Capítulo 12

Muy grata resultó la entrada en la ciudad fortaleza pues que las altas damas atravesaron a pie —por lo del polvo que producía la castellana— el puente del Najerilla, y fueron ovacionadas por los habitadores del burgo, desde que descabalgaron hasta que llegaron a la puerta del castillo.

Este hecho holgó a la bretona que confirmó lo que ya venía pensando: que doña Andregoto, a más de ser una gran señora, era amada por sus gentes, como no podía ser de otra manera, pues que las defendía de los ataques musulmanes. Y más se complugo cuando, apenas instalada en el castillo con sus hijas y camareras en una grande habitación, provista de buenas camas y plumazos muy mullidos, llamó a la puerta doña Ramírez, la mayordoma y, por orden de su ama, la invitó a quitarse los calores en la sala de baños, en una piscina que nada tenía que envidiar a la de la duquesa de la Bretaña, donde las huéspedes, la condesa viuda y su heredera, que Lioneta no quiso mojarse el dedo gordo del pie, se deleitaron en el agua templada, y sobre todo con la conversación de la castellana que hablaba y no paraba. Que más parecía que, como si no tuviera con quien platicar en su vida diaria, había soltado la lengua con las bretonas, o era que la enorme bañera le traía buenos recuerdos y los quería compartir.

Y ya estuvieran aquellas féminas disfrutando en la bañera, o comiendo a la vera del río, donde permitían que las niñas, acompañadas de Abdul que, dicho sea, no le había producido a la anfitriona la menor curiosidad como si en sus feudos hubiera tantos hombres negros que ya no llamaran la atención; o estuvieran sentadas a la mesa del gran comedor, con las manutergas puestas, ante fuentes de carnero o puerco asado, o tuvieran en la tabla media gallina encebollada o una perdiz escabechada o hubiera un ganso en el centro de la mesa, no comía apenas por hablar del viaje que, años atrás hiciera, acompañando a su señora tía, la reina Toda —de la que tenía noticia la condesa de boca de las reinas de Pamplona—, sirviendo a aquella gran mujer, que haya Gloria por siempre jamás. Que deseaba, qué desear que, antes de morir, anhelaba, qué anhelaba, que ambicionaba con todo su corazón, fuera repuesto en el trono de León su nieto don Sancho…

—Mi primo —añadía, sin explicar el parentesco, quizá porque lo daba por sabido—, de cuyo trono había sido desposeído por don Ordoño el Malo, su primo y mi primo —explicaba—, por ser obeso; tanto que no podía caminar ni defender a sus súbditos de las aceifas musulmanas… Un viaje, doña Poppa, que no olvidaré mientras Dios me dé vida… Imagínate una comitiva mayor que la tuya, compuesta de una tropa pamplonesa de a lo menos trescientas personas, entre reyes, damas, capitanes, soldados y gente de servicio, a la que seguía la embajada califal, con el médico Hasday al frente… A la cual comitiva, en Lizarra, se unió mi prima Elvira con sus monjas y, a poco, me Junte yo, más o menos donde te he encontrado a ti, montando soberbio caballo y causando ese remolino de polvo que provoco y que pone a todos perdidos, como has tenido ocasión de comprobar en tus propias carnes…

—Ah, doña Andregoto, pasaríais muchas dificultades…

—Muchas, y eso que, al entrar en la tierra de al-Andalus, los moros nos tomaron la delantera con sus albendas y nos abrieron camino hasta llegar a Córdoba, la mayor ciudad del mundo todo… Mi señora, la reina, llevaba el cinturón mágico de la legendaria reina Amaya, que era muy bueno contra venenos, y la reliquia de Santa Emebunda que, es pena, la perdimos en el puente del río Henares…

—Creo que era muy anciana…

—Sí, pero iba y venía como si fuera moza y hasta, en una ocasión, hubo de desenvainar la espada, ésta que llevo al cinto, y lo hizo sin que le dolieran los años ni le temblara la mano… Yo también me vuelvo vieja —el tono de voz de la castellana cambió—, mis cabellos han blanqueado, pero mi ánimo no ha flaqueado ni he perdido fuerza, aunque, para no perder fama, pues me llaman la Mujer del Cabello Bermejo, me lo tino de rojo con jabón de las Galias, para que mi leyenda no desmerezca y así mantener a la morisma lejos de Nájera.

