Capítulo 14

Los cuatro frailes del convento de Armilat iban mucho más apriesa que los bretones. A ver que, en siete días, tras haber recorrido alrededor de doce parasangas, habían dejado atrás las sierras y las fortalezas de Asuaga, Ellerina y Safra, y se habían plantado en Mérida —la vieja Emérita Augusta, capital de la Lusitania romana—, sin problemas además pues, aunque los peajeros de los señores alcaides los habían detenido varias veces a las puertas de las alcazabas, ellos se habían limitado a abonar el impuesto sin tener que enseñar sus mercancías ni menos mostrar el salvoconducto, pues ninguna autoridad se lo había solicitado, con lo cual iban muy animados. El que más el prior que se había olvidado de sus molestias de estómago e, ítem más, por la buena marcha que llevaban, pues que cabalgaban entre dos y tres parasangas diarias. Cierto que, habían de pasar las noches al raso, pues no habían encontrado ningún mesón o mansión —como se llamaba en al-Andalus a los albergues—, eso sí, cuidando muy mucho dónde extendían las mantas, no fuera a Ser sitio de cabañera y volvieran a coger garrapatas, que buena fiesta les hicieron, y también poniendo mucha atención en saldar a los viajeros como haría cualquier buen musulmán:

—Que Alá, el Más Grande, te proteja.

—Que el Señor, el Único, guíe tu camino.

—Que el Profeta, el Amado de Alá, te ayude.

Es de decir, que la vista de las altísimas murallas de Mérida impresionó a los frailes, más y más conforme dejaban la calzada de tierra apelmazada que venían recorriendo y tomaba un camino enlosado que dejaba a la derecha el viejo anfiteatro y entraban en la ciudad por un magnífico arco, romano sin duda, pues que no era de herradura, y continuaban por estrecha callejuelas en busca de una posada.

Don Walid iba dudando de si había hecho bien en acceder a las peticiones de sus tres hijos de ficción, en realidad de sus compañeros que insistieron hasta el aburrimiento, hasta que dijo sí, alegando que querían dormir en cama y comer caliente por un día que fuera y hasta que habían de dar a lava las aljubas que vestían que en vez de blancas se habían tornado negras por el mucho polvo acumulado en la ya larga cabalgada.

Y sí, sí, que presto hallaron posada. El mismo hospedero les atendió, ajustó el precio, tanto por las cuatro personas, tanto por los caballos y las mulas, mucho más por los cuadrúpedos —lo que son las cosas— que por los hombres, con comida para todos. El prior de Armilat pagó la mitad y por adelantado, y los monjes, por indicación del posadero, se encaminaron a una casa de baños que estaba a dos pasos de allí, donde se quitaron los olores y los sudores, pues que caía un sol de plano desde que dejaran el convento y disfrutaron con las aguas gélidas y tibias, perdóneles Dios —perdón, Alá—, porque los frailes no deben deleitarse con los placeres carnales. Y, luego, tras darse un paseo por la ciudad con ropa limpia, en el que se llegaron al río Guadiana y se admiraron de la grandiosidad del puente, hasta sesenta arcos contaron, regresaron a la posada a cenar y, es de decir, que comieron con gula, no se lo tenga en cuenta don Alá, pero es que no se pudieron resistir a las ricas viandas que les sirvió el posadero, mucho más de lo que cada día les daba el abad. De entrada: boquerones en salmuera, finas lonchas de trucha ahumada y un cuenquillo de harisa —de farinetas, para entendernos— con menudillos de pollo; de plato fuerte: cordero estofado con abundantes cominos y, para terminar almojábanas, pistachos, almendras y uvas pasas, todo ello bien regado con vino de dátiles y, aunque echaron a faltar el vino de uva —el que bebían en el convento y que iban a comprar a Córdoba, a un tabernero del rabal de Secunda, situado al otro lado del Guadalquivir, que era mozárabe— quedaron saciados y contentos, y eso que no durmieron en cama, sino en colchonetas en el suelo de la habitación, porque no había otra cosa. Pero es que vieron gente, después de siete días de soledad, de no tener con quién hablar, salvo con Dios, con las aves del cielo y entre ellos, y pudieron platicar con el posadero y su clientela, y decir quiénes eran, de dónde provenían y adónde iban, y aun porfiar con un mercader venido de Sarakusta sobre si las pieles curtidas en aquella ciudad eran mejores que las de Córdoba, pero todo quedó allí, pues el sarakustano invitó a un vasico de arrope de saúco y don Walid a un sorbete de toronja. Y dicho que se encaminaban a Plasencia a vender su mercancía, recibieron múltiples recomendaciones: que si no bebieran en tal arroyo porque sus aguas producían cólico; que en tal parte había muchos ciervos y podrían cazar alguno; que, ojo, con las vacas y toros bravos que campaban sueltos por los extensos encinares; que no dejaran de hospedarse en el mesón —«la mansión», decían también— de Galisteo, que no había mejor en el mundo; y, en otro orden de cosas, les informaron de las victorias del famoso Almanzor que asolaba las tierras cristianas a mayor gloria de Alá, el Clemente, el Misericordioso, etcétera.

A don Walid y a los suyos, como eran quienes eran, se les demudó la color al oír del Almanzor, pero, como todos estaban achispados del vino de dátil, que consumido en grandes cantidades también nubla el entendimiento, nadie se dio cuenta de su arrobamiento, máxime porque la conversación derivó a hablar de mujeres, de lo que hablan los hombres, después de todo. Y, como el prior observara que a sus hijos, que a sus compañeros, se les abrían los ojos, alegó cansancio, dio por terminada la grata sobremesa y se los llevó a la cama.

