El desvío que los bretones hubieron de tomar para llegar a San Pedro de Cárdena, no supuso esfuerzo, pues que lo peor, el paso de los montes de Oca, había quedado atrás felizmente Amén de que, se habían encontrado con iglesias y otras construcciones derruidas, como la casa episcopal, y con un río que daba nombre a aquellos parajes cuyo puente atravesaron encomendándose a toda la Corte Celestial, pero ni con hombre o mujer, ni que fuera a Compostela o regresara ni menos que viviera o laborara por allá, ausencia que achacaron a la constante amenaza musulmana, todo lo contrario que les sucedió en el monasterio pues, además de hallar refugiados de otros lugares, se aliviaron los sudores en las vegas del río Arlanzón.
En unas tierras planas, planas, al Señor sean dadas muchas gracias, que pertenecían al conde de Castilla, desde no se sabía el punto exacto hasta la villa de Carrión, situada muy pasado Burgos, al parecer; a este conde llamado Sancho García, cuya vida guarde Dios que, al igual que el rey de Pamplona, había llamado a la hueste a sus vasallos para presentar batalla al Almanzorde los demonios. Tal conocieron los de Conquereuil al descender de los carros en la explanada del monasterio benedictino, donde la condesa fue recibida por el prior en razón de que el abad había acudido a la convocatoria de su señor con cincuenta frailes bien armados, pues tiempo era de vencer al sarraceno.
Y fue que doña Poppa, tras los parabienes correspondientes, hubo de responder a las preguntas que siempre le hacían. Quién era, de dónde venía y adónde iba, y asistir una vez más al estupor, en este caso del prior, que producía en cualquier persona la contemplación de Lioneta, a más de escuchar los halagos que recibía Mahaut por su belleza —lo uno por lo otro, después de todo— y fue que, al echar un rápido vistazo a aquella heredad, se dijo que, por fin, había llegado a una gran casa, donde talvez pudiera comprar un Beato, abonarlo y dejar de pensar en la manda de la condesa de la Bretaña.
Y, sí, sí, que fue instalada en el albergue, nada más y nada menos que en las habitaciones que tenían reservadas el conde de Castilla y su mujer, y habiendo descansado en plumazo mullido, oída misa y una vez desayunada, envió a la mayoría de sus hombres a la ciudad de Burgos, situada a dos leguas de allí, y a sus hijas con don Morvan y doña Crespina, y ella se dejó enseñar por el prior las amplias dependencias del cenobio. Puertas adentro, visitó la sala capitular, la iglesia abacial y se arrodilló ante las tumbas de los Santos Mártires, todos frailes del convento —muertos por los moros, años ha—, las del conde García Fernández y su mujer, padres del actual conde de Castilla, y la del juez Laín Calvo, pues que en Castilla hubo jueces antes que condes, tal expresó el religioso a la par que anunciaba que tenían la intención de levantar un claustro. Por fuera, tuvo ocasión de contemplar los vastos prados donde pacían vacas, caballos, mulas, asnos, ovejas y puercos, separados por cercas además, y la huerta donde crecían hortalizas y frutales, pomares sobre todo, mismamente como en la Bretaña, y, en la lejanía campos de cereal, viñedos y espesos bosques, pues que por allí corría el río Arlanzón y en él la casa abacial disponía de molino y de derecho de pesca en un grande tramo. El fraile, después de enseñarle las corralizas, pretendió llevarla a una poza de sal que también tenían, pero a la condesa, acostumbrada a no dar un paso desde que dejara Conquereuil, le dolían los pies y dijo: «No, gracias».
El clérigo y los tres bretones se sentaron en un lugar muy placentero, a la vera de una fuente, donde bebieron y se dieron agua a la cara para refrescarse. La señora estuvo respondiendo a las curiosidades del prior sobre el camino que llevaba recorrido, y sobre las dos preguntas inevitables: si era viuda y si Lioneta era enana. Por supuesto, que la dama contestó «sí» a la primera y a la segunda también, después de mencionar a don Pipino el Breve y aclarar la falacia que encerraba la palabra «breve», y continuó con que su desgracia no desaparecía en la tierra castellana, tan lejos que estaba de su casa, y no siguió hablando, pues no era cuestión de enterar al prior de los trapos sucios que había habido en el castillo de Conquereuil.
Aquella pausa la aprovechó el fraile para recomendarle consultar al boticario, un hombre de mucha ciencia, y al físico del convento, hombre de tanta ciencia o más, por si le podían hacer favor a la pequeña y encontrar algún remedio para que creciera. La dama hizo un pequeño gesto de asentimiento, pero no dijo sí ni no, entre otras razones porque, consciente de que la estatura de su hija no tenía remedio y de que el culpable de ella era don Pipino, amén de que no deseaba que la criatura anduviera de mano en mano, cambió de tercio y le pregunto:
—En la Francia me informaron de que sus mercedes disponen en el monasterio de un famoso escritorio.
—Así es, señora, y estamos muy orgullosos de él.
—Verás, reverencia, mi señora la duquesa de la Bretaña, que posee muchos libros y muy buenos, sabedora de que me dirigía a Compostela de la Galicia en peregrinación, me encargó que me detuviera en esta santa casa y comprara un libro para ella.
—¿Qué libro desea la señora de la señora?
—Un Beato.
—No hemos copiado ni iluminado ninguno de ellos todavía. Es un negocio que tiene pendiente el señor abad.
—Vaya, es pena.
—Aquí tenemos para vender los Morales y los Diálogos de San Gregorio, que fue papa, y una Biblia, muy buena… Además y lo siento, no te los puedo enseñar pues que la morisma anda cerca y los hemos escondido… Acaso cuando regreses, suponiendo que el peligro se haya alejado, puedas verlos… Ten en cuenta que, hace más de setenta años, los sarracenos asesinaron a doscientos de los nuestros, cuyas sepulturas has visto en la iglesia y que el abad quiere trasladar al claustro que tiene intención de construir…
—Vaya, vaya por Dios. ¿Sabes dónde podré comprar uno?