Y continuaba la dama que si las mil mezquitas de Córdoba; si las novecientas casas de baños; si el palacio de la Noria, donde se habían hospedado los pamploneses; si el homenaje que los reyes rindieron al todopoderoso don Abderramán, el tercero, en la ciudad de Medina Azahara, que levantara en loor de su esposa favorita, pero, en cuanto nombró al califa, suspiró y cambió de tema, como si su mención le trajera algún recuerdo y quisiera guardarlo para sí. La condesa, por cortesía, evitó preguntarle por aquel hombre todopoderoso, pero ya se ocuparon sus hijas de interrogarla sobre el particular:

—¿Cómo era?

—Era alto y garrido. Cierto que, en la era de 996, era viejo ya. De hecho murió al año siguiente de regresar de nuestro viaje.

—¿Cómo? ¿En el 996, estamos en el 1000, sólo hace cuatro años? —intervenía Lioneta que sabía de cuentas.

—Fue en el año vulgar de 958, hace la friolera de cuarenta y dos años…

—¿La era, qué es la era?

—Corresponde al año 38 antes del nacimiento de Nuestro Señor… Es la era hispánica, la impuso César…

—¿Qué César, hay muchos?

—No sé, quizá César Octaviano.

—Perdone su merced, si en estos reinos se data por la era, ¿cómo se puede saber que estamos en el año 1000…? Al salir de Pamplona nos topamos con una procesión de flagelantes que iban al Finisterre… ¿Tan sabida es la gente del común…? En la Francia no, además allí vivimos con el año de la subida al trono del rey…

—Madre, disculpe la mi señora, hablábamos del califa…

—¡No interrumpas a tu madre, Mahaut!

—¡Oh, el califa…! Tenía el cabello rubio y los ojos azules, cuando los moros son muy morenos de piel, casi negros, aunque menos que vuestro negro. Por cierto, ¿de dónde lo habéis sacado?

—Es esclavo y eunuco por más señas. Me lo regaló una tía mía…

—Había muchos en Córdoba cuidando los harenes.

—¿Qué es eso, señora?

—Nada, nada.

Verás, señora, mi tía…

—¡Madre, por favor!

—Don Abderramán era hijo de una noble vasca, una dama de nombre Muzna, que maridó con el emir Muhammat o que fue su concubina, así creo que se llamaba…

—¿Qué es concubina, señora?

—Nada, nada, Lioneta.

—Por eso era rubio, pero se diferenciaba tanto de los suyos que se hacía teñir el cabello de negro…

—¡Qué cosas, la mi señora!

Como las niñas se reían y la escuchaban entusiasmadas, la de Nájera continuó:

—Esto de que nobles cristianas casen con emires o califas viene de largo, que yo sepa la reina Iñiga, que fuera nuera del rey Fortuno, muerto su marido, lo hizo con el emir Abdallá, y a su suegro, que estuvo veinte años cautivo en Córdoba, se lo hizo pagar, tal se cuenta…

—En la Francia esto no sucede.

—¿Cómo ha de suceder, si no hay moros haciendo la guerra todas las primaveras y hasta en el invierno? El Almanzor de los demonios, el pasado año se retiró a descansar de sus guerras para la Pascua de Nadal…

—Cierto, cierto.

—A la infanta Urraca, la hija de mi señor don Sancho Garcés, el segundo, le sucedió otro tanto pues el rey, después de ser derrotado varias veces y de enviar reiterados paciarios para firmar un tratado de no agresión, hubo de ir él mismo a Córdoba para conseguirlo y, entre los muchos regalos que llevó, estaba su hija, que casó con Almanzor o vaya su merced a saber.

—¡Qué desatino!

—Dices bien, doña Poppa, pero no es cosa del reino de Pamplona únicamente, en el de León ocurre también. Noticia tengo de una infanta llamada Teresa pero, a decir verdad, ignoro si maridó con el antedicho o con alguna otra autoridad… Son negocios de la república, que no comparto, aunque, es de decir, los reyes igualmente dejan a sus hijos varones en rehenes, cuando no los cogen prisioneros los moros…

—Ha de ser terrible la vida en las Hispanias.

—Nunca te lo podrás imaginar, señora mía.

—Si te dejaran hacer a ti, doña Andregoto, otro gallo cantaría —intervino Mahaut.

—Dejemos esta cuestión. ¿Qué os parece, niñas, que mañana nos acerquemos al monasterio de San Millán, recemos ante su tumba y ante las de los siete infantes de Lara, y estemos por allí unos días…? Os contaré una historia muy hermosa.

—Sí, sí.

—Sí, señora.

—¡Oh no, gracias, señora, más viaje, no!