Al día siguiente, pese a que al prior le había sentado mal la cena y no había dormido apenas, a ver, tanta vianda…, los de Armilat recorrieron la ciudad y vieron el teatro, el arco de Trajano, el acueducto, restos romanos todos y mal conservados; anduvieron por el mercado y compraron fruta y fritos de pescado y carne que vendían los hombres y que asaban en figones portátiles, e higos chumbos también, lo que les sirvió de comida. Después, entraron a orar en la mezquita del emir Abderramán, el primero de los Omeyas, aunque no rezaron, lo hicieron para disimular y pasar un rato a la fresca, eso sí, con espanto en sus corazones. En la alcazaba no les dejaron pasar los guardias, no obstante vieron al alcaide salir de ella con una tropa, seguramente para ir de caza, pues que los hombres llevaban halcones. Luego, agotados de tanto caminar bajo un sol de plomo, se detuvieron en una plaza y se sentaron en unos poyetes a contemplar un gran edificio que don Walid dijo ser la casa del arzobispo, aunque no tenía signos externos que tal corroboraran, mismamente como sucedía con las iglesias en todo el Islam. Y, mira, vieron salir unas gentes y el prior dijo que entre ellas estaría don Daniel, el arzobispo pero, por prudencia, no se acercaron, aunque no les hubiera venido mal que el prelado les echara una bendición. Por lo mismo, por no atreverse, no entraron en el afamado hospital de enfermos y transeúntes que hacía más de trescientos años había fundado el obispo Masona, y eso que a don Walid no le hubiera venido mal que lo examinara un físico y le recetara tal o cual, pues que se resentía de la cena del día anterior, a más que en él hubieran estado hospedados de balde, y les hubieran dado comida, ropa limpia y cama. Por evitarse problemas tampoco visitaron la basílica de Santa Eulalia, la niña mártir de Mérida, entre otras cosas porque el sacristán no les hubiera dejado pasar, a no ser que se hubieran identificado y, de consecuente, descubierto quiénes eran, negocio al que no estaban dispuestos. Lo lamentaron, pues que les hubiera ido bien para sus almas celebrar misa o al menos oírla e, ítem más, confesarse, los cuatro, de que habían cometido pecado de gula y cada uno, además, de sus faltas particulares, aunque hubiera sido vano pues no se resistieron a las ricas viandas que para cenar les volvió a servir el hospedero.

Al alba del siguiente día, los frailes, tras pasar el arroyo del Albarregal, dejaron Mérida por la puerta de Salamanca, los cuatro con las espaldas ensangrentadas, pues que se habían fustigado con el mismo verduguillo.

En Qasrisch, después de una jornada y media de cabalgada, no se detuvieron, lo hicieron al día siguiente en la llamada mansión de Galisteo, que, dicho sea, no les defraudó.

A las pocas horas de abandonar Castrogeriz, los bretones supieron de los soldados que habían ido a hacer la guerra al moro, al mando de don Erwan, por lo dicho por el hombre que habían recogido a la salida de Burgos. Por el hombre, el muchacho, el crio, dicho con exactitud, pues que parecía ser impúber que, merced a los cuidados de las buenas mujeres de la expedición, había dejado de respirar con dificultad, se había recuperado y, pese a continuar lleno de morados y muy dolorido, había hablado, seguramente, por no oír más a aquel tropel de alcahuetas deseosas de saber por qué, bon sang, le habían pegado cristianos y judíos al mismo tiempo, cuando es sabido que ambos colectivos no se juntaban nunca, salvo en algún negocio que tratara de dineros. Pero fue que, después de darle tragos y no tragos de aguardiente —lo único que parecía resucitarle— y, tras mucho insistir, habían conseguido que abriera la boca y dijera su nombre:

—Me llamo Mínimo…

Y, a la sobretarde del cuarto día de haberlo recogido, cuando ya los bretones llevaban muchas millas recorriendo tierra yerma, añadiera:

—No tengo padre ni madre ni hermanos. No sé sus nombres, ni el del lugar donde he nacido… No recuerdo por dónde he andado ni si tengo algún oficio…

Y, claro, las mujeres se quedaron pasmadas ante aquellas cinco frases, y dos de ellas, comisionadas por el resto y una vez dispuesto el campamento para pasar la noche, se presentaron ante doña Poppa y le contaron lo del chico. Más asombrada que ellas quedóse la condesa, por no mentar a sus camareras, y todas empezaron a hablar de él:

—¿Cómo puede decir semejantes necedades? Me da gana de mandar que le den una tunda de palos mayor de la que le salvamos para terminar con estas tonterías.

—Madre, la paliza le habrá perturbado el seso —apunto Mahaut muy interesada en el asunto.

—Te recuerdo, madre, que lleva un chichón en la cabeza —apostilló Lioneta.

—Sí, quizá desbarre…

—¿De dónde viene?

—Dice no saberlo.

—Acaso haya bajado del Cielo y sea un ángel del Señor.

—No, no tiene alas.

—Talvez se las rompieran los que le atacaron.

—Por Santa María Virgen, dejad de decir bobadas.

Pero las niñas, las damas y las criadas continuaron:

—Será un alma en pena, ya lo apuntaron los peregrinos.

—¡Líbrenos Dios!

—No, los fantasmas viven de noche, por el día se esconden, nunca se hubiera dejado ver a la luz del día.

—Madre, tengo miedo.

—Nada temas, Mahaut. ¿Puede andar?

—Sí.

—Entonces, traedlo a mi presencia, y tú, Gerletta, llévate a las niñas, coge una antorcha y llégate con ellas a ese riachuelo para que se mojen los pies.

—No, no, madre, yo me quiero quedar.

—Y yo, madre.

—Luego tendréis malos sueños.

