Los romeros anduvieron bastante rápido por buen camino, pues no en vano recorrían la vía principal del reino de Pamplona, entre la capital y Nájera. Eso sí, adelantando espías y dejando otros atrás, a más de ojear por todos lados no fueran a surgir los moros de una arboleda o los esperasen agazapados en la maleza y los atacaran por sorpresa, y siempre con las armas a la mano y deteniéndose lo justo para dormir y continuar el viaje. Con tanto correr, con tanto alargar las horas de marcha, a doña Poppa y a sus hijas no les quedaba tiempo para mirar el cielo y contemplar la estrella de don Robert y las suyas propias.
Pero también habían de parar por causas ajenas a la voluntad de la señora. A ver que, por ejemplo, en el momento en que se disponían a cruzar el Arga —que varias veces habían pasado y repasado— a la vista de un puente de tablas, en una pequeña aldea cuyo nombre era Gares, de media docena de casas no más, salió un tropel de personas, acaso treinta o cuarenta, que no hubo manera de detener, so pena de hacer una carnicería. Tal aseveró don Morvan cuando informó a doña Poppa de que unos hombres deseaban hablar con ella, añadiendo que no eran moros ni bandoleros, sino peregrinos mismamente como los bretones. La condesa los recibió de mala gana, pues que no quería añadir gente a su compaña, ni menos a tan grande número, porque seguro que, creídos de que una dama de su prosapia nunca podría negar una hogaza de pan y un trago de vino a un hambriento, le pedirían caridad y habría de darles, máxime porque vendrían dispuestos a trocar la buena fama que traía en mala fama, cuando ya venía dando y dando a despecho de sus camareras y capitanes que le advertían de que sus arcas mermaban a ojos vista y le aconsejaban que ahorrara o pronto tendría que pedir prestado y a quién pediría prestado si recorría una tierra despoblada. A más, que le dirían de ir con ella, de sumarse a la expedición y no, que no, que las apariencias engañan y la buena gente, se convierte en mala gente, en gentuza, y hasta es muy capaz de escupir en la mano que le da de comer.
Pese a sus razonamientos, los recibió y, en efecto, todo lo que había previsto que los hombres le solicitaran, se lo pidieron y en muchos idiomas además, pues que había borgoñones, francos, flamencos, gascones, provenzales, germanos, lombardos, aragoneses, etcétera, de tal manera que, como todos hablaban a la vez, organizaron una babel, que la dama aprovechó para hacer como que no comprendía, y eso que sí entendía y muy bien a los francos y a los occitanos. Que había acertado plenamente con las peticiones que le estaban haciendo, pero decía a todo que no, negando con la cabeza para que no hubiera duda, no obstante, hizo que Loiz les diera alguna cosa y el mayordomo repartió un huevo y medio pan a cada uno de los que habían aparecido en aquel pueblo sin nombre. Y, sin más, aunque admirada de que hubiera allí tanto personal, la condesa montó en su carruaje.
Luego fue enterada del porqué del gentío. Porque allí, en el paso del Arga, se juntaban dos caminos: el que había hecho ella por Roncesvalles y el que venía de la Aragonia por el Summus Portus, pero lo que dijo:
—¡Avante, avante!
Siguiendo la ruta, tras varias horas de camino, ladraron los perros de una mujer asaz vieja, que cuidaba de un hospitalillo con cuatro camas, pero tan mugrientos estaban los plumazos que la señora no quiso pasar una noche bajo techo, y eso, que venía acalorada, que apretaba la calor por aquellos parajes, tanto que lo único que hizo en aquella casucha fue cambiarse de ropa y vestirse con una de las túnicas que le habían regalado las reinas de Pamplona y, la verdad, que se sintió aliviada, aunque, es de decir que, al momento, como quien dice, Lioneta echó a faltar su refugio, la amplia falda de su madre, y se amoscó y empezó a refunfuñar.
—¡Ay, qué cría! —se quejó la condesa.
Y fue que la dueña del hospitalillo o venta, lo que fuera aquello, en viendo a la pequeña en toda su disminución y consciente de que la dama no iba a hospedarse en su casa, por sacarse algún dinero le propuso:
—Si lo desea la señora, puedo echarles las habas a sus mercedes… No hay peregrino que circule por aquí que no se detenga en esta pobre casa, pues adivino el futuro…
Doña Poppa dudó, pues no era dada a los agüeros, como sabido es, pero como su naine había empezado a llorar por llorar, pues motivos no tenía, para que se callara y no le dolieran los oídos con aquel sonido estridente, que no es que fuera continuado y, de consecuente, insoportable, que no, que había comenzado cuando ella se cambió de ropa, pero es que venía nerviosa por el asunto reciente de los peregrinos y por los muchos trances que había tenido que sufrir desde que saliera de Conquereuil, y nada más fuera por entretener a la pequeña y que cesara el llanto, dijo:
—Atiende, Lioneta, vas a jugar con esta mujer.