Así de expeditiva se mostró la condesa de Conquereuil, y fue que no había terminado de decir «no, gracias», que se acabó la conversación y que ya no se inició otra, pues que se presentó un capitán anunciando a doña Andregoto que un mensajero del rey de Pamplona pedía audiencia y, naturalmente, ella se la concedió.

—Señora, la mi señora, el rey me envía a decirte que acudas a las juntas que se celebran en Haro, donde ya han llegado reyes y condes de las Hispanias todas. Don García Sánchez ha llamado al apellido —apellido decía— y requiere tu espada para enfrentarse al moro.

—Dile que allí iré, que saldré mañana al albor —expresó la castellana con voz solemne—. A ti que te den de comer y beber, y una cama para dormir…

—A la orden de su señoría.

Al salir el mensajero, la de Nájera miró a los ojos a la condesa y le dijo:

—Lo siento, he de marcharme, el rey, mi señor, ha llamado al apellido y debo ir. Saldré mañana a primera hora, tú, don Poppa, puedes permanecer en mi castillo el tiempo que quieras, mis criados te servirán como si me atendieran a mí…

—¿Vas a la guerra, doña Andregoto? —preguntó Lioneta.

—Sí, hija mía. Acudiré con mis hombres y pan para tres días, como es costumbre por aquí. Iré en carro hasta Haro y a la hora de entrar en batalla montaré en mi caballo, plegó a Dios que una vez más pueda hacer el prodigio del polvo…

—El Señor guarde a la señora.

—Si ha llegado mi hora, moriré…

—No morirás, porque rezaremos por ti.

—¿Eso harás, Lioneta?

—Sí, sí.

—Rezaremos el paternóster y el avemaría.

—Gracias, Mahaut. ¡Doña Ramírez, prepara mi equipaje! ¡Capitán, que se armen los hombres y llenen sus talegos!

—Sí, la mi señora.

—Ea, ahora me voy a la iglesia de San Miguel para encomendarme a él y orar ante las tumbas de mis padres, ¿quieren sus mercedes acompañarme?

Fueron todas. Las bretonas la encomendaron al arcángel San Miguel y a Santiago Apóstol y, otra vez en casa, las nobles cenaron juntas, pero, como la castellana hablaba poco, doña Poppa respetó su silencio y ambas, sin mantener sobremesa, se fueron a dormir.

A la amanecida y después de misa, las damas se despidieron en el portal llamado de Castilla, con sendos besos en la cara, apretándose las manos con calor y recomendándose una a otra que tuviera cuidado, mientras las dos recibían la bendición del preste de Nájera.

Doña Andregoto tomó el camino de Castilla, cuya calzada había empedrado con sus dineros.

Doña Poppa hizo otro tanto pasadas tres horas, después de que Loiz, el mayordomo, comprara a los villanos alimento fresco y, mira, que no abusaron en cuestión de precios, sin duda porque no se atrevieron, pues no ignoraban que la condesa había sido muy regalada por su señora.

Con tanta premura y con abandonar la villa —a ver, qué iba a hacer allí en ausencia de la castellana—, a la condesa se le quedaron muchas palabras en la boca, en razón de que todavía hubiera hablado largo rato con la munífica castellana de la ciudad-frontera. Que, sin haber recibido ningún obsequio, la había honrado; le había dado vianda y buen vino hasta el hartazgo; le había narrado bellas historias que hicieron sus delicias y las de sus descendientes al descubrirles mundos desconocidos; le había contado otras sobre infantas pamplonesas y leonesas, que producían espanto y hubieran resultado inimaginables en la Francia del rey Robert, y todo ello con sencillez digna del mayor encomio y sin que una pizca de orgullo asomara en su mirada, cuando, a decir de dueñas, se airaba por nada y era una fiera o, peor aún, una diablesa, porque, ¿qué era aquello de que una mujer agitara el viento cuando montaba a caballo ya fuera alazán o rocín? ¿Dó se había visto otro tal?

Pero adentrándose el carro condal otra vez en parajes despoblados, que así habían de continuar, según don Morvan, hasta el monasterio de Cirueña, sus camareras ya le contaban, quitándose la palabra de la boca, lo que no había podido saber y mucho más, en razón de que habían hablado con doña Ramírez y varias criadas. Del origen de la castellana, le decían:

—Señora, se dice que doña Andregoto no fue hija de doña Mayor ni de don Galán…

—¿Cómo es eso?

—Nos ha asegurado doña Ramírez que…

—Es que le llenábamos la copa muchas veces para que soltara la lengua.