—No importa, madre.

—Sí que importa, que nos despertáis.

—No lo haremos, madre.

Pasmadas se quedaron las nobles al ver al muchacho, pues que traía vendada la cabeza, un ojo magullado que no podía abrir y un grande morado entrambas sienes, y pena daba, aunque, es de decir, que las criadas le habían vestido con ropa nueva y parecía otro hombre. Cuando lo tuvo de pie ante ella, doña Poppa lo hizo sentar a su lado porque le dio lástima y le preguntó con dulce voz, pues que ya tendría tiempo de regañarle:

—¿Has cenado?

—Sí, señora.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Mínimo.

—¿De dónde vienes?

—No lo sé.

—¿Por qué te pegaban aquellos hombres?

—¿Quiénes, señora?

—Los de Burgos… Algo malo harías… ¿Acaso les robaste?

—No sé.

—¿Cómo puedes no saberlo?

—No lo sé, olvido las cosas.

—Que discurra, señora, que piense, que se estruje el seso si es menester…

—Calla, Crespina. ¿Ibas a Compostela o volvías ya?

—No sé.

—Los hombres de Burgos dijeron que regresaba.

—Que volvía de hacer la ruta de las almas.

En aquel momento intervino don Pol, el preste, que se habían sumado a las interrogadoras:

—Mozo, ¿te encontraste con la Santa Compaña?

—No sé.

—¿Qué es eso, don Pol?

—Son almas de gentes que han quedado sin enterrar, que se unen y salen de noche asonando una campana, y de tal modo recorren toda la Galicia asustando a los habitadores, hasta que consiguen meterse en el cuerpo de un hombre vivo…

—¡Jesús-María!

—¿Estantiguas?

—Sí, la mi señora.

—Chico, ¿has andado con la Santa Compaña?

—No lo sé, señora, olvido los sucesos, los nombres de las gentes y los lugares por donde he pasado… Soy un vagamundos que ignora de dónde procede, aunque sé que me llamo Mínimo y que en el Finisterre, en un castillo que hay allá y que gobierna una dama, existe una sepultura en cuya lauda está mi nombre: «Aquí yace Mínimo…», y hacia allí me dirijo…

—Pues en Burgos, llevabas el camino equivocado.

—Me despisto. Desconozco mi pasado, pero conozco mi futuro…

—Si nuestro viaje es muy largo, el tuyo te va a resultar interminable…

—¿Conoces el futuro?

—Sí, señora, sé que un día llegaré a Finisterre.

—¿Sabes si nosotras llegaremos a Compostela?

—¿Y si conseguiremos evitar a los moros?

—Sus mercedes llegarán salvas a esa ciudad.

—Bendito sea Dios.

—Nos encaminamos hacia allá, vendrás con nosotros, te daremos de comer. Serás uno más… Eso sí, procura no asustar al personal… ¿Me has entendido, Mínimo?

—Sí, señora.

—Retírate. Y vosotras —ordenó la condesa a las criadas— guardaos muy mucho de contar lo que habéis oído u os mandaré azotar, ¿está claro?

Y, como muy claro estaba, demasiado incluso, las criadas obedecieron a la señora y nada dijeron sobre el extraño muchacho. Eso sí, al igual que a las damas, les dio a pensar, a no pensar en otra cosa desde que dejaran Castrogeriz, cruzaran el puente del Pisuerga, y se instalaran para cenar y descansar al Pie las murallas de la villa de Carrión, cuyas puertas encontraron cerradas y, aunque llamaron, nadie se las franqueó.

Hasta muy entrada la noche damas y caballeros estuvieron de plática. Don Morvan, que debía haber venido instruido, contaba que por allí había pasado el emperador Carlomagno en su camino a la Galicia; don Guirec dedujo que la villa era una ciudad de frontera, talmente como la de Nájera y sosteniendo que, al estar desierta, los cristianos la habrían abandonado ante la amenaza musulmana; doña Poppa preguntando si estaban ya en el reino de León o todavía pisando tierra castellana y los capitanes no supieron responderle; don Pol, como llevaba tiempo sin oficiar en una iglesia y había visto una torre campanario de hermosa alzada, lamentándose porque, de haber habido gente, bien hubiera podido celebrar en ella misa por la salud de los cuarenta bretones, Dios los ampare, que la condesa había cedido al conde García Gómez; doña Gerletta mientras llenando y rellenando las copas de vino; las niñas jugando con el negro Abdul con una bola de trapo que se tiraban entre los tres, lo que ofrecía sus peligros, pues que era noche oscura y podían dar un mal paso, trompicarse y aun torcerse un pie; doña Crespina, a la luz de una antorcha, cosiéndose el gonel cuya tela le había regalado la señora en Burgos, para ir más fresca por las parameras que llevaban unas cuantas recorridas, y fue que, de súbito, se presentaron las dos domésticas que vigilaban, digamos, a Mínimo, trayéndolo y ambas llorosas, pues que eran portadoras de malísimas noticias. Y, trabucándose y quitándose entre ellas la palabra, explicaron:

—Señora, dice el chico que los soldados que enviaste a hacer la guerra contra el moro han muerto…

—Asegura que los cristianos han sido derrotados por la morisma…

—Sostiene que les han cortado la cabeza y que han hecho un montón con ellas…

—¡Por todos los Santos…! —exclamó doña Poppa.

—¿Cómo lo sabes, bellaco? —intervino don Morvan y zarandeó al muchacho.

—¿Es que también conoces el futuro de todos? —demandó doña Crespina.

