La alegría de rezar ante la tumba de don Roland y ante la de San Romano —un virtuoso clérigo de misa que por sus caridades había subido a los altares y al que no olvidó por ser el titular del templo— a doña Poppa le duró poco tiempo. El que le llevó tornar a los muelles y, de pie en el embarcadero, admirarse de cómo varias reatas de mulas halaban las barcazas tirando de gruesas maromas desde la otra orilla y cómo éstas, hábilmente dirigidas por marineros —que llevaban, en vez de los remos convencionales, unas largas varas, dichas bateles, que clavaban en la arena del fondo del cauce y conseguían guiarlas—, surcaban las aguas entre dulces y saladas que corrían por el estuario, y era que pasaban cuatro barcas con cuatro carros de los suyos, con sus caballerías y sus arrieros, cuando, de repente, salió Lioneta de su escondite —siempre el mismo—, de entre los pliegues de sus faldas y, ya fuera porque resbaló en el barrillo que había, ya fuera porque no calculó bien la distancia o porque salía de la oscuridad y no había acostumbrado la vista a la luz, el caso fue que la criatura dio de pechos en el agua, y que la viuda gritó:
—¡Ah!
Y, al instante, las damas pidieron auxilio:
—¡Socorro!
Y don Erwan que las oyó, sin pensárselo dos veces, se arrojó de cabeza detrás de la niña, sin temer a la corriente y, la verdad, poco tuvo que hacer, pues encontró a la naine agarrada a uno de los tablones del embarcadero y, eso sí, aterrada. Pero no tuvo más que sujetarla con una mano y extender la otra para que sus compañeros le ayudaran a salir. Si no hubieran gritado las mujeres, ninguno de los estibadores que andaban por allá ni los vendedores de mil cosas ni los aguadores se hubieran enterado de nada, y el abanderado hubiera hecho lo mismo que tan felizmente hizo: salvar a la criatura de las aguas, pero no sucedió así. Fue que el personal es curioso de natura y que allí, aparte de embarcar carros y carretas con sus caballerías o ganados o sacos de trigo o toneles de vino en las barcazas, es decir, de cargar y descargar mercancías con gran pericia, las más de las veces no había otra cosa que hacer que observar la gran comitiva de la condesa peregrina. Y admirarse de su buen aire y de su gran devoción —pues había corrido la voz de que se había postrado ante la tumba de San Romano, el patrón de la villa— y de sus ricas vestes; y de su hija, de aquella criatura hermosa como un ángel del Señor; de sus camareras, elegantes dueñas como no habían visto otras; de sus capitanes y la tropa, muy mandones los primeros y muy marciales los segundos; de los criados y domésticos todos uniformados; y de un gato o un perrillo que rondaba entre los pies de las señoras.
Los trabajadores se animaron cuando el minino o el canecillo, lo que fuere, se cayó al agua, y las señoras gritaron socorro, pues que se acercaron a ver de qué se trataba, si de un gato aduciéndose cada uno para sí que, de serlo, nunca se hubiera caído, pues tales bichos huyen del agua y, de consecuente, asombrados de que un soldado se tirara al agua en busca de un perro cuando los canes saben nadar por su natura, pero cuando vieron con sus ojos a un ser diminuto de pie en el pantanal, chorreando y llorando, unos se sonrieron, otros se rieron y otros se carcajearon ante aquel espantajo, que debía ser el bufón de la condesa, tal pensó la mayoría y fue que comenzaron a vocear:
—Que dé saltos el enano.
—Que haga cabriolas.
—¡Que hable!
—¡Que nos haga reír!
Y más.
A la vista de lo que había, la condesa decidió pasar a la otra orilla cuanto antes, para no escuchar las malas palabras de las gentes ni ver sus estúpidas risas ni sus agrias miradas, y pidió a sus doncellas un manto para tapar a la cría. Fue luego, atravesando la mar o el río, el estuario, vaya, cuando, disgustada como iba, le encomendó al negro Abdul a la pequeña. Cuando —en lengua bretona, para que no se enterasen los barqueros— lo nombró, oficialmente, niñera de Lioneta, y el hombre, como no era hombre sino medio-hombre, recibió el empleo encantado y, desde entonces la llevó en sus brazos, contento además, pues que entró al servicio directo de la señora y comió mejor que el resto de la tropa —lo mismo que ella y las camareras—, amén de que no tuvo que tratar con soldados y criados que lo despreciaban abiertamente; y hasta se holgó al escuchar a la condesa decir que, si desempeñaba bien su trabajo, al volver a casa, le concedería la libertad, pues que con lograr la libertad soñó a lo largo del camino a Compostela, en virtud de que nunca la había tenido e ignoraba lo que era.
