Capítulo 10

La ascensión del Summum Pyrenaeum, por el puerto de Cisa, empezó mal para los bretones porque un hombre se salió del camino, posiblemente para hacer sus necesidades, y tropezó con una trampa lobera que le destrozó una pierna y fue menester atenderlo, sacarlo del cepo, quemarle con aguardiente las heridas —no se le fueran a infeccionar— y entablillársela, pues que el hierro le había partido los huesos. Tal advertía don Morvan mientras procedía —que el buen capitán había de hacer de todo— en esta ocasión de físico en razón de que en Conquereuil no había. Hubieran podido ajustar a la Kathlin, la sanadora, que tanto consultaba el conde Robert, que era curandera y que también les hubiera hecho agüeros, pero doña Poppa no quiso.

Pese al desdichado percance, la comitiva no se detuvo. El capitán transfirió el mando de la vanguardia a don Guirec y él se quedó en la retaguardia y, operando al accidentado en un carro que, previamente, había mandado desalojar de barriles de cerveza. Lo hizo con ayuda de una moza que iba en el pescante al lado del cochero, de una tal Maud que, al ser interrogada, dijo ser la lavandera personal de la condesa. Y, mira, que al capitán le vino bien el oficio de la susodicha pues que pensó sería capaz de frotar con hilas de algodón, empapadas en aceite de linaza, las heridas del hombre, y le encomendó la tarea que la joven realizó a la perfección, como si lavara ropa delicada. Y, detenida la sangría, él mismo procedió a enderezar los huesos de la pierna del hombre dando un tirón, a entablillarla y a sujetarla fuertemente con vendas, haciendo oídos sordos a los gritos de dolor del accidentado, al cual le dio a beber aguardiente en abundancia. Acabada la operación, el capitán agradeció el servicio que le había prestado la Maud y, vive Cristo que, al contemplar su rostro, observó que iba muy pintarrajeada y se adujo: «Más que lavandera parece otra cosa…», pero alejó el tema de su pensamiento, y le dio las gracias con un movimiento de cabeza, a la par que le expresaba que entre ambos habían hecho todo lo que se podía hacer con el lesionado, lo mismo que, a falta de físicos, él había tenido que hacer en los campos de batalla con los heridos de hierro. Y, después de encomendarlo al Señor, lo dejó bajo la custodia de la moza.

—Madre, ¿cuánto falta para llegar?

—¿Ya llegamos, madre?

—¡Oh, qué cuestas, la mi señora!

—Las mulas se las ven y se las desean…

—Quizá sería bueno bajar de los carros y caminar…

—Dijo don Morvan que la pendiente se encuentra en esta ladera del monte, que, una vez coronemos la cima, la cuesta abajo será más suave…

—El caso es que este carro es muy pesado y que, al doblar las curvas, da miedo…

—Recemos, la mi señora, pidamos misericordia…

—Recemos, sí. ¡Tú, Abdul, trata de dormir a Lioneta, mécela!

—Sí, la mi señora.

—¡Mahaut, no mires, no mires por la ventanilla!

—Madre, nos vamos a caer por el barranco…

—No lo consentirá tu padre, que en el Cielo está. Recemos…

—Dios te salve, María…

—Oremos todas juntas. Padre nuestro…

—Abdul, dame a Lioneta, baja del carro y pide a Loiz que te dé un pan y un jarro de vino. Les daremos pan mojado a las niñas para que se duerman y no vean estos abismos…

—Parece que vayamos a caer en cualquier revuelta…

—Todo son vueltas y contravueltas… Señor, ten piedad de nosotros…

—Cristo, ten piedad…

—Señor, sálvanos…

—Válanos Santa María.

—Señor Santiago, ayúdanos.

—Madre, yo me quiero bajar…

—Tú quieta conmigo, Mahaut.

—¡Ya estoy aquí, señora!

—Trae el jarro, dame el pan. Córtalo, doña Gerletta, moja los trozos y dale a las niñas. Tú, Abdul, ve a ver cómo marchan los carros que nos siguen…

—A las órdenes de mi señora, pero puedo decir a la mi señora que las mulas van ya echando el bofe…

—Ve a don Morvan y que te diga cuánto nos queda para llegar a la cima.

—Solamente falta, señora, que de estas arboledas salga una tropa de bandidos… O una manada de lobos, ¿oye su merced los aullidos?

—No seas maladroite, aya, par Dieu… ¿No pasó por aquí el ejército de don Carlomagno?, pues nuestra compaña también lo hará. Nos encontramos en un paso natural de los Pirineos y, desde la creación del mundo, lo ha cruzado mucha gente…

—¡A lo menos tres días de subida, señora! —interrumpió don Morvan, que venía acalorado.

—¿De esta guisa?

—Talmente, señora. El camino es tan estrecho, que no hay sitio para acampar…

—¡Alá se apiade de nosotros…! —intervino Abdul, mentando a su Dios delante de las damas por vez primera.

—¡Calla, negro, no blasfemes o te haré azotar!

—¡Téngase el capitán!

—¡Dios es quien nos tiene que ayudar, no su Alá de las narices, que, entre otras cosas, no existe! ¿Te enteras, maldito negro?

—¡Téngase el caballero, par Dieu! No es momento de hablar de teologías…

Y no, no, que no era momento de hablar de teologías, ni de blancos ni de negros, siquiera de que hablaran blancos con blancos ni de que blanco amenazara a negro ni de que negro se atemorizara ni de que una mujer blanca y de piel rosada, noble y viuda por más señas, lo salvara del látigo.

Era momento, ay, de socorrer a los hombres, y de recuperar la mercancía de un carro que, por lo que fuere, se había precipitado al vacío, que tal comunicó el capitán a la condesa con angustiada voz, tras ver caer el vehículo con sus propios ojos. Y salió corriendo.

Tres días de ascenso, sudando a mares por la húmeda calor; tres noches de dormir en los carros o al borde de la vereda, después de piar las ruedas con piedras y troncos; tres muertos del carro que se precipitó al vacío que, tras rezarles funeral, fue menester enterrar, más un herido grave y muy afiebrado, el desdichado que había pisado un cepo lobero; más doce mulas muertas, dos de caída y diez de agotamiento, y un caballo que fue menester sacrificar de una lanzada porque se rompió una pata; más dos culebras y tres víboras que tuvieron que matar; más ciento ochenta y siete personas fatigadas hasta el extremo, pues que a mitad de camino habían tenido que empezar a subir a pie para no agotar a las bestias y, entre ellos dos personillas, Mahaut y Lioneta, que no hacían más que preguntar cuándo llegarían y cuándo se terminaba la costana, poniendo a su señora madre de los nervios; más dieciséis barriles de cerveza perdidos, catorce costales de harina, diez cajas d abadejo y cinco de sardinas arenques, mientras los peregrinos extenuados, rezaban, recibían las bendiciones del preste y palabras de ánimo de la señora que, al dejar su carruaje, anduvo entre sus gentes repartiendo sonrisas, moneda y vino.