—Me vienen imágenes a la cabeza… He visto una batalla en la que la cruz era derrotada por unos hombres con turbante que, a más de luchar como leones, asonaban atambores… Lo demás, lo de los cuarenta muertos de vuestra compaña y lo de las cabezas, lo dicen éstas, yo no…

—Una batalla, señora, ¿cuál ha de ser si no…? Los cristianos se iban a juntar para ir contra el enemigo…

—¿En qué fecha estamos?

—A dos días saliente el mes de julio…

—¿Y qué importa que estemos en un día u otro?

—No sé, señora, quizá con el paso del tiempo esta batalla quede reseñada en los cronicones.

—De ser cierto lo que sostiene el muchacho alguno de los nuestros habrá sobrevivido y vendrá en nuestra busca…

—De estar abierta esta villa, quizá nos dieran noticias…

—Pero está cerrada, Gerletta, ¿no lo ves?

—Lo veo, Crespina, lo veo.

—Hace poco que hemos dejado un camino que procede del norte…

—¿Y qué, Morvan, y qué?

—Que de venir alguno de los nuestros, lo hará por allí… ¿Quiere la señora que envíe a algunos hombres?

—Ni por todos los Santos, don Morvan, los moros pueden andar pisándonos los talones —atajó don Guirec.

—Es cierto, don Guirec. Señora, aunque es de noche, te Propongo salir cuanto antes y seguir hasta León. Si azuzamos a las bestias en tres jornadas podemos estar allí.

—Y refugiarnos en la ciudad.

—Si me lo permite la señora, adelantaré y retrocederé espías.

—Muy bien, don Morvan… Ea, en marcha pues —ordenó doña Poppa y dirigiéndose a Mínimo le dijo—: Sube tú a mi carruaje.

La condesa iba dispuesta a interrogar al extraño muchacho, pero no lo hizo por el chico pues que, apenas el vehículo echó a andar, cerró el ojo que tenía bueno y se adormeció. Si lo dejó estar, también fue porque pospuso el asunto, en razón de que le dolía en lo más profundo de su corazón la desdichada decisión que, deseando ayudar, había tomado de entregar cuarenta hombres al conde García Gómez, creída de que los mandaba a la gloria, a vencer al moro, pero nunca a la muerte, y porque le reconcomía pensar en cuántos de sus muertos habrían alcanzado la Gloria Eterna —que es mucho más importante que la gloria terrenal—, pues que algunos de sus hombres, aunque guardaban las formas y obedecían las órdenes, no eran devotos peregrinos sino mercenarios que no iban a Compostela a que se les perdonaran sus pecados sino a ganarse una paga pues no había más que ver cómo dejaban correr sus instintos varoniles en los burdeles del camino, en el cual, sea dicho, habían hallado más casas de lenocinio que albergues para peregrinos. Por eso, por el dolor y la tristeza que le producían sus muertos, no preguntó a Mínimo lo que llevaba pensado demandarle de tiempo ha, en virtud de que, si había sido capaz de vaticinar la derrota cristiana, no le cabía duda de que era conocedor del futuro y quería saber si Lioneta crecería otro dedo más o hasta un palmo.

Al albor y antes de partir, don Pol, pese a que algunos sostenían que lo que había afirmado Mínimo era falso y producto de su alunamiento, celebró funeral por las almas de los cuarenta de Conquereuil, entre ellas la del joven Erwan, del que no dudó habría dejado muy alto el pendón del conde Robert, y por las de los cientos o miles de castellanos, navarros y otros que hubieren perecido en la batalla.

Tan mal las cosas, los peregrinos dejaron la villa de Carrión constatando que había sido abandonada por sus vecinos puesto que, durante el día no habían oído voces ni el cacarear de las gallinas ni los ladridos de los perros ni el canto de los gallos durante la noche ni otras señales de vida y tornaron a la estrada con luto en sus corazones, pues no en vano iban dejando muertos en el camino.

Viajaban apesarados y muy tristes, pues que las extravagancias que Mínimo contaba a las damas en el carro condal, aquellas fabulaciones de que era capaz de mantener una conversación conexa, pero que si dejaba de hablar, le volvía la desmemoria o que caminaba hacia atrás siempre en busca de su pasado y que veía lo que sucedía a sus espaldas como si tuviera ojos en el occipucio aunque no los tenía, ya fuera por alguna maldición o por alguna bendición o por algún conjuro o por algún contraconjuro, el caso es que no tropezaba, a las damas siquiera les hacía sonreír ni gana tenían de preguntarle esto o aquesto a aquel extraño personaje ni de contradecirle ni de llamarle embustero ni, en otro orden de cosas, gana de comer tuvieron, mientras la comitiva, ya casi reducida a la mitad, atravesaba inmensas estepas sin cruzarse con alma viviente y, muy de tanto en tanto, dejando atrás alguna aldea siempre deshabitada.

Camino adelante, los cuatro de Armilat arribaron a la mansión de Galisteo, descabalgaron y fueron recibidos por el propietario con mucha reverencia, y varios mozos de mulas les llevaron las caballerías a los establos.

Apenas entraron en la casa, el hospedero los acomodó en unos divanes y les obsequió con una copa vino de uva de un Jarro de plata que sirvió una esclava y, después otra y otra, y que los frailes, aunque estaban acostumbrados al jugo de Noé, como iban en ayunas cuando subieron a sus aposentos f ya estaban un tantico achispados, pero en la casa de baños, aneja a la edificación, se les despejó la cabeza con la impresión que les causó el agua gélida de la sala frigidaria, que luego atenuaron en la caldaria.

—¡Qué lujos, padre! —exclamó Isa.

—Nunca he visto otro tal —sostuvo Yusef.

—Esto, don Walid, no es lo que juramos al ingresar en el convento… Nada tiene que ver con el pacto que hicimos… «Si alguien quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame…» —aseveró Hissam.