—¡Gerletta, no interrumpas…! Que no nació de tales padres, que doña Mayor no tuvo hijos y don Galán tampoco, al menos que se sepa, pues que anduvo de guerra en guerra.

—Y ni tiempo tuvo de empreñar a su mujer, así lo dijo la dueña.

—¡Gerletta, par Dieu! Verá la señora, se corre por el reino todo que a doña Andregoto la trajo el viento al portón del castillo de Nájera y la abandonó dentro de una capacha de mimbre. De ahí, el prodigio que hace, de ahí que la llamen la Mujer de los Vientos…

—Se dice también que no es de este mundo… ¡Chiss, Crespina, ahora me toca a mí…! Que doña Mayor, al escuchar gemidos bajó en plena noche a ver de dónde procedían y, al descubrir un bulto y ver que se trataba de una niña, se la quedó porque quería un hijo y no tenía, y no fue menester que engañara a don Galán, porque éste volvió de la guerra muy herido de hierros y falleció al siguiente día…

—Entonces la reina Toda la confirmó en la tenencia, y otro tanto hizo con la pequeña cuando murió su madre.

—Su madre, que no era la madre verdadera.

—Así que es hija de padres desconocidos.

—De diablo y diablesa.

—De mujer y diablo.

—De hombre y diabla.

—Os prohíbo hablar de diablos —atajó la condesa.

Al día siguiente y otra vez el carro en marcha, las camareras hablaron del parentesco de la castellana con los reyes de Pamplona, y doña Crespina dijo:

—No tuvo parentesco de sangre con la reina Toda porque fue adoptada, aunque doña Mayor fue prima hermana de la señora.

—En la iglesia de San Miguel yacen doña Mayor y don Galán…

—Así que no nos enseñó las tumbas de sus padres verdaderos.

—No, pero no importa, fue como si lo fueran, además a ningún alma por muy alta que esté en el Cielo le viene mal una oración.

—Y no digamos si está en el Purgatorio.

—Y esa doña Elvira que se sumó al viaje de la reina en Lizarra, ¿quién es?

—La hermana de don Sancho el Craso, la hija de doña Urraca, a su vez hija de la reina Toda, la que casó con don Ramiro, el emperador, fue abadesa del monasterio de San Salvador y regente del reino de León durante la minoría de su sobrino Ramiro, el tercero.

—Don Sancho, al regresar de Córdoba, maridó con doña Blanca…

—Con doña Teresa, Crespina.

—Con doña Teresa y, a poco, lo envenenaron unos condes con una manzana emponzoñada.

—¡Oh!

—Crea la señora, que don Sancho no valía una higa, que era orgulloso y de poca ciencia.

—Ya sabe doña Poppa que el orgullo ciega.

—La reina Toda tuvo cuatro hijas y un hijo…

—Dejen sus mercedes las genealogías para otro rato… ¿Del califa os dijo algo la mayordoma?

—Sí, que doña Andregoto se había enamorado y había querido casar con él…

—Pero que doña Toda se lo prohibió…

—Afortunadamente, pues me imagino un harén y me vienen arcadas a la boca del estómago.

—Don Abderramán debía tener cuarenta o cincuenta mujeres.

—Los celos que habría en el alcázar de Córdoba…

—¡Por Dios bendito…! ¿Cómo repartirse un hombre entre cincuenta mujeres?

—No me entra en la cabeza que doña Andregoto, tan brava ella, se mostrara dispuesta a ser una más en el harén del califa.

—Nos aseguró doña Ramírez que las mujeres no son iguales en los harenes, que hay princesas y esclavas favoritas, y otras, tanto princesas como esclavas, que han perdido el favor del califa…

—¿Y cómo sabe doña Ramírez tanta cosa? ¿Acaso estuvo allí?

—No, no estuvo, pero lo tiene oído.

—Claro, estas cosas se oyen en las Hispanias.

—Ay, no sé, qué espanto… Yo me enamoré de don Robert, pero a buen seguro que no me hubiera casado con él de ser musulmán, por no compartirlo con otras… Antes hubiera entrado en un convento. Cierto que, cuando me puso cuernos, hube de callar, pero creo que no es lo mismo.

—Y que lo diga la señora.

—Tengo para mí que las mujeres árabes han de ser desgraciadas…

—También, me hubiera gustado preguntarle a doña Andregoto cómo ha podido sobrellevar la vida si todos la miran como a bicho raro, pero lo fui posponiendo y se me quedó en la boca.

