Capítulo 7

El séquito de la condesa de Conquereuil no volvió al camino al amanecer ni después del almuerzo ni a la jornada siguiente, pues la pequeña Mahaut se despertó, rayando el mediodía, afiebrada, muy afiebrada, y fue que no quiso o no pudo hablar ni, de consecuente, responder a las preguntas de su madre, que perdía la paciencia cuando la interrogaba:

—¿Qué te hizo el hombre? Ya sé que se te orinó encima…, pero qué más te hizo, ¿te levantó el vestido?

Y lo más que conseguía la dama era que la hija de sus entrañas respondiera, como si se hubiera quedado muda, sí o no con la cabeza. No, a que el hombre le hubiera levantado la falda; no, a que la hubiera besado; no, a que le hubiera derramado un líquido entre las piernas; sí, a que se le había orinado encima, por azar quizá, por mala suerte talvez; ídem, a que había salido en pos de la comitiva la noche de la partida, antes de que cantaran los primeros gallos y cuando doña Marie Ivonne dormía profundamente; ítem, a que se había puesto un manto encima del traje; ítem, a que se había llevado un trozo de pan que le había sobrado de la cena y se lo había echado al bolsillo, ¿por qué?, porque sí, pues ya tenía previsto seguir a la expedición a la primera ocasión que se le presentara; ítem más, a que había bebido agua de los arroyos y corrido monte a través, siempre alejada del camino, aunque sin perderlo de vista; sí también, a que la hubiera podido matar un lobo o un perro vagabundo o cualquiera otra alimaña; no, no, no se había acercado al camino, no la fuera a descubrir un campesino o un caminante y, claro, por eso se había roto manto y vestido con los espinos de la floresta del bosque; sí, que había visto gente, pero la había evitado escondiéndose detrás de un árbol o de una roca, a gente pero no a don Gwende, pues que debía haber tomado un camino equivocado; ¿comer?, sí, había comido el mendrugo de pan y altramuces…

—Y de esa guisa, ¿llevas tres días siguiéndonos?

—Sí.

—Pues me tienes enojada, Mahaut, me has desobedecido —hablaba la condesa mientras volvía el rostro hacia sus camareras y sonreía—. ¿Don Gwende te buscó? ¿Lo despistaste…?

—Sí, sí.

La niña asentía o negaba con la cabeza, eso sí, cada vez con menos vigor a causa de que, por el mal trago que había pasado y por el interrogatorio, le subía la calentura.

—¿El soldado te ha hecho daño?

—Permita la señora que intervenga —solicitó doña Crespina—, la niña ha de descansar, tiene mucha fiebre… Debe beberse este brebaje de corteza de sauce… Ea, Mahaut, poco a poco, te hará bien y enseguida te pondrás buena…

—Obedece al aya, Mahaut.

—Ha andado tres días sin comer por los bosques y ha padecido un gran susto, pero no ha sufrido violación…

—A Dios gracias, no. Tal parece —aseveró doña Poppa—. Ya nos contará todo a la menuda cuando se reponga… Ea, niña mía, cierra los ojos y a dormir.

—Madre, ¿qué pasa…? —demandaba Lioneta—. ¿Mahaut se ha quedado muda?

—¡No lo permita el Señor! —respondía con voz alterada doña Crespina, pues que tenía oído que algunas mujeres después de haber sido violadas enmudecían de por vida.

—¡Una muda y una enana, Dios de los Cielos! —se decía doña Gerletta para sí misma y se santiguaba, pese a que mucho quería a las niñas.

—No, Lioneta, ayer hablaba, pero ahora tiene mucha fiebre. Creo que hemos tenido suerte y que don Guirec llegó a tiempo, si se hubiera demorado estaríamos lamentando una gran desgracia.

—¿Qué desgracia, madre? ¿Has dicho…?

—¡Par Dieu, cállate! ¡Silencio, Mahaut duerme! Gerletta, llévatela a dar un paseo…

—La verán todos, señora, nunca ha querido esconderse entre los vuelos de mi saya…

—La coges en brazos… Lioneta, doña Gerletta te va a llevar a ver a un hombre que tenemos preso en la jaula, ¿te acuerdas de la jaula…? Vais, volvéis con don Morvan y nos contáis qué pasa. Señora, ¿te parece bien?

—Sí, aya, gracias. Estás en todo… Te ordeno, mejor te niego, que en este viaje llegues donde no pueda hacerlo yo… No sé, tengo para mí que empieza con mal pie…

—Señora, tú me mandas, pero no temas que todo ha comenzado muy bien, ya lo hemos dicho, podríamos estar llorando…

—Entre las ropas de Mahaut no había restos de sangre, ¿verdad?

—No, no, señora, que casada estuve y bien lo sé.

—Ah, me quitas un peso de encima… No sé cómo Mahaut pudo despistar a don Gwende, supongo que saldría en su busca con perros y es un gran cazador…

—No le des vueltas, señora, estaba de Dios que la niña hiciera el viaje con nosotras… ¿Tú hubieras querido quedarte en Conquereuil? No, ¿verdad…?, pues ella tampoco.

—Cúmplase la voluntad del Señor… Crespina, ¿qué te parecería que no nos detuviésemos en Nantes y pasáramos de largo?

—Lo que su merced ordene, iré donde la señora mande y cuando mande. Como soy vieja ya, este viaje será lo último que haga en mi vida…

—Acércame el manto, voy a ver al preso, tú te quedas aquí cuidando de Mahaut.

—Sí, no tema la señora que me ocuparé de ella y le pondré paños fríos en la frente.