—Quizá en la propia ciudad de León o en San Miguel de la Escalada o en San Salvador de Tábara, que quedan por allá o, más lejos y en camino contrario, en Santa María de Ripoll.
—¿Y en Burgos?
—En Burgos no, aunque podrás adquirir ricas telas traídas de Persia, de Constantinopla y de al-Andalus… Tenemos allí dos tiendas una enfrente de otra, en la rúa que cruza la ciudad, en la vieja calzada que discurre de Astorga a la Aquitania…
—Iré a ver.
—¡Ea, que la campana llama a comer…!
A sol puesto, tanto que la condesa ya estaba preocupada por la tardanza, se detuvo el carro condal a la puerta de la alberguería y de él bajaron sus hijas en loca carrera, se le acercaron para darle mil besos y contarle lo mucho que habían disfrutado en Burgos:
—Madre, hemos visto a unos encantadores que lanzaban al aire cinco bolas cada uno y no se les caían de las manos…
—Y a unos juglares que asonaban músicas y la gente bailaba.
—Nosotras también hemos danzado con don Erwan doña Crespina.
—Crespina, ¿tú has bailado?
—No me ha quedado más remedio, he recordado mi juventud.
—Y a un ciego que cantaba romancillos.
—Y hemos ido al río y tirado unos peniques a unos niños que se metían bajo el agua y los cogían con la boca…
—Eso decían, pero los cogían con la mano.
—¿Y se los quedaban?
—Claro.
—También hemos comido en una taberna.
—¿En una taberna, cómo es eso, Crespina?
—Señora, don Guirec nos ha invitado. Yo no quería pero las niñas se han empeñado, y me he dicho: «Por una vez…».
—¿Qué habéis comido?
—Cordero asado.
—¿Estaba rico?
—Muy rico, madre, el mejor que he comido en mi vida —informó Mahaut.
—¿Habéis estado rezando en alguna iglesia?
—No.
—No.
—Lo hemos pasado muy bien.
—Además, hemos comido almendras garrapiñadas…
—Y dulces de miel.
—Había mucha gente, madre.
—Y muchos tenderetes…
—Habrá que ir a Burgos. Mañana iremos todas… Me ha dicho el prior que el monasterio tiene dos boticas en la ciudad…
—¡Qué bien, señora! —exclamó doña Gerletta que se había quedado a acompañarla.
—Verás, madre, ya pueden decir que París es la ciudad más grande de la Francia, pero Burgos seguro que no le tiene nada que envidiar.
—¿Eso crees, Mahaut? —preguntó doña Poppa mientras le hacía un cariño en la cara y al momento acudió Lioneta.
—Madre, dame besos.
—Besos, muchos besos para mi naine.
Y con su naine en el halda, la condesa, de repente, se dio cuenta de que la pequeña, de tiempo ha, no había echado a faltar los amplios vuelos de sus faldas y que no se había refugiado o, digamos escondido, en ninguna parte, que no se guarecía ya, desde que, dicho a bulto, ella se cambiara las sayas bretonas por las túnicas pamplonesas y, como no podía ser de otro modo, se holgó, pues salvo que la cría retomara aquella mala costumbre, no lo quiera Dios, había puesto punto final a uno de los principales motivos de murmuración, aunque el otro: su escasa talla quedara para siempre, ¿o no? Y mucho más se congratuló cuando buscó en su azafate la cinta de medir, subió a la niña en un arcón y procedió a su cotejo y, vive Dios, vive Dios, por Santa María Virgen, que la criatura había crecido un dedo. Tal coligió después de repetir varias veces la operación, y no pudo hacer otra cosa que proclamarlo a los vientos, comunicar a sus damas la buena nueva e invitarlas a que probaran ellas pero, para cuando las camareras procedieron ya estaba Lioneta tan nerviosa que más parecía tener el baile de San Vito, y fue menester dejar el negocio para otro día. Pero sí, sí.
Fueron las damas las que más disfrutaron en las horas que los bretones permanecieron en Burgos. La condesa, que ya llevaba mucha alegría en su corazón porque, loores al señor Santiago, Lioneta había crecido un dedo, mandó al cochero dar una vuelta por la ciudad, e hizo bien pues ya no tuvo tiempo para nada más. En el recorrido admiró la alzada del castillo y el caserío que, al pie del mismo, formaba el llamado barrio de San Juan, pero más aún le gustó la rúa Mayor por donde transitaban carros y caballeros con dificultad pues estaba a rebosar de naturales y de peregrinos, cada uno con su esportilla y su bordón y, de la dicha calle, las dos tiendas que los monjes de Cárdena tenían arrendadas a unos menestrales, y de entrambas, una, la pañería en la que se vendían tejidos del Oriente. A más que tuvo suerte, o así lo consideró, pues que en el momento en que su carruaje se detenía ante la puerta, unos mercaderes judíos estaban descargando sus mercancías. No le cupo duda de que eran judíos por las luengas narices que lucían en sus rostros, bueno, más bien que deslucían, que afeaban los sus rostros, como constataron todas las bretonas mientras los veían descargar piezas y piezas de telas.
En el establecimiento fue atendida por el arrendatario y su mujer que extendieron en el mostrador lo nuevo que habían recibido: brocados, sedas de Alejandría y de Damasco, draps de Carcassonne, etcétera, a la par que le rogaban:
—Toque, la señora, el paño.
—Vea, vea qué telas, la señora.