En la otra orilla y en la desembocadura del río Garona, el baile de la ciudad de Burdeos —la Burdigala romana— esperaba a la condesa viuda y, tras saludarla según protocolo, quiso ayudarla a que montara en su mula pero doña Poppa le hizo esperar porque no quiso ir en el animal, para que no la vieran las gentes, para que no vieran las gentes, que ya formaban un nutrido grupo en torno a ella, a su naine ni al negro y, mientras llegaba su carruaje, le entregó una bolsa de dineros para que la repartiera entre los estibadores y barqueros, sabedora de que por el barcaje hubiera tenido que abonar abundante plata. Si tal hizo, aunque ella no pagaba peaje por ser noble y llevar salvoconducto del rey de la Francia, fue porque apreció el trabajo de aquellos hombres que, aunque habían sido rudos y guasones, habían sudado y sufrido mucho con su enorme bagaje. Lo que no vio, porque ya se encaminaba hacia el centro de la urbe, fue que una de las barcazas se hundía al cruzar el estuario, perdiéndose enhoramala uno de sus carros cargado de costales de harina y salvándose enhorabuena el cochero. Lo supo luego, al instalarse extramuros, pues que rechazó las cómodas habitaciones que el baile, por orden del duque Bernardo Guillermo, había preparado para ella y su séquito en la fortaleza.
En la populosa ciudad de Burdeos durmió una noche en su tienda y permaneció sólo una mañana. La que empleó en visitar la catedral de San Severín y su magnífica cripta que guardaba los cuerpos del citado Santo y los de San Fuerte y San Amando, a más del olifante de don Roland, en el altar del primero. Un bellísimo cuerno de caza de fina labor de marfil, que el héroe había asonado para avisar a su tío, el emperador Carlomagno, del ataque enemigo y de que, si no llegaba presto en su auxilio, estaba condenado a morir. El obispo lo puso en sus manos para que observara con detalle los hendidos que tenía a causa de que —tal aseguraba— el prefecto de la Bretaña lo había rajado con la fuerza de sus pulmones al solicitar ayuda a su señor, y ya le enseñó el cementerio anejo al templo, donde sostuvo que estaban enterrados otros muertos de renombre en la rota de Roncesvalles, y le señaló las tumbas de Oliveros y Gondevaldo que, lo que son las cosas, volvió a encontrarse con ellas, camino adelante, en concreto en Belin, pues que las villas de por allá, al parecer, se disputaban cuerpos y despojos de los muertos en la citada batalla.
Después del almuerzo, doña Poppa volvió al camino, pese a las advertencias del baile de la ciudad que le había avisado para que se proveyera de abundante comida y bebida en razón de que no había de encontrar villa ni hospital ni posadas ni fuentes ni ríos hasta Belin, pero la dama no hizo caso porque consultó a su mayordomo y éste le dijo que llevaban bastante. Además que deseaba dejar atrás aquella tierra que le resultó poco acogedora, pues que, aparte del naufragio de un carro, según don Guirec faltaba otro que, en el jaleo de cargar y descargar, algún malnacido les había robado; y a mayor abundamiento la mayoría de los hombres estaban borrachos y los que no lo estaban sufrían grande malestar a causa del mucho vino ingerido. Tanto que si la comitiva hubiera sido atacada en aquel momento por los moros o por los vascones, los que fueren, como le había sucedido a don Roland muchos años atrás, la derrota de las tropas de la condesa de Conquereuil hubiera resultado asaz merecida.
Recorridas cuatro leguas, la comitiva avistó un paisaje poblado de raquíticos pinos que crecían en la arena junto a algunos matojos de hierba. Y presto se encontró recorriendo una región o comarca o tierra o término o zona, lo que fuere, de nombre Las Landas. Los peregrinos acamparon en ella una, dos, tres y cuatro noches, pues que, al ser camino llano, llevaron buena marcha. Siempre al borde de la estrada pública, qué al borde, en la propia vía y ocupándola toda, pues que si sacaban un palmo que fuera las ruedas de los carros de las losas romanas, se hundían una vara en la arena y no había quien los rescatara de allí.
Falso, falso, porque habían de levantarlos los hombres a fuerza de brazos y, vive Dios, que lo hacían, bajo la dirección de don Morvan, rezongando, cuando no jurando y, lo peor, que en aquella tierra arenosa había plaga de enormes moscas, de tábanos, dicho con exactitud, que se ensañaban no sólo con los animales, sino también con las personas, pues que a las cinco millas de recorrer aquellos predios los peregrinos iban llenos de habones que les picaban a rabiar y, aunque intentaban remediarlo frotándose con barro mojado, no había forma ni manera, pues que formaban auténticas nubes, y ya podían taparse los rostros con velos o capuchas, cada uno con lo que tenía, que a la noche daba pena verlos.
Las que más sufrieron la acometida de los tábanos fueron las niñas, las de piel más suave, las más tiernas, tanto que las dos rabiaban y se rascaban sin hacer caso a las prohibiciones de su madre y camareras, que a toda costa querían impedírselo, no fueran a quedarles marcas en la cara, pues que el bello rostro de Mahaut podía quedar con cicatrices y afearse, y el de Lioneta estropearse todavía más. Para evitarlo, la señora, sus damas y el negro Abdul, aparte de no dejar salir a las criaturas de la tienda cuando montaban el campamento, mataron cientos de aquellos malditos insectos, tantos que más parecía que pisaban en una alfombra propia de alguna de las estancias del Infierno, y se resguardaron con velos y hasta guantes, pese a que la calor apretaba. Y los demás se taparon como pudieron y se frotaron con agua y luego con vino.