Anduvo la señora por el campamento en busca del carro-prisión, recorriendo las hileras de los vehículos, que se le hacían un laberinto, pues eran muchos y, por orden de don Morvan, permanecían alineados en varias filas, pero, conforme avanzaba, la reconocían los expedicionarios y se le iban acercando gentes tratando de hablar con ella e informarle de tal o de cual o contarle esto o estotro o encaminarla hacia el carro-jaula: adonde suponían que iba, pero ella, erguida la cabeza, alta la mirada y el paso vivo, no se detenía a escuchar ni menos a platicar, cierto que, cuando le señalaban con el dedo hacia aquí o hacia allí hacía caso y, a momentos, le parecía estar perdida entre carretas, bestias y hombres desconocidos, tanto séquito llevaba. Demasiado quizá, tal se aducía. No obstante, el mismo o menos que hubiera llevado su difunto don Robert que gustaba del aparato, la pompa e incluso del boato, tan necesarios que resultan por otra parte, para dejar claro quién es quién en cualquier lugar.

Y fue que, entre dos carros surgieron don Morvan y don Guirec que, avisados de su presencia, acudían a su encuentro seguidos de un tropel de gentes, entre ellos doña Gerletta y el negro Abdul con Lioneta en brazos y ambos, tras inclinarse, le pusieron al tanto de la situación y la llevaron al carro-cárcel.

El captor del preso le narró a la menuda lo que ya había oído de boca de Mahaut o mejor dicho lo que la niña había afirmado con sus gestos cuando la fiebre ya no le permitía hablar, y luego bajando la testa y avergonzado por tener que hablar de semejante tema ante una dama, se extendió con lo del culo al aire y las alevosas intenciones del agresor, porque al levantarlo a la fuerza se le cayeron las calzas a los pies y, Dios bendito, que llevaba el miembro enhiesto, aunque, ante su presencia, se le replegó enseguida quedando en nada, y menos mal que llegó a tiempo para evitar una desgracia.

—¿Llegué a tiempo o no, la mi señora? —preguntó anhelante.

—Sí, don Guirec, y te lo agradezco, tanto o más que don Robert desde la Morada Celestial.

Oído lo oído y respondido lo respondido, la condesa se santiguó y, llegada a la jaula, lanzó una mirada asesina a aquel dicho Willelm, que era lancero, como dicho va. Y fue que el preso no se arredró ante la presencia de su señora, sino que la emprendió contra ella y empezó otra vez a gritar en su defensa, lo que no hacía ya en varias horas, pese a que los expedicionarios no habían dejado un instante de increparle, quizá porque se le había roto la garganta, pero, mira, sacó voz:

—¡Yo no sabía que era tu hija! ¿Qué hacía una madre dejando a una niña sola por los bosques?

—¡Calla, maldito! —intervino don Morvan desenvainando la espada, cuando ya los hombres y mujeres de la expedición Pedían horca.

—¡Horca!

—¡Muerte en la horca!

Y lo que se oía también:

—No lamentaremos su ausencia, es un engreído, un vanidoso…

—Además, una boca menos.

—Que se pudra en el Infierno.

—Es un peligro para las mujeres que vamos en la expedición.

—Un peligro no es, el señor capitán le ha puesto grilletes y encerrado en una jaula.

—Es igual, puede escaparse… ¡Muerte!

—¡Horca!

—Procede, don Morvan —ordenó la condesa ante el aplauso de todos.

—Permítanme sus mercedes, le impartiré sacramento —terció don Pol acercándose.

—Ni confesión ni nada, que se vaya con Satanás. Aquí no se admiten homicidas ni ladrones ni menos violadores de doncellas —cortó don Morvan imponiendo su autoridad.

Cierto que, a más de gritos, había comentarios por doquiera:

—¿No se asegura que no violentó a la pequeña? —Eso dicen, pero talvez mientan para evitarse tamaña vergüenza.

—Se dice que la niña está enferma, con mucha calentura…

—¡Poppa, mátalo y que su pecado caiga sobre sus descendientes!

—¿Está casado?

—No.

—¿Quién es? —preguntó una lavandera llamada Maud a una criada.

—Es el hijo del zapatero.

—¿Tiene hijos?

—No se le conocen.

—Mejor.

—Este hombre, tenido por buena persona, fue comisionado para hacer la peregrinación por varios vecinos y le dieron dineros…

Y fue que, ante tal frase, ante la palabra «dinero», a la dicha Maud le vino la codicia al corazón y pensó: «Ah, si pudiera quedarme con su bolsa, con el dinero que contenga, que ha de ser mucho, podría instalarme en París, pues dicen que iremos a esa ciudad, y abrir una tienda… Lo podría desenterrar esta noche y quitársela, aunque no sé, yo sola no sé… Quizá le pudiera pedir ayuda a ésta y decirle: “Si me ayudas, te daré la mitad y si entras conmigo en este negocio, lo podemos llevar a cabo cuando anochezca, y ya hacemos nosotras la peregrinación en nombre de los vecinos…”. Pero, pero no, no me atrevo, pues seguro que me responde: “¡Anda ya, Maud, no creerás que lo van a sepultar con la bolsa…!”, y hasta es capaz de denunciarme al capitán, no la conozco apenas…». No obstante, siguió preguntándole:

—¿Lo sabe mucha gente?

—¿El qué?

—¿Lo de la bolsa?

—Yo sí y como yo habrá otros.

Y la Maud continuó con sus malos pensamientos: «Si lo hiciera y consiguiera quedarme con los dineros, en Nantes podría permitirme algunos lujos… Comprarme un capillo, una saya de brocado, un manto de seda, rojete para las mejillas, palos de nogal para pintarme los labios… Don Morvan dijo que nos detendríamos unos días en esa ciudad, que debe ser tan grande o más que París… Yo, que me he acercado a la jaula y he contemplado al violador en primera fila, no le he visto la bolsa, quizá la lleve escondida entre la ropa y, si me espabilo, quizá me sea fácil arrebatársela…».

Tal hablaban un par mujeres, una de las cuales pensaba en cometer una tropelía, pero ambas se apresuraron a guardar silencio cuando don Morvan procedió al ahorcamiento del violador. Fue que él mismo anudó el extremo de una gruesa cuerda, la colgó en una rama, la tensó y, siempre con el aplauso de la multitud, ordenó a don Guirec que abriera la jaula y le llevara al preso, sin hacer caso a las súplicas de don Pol, que insistía en que el reo no se fuera de este mundo sin sacramentos. Como el Willelm se resistía como una sierpe acudieron otros soldados y, reduciéndolo, ayudaron a ponerle la soga al cuello, montarlo en un caballo y enderezarlo en la cabalgadura. Fue don Morvan el que propinó un fustazo a la bestia que salió; disparada dejando al lancero sin apoyo y tambaleándose como todos los ahorcados.

