—No te burles de mí, Hissam.
—Pues no digas sandeces, hermano Isa.
—Debimos buscar la cueva de los ladrones, nos hubiéramos resguardado y hasta nos habíamos quedado el tesoro que tuvieren.
—Sigue, sigue, diciendo necedades.
—En esta llanada no está ni Dios —terció Yusef.
—¡Callad esas lenguas, malditos…! ¡Dios está en todas partes…! ¿Quién crees que hace la lluvia, quién hace crecer el trigo, quién mantiene viva la flora y la fauna, quién hace el día y la noche…?
—¡No nos maldiga su merced a los tres, maldiga al hermano Yusef, él es el blasfemo…!
—¡Jesús-María, ahora granizo!
—Si no nos mata un rayo ni bien ni mal.
—Las bestias tienen miedo.
—Rezad, hijos, y resguardaos la cabeza.
—Parece que caen huevos de gallina.
—Todo desde que nos colgamos al cuello la azoras…
—Claro, Dios y Alá no se llevan bien.
—Ea, muchachos, deteneos y quitáoslas. Tú, Isa, entiérralas en el barro.
Y, mira, que los frailes de Armilat atinaron con desprenderse de los amuletos árabes pues, pese a que hubieron lluvia hasta casi Salamanca, presto, como si el hecho hubiera resultado grato al Señor Dios, remitió el granizo y, poco después, menguó el fragor de los truenos y el fulgor de los relámpagos y, claro, aunque hombres y bestias iban calados hasta el tuétano, y con las alforjas que se podían escurrir, se sintieron aliviados. Pero la mejoría del tiempo duró poco, dado que, de súbito y en plena canícula, se presentó un viento fuerte y frío, cada vez más gélido, que se fue llevando la lluvia. No obstante, los monjes llegaron a Salamanca ateridos, moqueando, estornudando y tiritando, a más de calados hasta los huesos.
—Vamos a coger un pasmo.
Tal se decían unos a otros mientras cruzaban el puente romano del río Tormes, que bajaba muy crecido, sin detenerse a admirar el aire de sus veintisiete arcos, sin dolerse de que las aguas hubieran inundado los magníficos sotos ribereños dando al traste con los huertos, eso sí, mirando por doquiera en busca de alma viviente que les indicara algún mesón o mansión, como se dijere por allí.
—Venga, hijos, que ya llegamos —animó don Walid.
—¡Quiéralo Dios! —exclamó Isa.
—Parece que no hay nadie. Buena parte de la muralla está derruida —informó Yusef.
—Será por el Almanzor del demonio.
—¡Hombres de poca fe, adelante…! —ordenó el prior.
—Los animales no pueden con la cuesta. Van a reventar.
—Cierto, la mula no me obedece. Se para.
—No hay nadie en las casas, padre, las puertas están abiertas…
E iban desfallecientes hombres y bichos, cuando, lo quiso Dios, una mujer asomó por una ventana y, al verlos, se escondió rápidamente y, al momento, apareció un hombre e hizo lo mismo. Pero tal comportamiento, tan poco caritativo, no desanimó a los monjes, al revés, descabalgaron muy albriciados y llamaron a la aldaba de la casa, en razón de que el hombre no llevaba turbante y la mujer se había asomado a la ventana, lo que venía a decir que Salamanca, loores al Señor, pese a las razzias de Almanzor, continuaba en manos cristianas.
Llamaron a la albaba y, mientras les abrían, los de Armilat se dieron las manos, se felicitaron unos a otros y, gozosos, levantaron los brazos al cielo, porque al fin estaban en las Hispanias. Volvieron a llamar, pero era que los de dentro no respondían, por eso gritaron:
—¡Abrid!
—¡Buscamos una posada!
—¡Somos cristianos de Córdoba!
—¡Monjes mozárabes!
—¡Indicadnos el camino!
—¡Haced caridad con nosotros, venimos enfermos…!
—¡Fuera de aquí, malditos moros! —oyeron decir al hombre.
—¡Te juramos por Dios y Santa María que somos frailes…!
—¡Asómate y ve esta cruz!
—Lleváis ropas moras…
—Si fuéramos moros ya habríamos entrado en tu casa, ¿no lo entiendes?
—Y te hubiéramos matado y violentado a tu mujer y a tus hijas…
—Y saqueado y quemado tu casa…
—¿Eres necio o qué?
—¿Qué queréis? —preguntó la mujer asomándose.
—¡Por los clavos de Cristo, que nos digas dónde está la posada…!
—No hay, la ciudad está deshabitada… Almanzor entró a sangre y fuego… Nosotros hemos vuelto a buscar nuestras cosas… —intervino el hombre.
—¿Vosotros nos podéis alojar? Os pagaremos bien.