—Y, mira, que doña Poppa no había visto que las altas damas de la Francia, que habían asistido al entierro de don Robert, llevaran nada semejante. Amén de que la pañera le proponía que desterrara la saya y el corpiño y se mandara coser un brial —lo que llevaban las damas en la Francia— ajustado al talle con cordones a ambos costados y una sobreveste de mangas perdidas, y que todo ello lo sujetara con alguno de los cinturones que tuviera, a ser posible aderezado con perlas para que le hicieran juego con el negro de la tela o con ámbar para que le fuera al oro —que la dueña, que parecía vistiera a todas las reinas de las Hispanias, no vendía cinturones, al parecer—, y para el velo le sugería fino cendal. Ah, en cuanto al brocado, le recomendaba el negro con hilos de oro muy menudos y, claro, la viuda, que era precavida, pensó en la boda de Mahaut, a celebrar cuando Dios quisiere, y vaya su merced a saber el tiempo que tardaría pues siquiera había compromiso y la criatura tenía siete años, para ocho. Pero le advino, digamos, como una fiebre por comprar, quizá porque nunca se había visto en situación semejante ni había tenido tanto género para elegir. El caso es que para ella, para cuando se quitara el luto y para el medio luto, se compró cinco largos del brocado negro bordado de hilos de oro en zigzag de casi un dedo de grosor, que le hacía muy bien a la cara. A Mahaut, para su boda, otras tantas varas de damasco de color rojo púrpura con dibujos arábigos bordados de plata muy menudos, que le hubiera gustado fueran las armas de Conquereuil pero, pese a que la pañera prometía tenérselo tejido para cuando regresara de su viaje, no quiso esperar, entre otras razones porque la pequeña estaba emocionada. Y, ya puesta, le compró también otras tantas varas de un tafetán color turquesa y otras de un brocado verde manzana, y el doble de sarzil para coserle dos túnicas para el invierno, y varias piezas completas de ranzal para jubones y bragas, y otras tantas de fustán para hacer refajos. Que, mira, debía haber empezado a prepararle el ajuar y, era que las damas en viéndola, tan arrebolada y con la faltriquera rota, creyeron que iba a ser capaz de comprar hasta vendas crurales para los soldados, aquellas tan hermosas que había con tiras longitudinales, pero no, no, que erraron de medio a medio. Porque, ajustado lo suyo y lo de Mahaut, les dijo que cada una eligiera una tela y ellas, aparte de encomiar la largueza de su señora, no se hicieron de rogar y optaron por unas de algodón para, siguiendo las instrucciones de la tendera, coserse una gona y un sobregonel, es decir, una túnica y una sobretúnica, para llevar mejor los rigores del verano. Y aún dudaba la señora qué tela comprar para hacerle un manto a su primogénita, cuando su segundogénita le preguntó:
—¿Y a mí qué?
—¿Qué quiere mi naine?
—Lo mismo que mi hermana pues, aunque me case con Dios también habré de ir con buenos vestidos a mis bodas, ¿o no, madre?
—Por supuesto, hija, tú serás la novia más hermosa… ¡Pañera, lo mismo de la mayor para la pequeña, pero sólo dos varas!
—Lo que mande la señora —respondió la tendera, todavía sin dar crédito a la venta que estaba haciendo. Sin duda la mejor del año.
Y fue que se presentó el pañero con una bandeja, unos vasos de vino dulce y unas tortas —a ver, que no era para menos— y las bretonas hicieron aprecio. Y a la hora de pagar, don Morvan abrió el cofre de los dineros y abonó un diñar de oro tras otro, pues que en Burgos preferían moneda musulmana a la carolingia, hasta mil y doscientos, con lo cual el arca se resintió, y eso que, sin consultar con su señora, consiguió que el comerciante le rebajara un décimo del montante total.
Los pañeros despidieron a la munífica condesa de donde fuere, arrodillados en el suelo, en lengua franca, quizá porque debía haber ya muchas gentes de aquellas latitudes poblando la ciudad, diciéndole:
—Adieu.
—Heureux voyage, madame la comtesse et compagnie.
Luego las damas y don Morvan comieron en una taberna, llena a rebosar por la gente de Conquereuil, y la condesa, que aquel día compraba todo y lo daba todo, abonó las cuentas de toda la concurrencia, incluida la de un burgalés, el único desconocido del lugar.
Y ya las nobles volvieron a San Pedro de Cárdena con el estómago lleno, alabando la finura del cordero y el buen vino que se habían echado al coleto, y contentas, la mar de contentas por las compras realizadas y por los regalos recibidos. Mientras doña Crespina vaciaba un baúl para meter las telas y que fueran a resguardo para que no se las comieran las polillas, las demás se echaban por los hombros un paño y otro y se preguntaban entre ellas qué tal les sentaba a la cara y se miraban en un espejuelo bruñido.
Al día siguiente, doña Poppa, sin consultar a los sabios del convento sobre la enfermedad o tara de Lioneta, le dijo adiós al prior a la par que le entregaba una bolsa de dineros que se la agradeció y le deseó venturas.
Don Pol dio el grito de: «¡Dios, ayúdanos, Santiago, ayúdanos!», y la comitiva de Conquereuil partióse enhorabuena.
Doña Poppa llamó al preste y, como apenas había visto la ciudad de Burgos —pues que se había pasado la mañana en una tienda— y había caminado por ella cuatro pasos, creída de que él se habría enterado de todo, le pidió que le dijera algo de ella. El hombre no se hizo rogar:
—Señora, sepa la mi señora que el conde Diego Porcelos, por orden del rey Alfonso, el tercero, levantó un castillo hace más de cien años y que trajo gentes francas para la población… Los habitadores nos toman a todos por francos, pues no saben distinguir entre provenzales, gascones o bretones, por poner unos ejemplos… Es la cabeza del condado de Castilla… Muchas gentes que regresan de Compostela quieren quedarse a vivir en esta ciudad, pero la mayoría no puede hacerlo porque tiene obligaciones en sus países, aunque no sé, señora, pues me han asegurado que hace un frío que pela, y yo sostengo que también una calor de misericordia… Como hemos de volver a atravesarla, se fija su merced y verá la imponente fábrica de la fortaleza y, antes de llegar, a mitad de la rúa Mayor, en la torre de una iglesia dedicada a Santa Gadea que, confieso, no sé quién es, pero tengo para mí que debe tratarse de Santa Águeda, que fue mártir…
—Santa Águeda, a la que los romanos le cortaron los pechos…
—¡Ama, por Dios, las niñas!