De tal modo murió el dicho Willelm, el hijo del zapatero de la villa de Conquereuil, por orden de la condesa doña Poppa, por mano del capitán don Morvan, ayudado por varios soldados y bajo la mirada, insultos, procacidades y maldiciones de los peregrinos, del pueblo, después de todo, que con sus voces lo había sentenciado. Por tener aviesas intenciones como se había sobradamente demostrado, hecho más que suficiente para condenarle a muerte, aunque no hubiera llegado a perpetrar su maldad.

Y es que el pueblo desatado es de temer, como se manifestó después de la ejecución, pues el gentío azuzado por una lavandera, llamada Maud, lanzó piedras contra el cadáver, luego se acercó a escupirle, otro tanto que había hecho mientras el hombre permanecía en la jaula, después profanó el cuerpo sin vida y procedió a desnudarlo y a despojarle de las botas; ropas, para terminar lacerándolo con puñales, dejándolo como un Cristo, en fin. Y la dicha lavandera, pese a no tener los dedos finos, consiguió, ya fuera por suerte o habilidad, arrebatarle al muerto la bolsa de dinero que llevaba colgada del cuello, entre la piel y el jubón, y se la metió en el corpiño sin que la viera nadie.

Así las cosas, los peregrinos, que habían salido doscientos entre hombres y mujeres y con la llegada de Mahaut sumaron doscientos uno, volvieron a ser doscientos.

Aún no había terminado el bullicio; aún la lavandera no había tenido tiempo de revisar el contenido de la bolsa que había sustraído a un cadáver creyendo que no la había visto nadie; aún doña Poppa no había regresado a su tienda a atender a Mahaut, y fue que, en el lugar sin nombre donde los expedicionarios habían instalado el campamento, se escuchó netamente un sonido de trompetas que dejó suspensos a casi todos, pues, la verdad, la mayoría no esperaba a nadie, aunque la condesa y su capitán, sí. Ambos aguardaban, anhelantes y deseosos de pedirle explicaciones y ajustarle las cuentas, a don Gwende, el caballero que se había quedado de gobernador en Conquereuil, pues que suponían, y creían bien que, enterado de la desaparición de la niña, pese al disgusto que llevara por no participar en la peregrinación, habría salido en pos de la pequeña a galope tendido, pues era hombre ciento por ciento leal, y que en su búsqueda llegaba al campamento, pero no era él, no.

Eran los duques de Bretaña que tenían la desacostumbrada cortesía de salir a recibir a la condesa y, claro, todo fue un correr en el real. Porque, por protocolo, el estandarte de Conquereuil debería estar formado en el camino, frente por frente al de don Geoffrey, bien alto en manos de don Erwan, y la condesa en su carro o en mula, rodeada de un piquete de soldados vestidos de gala con los colores de la casa, y ella trajeada con su mejor manto y su mejor traje, vestida de negro de la cabeza a los pies y velada, por supuesto, pero aderezada con sus mejores joyas, para rendir pleitesía a tan altos señores que tenían la deferencia de salir al encuentro de su vasalla, de una desdichada viuda, convertida en humilde peregrina.

Y era, vive Dios, que los guardias que don Morvan había puesto alrededor del lugar de acampada, en el momento más importante de todos hasta la fecha, no habían vigilado e incluso habían abandonado sus puestos para presenciar el ahorcamiento de aquel Willelm, que se pudra en el infierno por el delito que había intentado perpetrar, y seguramente habían estado entre los que más gritaban y, mira, que los señores duques tenían que esperar con gran enojo de doña Poppa, que nunca hubiera querido hacerles semejante desaire, ya que, en toda tierra de Dios, el pequeño espera al grande, pero fue que, hasta que no se oyeron las trompas, no fue enterada de nada.

Así las cosas, la condesa corrió hacia su tienda y entró como una exhalación. Para entonces, doña Crespina, ay, qué haría sin ella, ya había sacado de un arcón un corpiño y una saya de seda negra, que valía un valer —no la que le había meado Lioneta, que aún estaba por limpiar, otra mejor incluso, la que se había hecho coser para las galas—, un velo de fine encaje y unos chapines de excelente cuero; dos sortijas para los dedos de las manos y una cruz de oro para el cuello. Con tan buena ayuda, la dama se desvistió y vistió en un santiamén, y, al salir, ya tenía aparejada una mula, muy bien enjaezada, que le había dispuesto el capitán, que le dio estribo para que montara en la caballería, tomó las riendas y, ambos seguidos de un piquete de lanceros, se dirigieron al encuentro de los señores duques.

De los señores duques resultó que no, pues que sólo venía la señora duquesa doña Adalais —nombre que la autora de esta novela escribe con cierto reparo y ya lo evitó páginas atrás, si lo hace ahora es porque de algún modo se ha de llamar y va para dos veces que interviene en esta historia—, que la esperaba, sentada bajo un toldo, pues apretaba la calor, y con un vaso de sidra fresca a la mano. Al ver a la condesa, la dama la saludó de lejos y, llegada aquélla a su presencia, le dio su mano a besar, y no sólo eso, sino silla y refrigerio. Doña Poppa, tras rendirle los honores, se sentó a su lado, bebió un sorbo de una copa de plata y le preguntó por su familia. Por el duque, que estaba en París, por su única hija —a la que la autora tampoco va a ponerle nombre—, que estaba preparando sus bodas, muy buenas bodas —a cuyo prometido la autora menos aún va a mentar—, con el conde Tal, con el duque Cual y, naturalmente, la invitó a asistir a la ceremonia que tendría lugar en Nantes, en el próximo verano. Cierto que, la de Conquereuil, dada su viudez, rehusó asistir a la fiesta alegando lo que pudo: que echaría tanto a faltar a su marido, que el acto resultaría un suplicio para su corazón, pues que latiría y latiría, desbocado, como le venía sucediendo cada vez que pensaba en su difunto, por causa, ay, de que había amado a su esposo, Dios lo tenga con Él, hasta la locura. A más que iba en peregrinación a Compostela de la lejana Galicia y habría de volver, si el Señor tenía a bien que regresara, cansada, muy cansada, y que entonces, después de reposar unos meses durante los cuales ajustaría el matrimonio de Mahaut, para lo cual le consultaría a la señora duquesa si tenía a bien hacerle tal merced, y una vez convenido y enviada la niña a casa del novio, ella se entraría con Lioneta en un convento, seguramente en el de Fécamp en la Normandía, por no alejarse de los verdes colores de la Bretaña o, si no, en el San Martín de Tours en la Turena, para lo cual le pediría permiso a don Geoffrey, su señor natural. Y decía:

—Ya veré, doña Adalais, primero es ir a Compostela y luego volver sana y salva con mi compaña.

—Un ejército llevas, Poppa.

—Se dice que en la ruta hay bandidos por doquiera.

—Reza por tus señores, por don Geoffrey y por mí, cuando te arrodilles ante la tumba del Apóstol.

—Lo haré, la mi señora.

—Si puedes, si las hubiere, cómpranos alguna indulgencia.

—Sí, señora.

—Te voy a decir una cosa, Poppa, si pudiera me iría contigo… Se dice que en las Hispanias hace mucho sol.

—Véngase la señora, será un inmenso honor…

—No, no puedo, tengo un marido que atender y que preparar las bodas de mi hija… Si tuviera un varón concertaría su matrimonio con Mahaut, la criatura me causó muy buena impresión… Por cierto, ¿dónde están las niñas…?

—Mahaut está en la cama con grande calentura y Lioneta está aquí, a mi derecha, entre los vuelos de mis faldas…

—Ay, Poppa, hija, no sé cómo le consientes eso… Te lo digo en confianza, lo de que la pequeña se esconde debajo de tu saya fue la comidilla de la Francia toda durante el entierro de don Robert…

—No se mete debajo de mis faldas, no, se esconde, se arrebuja, digamos, entre la tela… Nos hemos acostumbrado a andar así, mientras la niña da ocho o diez pasos, que no sé, el aya y yo damos uno o dos… Se agarra a nuestras sayas por diestra, por la siniestra, por detrás incluso, quizá para no ve el mundo; por delante nunca, para no hacernos caer y, cuando llega gente, se envuelve con la tela y se puede decir que desaparece, pero debajo no se mete…

—Curioso, Poppa.

—Ya sé que se habla de esto, pero es calumnia que ande entre mis piernas… Así, consintiéndole que se tape y se esconda le doy cobijo, entienda su señoría que el mundo está plagado de peligros y que para ella, dada su escasa talla, cualquier nimiedad resulta inconmensurable… Ya sé que es irrisorio, inusual, poco natural y hasta antinatural, pues que los niños no andan así con sus madres, aunque se agarran de sus sayas, pero no te puedes imaginar, señora, el dolor que producen las miradas de las gentes… se clavan como espadas en el corazón… También, me consta que utilizo vestidos asaz antiguos, de los que ya no se llevan, que hoy día no hay más que las estrechas túnicas que lucís las altas damas y sobre ellas un brial…

—No sé, hija, cuando la reina Berta y yo la tomamos en brazos y le hicimos carantoñas, la situación cambió de medio a medio, duquesas y condesas la querían tener y hasta se la disputaban, y ninguna de ellas le tocó la joroba para que le diera suerte… ¡Lioneta, ven conmigo…!

Y fue que la naine emergió de entre las faldas de su madre, que a saber cómo había llegado, y se echó a los brazos de doña Adalais que, vive Dios, se dejó besar por la enana y, ante el asombro de sus camareras, llenar de babas.

Doña Poppa, que había declinado la invitación de su señora natural para asistir a las bodas de su hija con muy buenas razones, no pudo rehusar detenerse unos días en Nantes ni menos hospedarse en el castillo de los duques, pues que la alta dama lo había dispuesto todo. E hizo notar a su vasalla que llevaba ya más de cuarenta millas felizmente recorridas y que era tiempo de hacer un alto en el camino, máxime porque una de sus hijas estaba enferma de calentura, y le ofreció a su físico privado para que la curara pues era un gran sanador, pero también porque en Nantes se detendría cualquier viajero, dado que merecía la pena conocer la populosa ciudad que, según los recaudadores de gabelas de don Geoffrey, tenía cerca de cinco mil fuegos; un castillo de ladrillo color pardo, como todos los de por allá, con cuatro torres de hermosa alzada y decenas de habitaciones, donde ella, doña Adalais, la atendería como a una hermana, y desde el cual se observaba un maravilloso paisaje sobre el río Loira, que corría, manso, hacia su desembocadura en la mar Océana, que ella, Poppa, conocía bien. Una inigualable vista, pues que en el río había dos islas que formaban canales y en ambas riberas un grandioso puerto con sus muelles y muchos tinglados donde los pescadores acumulaban y distribuían sus capturas por toda la comarca, y otros comerciantes trigo sarracín, madera de los bosques y otros géneros; a más de una catedral dedicada a San Pedro y San Pablo y una iglesia mucho más antigua, la de San Similiano. Y aún se permitió entrar en la Historia y hablar de que Nantes había sido población celta y romana, liberada del paganismo por el beatísimo San Clair, eso sí, después de haber contribuido a la nómina de la cristiandad con varios mártires, entre ellos los llamados niños natenses: Donaciano y Brogaciano, y su tercer obispo, de nombre Sinistiano, Santo también; de que la ciudad había sido saqueada y asolada por los hombres del Norte, por los vikingos, en tiempos pasados; del duque Conan el Tuerto —del que ya se sabe en esta narración—, el vencedor de la famosa batalla de Conquereuil —de la que también se ha hablado—, y terminó mentándole al conde don Roland, el antepasado de doña Poppa, que había vivido en el castillo mientras fuera prefecto de la Bretaña, al menos parte de su vida, pues que también había residido en Rennes, antes de partir con su ejército hacia las Hispanias, donde murió en la rota de Roncesvalles, para trastornar el corazón del emperador don Carlomagno, pues que era la flor y nata de los pares de Francia.