—Con la mejor sortera de estos lugares, señora. Me viene mucha gente de Lizarra y aun de Pamplona.
—Procede con la niña, sortera, pues.
—Si quiere la señora, también le echo las habas a este negro, por ver si en el futuro se torna blanco.
—No, no. A la niña.
Y fue que la dueña extendió un paño bermejo en el suelo, a manera de alfombra, y mandó:
—Negro, trae a la niña y siéntala enfrente mío…
Y comenzó. Buscó un saquete en un arca, sopló sobre él para quitarle el polvo y, mientras se acomodaba, explicó:
—Me gano la vida con las habas. Gracias a ellas tengo una docena de gallinas, un gallo y un puerco que lo sacrificaré para San Martín y haré mondongo; para esas fechas vienen por aquí unos matarifes de Lizarra y, a cambio de que les eche las suertes, me hacen la faena. Cierto que, también les doy de comer, que mato tres capones y los guiso en vino. Ellos son dos y conmigo hacemos tres y nos damos un festín… De Pamplona me vienen personas muy principales, no voy a decir sus nombres porque debo guardar secreto, pero si los oyeras te quedarías pasmada, la mi señora…
—¿Cómo te llamas, mujer?
—Urraca, la mi señora.
—Escucha, Ugaca —otra Urraca, Dios mío—, ¿cuánto pides?
—Ah, la mi señora, dame ese vestido que te has quitado. Lo luciré en Lizarra el día de San Andrés, que allí se celebra tanto como San Juan, y hay bailes y músicas.
Al oír la primera fecha, el rostro de la condesa se ensombreció, pues era el día del fallecimiento de su buen esposo.
—¿No me digas —interrumpió doña Crespina—, que a tu edad vas de fiesta?
—No, voy a echar las suertes y vuelvo con la faltriquera llena.
—Venga, Ugaca, empieza, te daré el vestido.
—¡Señora!
—¿Qué, Crespina?
—Nada, nada.
—A ver, niña…
—Se llama Lioneta.
—Madre, yo también quiero jugar.
—Tú, Mahaut, de momento te callas. Luego hablaremos.
—Con este jaleo no voy a poder concentrarme… Déjenme sus señorías sola con la pequeña…
—¡Ni hablar! —objetó la condesa, no fuera la sortera a hacerle un ensalmo.
—¡Quédese su merced, pues! Le diré si ha de crecer, ¿es eso lo que desea su señoría, no?
—Sí. —Tal respondió doña Poppa, pues aquella mujer le había adivinado el pensamiento, y ordenó—: Ea, salid todos…
—A ver, bonita, estate quieta y, cuando yo eche al aire las habas que llevo en este saquillo, no las toques, después te dejaré jugar con ellas, ¿has entendido?
La niña asintió con la cabeza, y la echadora levantó el saquete, lo agitó, lo desanudó, tomó las habas en sus manos, las tiró al aire y, una vez caídas sobre la alfombra bermeja, observó atentamente la colocación de las mismas y explicó con voz melosa:
—Entre cuarenta y cincuenta años vivirás, Lioneta.
—¿Cómo lo sabes? —demandó la condesa.
—Señora, tengo mi arte. No obstante, véalo su merced, cinco habas han caído boca arriba y cuatro boca abajo, al cuatro le sumo medio y al cinco le quito medio y me da entre cuarenta y cincuenta, lo de quitar o poner lo hago por prudencia. Así que, mediando, vivirás cuarenta y cinco años, Lioneta… Y crecerás, uno, dos, hasta doce dedos…
—A ver, ¿dónde lo dice?
—Mi arte es secreto, señora, no te diré más…
—¿Doce dedos?
—Sí, doce… Por los doce Apóstoles. Toma, niña, te regalo las habas para que juegues con tu hermanita, guárdalas en el saquete.
—Para ti el vestido, Ugaca, y queda con Dios.
—Parabienes para la señora, que si mi arte no falla, llegará sana y salva a Compostela… Dame también, señora, los desperdicios del almuerzo de tus gentes, se los daré a comer al cerdo.
—¡Loiz, dáselos! ¡En marcha, don Erwan! —gritó doña Poppa, antes de subir al carro.