—No hablamos de ello con doña Ramírez. No obstante, ha de saber su señoría que hay gentes que gustan de ser miradas, pues que el que mira, admira…

—O desprecia, Crespina, o insulta o vilipendia…

—No es el caso de doña Andregoto, que es admirada por su belleza, y eso que tiene la nariz un poco luenga, y por su cabello bermejo, aunque se lo tina y, en otro orden de cosas, por su brazo de hierro y porque viene defendiendo la fortaleza de Nájera durante más de medio siglo y todavía los enemigos de Dios no osan acercarse a ella.

—Además, las gentes trabucan las cosas e inventan otras…

—Si no hubiera visto con mis propios ojos el prodigio del viento, nunca me lo hubiera creído.

—Nos informó doña Ramírez de que su señora, a la que servía más de treinta años ya, no envejecía con la rapidez del resto de los mortales…

—¡Imposible!

—Tal aseguró la dueña, ¿no es cierto, Gerletta? Dijo que había cumplido ochenta…

—Algo sucede, madre —anunció Mahaut y se terminó de hablar de la castellana de Nájera.

—¡Silencio! ¿Qué pasa, cochero? —preguntó la condesa.

—¡Viene gente, señora! ¡So, so, mulas…!

—¿Serán moros?

—¡Válanos Santa María!

—¡Señor, ten piedad!

—¡Erwan!

—¡Son gentes de a caballo!

—¿Moros o cristianos?

—No lo sé, señora. Están lejos.

—Será doña Andregoto que ha olvidado alguna cosa.

—¿Dónde está don Morvan?

—Ahí viene, señora.

Y, en efecto, llegado el capitán, hizo avanzar a don Erwan y situó una línea de arqueros y detrás otra de lanceros entre el estandarte y el carro condal, mientras otros soldados con sus armas flanqueaban el resto de la comitiva.

—No parecen ser muchos.

—¿Son sarracenos?

—No creo, no suenan atambores.

—Quizá sean peregrinos, como nosotros.

—Los peregrinos no corren tanto, éstos galopan…

Y, alabado sea el Señor, que los venientes frenaron sus cabalgaduras a unas varas de la enseña de Conquereuil y no eran moros, no. Al revés, eran cristianos y muy piadosos, nada más y nada menos que unos frailes del cercano monasterio de San Andrés de Cirueña, pero, eso sí, venían descompuestos, como pronto se demostró, en razón de que el que mandaba en un piquete de cuatro hombres, cinco con él, siquiera saludó ni menos se fijó en la albenda condal ni en los hombres armados que lo rodearon en un santiamén, sino que preguntó con voz entrecortada por la fatiga:

—¿Se han cruzado sus mercedes con una tropa de facinerosos?

—No —respondió don Morvan.

—No hemos visto alma viviente —afirmó don Erwan.

—Somos frailes de San Andrés… Unos ladrones nos han robado la imagen de Santa María. A completas, estaba en el altar y, a maitines, había desaparecido y ningún monje sabía de ella; quienes sean han forzado un ventanuco y se la han llevado en el mayor de los silencios, sin que sus caballos piafaran ni nuestros perros se dieran cuenta y avisaran.

—Tendrían el viento a favor.

—Beba, su reverencia —dijo la condesa, que se presentó llevando una jarra de agua.

—Dios te lo pagará, hija.

—¿Entonces el señor capitán no ha visto pasar unos jinetes?

—No, habrán tomado otro camino. —Las huellas señalaban el de Nájera.

—Habrán ido campo a través y se habrán refugiado en alguna cueva.

—Sí, en algún lugar estarán celebrando su sacrilegio… Roban imágenes sagradas y luego las venden a otras iglesias… ¡Tú, moza, trae más agua!

—¡No es una moza, es la señora condesa de Conquereuil!

—¡Ah, pardiez, dispense su señoría! Yo soy don Lope, el abad de San Andrés, perdone la condesa, pero es que llevo mucho disgusto. —Tal expresó el hombre, tras descabalgar y besar la mano de doña Poppa, y siguió—: Verá su merced, estos caminos están llenos de ladrones… Hay bandas de salteadores a puñados… Los reyes de Pamplona y León y los condes deberían juramentarse e ir contra ellos y no dejar uno vivo… Don Sancho, mi antecesor en el cargo, pagó por la imagen de la Virgen nada menos que veinte mulas, y a mí me la acaban de robar en una noche sin luna…

—Calmaos, señor abad, ha sido la voluntad de Dios.