Llegados los jacobitas a la cima del puerto, se santiguaron ante la cruz de don Carlos, oraron, como hiciera el señor emperador; bebieron en una generosa fuente que allí había y se refrescaron. Y, después, sin admirar el bello paisaje, se sentaron a almorzar y la mayoría sesteó un par de horas en la hierba, a la sombra de los espesos bosques o la vera del arroyo que corrí por allá. Algunos, entre ellos la condesa, sus camareras y s capitanes, cantaron un Te Deum de acción de gracias que, ante la cruz, dirigió don Pol, el preste. Y ya volvieron a los carros a los caballos, y emprendieron el camino cuesta abajo que discurría entre el alto de Ibañeta y el monasterio de San Salvado que, Dios sea loado, disponía de iglesia y hospedería, contento además porque, en los últimos tramos del puerto, ya no había tenido que lamentar más víctimas ni pérdidas materiales.

Antes de llegar al cenobio, salió al encuentro de los peregrinos un fraile recitador al que no hicieron el menor caso pues que ni fuerza tenían, en razón de que, pese al cómodo trayecto, los hombres se dormían en las cabalgaduras, en los pescantes de las carretas, en los carros, otro tanto las mujeres y, en sus asientos, las damas, entre abundantes cojines muy mullidos. A los saludos del clérigo, algunos levantaron la mano, pero volvieron a cerrar los ojos hasta que el caballo de don Erwan, el abanderado, se detuvo ante el portalón del convento, donde hubieron de despertar y aun espabilarse, pues que, como eran muchos, hubieron de montar las tiendas, y doña Poppa agradecer el recibimiento que le deparó el abad, que le dio cama y posada, al igual que a sus damas.

A la mañana siguiente y en un día muy claro, todos pudieron contemplar los inmensos prados y el grande horizonte que se divisaba y algunos hubo que hasta se emocionaron de ver la Francia a un lado y, al otro, las Hispanias. La condesa la primera, pues que le quedaba todavía mucho camino que recorrer, el mismo que siguiera el emperador, acompañado de don Roland, su glorioso antepasado, y otros muchos duques que le siguieron en su intención de arrebatar la inmensa tierra que se extendía ante sus ojos del dominio sarraceno.

Y mucho disfrutó la dama aunque, la verdad, ya no supo a qué atenerse, cuando el prior, después de celebrar misa, en el ábside de la iglesia le mostró el olifante de don Roland, «el auténtico», el que el héroe había asonado para llamar a su señor tío y con tanta fuerza que le reventaron los pulmones y, según se contaba, murió del esfuerzo, arrojando sangre a borbotones por nariz y boca, y la maza y la roca que su antepasado había cortado en dos con su famosa espada llamada Durandal —todo ello colgado de la pared— y, en el suelo, un osario con los restos de los doce pares de Francia que, bendito sea el Señor, sus cadáveres y armas parecían estar en todas partes. Y una lágrima le vino a los ojos, cuando el santo hombre se agachó y entregó un huesecillo, que bien podía ser de don Roland, a cada una de sus hijas, para que lo llevaran como reliquia, tal les propuso. Pero más lágrimas lloró cuando el dicho abad, el día de partida, hizo con ella y su compaña, lo mismo que hacía con cualquier romero que se hubiera detenido en el monasterio o alojado en el llamado Burgo de Roncesvalles, donde, a más de peregrinos, se presentaban mercaderes, vagabundos, tullidos y hasta judíos, y a todos les daba agua para que se lavaran, comida y paja y mantas para que durmieran, amén de atender a los que llegaban enfermos y rezar por su curación o proceder a su entierro, si no había estado de Dios que sanaran.

Fue que el día de la partida, al primer albor, el abad rezó misa, cantó varios salmos y, después del Ite misa est, procedió a bendecir y luego a imponer a cada peregrino de Conquereuil una escarcela y un bordón, diciéndole a cada uno:

—En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, recibe esta escarcela y este bordón. Llega a Santiago y vuelve con salud.

—Amén.

Así doña Poppa, la primera, recibió la bendición, la escarcela, conocida también como esportilla —un saco de piel de ciervo— y el bordón —un bastón de considerable grosor, muy apto para defenderse de lobos y perros salvajes—, luego pasaron sus hijas, sus damas, sus capitanes y el resto de la tropa, tantos que resultó una ceremonia larga. Tan larga que, antes de iniciar la marcha, ya fue menester almorzar. Tan larga que, antes de almorzar, Mahaut, que no podía manejar el bordón con soltura, pues llegaba al hombro de un adulto, ya había golpeado con él a las damas en la cabeza, en el pecho y en la espalda, y decenas de veces Lioneta en el vientre y las piernas, pues que, dada su escasa talla y el peso del bastón, todavía lo manejaba peor. Y el caso era que, en cualquier momento, podían sacar un ojo a cualquiera de ellas, y que el negro Abdul no podía hacerse con las niñas ni que las invitara a hacer carreras o a dar volteretas por las verdes campas y, es que, lo que comentaban las damas mientras comían: que había cuidado de la anciana señora de Dinard, pero que con criaturas no había tratado y, ni que decir tiene, que era él el que más golpes se había llevado, amén de gritos y amonestaciones de doña Crespina. Pero doña Poppa no abría la boca, es más, disfrutaba al ver a sus descendientes tan contentas con la esportilla y el bordón, y decía:

—Ya somos verdaderas peregrinas…

—Y que lo diga la señora.

—No sé, la mi señora, si llegaremos vivas a Compostela, las niñas nos están aporreando…

—Crespina, par Dieu, no seas exagerada, ten paciencia. Las criaturas se están divirtiendo mucho… No sé si debería comprar tela de estameña en el burgo y hacerme coser un hábito, llevo ropas demasiado lujosas… Una tela burda sería señal de humildad…

—No, no, la mi señora, tu prestancia, la riqueza de tus trajes, y la mucha tropa que llevamos impone a los hombres buenos y aleja a los malos… Acuérdate de los vecinos de Niort que, al verte, se arrodillaron a tus pies.

