Mucho hablaron las damas en el carro condal de las explicaciones que dio don Gwende:
—Es extraño que los perros equivocaran el rastro…
—Más raro es que el caballero se dejara engañar, es un gran cazador.
—Unos podencos yendo al norte en vez de al sur, cuando Mahaut caminaba a nuestro encuentro…
—Será cierto, comerían alguna mala hierba.
—Don Gwende se está haciendo viejo y, de consecuente, perdiendo facultades, es el de mayor edad de los compañeros de don Robert.
—Dejen sus mercedes este asunto, el hombre llevaba enorme disgusto, me ofreció su cabeza… Mahaut, ¿qué hiciste para evitar al gobernador? Entiendo que imaginaste que saldría en tu busca.
—Sí, madre, primero fui al sur y anduve dejando pistas, luego dando un rodeo me encaminé al norte y ya otra vez volví hacia el sur… Me huelgo de haber despistado a don Gwende de otro modo no estaría contigo y con las damas…
—¿Y cómo te libraste de los perros?
—Me metí en un río y no pudieron seguir mi rastro…
—Es aguda la niña, señora.
—Ha salido a su señor padre, señora.
—De tal palo, tal astilla.
—Si fuera hombre sería un gran guerrero, talmente como él…
—Está de Dios que Mahaut peregrine a Compostela con nosotras. —Tal aseveró la condesa tomando la mano de su hija mayor, y la de la pequeña que, celosilla de las atenciones que recibía su hermana, quiso la otra.
Y hubiera continuado la niña con su aventura y hasta quizá Lioneta hubiera contado su desventura: el miedo que padeciera en la bañera de la duquesa, pero fue que los hombres de la tropa, puestos de acuerdo, ya fueran todos o parte de ellos, empezaron a emitir un sonido inconfundible: a golpear los escudos con sus lanzas, y era tanto el ruido, que posiblemente los guisanderos también la hubieran emprendido contra las cazuelas con las cucharas de madera y los domésticos con lo que aporrearen lo que tuvieren a la mano, que es la forma que tienen los soldados de quejarse o de pedir tal o cual.
Doña Poppa no tuvo que esperar mucho, pues, al momento, se presentaron ante ella don Morvan y don Pol, el sacerdote, y tomando la palabra el capitán expresó:
—Los expedicionarios están descontentos…
—¿Te refieres a los peregrinos?
—Sí, señora.
—¿Qué pasa, qué quieren?
—Sostienen que, al ser ajustados, fueron advertidos de la ruta a seguir y aducen que no la estamos llevando…
—¿Qué ruta? —demandó la condesa, aunque bien la sabía.
—Angers, Tours, París…
—Señora, ¿cómo vamos a dejar atrás y no visitar —intervino don Pol— el monasterio de San Martín de Tours y no orar ante el cuerpo de dicho Santo en Blois, o ante el de San Evurcio en Orleáns, donde se guarda, además, el cuchillo con el que don Jesucristo cortó el pan en la Santa Cena o ante la tumba de San Denis en París o ante otras muchas maravillas que glorían al Creador?
—¿Acaso vamos de holganza? Advierto a sus mercedes que nos dirigimos en peregrinación a Compostela de la Galicia…
—¿O de visitar el monasterio de Cluny, para recibir la bendición del santo abad Odilón, amén de que allí se custodia el Santo Cáliz?
—¿No se quemó todo hace un par de años?
—Los frailes salvarían lo bueno, señora…
—Todo eso y más lo veremos al regreso… ¿Es que quieren sus mercedes recorrer el mundo entero?
—Son los hombres, señora, que quieren ver París…
—A ver, Morvan, dímelo en leguas.
—Señora, de Nantes a Angers, 18 leguas; de Angers a Tours, 26; de Tours a Blois, 13; de Blois a Orleáns, 12; de Orleáns a París, 27…
—¿Cuánto suma?
—220 leguas aproximadamente.
—¿Y de Nantes a Saintes?
—50 más o menos.
—¿Y de París a Saintes?
—Unas 100…
—¿Y a Cluny?
—Muchas más.
—No se hable más, señores. Iremos derechos a Saintes.
—Serán peores los caminos.
—No importa.
—¿Entonces a Poitiers tampoco vamos? Allí se encuentra el cuerpo incorrupto de San Hilario —insistió el preste.
—Pues no.
—También cerca de Poitiers, dejaremos de rezar ante la cabeza del Bautista…
—Todo lo veremos al regresar… En cuanto a los hombres, Morvan, que detengan de inmediato la escandalera. Dales algo más con el almuerzo, más sidra o cerveza de la habitual o doble ración de carne… Si la protesta continúa, los reúnes y les hablas muy claro: los que no quieran seguirme que se vayan, les pagas los días y adiós muy buenas, no sin antes recordarles que se han sumado a esta expedición voluntariamente y con la obligación de servir a la condesa de Conquereuil que, por suerte o por desgracia, soy yo y voy en peregrinación a Compostela. Luego me rendirás cuentas de esta encomienda, porque me temo que, en vez de una tropa disciplinada, has contratado a mercenarios de toda laya…
—No, mi señora…
—En cuanto a ti, don Pol, ¿qué más quieres? Dios mediante te postrarás ante la tumba del Apóstol Santiago y todos tus pecados te serán perdonados…
—Lo sé, señora, pero yo lo decía por aprovechar el viaje y conseguir más indulgencias y talvez presenciar algún milagro…
—Santiago hace muchos milagros… ¡Ea, cada uno a lo suyo, y en marcha! ¡Ya estamos en la Aquitania camino de las Hispanias!
—No sé adónde vamos, señoras. No sé si de este modo iremos a alguna parte… ¿Cómo, por poner un ejemplo, me voy a presentar en la ciudad de Poitiers, ante el duque Bernardo Guillermo y su mujer, y exponerme a sufrir otro disgusto como el de Nantes por la reacción de las gentes que, aunque puedo prever que sucederá, no puedo imaginar en qué va a consistir? ¿Para que otra vez me torne la desazón y me duela el alma…? ¿Es que nadie entiende que soporto una desgracia de años ha y que me llueven las contrariedades por la falta de caridad de las gentes…?