—Ni con lo de «Quien no aborrece su vida por mi causa, no es digno de mí…».

—El señor califa no vivirá con tanta riqueza…

—¡Callad, necios, nos oirá el bañero!

—Don Walid, si nos viera el abad nos castigaría…

—Yo me he encontrado con esto, no sabía que aquí había tanto lujo… ¿No queríais en Mérida dormir en cama?, aquí lo vais a hacer cada uno en un lecho principesco. ¡Aprovechadlo y dad gracias a Dios…! ¡Silencio, el bañero…!

—¡Eh, bañero, más agua caliente!

—Sí, mi señor.

—Mozo, vives en un vergel…

—Hay varios lugares como éste por los alrededores… Son balnearios, viene la gente a tomar nueve baños, aquí brotan aguas benéficas que mantienen la tersura de la piel y curan algunas enfermedades… ¿De dónde son sus señorías?

—De Córdoba, venimos de Córdoba…

—¡Ah, qué gran ciudad!

—¿La conoces?

—No, señor. Yo soy un esclavo y voy donde mi amo me manda.

—¿Tu amo es el que nos ha recibido?

—Sí, señor.

—No eres moro, ¿verdad? No tienes rasgos árabes y tu piel es muy blanca.

—No, soy esclavón y venido de muy lejos.

—¿Cristiano?

—No…

—¿No?

—¿De dónde vienes, pues?

—De cruzar el mar…

—Eso no me dice nada.

—De los países de los hielos…

—Será un vikingo…

—Eso será.

—Mi amo me trata bien y me da bien de comer…

—Nada, pues sigue así, muchacho. Ten estos dineros para ti.

—Gracias, mi señor. Ahora, salgan los señores de uno en uno que les acercaré los lienzos y podrán subir a sus habitaciones para taparse bien y sudar, con ello se les abrirán los poros de la piel.

Bañados, descansados, vestidos y echada su ropa a lavar, los frailes disfrutaron del vergel de Galisteo, que fuera una mansión o un mesón o una venta, con balneario de la época romana, un lugar placentero donde iban a hacer la novena de baños muchas gentes principales de Córdoba, de Málaga, de Elvira y de otras grandes ciudades.

Por fuera, era una gran casa sin adornos ni ventanas a la calle, digamos que tan austera como cualquier fortaleza pero, por dentro, encerraba dos pisos de galerías corridas por las que trepaba la yedra y a las que daban las habitaciones, todas muy aireadas con grandes ventanales de cristal y con amplias terrazas y, en el centro, un grande terreno ajardinado por donde fluían fuentes rumorosas y crecían enormes árboles que suministraban una sombra envidiable y una apetitosa frescura que constituía un deleite para los sentidos. Eso sí, todo el recinto estaba dividido en dos: una parte para las mujeres y otra para los hombres, al igual que la casa, y separadas entre sí por apretados setos de cipreses alineados y grueso muro de ladrillo.

Los frailes anduvieron por los jardines, por parterres y bosquetes, recreándose en las florestas, con las rosaledas y los macizos de otras flores, hasta llegar a un cenador donde había una mesa baja y en torno a ella un montón de almohadones sobre los cuales se acomodaron y, presto, un criado les sirvió limonada y, a la caída del sol, la cena. Una comida asaz copiosa que duró a lo menos dos horas y estuvo amenizada por una esclava que tañía el laúd a la perfección, mientras varios camareros sacaban cuenquillos de mermelada de melón y leche salada de almendras, y fuentes y fuentes de almoríes rellenos de atún y carne, y otros de albondiguillas, a más de buñuelos dulces y salados, carne de cordero guisada con abundantes especias y, para terminar, manzanas horneadas, granadas, sandías y mucho más. Cierto que, los monjes hubieran podido echar a faltar el vino, el que bebían en el convento, pero no, no, que el hospedero, haciendo caso omiso al precepto del Profeta, bendito sea su nombre —como otra mucha gente en al-Andalus—, al igual que durante la recepción les sirvió vino de uva y muy bueno, con lo cual aquella comida se pudo llamar banquete y, muy aplicados los comensales, no sobró nada, salvo unas migajas de pan que echaron al suelo para que al día siguiente se las comieran los pájaros.

Claro que, cosas que pasan, para el joven Isa sobró todo pues, pese a que sus compañeros le insistían en que comiera y le preguntaban si se encontraba mal o estaba enfermo o si le dolía el estómago o la cabeza del mucho sol del camino, y eso que para el viaje llevaban turbante con bandas que caían para proteger el cuello y las orejas, él respondía que no, que no y no probaba bocado, y permanecía callado mientras los otros tres comentaban:

—Padre, si nuestro abad se enterara de este banquete nos impondría cincuenta azotes de penitencia.

—Lo mejor la leche de almendras.

—Para mí, el cordero.

—Tú eres un tragaldabas, Hissam.

—Las manzanas asadas exquisitas.

—Hay que ver, qué abundancia.

—Padre, ¿ya podrás pagar la cuenta?

—Sí, sí, no temáis, hijos míos. Además, al contrario que me sucedió en Mérida, el ventero no me ha pedido anticipo, todo un detalle que es de agradecer.

—Se ve que aquí viene gente rica y lo tendrían por grosero.

—¡Cenar con música, don Walid, cuando se lo contemos a nuestros hermanos se van a morir de envidia…!

—¿No crees, Yusef, que comer y cenar con la lectura de un salmo o de un evangelio es la mejor música?

—Con música de instrumento, me refiero.

—¡Come, Isa!

—¿Y tú por qué no comes, muchacho?

—¿Acaso haces sacrificio?

—¿Ayunas, talvez?