—Claro, señora, doña Crespina tiene razón, nos tomarían por gente del común…

—Bueno, ya veré… Al regresar a casa, ofreceré el bordón a la iglesia de la villa y lo dejaré allí.

A los postres, acabada la ceremonia, se presentó el abad ante la condesa. Ésta le entregó dos saquetes de dineros para sus limosnas y, en pago, de las esportillas y bordones y, además, le dejó otras tantas bolsas para que se las guardara, temerosa de que los ladrones la asaltaran por el camino, diciéndole que si las necesitaba mandaría por ellas, y aun le rogó que aceptara y atendiera a un hombre que llevaba herido, pues que había caído en un cepo lobero, con la manda de que una vez curado le diera dineros y lo enviara a su casa, al castillo de Conquereuil.

Y, pasado el mediodía, los peregrinos, todos a una dieron el grito matutino de salida, el que, a partir del burgo de Roncesvalles, daría a diario todo hijo de vecino que se encaminara a Compostela:

—Deus, adiuva, Sánete Jacobe!

Y fueron tantos a gritar que, seguro, aquella petición de ayuda llegó a los interesados. Cierto que, todos los expedicionarios no estaban, no, que hubo acaso una treintena de hombres que se sumaron al cortejo al atravesar el poblado, pues que andaban bebiendo en las tabernas y, naturalmente, se quedaron sin esportilla y sin bordón. Allá ellos.

A Pamplona, 6 leguas, indicaba un cartel a la salida del burgo.

—Don Morvan, ¿ya es el camino llano hasta Pamplona? —preguntó a la condesa.

—Todo no, la mi señora, habremos de pasar dos puertos, pero nunca como el de Cisa. Además son de bajada.

—No sé cómo pudimos hacerlo…

—Lo hizo don Carlomagno, quizá don Julio César también, y hubo un general, llamado don Aníbal, que atravesó los lejanos Alpes de la Provenza con diecinueve elefantes y mucha impedimenta…

Y fue que la dama, en vez de interesarse por la proeza de aquel Aníbal, quizá porque no entendió el nombre o porque no lo había oído mencionar o porque le importaba más la derrota de don Roland, comentó:

—Se dice que fue en estos parajes donde tuvo lugar la batalla de Roncesvalles. Ahora, habiendo subido el puerto de Cisa, comprendo cómo Roland murió solo, pues era imposible que las tropas del emperador llegaran a tiempo para salvarle.

—En efecto, me han dicho que fue por aquí, que en estas umbrías tuvo lugar la batalla, y que luego hubo otras… Otras derrotas: la del emperador Ludovico Pío y la de los condes francos Eblo y Áznar…

—Pleguemos al Señor para que los habitadores de esta tierra no nos tomen por gentes de guerra, deben ser muy bravos.

—Dios mediante, en tres jornadas avistaremos Pamplona.

—Hemos pasado por tantas villas, villorrios y lugares, hemos visto tantas iglesias y tantas reliquias de los pares de Francia, que ya no sé dónde está qué…

—A todos nos sucede lo mismo.

—Hemos visto mucho mundo.

—Y más que veremos.

—A partir de ahora, debemos ir más apriesa, don Morvan, pues deseo regresar a casa para el día de Difuntos.

—Haremos lo que podamos, la mi señora.

Eso, eso, ir más aprisa, porque también la autora de esta novela desea ir más aprisa.

El puerto de Erro no ofreció grandes dificultades. Cierto es que las bestias disminuyeron el paso, pero los peregrinos acamparon y se detuvieron a almorzar donde consideraron oportuno y, como había previsto don Morvan, se presentaron en Pamplona en tres jornadas.

Lo único digno de mentar fue que, al entrar en el burgo de Zubiri, que era una calle larga con una docena de casas a ambos lados del camino, salieron los habitadores a ver a los que llegaban, y un hombre rodeado de chiquillos a ofrecerles vino, y los peregrinos no hicieron ascos a los odres, al revés, bebieron y, en cuanto el capitán les dio tiempo libre, se entraron en la taberna que había y, la mar de a gusto, se aflojaron las bolsas y pidieron jarras y jarras.

Fue que los hombres habían llenado el tugurio, que otra no era, en busca del mismo vino que les había ofrecido el tabernero, un caldo muy bueno, mucho mejor incluso que el que habían catado en Burdeos, que era la tierra del vino y, lo que son las cosas, resultó que el muy bellaco les sirvió vino aguado en vez de bueno. Y, unos, los contentadizos, rezongaron, otros, los disconformes, se quejaron en voz alta y, otros, los irascibles, los que se airaban con razón, es decir, por motivos importantes, pero a veces sin razón, es decir, por nimiedades, comenzaron a armar bulla, y los que se encolerizaban por todo, dos o tres hombres, que se habían amigado —porque Dios los cría y ellos se juntan—, sacaron al tabernero de detrás del mostrador agarrándolo por el jubón y comenzaron a darle puñadas, mientras los demás los jaleaban.

Menos mal que entró don Pol a beber un poco de bon vino e intervino en el asunto, pues que, de otro modo, aquellos hombres hubieran podido hacer una muerte. Llegó, los separó y pidió una jofaina y un paño limpio, y él mismo le mojó con agua en el ojo magullado que llevaba y, enterado del altercado, reconvino al tabernero. Y, llegado don Morvan, castigó a los peleones a dar tres vueltas, tres, en torno a la basa de piedra del puente del río Arga, que era de tablas, pues que, los habitadores le habían comentado que bajo la piedra —un resto romano quizá— estaba enterrada Santa Quiteria, y que era harto conocido en aquella localidad que si un vecino tenía un perro rabioso y le hacía dar tres vueltas en torno al dicho pilar, el can sanaba de la enfermedad. Así que, aprovechando tal circunstancia, les hizo dar tres vueltas, tres, a los rabiosos pendencieros, pese a que llevaran razón y el tabernero fuera un sacacuartos, pero lo hizo para mantener la disciplina y gritó para que le oyeran todos, que él único que imponía castigos era él y, por supuesto, nadie replicó.

Fue jocoso de ver cómo los camorristas bajaban a la orilla, se quedaban en calzones, pues que el río bajaba crecido por las lluvias de la primavera y, con más miedo que otra cosa, se entraban en el cauce y chapoteaban contra corriente o para que no se los llevara la misma, y tragaban agua y tanto echaban juramentos como se encomendaban al Creador, mientras sus compañeros, desde el puente, hacían chiflas, se burlaban de ellos y se carcajeaban.