—Madre, ¿qué pasa, por qué estás triste? —preguntó Lioneta.
—No llores, madre, yo sé que desobedecí tus órdenes, pero fue porque quería estar a tu lado, perdóname…
—No, no, hijas, es que me acuerdo de vuestro padre… Fue una gran pérdida para mí…
—Alégrese la señora, estamos cumpliendo uno de sus anhelos, peregrinar a Compostela —intervino el aya.
—Llevamos muchas millas… Echo a faltar mis macizos de hortensias, el paisaje está cambiando —apuntó doña Gerletta.
—Déjate de paisajes, Gerletta, la señora está dolida.
—Lo sé, Crespina, estoy tratando de distraerla.
—Y, por si fuera poco, me da que esta tropa que llevamos no ha de servirnos bien.
—Don Morvan tiene el brazo de hierro…
—Y, fallecido don Robert, es la mejor espada del condado todo. No tema la señora, que sabrá poner orden en cualquier insubordinación…
—¿Llevamos más hombres de Conquereuil o más extranjeros? —demandó la condesa.
—Creo que mitad a mitad, pero todo el servicio es nacido en la villa, lo que es importante.
—¡Si hace falta, madre, yo te defenderé! —sostuvo Lioneta.
—Y yo, madre, y yo —enfatizó Mahaut.
—Lo sé, hijas, pero no es menester. —Tal respondió la dama y se sonrió por el ofrecimiento de las niñas.
—Y en estas hablas estaban las damas del carruaje, cuando se presentó el capitán comunicando que todo estaba solucionado, que había detenido la marcha sin que ellas se enteraran, pues que iban platicando de sus cosas, y juntado a hombres y mujeres y, tras echarles una bronca y amenazarles con cárcel, látigo y horca, había instado a que abandonaran la expedición los que tuvieren alguna queja, diciéndoles que, por orden de la señora condesa, el itinerario había cambiado y que lo iban a realizar por el camino de la costa, para luego prometer, por la memoria de don Robert, que se detendrían en las grandes ciudades de la Francia, Dios mediante, al regreso. Y fue que, pese a la oferta del capitán, diez extranjeros pidieron la escasa paga que se habían ganado hasta la fecha, devolvieron los caballos, las armas y las lorigas y se largaron. Con ello los caminantes quedaron reducidos a ciento noventa bocas.
—Vayan con viento fresco —dijo doña Poppa al enterarse.
De Nantes a Niort, los peregrinos, que unos días recorrían dos leguas y otros tres, acamparon en varias aldeas. En todas ellas, los habitadores, avisados por los vecinos de otros lugares, horas antes de avistar el estandarte de don Robert ya se habían instalado en el camino con sus mercancías, pues que bien sabían que la condesa compraba alimento fresco y que siquiera regateaba. Y, en efecto, la dama, seguida de Mahaut y de doña Gerletta, acompañaba a Loiz, su fiel mayordomo, el hombre que venía organizando la intendencia en el castillo de Conquereuil de tiempo ha y a satisfacción de los señores y que, durante el viaje, coordinaba la casa, digamos «casa ambulante» de la dama, compuesta del carro condal y sus tiendas, que le proporcionaban cobijo tanto bajo la luz del sol o de la luna como en la oscuridad del novilunio.
Y era que, como las provisiones menguaban a pasos agigantados por la mucha gente que llevaba, adquiría costales de harina, sacos de garbanzos, talegas de sal; carne salada para diario y fresca para los domingos; abadejo para los viernes, por la vigilia, fruta recién cogida de los árboles, y cantaricos de aguardiente, amén de esto y estotro, pues que si las aldeanas habían preparado rosquillas compraba doscientas o todas las que hubieren frito. Y era que, al ver la pobreza de las gentes y pese a las recomendaciones del buen Loiz, que se escandalizaba con los precios que pedían los campesinos, no regateaba, como dicho va, con lo cual, conforme discurría el camino, la fama de su magnanimidad comenzó a precederla y se extendió por el Poitou. Y lo que doña Poppa aducía en su defensa cuando el buen mayordomo le instaba a que, por el bien de sus arcas, le dejara actuar a él que compraría más barato:
—Por aquí quizá sólo pase una vez en mi vida y quiero dejar buen recuerdo.
Y, vaya, lo conseguía, pues que también entregaba buena limosna en las parroquias, y las gentes, sabedoras de que vendían a precios excesivos, le agradecían su generosidad postrándose a sus pies y besándole las manos y hasta sus cuitas le hubieran contado si los capitanes de la dama se lo hubieran permitido, pero no, no, que en los villorrios se detenían lo justo. El tiempo justo de comprar y echar a andar, pues que doña Poppa no dejaba bajar de la carroza a la naine, para que nadie la viera, para que nadie dijera, para que nadie se enterara de su presencia en el mundo en razón de que luego pasaba lo que pasaba: que todo hijo de vecino, que la mayoría de los hijos de vecinos de castillos, ciudades, villas, aldeas o aldehuelas, lugares o lugarejos y hasta los habitantes de caseríos aislados, empezaban a hablar de monstruos, de demonios y de endemoniados. Y, la verdad que, desde que había impedido que Lioneta se apeara del carruaje en razón de que no había manera de que se mantuviera escondida entre los vuelos de la saya, pues que salía, alocada, para ver puestos y tenderetes y manosear esto o aquesto —ni que hubieran estado en el mercado de Nantes—, ella se encontraba con la mente más despejada y más alegre el corazón, pero era poco, digamos, su tiempo libre. El que doña Crespina, ayudada por el negro Abdul, conseguía dominar a la pequeña, ni media hora, tal calculaba la camarera, a veces utilizando la fuerza, pues que la criatura se rebelaba contra aquella injusticia, y razón llevaba. Aunque, es de señalar, que lejos de las poblaciones y apartado el carro condal de la tropa —que la dejaban atrás aposta— se detenían para almorzar en algún prado o al borde de un bosque, y entonces doña Poppa permitía corretear a las niñas y jugar con el dicho Abdul que, la verdad sea dicha, le estaba sirviendo muy bien como niñera. También, las más de las veces, como comenzaba a reñir con Mahaut, le llevaba un dulce a su naine y ya dejaba de llorar y se le olvidaba el agravio que tuviere, máxime cuando, al tornar al camino, su madre la sentaba en su halda y se dormía en sus brazos.