—Me dijo el preste que a Compostela van hasta moros a curarse de sus enfermedades…
—¡Bon sang, qué cosas!
—En las Hispanias se va de sorpresa en sorpresa.
—Una gran ciudad, don Pol, en efecto, y una hermosa iglesia…
—Y el castillo, mirad el castillo…
—¿Si vienen los moros se refugiarán los pobladores en él?
—Por supuesto, Mahaut.
—Don Pol, ¿sabes que he crecido un dedo? —informo Lioneta.
—¿Es cierto eso, señora?
—Sí, pero no quiero que corra el asunto. Dé su merced gracias al Señor, alégrese con nosotras y rece para que crezca más.
Y ya habían recorrido la rúa Mayor, rodeados de chiquillos que alargaban la mano para pedir, ya habían atravesado el puente del Arlanzón y ya el carro condal había tomado la calzada hacia Astorga y avanzaba apriesa por la llanada y a la sombra de enormes árboles, cuando en la ribera vieron unos carros parados y, al adelantarlos, a unas gentes que apaleaban a un muchacho. Don Erwan continuó camino como si nada ocurriera, pero la condesa ordenó a su cochero que detuviera el vehículo y la expedición interrumpió la marcha. Ella, antes de apearse y de tomar cartas en el asunto, observó qué sucedía y vio que unos hombres, nada más y nada menos que los mercaderes judíos del día anterior, pues los reconoció al momento, ayudados por media docena de peregrinos, estaban apaleando a un muchacho que, caído en la dura tierra, ora recibía un varazo —que nadie olvide que los hebreos utilizaban varas de medir pues comerciaban con telas— de los judíos, ora un bastonazo de los peregrinos que, puestos de acuerdo, querían matarlo al parecer. Y, claro, obligada por la autoridad que le confería su título nobiliario y por la bondad que derrochaba su corazón, pretendió salvar al chico de la muerte y, consciente de que a poco que se demorara, estaba condenado a morir, se dio prisa. Bajó del carro, seguida del preste, y corriendo se personó en el lugar y preguntó con enérgica voz:
—¿Qué sucede aquí?
Los hombres, al ver sus enseñas y la mucha gente que llevaba, detuvieron la azotaina. Los judíos pusieron pies en Polvorosa y arrearon a sus bestias, largándose pues que no querían problemas, al parecer, y allí quedaron media docena de peregrinos que respondieron a la demanda de la dama voceando, pues que debían estar asustados o enojados o arrebatados o alunados, lo que estuvieren, en fin:
—¡Señora, este chico está maldito!
—¡Sufre un encantamiento!
—Viene de hacer la ruta de las almas…
—¡Es un alma en pena!
—Regresa de la Galicia con mal de mar.
—O alguien le habrá echado mal de ojo y sufre meigallo.
—A ver, muchacho, ¿qué te pasa? —intervino don Pol.
—¡Agua, Crespina! —pidió la condesa.
—Nosotros vamos a Compostela y nos hemos topado con él…
—Señor cura, iba andando de espaldas…
—Hacia atrás, iba caminando hacia atrás, como si tuviera ojos en la espalda…
—¡Don Morvan, agua!
—¿Qué ocurre?
—¡El chico está sin sentido…!
—O muerto, voy por los Santos Óleos.
—¡Alienta, alienta todavía! Pero ¿qué habéis hecho con este pobre muchacho, malditos?
—Señora, es un demonio.
—Un hijo de Satanás.
—¿Ha visto su merced un hombre que camine hacia atrás con la misma soltura que si anduviera hacia delante?
—¿Y por eso hay que pegarle?
—Hay que matarlo, señora.
—Don Morvan, manda buscar al merino de Burgos, para que aprese a estos hombres…
—No, perdone la señora, por lo que más quiera.
—Nosotros nos vamos, nos hemos juramentado para ayudarnos y defendernos, y de este chiquillo no queremos saber nada.
—Adiós, señora.
—¿Has visto, don Morvan, apalean a un hombre y no quieren saber nada?
—No hay caridad en el camino de Santiago, señora. ¡Eh, chico…! —llamaba el capitán palmeando la cara del muchacho.
—Aquí está el agua, por fin.
—Traiga, la señora.
Y fue que el capitán arrojó un jarro de agua al rostro del muchacho y que éste reaccionó lo suficiente para demostrar que estaba vivo.
Así las cosas, los bretones depositaron al joven en el llamado carro de los enfermos y volvieron a la calzada.
Al alba del mismo día en el que el séquito de la condesa de Conquereuil tomaba la vía pública de Burgos a Astorga continuando por el camino de la Galicia, un grupo de frailes del convento de Armillat, situado a poco más de media parasanga de la ciudad de Córdoba, en las serranías de por allá, recibían la bendición de su abad, se despedían de él y daban las manos a los claustrales, sus compañeros, que les deseaban buen viaje.
Eran cuatro los monjes que, en este momento, se suman a la narración de esta historia, con sus talegos, llevando, además, cuatro caballos de hermosa estampa, de los llamados andalusíes, y doce mulas candongas para transportar el equipaje. Por más señas, eran mozárabes, es decir, cristianos que vivían en tierra Musulmana y practicaban la religión que habían heredado de sus antepasados con mayor o menor libertad, desde antiguo. Desde que los árabes, venidos del África, derrotaran al último de los reyes godos, a don Rodrigo, y conquistaran, en no más de dos años, su reino todo. O casi todo, pues que unos centenares de cristianos habían conseguido huir de aquella miasma, que se adornaba la cabeza con un turbante, y refugiarse en los montes astures y cántabros, para oponer resistencia a los invasores, a veces con fortuna, a veces sin fortuna. A los conquistadores que habían impuesto sus leyes y sus modos de vida, aunque no su religión, pues que consentían la presencia de cristianos y judíos siempre y cuando pagaran tributo, moraran en sus propios barrios, y permanecieran callados y hasta encerrados en sus casas, pues que los cristianos de al-Andalus habían vivido siempre a merced de los caprichos y del buen o mal talante de emires y califas, como demostraba sobradamente una grande nómina de Santos Mártires.