Y, a poco, las camareras preguntaron a la señora qué le había dicho la sortera, otro tanto que los caballeros y el preste. Y ella que, por primera vez en muchos días estaba contenta como unas pascuas, les contó a la menuda lo que le había pronosticado la echadora de suertes: lo de los doce dedos que había de crecer Lioneta y lo de los cuarenta y cinco años que habría de vivir, pero fue, Jesús bendito, que la pequeña, pese a que hacía bastante tiempo que no lo hacía, se le orinó en el regazo. Y fue que el contento que doña Poppa traía, no se tornó en ira o en furia o en exasperación, sino en sorda rabia, en desespero, digamos, pues que entregó a la criatura a Abdul y mandó a los caballeros a sus tareas. Y ella se recogió en sí misma para rumiar su desventura que, mira, se la comió sola pues no aceptó el consuelo que sus camareras y su hija mayor intentaron depararle, mientras Lioneta, toda meada y empapando al negro, jugaba a las habas con él, las tiraba al techo y las recogía buscando entre los pies de todos y organizando el jaleo consiguiente, pues iban apretados. Así las cosas, no se apeó del vehículo hasta que su tienda estuvo montada, y lo hizo apriesa, apriesa, para que nadie viera la señal que le había quedado en la túnica.
—Señora, vea la señora, qué lugar tan placentero…
—¿Qué dices, doña Crespina?
—Madre, no se habla a gritos.
—Razón llevas, Mahaut. Vamos, hija, que nos bañaremos en ese río, que falta nos hace, qué calor hace en las Hispanias… La calor es negocio del sol y de que el hombre viva más al norte, es decir, hacia las tierras heladas, que al sur donde están las tierras cálidas, cuanto más al sur más calor…
—¿Cómo se sabe?
—El sol sale por el este, te pones en brazos en cruz, con la mano derecha apuntando a… Espera, voy a ver qué pasa, otra vez oigo jaleo. Mientras te vas desnudando y dejas toda la ropa que llevas puesta para lavar… ¡Don Morvan…!
—La mi señora, este hombre asegura que el río está envenenado.
—¿Cómo, par Dieu? ¿Es que no hay milla en la que no tengamos que superar algún obstáculo?
—Sostiene que si hombres y bestias bebemos de esa agua, moriremos al momento, pues es salada, y que no en vano el río se llama Salado…
—¿Y por qué no ha avisado antes?
—Dice que se ha dormido y su perro, que es viejo, no nos ha oído.
—Debería procurarse otro perro, podríamos haber sido moros y hacerlo prisionero. Que los hombres corran la voz, que nadie se bañe ni beba en el río, las caballerías tampoco…
—¿Qué beberemos, pues?
—Cerveza y sidra, y los animales el agua de los toneles, la que llevamos de repuesto…
—Las bestias no saben beber en ellos, habré de aviar las artesas para que sirvan de abrevadero…
—Arréglatelas, don Morvan.
—El hombre me ha pedido dineros por avisarnos, señora.
—Dale unos cuantos azotes por su tardanza, varios hombres ya han bebido y se han metido en el río, velos…
—¡Van a morir!
—¡Que salgan apriesa y que don Pol les dé confesión y comunión!
Pero, a Dios gracias, no murió nadie, no. Tres o cuatro domésticos de los que bebieron en el río Salado padecieron colerines, que son muy molestos, sí, pero el que peor suerte llevó fue el avisador, el engañador, el engañamundos, el engañabobos que, aparte de recibir una buena tunda de azotes, fue metido en el carro-jaula, para ser entregado a la justicia de Lizarra, dado que doña Poppa, como se viene diciendo, no quería hacer la suya en tierra ajena, aunque, antes de recorrer una milla, lo pensó mejor y optó por darle suelta, por liberarlo, para no llevar un problema consigo, y tal hizo.
Los peregrinos dejaron atrás Lizarra y arribaron al monasterio de Santa María de Irache, donde fueron recibidos por el abad, que salió a su encuentro con una cruz procesional, muy buena, y dio alojamiento y vianda a las damas, que disfrutaron de buena comida y de la frescura del lugar, pues se quitaron los calores.