Pero no, no, que el joven fraile que recién, recién, había leído el pacto que redactara San Fructuoso y que se utilizaba Para profesar de por vida en los conventos de las Hispanias, no hacía mortificación ni ayunaba. Sencillamente tenía a la esclava tañedora frente por frente y si alzaba la cabeza veía una silueta de mujer y, vive Dios, el brillo de unos ojos, que otra cosa no, pues iba tan tapada como todas las mujeres de al-Andalus… Veía, decíamos, el brillo de unos ojos que centelleaban a la luz de las antorchas, y si bajaba la cabeza para coger de un platillo o para meter la cuchara en la sopa de almendras, la sentía y, siempre la oía, pues que no perdía acorde. Pero, pero, Señor Isa —Isa es el nombre de Jesús en árabe—, Señor Isa, sin quererlo, sin comerlo ni beberlo —nunca mejor dicho—, y nada más que la moza apareciera en el cenador y saludara con un pequeño movimiento de cabeza a los presentes, se le había revuelto el corazón y, a la vista de tanto manjar, también el estómago produciéndole un cierto malestar, acompañado de un sudor frío, digamos, a la par que mucha tontera de cabeza, y más, pues que el demoñejo que, como todo varón, llevaba entre sus piernas, se le había empinado, digamos, encabritado, para mayor exactitud, y era que el mozo, sudoroso y rojo como la grana, no lo podía dominar. Y era que el desganado joven, a más de sentir lo que nunca había sentido, un fuego en su corazón, que latía apresurado, y otro tanto en sus partes viriles, se consideraba un pecador y no sabía qué hacer, si salir corriendo de aquel lugar de tentación y en la habitación azotarse con el verduguillo hasta que el dolor acallara el hervor de sus partes bajas o contar lo que le sucedía al prior, llamarlo a un aparte y pedirle confesión. Pero no tuvo que hacer nada, pues que, a los postres, se presentó el hospedero, se sentó con ellos a la mesa, despachó a la esclava, que esclava había de ser, pues de tener otro oficio nunca se hubiera presentado delante de hombres extraños, y entró en hablas con sus clientes:

—Me llamo Ornar y soy muladí.

Es de decir, que el recién venido no tuvo que explicar a sus hospedados que ser muladí significaba que había sido cristiano y que había renunciado a aquella religión para abrazar el islamismo, por alguna razón, seguramente económica, que no llegó a exponer, o sin motivo alguno, pues sabido es que hay gente para todo. Es de señalar, que el hombre se apercibió de que su confesión, digamos, o confidencia o revelación o simple desahogo, lo que fuere, alteró un tantico los rostros de sus oyentes, pues que ser muladí no estaba bien visto en el Califato, lo justo para que los cuatro fruncieran el ceño y lo necesario para que el joven Isa desterrara sus malos pensamientos y atendiera a la conversación del renegado, eso sí, algo amoscado, mismamente como sus compañeros, porque aquella declaración no venía a cuento y era negocio que no se iba echando a los vientos, con lo cual los frailes dedujeron a la par que aquel Ornar algo querría.

Por supuesto, que algo quería y, para conseguirlo les sirvió vino, mucho vino, más comida a la que ya no pudieron hacer aprecio, y llevó a seis mujeres, muy bien aviadas todas, cuatro de ellas danzarinas y dos músicas, una que tañía el laúd y que podía ser la misma que había puesto nervioso al joven Isa, y otra que asonaba el albogue.

Y fue que tocó palmas y que las féminas empezaron a trabajar, unas con sus músicas y otras, a medio vestir, con sus danzas de perdición, tal título les dio don Walid, que inclinándose para disimular hizo correr la voz entre los suyos:

—Hijos, bajad la cabeza, no miréis, son bailes impúdicos… Estas mujeres son mumisas… Id a la letrina, poneos enfermos, emborrachaos, marchaos a dormir, haced lo que podáis, pero no os dejéis llevar por los bajos instintos y manteneos firmes ante la tentación…

Pero los jóvenes no se movían, al revés, quietos en sus asientos miraban embelesados a las prostitutas que hacían movimientos obscenos y se quitaban velos que arrojaban al suelo. De sus frailes pensaba don Walid que tan cautivados estaban sus sentidos por el espectáculo que hasta retenían el orín, pues que él tenía mucha necesidad de ir a la letrina y ellos ninguna, al parecer, pues que no se canteaban, y añadía para sus adentros que, aunque fuera sólo con la vista estaban cometiendo pecado contra el sexto mandamiento y, decidido a terminar con aquella impudicia, que no sólo instaba a sus monjes a pecar, sino a él mismamente, pues que notaba lo que notaba y eso que era viejo y padecía mal de estómago, quiso cortar por lo sano, agradecer la distracción, despedirse y llevarse a sus hijos de ficción a la cama, pero no pudo. Porque otros huéspedes, que j cenaban en otros quioscos próximos, pretendieron sumarse a ellos, aunque fueron alejados por el tal Ornar que no se cortó miaja al decirles que se trataba de una fiesta privada y no estaban invitados.

Tras la interrupción, el hospedero musitó al oído de don; Walid:

—Os voy a dar una de estas mujeres a cada uno, elige tú j primero y luego tus hijos…

Entonces el prior de Armilat ya no pudo callar y estalló, pues no podía consentir que sus frailes yacieran con mujer. Bueno, lo que se dice estallar no estalló, al revés, contuvo su ira como pudo, respiró hondo, carraspeó y, apaciguándose, dijo:

—¿Por qué haces esto por nosotros? ¿Las mumisas están incluidas en el precio de la habitación?

—No, pero soy hombre generoso y os las doy de balde.

—No quieras engañarme, posadero, ¿qué quieres de mí?