Tanta era la fama de la condesa de Conquereuil e iban tantas gentes a saludarla a los caminos que, antes de que los peregrinos avistaran la población de Niort, salió a recibirla una diputación. Tal creyeron los bretones, pero fue que los venidos, que no traían precisamente parabienes ni buena cara, pues dejaron atrás el estandarte de don Robert y se acercaron al vehículo principal, por tal tomaron el carro de la dama y no se equivocaron y, tras inclinarse con ceremonia ante la señora, uno de ellos, un plebeyo, osó pedirle, lo que nadie le había solicitado hasta la fecha: el salvoconducto para andar por el Poitou. Y, claro, la señora, que todavía no se había apeado del carro para dar su mano a besar a aquella gente, se quedó suspensa y sus acompañantes más, mucho más, tanto que don Morvan echó mano a la empuñadura de la espada y gritó:
—¡Paso franco a la señora condesa de Conquereuil!
Mientras otro tanto hacían los demás caballeros y hasta los soldados aprestaban arcos y lanzas.
Por supuesto, que aquellos cinco hombres hubieran podido dejar de alentar a un gesto de doña Poppa, por supuesto. Pero era que la dicha no deseaba enemistarse con el duque Bernardo Guillermo, el amo y señor de aquella tierra que atravesaba con casi doscientos hombres, más o menos cien de ellos armados, y con un sinnúmero de carros y carretas, no porque el citado noble fuera hombre arriscado o soberbio o imperioso, etcétera, que no, que no. Que, aunque había asistido a las exequias de su esposo, sólo había recibido su pésame y no había hablado con él ni con su mujer y, de consecuente, no sabía nada de él, salvo que gobernaba en un amplísimo territorio, mayor incluso que el del rey Robert. Era que había de ser prudente estando en heredad ajena, no fuera que por no entregar el salvoconducto que llevaba —el que le había otorgado el rey de la Francia por escrito y le servía en todos los feudos de las viejas Galias—, se molestara con ella el tal duque de Aquitania, porque nunca se sabe cómo pueden reaccionar las personas. Así que, ordenó a doña Crespina que buscara el documento, que llevaba a buen recaudo en el fondo de su azafate como cosa importante que era, y le entregó un cuidado pergamino a don Morvan para que, a su vez, lo diera a los diputados de la villa de Niort.
Que no sabían leer, que ni el principal ni los otros cuatro sabían leer, que los expedicionarios se dieron cuenta enseguida, pues que lo miraban al revés.
Visto lo visto, el capitán actuó del modo que un caballero procede contra villanos que osan incomodar a los nobles: descabalgó y la emprendió a golpes de fusta contra los cinco que, al ser rodeados por don Erwan y don Guirec, no pudieron escapar y recibieron una somanta de palos, de fustazos, dicho con precisión, y todos acabaron sangrando, unos por la cabeza, otros por la oreja, otros por la cara, y muertos hubieran quedado los cinco, a no ser porque la señora acabó con la paliza e hizo que les dieran agua y un trago de aguardiente a aquellos plebeyos. Luego, cuando se recompusieron un poco, bajó del carro y los interrogó:
—¿Qué es esto? ¿Quién es vuestro señor? Tú, el que manda, el que ha hablado, ¿qué me tienes que decir…?
—¡Habla, bellaco, contesta a la señora condesa!
Los nobles estuvieron un rato esperando la respuesta mientras los villanos se daban agua en las heridas —que una fusta es un excelente látigo—, hasta que el que encabezaba aquella extraña diputación, que no portaba armas ni enseñas, tras apurar el cantarico de aguardiente, se arrodilló ante la dama y suplicó con voz entrecortada:
—Discúlpenos la señora… Somos vecinos de Niort… Al ver de lejos la caravana de la condesa, nos hemos asustado…
—¿Por qué? —preguntó, atónita, doña Poppa.
—Verá la señora… A una milla de aquí, para continuar hacia el sur hay que cruzar un puente…
—El río Sévre —informó el abanderado.
—¿Y qué?
—Verá la señora, se trata de un puente de tablas…
—Como casi todos…
—Pero es muy viejo, se tambalea y está para caerse…
—¿Hay algún vado? Antes de haber puente, habría vado, ¿o no?
—No hay vado, el río baja crecido, ha llovido mucho en abril y mayo…
—¿Hay otro puente por acá?
—No, señora, no.
—¡Termina presto, bellaco! —ordenó don Morvan.
—Los vecinos de Niort suplicamos por lo que más quiera y rogamos a su señoría que no pase por ese puente con semejante impedimenta… Se caerá y nos quedaremos sin él, lo que nos causará grave daño…
—¿Por querer eso, me has pedido el salvoconducto?
—Lo que se nos ha ocurrido, señora. No sabíamos quién erais, pensamos en una caravana de mercaderes…
—¿No habéis visto la enseña?
—Sí, pero como no es la del duque Bernardo Guillermo, hemos creído que seríais mercaderes engañándonos para no pagar el pontazgo… Nosotros lo recaudamos para nuestro señor…
—¡Serán necios!
—Aún les has pegado poco, don Morvan.
—¡Silencio todo el mundo! —mandó la condesa y dirigiéndose al villano continuó—: Atravesaremos el puente y, si se rompe, mis hombres lo arreglarán…
—Lo que ordene la señora, a los pies de la señora, perdone la señora condesa…
—Ve, id todos con Dios.