Los hombres de la tropa y los domésticos, en cuanto se desprendieron de las lorigas y dejaron las armas, después de montar las tiendas y dar de comer y de beber a las caballerías, de hacer cada uno la labor que le correspondía, algunos incluso se lavaron, sin pedir permiso, en una de las albercas del cenobio y luego, como la condesa les había dado asueto, regresaron andando a Lizarra —una villa con castillo en la que empezaba a crecer un burgo— y llenaron las tabernas. Allí oyeron decir a los vecinos: «Arga, Ega y Aragón hacen al Ebro varón», lo que les costó entender, porque, vive Dios, eran bretones y, de consecuente, venidos de muy lejos. A más que les dio un ardite, pues que en aquel lugar había buen pan, buen vino, buena carne y mejor pescado, y un burdel extramuros. Con todo y con ello, algunos se dejaron hasta el último penique, incluidos los capitanes que, acuciados por las necesidades que el varón tiene por su natura, turnándose don Morvan y don Guirec, por no dejar a la compaña suelta y que los hombres, cargados de vino, cometieran alguna tropelía, acompañados del castellano, es decir, del merino del rey de Pamplona, ajustaron con la «abadesa» de la casa de lenocinio —que era una viuda— una moza y, por casualidades de la vida, la misma los tres. Y fue que la muchacha les satisfizo, pues que luego lo comentaron entre ellos, amén de que no hubieron de pagar, pues al ir con el gobernador, la dueña se la cedió de balde.
Doña Poppa, que no ignoraba qué estarían haciendo sus hombres en la villa de Lizarra, los dejó estar. Después de la cena, sentada a la fresca, con sus damas y con el abad Fortuno, que había hecho llevar unas cátedras al claustro del convento para tal fin, no pudo reprimir un mohín cuando el susodicho la informó de que sus servidores le habían inutilizado un aljibe, pues que se habían bañado en él, pero respondió que le pagaría el estropicio. Cuando el clérigo empezó a despotricar contra los vicios de la carne y la recriminó por dar suelta a sus hombres, a más de sonrojarse, pues mujer era y no hablaba de tales temas con varones, torció el gesto, pero, como el otro insistía, tuvo que decirle que no podía gobernar en determinadas partes de los cuerpos de sus vasallos, que demasiado hacía con tratar de mandar en sus cabezas y aún añadió que favor habían hecho al marcharse a la villa pues, si su tropa hubiera estado dos días de ocio en aquella casa de Dios, los frailes se hubieran distraído al rezar maitines, pues hubieran estado hasta muy tarde bebiendo y jugando a los dados. Y cambió de conversación en virtud de que, mientras respondía al abad, ora con la cabeza gacha, ora alzándola para mirarle a los ojos, porque una condesa siempre ha de mantener la distancia con prestes y monjes —que tal había aprendido de don Robert—, o levantándola más para mirar el cielo, fue que, como no había luna, al contemplar la obra de Dios en toda su magnitud, quedóse prendada una vez más, y exclamó:
—El Señor nos ha regalado maravillas… ¡Cuántas estrellas…!
—Miles, millares de estrellas, la mi señora —entró al trapo el abad que, además, se mostró un maestro en aquella cuestión—… La nube lechosa que contiene miles y miles de estrellas es la llamada Vía Láctea… Ella os guiará hasta Compostela.
—¿Cómo es eso, don Fortuno?
Y el abad le fue señalando más y más estrellas: el Can Mayor, dicho también Sirio, que aparecía a primeros de junio, la más brillante del cielo, y muy cerca el planeta Venus, llamado Lucero; Orion, Casiopea, Cisne, Vega, Altair, en el Águila, Sagitario, etcétera, para detenerse en la llamada Osa Menor y explicarle que entre las siete estrellas que forman la constelación figura la Polar, precisamente la que señala el norte y sirve de guía a caminantes y a navegantes en la tierra toda:
—Ved, condesa, allá a la siniestra, las siete, cuatro formando un rectángulo y tres tirando de él, como un carro tirado por tres caballos…
—¿Dónde?
—¡Allí, allí!
—¡Ah, sí!
—Observad, la mi señora, el primer caballo es la estrella Polar… Ella te conducirá hasta Compostela y evitará que te pierdas.
—¡Oh, mon Dieu! Ya sé que vengo recorriendo el camino de las estrellas… pero es la primera vez que me aprendo los nombres de los astros, o al menos me cogen de nuevas, que hasta hoy sólo conocía los de la estrella Polar y el Lucero…
—Yo, mi señora, puedo poner nombre a trescientas…
—Yo, sin embargo, como en la Bretaña llueve mucho y las casas apenas tienen ventanas, y he estado ocupada en otros menesteres y, además, sufriendo lo que me manda el Señor, apenas he mirado el cielo… Sepa su merced que soy viuda, que mi marido falleció pronto hará un año y que voy a Compostela porque juntos planeamos ir…
—¿La niña es enana?
—Sí, paternidad, sí.
—La tendré en mis oraciones.
—Gracias, señor. ¿Qué camino tengo hasta Nájera?