—Si sois cristianos idos con Dios, si sois moros con Alá.
—¿Por qué no, decidnos?
—Nos vamos, abandonamos la ciudad.
—¿Con este tiempo?
—¿Por qué os vais?
—Tenemos miedo…
Los frailes oyeron que hombre y mujer discutían, y permanecieron atentos.
—Oye, don fraile —habló la mujer dirigiéndose a don Walid—, te dejamos la casa si nos das dos mulas, sólo nos falta cargar el carro y nos marchamos, pero es que dejamos la puerta abierta y se nos escaparon las nuestras… Como tú llevas muchas… ¿Qué dices?
El prior miró a sus hermanos y aceptó:
—Conforme. Abre la puerta.
—Pasen sus mercedes.
—Padre, denos la bendición.
—Yo os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—Amén.
—Amén.
—Ea, beban sus reverencias este vaso de aguardiente.
—Ea, trae aquí buena mujer. Bebed, hermanos. ¿Tienes ropa seca? Te la pagaré.
—Algunos jubones de mi marido tengo en el arca y calzas remendadas…
—Búscalas. ¿Tienes mantas?
—Prepáranos algún remedio para el destemple, estamos moqueando.
Mientras el marido empezaba a recoger bultos y apilarlos en el zaguán, la mujer se mostraba muy industriosa e iba del fogón, donde había puesto a hervir un puñado de corteza de sauce y otro de ortiga blanca a partes iguales, muy pasados por el tamiz, en una cazuelica, al arca, y removía el cocimiento, les daba mantas a los frailes y no miraba cuando se quitaban las aljubas, y a más hablaba y hablaba:
—Salimos corriendo hace doce años cuando llegó el moro, con lo puesto y volvimos al empezar el verano en una carreta, tirada por dos mulas, con una jaula de gallinas y unos conejos, que han criado… Nos encontramos con que nuestra casa estaba en pie y sin saquear… Dimos gracias a Dios y entramos con la llave pero, como no hay nadie en la ciudad, tanta soledad nos angustia, a más que el moro amenaza… Se diz que anda por la Castilla… Antes de que empezaran las lluvias, decidimos volver a Lugo donde nos refugiamos y donde se casaron nuestras dos hijas, pero las mulas se perdieron en un descuido. Mi marido me echó la culpa a mí, pero la tuvo él porque yo estaba lavando en el río y él dejó la puerta de la corraliza abierta… Ahora, con las dos mulas que nos va a dar su merced, recogeremos todo, llenaremos la carreta que tenemos, unciremos los animales y nos iremos si puede ser mañana, mejor que pasado… Ea, ya podéis beber este remedio, os aliviará.
—Mujer, si nos preparas algo para cenar, te lo pagaré.
—Bueno, sacaré un par conejos de los que he preparado en escabeche para llevármelos, no los iba a dejar aquí.
—Algo caliente.
—Calentaré vino, otra cosa no tengo.
—Vale, trae la frasca de aguardiente.
—Supongo que el trueque de las dos mulas incluye que esta noche podamos dormir en esta casa…
—Sí, reverencia, sí. Su merced puede hacerlo en nuestra cama, los jóvenes aquí en la cocina y mi marido y yo nos subiremos al pajar. Mañana esta propiedad dejará de ser nuestra… Tanto que trabajamos para tener casa con corral y, ya veis, hemos de cambiarla por dos mulas. ¡Qué fatigas me ha mandado el Señor…! ¡Qué mala vida he llevado…!
—¿Por qué, buena mujer?
—Mi marido siempre mandándome, Urraca, tal, Urraca, cual, ven, dame, hazme, vamos, más apriesa, ese niño que se calle… Mis hijos, se me murieron tres y me quedaron dos hijas, con gran fastidio de mi esposo… Los campos, la recogida de las cosechas, la helada que aquí acaba con ellas, y cuando medramos un poco llegan los moros y hemos de salir con lo puesto y dar en Lugo, como podíamos haber dado en Orense o en León, para volver a empezar…
Los frailes cenaron y durmieron y, mediado el día, don Walid entregó tres dinares de oro a la dueña por los servicios recibidos, pues que hasta les había lavado las aljubas, mientras los jóvenes ayudaban al hombre a uncir las mulas y ya todos despidieron a los propietarios de la casa y, muy mejorados por el remedio que les había proporcionado la mujer. A sobretarde recorrieron la ciudad, contemplaron la desolación con el corazón encogido y no pudieron evitar preguntarse:
—¿Qué mala vida es ésta?
Porque ellos, en Córdoba, como estaban sujetos al yugo de los califas y lo tenían por enorme desgracia, pensaban que la vida en la Hispania cristiana era otra cosa.