Se encaminaban los cuatro hombres del convento de Armillat al monasterio de San Salvador de Tábara, situado en la tierra de Zamora. No iban a quedarse en él o a fundar un nuevo convento en el reino de León, como habían hecho con anterioridad otros frailes, sobre todo cuando arreciaban las persecuciones contra los mozárabes, no. Llevaban por misión comprar un libro de los llamados Beatos, pagarlo, tornar con él a Armilat y entregarlo al abad. Para que a su vez lo pusiera en manos del bibliotecario, y éste lo diera a contemplar, mejor dicho a admirar, a todos los frailes, del guisandero al clavero y, una vez visto, lo depositara en un anaquel para que aquella joya acreciera la fama del cenobio que, dicho sea, no era poca, pues que por allí habían pasado o vivido el abad Spirandeo, Sao Eulogio y don Recemundo, entre otros santos varones. Para; incluso, si venían mal dadas, que todo era posible en los tiempos que corrían, regalárselo al maldito Almanzor, para que perdonara la vida a los frailes y los dejara estar. No, porque dicho gustara de los libros, que no, para que se lo regalara a sultana Subh, esposa que fuera del califa Alhakam y amante que era del Almanzor de los mil diablos que, lo que son las cosas, aun siendo mujer, amaba los libros y mucho, además.
Para escapar de las garras del maldito de Dios para los cristianos, del bendito de Alá para los musulmanes, tal rumiaba para sus adentros don Walid, el prior del monasterio y jefe de la expedición, porque, bien sabía que aquel hijo de Satán estaba causando estrago en toda la tierra cristiana. Y era que, en cualquier momento, los de Armilat podían toparse con él, o con su hijo Abdelmalik, que era tan bárbaro como su padre, o con alguno de sus capitanes y que los detuvieran, y les preguntaran quiénes eran y adónde iban y que, al no llevar salvoconducto, los apresaran y luego los vendieran como esclavos en alguna población de la vía de la Plata… Y adiós Beato, a más que ellos habrían de dejar de servir a Dios y de orar por los pecados del mundo, para pasar lo que les quedara de vida obedeciendo a un amo que lo mismo los podía poner a labrar los campos que a recoger la aceituna. Tal se decía el clérigo mientras, alzado en las estriberas del caballo, no dejaba de vigilar los cuatro puntos cardinales, a la par que azuzaba al bicho para llegar cuanto antes a las tierras deshabitadas que, tenía oído, se extendían entre los ríos Tajo y Duero y conformaban una frontera natural por su despoblación de grande utilidad, entre moros y cristianos.
Cierto que de seis o siete años acá —cavilaba don Walid—, a causa del Almanzor no había servido de nada que más al norte de la populosa ciudad de Toledo, no se pudiera comprar un pan en un horno o que no hubiera pueblos ni menos almunias o alquerías, y que todo fuera yermo. Lo que venía bien a los cristianos ciertamente, pues los musulmanes habían de llevar más pertrechos, incluso vianda, con lo cual avanzaban más lentamente y les daba tiempo a los antedichos a sorprenderlos en un paso estrecho o cruzando el vado de un río o entre los espesos bosques que se extendían por la meseta superior, y aun de matar o cautivar al enemigo, cuyo ejército andaba por allá, a veces tan numeroso que más parecía una plaga de langosta. Para encaminarse a León o a Gormaz o a Pamplona y destruir ciudades y castillos, quemar campos de labor, emponzoñar aguas estancadas o fluyentes, y sacrificar ganado para comer o matarlo por matar y que, de ese modo, los nativos pasaran hambre durante el largo invierno. Que si batallaba por allá casi todas las primaveras era para regresar entrado el otoño con inmenso botín de oro, plata, paños buenos, hombres de todas la edades y bellas mujeres, que los mercaderes judíos vendían luego en los mercados de esclavos de Córdoba o de Sevilla a muy alto precio para que sirvieran de barraganas en los harenes de los ricos, lejos de sus gentes y lejos de su Dios.
No había valido de nada en los últimos años —continuaba el clérigo— que al norte del río Tajo la tierra permaneciera inculta, porque el Anticristo, encarnado en Almanzor, había destruido las grandes ciudades del solar que fue de los godos, llegando incluso a la ciudad del señor Santiago de la Galicia, donde no había quedado alma viviente en la urbe, salvo un hombre en la catedral y rezando ante el altar del Apóstol, un anciano monje, un hombre santo, cuya presencia sorprendió al moro y, a Dios gracias, se detuvo en el preciso instante en el que, alfanje en mano, se disponía a abrir el sarcófago del Apóstol Santiago, aunque no se hubiera podido llevar nada ya que los canónigos, ayudados por gentes piadosas, habían escondido todo lo bueno, hasta los restos del Santo… Porque el Anticristo, no lo quiera Dios, parecía haber tomado el cuerpo del hachib y el mundo todo estaba llamado a ser destruido, según predecía el libro del Apocalipsis escrito por San Juan, el Evangelista… Libro que casualmente guardaba relación, y mucha, con el que él había de comprar en el monasterio de San Salvador de Tábara, pues que allí había un famoso escritorio en el que frailes y monjas copiaban y copiaban el libro original. O si no el original, si no el que escribiera de su mano un monje llamado don Beato, el que tuvieren, y no sólo reproducían el texto en preciosa letra visigoda, sino que lo ornaban con pinturas hermosísimas, con las cuales no era menester saber leer, pues, a poco se supiera del contenido del Apocalipsis, se comprendía todo, talmente como sucedía en los muros de las iglesias cristianas donde los maestros representaban escenas de la vida de Nuestro Señor con grande acierto y maestría. Y en el libro tanto se podía contemplar la Crucifixión del Señor, flanqueado por los dos ladrones, como a la prostituta de Babilonia con la copa de los placeres, mejor dicho, de los vicios mundanales en la mano.