Y, pese a que la condesa no tenía pensado detenerse en Nantes, sino seguir camino, pues que tenía muchas millas por recorrer, como la duquesa había dispuesto todo y, a más, había hablado con esa voz que saben emitir las señoras que sin ordenar, mandan, aceptó mostrando bastante entusiasmo, también por el ofrecimiento del físico para sanar a Mahaut y porque la mención de la batalla en la que tanto se distinguió su esposo y sobre la que ella llevaba años bordando un tapiz, le removió el corazón, otro tanto o más que la de don Roland, su egregio antepasado.

Así que, uncidas las mulas a su carruaje, siguió al de doña Adalais, con las niñas, la enferma en un asiento bien tapada con mantas, y ella con Lioneta en brazos y doña Crespina a su lado, en el otro, llevando las dos arcas de los dineros y su azafate, camino de Nantes, en bretón Naonet. Después de haber ordenado a don Morvan que fuera detrás con la impedimenta y que acampara donde le dijeran los hombres del señor duque, seguramente, extramuros, y a doña Gerletta que se ocupara de los baúles y que, una vez instalada, mandara lavar las sábanas de don Robert. Tomó tal determinación por imperiosa necesidad, pues que tanto tiempo en uso estaban sucias, resucias, ya no mantenían el olor de su esposo y, dicho pronto, apestaban.

Al iniciar la marcha, Poppa no pudo evitar sacar la cabeza por la ventanilla, mirar atrás y contemplar al ahorcado, que continuaba pendiendo de un árbol. A la par rezó una oración en voz baja, agradecida, porque la duquesa no había reparado en el asunto, cuando, de haberlo visto, bien podía haberse enojado y dicho con razón que en su ducado sólo ella dictaba justicia y, de consecuente, sólo a ella correspondía dar orden de ejecución.

Los días de Nantes, fueron jornadas de buen comer para todos los jacobitas, pues que la señora duquesa abrió sus arcas y demostró largueza y generosidad inigualables.

La condesa viuda durmió con sus hijas en un aposento muy amplio que, según decires, había sido el que ocupara don Roland, en una lit-clos semejante a la suya, pero con mejores plumazos, más mullidos, eso sí, echó a faltar las cobijas de su marido. Comió y cenó, siempre en la mesa de doña Adalais, incluso más abundante que en su casa y más frescos los pescados, pues que en Conquereuil no hay mar ni puerto, como ha quedado patente, lo que le indujo a recordar el castillo de la isla de Sein, a sus padres, a sus hermanos y también su plácida infancia.

En cuanto se recuperó Mahaut, recorrió la ciudad, siempre al lado de la duquesa que era aplaudida por los habitadores por doquiera se desplazara y, ambas acompañadas del señor obispo oraron en la catedral y en las iglesias, ante las tumbas de los Santos Mártires. Poppa, admirándose de las hermosas fachadas de los templos y de sus interiores, adornados con pinturas e imágenes, que no tenían parangón con las de su feudo. Y era entonces cuando le decía a su primogénita que cuando fuera mayor, y condesa, levantara en la villa una catedral como la de San Pedro y San Pablo, y la niña contestaba que sí, que sí.

Disfrutó sobremanera contemplando los libros iluminados que después de cenar le enseñaba la duquesa, sobre todo con un Evangeliario que, según sostenía la alta dama, era obra de un fraile del monasterio de Lorsch, situado en la lejana Germanía, y un regalo de boda que un noble de aquellas tierras hizo a don Geoffrey, y le pidió a Mahaut que, cuando hubiera heredado, comprara libros para llegar a tener una biblioteca en el castillo. Así mismo y aunque ella sabía leer, se admiró de que la duquesa no empleara su tiempo bordando o cosiendo, sino leyendo y remirando mil veces las estampas de los libros en busca de detalles, por otra parte, ricamente encuadernados con oro y piedras preciosas.

Y al cuarto día, después del yantar, fue que doña Poppa mostró su asombro a la duquesa y encomió que gustara de los libros, y mira que ésta le solicitó un favor.

—Poppa, querida Poppa, te voy a pedir un favor, otro… Ya te he pedido que reces por mí y por don Geoffrey ante la tumba del señor Santiago, pero ahora, como vas a las Hispanias, te voy a encargar otra cosa…

—Dime, la mi señora…

—Verás, deseo que me compres un libro…

—¿Un libro?

—Sí, un libro titulado Comentarios al Apocalipsis de San Juan, escrito por don Beato, monje que fue de un monasterio situado en la Liébana… Vulgarmente se conoce por Beato, un Beato, tú pides un Beato, y te entenderán…

—Señora, lo haré con mucho gusto, ¿pero en las Hispanias hay lugares donde se vendan libros…? En Nantes, que es una gran ciudad, no he visto ninguno…

—No, Poppa, no… Habrás de comprarlo en algún monasterio…

—¿En el de Liébana? No sé si pasaré por allí, ¿podría su merced enterarse…?

—No necesariamente en Liébana, entiende que el libro se copia y se vuelve a copiar en otros conventos, en ellos hay frailes que se dedican a escribir y a pintar, a iluminar… El obispo don Gotescalco —otra vez el obispo— compró uno en Tábara, un cenobio del reino de León. Por la ciudad de León pasarás obligatoriamente… Antes de llegar enviarás un emisario al obispo diciéndole que, por orden mía, que por orden de la duquesa de la Bretaña, deseas adquirir un Beato… Yo te daré dineros para el obispo, que está obrando en la catedral, y bien le vendrá, y para que pagues el libro…

—No, no, la mi señora, que llevo mucha moneda… Lo compraré y te lo regalaré…

—No, no, te daré dinero de oro musulmán, no vayas a hacer corto con lo tuyo.