El paso del viejo puente del río Sévre en Niort no fue tarea fácil, pues que los villanos no habían exagerado. El maderamen oscilaba, se bamboleaba, no mucho, pero sí lo suficiente para dar miedo y pasarlo apriesa, pero, vive Dios, que los carros no podían atravesarlo corriendo ni que los hombres desbocaran a las mulas y a los bueyes, acercándoles una tea encendida a los cuartos traseros o a las patas, para que iniciaran loca carrera por los peligros que tal acción suponía, pues que, en su pavor, los animales podían precipitarse en el río, que venía crecido como había asegurado el villano hablador. Pero el carro que menos pasaba era el de la lit-clos, que pesaba arrobas mil, tal sopesó don Morvan a la vista del obstáculo, que otra cosa no era, como pronto se demostró.
El capitán llamó a don Guirec y a don Erwan a conciliábulo, y entre los tres diseñaron una estrategia que, a poco, expusieron a doña Poppa. Le explicaron que el puente se movía peligrosamente, que tenía la madera podrida por la humedad y por los años, y que, si decía —el puente—: «He llegado aquí y no doy más de sí», podría romperse al paso de un ligero caballo y hasta de una persona, y abundaron en que lo habían recorrido de punta a cabo por arriba, donde había tablones desprendidos y, por abajo, donde los maderos estaban todavía más carcomidos.
—¿Y qué hacemos, pues?
—Retrocedemos, tomamos el camino de Parthenay que está aquí cerca, y vamos a Poitiers y de allí a Angulema y ya a Burdeos.
—Tal dicen los lugareños que es menester hacer.
—¡Ah, no, el ánimo de don Robert nunca hubiera flaqueado ante un inconveniente!
—¿Qué dispone la señora?
—Pasaremos. Primero, mujeres y hombres en grupos de diez, luego los carros de uno en uno, con la carga y llevando un solo cochero en el pescante… Ea, dispongan la operación los capitanes…
—¿Y si se rompe el puente y se pierde todo?
—Recuperaremos lo que podamos. ¡Adelante!
—¡Dios nos ayude! —pidió el preste y empezó a repartir bendiciones.
—Oremos, las mis damas —pidió la condesa.
Don Morvan obedeció de mala gana, pero dictó las órdenes oportunas: que hombres y mujeres desalojaran los carros, luego que las mujeres en grupos de diez atravesaran el puente y, después, los hombres; que los cocheros permanecieran en el pescante con los vehículos enfilados, como iban ya, y eso sí, mandó retirar del camino el de la lit-clos, dejándolo el último.
Pasaron don Erwan con el estandarte y su piquete de soldados, y varios de los domésticos de diez en diez, sin problemas, pero con miedo, porque sintieron la inestabilidad del entablado. No obstante, los primeros llegaron a la otra orilla y, aliviados, llamaron con las manos a los que estaban por pasar. Los carros, a Dios gracias, fueron atravesando el puente sin dificultades, el de la condesa lo hizo vacío, pues que las damas, no fuera a zurcir el demonio, habían bajado los cofres de los dineros y los tenían con ellas.
El paso del puente duró varias horas, tantas que se echó la noche y los peregrinos hubieron de acampar, unos en una orilla, otros en la otra, y dormir al raso todos, excepto la señora que lo hizo en su cama y con sus hijas.
A la mañana siguiente, cuando negras nubes cubrían el ancho cielo, aunque no llovía, sólo quedaba por atravesar el puente el carro de la lit-clos, y hubo que proceder. Desayunado el personal, los bretones se disputaron con los villanos un lugar en la ribera del río, para ver mejor, y estuvieron codo a codo con ellos. Eso sí, sin responder a los que les preguntaban qué llevaban allí, si una torre de guerra, si un Crucificado, si una imagen gigantesca de Nuestra Señora o algún regalo para el señor Santiago, pues en la localidad, aunque no estaba situada en el camino habitual que seguían los peregrinos, tenían noticia del Santo Apóstol, más que por los que se detenían allá, porque, de generación en generación, se había contado que en Niort había descansado el emperador Carlomagno a su vuelta de las Hispanias, derrotado y lloroso, por la pérdida de buena parte de sus pares, entre ellos su sobrino don Roland. Y era, que domésticos y soldados, aparte de no entenderlos bien, dado que hablaban otra lengua, más melodiosa que la bretona, aunque con algunas semejanzas entre ellas, no querían contestar a los nativos ni trabar conversaciones, por lo del salvoconducto, que habían tomado por afrenta. A más que estaban muy atentos, pues que los expedicionarios de Conquereuil, siempre sovoz para que no les oyera ningún capitán, habían mantenido que con la lit-clos no se iba a ninguna parte; y los agoreros, que eran muchos, que sería un estorbo durante el viaje, y algunos hasta se habían permitido criticar la decisión de la señora. Y sí, sí, que venía siendo una carga por lo mucho que pesaba; y eso que, desde que salieran, el Señor los venía bendiciendo con excelente tiempo, otro tanto que aquel día, pues las nubes se estaban retirando. No querían ni pensar qué hubiera sido la marcha, con el mamotreto, por caminos embarrados; hubiera sido mucho más penoso de lo que estaba siendo en aquel preciso momento. Se trataba de cruzar el puente, y las mulas, por ese ojo que tienen los animales ante un peligro que todavía no atisba el ser humano, barruntaban que algo malo había de suceder y no querían entrar en el dicho. «Algo» no, que estaba muy claro lo que temían las bestias: que el puente estaba a punto de desmoronarse en razón de que, conforme pasaba un carro y otro, el armazón crujía más y más y se tambaleaba ya más de media vara, hasta que perdiera el equilibrio y cayera al río como un peso muerto.