—Los voy a perseguir hasta el Fin del Mundo, aunque con tal empeño me deje la vida… Me merezco una buena tanda de azotes…

—Nosotros, desde que dejamos Nájera, no hemos encontrado a nadie, pero como cualquiera que anda por estos caminos nos parece un enemigo, hemos recibido a su reverencia con las armas prestas… Pero si podemos ayudar… —manifestó la condesa.

—Me haría favor la señora si enviara un mensajero a Nájera que avisara de lo sucedido a doña Andregoto de don Galán, la tenente de la plaza.

—No está, dejó la ciudad poco antes que yo. Fui su huésped unos días.

—Es lástima pues, de encontrar a los sacrílegos, los hubiera ahorcado sin preguntar a nadie. Sin embargo yo habré de llevarlos ante el rey para que haga justicia. ¿Adónde ha ido?

—El señor rey la llamó al apellido…

—¿A la hueste? ¿Y a mí por qué no me ha llamado?

—Pues no sé, yo soy extranjera y voy a Compostela.

—En San Andrés tenemos albergue… Detente allí esta noche, que el prior te atenderá como si fuera yo. Ten en cuenta que no hay nada más hasta San Miguel de Pedroso, un monasterio de monjas, y luego otra vez nada hasta San Pedro de Cárdena… Cuando llegues, saluda a la abadesa y al abad de mi parte. Yo sigo en busca de los ladrones, quizá se hayan refugiado en alguna cueva de por aquí… Que Dios te bendiga, señora.

—Salud y venturas para ti, don Lope, te tendré en mis oraciones para que puedas recuperar la imagen de Santa María.

E ido el abad, los bretones anduvieron con mucho ojo, pues, aunque todavía no se habían enfrentado a una cuadrilla de salteadores de caminos, cada vez eran más conscientes de que constituían un peligro que venía a sumarse a la omnipresencia musulmana.

Sorpresa se llevaron las nobles bretonas cuando, al pie de los montes de Oca y antes de iniciar la subida a San Miguel de Pedroso, se toparon con tres mujeres que, al paso de la enseña condal, salieron de una casa armando alboroto, pues que chillaban llamando a los hombres a la par que con las manos levantaban ramos de romero. Tres mujeres, tres, a medio vestir dado que enseñaban los pechos y se remangaban las sayas con procacidad. Vive Dios, vive Dios, tres prostitutas y moras por más señas.

—¡Avante, cochero! —ordenó la condesa.

Las meretrices, que habían sido requebradas por algunos hombres, al ver que la expedición pasaba de largo, la despidieron airadas, la mar de airadas, con insultos y palabras soeces, que no era menester entender, sino escuchar el tono que empleaban.

Y fue, vive Dios, que subido el repecho hacia el convento, a duras penas cupo la comitiva en aquel lugar, en razón de que a un lado había monte en talud y, al otro, quedaban las dependencias abaciales: los corrales, rediles, porquerizas, pastizales, el molino, etcétera, y en el entremedio la santa casa. Los hombres, bajo la dirección de los capitanes que más parecían ingenieros del ejército romano, se las vieron y se las desearon para aparcar los carros, que estuvieron más apretados que nunca.

Así las cosas, la abadesa, en viendo que aquellas gentes le habían ocupado lo que debían y lo que no debían, en un primer momento se asustó pero, como era mujer varonil —tal decían de ella sus siervos y sus propias monjas—, tras inclinar la cabeza, que más no hizo, ante una dama que parecía ser muy principal, por sus muchos avíos, pese a que podría tratarse de la reina de Pamplona o la condesa de Castilla, como siquiera la miró a la cara ni anduvo con cortesías ni remilgos, le indicó, mejor dicho, le mandó con recia voz que enviara la tropa al llano de abajo, pues que no cabía y los hombres no se podían ni cantear. Y aún añadió que semejante gentío iba a alborotar, a incomodar la vida conventual, a revolucionar a sus monjas, y hablaba la abadesa con tanto énfasis, que la condesa, que sabía hacer de condesa con grandes y menudos cuando era menester, la interrumpió y dijo:

—Veo que no soy bien recibida. Me voy, quede con Dios su merced.

—¡Que no, que no, que no es eso…! Su señoría y unos cuantos serán muy bien recibidos, pero todos no, no caben y pueden acampar en el llano abajo.

—A las buenas tardes… ¡Don Morvan, nos vamos!

—¡No, no! ¡Quédese su merced por el amor de Dios!