—Unas cincuenta millas… Hubieras ido mejor por el norte…
—Es que quiero ir a Nájera y conocer a doña Andregoto de don Galán, la castellana…
—Habrás de pasar un puente de tablas en Varia para cruzar el Ebro, andar por caminos despoblados y, antes de llegar a Nájera, saldrá a tu encuentro y surgirá de una nube de polvo una mujer asaz alunada, esa dicha doña Andregoto, pero no te asustes. Ahora bien, ten en cuenta que, según le dé, te dejará entrar en la población o te ordenará que sigas camino sin dejarte comprar una hogaza de pan. Quiero advertirte para que te aprovisiones bien en Lizarra y, también, que tengas cuidado, pues el castillo se levanta sobre una inmensa roca de la que se desprende piedra…
—No es eso lo que me contaron de ella las reinas de Pamplona.
—Las reinas no saben de la misa la mitad. Perdona, hija, te dejo que llaman a completas.
¡Hora de completas y doña Poppa de hablas con el abad! ¡Ah, que mañana había de despertarse rota! Y, en efecto, más que rota se levantó, deshecha, pues no pudo cerrar los ojos pensando en si a alguno de sus hombres le habría caído un pedrusco del castillo y, no lo quiera Dios, tuvieran que lamentar una desgracia, y en doña Andregoto, a la que el clérigo no parecía querer mucho.
Al día siguiente, el abad la invitó a adelantar un día el viaje y acompañarle al monasterio de San Esteban de Deyo, donde estaba enterrado el rey Sancho Garcés, el primero, hombre de grata memoria y fundador del cenobio, que se hallaba a pocas millas de allá, pero rehusó:
—Hoy descansaré, disculpe su paternidad.
—Dice bien la señora, además, mañana ha de pasar por allá.
Y atinada anduvo, en razón de que, tanto tiempo sin llover, a sobretarde descargó una tormenta de agua y granizo que, Cristo Jesús, le cayó encima a Loiz, el mayordomo, y la gente que llevaba, que llegaron ensopados y lamentando que se habían echado a perder buena parte de las frutas y verduras que, para comer fresco y llevar surtido, había adquirido en Lizarra por orden de su señora.
Los peregrinos, tras desandar el camino hasta Lizarra, rezaron en el monasterio de San Esteban de Deyo ante la tumba del rey Sancho Garcés que, mira, para sorpresa de la señora condesa había sido marido de la reina Toda, se despidieron de los prelados y continuaron ruta. Atravesaron el Ebro —el río más caudaloso de las Hispanias, según les dijeron los lugareños— en la aldea de Varia. Acamparon en el ribera y bebieron muy buena agua, a más los hombres pescaron muchos barbos a lanzadas y los que se entraron en el cauce cogieron buen número de anguilas con las manos —negocio más que dificultoso—, de tal manera que aquella noche, los cocineros guisaron anguilas de vara y media de largas y clavaron peces, del tamaño de un codo, en espetones, y tantos había que, saciada la tropa, lo que sobró lo repartieron entre los aldeanos.
De regreso al camino tornaron a las tierras yermas pues, hasta que se presentó ante ellos la castellana de Nájera, sólo se cruzaron con un hombre que iba montado en un jumento y que, sin detenerse, los saludó con la mano alzada. Pero que doña Andregoto de don Galán había salido a su encuentro montada a caballo y que, posiblemente, se acercaba a galope tendido, lo supieron los capitanes y las damas que conocían de su existencia en el mismo momento en que el abanderado dio la voz de alarma anunciando que, al frente, avanzaba una nube de polvo y, aunque todavía estaba muy lejos, no les cupo duda de que era ella.
Sucedió que una polvareda, como no habían visto otra tal, se alzaba delante de sus cabezas varas y más varas hacia el cielo, acaso ciento y, naturalmente, como mortales que eran, pese a tener noticia de la portentosa Mujer de los Vientos, sintieron escalofríos. Y la compaña, que nada sabía de ella, se echó a temblar y, por si acaso, los arrieros detuvieron los carros y caballerías y se refugiaron debajo; los domésticos, los que cupieron, hicieron otro tanto y los demás se tendieron en la dura tierra boca abajo con los bordones a su vera para defenderse de lo que viniere y comenzaron a rezar; de los soldados, los que eran valientes, abandonaron la formación y se agazaparon a ambos lados del camino con las armas dispuestas, pero otros, los medrosos, arrojaron las armas y, pies para qué os quiero, consiguieron alcanzar una arboleda y se refugiaron en ella como si les persiguiera el diablo, y gritando, además, que venían los moros. Y de nada valió que los capitanes, uno por cada lado de la vía, aclararan que no se trataba de los musulmanes, ni de una tormenta de tierra y que les ordenaran volver a sus puestos, que no obedecieron ni menos creyeron a don Morvan ni a don Guirec, pese a que escucharon de sus labios que se trataba de una mujer que, al cabalgar, ya fuera en alazán o rocín, levantaba polvo en derredor. De una mujer muy principal, nada menos que la señora de Nájera y que salía a recibirlos.