Tal empezó a temer el personal, so pena sucediera un milagro, cuando el carro de la lit-clos, tirado por cuatro mulas y con don Morvan a las riendas, dado que, como excelente capitán que era, no había querido poner en peligro la vida de ninguno de sus soldados y, por extensión, la de ningún sirviente, entró en el puente, pero, mira, que los bichos no querían atravesarlo, al parecer, pese a que el caballero los azuzaba con el látigo, y hasta pretendían recular, con lo cual hombre y bestias se enzarzaron en una pelea titánica, digamos, propia de Hércules, tal pensaba don Pol, el sacerdote, que era hombre docto, a sabiendas de que don Morvan no era el legendario héroe griego precisamente, mientras contemplaba el paso de carro y pedía favor a Dios. Del maldito carro, tal se decían para sí doña Crespina y doña Gerletta, mientras observaban al capitán de pie en el pescante y luchando contra las mulas que no querían avanzar pese a la furia que empleaba contra ellas que, dicho sea, no tenían culpa de nada. Y lo que hablaban entre ellos los habitadores de Niort:
—Cuatro excelentes mulas, condenadas a morir.
—Con lo bien que nos vendrían para la labranza.
—Podíamos quedárnoslas a cambio del pontazgo…
—¿No sabes que los nobles no pagan peaje?
—Y si se rompe el puente, ¿qué?
—La condesa lo arreglará, se ha comprometido a ello…
—Y tú, compadre, ¿crees que lo cumplirá?
—Por supuesto. Es mujer de palabra.
—¿Y qué llevan ahí?
—No lo sé, pero algo muy bueno.
Don Erwan en la otra orilla hacía señales al cochero y gritaba:
—¡Avante, avante!
Don Pol y el cura de Niort, que se le había juntado, rezaban:
—Pater Noster, qui es Caelis sanctificetur Nomem…
Y, entre paternóster y avemaría, el cura de Niort miraba de reojo a una mujer bretona, una dueña de buen color y con el rostro pintado, que no pudo evitar comparar con la suya, que era un espantajo, Dios le perdone, a más de preguntarse si sería alguna prostituta de esas que, bajo otro oficio, acompañan a los ejércitos doquiera que vayan. Y era una dicha Maud, que luego supo ser lavandera. Despiste muy masculino, por otra parte, que le impidió ver lo que ocurría en el puente, y allá él porque fue digno de contar: que don Morvan, que más parecía el gigante Ferragut, aquel que fuera vencido por don Roland, según cantaban violeros y troveros por la Francia toda, azotó a las mulas con mayor furia, con exasperación, si cabe, o fue que Dios aprieta, pero no ahoga, el caso es que las mulas emprendieron galope y en un tris se presentaron en la otra orilla, eso sí, arramblando con todo lo que hallaron a su paso: con hombres y mujeres y hasta con algunos árboles, mientras el puente, detrás de ellas, se partía por la mitad y tablas y vigas caían al río y la corriente se las llevaba.
Entre la multitud, se escucharon gritos de dolor y de espanto, a la par que se oía la palabra «milagro»:
—¡Milagro, milagro!
Y fuera milagro o no lo fuera, don Morvan fue aclamado por su pericia cuando se apeó del carro que, fuere por obra del Señor o por casualidad, se detuvo delante de la iglesia del pueblo, con una ovación que duró un buen rato, y que el hombre empleó en darse agua a la cara, en desprenderse de la loriga, y en echarse al coleto un jarro de agua fresca y un trago de aguardiente.
La condesa, con sus hijas, sus damas y los dineros, pasaron el río en barca, lo que holgó a las niñas. Luego, ya en la puerta de la iglesia, felicitó al capitán por su hazaña —que tal había sido— y, una vez instalado el campamento en la orilla izquierda del Sévre, lo llamó a su tienda, lo sentó a su mesa, le aumentó la paga y le manifestó —lo que mejor recibió el caballero— su intención de dejar la lit-clos en aquel pueblo, para recogerla a la vuelta, pues que le reconoció, sin que le dolieran prendas, que con semejante armatoste no se iba a ninguna parte, y dijo que dormiría en un catre como sus camareras, resolución esta que contentó al capitán.
En efecto, doña Poppa dejó en Niort la enorme cama, bajo la custodia del señor cura. Los bretones la guardaron en un casal que tenía la iglesia, y fue que toda la población pasó a verla, no una vez, sino muchas veces en los días que siguieron a la marcha de la señora, pues que las gentes se admiraban de lo extraño del mueble y de su excelente labor de carpintería.
Y, lo que son las cosas, la condesa viuda, tras entregar dos bolsas de libras de plata a los hombres de la bailía para que repararan el estropicio que había causado, y buena limosna al sacerdote, partióse a los dos días de la aventura del puente felizmente concluida.
De Niort a Burdeos, al Señor sean dadas muchas gracias y loores, los romeros anduvieron por unos paisajes en los que se había perdido el verde de bosques y arboledas. Por unas tierras áridas y pedregosas, de hierba baja en las que pastaban abundantes rebaños de ovejas, y en las que no les ocurrió nada, nada malo, nada que sortear, nada con lo que bregar.