—Ah, bien hecho, don Morvan —felicitaba la condesa al interesado, a la par que le advertía—: Pon cuidado en que los capitanes eviten toda pelea, ya sea justa o injusta, ya que, además de estar en tierra ajena, hemos de andar listos y avisados por si nos atacan los moros… Por otra parte, que se adelante a Pamplona don Guirec con unos cuantos, que me busque albergue y que avise al rey de mi llegada. Que diga quién soy, quién fue mi marido y adónde voy, y que lleve mi estandarte.

—Sí, la mi señora.

Atravesado el puente de la «rabia», como lo llamaban los lugareños, y siguiendo ruta por la ribera del Arga, la condesa preguntó a sus camareras:

—¿Saben sus mercedes quién fue Santa Quiteria?

—Pues sí, la mi señora, los chiquillos cantaban una coplilla que decía: «Santa Quiteria, virgen pura, líbranos de calentura», de consecuente, será la patrona de la fiebre —informó doña Crespina.

—Y algo tendrá que ver con los perros, digo yo —sentenció doña Gerletta.

—Es lástima, pero de su vida nada sé —y tal era, porque su historia es conmovedora—, talvez don Pol tenga noticia de ella.

—Se lo preguntaremos.

—Tengo para mí, las mis damas que, al cambiar de mundo, al dejar atrás los Pirineos, hasta hemos cambiado de Santos. Quiero decir que las iglesias se levantan bajo otras advocaciones que nos van a resultar desconocidas.

—Con tal de que nos hagan favor…

—¿Tienes alguna duda, Crespina?

—No, no, vamos con buen pie…

Pero de lo que le había rondado en cabeza, al ver a los soldados cuando daban la vuelta al pilar del puente: que Lioneta diera las tres vueltas y pisara o pasara sobre la tumba de Santa Quiteria, por si le hacía favor y crecía un palmo o cuatro dedos que fuere, nada les dijo, pese a que tentada había estado de pedirle a don Morvan que la cogiera en brazos y diera las vueltas con ella. Y es que, ay, la medía a menudo con la cinta que para tal menester llevaba en su azafate y no había aumentado miaja.

Así, subiendo y bajando montes, recorriendo llanos y cruzando de una a otra ribera del río Arga, los romeros atravesaron un puente y se encontraron en Pamplona. Presto, entre una multitud que se encaminaba hacia ellos, que se echaba a los lados del camino para dejarlos pasar y era que, ante el carro de la condesa, los hombres se quitaban los gorros, y que varones, mujeres y chiquillería los aclamaban.

Los bretones se sonreían desde los pescantes de los carros y sobre sus caballerías, la condesa levantaba un poquico la mano, como queriendo saludar, suspensa, pues no esperaba semejante recibimiento y, por el contrario, sus hijas sacaban ambos brazos por las ventanillas del carruaje, entusiasmadas. Pero menos aguardaba que la señora reina saliera en persona a recibirla, tal y como le comunicó don Guirec tras saludarla y situarse al lado de su carro y, muy sonriente, señalarle con la mano la albenda del reino. Y fue, Dios de los Cielos, que no venía sólo la reina Jimena, la mujer del rey García Sánchez, sino también su señora madre, la reina Urraca y, claro, el ánimo de doña Poppa se alteró, pues que no iba vestida para la ocasión. No obstante, cuando las enseñas estuvieron situadas frente por frente, suspiró e hizo lo que había de hacer: aceptar su situación, componerse un poco el cabello, acomodarse el corpiño, sacudirse la saya con la mano, cubrirse con el velo, apearse, caminar diez o doce pasos al encuentro de las reinas, que la estaban esperando al pie de su carruaje, inclinar la cabeza, arrodillarse y besar las manos de tan altas damas. Primero la de la anciana y luego la de la joven, aunque muy joven no era, que era de edad madura.

Tal hizo y pasó luego a saludar a un muchacho de unos diez años que se llamaba Sancho y que estaba a la derecha de su madre, la reina Jimena. Dos nombres que, una vez sabidos, no le costó pronunciar, pero el de doña Urraca, la reina madre, le llevó a maltraer en los pocos días que permaneció en Pamplona, pues lo más que consiguió decir fue «Ugaca, Ugaca», lo que le condujo a enfadarse consigo misma, en fin. Que, mira, le sonaron raros, otro tanto que en aquella corte causaron extrañeza los nombres bretones: Poppa, Mahaut, Lioneta, Crespina, Gerletta, Morvan, Guirec, Erwan, Pol, etcétera, y no digamos la lengua que hablaban unos y otros, tan dispar, pero, a Dios gracias, se entendieron en el idioma universal, en latín.

Tras los saludos, la condesa de Conquereuil presentó a su hija Mahaut a las reinas y al adolescente, y no le quedó más remedio que hacer lo mismo con Lioneta, que se escapó de los brazos de Abdul y emprendió carrera hacia las damas. La reina Jimena y su hijo, por un momento, no supieron si se trataba de una alimaña o de un perrillo y, claro, se sorprendieron al contemplar a una niña muy chica que, Jesús-María, corría cuando no parecía tener más de un mes —tal creyeron—, y pasmados se quedaron cuando le vieron su fea cara. No obstante, ambos, impertérritos, se dejaron besar cuando la pequeña les tiró de la túnica para que se agacharan y los saludó, lo mismo que hubiera hecho con el resto de la comitiva pamplonesa, a no ser porque doña Urraca, que estaba muy vieja por su mucha edad, empezó a tentar con el bastón en su derredor, como si de algún peligro se defendiera.

Y ya montaron en los carruajes. Doña Poppa con las reinas en el de estas últimas, y las niñas de Conquereuil, en el suyo, con el pequeño Sancho, las camareras bretonas y el negro Abdul.

En el carro principal, las damas, hasta que llegaron al castillo, hablaron sin parar. Es más, las pamplonesas quitándose la palabra una a otra preguntaban a la condesa de dónde venía y adónde iba, aunque esto último bien lo suponían, pues que habían visto que sus gentes llevaban bordón y por tanto irían a Compostela a postrarse ante el señor Santiago, y no erraron.

—Soy doña Poppa de Conquereuil, viuda del conde don Robert. Voy a Compostela de la Galicia en peregrinación, llevo recorridas, qué sé yo, ochocientas, mil millas…

—Pues te faltan otras tantas.

—Lo sé, la mi señora.

—Es mi deseo que te alojes en el castillo con tus hijas y un pequeño séquito. En cuanto a tu compaña, que más parece un ejército, he dado orden de que acampen fuera, a unas millas de la población, en el mismo lugar donde estableció su real el emperador Carlomagno antes de destruir Pamplona…

—¿Un ejército, he oído algo de un ejército? Bien nos vendría para combatir al musulmán —interrumpió la reina madre y ya no paró de hacerlo.