Cuando la caravana se presentó en Belin, después de haber dejado atrás varios cadáveres que encontraron al borde del camino y sin haber hecho la caridad de enterrarlos —no pertenecientes a la expedición, sino a gentes, a quienes fueren, que habían fallecido de hambre y sed en aquellos inhóspitos parajes—, los villanos, que habían instalado puestos de frutas y otras viandas en la entrada del pueblo, los recibían con regocijo y, en viéndoles, cómo llegaban llenos de picaduras pretendían venderles una untura muy buena contra los habones que la condesa se apresuró a comprar y a ordenar a don Guirec que la distribuyera entre la tropa. Y lo que comentaba con sus camareras mientras embadurnaba a las pequeñas con el ungüento, que dicho sea, estaban comidas por los tábanos y tenían calentura:
—No sé, las mis damas, si hemos acertado haciendo este viaje…
—Pronto todo pasará…
—Hemos sufrido una plaga…
—Pese a todo y pase lo que pase, no voy a perder la esperanza de llegar sana y salva a Compostela…
—No, no, qué va —decía doña Crespina—, asome la señora la cabeza por la ventana del carro y verá cómo el Señor la bendice con las florestas que rodean esta villa, apéese su merced y respire hondo…
—¡Oh, qué bosques! —exclamó doña Gerletta.
—Parecen los nuestros de la Bretaña…
—¡Un vergel en medio de la nada!
—Vamos, hijas, bajad…
—¿Queréis que juguemos, niñas? —preguntó Abdul.
—Madre, me encuentro mal…
—Yo también, madre.
—Que vaya don Morvan a pedir hospedaje en ese monasterio que se ve allá… Necesitamos un techo para las niñas… Descansaremos y nos curaremos de las picaduras… Que venga Loiz, el mayordomo, para que compre vianda fresca y, mientras permanezcamos aquí, para que las niñas se restablezcan, que don Morvan doble la ración a todos.
Y sí, sí, que vino bien aquel descanso a los peregrinos a grandes y menudos. Además, que, como no había taberna los hombres no pudieron emborracharse y, aunque intentaron comprar vino a los monjes, éstos no se lo vendieron, y hubieron de conformarse con unos pocos odres que adquirieron a los campesinos, y con pasear bajo las espesas arboledas que rodeaban la villa o con bañarse en el río.
En el río también se bañó una mujer, una dicha Maud que era la lavandera personal de la condesa, y que, de un tiempo acá, vestía ropa buena y, como si fuera una dama, se embadurnaba el rostro de albayalde y se coloreaba las mejillas con rojete, llamando, cómo no, la atención de todos. Tanto que, en el trabajoso paso del puente de Niort, hombres y mujeres ya empezaron a murmurar de ella y a interrogarse unos a otros sobre su honradez. Los más pacatos preguntaban si era mujer del común a muchos, si era ligera de cascos los más osados, aunque les llevó tiempo llegar a una conclusión. Pero ocurrió que, en contemplándola un soldado cuando se bañaba en el río, dio la voz de aviso para que la viera el resto de la tropa, y entonces, como no se tapó ni se echó a correr —lo que haría cualquier mujer virtuosa—, no les cupo duda de que era puta sabida. Y se le acercaron algunos hombres y le ofrecieron dinero a cambio de servicio carnal, pues que les apretaba la necesidad, al parecer, y llevaban las faltriqueras llenas de monedas que no habían tenido ocasión de gastar.
Lo del baño de la Maud fue la comidilla de la expedición, pues que no llegó a saberse si la moza aceptó entrarse con algún hombre en la huerta de los frailes para dejarse besuquear o alejarse más para hacer lo que no hace dueña honrada y, claro, las mujeres, cuando se enteraron de que se había bañado en el río desnuda, como había venido al mundo, amén de escandalizarse, comenzaron a observarla. Tanto es así que, a poco, no daba un paso sin que guisandera, fregona, panadera, lavandera, vaquera o porquera o criada la vigilara y, por las noches y después de cenar, comentara con las demás lo que había visto, en el momento en que los peregrinos se sentaban en torno a las hogueras del campamento y disfrutaban, tras dura jornada, de un par de horas de relajo antes de retirarse a descansar.
Y era que, salvo lo del baño, la dicha Maud no había vuelto a hacer nada reprochable, pues pasaba los días lavando las cobijas de las camas o la ropa interior de la señora y de sus hijas, es decir, dando vueltas a la pasta que, previamente, había preparado con desperdicios y ceniza en un puchero, echando agua y pasta en su justa medida en un lebrillo, removiéndola, remojando las camisas, dejándolas reposar un buen rato en aquel líquido, para luego frotar y frotar, ayudándose de la tabla de lavar, y ya aclarar abundantemente en el río, escurrir la ropa y luego solearla en algún prado cercano y, una vez seca, estirarla bien, plegarla y presentársela a doña Gerletta sobre una bandeja de mimbre, a la par que ponía la palma de la mano por si la dama le daba algún lamín o unos peniques.