La condesa hubo alegrías, pues que se detenía la caravana a descansar y, después de cenar, hacía sobremesa con las damas y sus hijas, y unas echaban a faltar las lluvias de la Bretaña, otras se quejaban de la mucha calor o mentaban tal o cual anécdota o suceso del viaje o doña Poppa recordaba a don Robert, descanse en paz. Y las niñas le preguntaban cuándo terminaría el bordado de la batalla de Conquereuil o cuál era el plato preferido de su padre o si era la mejor espada del reino o quiénes eran sus amigos en la Francia, qué condes, qué duques, y quiénes sus enemigos —Mahaut para saber a qué atenerse y con qué gentes habría de tratar cuando heredara el feudo—. O entraban en cuestiones más íntimas sobre cómo se conocieron sus padres, por ejemplo, y entonces escuchaban encandiladas cómo don Robert fue rescatado por sus señores tíos de una barquichuela a la deriva y a punto de zozobrar en la playa grande de la isla de Sein y cómo se enamoraron con sólo cruzar mirada, y entonces demandaban qué era aquello del amor —que los críos, ya se sabe, empiezan a preguntar y se vuelven pesquisidores—, y era que, como Doña Poppa todavía no estaba preparada para hablar de amor, pues que no le había desaparecido el hondón que el fallecimiento de su esposo le había dejado en su órgano rector, suspiraba y a veces hasta rompía en lágrimas. Y era entonces cuando las damas querían cambiar de conversación, pero las criaturas insistían y llegaban a preguntar el porqué de la muerte y ella, entre sollozos, les respondía que su señor padre había dejado la vida en la tierra, pero que vivía la Vida Eterna y que ellas, conforme se fueran muriendo y si eran buenas personas, es decir, si daban limosna a los pobres, si eran justas con sus siervos y criados, si hacían obras pías y sobre todo si no reñían entre las hermanas, se juntarían con él en el Cielo. Y señalaba el cielo, un cielo estrellado como pocas veces, máxime porque no había luna y había disminuido la vegetación, y todas miraban el firmamento, más las niñas porque doña Poppa volvió a aquella distracción que, la víspera de salir de viaje, había pretendido iniciar con Mahaut para que se le pasara la rabieta, y decía:
—Vuestro padre os está viendo desde una estrella… Yo ya he elegido la mía, decidme cuál va a ser la vuestra.
Y señalaba una, la que fuere, y las niñas la veían o veían otra en razón de que había tantas que era imposible acertar con la que su madre pretendía. Y fue que Mahaut, como estaba de buenas, escogió una y Lioneta otra, con lo cual madre e hijas iniciaron un juego que habría de durarles todo el camino que les quedaba por recorrer:
—Madre, yo elijo una estrella al lado de la de mi padre, aquélla, ¿la ves?
—Muy bien, Mahaut. Tú esa grande que está al lado de la de tu padre.
—Y yo, madre, esa tan brillante que está al lado de la tuya.
Y con sus deditos indicaron una, dos, tres y cuatro estrellas. Y doña Poppa, gozosa, expresó:
—Nuestras tres estrellas y la de vuestro padre harán la peregrinación con nosotras…
Y muy albriciadas las tres se fueron a la cama, y ya se había dormido Mahaut cuando la naine le preguntó a su madre:
—¿Yo seré una estrella peregrina?
—Tú, hija mía, la más brillante de todas.
Don Pol, el sacerdote, también hubo contento, qué contento, júbilo en un primer momento, pues, sabido es, que tenía empeño y días atrás se había atrevido a indicar a la señora otra ruta en la que se encontraba la villa de Saint Jean d’Angely, donde se guardaba la cabeza de San Juan Bautista y, claro, se sorprendió gratamente cuando la comitiva condal arribó a aquel lugar, precisamente la mañana de San Juan, el día de la efeméride del Santo, causando grande expectación entre los pobladores.
Y es que los peregrinos, por fin, arribaron a una vía concurrida, pues que allí se juntaba el camino proveniente de París y Tours con el que se había emperrado en tomar la condesa, y había allí una famosa abadía fundada por el antiguo duque Pepino de Aquitania, a cuya puerta los romeros, seguidos de los niños y perros del lugar, que armaban grande alharaca, llamaron. No con intención de hospedarse, sino de orar ante la cabeza del Bautista, el primo de Nuestro Señor, y dejar también, al paso, unos dineros como ofrenda piadosa.
Don Pol, con la aquiescencia de la condesa, llamó a la aldaba del convento con los ojos enrojecidos de emoción contenida, en virtud de que, por fin, iba a rezar ante una buena reliquia, pero —lo que son las cosas— se llevó un chasco, cierto que, mayor que el de los demás. Y es que, mientras abrían el portón —quizá los frailes estaban rezando vísperas, pues era hora—, se dedicó a narrar a los peregrinos la vida del Precursor que bautizó a Jesucristo en el río Jordán y estaba glosando aquella frase del Santo: «Otro vendrá del que no soy digno de desatar la correa de su calzado», cuando don Morvan le fue con un asunto desgraciado, con lo que sostenían los nativos del lugar:
—Los frailes no están. La abadía está deshabitada de tiempo ha, desde que los vikingos la atacaron destruyéndola y los monjes huyeron… No han regresado por aquí… Aseveran los vecinos que, al huir, se llevaron la santa reliquia…
—¡Vaya, por Dios!
Un contratiempo que pudieron remediar unas millas adelante, con el cuerpo de San Eutropio, que se veneraba en Saintes.
En Saintes, ah, qué gran urbe. Una población de fundación romana, levantada sobre siete colinas mismamente como la ciudad de Roma y que conservaba abundantes restos de aquella civilización: la muralla, el anfiteatro, las termas, el acueducto y, lo más llamativo para unos bretones, un arco triunfal de doble arcada, situado sobre el puente del río Charente, que alzara el general Germánico al terminar sus guerras contra los galos, siempre levantiscos, pese a haber sido vencidos por el gran Julio César, años atrás.
Todo esto y más conocieron las damas, y los que fueron con ellas a la iglesia a postrarse y pedir favor a San Eutropio, que fuera el primer obispo y el primer mártir cristiano de aquel lugar, de boca de los prestes que las atendieron. Y una lágrima se le escapó a doña Poppa cuando supo que el Santo había sido muerto en la persecución del emperador Decio Augusto por haber convertido y bautizado a muchos gentiles. Entre ellos a la hija del gobernador romano, a una virtuosa doncella de nombre Eustela, mártir también por no haber querido sacrificar un cordero a los ídolos, en concreto a la estatua del citado emperador, y dos lágrimas cuando escuchó que, muerto el obispo a golpes de hacha y la joven de una puñalada en el corazón, sucedió que, al precipitarse el cuerpo de esta última en la tierra, brotó una fuente, en la que ellas mismas pudieron beber en el anfiteatro y en cuya poza, según la tradición, cualquier doncella echaba dos alfileres y si, al caer, formaban una cruz, maridaba al año siguiente.