Y era que la única persona que se sonreía a la vista de la tolvanera, en toda la expedición, era doña Poppa, la única también que consideraba que la castellana levantaba la justa cantidad de polvo, la necesaria para espantar a un ejército pues, precisamente, su función era defender la fortaleza contra el empuje de los moros. Y era que había pensado tanto en ella y que, en sus sueños o en su duermevela, le hubiera gustado ser la Mujer de los Vientos, que siquiera se había planteado que el polvo lo levantara una partida de moros en algara que se aproximara, con lo cual no tomó precaución alguna, cuando bien advertida que estaba por las reinas de Pamplona de que Almanzor rondaba por aquellos lugares y de que, sin remontarse más atrás, el pasado año había destruido la capital del reino.
Una hora más o menos, el tiempo que a don Pol le llevó rezar sesenta avemarías tardó en aproximarse la ventolera. Una hora que a todos se les hizo muy larga y sólo a la condesa muy corta, pues que, emocionada, esperaba la llegada de la extraordinaria señora de Nájera y la imaginaba vestida de armadura, calado el yelmo, la espada en alto y fiera la mirada, como si de San Miguel matando al dragón se tratara, a la par que pensaba qué palabras le diría. Y tal comentaba con sus hijas que, mira, tampoco entendían aquello de una mujer guerrera que cabalgaba removiendo el aire, con motivo pues, asomando la cabeza por la ventanilla, sólo veían una nube de polvo que venía a su encuentro de tiempo ha, y temblequeando y apretando los puños con desesperación, ponían cara de espanto, a la par que aceptaban los paños que les proporcionaba doña Crespina para que se taparan nariz y boca en el momento en que el torbellino llegara y cesara su loca carrera. Cesara o pasara de largo para aterrar a otras gentes, pues que bien podía tratarse de algún fenómeno de la madre naturaleza, que tan pronto es madre como madrastra, en virtud de que, salvo la tormenta que descargó mientras estaban a resguardo en el monasterio de Irache, llevaba muchos días sin llover.
Pero fue que aumentó el polvo y arreció el fragor del viento, y que las niñas, a más de echarse a llorar, se orinaron piernas abajo. Lioneta en el regazo de Abdul, que le acariciaba el rostro y Mahaut en el de doña Gerletta que, de apretarla contra su pecho para resguardarla de la vorágine, la depositó en el suelo, fastidiada y extrañada, la mar de extrañada porque, de años ha, la heredera hacía sus necesidades donde es menester hacerlas, en la bacinilla o en la letrina.
En acercándose la polvareda y detenida la expedición, doña Poppa, haciendo caso omiso a los orines de sus hijas, se apeó del carro y luchando contra el viento, que se la llevaba, anduvo hasta don Erwan, que había tenido que enroscar el estandarte de don Robert para evitar que volara, y le pidió un caballo. Y uno, dos, tres y más le hubiera proporcionado el Joven, porque todos los del piquete habían descabalgado en razón de que las bestias estaban tan aterradas o más que los jinetes, qué tan aterradas, mucho más que los hombres, pues por su natura ignoraban qué sucedía y que todo lo que ocurría era causa de aquella doña Andregoto que movía el viento lo mismo montara alazán o rocín y, temerosas, con miedo a no sabían qué, se encabritaban y querían salir huyendo, y los hombres demasiado hacían tratando de calmarlas, eso sí, poniendo buen cuidado en no recibir una coz. Por ello doña Poppa esperó a la señora de Nájera a pie en el centro del camino, con sus hombres detrás sujetando a los caballos.
Y sí, sí, que era ella. Tal se dijeron los peregrinos cuando cesó el viento, desapareció el polvo, dejaron de toser y se encontraron ante sus ojos un esbelto jinete montando, como no podía ser de otro modo, magnífico alazán, que les interpeló:
—¿Quiénes sois, dó vais?
—Yo soy doña Poppa, condesa de Conquereuil.
—Yo soy doña Andregoto, la señora de Nájera.
—Nos encaminamos a Compostela de la Galicia, somos peregrinos que vamos a postrarnos ante el señor Santiago.