—Lo de poner la mano, lo hacemos todas después de hacer un trabajo para la señora.
—A mí, una vez me dio Mahaut un puñado de almendras.
—¿Y qué hiciste con ellas?
—Comérmelas aprisa para que nadie me viera.
—Y que no te pidiera nadie…
—¡Qué astuta!
—A mí, la enana me tiró una piedra…
—La enana echa fuego por los ojos.
—Para mí que el exorcismo no le sirvió de nada.
—Se meó durante la ceremonia, eso se dijo.
—Se mea a menudo.
—¡Silencio, que nos pueden escuchar e ir con el cuento a don Morvan!
—¿Entonces de la Maud no habéis visto nada?
—Nada… Se bañaría en el río porque es lavandera y es acostumbrada al agua…
—El agua para los peces.
—¿Y ahora dónde está la Maud?
—En aquella hoguera con los hombres.
Mientras tal hablaban las mujeres al amor del fuego, que no estorbaba en las noches de Las Landas, doña Poppa conversaba en la sala capitular del monasterio con el abad, don Pol y don Morvan sobre las tumbas de los mártires de la batalla de Roncesvalles —mártires decía el clérigo, pues no en vano habían recorrido las Hispanias, hasta más allá de Compostela de la Galicia, hasta la mar Océana en concreto, para arrojar a los musulmanes de aquellos países—. Y es que la dama deseaba saber quién era quién, y cómo Oliveros, fiel amigo de don Roland y hermano de doña Alda, la prometida del prefecto de la Bretaña, y Gondevaldo, rey de la Frisia, según indicaban las laudas, estaban dos veces enterrados y también quiénes eran aquellos Ogiero, Arestiano y Garín, ante cuyas sepulturas había orado por la mañana por el eterno descanso de sus almas.
Pero lo más que conseguía era que el abad le respondiera que él custodiaba en su convento los cuerpos verdaderos de los dos primeros, y que Ogiero y Arestiano habían sido reyes de la Dacia y la Bretaña, respectivamente, y el tal Garín duque de la Lorena, según había asegurado el obispo Gotescalco al hospedarse en la santa casa.
Y entonces doña Poppa quería saber dónde paraban la Frisia —de la que había oído hablar—, y la Lorena y la Dacia —que no había oído mentar—, y el abad le respondía que la Frisia muy al norte, y las otras dos regiones o reinos, lo que fueren, al este y mucho más al este, respectivamente, y le invitaba a consultar el mapa trazado por un monje llamado Beato que obraba en el libro escrito por él mismo y titulado: Comentarios del Apocalipsis de San Juan, que obraba en las bibliotecas de algunos monasterios y que era motivo de codicia de otros muchos, asegurándole que en el largo camino que le quedaba hasta la ciudad del Apóstol Santiago, alguno encontraría y le nombró el de San Pedro de Cárdena, o algo así, cerca de Burgos, y el de San Salvador de León, situado en la dicha ciudad, como grandes cenobios, y la catedral de Pamplona donde, según tenía entendido, había incluso una escuela, bajo el patrocinio del señor obispo, añadiendo que en alguno de ellos, porque eran casas ricas, los monjes tendrían un Beato y se lo enseñarían y, en viéndolo, sabría adonde se encaminaba y de dónde venía, amén de ver representado el mundo todo.
Fue que de no saber dónde estaban los países nombrados, se holgó de conocer el nombre de los grandes monasterios donde, posiblemente, le venderían el Beato y, además, se dijo que cuando tuviere uno de aquellos libros en sus manos, no sólo cumpliría la manda de la duquesa de la Bretaña, sino que también se enteraría de cómo era el mundo en toda su extensión. No obstante, a punto de meterse en la cama —en los catres que llevaban los romeros, que habían sido instalados en una de las habitaciones del cenobio— y vigilada la fiebre de sus hijas que, merced al cocimiento de corteza de sauce molida que les había procurado el fraile enfermero, menguaba a Dios gracias, les dijo a sus damas que la Historia contaba abundantes mentiras, pues que no podía entender, al parecer, cómo dos de los héroes de Roncesvalles podían estar dos veces enterrados, pero no insistió en la cuestión, pues era tarde y habían de madrugar.
En la localidad de Lesperon, los peregrinos se encontraron con dos caminos que iban hacia las Hispanias. Uno, el de la derecha, se dirigía a Bayona, pero los lugareños lo desaconsejaban, pues que era malo y en la villa llovía mucho, y que luego discurría por la costa, una tierra despoblada y sujeta al azote del mar, que era bravo por allí, a más de estar plagado de bandoleros. Otro, el de la izquierda, llevaba a Dax y de allí a Pamplona atravesando los Alpes Pirineos. Los habitadores de la villa les recomendaron este último, pues era de mejor firme, señalando, además, que en aquella ciudad había aguas calientes donde hombres y mujeres podrían quitarse los sudores acumulados a lo largo del viaje y continuar por vías más pobladas, pues en Ostabat se juntaba la calzada que ellos habrían seguido con la proveniente de la Germania, en verano siempre bastante animada por las voces de los peregrinos alemanes que, por doquiera iban, se atiborraban de cerveza.