Por supuesto, que las peregrinas arrojaron cuatro alfileres para que la Santa se manifestara. Dos Mahaut y dos Lioneta, que también quiso participar y, en efecto, Eustela habló muy claro: Mahaut contraería matrimonio al año próximo, pero Lioneta no, lo que ya sabía la condesa. Y respondió a su naine cuando le preguntó:
—Madre, ¿por qué yo no me casaré?
—Tú y yo, Lioneta, nos casaremos con Dios cuando volvamos a Conquereuil.
Y, mira, que la cría se quedó conforme.
Siguiendo camino, los bretones se presentaron en la localidad de Pons y fue que damas y caballeros llevaron la contraria a su señora en razón de que quiso pasar de largo de un hospital, el primero que encontraban en su ya largo caminar. Un hospital con iglesia y alberguería, que atendían siete frailes y proporcionaban, gratuitamente, dos noches de asilo a todos los peregrinos que pasaran por allí, a más de yantar: dos panes, una libra de queso y un cuartillo de vino por persona y estancia, a más de paja para dormir. Y lo que se oyó la condesa:
—Señora, si nos dan algo, tomémoslo.
—Los panes están recién hechos y huelen que alimentan.
—Es la primera vez que alguien nos da algo.
—Lo agradecemos, y amén.
—El Señor nos ha puesto a estos frailes en el camino.
—Señora, permita la señora, el dinero que llevamos mengua y mengua…
—Si no aceptamos caridad, no ha de llegarnos hasta Compostela.
—Ah, no, ¿acaso no han visto sus mercedes qué cara han puesto los frailes al ver llegar semejante compaña? No tienen para todos nosotros, si aceptamos que nos den lo que tengan, los abocaremos a la ruina… Al revés, dejaremos limosna… En todo caso, acepte don Morvan un pan para las niñas, que parecen tener hambre.
Y así, enfurruñados todos, excepto la condesa que llevaba mucho gozo en su corazón pues, no en vano, en la siguiente localidad se veneraba el cuerpo de don Roland, su egregio antepasado, entraron en Blaye causando la consabida expectación.
Y era que las gentes los encaminaban al puerto para cruzar el río Garona que desemboca en la mar Océana, formando el estuario de la Gironda junto con el río Dordoña, un lugar hermoso donde no haya otro. Y es que se ponía el sol y, aunque doña Poppa había visto atardeceres que ensalzaban las maravillas de Dios en la isla de Sein, los que eran de tierra adentro nunca habían visto otro tal, y se quedaban deslumbrados de tanta belleza y ante la grandeza de su Creador. Y, Jesús-María, que, al llegar al puerto, contemplaron grandes, enormes barcazas en las que habrían de pasar a la otra orilla para encaminarse a Burdeos, y a bordo de las cuales, los lugareños, a más de trasladar viajeros, con caballerías y carros incluidos, transportaban toda suerte de mercancías, entre ellas, toneles y toneles del buen vino que por allá se produce y que los bretones se apresuraron a probar. Lo primero que hicieron soldados y domésticos con las pagas que semanalmente habían ido acumulando en sus faltriqueras, fue beber de los odres que les presentaban los aguadores, que no llevaban agua precisamente, sino excelente vino, y hasta algunos se achisparon.
En fila, ocupaba la comitiva cerca de una milla, los trajineros se asustaron al verla y los barqueros, puestos en hablas con don Morvan, le comunicaron que pasar la compaña a la otra orilla les llevaría al menos tres días y, fastidiados —que no había más que verles la cara—, le anunciaron que, por orden del duque Bernardo Guillermo, no les iban a cobrar barcaje.
Enterada, la condesa se mostró contenta pues que, además de descansar como el resto de la tropa, tenía grande empeño en ver el enterramiento de don Roland. Eso sí, por evitar ruidos y tanto trajín, ordenó que le buscaran posada. Y, a poco, mientras, las niñas jugaban, se revolcaban en la arena y se mojaban los pies en el mar —decían, aunque era en el río— poniéndose perdidas, en una pequeña playa donde terminaba el embarcadero y vigiladas por Abdul, que cada día era mejor niñera, y a la vista de decenas de personas, pues que la presencia del negro causaba mayor sensación en las gentes, que laboraban por allí, que la de Lioneta, dio a pensar a doña Poppa, aunque el hecho de que el personal mirara al esclavo no era nuevo. Y, lo que se dijo, que mejor miraran al esclavo que a su hija; no obstante comentó con su mayordoma:
—No sé cómo este hombre puede vivir con tantas miradas, cuando las gentes observan a Lioneta me pongo enferma. Habré de preguntarle cómo ha podido llevarlo…
—Es que es esclavo, señora, y los esclavos han de acostumbrarse a todo, al igual que los criados…
—Eso será, doña Crespina, eso será.
Las damas se alojaron en la posada de Saint Jacques, situada en la calle principal y en la única que había en la localidad, pues se trataba de una villa larga y estrecha, desarrollada a lo largo de la calzada romana y que vivía del puerto.
La posadera las recibió con mucha alharaca, se echó a los pies de la condesa, le tomó la mano y se la besó dejándole abundante baba. Le ofreció su mejor habitación, y anduvo azuzando a las sirvientas, que si vino para la señora, sus damas, su hija, los caballeros y el señor Negro, pues que, aduladora, también trataba a Abdul de señor; que si las copas, la de plata para la condesa; que si unos pescados fritos, que si unas ostras para abrir boca, que si luego cordero y para postre dulce de leche. Y gritaba más que decía:
—Aparejen las mesas las criadas, y limpien la habitación de arriba, la grande, que todos los días no llega una condesa a esta casa… ¿Y esta niña? ¡Qué bella es!, de tal madre, tal hija… ¿Cómo te llamas, reina?