Pero doña Poppa no se quedó, no. Se acomodó en su carruaje, enojada, muy enojada, y volvió por donde había venido, seguida de su enorme reata de carros y carretas, para acampar en la ribera del camino, desdichadamente muy cerca del prostíbulo de las tres moricas, pero es que no había otro sitio. Y lo que dijo a doña Crespina:

—No sé dónde está el demonio, si en esa casa de hembras fornicarias o en la de Dios.

—Señora, la mi señora, comprendo que estés enojada, pero esa comparación, no ha lugar, y menos en tu boca…

—Tienes razón, aya, que el Señor me perdone.

Los hombres, aunque tuvieron doble trabajo, se alegraron del cambio de planes. A ver que, entre rezar completas u holgar con las moras, preferían esto último en virtud de que se encaminaban a Compostela, donde, una vez seguido el rito oportuno, habrían de obtener indulgencia plenaria, es decir, el perdón de todos los pecados que hubieran cometido hasta aquel mismo momento, con lo cual, salvo que por mala estrella les sorprendiera la muerte —que puede llamar a cualquier puerta en cualquier lugar y a cualquier hora—, poco les importaba cometer otro pecado. Cierto que, muy otra cosa hubieran pensado si en vez de ir, volvieran, pero los hombres, ya se sabe, máxime llevando tantos días lejos de sus mujeres, los que las tuvieren.

Y estaba doña Poppa, bajo el toldo de su tienda, cenando con sus hijas, con poca gana ella, con apetito las niñas, servida por sus camareras, comentando lo sucedido con don Pol y con sus damas, porque, ay, le había calado hondo el desaire de la abadesa:

—Este mundo de las Hispanias no es el mío, no lo conozco… Don Pol, ¿crees que andamos en tierra cristiana?

—Sí, por supuesto.

—Así, al pronto, yo diría que estas tierras están dejadas de la mano de Dios.

—¡Señora! —la reconvino doña Crespina con un gesto.

—No tema su merced, que el Señor está en todas partes.

—La casa de las tres moras está abarrotada, señora.

—Nuestros hombres beben y yacen con ellas, oiga su merced qué voces, qué risas…

—¿Qué pasa, qué es yacer, madre? —preguntó Mahaut.

—Nada, hija mía, nada.

—Algo será, madre —intervino Lioneta.

—Dios hace llover sobre justos e injustos, señora.

—En verdad te digo, don Pol, que no comprendo, como tampoco entiendo otros muchos pasajes del Evangelio…

—No es menester entender, los Santos Padres tampoco entendieron… Las cosas de Dios no se pueden comprender, pues no las alcanza la humana razón. Esa falta, esa carencia de intelecto, se suple con la fe.

—¿Cómo toda una señora abadesa ha podido arrojarnos de sus heredades?

—Esa monja se pudrirá en el Infierno…

—¡Qué diferencia la acogida que nos deparó doña Andregoto, y eso que no nos conocía de nada!

—La monja no fue avisada de nuestra llegada —apuntó la mayordoma.

—Sí, eso sí, a ésta la ha cogido de nuevas.

—No sólo eso, señora, las ruedas de los carros le han destruido sembrados y hortales, a más de vallados… Y aún te ha dicho que te quedaras. A mí, cuando salía en pos tuyo, me ha cogido de la manga y me ha pedido que no te fueras, a la par que me ha asegurado que nos daría una escudilla con una tajada de puerco, verdura y garbanzos, y un cuartillo de vino, lo que da a todos los peregrinos que se presentan en su casa —aseveró doña Crespina.

—Estos lugares, los montes de Oca, son paso peligroso. Alguien me lo advirtió, pero no esperaba que lo peor fuere una abadesa alunada —siguió insistiendo la condesa, y eso, que antes parecía arrepentida de haberse enfadado tanto.

Y en ésas estaban, a la luz de las velas y bajo la noche oscura, don Pol y doña Crespina quitando yerro al asunto de la religiosa, doña Gerletta, al revés, encizañando; las niñas sin entender nada y pidiendo explicaciones, cuando en la lejanía y por el camino que venía de la derecha, Mahaut avisó de que se aproximaban unas luces:

—Madre, mira cuántas luces…

—¡Dios nos asista!

—¡Jesús-María!

—¡Por todos los Santos!

—¡Niñas, entrad en la tienda!

—No, madre. Yo quiero ver —se rebeló Mahaut.

—Ni por la Virgen Santísima —apoyó Lioneta.

—Ve, don Pol, a ver de qué se trata. ¿Cómo os atrevéis, niñas, a desobedecer mis órdenes?