A la condesa no le cupo duda, no porque le dieran miedo los bandoleros, que no, que llevaba tropa suficiente para enfrentarse a un ejército, pero lo que se dijo, que no podía detenerse cada dos o tres millas y ahorcar a uno, a dos o a diez, porque llevaba prisa y no era cuestión de que los habitadores de las tierras que había de recorrer tomaran a su séquito por las plagas de Egipto, tal pensó exagerando, por supuesto. Y siguió la propuesta de encaminarse hacia Dax, máxime porque quería continuar la ruta del emperador Carlomagno y ver el lugar exacto donde murió su antepasado, así que la comitiva se echó al camino. Pero, antes, don Morvan hubo de porfiar con los aldeanos, pues no eran tal, eran peajeros nada menos que del rey de Pamplona, porque aquella villa le pertenecía, al parecer y, como el monarca García Sánchez, cuyo nombre escuchaban por primera vez, no era vasallo del rey de la Francia, no valía el salvoconducto que llevaban. Cierto que, el capitán arregló el negocio enseguida, llenándoles la mano de monedas de plata y diciéndoles que eran para ellos, para que pasaran unos días holgando en Dax y los dos aceptaron el soborno, en razón de que Pamplona quedaba muy lejos.
Cuando la condesa felicitó al capitán por lo bien que había llevado el asunto del portazgo, éste le explicó que aquellos peajeros eran mala gente que, según había oído, a los pobres les registraban hasta los calzones para cobrarles y que engañaban, de continuo, al rey de Pamplona.
La condesa, a la vista de que se encontraba en tierras que tenían otro amo, debería haber adelantado a un aposentador para que anunciara su visita a peajeros de todas las especies, a señores, condes y reyes, y que éstos no le cobraran el paso por villas, ciudades, puentes o castillos, pues que era desagradable tener que discutir o tener que sobornar. Entre otras razones porque sus dineros mermaban a pasos agigantados y, Señor Jesús, una de las arcas estaba a punto de terminar. A don Guirec, por ejemplo, podía haberle nombrado su legado y enviarle con un piquete de soldados, dándole dineros e instrucciones más o menos de esta guisa:
—Atiende bien, don Guirec, saldrás delante nuestro y tomarás ventaja de, al menos, una jornada. Doquiera que llegues pedirás paso franco para la condesa viuda de Conquereuil a la autoridad que competa, diciendo que fue mujer del conde Robert y que se encamina a Compostela de la Galicia en peregrinación… Mentarás siempre a mi marido por si es conocido por aquí, pues, ya sabes, que en su funeral, en la oración fúnebre, fue equiparado a don Roland y vas a recorrer el camino que pisó don Carlomagno… Tengo para mí que pasarás por tierras que son del rey de Pamplona, quizá hasta encuentres soldados suyos… Llévate contigo unos hombres y mi enseña, y cada dos días que retroceda un soldado para traerme noticias… Nosotros aceleraremos la marcha y, Deo disponente, nos encontraremos en Pamplona. Parte cuanto antes…
Pero no lo hizo, y acertó sin saberlo, pues todos los brazos fueron pocos para superar la subida de los montes Pirineos.
La comitiva apresuró la marcha, mientras fue posible, mientras anduvo por camino llano. Los bretones no se detuvieron en Dax —donde no se deleitaron con las aguas termales de la zona—, ni en Sorde —quizá porque la condesa no se enteró de que allí reposaba el cuerpo del arzobispo Turpín—, o fue que, al contemplar en toda su magnitud los Alpes Pirineos en la lontananza, se preguntó cómo sería capaz, cómo conseguiría ascender semejantes alturas con la impedimenta que llevaba y se apresuró, con todos los demás, a recibir la bendición de un anacoreta que vivía en un eremitorio dedicado a San Juan Bautista que, avisado por los ladridos de sus perros de la llegada de gente, salió a la calzada precedido de los animales, asaz alborotadores todos, con una cruz en una mano y con la otra extendida para pedir limosna. Le hicieron caridad naturalmente y le dieron rancho, una escudilla, dos, tres y cuatro, y hubo quien contó seis, todas, en fin, las que pudo ingerir de un potaje de garbanzos con col y tocino entreverado que habían preparado las guisanderas; y sus canes devoraron un puchero a rebosar, aunque hubieran comido más, porque los perros ya se sabe. Y el hombre, que iba desnudo de cintura para arriba y de cintura para abajo aviado con dos pieles de cordero, sujetas por una cuerda, a más de agradecerles el condumio, se achispó con el vino que le dieron. Y, entre eructo y eructo, amén de bendecirlos decenas de veces, les habló en buen latín y les mostró unas piedras cercanas a su morada y contó que allí, precisamente allí, había acampado don Carlomagno, en su regreso al reino de los Francos, llevando los cadáveres de los doce pares y, aún añadió que, algo más adelante, el emperador había llorado sobre una roca que, pese al paso del tiempo, permanecía húmeda. Y más hubiera platicado, pero la condesa le interrumpió cuando empezó a hablar de lo agotador que les había de resultar ascender el puerto de Cisa con tamaña impedimenta, pues que no quiso que su gente oyera hablar de la dificultad que les esperaba a escasas millas, y lo que le dijo al hombre:
—Si su reverencia lo desea puede venirse conmigo a Compostela, le daré mesa y cama…
Y, como el eremita no quiso moverse ni menos emprender una nueva vida, pues que alegó que llevaba allí treinta años rezando por los pecados de los hombres, que falta hacía, la condesa viuda no insistió, y eso, que le había producido inmensa pena aquel hombre semidesnudo, pero, ante la negativa, lo dejó estar e hizo que le dieran dos cantaricos de cerdo, del conservado en manteca, y tornó a la ruta apriesa, pues que su hija Mahaut hacía rato que le tiraba de la saya y le miraba con ojos implorantes, como queriendo salir de allí, y es que la criatura parecía aterrada y temblaba de miedo. Tal explicó después y, ya en el carruaje, las damas convinieron en que, en efecto, la estampa del anacoreta más parecía la de un alma en pena que la de un ser humano, por sus enmarañados cabellos, luengas barbas que le llegaban a la rodilla, por los afilados rasgos de su rostro y por la piel encuerada que tenía, más propios de un muerto que de un vivo por viejo que fuera. Cierto que, para quitar el miedo a su primogénita, la señora comentó que muerto no estaba, no, pues no había más que ver el apetito que tenía, y Mahaut se rió e hizo como que llevaba una cuchara en la mano y comía como un tragaldabas. Lionera la imitó, pero no mostró un ápice de temor, quizá porque, como era fea y desproporcionada, no le llamó la atención la facha de aquel hombre.
En el valle de Carlos —nombre que todavía recuerda al emperador—, donde se inicia la subida de los Pirineos por el puerto, de Cisa, dicho también la puerta de las Hispanias, los viajero anduvieron rodeados de bosques, de robledales y hayedos confortados por la frescura del lugar, pues que la espesura n dejaba pasar los rayos del sol, bebiendo agua fresca aquí y acullá. E iban alegres, con las bolsas repletas de las semanadas que no habían podido gastar, contentos, porque don Morvan aseguraba que habían recorrido ya medio camino, pese a que, como habían de ir a Compostela y tornar a Conquereuil, en realidad, fuera un cuarto, pero no echaban cuentas, y bebían un trago, dos, tres, los más aprovechados, de los odres de aguardiente que hacía pasar Loiz, el mayordomo, siguiendo las instrucciones del capitán, que deseaba preparar a la tropa para la ascensión, que habría de resultar harto dura, en razón de que no había más que alzar la vista y, cuando lo permitía la espesura, mirar hacia las altas montañas.
—Ocho millas de subida y ocho de bajada.
Tal les dijeron unos monjes que encontraron en el piedemonte.
—Además, hay grande desnivel.
—Y todo son curvas y contracurvas, muy estrechas y cerradas.
—Es mejor que sus mercedes acampen aquí y que inicien el ascenso a la mañana.
—Con esta caravana lo han de pasar mal sus señorías.
—Lo mejor será que aligeren los carros y vacíen los toneles de agua, pues encontrarán toda la que quieran y más en el camino.
—Muchas fuentes de agua clara y hasta saltos de agua y pozas que forman los arroyos…
—En las pozas podrán bañarse sus mercedes.
—Hay mucha humedad, han de sudar sus señorías.
—Perdone la señora, ¿quién ha dicho que es?
—Soy doña Poppa, condesa de Conquereuil…
—¡Ah!, eso no está por aquí…
—No, está al norte, muy al norte… ¿Y sus reverencias quiénes son?
—Somos frailes, dependientes del monasterio de Leire, situado en la linde de reino de Pamplona con el condado de la Aragonia; nuestro abad nos envió a fundar un hospital que sirva de refugio a los peregrinos… Hubo un tiempo en el que dábamos pan, vino y carne, pero en este momento no tenemos nada, al revés, pedirle a su merced que nos dé lo que pueda, pues vinimos veinte hombres, levantamos esta iglesia y una pequeña casa conventual y sólo quedamos dos… Los demás murieron y la iglesia, que dedicamos a San Juan, está sin terminar.
—Vea su señoría, el templo tiene el techo de césped, unos pastores lo cortaron y lo colocaron porque, como llueve mucho por acá, se mojaba la imagen del Santo, tanto que llegó a decolorarse, pero ya no sucede.
—Un techo de césped, no lo había oído…
—Ya lo verá la condesa de cerca, es de cuatro dedos de espesor.
—No podemos pagar piedra de pizarra…
—Estamos a la espera de que nuestro abad nos mande más frailes.