—De ninguna manera, doña Adalais… Permita su merced; que se lo regale…

—No seas necia, Poppa, te llevas mi dinero y si te sobra del tuyo, al volver me lo devuelves y me regalas el libro. Además, no sé si lo podrás pagar ni con lo que yo te dé ni con lo que tú llevas…

—¿Tan caro es?

—Como todos los monasterios de la Francia y la Germania quieren tener uno en sus bibliotecas, el precio del libro se encarece…

—Ya perdonará la señora, pero no entiendo cómo por un libro, por muy bello que sea, se puede pagar una fortuna.

—No lo comprendes porque no has entrado en ese mundo y porque la mayoría de las mujeres nobles coleccionan joyas.

—Yo no.

—Ya sé que tú bordas y que lo haces muy bien… Ahora, vamos al baño, pues hace calor… Creo que hoy vendrá mi hija y podrás conocerla… Si no te ha saludado antes es porque ha estado con la «enfermedad», creo que ya te lo dije, para que no te lo tomaras a desaire…

—Sí, señora.

El baño de la duquesa, oh, oh, que la de Conquereuil nunca había visto otro tal. Una bañera con suelo y laterales de pequeñas teselas de cerámica —en vez de la tina que ella tenía en su castillo—, de a lo menos tres varas de largo por otras tantas de ancho y media de fondo, llena de agua templada y aromada con esencias que la dama hacía traer del Oriente a mercaderes judíos, abonándoles grandes sumas. Y era que las camareras las vertían de jarras de plata, en pequeñas cantidades, porque eran muy caras, quizá hasta más que los libros iluminados, vaya su merced a saber.

En el baño se deleitaba doña Poppa mucho más que yendo de merienda campestre u oyendo las burlas y gracias de los bufones de la señora o viendo actuar a los titiriteros que hacían mil cabriolas o escuchando a los tañedores de vihuela, que casi a diario amenizaban las sobremesas de después de cenar, y de las niñas no hablemos. Eran las que más se divertían chapoteando y dando saltos en aquella agua que las sirvientas de doña Adalais no dejaban enfriar pues, siempre atentas, llevaban calderos y calderos de agua hirviendo y los vertían mientras duraba el solaz de sus señoras.

Y aquel día, según había anunciado la duquesa, a poco de estar la de Conquereuil y la señora gozando del placer del agua tibia, se presentó la heredera del ducado de Bretaña —a la que, páginas atrás, decidimos no darle nombre—, una jovencita de catorce o quince años, bella y distinguida como su madre. Se dejó desprender del lienzo de baño que traía por una de sus camareras y, desnuda igual que todas, se entró en el agua y llegóse a doña Poppa para saludarla con dos besos en la cara, otro tanto que hizo con Mahaut a la par que se admiraba del hermoso rostro de la niña y de los ojos tan parleros que le había dado Dios y posiblemente, como ambas se sonrieron con franqueza hasta hubieran hecho buenas migas y hasta hubieran jugado a las muñecas juntas, pues la nantesa estaba justo en esa edad en que las niñas jugaban a las muñecas y a la par preparando sus ajuares de novias en razón de que ya habían sido ajustados sus matrimonios. Pero fue que acudió Lioneta a recibir los besos que le correspondían, pues que la recién venida saludaba a las huéspedes, y que se le echó al cuello a la duquesita y que ésta, Jesús-María, dio un grito, un gran grito, tan grande que acudió la multitud de sirvientas que rondaban por allá a ver qué sucedía, y bañistas y espectadoras observaron con sus ojos cómo la adolescente, espantada y sin dejar de gritar, se desembarazaba a golpes de la naine mismamente como si se tratara de una sierpe u otra alimaña que se le hubiera enroscado en el cuello y la quisiera estrangular, tantos aspavientos hizo, pese a que había oído comentar abundantemente que Lioneta era una enana monstruosa. Y menos mal que, incluso antes de que llegaran las adultas en ayuda de la cría, ésta se escurrió, como hacen las anguilas de las manos de los pescadores, en este caso de las manos de la adolescente que en su terror o insania, lo que fuere, la había pretendido ahogar o tal parecía. El caso es que Lioneta nadó y terminó sujetándose con una de sus manitas en el agarradero de la piscina, tosiendo y echando el agua que había tragado hasta que llegó su madre y la tomó en sus brazos, y la duquesita, lo que faltaba, arrojando por la boca todo lo que llevaba en el estómago, es decir, vomitando, tosiendo, moqueando espeso y llorando a lágrima viva además, como si la víctima de aquel triste suceso hubiera sido ella en vez de Lioneta, todo ello mientras su señora madre le palmeaba la espalda para que expulsara lo que llevara en su cuerpo, ya fuera restos de alimentos o, sencillamente, el terror que le produjo la vista de la naine, pues que, adolescente como era, no había sido capaz de dominarlo.

Y fue que Lioneta le lanzó una de aquellas miradas, entre el odio y el desprecio, que sólo ella sabía arrojar con los ojos encendidos y que en viéndola, las criadas murmuraron, al momento, que la «monstrua» le había echado mal de ojo a la doncella, y algunas se santiguaron hasta tres veces, tres, para solicitar ayuda a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, y así tratar de contrarrestar el aojamiento y, las muy groseras, no se recataron en sus gestos ni en musitar que la enana estaba endemoniada.

El caso es que la situación, a más de penosa, fue tensa. Por un lado, las tres de Conquereuil de pie en la piscina, la madre con la naine en brazos y con Mahaut un paso adelante, como queriendo defenderlas; por otro, la duquesita jadeando del esfuerzo de vomitar, la duquesa limpiándole con agua la mucosidad y la baba, y ambas rodeadas de detritus flotantes, y las camareras instando a unas y otras a que salieran del líquido, a la par que les ofrecían lienzos de baño para que se taparan pues, pese a la calor del día, iban a coger un pasmo y, unas varas alejadas, las criadas hablando sovoz del mal de ojo, de demonios y de seres infernales.