—Mahaut.
—No es nombre de por aquí… ¿De dónde vienen las señoras?
—De la Bretaña.
—¿Dó está eso?
—En el norte.
—Muy lejos de aquí.
—Van sus mercedes a Saint Jacques en peregrinación, ya veo.
—¿Dó está la iglesia de San Romano, posadera? —demandó doña Crespina.
—Aquí mismo, un poco adelante. Las señoras pueden ir caminando.
—¿Y esa habitación, posadera?
—Enseguida está lista, la mi señora. La he mandado fregar con agua, luego yo misma echaré paja para que descanses.
—¿Hay camas?
—¿Camas, qué es eso?
—Explícaselo, Crespina.
—Verás, dueña, se trata de unas maderas atravesadas con patas sobre las que se pone un plumazo cuanto más mullido mejor…
—Ah, no, no, señora, no tengo, pero echaré heno fresco en el suelo y todas dormiréis como reinas…
—¿Qué pasa, Crespina, esta mujer no nos entiende o no quiere entender?
—Mezcla el latín con el poitevin, pero bien que comprende… ¿Querrá la señora su plumazo? ¿Lo mando traer?
—De momento no.
—¿Se sientan las damas a cenar?
—Primero, subiremos a la habitación, nos lavaremos y nos cambiaremos de ropa. Por cierto, haz subir jarras de agua y unas jofainas…
—Sí, señora.
—¿Se puede saber por qué tardas tanto en darnos la habitación?
—Enseguida estará, coman mientras las damas…
—Mon Dieu!
—Comamos, señora, comamos. Y tú, posadera, trae u aguamanil para lavarnos las manos.
—Ea, que no, doña Crespina, hay que bañar a las niñas, están llenas de arena.
—Esperaremos, sube una tina para bañar a las criaturas —ordenó la mayordoma.
—Perdone la señora, yo no veo más que una, ¿dónde está la segunda? ¿Su señoría tiene dos hijas?
—¡Vamos, apriesa!
La posadera no se daba prisa, no. Miraba y remiraba a las damas por ver dónde estaba la otra niña y, claro, no la veía porque estaba escondida entre los pliegues de las faldas de su madre. Y, a poco, alzó los ojos y respiró aliviada al ver descender del piso alto a un hombre, seguido de una mujer con el cabello enmarañado. Las damas contemplaron la escena a la par y se quedaron con la palabra en la boca, pues que, al momento, coligieron que no sólo estaban en un albergue, sino en una casa de mujeres del común a muchos, en una casa de lenocinio, dicho pronto y, por un momento, se quedaron pasmadas, pues nunca jamás habían estado en lugar semejante; pero reaccionaron enseguida, que la condesa se levantó del banco donde se había sentado y, alta la mirada, abandonó el prostíbulo con sus hijas y sus camareras, con Mahaut preguntando qué pasaba. Don Erwan, que las esperaba fuera guardando las mulas, puesto al corriente del suceso, les ayudó a montar y rezongando, regresaron al puerto, ellas dispuestas a dormir en la tienda condal, y ya a cubierto e ido don Morvan a atender otros menesteres, comentaron:
—¡Cómo está el mundo!
—¿Adónde iremos a parar con tanta depravación?
—¡Vamos, consentir burdeles en el centro de la villa…!
—Silencio, que las niñas se enteran de todo.
La visita de doña Poppa a la iglesia de San Romano, donde descansaban los restos de don Roland, su ilustre antepasado, figuró entre sus recuerdos mientras el Señor le dio vida en razón de que, ante la tumba del mejor de los pares de Francia, oyó de boca de uno de los presbíteros del templo cómo don Carlomagno llegó, lloroso por la pérdida de su sobrino y derrotado por la morisma de las Hispanias, a la aldea de Blaye. Tenía, entonces, apenas media docena de casas cuyos habitadores ayudaban a los viajeros a pasar el vado que, en marea baja y en día de buena mar, permitía cruzar a la otra orilla, y que tal hicieron con el ejército del emperador. Pero fue que, en poco tiempo, se presentó galerna y que, aunque don Carlos marchaba ya camino adelante, cuando sus senescales le enteraron de que el tránsito por el estuario iba a quedar interrumpido durante tiempo y tiempo —mientras duraba el temporal—, como hacer un puente le pareció obra temeraria por las dimensiones que habría de tener y porque los vientos azotaban la zona, dejó a unos hombres en Blaye para que construyeran barcazas y con ellas facilitar el paso por allí, barcazas que todavía utilizaban muchas gentes.
—Y aquí, la mi señora, bajo este altar enterró a don Roland, que haya Gloria.
—No me cabe duda de que goza de descanso eterno, pues que se cuenta que los ángeles del Cielo recogieron su alma para presentarla al arcángel Miguel…
—Mucho sabe la señora de don Roland…
—Es mi antepasado… No directo, pero un tatarabuelo mío fue su hermano menor… Y de él desciende mi linaje…
—¡Cuánto honor, señora!
—He venido a rendirle homenaje… ¿Y el enterramiento de doña Alda, su prometida, dónde está?
—Aquí no. Se dice que está aquí, pero no es cierto. Sin embargo, en Burdeos se guarda el olifante de don Roland y continuando hacia el sur hay otros enseres de los grandes hombres que fueron muertos en la rota de Roncesvalles.
—¿Cómo está el cadáver, está incorrupto?
—No, no, la mi señora, han pasado más de doscientos años…
—Permitidme que ore ante su tumba. —Tal rogó la condesa a aquel siervo de Dios, mientras apartaba levemente a su naine con la mano, pues que no paraba quieta, y el clérigo iba a extrañarse del movimiento que la criatura hacía en torno a su saya, y vaya su merced a saber qué pensó el religioso, pues que la dama no se arrodilló —se inclinó—, no fuera a lastimar a la niña.
Tras las oraciones, llenó la mano del cura de monedas de plata y, muy alegre, salió de la iglesia.