Pero el señor abad había elegido mala época para ir de compras —se aducía el buen Walid—, por lo de los ejércitos del califa, por las algaras que llevaban a cabo partidas de moros, por los ladrones, que no faltaban en toda al-Andalus y porque él, el prior de Armilat, se estaba haciendo viejo y ya no soportaba las grandes cabalgadas ni era capaz de manejar la espada como otrora, y a más que le dolía el estómago y a veces, pocas veces, al Señor sean dadas muchas gracias, hasta evacuaba negro, heces negras a causa de la sangre que arrojaban sus entrañas. Y era que la enfermedad que sufría: estómago ulcerado, según le había diagnosticado el físico del convento, se le venía agudizando de un tiempo acá, le producía grande dolor, le empalidecía el rostro y le agriaba el carácter, tanto que en aquella mañana, además de presentar mala cara, llevaba muy mal genio. Lo cual ciertamente no le impedía galopar, pues que parecía gustar del viento que le cortaba la cara o era talvez que quería cumplir la manda y regresar cuanto antes, para morir en el convento rodeado de sus hermanos.
Claro que, a media legua, ya se hubo de escuchar:
—A esta marcha, señor prior, presto van a reventar los caballos…
—Reverencia, los bichos echan el bofe y nosotros el alma.
—Las mulas desfallecen, señor.
—¡Ah, los jóvenes, parecéis mujeres…!
—Galopando vamos a llamar la atención de los campesinos.
—Los cascos de los caballos levantan mucho polvo…
—Sí, reverencia, y nos delatan.
—En bajando la cuesta, mi caballo se desbocaba.
—Lo que debes hacer es sujetar al animal con las riendas, como lo haría un buen jinete… Y vosotros vigilad las alforjas de los dineros no vayamos a perderlas… Hemos de alejarnos cuanto antes del convento, no vaya a sorprendernos un piquete de soldados… El hachib tiene ojos por todas partes…
—Señor, con el permiso del señor, dijimos que nos íbamos a hacer pasar por mercaderes y para tal fin compramos pieles de oso. Los mercantes no corren tanto, de otro modo nunca llegarían a su destino.
—Al trote, hermanos, pues. Pero, os recuerdo a todos que convinimos en hablar siempre en árabe, incluso entre nosotros y, mira, las primeras palabras que me dirigís son en latín.
—Sí, señor, es la costumbre.
—A ver, todos en árabe. ¿Adónde nos encaminamos?
—A Mérida.
—¿A qué vamos?
—A vender pieles.
—¿Qué somos?
—Mercaderes.
—¿Quién soy?
—Walid ben Galid.
—¿Quiénes sois vosotros?
—Vuestros hijos. Yo soy Hissam.
—Yo Yusef.
—Yo Isa.
—Eso es, cada uno con su nombre verdadero para evitar confusiones. Y ahora más mentiras: vuestra madre, mi primera mujer, ¿se llama?
—Hamida.
—¿Y mi segunda mujer?
—Marian.
—¿Vivimos en…?
—En Córdoba, en la plaza de la Paja.
—¿Somos buenos musulmanes?
—Sí, rezamos a diario las cinco oraciones y vamos a la mezquita los viernes.
—Muy bien. Acordaos de que cada dos frases hemos de mentar a Alá, y que, al nombrarlo, hemos de añadir: el Clemente, el Misericordioso, el Único, y parecido al mencionar al Profeta: bendito sea, que ascendió al Cielo, que vive en el Paraíso, etcétera.
—Sí, señor, y siempre en árabe.
—No sé si seré capaz de hacerlo.
—Déjate de sandeces, Isa… Y todos poned mucha atención pues en las poblaciones hay peste de alcahuetes y hombres ociosos, que a la menor sospecha nos delatarán.
—Tampoco hacemos nada prohibido.
—¿Cómo que no, acaso llevamos salvoconducto?
—No.
—Pues eso. Recordad también que, cuando el muecín llame a la oración habremos de sacar las alfombrillas, postrarnos y rezar…
—Y hacer como que rezamos.
—Nosotros, adprime catholicus.
—Eso es.
—Será como blasfemar, señor prior.
—Es simplemente un engaño, Isa.
—En árabe, Yusef.
—Perdón.
—¿Cree su merced que nos condenaremos por blasfemar?
—¿Y por mentir?
—Espero que no, hermanos, plegó a Dios que no nos lo tenga en cuenta.
Y así, siempre camino adelante, ora yendo al paso, ora troteando, los cuatro de Armilat, ya en la vía romana de Córdoba a Mérida, pasaron la primera noche al borde del camino, cenaron de lo que llevaban en sus zurrones y extendieron las mantas, ay, Señor Alá, lo hicieron en un lugar de paso de ganado y, de consecuente, apestado de garrapatas.
La condesa de Conquereuil, de tanto en tanto, preguntaba a sus capitanes por la salud del muchacho que había recogido en la calzada, el primer peregrino —por tal quiso considerarlo— que sumaba a su expedición después de cuarenta o más jornadas de viaje, pues que ya no sabía en qué día de la semana se encontraba ni qué Santo se conmemoraba, y la respuesta era:
—Le hemos dado agua a beber y no ha reaccionado.
—Ha llevado muchos golpes, necesita descansar.
—Le hemos dado vino y no lo quiere.
—Le van a salir muchos moretones, va a parecer un Cristo.
Hasta que, pasadas tres horas, don Guirec, le informo:
—Le hemos dado aguardiente y ha revivido.
—¿Qué ha hecho?
—Se ha incorporado y se ha vuelto a postrar.
—Bueno, va mejorando, a Dios gracias. Téngame al tanto el capitán. ¿Ha hablado?
—No, señora.
En el carro condal, desde el suceso, las damas venían platicando de ello:
—Madre, ¿se ha muerto el chico?
—No, Mahaut.
—Si le pegaban, habrá hecho algo malo —apuntaba doña Crespina.