—Comprende que llevas mucha gente y que en el hospital de peregrinos sólo hay doce camas.

—Lo entiendo, doña Jimena, no ha de darme su señoría explicaciones. Honor y favor me hace acogiéndome en su casa.

—¿Eres viuda, Poppa?

—Sí, doña Jimena, don Robert, mi marido, murió el pasado día de San Andrés…

—No hace un año.

—No, hace ocho meses y cinco días.

—Ya lo siento, hija…

—¿Ha muerto alguien, quién, Jimena, quién?

—Nadie, madre.

—¿Y qué tal sus señorías por aquí?

—Por aquí en lucha siempre contra el moro… Esperando que, en cualquier momento, aparezca Almanzor y nos corte la cabeza a todos los moradores de Pamplona… El año pasado ya arrasó buena parte de la ciudad…

—¡Qué horror, la mi señora!

—No has elegido buen momento para peregrinar, Poppa, no hace tres años que Almanzor también destruyó Compostela… Nosotros, los pamploneses, le abonamos fuerte tributo para que no nos ataque y asolé otra vez la ciudad y corte la cabeza a todos los vecinos…

—¿Y quién es ese Almanzor?

—¡Un demonio!

—Es el hachib del califa Hixam.

—¡Es el amante de la sultana Subh! Algo así se llama la sultana y, atienda la señora Poppa, Poppa, ¿no?, que la dicha soldana le puso a don Alhakam, su marido, más cuernos que un ciervo tiene…

Y fue que, al oír lo de los cuernos, la bretona se sonrojó, y que su rubor no pasó desapercibido a la reina Jimena. Pero, como ya los carruajes entraban en el patio de armas del castillo, se dio término a la conversación, pues que ya la continuarían a la hora de la cena.

En el otro carro, muy por el contrario, los niños no intercambiaron palabra. El infante, el pequeño Sancho, que era el heredero del reino de Pamplona, no quitó ojo a la pequeña Mahaut, pues que debía parecerle una diosa —tal comentaron luego las damas con su señora—, pero la niña permaneció con la mirada fija en el suelo, humilde y sin abrir la boca. Con monosílabos respondió el pamplonés al interrogatorio a que lo sometieron las dueñas. Por eso, una vez instaladas en sus habitaciones e ida la reina Jimena, le dijeron a doña Poppa:

—Señora, no podemos contarte nada.

—Los niños no han cruzado palabra.

—¿Cuántos bretones estamos en el castillo?

—Nosotras, don Morvan, Abdul y dos doncellas, señora.

—A don Morvan lo han llevado a la habitación de los caballeros.

—A don Guirec, a don Erwan y a don Pol los han enviado lejos, con los soldados y domésticos.

—Sí, donde acampó don Carlomagno antes de quemar Pamplona. No sé, me parece que no nos quieren mucho por aquí…

—¿Cómo puedes decir tal, señora…? Las reinas, que no te conocen de nada y que no saben dónde está la Bretaña, te han hospedado en su casa…

—Cierto es, pero no sé…

—A mí una sirvienta me ha hablado de los moros, del Almanzor de los demonios, y dicho que, pese a que recibe grande tributo del reino, ronda por estos parajes.

—Después de tanto viaje, sólo faltaría que nos sorprendiera una guerra… Espero que Dios nos proteja…

—Ah, señora, que vamos a Compostela a postrarnos ante el señor Apóstol, y él también nos hará favor.

—Me han dicho que el demonio ese hace cuatro años destruyó Compostela y que de la catedral sólo quedó en pie el altar del Santo…

—¡Dios nos asista!

—Llevamos un grande ejército y, además, el rey de Pamplona nos ayudará.

—Por cierto, ¿sabe alguna de vosotras el nombre del rey?

—García Sánchez, señora.

—Una criada, que subía el equipaje, me ha dicho que en el castillo estaremos muy bien… Mucho mejor que en el hospital de San Miguel, donde compartiríamos un plato de garbanzos con tocino y un cuartillo de vino con rufianes y bellacos, lo que el obispo ofrece a cualquier peregrino.

—¿Y cómo te ha dicho tal la criada, Gerletta?

—Porque se ha extrañado de que la reina nos hubiera dado posada en el castillo y me ha preguntado quién eras, señora.

—Las reinas nos han deparado grata acogida —afirmó la condesa, saliendo de una tina de agua tibia y dejándose envolver en un lienzo de baño—. A ver, Gerletta, dame camisa y bragas nuevas, mi mejor corpiño, mejor saya, mis chapines nuevos… Mis joyas, Crespina… ¡Ah, buscad en mi azafate dos joyas o dos pomos de perfume para que las regale a las señoras…!

—¿Dos joyas?

—¿Qué les regalo si no?

—Los pomos están todos empezados.

—¿Qué te parece, la mi señora, este collar de ámbar?

—Es recuerdo de mi madre, pero qué le voy a hacer. Se lo daré a doña Jimena. A ver, déjame, no encuentro nada para la reina madre… A ver, trae mi pañito de reliquias… Recorta, Crespina, un trocico de la estameña de San Martín…

—¿Está segura, la señora?, es una reliquia muy buena.

—¡Qué le voy hacer! No tengo nada, no he venido con regalos y he de salir de este aprieto.

A la hora de la cena, tres reinas se sentaron a la mesa en el gran comedor del castillo de Pamplona. La reina madre, la reina-reina y otra que no lo era, pero lo parecía por sus ricos ropones, y fueron servidas por sus camareras.

Tras las cortesías oportunas, la de Conquereuil, preguntó por el señor rey don García Sánchez y, una vez enterada de que andaba por los campos de Dios haciendo la guerra a los musulmanes e intentando aliar a reyes y condes cristianos para unirles en la batalla, entregó los regalos que traía a las pamplonesas, que, vive Dios, los apreciaron sobremanera. La que más entusiasmo demostró fue doña Urraca, pues que, habiendo oído hablar de San Martín de Tours y después de palpar, besar y acercarse al corazón el trocito de tela, rogó a su nuera que la enterrara con él.

—Tal haré.

—Le quedan a su merced muchos años por vivir —intervino doña Poppa.