Y el dicho Ornar no se hizo rogar:

—Verás, don Walid, sé que vas al norte, a los reinos cristianos.

—No, estás confundido. Yo me quedo en Plasencia, venido mis pieles y me vuelvo a Córdoba —mintió el prior.

—En Plasencia no venderás una piel, es una fortaleza y nada más. Además, ¿qué haces aquí? ¿Por qué has llegado hasta aquí?

—Porque me recomendaron esta mansión en Mérida y quería que holgaran mis hijos con las buenas aguas… Lo que no sabía, don Ornar, que esto es una casa de mumisas

—No tienes que mentirme… Mira, yo me dedico a ciertos negocios…

—¿Qué negocios?

—Atiende, me dedico al tráfico de reliquias, a la compra y venta de reliquias, para que me entiendas…

—¡Por Alá!, ¿de Santos cristianos?

—Sí.

—¿Y qué pinto en ese asunto?

—Verás, como vas al norte, podrías vender en León o en Oviedo o en donde vayas los restos de un Santo muy principal que tengo en un arca… Te daré la mitad de la ganancia…

—¿Por qué yo?

—Eres mercader y sabes vender… En León, por ejemplo, te presentas al obispo y le ofreces el arca… Mira, yo soy un gran traficante… Intervine en la compra que hizo la abadesa doña Elvira, la que fue regente del reino de León durante la minoría de don Ramiro, el tercero, el hijo de don Sancho el Craso… Te daré la mitad de la ganancia… Además, debes saber que mi mercancía es extraordinaria, que no doy gato por huesos de Santo, vamos…

—Espera, he de ir a la letrina… Si quieres que hablemos cuando vuelva has de terminar con las danzas y enviar a bailarinas, a las músicas y a mis hijos a dormir, no a la cama, a dormir, ¿me entiendes? ¿Me he explicado bien…?

—Perfectamente, ve y ahora mismo termino con todo esto.

Cuando, satisfecha su necesidad, regresó Walid, Ornar le dio asiento y le sirvió vino. El prior se sonrió porque el traficante había cumplido su palabra y oyó atentamente lo que le dijo:

—Verás, don Walid, te voy a decir algo que nunca he dicho a nadie, te he elegido a ti porque creo que eres hombre honrado y busco un hombre que vaya a León… Por lo que vas a oír, me podrías hacer coerción y sacarme mucho dinero, incluso me podrías denunciar y, sin duda, me empalarían y me dejarían sin enterrar para que las rapaces se comieran mis ojos y mi alma no encontrara descanso eterno…

—¡Por Alá, suelta pronto lo que hayas de decirme, me tienes en vilo…!

—Yo soy muladí…

—Lo sé.

—El caso es que voy cumpliendo años y que empiezo a arrepentirme de haber renegado de mi religión… A más, que sé que, por el hecho de ser muladí, no soy querido en estas tierras… Mis mujeres y mis hijos siempre se han avergonzado de mi procedencia y no me han amado, sólo han querido mi dinero, ellas que les comprara joyas y telas ricas, y ellos que los casara bien… Les he dado todo lo que he ganado con este negocio que fue y es muy próspero, pero estoy endeudado hasta las cejas, debo todo esto y más en razón de que he casado a mis siete hijos, mis mujeres sólo alumbraron varones, en siete años consecutivos y para pagar las siete dotes tan seguido, hube de empeñar esta propiedad y aun pedir prestado a los judíos de Mérida, que se presentan a cobrar la deuda y sus intereses un mes sí y otro también… El caso es que necesito urgentemente dinero y que he pensado en vender una reliquia muy buena que sé dónde está a algún obispo… Al de Braga, al de León, al de Oviedo, al de Iria o a algún convento… La abadesa doña Elvira me pagó muy bien los restos del Santo Niño Pelayo…

—¿Y aquí es donde entro yo?

—Sí, y te daré la mitad. Cuando vuelvas con los dineros, los partiremos entre los dos.

—Venga, pues. Dame el arca y dime de qué Santo se trata…

—El arca no la tengo todavía, te entregaré un diente del Santo en una cajita de marfil… Te presentas en Braga, en León, en Astorga, en Compostela o te llegas a Iria si no has concluido la operación, alabas la labor del eborario, abres la arqueta, enseñas el diente y dices de quién es…

—¿De quién es el diente, pardiez?

—Sé que me juego mucho, pero voy a confiar en ti… Es de San Isidoro de Sevilla…

—¡Por Cristo vivo…! —exclamó en voz alta don Walid a la par que apuraba la copa de vino y se secaba el sudor que le corría por la frente con la bocamanga.

—Te acabas de delatar, amigo Walid —expresó Ornar y se sonrío.

—¿Por qué? —preguntó el prior muy confuso y con motivo.

—Desde que tú y tus acompañantes entrasteis en esta mansión, supe que erais frailes, que las pieles las lleváis de tapadera y que vais a los reinos cristianos con alguna manda.

—Bueno, pues sí, razón tienes… Estoy, estamos, en tus manos, pero, si es verdad lo que me has dicho, tú también estás en las mías…

—¡Es cierto, te lo juro por Dios y por Alá! Te confesaré que voy a comprar un libro…

—¿Uno sólo?

—Uno, el que me ha pedido mi abad, un Beato.

—¡Ah, un Beato, es un buen libro…!