—Sé bienvenida, condesa.
Y fue que la castellana envainó su espada, se apeó del caballo, se desprendió del casco, se acercó a doña Poppa y le besó en ambas mejillas, como los nobles hacen entre ellos. Los de Conquereuil no supieron qué hacer si aplaudir o no aplaudir, por eso permanecieron en silencio, todavía sin haberse quitado el miedo del cuerpo, observando la actuación de las damas: cómo la najerense, que vestía magnífica armadura, montaba en su caballo de un salto y se asentaba a horcajadas como los hombres; cómo la bretona hacía otro tanto, con ayuda de don Erwan que le daba estribo, a las mujeriegas; cómo ambas iniciaban la marcha muy lentamente, a paso de burra, gracias al cual, la castellana, aunque levantaba el polvo a lo menos media vara —por aquel don o maldición que disfrutaba o sufría y que no podía evitar, al parecer—, no molestaba a la de Conquereuil. O era que la condesa era incapaz de sentir molestias, pues que iba emocionada en razón de que la llegada de doña Andregoto se había desarrollado tal y como había pensado: el mucho polvo, el fin de la polvareda y la aparición de un jinete, que más parecía el arcángel San Miguel, por su brío, por su decisión, por su apostura, por sus bermejos cabellos, por sus ojos que, de incisivos en un primer momento se habían tornado en bondadosos y, ah, por sus cariñosas palabras a la recepción: «Sé bienvenida, condesa», y las muchas que siguieron, pues ambas mujeres, perdidas de polvo, cabalgaban parejas en buena plática:
—¿Doña Poppa? ¿Poppa, he entendido bien?
—Sí, señora, es nombre bretón. Vengo de la Bretaña, del norte de la Francia.
—Mi nombre también te habrá sonado extraño…
—No, porque me hablaron de ti las reinas de Pamplona.
—Dios bendiga a mis señoras. ¿Cómo se encuentran de salud?
—Bien, muy bien. Te envían saludos.
—Me huelgo, porque doña Urraca, la reina madre, no levanta cabeza desde que una de sus hijas fue llevada a Córdoba por su propio padre, para maridar con Almanzor…
—No sé, hablamos mucho, pero de eso, no…
—Ya te lo contaré, la decisión del rey don Sancho fue oprobiosa para el reino todo… Cierto que, el moro acuciaba por aquí, pero yo nunca entregaría a una hija para firmar la paz…
—No sé, la mi señora, en la Francia no tenemos que luchar contra los musulmanes, don Carlos Martel los venció hace muchos años y no han vuelto por allá.
—Una suerte, desde que soy castellana he oído de las aceifas —«aceifas», decía— de los califas Abderramán y Alhakam y ahora de las de Almanzor… A Nájera ninguno de los tres se ha atrevido a venir y, de consecuente, no las he sufrido, pero todos ellos hicieron estrago.
—Tenía gana de conocerte y de ver tu prodigio del viento.
—Esto de mover el viento me va bien, incluso es bueno para el reino, pero no creas que tiene inconveniente pues, ya ves, aun yendo al paso, lo levanto. ¿Te molesta?
—No, no, la mi señora.
—Te he puesto perdida… En Nájera te hospedarás en mi castillo y podrás lavarte en mi sala de baño… ¿Así que vas a Compostela?
—Sí, soy viuda. Mi marido, en vida, decía de peregrinar a Santiago… Ahora, cumplo yo su deseo…
—Llevas un ejército, condesa.
—Mi esposo hubiera llevado tanta compaña o más. Como tú, era la mejor espada del reino.
—Tan joven y viuda. ¿Tienes hijos?
—Dos hijas, señora. Van en mi carruaje. ¿Y tú cómo andas sola?
—Mis hombres vienen detrás… Y siempre les adelanto, de otro modo, los ahogaría en polvo. Allá los veo, en la lejanía…
La condesa, que no veía nada en el camino, continuó la conversación:
—Por doquiera he pasado, las gentes me han dicho que había equivocado el camino, que debería haber cogido otro en vez del elegido, pero no me arrepiento de haber hecho el viaje por Pamplona pues te he conocido, aunque llevo tantas millas sobre mis espaldas que no sé si llegaré con vida a Compostela…
—No me ensalces en demasía, doña Poppa, que yo soy una pobre mujer que hace el prodigio del viento, que es utilidad, sí, pero nada más… Cuando lleguemos a Nájera, tus hombres acamparán fuera del burgo… Nosotras seguiremos hacia el castillo… Presto el camino mejorará. Lo he empedrado yo utilizando las rentas de la villa…
—Observo que esta tierra es muy rica, pues veo mucho trigo y mucho viñedo…
—Sí, por eso muchos nobles me disputan la honor, el feudo, la castellanía, para que me entiendas… Don Sancho Garcés, el primero, conquistó esta tierra y levantó una fortaleza, otro tanto que hizo cerca de Lizarra, en San Esteban de Deyo, donde está enterrado…
—Me detuve allí.