—Los que le apaleaban eran judíos, mala gente, en consecuencia.
—Y peregrinos también, llevaban el bordón, ¿no lo has visto, madre?
—Sí, Lioneta, pero un ladrón no es, no tenía zurrón y llevaba las manos vacías.
—¿Qué delito ha cometido?
—No sé, los hombres hablaban de que caminaba hacia atrás, mismamente como si tuviera ojos en la espalda, y merced a ello, o acaso por alguna maldición o ensalmo, sostenían que no se trompicaba.
—¡Ah, señora, extraña cosa!
—Eso no es de este mundo, señora…
—Decían los hombres que venía de hacer la ruta de las almas y que era un alma en pena…
—¡Por todos los Santos, señora!
—Si venía y nosotros vamos, va a repetir el camino, con lo que habrá andado en balde.
—¿Qué iba a hacer, dejar que lo mataran? Está malherido… ¿Tú, Abdul, oíste algo semejante en al-Andalus?
—Yo, la mi señora, estuve en la isla de Sicilia, allí me apresó don Martín, vuestro pariente, pero ni vi ni oí nada igual en la ciudad donde viví ni en los mares que recorrí ni en los puertos en que me detuve ni en los caminos que anduve ni, por supuesto, en el país de los negros donde nací…
—¿Es esto nuevo pues?
—No se alteren las damas que hay cosas raras por el mundo, nada más sea porque es muy grande.
—Se dice que hay hombres que tienen dos cabezas…
—¿Éste, madre, tiene dos ojos, una nariz y una boca?
—Sí, sí.
—Mahaut, lo que tiene son ojos en la espalda también, por eso ve por ellos —explicó la naine.
—No le veo utilidad a ver por delante y por detrás.
—Cómo que no, Mahaut —apuntó Lioneta—, así no te sorprende nadie por la espalda.
—¡Qué mema eres, hermana, todavía no te has enterado de que, viendo por delante y por detrás, le han dado una paliza…!
—¿Se morirá, madre?
—No lo permita Dios.
—Eso, porque, cuando se reponga, habrá de contarnos de dónde le viene tal prodigio.
—Alguien le habrá hecho conjuro…
—Por las Hispanias hay gentes muy extrañas… Doña Andregoto y ahora este muchacho…
—Lo de la castellana de Nájera tiene más explicación por lo de los moros, bien está que espante a los enemigos, pero lo del chico…
—Bueno, él nos dirá.
De tanto en tanto, don Guirec se acercaba al carruaje de la condesa, y le decía:
—Al chiquillo le hemos dado otro vaso de aguardiente, con éste son cuatro.
—Por cierto, ¿tiene ojos en la espalda?
—No, le hemos mirado y no tiene nada detrás de la testa, salvo cabello… Se va reponiendo, señora, aunque don Pol quiere darle sacramento.
—¿Ha dicho algo?
—No, no. No ha hablado todavía. Está inconsciente…
—Habrá recibido un mal golpe en la cabeza.
—Sí, tiene un buen chichón. Don Morvan le ha vendado y las mujeres le han puesto paños mojados en agua fría para curarle las magulladuras.
—¿Vivirá?
—No sé. Con el aguardiente parece reaccionar pero, presto, vuelve a caer en la postración.
—Sólo falta que se muera antes de hablar —pronosticaba doña Crespina.
—A mí, después de lo oído, me pica la curiosidad —confesaba doña Gerletta.
A todas, a todas, no sólo les picaba la curiosidad, sino que se las comía. A ver, que lo primero que hicieron, al detenerse la comitiva para almorzar y antes de sentarse a la mesa, fue llegarse al carro de los heridos y, al contemplar al yacente, por así decirlo, y abrir mucho los ojos, como no podía ser de otro modo, en razón de que llevaba un ojo magullado y se le empezaba a amoratan Y las cinco mujeres fueron a comentar la desgracia del muchacho y hasta quizá a encomendar su alma al Señor, pero no pudieron porque don Erwan anunció que llegaba gente. Don Morvan dispuso las tropas para la defensa, y ellas cambiaron una preocupación por otra, pues que a ver quiénes eran, si amigos o enemigos.
Amigos, amigos eran. Era el conde García Gómez de Saldaña que se dirigía a la guerra con sus soldados, unos cincuenta de a caballo, para juntarse con otros señores e ir contra el moro que acampaba en una villa o aldea o al pie de un cerro o monte de nombre Cervera, del que los peregrinos no habían oído hablar.
Descabalgó el noble y besó la mano de doña Poppa que le invitó a comer y le dio mesa, deferencia que agradeció el recién venido mientras se aplicaba a una, dos y tres escudillas de garbanzos con abundante morcilla, un embotido de color negro que el mayordomo había adquirido en Burgos en grandes cantidades, pues la condesa, aunque iba menguada de dineros, no había reducido las raciones, si bien había decidido sumarse al rancho. Y el conde comía con gana, bebía con más gana todavía y hablaba de negocios tan tristes que removió el corazón de la dama:
—Condesa, me dirijo al lugar de Cervera, a juntarme con mi señor el conde de Castilla y con el rey de Pamplona… Ambos han llamado a la hueste y allá vamos nobles, obispos, abades y caballeros a vencer a Almanzor o a morir, y que sea lo que Dios quiera… Los cristianos nos encontramos en una encrucijada… Sepa la señora que el rey de León tiene cinco años y que no acude a la cita, siquiera la reina regente ha enviado tropas, por eso pido a la señora que rece por nuestra victoria y, si somos derrotados, por nuestras almas…
—¡No lo permita el Señor!
—Si somos muertos en batalla, el moro nos cortará la cabeza y hará montones con ellas. Es la manera que tiene de señalar sus victorias.
—Tengo oído que el Anticristo vive por acá.
—Sí, y tiene nombre, se llama Almanzor. O nos coaligamos todos los reyes y condes de las Hispanias y vamos contra él, o incierto futuro nos espera…
—Ya han llegado a una alianza, ¿no?