—Me consta. Mira, soy el prior del convento de Armilat…

—¿El de don Recemundo? He oído hablar de él…

—Sí, a mi señor, el abad, se le ha antojado… Ha dicho que, como es muy viejo, será lo último que haga y que, si consigo comprarlo y entregárselo, habré contribuido a dejar muy alta su memoria… Pero no sé, y te lo digo también por la reliquia de San Isidoro, si podré lograrlo, porque soy tan viejo como él y, además, tengo el estómago ulcerado y me puedo morir en cualquier vereda, amén de que está el Almanzor de los mil diablos…

—No, llegarás a León sano y salvo, el hachib anda muy al este. Claro que, ignoro qué te encontrarás en la vía de la Plata más arriba del Tajo, pues que, hace tres años, subió por Coimbra y Braga y se presentó en Compostela y, como si mandara un ejército de fieras, arrambló con todo lo que se movía y con lo que no se movía, pues quemó iglesias, segó miles de cabezas y hasta se llevó a Córdoba las campanas de la iglesia del señor Santiago…

—Bueno, dame la arquilla que está a punto de amanecer.

—Acompáñame, te la doy y descansas, que mañana no has de madrugar.

—Me la das y me marcho, tengo mucho camino hasta León. ¡Ah!, oye, ¿y el cuerpo, qué pasa con el cuerpo? ¿Dónde está?

—No lo tengo, lo he de robar todavía.

—¿Cómo que no lo tienes?

—Que no, que lo tengo que robar… Mientras tú vas y vuelves con los encargos cumplidos, yo lo robo… Sé cómo hacerlo, lo quiero llevar yo en persona y quedarme en León mientras Dios me dé vida… Pediré el bautismo o lo que sea menester pedir…

—¿Entonces lo llevarás tú?

—Por supuesto, tú tendrás que volver a Armilat, ¿no?

—Sí, yo sí, pero, dime, ¿qué vas a hacer con tus mujeres…?

—Saldaré mis deudas, les daré todo lo que me quede y las dejaré aquí, ellas son musulmanas… Les diré que me voy de peregrinación a La Meca y, como no regresaré, al cabo de dos años serán viudas y alguna de ellas, que todavía tiene buen aire, podrá volver a casarse… Te aseguro que ninguna me echará a faltar… A un muladí no se le quiere en al-Andalus… Quizá me entre en un convento en las Asturias de Oviedo…

—En Armilat serás bienvenido.

—No, no, estoy decidido a dejar la morería. Quiero volver con los míos, con los cristianos. Pasa a mi despacho y siéntate.

El renegado levantó una baldosa del suelo, metió la mano, cogió un pequeño bulto envuelto en un saquillo, lo destapó y se lo entregó al prior.

—Pues es chica la caja.

—¡Ábrela!

—¡Pardiez, el diente! ¿Cómo puedo demostrar que perteneció a San Isidoro?

—Lo dice en la caja: Isidorus, episcopus

—No veo bien. Bueno, prepárame la cuenta…

—No debes nada, cumple tu palabra, y amén. En un mes, tendré un arca grande con los restos del Santo.

—¿Qué vale, qué pido?

—60.000 dinares de oro…

—¿Tanto?

—La abadesa doña Elvira me pagó 30.000 por el Niño Pelayo… Ya sabes que la mitad de la ganancia será para ti.

—Bueno, con ese dinero haré algunas obras en Armilat, apararé las cubiertas, pues se están cayendo los techos… Debes saber que lo hubiera hecho de balde, que me hubiera considerado pagado con rescatar un cuerpo santo del yugo pagano, con llevarlo a tierra cristiana y enterrarlo allí…

—Que te paguen la mitad por adelantado, le dices a quien sea que la segunda mitad me la abonará a mí, a Ornar ben Sancho, que soy yo…

—¿Tú crees que aceptará?

—Por supuesto, obispos y abades están deseosos de comprar reliquias… La abadesa lo hizo y muy contenta. Por cierto, entérate si vive y si es caso vas derecho a ella.

—A doña Elvira…

—A doña Elvira Ramírez, abadesa de San Salvador de León, la hija del emperador Ramiro, el segundo, hermana de don Sancho el que llaman el Gordo y regente…

—Bien, bien. Ea, subo a buscar a mis frailes, que tus hombres vayan aparejando mis caballos…

—A mis brazos, don Walid…

—Me hubiera gustado hablar más contigo, Ornar. Por cierto, ¿cómo te llamabas cuando eras cristiano?

—Ordoño, Walid, Ordoño.

—¡Salud, Ordoño, que el Señor colme tus anhelos!

—Buen viaje y suerte. Quedo esperándote.

Hechas las despedidas, el prior de Armilat sin haber dormido, pero sin notar cansancio subió apriesa al primer piso, y se encontró a las mumisas asonando sus músicas y danzando en la galería, precisamente delante de la habitación de sus frailes, entró en la suya como una flecha, cogió su fusta, abrió de una patada la de sus hijos de ficción y se los encontró cada uno en su cama, haciendo como que dormían, los muy necios. Y exclamó:

—¡Por los clavos de Cristo!

Y, sin pensarlo dos veces, la emprendió, uno, dos y tres contra los tres monjes y la compañía, organizando el alboroto consiguiente, pues que las bailarinas echaron a correr gritando y los jóvenes, tras sufrir el castigo en sus carnes, dudaron qué hacer si echarse a correr con las mujeres o dejarse pegar. Y tal hicieron dejarse apalear, pues que don Walid les propinó diez fustazos que les dejaron las espaldas en perdición y, después, les ordenó preparar los talegos y presentarse en la puerta urgentemente.

Los cuatro frailes, uno de ellos indignado hasta más no poder por la conducta de sus subordinados y tres de ellos sangrando en abundancia y humillados, pues que su superior los había tratado como el Señor Jesús cuando arrojó a los mercaderes del templo de Jerusalén, montaron sus caballos, tomaron el ronzal de las mulas, e iniciaron el camino de Béjar en el mayor de los silencios.