—Alzaba don Sancho castillos para agrandar el reino, llevar más lejos sus límites y defender mejor Pamplona. De hecho Nájera es una ciudad de frontera, que se abastece por sí misma… De un tiempo acá vienen muchos peregrinos, pero este año menos, por los moros que están por todas partes…
—Señora, señoras —interrumpió don Morvan—, habrá que almorzar…
—Doña Andregoto, éste es don Morvan, mi capitán.
—¡Salud, don Morvan!
—A los pies de la señora.
—Bien, pararemos en aquella arboleda.
—Lo que mande la señora.
«¿La señora?», se fue cavilando don Morvan, pues que si hubiera tenido que definir a la castellana, dada su complexión varonil y cómo montaba a caballo, la hubiera considerado un marimacho, perdónele Dios.
A resguardo del sol, las nobles descabalgaron. Doña Andregoto se desprendió de su cota de mallas y del bacinete y, cuando llegaron sus soldados, lo dio a guardar a doña Ramírez, Su mayordoma, quedándose en calzas y jubón, como si fuera un hombre, pero no se quitó su espada, no. Y, mirando el hierro con cariño, con la misma devoción que todo guerrero contempla su espada, le explicó a doña Poppa:
—La reina Toda, mi señora, me la legó en su testamento.
Y luego se recompuso el cabello agitándolo al viento y anduvo unos pasos por allí, como si fuera un león enjaulado. Tal pensó don Morvan que la observaba de lejos, aunque, en realidad, desentumecía sus huesos, a ver, tanto tiempo a caballo, y doña Poppa hacía lo mismo.
A poco, se detuvo el carruaje de la condesa y de él salieron dos niñas, seguidas de un hombre negro, que corría tras ellas, y una voz, la de doña Crespina que advertía:
—Despacio, despacio, las niñas no corren.
Pero, vive Dios, corrían hacia su madre que las esperaba sonriendo. Cierto que, se detuvieron en seco al toparse con una mujer de cabellos rojos, que les sonreía también y extendía sus manos hacia ellas.
—Estas son mis hijas, la mayor es Mahaut y Lioneta es la pequeña…
—¡Oh!
—¿Tú eres la Mujer del Viento? —demandó Mahaut, a la par que besaba la mano de la dama.
—Sí, soy yo.
—¡Enséñame a mover el viento! —rogó Lioneta.
—¿Para qué quieres tú mover el viento?
—Para… no sé, para volar como los pájaros…
—¡Ven, dame un beso!
Y muchos besos le dio Lioneta a la castellana antes, durante la comida y a los postres, sin que le importara que le dejara baba, quizá porque hacía caridad, pues que para entonces doña Poppa ya le había susurrado al oído que Lioneta había nacido enana.
Enterada la de Nájera de la desgracia de Lioneta por la condesa que, a manteles puestos y entre plato y plato, se remontaba a tiempos lejanos y le explicaba sovoz lo de la escasa talla de don Pipino el Breve, egregio antepasado de su esposo y padre de don Carlomagno que, cosas de la vida o disparates de la misma, había tenido la altura de un gigante, sosteniendo que aquel hecho indubitable, del que daba noticia el arzobispo Turpín en su crónica, se había repetido con su marido y la pequeña, si bien, en su caso, no había sido el padre enano y giganta la hija, sino al revés, pues que don Robert había medido más de dos varas y la niña, cumplidos seis años para siete, todavía no alcanzaba dos palmos, y continuaba:
—Una desgracia, la mi señora, que nos hizo sufrir harto, a mi marido y a mí, a él más mucho más, pues nunca aceptó a la criatura…
—Me lo imagino, condesa. Por doquiera se conociera la malformación de su hija, como los maledicentes son peste, se pondría en duda la calidad de su semilla, ¿o no?
—Ya lo creo, y eso le llevaba a maltraer, a no sosegar… Tanto que se empeñó en que se le practicara exorcismo a la pequeña…
—¿Y qué?
—Nada, pues endemoniada no estaba… Mil veces se lo dije, pero no quiso escucharme.
—¡Ah, los hombres…! ¡Ea, doña Poppa, pongámonos en marcha, para llegar al castillo antes del anochecer!