—Además del rey menor, faltan el conde de Barcelona, el de Urgell y otros de por allá…
—¿Y por qué no vienen?
—Dicen, alegan, y sobre todo se excusan con que están rehaciendo lo que les destruyó Almanzor. Tenga en cuenta la señora que en Gerona y en Barcelona, por nombrar dos ciudades de la Marca Hispánica, no dejó muralla ni casa sin derruir ni títere con cabeza.
—Es pena… Si yo pudiera cooperar en esta guerra… Colaborar de algún modo…
—¿De qué modo?
—Con dineros, aunque voy muy justa ya…
—Dame unos hombres que sepan luchar…
—¿Cuántos quieres, conde?
—Como llevas muchos, dame cuarenta con sus caballos, que sumados a mis cincuenta harán noventa, y algo haremos en el campo de batalla… Yo daré de comer a hombres y bestias. Dame también un capitán que hable latín para que se entienda conmigo y hable en vuestra lengua con los soldados…
—Don Morvan, ¿has oído…? Elige cuarenta hombres con sus monturas y sus armas…
—¡Señora, si me permite la señora…!
—¡Hazlo, Morvan!
—Sí, señora.
—Mi marido, el conde Robert de Conquereuil, descanse en paz, seguro que se hubiera sumado a vuestra guerra contra los moros… Conde, te cedo a cuarenta de mis hombres con la obligación de que los alimentes…
—Gracias, la mi señora. Si ganamos la batalla, también les daré su parte de botín, podrás recogerlos, a tu regreso, en Saldaña, ¿o prefieres que te los remita a Compostela?
—Don Erwan, que será el capitán y el que lleve mi pendón, verá lo que ha de hacer llegado el momento.
—Doña Poppa, salud te dé Dios… Parto ya, que tus hombres me den alcance… Beso tus pies.
—Que Dios te acompañe, conde.
E ido el noble, el capitán se acercó a la señora y le expresó su malestar sin que le dolieran prendas:
—Don Robert, tu marido y mi señor, nunca se hubiera desprendido de cuarenta de sus mejores hombres en una tierra que encierra tantos peligros… Si nos atacan los musulmanes ¿qué haremos, quién defenderá a tus hijas…?
—¡No mientes a mis hijas, Morvan, obedece!
—Somos peregrinos, las guerras no van con nosotros… No ajusté a los hombres para presentar batalla al moro.
—Promételes que, después de la batalla, recibirán otra paga, la misma que hayan ganado hasta el día del combate…
—¿Después de muertos?
—¡Morvan, me juraste lealtad…! Si no lo haces tú, lo haré yo.
El caso es que como señora y vasallo alzaban la voz, los bretones se estaban enterando de toda la discusión. Así las cosas, mal las cosas, doña Poppa llamó aparte a los capitanes y les expuso:
—En esta tierra, en este año, hay una guerra sin tregua contra el enemigo… Estoy segura de que mi marido, que haya Gloria, no hubiera desatendido a esta buena gente que lucha por mantener lejos de sus predios al demonio musulmán… Voy a colaborar, le voy a entregar cuarenta hombres, al mando de don Erwan, a este conde… Unos buenos cristianos no pueden andar por aquí y mantenerse al margen de lo que sucede, entre otras razones y muy buenas, porque no es de bautizados desamparar a sus hermanos en la fe… Además, tengo para mí que doña Andregoto de don Galán ganará la batalla ella sola… ¿Lo habéis oído los tres…? Bien, don Erwan se llevará dinero, mandará la tropa y cuando encuentre al conde se pondrá a sus órdenes y, finalizada la batalla, abonará a los soldados una paga completa hasta ese momento. Al que quiera volver a casa le dará licencia y allí don Gwende les abonará los jornales de los días que hayan empleado en el viaje… Al que desee continuar la peregrinación se lo permitirá y todos, los que sean, se juntarán con nosotros en Compostela y, como hasta ahora, seguirán recibiendo las semanadas. Don Morvan pedirá voluntarios y entre ellos elegirá cuarenta hombres de a caballo y les dará armas, y don Pol los bendecirá… Don Guirec portará el estandarte a partir de ahora… He dicho.
Tal ordenó la señora de Conquereuil y tal trasladó el capitán de los bretones a los soldados, incluyendo lo de las generosas pagas y lo de la promesa de licencia, y pidió voluntarios, pero fue que no se presentó ninguno, con lo cual don Morvan mandó reunir a la tropa y eligió a éste o a aqueste hasta treinta y nueve ni uno más ni uno menos, ante la mirada de la viuda que, vive Dios, los vio cómo partían de mala gana como si la ofensiva de los castellanos y navarros no fuera con ellos cuando, Señor Dios, era cuestión de vida o muerte, cuando, Señora Santa María, tenían el honor de representar a todos los francos en una contienda que había comenzado casi trescientos años atrás y que más parecía no tener fin.
Así las cosas, ciento veinticuatro personas continuaron su lenta marcha camino del oeste y cuarenta regresaron sobre sus pasos para unirse a los caballeros del conde de Saldaña y hacer guerra a los moros.
A cinco días saliente el mes de julio y precisamente el día en que Mahaut cumplía ocho —es de decir, que no recibió ningún regalo, aunque, eso sí, promesa de ellos, amén de muchos besos de su madre, de su hermana, de las camareras y de los caballeros—, los peregrinos descabalgaron en la plaza mayor de la villa de Castrogeriz y preguntaron a los escasos residentes si tenían noticia de que las tropas cristianas hubieran entablado batalla con las moras, pero no, no, que nada sabían ni de las cristianas ni, a Dios gracias, de las musulmanas ni menos, al Señor sean dadas infinitas gracias y loores, del maldito Almanzor.
No obstante y pese a que la carencia de noticias ha de tomarse por buen augurio, los bretones, después de descansar, dejaron de buena mañana aquella villa que, a decir de los moradores, tan pronto era cristiana como musulmana, y tornaron a la calzada con miedo en sus corazones.