Y, entre bocado y bocado y aun con la boca llena, las soberanas interrogaron a la condesa queriendo saber de la Bretaña, de la Francia, de la Aquitania; de los reyes y duques; de cómo se vestía en París, pues que a doña Jimena le llamó la atención la tela de la falda de doña Poppa, una seda muy fina, tejida en Flandes, de color negro ornada con hilos de plata en horizontal, que la hacía más esbelta; de cómo era la vida en las antiguas Galias; si había guerras entre señores, si los éstos obedecían a ojos ciegas al rey Robert o se hacían de rogar o se rebelaban y habían de ser castigados; de cómo había fallecido el marido de la dueña, si en el campo de batalla o, de enfermedad, en la cama; de por qué hacía la peregrinación e iba con tanta compaña; de Mahaut y a quién había salido, tan hermosa que era y, seguido, de Lioneta:

—¿Qué le sucede a la niña?

—Es enana, las mis señoras —respondió la dama, después de haber contestado a todo lo anterior del modo que sabe el lector, pues ya se ha hablado en este relato de todo ello y más.

—¡Oh, pardiez!

—¿Sufriste en el parto, Poppa?

—Lo justo, lo propio de la parición. La deformación le viene de don Pipino el Breve, que fuera antepasado de mi marido y señor.

—¿Quién es don Pipino? No he oído hablar de él.

—El padre de don Carlomagno, doña Ugaca, en la lengua franca «breve» quiere decir «pequeño», aunque no lo parezca.

—Ah, mala la hubo don Carlomagno en la rota de Roncesvalles.

—En mi recorrido, me he postrado ante los sepulcros de los pares de Francia y he rezado por el eterno descanso de sus almas…

—No lo merecen, Poppa, con la excusa de rescatar el sepulcro de Santiago de los sarracenos, pretendieron conquistarnos, otro tanto que hicieron los musulmanes sin excusas y con mejor fortuna, eso sí, pues derrotaron a don Rodrigo, ocuparon el solar de los godos e impusieron sus leyes, pero los francos no lo lograron…

—Dejemos este tema, señoras —atajó doña Jimena—. Doña Poppa, el Apóstol hará milagro y tu hija crecerá si se lo pides de corazón.

—Aparte de cumplir un deseo de mi difunto esposo y de ir en busca del perdón de mis pecados, también voy a pedirle ese favor a Santiago.

—Se junta el nombre, se dice Santiago, pero por aquí es San Yago.

—En la Francia es Saint Jacques.

De lo antedicho y más platicaron las damas durante los cuatro días que la condesa permaneció en Pamplona, en las comidas y en las cenas, y cuando, en la carroza real, se encaminaban a la iglesia mayor, a Santa María, y asistían a la misa que celebraba don Sisebuto, el obispo, que las atendía al finalizar el oficio y, aparte de bendecirlas, les enseñaba el oro y la plata y las reliquias buenas que guardaba, e ítem más, la tumba de la antigua soberana de Pamplona, la de la reina Toda, cuya historia encandiló a la bretona.

A ver, que no era para menos. Era que, hacía cincuenta años más o menos, aquella Toda, hija de Áznar, nieta del rey Fortuno el Tuerto y mujer que fuera del rey Sancho Garcés, el primero, cuyas almas gocen en el Paraíso por siempre jamás, había realizado un viaje de Pamplona a Córdoba, con una compaña igual o mayor a la de doña Poppa, con el propósito de sanar a su nieto el rey Sancho el Craso de León de su inmensa gordura… En vida del califa Abderramán, el tercero, que era sobrino suyo en virtud de que era hijo de una noble vasca… Que la soberana, que era la reina madre, mismamente como doña Urraca, previamente había enviado una embajada al señor califa, solicitándole un físico para que lo adelgazara… Y, en efecto, a poco se presentó en Pamplona un sabio judío llamado Hasday, hombre sesudo y capaz de curar la enfermedad del rey como se demostró después, pero llegó con la manda de que el tratamiento se efectuara en la ciudad del Guadalquivir… La animosa reina, cuyas hijas habían maridado con reyes y emperadores de las Hispanias todas, no dudó en emprender tamaño viaje, pues que deseaba, sobre todas las cosas, que su nieto, que había sido desposeído de su trono, dado que, por su gordura, no podía alzar la espada para hacer guerra a los moros ni menos aún montar a caballo, lo que es menester haga todo rey en las Hispanias, pudiera, adelgazando, recuperar lo suyo. Y organizó, a sus ochenta años cumplidos, una expedición, en la que participó además, por deseo expreso del califa, el hijo de Toda, el rey García Sánchez, el primero de tal nombre que, dicho sea, fue de mala gana, para que éste y el gordo, los únicos reyes de las Hispanias, le rindieran homenaje y lo aceptaran como señor…

¡Ah, qué historia, qué historia! Que, oído lo oído, a la bretona le venía a las mientes su tía la señora de Dinard y no le extrañaba que le hubiera propuesto viajar a Córdoba para que físicos de allí le operaran de cataratas. Y, ante tales palabras, acariciaba con su mano la lauda de mármol de la sepultura de la reina y, ya fuera de la iglesia o, luego en el castillo, mientras se desayunaban, solicitaba mayor información a sus anfitrionas, pese a que se perdía con los nombres. Con tanto García, Ramiro, Sancho, Iñigo, Jimeno, Ordoño, Alfonso, con tanta Urraca, Adosinda, Sancha, Velasca, Boneta, Jimena —mismamente como les hubiera sucedido a las pamplonesas si ella hubiera mentado a los Meroveos, a los Clodoveos, a los Pipinos o a los Carlovingios—, etcétera. Pero con el de la reina Toda no se confundía, no, y tampoco con el de una dicha doña Andregoto de don Galán, conocida como la Mujer de los Vientos, de la que, ya estuvieran en el yantar o merendando en algún prado o cenando o en la sobremesa escuchando las canciones de los juglares o a un tañedor de viola que solía amenizar las veladas, quería saber más y más, y hasta tal punto se emocionaba con las historias de ambas mujeres que durante el día no se acordaba de don Robert, aunque, al acostarse, no dejaba de rezar por el eterno descanso de su alma.