Y menos mal que doña Adalais no era mujer espantadiza ni melindrosa ni de esas madres ciegas que no ven o no quieren ver los defectos ni las malas actuaciones de sus hijos y son capaces de ofuscar su entendimiento por desmedida pasión de amor materno-filial, menos mal que era mujer justa y que sabía distinguir el bien del mal, pues que de otro modo hubieran podido acabar muy mal las cosas entre señora y vasalla. Y, como siempre, la vasalla perdidosa, sin feudo, sin bienes, sin un mendrugo de pan que llevarse a la boca, sin un lugar donde vivir, sin un lugar donde morir, pero no, no. Que la señora Adalais, apenas su hija se recompuso, le propinó un cachete bien dado, delante de todas las mujeres, de las agraviadas y de la mironas, que a lo menos eran una docena, y es más, ya todas fuera de la piscina y arrebujadas en los lienzos de baño, le ordenó con voz que no admitía réplica que pidiera perdón a doña Poppa. La moza se acercó a la condesa, le tomó la mano y se la besó, eso sí, con la mirada baja para evitar los ojos de las huéspedes y más los de Lioneta que observaba la escena en los brazos de su madre. Cumplida la orden, las damas se retiraron a sus habitaciones, la duquesa enojada, la condesa dolida.

Y lo que habló doña Adalais con su descendiente:

—Te has portado mal, hija, como nunca lo ha hecho la heredera de ningún duque de la Bretaña… Estoy muy disgustada…

—Te pido perdón, madre. Si me lo ordenas, volveré a pedir disculpas a doña Poppa, pero no lo he podido remediar, al ver a la monstrua me ha venido el vómito y eso, su merced lo sabe, no se puede contener…

—Una futura duquesa de la Bretaña debe saber guardar la compostura…

—Lo siento, madre y señora, lo siento, pero me voy a casar y de pensar que puedo parir un monstruo semejante…

—Ven a mis brazos, niña mía, ven.

Y lo que platicó doña Poppa con doña Crespina:

—Aya, con Lioneta ha pasado lo mismo que en todas partes, pero en esta ocasión mucho más.

—No se apene la señora, que con las doncellas ya se sabe… Tienen el ánimo cambiante, la duquesita tanto hubiera tomado a Lioneta por una muñeca y le hubiera tocado la joroba y hecho arrumacos, como por un monstruo… No obstante, pienso que talvez le haya sentado mal el almuerzo o que ha cometido la insensatez de bañarse antes de que se le haya retirado por completo la «enfermedad», y se le haya cortado la digestión y hasta el seso, pues ha demostrado bien poco.

—Aunque la duquesa ha respondido como la gran señora que es, tengo mucho disgusto…

—Lo comprendo, señora. Ya he mandado que nos traigan un cocimiento para los nervios; yo también me beberé un cuenquillo.

—Nos vamos, aya. Durante la cena se lo comunicaré a doña Adalais.

—Ea, sí, vayámonos cuanto antes.

—Mañana mismo, Crespina. Avisa a don Morvan y a doña Gerletta. Y atiende bien: al capitán, le dices que vamos a tomar el camino de Saintes, es decir, que iremos cerca de la costa para evitar las grandes ciudades, pues no quiero otro suceso como el de ayer. Que, a la vuelta, Dios mediante, nos detendremos en Tolosa, Poitiers, París y Tours, entre otras, y que allí la tropa y la servidumbre podrá holgar… Como pondrá inconvenientes que si es peor camino, que no es la ruta de la reina Brunequilda y otras ocurrencias, le cuentas lo de la duquesita y quizá lo entienda. De no ser así, si no lo comprende, le dices que le ordeno que mañana, al albor, me esté esperando con la tropa y la impedimenta pasado el puente del Loira. ¿Te ha quedado claro, aya?

—Muy claro… Enseguida voy, pero antes bebe, bebe para tranquilizarte, la mi señora.

—¡Ah, a doña Gerletta, le dices que no olvide nada, que guarde todo en los baúles…!

La orden de volver al camino sorprendió a los peregrinos de Conquereuil estando en muy diferentes menesteres. A don Morvan, que se enteró de ella por boca de doña Crespina, en el patio de armas del castillo ducal, descabalgando, pues que, invitado por varios caballeros de don Geoffrey, regresaba de Una fructífera cacería, de la cual traía dos excelentes piezas, dos ciervos de grande cornamenta que había conseguido con sus venablos y su pericia, en razón de que los espesos bosques que rodeaban la ciudad dificultaban la persecución de las presas Y, al conocer la noticia, se le demudó la color, pero no hizo comentario alguno y se aprestó a obedecer, pese a que había prometido a los mercenarios contratados para la peregrinación que visitarían grandes ciudades. A doña Gerletta, en el campamento, alisando una vez más las sábanas de don Robert y punto de guardarlas en un baúl y ya para disponerse a cenar pero hubo de dejar el refrigerio y apresurarse a recoger y guardar ropa y menaje para que los hombres desmontaran las tiendas antes del amanecer. A buena parte de los soldados, lancero y arqueros, a más de buena parte de los domésticos de la expedición, en las tabernas de la ciudad, a muchos borrachos, tanto es así que los que permanecían lúcidos hubieron de ayudar los beodos a regresar al campamento, lo que venían haciendo de cuatro días atrás —los que llevaba la condesa con la duquesa— y hasta hubieron de llegarse a los burdeles de extramuros, situados en la otra ribera del Loira y en torno al puente, de donde sacaron a lo menos una veintena de hombres, a algunos subiéndose las calzas. A una dicha Maud, la lavandera que, por orden de doña Gerletta, había hecho colada con las cobijas de don Robert, rezongando, pues se le habían quedado las manos en carne viva de tanto frotar por lo sucias que estaban, pintándose la raya de los ojos con azul de antimonio ante un espejo, uno de los enseres y uno de los varios ungüentos para la hermosura que había adquirido en los tenderetes del mercado de la ciudad con los dineros que le había robado a un cadáver, sin el menor remordimiento pues, lo que se decía una y mil veces, que el muerto para qué los quería. A la duquesa, aviada ya para la cena y sentada en una cátedra, teniéndole las manos a su hija que, aún con los ojos llorosos y el estómago revuelto, estaba a sus pies en un escabel, y lo que se dijo al enterarse —la primera seguramente—, pues en aquel castillo también las paredes tenían oídos: que le facilitaría la labor a la buena Poppa.