—Acampen aquí sus señorías, pues que cogerán fuerza para llegar a la cima del puerto, y coman, coman abundante…
—Y dennos a nosotros, por caridad.
A la hora de la comida, a la condesa se le puso carne de gallina, pues que sentada a la mesa con los dos frailes, que devoraron dos salmones ahumados, una cumplida cazuela de alubias blancas con embotido, una fuente de cecina de vaca, un pucherico de compota de manzana y pan y vino, todo lo que sirvió Loiz, mientras ella apenas probó bocado, en razón d que se le ponían los cabellos de punta al escuchar a aquello monjes parlanchines, que mucho tiempo lejos de su abad, n observaban el voto de silencio al que les obligaba la regla de S Benito, aunque, al ser dos y por un día, se les pudiera perdonar dado que vivían en tanta soledad como el eremita que habían dejado atrás. Y es que no dejaban de platicar, y con la boca llena:
—Los lobos son peste por acá…
—En invierno, doña Poppa, parece que vivimos en alguna de las estancias del Infierno, pues se acercan tanto que tememos nos coman las entrañas.
—Mon Dieu!
—Ponemos trampas para cazarlos y también para conejos… En otoño pasan palomas torcaces, las matamos con flechas, luego las guardamos en escabeche.
—¿Tienen armas sus reverencias?
—Ya lo creo y siempre prestas, las juntamos a las de los alcabaleros del rey de Pamplona. Por cierto, doña Poppa ha tenido suerte de que se hallen ausentes, pues le hubieran querido cobrar portazgo.
—¿Dónde paran, pues?
—En la guerra que el rey don García Sánchez ha hecho, hace o hará a los moros en alianza con otros señores reyes…
—Llamó a todas las gentes para que acudieran a la hueste.
—Nos dejaron solos, pero lo cierto es que todavía no han aparecido salteadores ni desvalijadores.
—Por aquí vienen más ladrones que peregrinos… Suelen ser vascos y navarros, malos vascos y malos navarros, por supuesto.
—El puerto de Cisa está plagado de ellos en verano.
—Deberán andar con ojo sus mercedes.
—Antes, como le he dicho a su señoría, a los peregrinos les dábamos carne, vino y pan, pero, ahora, no tenemos nada…
—Es como si nuestro señor abad se hubiera olvidado de nosotros…
—En realidad, como han pasado treinta años, siquiera sabemos su nombre.
—Si tuviéramos una mula, podríamos llegarnos a Leire y preguntarle al abad si hemos de continuar aquí, y si tuviéramos dos mulas iríamos más desahogados.
—Os daré dos mulas, señores frailes.
—Ah, la mi señora, la visita de la señora va a resultarnos provechosa…
—Va a ser, condesa, como si se nos hubiera aparecido la Virgen María.
—No exageren sus reverencias, nos dan su bendición y nos tienen en sus oraciones.
—Si doña Poppa nos regala dos mulas se lo agradeceremos mientras vivamos y en el otro mundo también.
—Ea, mozo, escancia más vino.
—Y a mí, llena la copa hasta el borde.
—El Iter Sancti Jacobi, no sólo por aquí, está lleno de homicidas, de gente impías y descreídas que asaltan al caminante; de vendedores que cobran diez por lo que vale uno, y que, además, engañan en el peso, quiero decir, señora, que si compras dos libras de tasajo, por ejemplo, te darán una…
—De posaderos que te desvalijan el morral cuando estás durmiendo.
—Ojo, también, con el propio camino, pues discurre, en verano, bajo un sol abrasador y, en invierno, entre nieves o lluvia intensa. A más, es menester subir y bajar montañas, vadear ríos y atravesar puentes en mal estado de conservación, y hay tramos por los que no pasa un carro…
—Ni un perro…
Tal anunciaban los frailes pero, en viendo el rostro apesarado de la viuda, uno de ellos expresó:
—No obstante, sepa su señoría que, por las noticias que tenemos, ha elegido la mejor ruta para peregrinar, pues, aunque pobres y malos, en él hay varios hospitales. Sin embargo, de haber tomado el de la costa, hasta se hubiera podido perder por los montes, como le sucedió a un viajero que fue a Compostela por allá y regresó por aquí pasados tres años, según nos contó…
—No hay camino, todo es senda, al parecer.
—Y está poblado de gentes salvajes, a más que se habla un idioma extraño para los viajeros, aunque nosotros lo parlamos sin dificultad.
—No será más extraño que el nuestro: el bretón —terció doña Crespina.
—Señores frailes, ¿hay por aquí algún resto de la batalla de Ronces valles? —preguntó la dama.