Y, recogida en sus habitaciones, ya fuera para sestear, ya fuera para dormir, lo contaba a sus hijas y a sus camareras:

—Me han asegurado las reinas que en una ciudad llamada Nájera, que hemos de encontrar en el camino y que es una fortaleza erigida para defender del moro las fronteras del reino, vive una mujer de nombre doña Andregoto que es la gobernadora de la plaza, la tenente la llaman, y la defiende de los musulmanes que están en esta tierras por todas partes, hijas, y varias veces han atacado Pamplona, el pasado año sin ir más lejos… De la citada señora, han sostenido que monta a caballo, ya sea alazán o rocín, como si fuera varón y que, al hacerlo, remueve el viento y levanta polvo en derredor, mucho polvo, de tal manera que sus enemigos huyen aterrados… Y dicen que es mayor, que a lo menos tiene ochenta años, lo que no le impide llevar a cabo tal prodigio y que, si un rey tras otro la han mantenido en el cargo, en la honor de Nájera, que de antiguo viene siendo ambicionada por muchos nobles, es porque no se han de ocupar de la protección de la ciudad, pues que la defiende ella de tiempo ha y con extraordinaria eficacia, tanta que en los ataques que los moros vienen haciendo de cinco o seis años acá, capitaneados por el maldito Almanzor, que al Infierno vaya, siquiera se han atrevido a asomar por la fortaleza, tanta es su buena fama…

—¿La conoceremos, madre?

—Por supuesto, Mahaut, ardo en deseos de verla… Me han dicho las reinas que tiene el cabello bermejo…

—A los ochenta años, blanco lo tendrá, señora.

—No, no, dicen que no.

—Hará tiempo que no la ven.

—Pues no sé.

—Se teñirá, señora.

—Si la vemos, lo sabremos.

—Sí, Lioneta. La dama tiene buena fama, pero también mala fama.

—¿Cómo es eso, madre?

—Algunos dicen que es diablesa…

—No haga caso la señora, ya sabe por qué lo digo.

—¿Por qué lo dices, aya?

—No seas preguntona, niña.

Y la condesa cambiaba de conversación, pues que no ignoraba a qué se refería su mayordoma: a que a Lioneta las gentes también la habían llamado diablesa. Y si era temprano seguía con las historias y si no se metían todas en la cama.

Decenas de advertencias le hicieron las reinas a la condesa antes de que volviera al camino: que aún estaba a tiempo de tomar la ruta del castillo de Gasteiz y continuar por los montes Cántabros hasta Oviedo —lo contrario que le habían aconsejado otras gentes—, pues que por allí no había moros, aunque sí bandidos. Que mucho cuidado, que anduviera siempre vigilante y sus soldados con las armas prestas, pues, en el recorrido que había de seguir, se toparía con criminales, con ladrones disfrazados de personas honradas, con falaces posaderos (donde hubiere posadas, pues eran escasas) y hasta con prostitutas. A más de moros que hacían cabalgadas, razzias decían, para hacer esclavos —mujeres sobre todo— que luego vendían en el mercado de Córdoba; cuando no iban ejércitos enteros contra los reinos cristianos. Como en el momento en que vivían, en el que era sabido que el Almanzor de los mil diablos y su hijo, un tal Abdelmalik —otro veneno como su padre, pues de tal palo, tal astilla—, asolaban las tierras desde La Rioja hasta Tudela, mientras reyes y condes cristianos trataban de aliarse para presentarles guerra, vencerlos y enviarlos al Infierno de una santa vez. Por eso no se encontraba en Pamplona el rey don García, por eso.

La noche anterior a la partida de los bretones, la condesa entregó a la reina Jimena dineros para que ofreciera al altar mayor de la iglesia de Santa María cincuenta cirios de una libra de peso cada uno, a la par que le dio a guardar dos bolsas de las que llevaba, rogándole que si enviaba por ellas se las entregara al mensajero y si no volvía que hiciera caridad con ellas.

Aceptado el ruego, las reinas hicieron un regalo a doña Poppa, que agradeció: dos ligeras túnicas de algodón de color negro, quita y pon, con las que llevaría —tal dijeron— mejor la mucha calor de la tierra castellana y leonesa, e iría más fresca que con aquellos trajes de amplios vuelos que vestía, muy bellos ciertamente, pero muy poco prácticos para viajar. Y se extendieron con que la calor de Pamplona no era comparable a la de la meseta, donde el sol parecía arrojar fuego. Y ya le dieron parabienes para el abad del monasterio de Irache, que había de encontrar en el camino, y para doña Andregoto de don Galán y, además, la encomendaron al señor Santiago, al arcángel San Miguel, patrono del reino, y a Santa María de Pamplona, y ambas la besaron en la cara. Doña Poppa intentó besarles los pies, pero las altas clamas se lo impidieron.

En la exida de Pamplona, doña Poppa de Conquereuil tuvo cornejas a la siniestra, pero siquiera se enteró, y eso, que iba mirando por la ventanilla de su carruaje. Pero es que, Santo Dios, Santo Cielo, miraba y miraba y, otro tanto que sus camareras, no se creía lo que tenía ante sus ojos: a un nutrido grupo de gentes, hombres y mujeres, vestidos de blanco, con un cíngulo de cuerda a la cintura que, amén de mesarse los cabellos, se azotaban las espaldas con un verduguillo, y no dándose un zurriagazo ni dos, sino muchos y fuertes, pues que sangraban mismamente como don Jesucristo atado a la columna, y era que, sólo de verlos, dolía. Las niñas abrieron unos ojos como platos y las adultas también, máxime cuando aquella tropa empezó a vocear al unísono:

—¡Se aproxima el Fin del Mundo!

—¡Perdón, Señor, perdón!

—¡Arrepentíos, pecadores!

—¡Mil años y no más!

—¡Año mil, mil y no más!

—¡Sonarán las trompetas!

—¡Los cuatro jinetes del Apocalipsis destruirán la tierra!

—¡Preparaos a sufrir, mujeres empreñadas!

—¡El Fin del Mundo está próximo!

Ante semejante espectáculo, y sin que hubiera en la expedición, a Dios gracias, mujer alguna encinta, los peregrinos se sobrecogieron y, en un silencio, pues que aquella gente gritaba y callaba, don Morvan, siempre al tanto y avisado, se acercó al carro de la señora y le explicó:

—Esta gente se dirige al Finisterre de la Galicia…

—El Finisterre está en la Bretaña.

—Debe de haber otro, señora.

—¿Y qué han de hacer allí?

—Esperar el Fin del Mundo… Dicen que ha de tener lugar el último día de diciembre del año 1000, el día de fin de año, de este año, vamos.

—Lo he entendido, don Morvan.

—Se azotan las espaldas por hacer penitencia y así llegar a la fecha con el alma limpia y a más desean entrar los primeros en la Morada Celestial.

—¿Y cómo saben que estamos en el año 1000? Nosotros datamos por el año de reinado del rey Robert.

—Espera, doña Poppa, que voy a preguntarle al que ha hablado conmigo, al que precede la procesión llevando una cruz.

—Ve, ve.