Así que, instaladas las dos damas en la mesa, ya sirviendo los espléndidos entrantes los mayordomos, y ambas desganadas, tanto es así que doña Adalais pasaba bandejas y bandejas de ricas viandas a sus camareras y daba a los perros que rondaban por allí, volvió a excusarse ante la de Conquereuil, lo que nunca había hecho con vasallo alguno, lo que no hacía ningún noble con otro inferior en toda la tierra de Dios, pero es que era mujer humilde, virtuosa y temerosa de Dios, como se dijo ya, y habló de esta guisa:

—Poppa, hija, siento lo ocurrido…

—Son cosas de niñas, señora. Si me da licencia la señora, continuaré mi viaje…

—¿Ya quieres marcharte? Lo he de sentir… ¡Quédate para las fiestas de julio, a las niñas les gustarán!

—Imposible, tengo mucho camino y quisiera regresar para el día de Difuntos o a lo menos para el primer aniversario de mi marido…

—Acuérdate de rezar por don Geoffrey y por mí cuando estés arrodillada ante el señor Santiago, y de comprarme una indulgencia…

—Lo haré, y también me ocuparé del libro… Hablaré con obispos y abades y les pediré un Beato… Con el permiso de la señora, me iré mañana.

—¿Mañana?

—Todo está preparado, mis hombres están acampados, sólo he de montar en mi carruaje y ordenar a los cocheros que inicien la marcha.

—Bien, mañana te daré dineros para que compres el Beato, también te digo que si necesitas moneda los utilices como si fueran tuyos… Les dices a los vendedores que a tu regreso saldarás cuentas con ellos y, si es preciso, lo juras…

—No tema la señora, que no me voy al Fin del Mundo y que el camino a Compostela cada vez está más transitado.

Tras oír misa, en la despedida, con música de gaitas y al son de atambores, en el patio de armas del castillo, doña Adalais le entregó a doña Poppa una acémila que portaba en la albarda dos magníficas arcas llenas de monedas de oro y que a lo menos pesaban treinta libras cada una, una fortuna, en fin. A una señal de la duquesa, don Morvan tomó el ronzal del bicho, y ya la dama besó a sus huéspedes, a la madre y a las hijas, a Lioneta incluida, sin que le dolieran prendas, delante la multitud que se había congregado para ver partir a la condesa y que, dicho sea, respiró aliviada cuando vio montar en el vehículo a la naine, pues lo que pensaron la mayoría de los asistentes: que los demonios y los endemoniados cuanto más lejos mejor, en razón de que ya se había corrido por toda la ciudad la voz de lo sucedido en el baño de la fortaleza.

Al unirse el carro de doña Poppa con el resto de los peregrinos, que la esperaban en formación, los soldados con sus lorigas de sortijuelas de acero, sus cascos de bacinete, sus armas bien dispuestas y muy marciales todos, apenas pasado el puente del Loira, la dama se lamentó ante doña Crespina:

—¡Qué necia he sido, Crespina, no me he despedido del señor obispo…!

—Por las prisas. Al volver se disculpa la señora, y como es hombre de Dios, lo entenderá.

Los bretones echaron a andar y no habían recorrido tres millas que hubieron de parar, pues apareció don Gwende a galope tendido, y fue que, sudoroso, sucio y desesperado, freno su caballo ante la puertecilla del carro condal. Los cocheros detuvieron el vehículo, y el caballero, jadeando y trabucándose, explicó a su señora que, aprovechando la oscuridad de la noche, iba para siete días que había desaparecido Mahaut, que se había marchado del castillo sin avisar a nadie, con las manos vacías y sin llevar un simple talego, según había sostenido doña Marie Ivonne; que él, al enterarse, había salido como alma que lleva el diablo con un piquete de soldados y con ocho podencos, los mejores de don Robert, descanse en paz, en busca de la niña; que había preguntado a las gentes de las granjas y a las que había encontrado en el camino de Nantes, que era donde, suponía, se habría dirigido la niña, sin duda para unirse a la comitiva de su señora madre, pues que bien había demostrado su enojo al tener que quedarse en la villa; que saliendo de la vía, sus hombres, siempre detrás de los canes, habían visto pequeñas pisadas en humedales y barrizales, ramas rotas e incluso un jirón de tela en uso, nueva, quería decir, pero que, en llegando a la vía romana, los perros habían decidido volver sobre sus pasos y tornar hacia el norte, dejar Conquereuil y tomar el camino de Rennes. Pero que, ya fuera porque hubieran comido alguna mala hierba o frotado sus hocicos en alguna planta ponzoñosa, los animales habían perdido el olfato y equivocado el rastro, lo que era de lamentar, pues que lo encaminaron al norte en vez de al sur. Tal coligió mientras galopaban y galopaban sin encontrar huellas y deshaciendo lo andado. Y allí estaba:

—Aquí estoy, señora, postrado a tus pies, haz conmigo lo que quieras, manda que me corten la cabeza…

—¡Álcese, don Gwende, Mahaut, a Dios gracias, lleva varios días conmigo…!

—¡Válame Santa María!

—Te esperábamos, don Gwende —intervino el capitán mirando al recién venido con mala cara.

—Ea, regrese don Gwende a Conquereuil, y no se hable más. ¡Avante, don Morvan…!

Y así, sin empezar, terminó lo que pudo acabar mal entre los dos caballeros.

—A buenas horas este don Guirec… Podía estar mi hija muerta o violada, Crespina.

—Sí, pero no lo está, a Dios gracias…

—Recemos, aya.

—Ave María, gratia plena…