—Madre, nunca nos permites ver lo mejor…

—Eso, madre, siempre nos tenemos que ir a la cama o recogernos en nuestra habitación…

La condesa, un tantico confusa, dejó de reprender a sus hijas, que tal merecían, para más adelante, porque observando las luces que se acercaban lentamente, le vino un palpito y pensó que talvez se tratara del Ángel Exterminador, el mismo que, enhorabuena, redujera a cenizas las ciudades de Sodoma y Gomorra que, en esta ocasión, no venía solo, sino con grande ejército, sin duda a arrasar la casa de las tres moras, aunque, es de decir, que le pareció mucho aparato para tan poca cosa. Pero, como estaban sus hombres dentro y podían ser muertos en un tris si los ángeles comenzaban a blandir sus espadas de fuego, pidió un manto y, decidida, se encaminó a la puerta del burdel, donde se juntó con la tropa y con las moras que le hicieron hueco. Y se encontró en primera fila, a la luz de antorchas, con don Morvan a su lado que, rojo como la grana, se acomodaba las calzas a la cintura a toda prisa, todos esperando a los que venían, ya fuera con hachones encendidos, ya fuera con espadas de fuego.

Pero no, no, que no eran ángeles, aunque bien pudieran ser demonios. Eran los flagelantes, los mismos que habían adelantado a la salida de Pamplona que, mira, como los bretones se habían detenido acá y acullá y, aunque hacían el camino andando, les habían dado alcance. Y fue que llegaron alborotando, rezando las mismas letanías, gritando las mismas advertencias, llamando a los hombres al arrepentimiento y, vive Dios, dispuestos a llegar al Finisterre antes del 31 de diciembre, sin que les detuviera el día ni la noche ni la calor ni el frío. Aunque, eso sí, llegaban con la espaldas en perdición, algunos laceradas hasta dejar ver las costillas.

La condesa, llevada por la compasión y admirada de la tenacidad de aquellas gentes, procuró ayuda al fraile guiador, que llegaba exhausto, y ella misma lo condujo a su tienda, le lavó las espaldas, le curó con agua alcanforada sus heridas y le cedió su propio catre para que durmiera. Sin tener en cuenta que era hombre y que, aunque fuera clérigo, podía suponer un peligro para las cinco mujeres que descansaban bajo el mismo techo, pero no, que no, que el fraile, amén de que era viejo, estaba más muerto que vivo. Tanto que, al amanecer y antes de partir, doña Poppa quiso hacer lo que hiciera el buen samaritano en los Santos Evangelios: dejarlo en custodia a un posadero y darle dineros para que lo cuidara, pero, como no había hospedería y no le pareció medio bien encomendarlo a las moras, por su condición de religioso, optó por enviarlo a la abadesa de San Miguel para que se hiciera cargo de él. Y mandó a don Morvan que trajera una mula, cargara al herido, lo tapara con una manta, y que unos hombres lo llevaran a la puerta del convento, llamaran a la aldaba y lo dejaran allí. Y, cumplidas sus órdenes, rezó una plegaria por la curación o por el eterno descanso del alma de su beneficiado.

Ya en la estrada pública, doña Poppa, apoyada por doña Gerletta y amonestada por el silencio de doña Crespina, volvió a sacar las cosas de quicio y continuó insistiendo en el desaire de la abadesa, rumiando que otra cosa no era, pues que le daba vueltas y vueltas sin poder olvidar la afrenta sufrida, al parecer, mentando a aquella hija de Satanás —que otra vez soltando la ira, tal la llamaba— y preguntándose si habría atendido al fraile herido o, vive Dios, vive Dios, lo habría dado a comer a los cerdos. Pero, después de muchas horas de traqueteo, de subir y bajar montes, bajo una calor inmisericorde, conforme se le pasaba el enojo, para contento de doña Crespina, comenzó a disculparla. Entre otras razones porque, Señor Jesús, el hecho de tener una casa de putas a la vera, como quien dice, de su convento, bien podía haberla alunado y llevarla a perder el seso, pues que no era para menos sufrir la vecindad de una casa de mujeres públicas, regentada por moras para mayor disparate, junto a una casa de Dios, como si otros espacios no hubiera en aquella tierra deshabitada e inculta. Y, arrepentida de su incomprensión y de su falta de caridad, pidió confesión a don Pol, cumplió la penitencia que le impuso y, por su cuenta, ayunó durante tres días, lo que complugo al aya, en virtud de que su señora volvió a ser su señora.