Regresó el capitán y explicó:

—El portador de la cruz me acaba de decir que es fraile del monasterio de Ripoll, situado en el condado de Gerona, que es heredad de la condesa Ermessenda… Si haces memoria, recordarás que su marido, el conde Ramón Borrell, asistió al entierro de tu esposo y mi señor, y que le enviaste saludos…

—¡Ah, sí! ¿Y qué?

—Que allí datan también por el año del rey Robert, pues todos los condes son vasallos suyos.

—Los de la Marca Hispánica, sí. ¿Entonces?

—Ha añadido que un monje llamado Dionisio el Exiguo enunció, años ha, una data universal que empieza el año uno en el año del nacimiento del Señor…

—Y el mil se cumple precisamente este año…

—Eso es.

—¡Dios bendito! —exclamó doña Gerletta—. ¡Señora, Crespina, niñas, preparémonos para bien morir!

—¡No sé, no sé, las reinas de Pamplona me advirtieron de mil peligros, pero de los flagelantes nada me dijeron, y eran muy sabidas!

—Madre, ¿vamos a morir?

—Yo no quiero morir, madre.

—No vamos a morir, hijas… Don Morvan, que los cocheros arreen a las mulas y adelantemos a esta procesión, que produce pavor. Que los hombres, donde estén, vayan levantando el campamento, pues saldremos rápidamente, ea. Y a éstos dales moneda para que compren pan…

—No hay nada por aquí.

—Allí, a mitad de monte veo una casa… Dales y ya se las arreglarán.

—Lo que mande su señoría.

Y, mira, que ésta fue la primera procesión de flagelantes que doña Poppa de Conquereuil halló en el Iter Sancti Jacobi, y quedóse aterrada, otro tanto que los que con ella iban, que tiempo tardaron en contarlo a sus compañeros, a los acampados, cuando se juntaron todos.

Laus Deo.

Tal se oyó y mucho más, pues la mayoría de los componentes de la expedición alabó a Dios, pero la minoría juró contraviniendo el segundo mandamiento y unos pocos hasta blasfemaron. Y es que, ay, estaban enojados, qué enojados, encolerizados y algunos como fuera de sí. Tanto que don Guirec, en ausencia de don Morvan, se las había visto y deseado para mantener la disciplina en el campamento, pues que soldados y domésticos habían planeado qué harían cuando estuvieran en Pamplona, cómo holgarían, cuánto vino beberían, con cuántas meretrices se irían a la cama o, en otro orden de cosas, qué comprarían en el mercado y, ya ves, que la decisión de alejarlos de la ciudad había trocado sus propósitos y hasta se habían permitido comisionar a una diputación que presentara sus quejas al capitán en funciones que, por desgracia, nada podía hacer salvo cumplir las órdenes recibidas. Y, a las buenas, razonar con ellos y, a las malas, amenazarlos con el látigo o con encerrarlos en el carro-jaula.

Así que pasaron los cuatro días de Pamplona rezongando y murmurando en voz baja, pero cuando conocieron lo de los flagelantes y, lo que peor era, lo del Fin del Mundo que, vive Dios, les podía afectar en virtud de que iban camino del Finisterre de la Galicia, aunque estuviera situado más al oeste de Compostela, el miedo, el pavor, dicho con exactitud, se unió al descontento que ya tenían, y un clamor se extendió por el campamento. Y no valieron las hablas ni las razones de don Morvan que, por cierto, fueron las mismas que las de don Guirec, pues que a la afrenta sufrida —por tal tomaron que no les hubieran dado suelta en la ciudad— se juntó la de que no habían pasado por las grandes urbes de la Francia, cuando habían sido contratados para ir a Compostela y volver, previo paso por Orleáns, Tours, París, Poitiers, Tolosa, etcétera y, sin embargo, habían recorrido caminos solitarios, cruzado puentes peligrosos y salvado puertos de montaña imposibles, con la misma paga.

Así las cosas, una cincuentena de soldados, que no eran peregrinos ni de lejos, sino mercenarios, que mejor se hubieran alistado en algún ejército para hacer la guerra, rodeó el carruaje de la condesa y a los capitanes, y comenzaron a golpear los escudos con palos y algunos, muy pocos, con sus espadas, de tal manera que el miedo que traían las damas, por lo de los flagelantes, se acrecentó.

Doña Poppa, pese a que don Pol había levantado la cruz, los caballeros desenvainado sus espadas y a que los soldados que le eran fieles flanqueaban su carro, consciente de que lo que estaba ocurriendo no le hubiera sucedido a su difunto don Robert, procedió a actuar como si fuera él y, airada, encomendó a las niñas a sus camareras, se santiguó, se apeó y lanzó una mirada más que furiosa a los disidentes que paso a paso, que muy lentamente, pues que no debían tenerlas todas consigo, avanzaban hacia los nobles, mientras ella volvía al vehículo y, ayudada por doña Gerletta, bajaba una de las arcas de dinero, la abría y alzaba la voz para decir:

—¡El que no esté conforme conmigo, se vaya enhorabuena y dé un paso aquí que yo misma le abonaré la soldada…!

Y lo que unos ojos enfurecidos pueden lograr o lo que una acción decidida puede hacer en un momento dado o lo que el oro y la plata pueden resolver en un acontecimiento inesperado, el caso es que, uno a uno, recibieron la paga veintidós hombres, que le eran desconocidos y una mujer, que le era conocida porque era su lavandera personal y, extrañada de su marcha, la condesa no pudo evitar preguntarle:

—¿Tú también te vas, Maud?

Y la Maud asintió con la cabeza, siquiera se dignó a responder «sí, señora» ni a explicar el porqué de su abandono. Ante semejante desfachatez, azotarla con sus propias manos le hubiera gustado a la noble viuda, pero lo dejó por no armar más jaleo.

Mediodía era cuando ciento sesenta y cuatro peregrinos, venidos de Conquereuil, tomaron el camino de Lizarra, todos disgustados por lo sucedido, y atemorizados por lo del Fin del Mundo y, Jesús-María, sin almorzar. ¿Castigados sin comer?

—Sí, sí, para evitar más sediciones —se dijeron las comadres.

Pero sin hablar no se quedaron, no, en razón de que pudieron poner a caldo a la Maud y hasta aseverar, qué aseverar, imaginar, que se había marchado para regresar a la Francia, bien guardada por tantos hombres, y con miras a abrir un burdel en París, en virtud de que todo el descontento, que se venía arrastrando a lo largo del viaje en la compaña, se debía a que no habían pisado la ciudad de París, ¿o no?