—Ya lo creo, señora. En este lugar, antes de que existiera esta iglesia, el emperador Carlos escuchó por última vez el sonido del olifante de don Roland y el arzobispo Turpín celebró misa de réquiem por los muertos en la batalla…
—Durante la consagración, se oyó cantar a los ángeles que recogían el alma de don Roland y se la llevaban al…
—¡Al Infierno, señora! El emperador, ambicioso por demás, había invadido las Hispanias, había saqueado la ciudad de Pamplona; se había nombrado rey de por aquí, de por allá, en un desmedido afán de querer gobernar la tierra toda; se había presentado ante las murallas de Sarakusta, una grande urbe situada muchas leguas al sur a la orilla del río Ebro y, ojalá, le hubieran infligido mayor derrota los moros y los vascones, pues que tal no se hace, que las tierras tienen siempre amo… Los pares de Francia, una canalla, señora mía…
—¿Cómo? —preguntó la condesa asombrada, pues aquel fraile estaba trabucando la Historia.
—Lo dicho, señora.
Así las cosas, doña Poppa, algo confusa, en virtud de que había estado a punto de decir que don Roland era su antepasado, observó que el otro monje le propinaba una patada a su compañero y que éste, pese al vino que llevaba en el cuerpo, entendía la advertencia y guardaba silencio. Y fue que el otro afirmó:
—En estas latitudes, después de la batalla, sucedieron grandes prodigios: el del alma de don Roland que fue llevada al Cielo por ángeles cantores, y el de las doncellas…
—¿Qué doncellas?
—Escuche la señora, lloraba el emperador sobre una piedra, que aún permanece húmeda, y un río de lágrimas vertía y un mar de oraciones rezaba, cuando se le apareció un ángel para consolarle. Un ángel del Señor que le instó a que enviara mensajeros por todos los sus reinos para que, dejadas las mujeres casadas en sus casas, reclutaran a todas las doncellas que hubiere, pues era grato al Señor que fueran ellas, las muchachas del imperio, las que recuperaran la gloria que el ejército de don Carlomagno y, de consecuente, él mismo, había perdido al haber sido derrotado en el campo de batalla…
—Y tal hizo el rey de reyes: enviar mensajeros a los confines de su imperio y, a poco, mucho más pronto de lo que pudo prever, regresaron los heraldos con más de cincuenta y tres mil doncellas…
—¿Tantas?
—Sí, señora, sí. Y sucedió que el victorioso rey musulmán supo enseguida, al ser avisado por sus espías, que habían llegado refuerzos al campo enemigo, millares y millares de soldados jóvenes. Por jóvenes guerreros tomó a las muchachas en virtud de que tenían el paso airoso y llevaban sus rubí guedejas al viento, y fue que el moro, cansado como estaba su ejército después de la victoria, no se atrevió a atacar a aquella inmensa tropa que, llegada al lugar, se asentó en la pradera y, para descansar, clavó sus lanzas en la tierra y se puso de brazos en cruz para dar gracias a Dios, otro tanto que hacía don Carlomagno.
—Y fue, señora, que, al llegar la noche, las lanzas se cubrieron de flores, hecho que se tuvo por milagro, máxime cuando el señor rey moro, enterado del prodigio, se presentó ante el emperador, le llevó ricos presentes, se hincó de hinojos y pidió al arzobispo Turpín que le bautizara…
—¡Oh, mon Dieu, belle histoire!
La señora se complugo con el prodigio, maravilla, leyenda o milagro, lo que fuere, de las doncellas y las lanzas floridas, otro tanto que las damas y las niñas, a quienes les gustó más incluso que los cuentos que narraba la tía Adele de Dinard. Una historia, la de la rota de Roncesvalles que, vive Dios, conforme avanzaban camino, cada vez se complicaba más, en el último episodio con un rey moro bautizado.
Doña Poppa se llevó un buen sabor de boca de aquellos frailes a los que regaló dos mulas, y hasta perdonó de corazón al impertinente, al que había llamado canallas a los pares de Francia, pues se adujo que cada uno habla de la feria según le va en ella, aunque, eso sí, confusa por los cambios que observaba en la historia del prefecto don Roland, tanto que se preguntó si habría otras verdades en el mundo además de la existencia de Dios.
Y entre contemplar el ancho cielo y señalar madre e hijas cada una su estrella peregrina; dormir, manducar, realizar las tareas anejas al hecho de comer; oír misa; platicar con los frailes; pasear, ir a visitar el lugar donde las lanzas de las doncellas guerreras de don Carlomagno se llenaron de flores y donde don Roland subió al Cielo, a más que Mahaut, entusiasmada por el cuento, creyó oír el olifante del prefecto de la Bretaña pidiendo auxilio, pues que tenía imaginación acalorada, las nobles pasaron tres buenos días. Y la compaña, ajena a que le esperaba la dura ascensión del puerto de Cisa, mejores todavía, pues que los hombres cazaron pájaros con sus arcos y varios ciervos con sus venablos, y algunos se bañaron en los remansos de los arroyos que había por doquiera, con una dicha Maud que, por su oficio, debía gustar del agua, mientras el resto de las mujeres recogían setas y las asaban en una hoguerilla, y flores con las que se adornaron los cabellos para estar más hermosas en los bailes que se organizaban a la luz de las hogueras, amén de murmurar de la lavandera y de llamarla lo que era, según unas, y lo que no era, según otras, pues nadie, hasta la fecha, la había sorprendido en situación comprometida.