Bien entrada la primavera y en un día de incesante lluvia, la condesa, harta de tanta agua y deseosa de alejarse de aquellas umbrosas latitudes, comunicó a sus damas que la fecha de inicio de su peregrinación sería, Deo volente, el domingo de Pascua de Pentecostés, es decir, a un mes vista, haciendo caso omiso a la recomendación de la catadora que le había aconsejado la de Resurrección, por lo que ya se dijo y convencida de que, asentado el buen tiempo, harían mejor el camino, a pesar de que no ignoraba que en el verano castiga el sol en las Hispanias. Además que, para aquella fecha, esperaba hubieran regresado todos los caballeros que había enviado por los alrededores y con sus mandas cumplidas a satisfacción.
En la villa, desde que se supo que doña Poppa tenía previsto peregrinar a Compostela, hubo febril actividad, pues que, por encargo de la dama, los artesanos se aplicaron en la confección de útiles y enseres para el viaje y, al conocer la fecha de partida de la señora, aceleraron sus labores.
A una semana de la marcha, el patio de armas del castillo, que se había ido llenando poco a poco de esto o estotro, estaba a rebosar de lo que habían fabricado unos y comprado otros en las poblaciones vecinas: de carros y carretas; de animales de silla: caballos para los hombres y mulas para las mujeres; de animales de albarda: asnos y borricos para transportar el equipaje, y de bueyes de tiro. Del inmenso bagaje que precisa una compaña de doscientas personas para recorrer las casi dos mil millas que tenía por delante entre ir y volver. A saber: los muchos baúles de doña Poppa, uno de ellos con el manto de armiño, en previsión de la traición del tiempo, que del calor pasa al frío sin previo aviso y aun en plena canícula, amén de sus ricos trajes, jubones, corpiños, cofias, tocas, velos, bragas, etcétera; las arcas de las damas con otro tanto; la del preste y las de los caballeros con sus lorigas y garnachas con los colores de la casa de Conquereuil; los talegos de los soldados, de los sirvientes y de los mozos de mulas, llevando cada uno escudilla, cuchara, dos pares de zapatos y un abrigo forrado de piel de conejo; las tiendas de campaña para descansar al final de cada jornada y dormir durante la noche, etcétera; además, todos los participantes provistos de capas aguaderas y sombreros para el sol y la lluvia, que cargaban sobre albardas en los animales. Al igual que costales llenos de arrobas y arrobas de harina para hacer pan; carne y pescado salado; cántaros con manteca de cerdo y mermeladas; cajas con queso; barriles y odres con cerveza, vino, sidra y aguardiente, etcétera. Todo eso y más, aunque la señora tenía previsto ir comprando alimento fresco por el camino conforme lo fueran necesitando… El carro con los fogones, el del horno de pan; el de la jaula, por si había que encerrar a algún ladrón o revoltoso; otro, ah, más pequeño, pero muy ornado con tapices, con la imagen de Santa María y el almario litúrgico de don Pol, que era hombre de oración y penitencia, como se apuntó arriba, con sus cajas para los Santos Óleos y las Hostias consagradas, amén de una cruz de plata, un Evangeliario y su ropa de celebrar; dos más a rebosar de armas: lanzas, flechas con sus carcajes, mazas, espadas y puñales; y otro: el carro condal. Ah, y otro, otro, Dios de los Cielos, con la lit-clos de don Robert, pues que la dama había decidido llevársela también y sin haber consentido que le cambiaran las cobijas, pues que sostuvo —y razón no le faltaba— que, sin una cama propia, estaría condenada a dormir en paja o en plumazos mal oreados y llenos de pulgas. Y de nada valió que los caballeros la quisieran hacer desistir ni que le preguntaran adónde iba con semejante mamotreto que pesaba arrobas mil; o le dijeran que les dificultaría el viaje y le aconsejaran que mejor dejarlo en casa, pues que ya habían aparejado catres de campaña. Otros no alegaron nada aun pensando que por mucho que hubiera amado doña Poppa a su marido, éste nunca jamás realizaría aquel viaje. Pero de nada sirvió, pues que la dama se mostraba cada día más mandona, amén de que no aceptaba réplica, y, lo que se decían entre ellos que presto tampoco admitiría sugerencias. Y ella les acallaba la boca con algo que nada tenía que ver con la dichosa cama:
—Don Gotescalco, obispo de Le Puy, viajó a Compostela con trescientos mesnaderos… Yo, nosotros, no vamos a ser menos. Mi difunto marido hubiera llevado gran compaña. Además existe otra razón: en las Hispanias, los musulmanes, al mando del maldito Almanzor, hacen sangrienta guerra a los cristianos… ¿Acaso sus mercedes quieren morir bajo una lanza mora…?
Y no, claro que no querían morir y menos bajo un arma sarracena, pero trasladando la lit-clos tampoco. Tal era el asunto que le comentaban los caballeros, sin el menor éxito porque les hacía callar, entre otras cosas, porque lo que todos querían era ir y tornar sanos y salvos y, a ser posible, con Lioneta crecida, un palmo que fuere, para terminar con la pesadilla que iba para siete años, pesaba como una losa sobre los moradores del castillo y villa de Conquereuil, ya fuera porque vieran a diario a la «monstrua», ya fuera porque la quisieran ver y no pudieran verla.
En el entretanto, la dama tuvo tiempo de instruirse sobre los Santos del día elegido para iniciar la peregrinación. Por saber a cuál de ellos encomendarse y, la verdad, se holgó sobremanera. Pues que la Santa principal era una mujer, nada menos que Santa Clotilde, esposa que fuera del antiguo rey Clodoveo y que nada menos consiguió que su regio esposo abandonara a los dioses paganos y se convirtiera al cristianismo y, con él, todos los habitadores del reino de los Francos. A más, que había enviudado como ella y ambas habían tenido problemas con sus hijos… La Santa con Clotario y Childeberto que, muerto su señor padre en la cama, tiempo les faltó para declararse la guerra con enorme disgusto de su madre que, tras conocer que sus dos descendientes presto habían de enfrentarse en el campo de batalla, pues que ambos querían ser reyes en solitario, pasó una noche entera arrodillada ante una imagen de Santa María, rezando —del mismo modo que los nobles velan las armas la noche antes de ser armados caballeros— para que hicieran las paces y, al Señor y a la Señora sean dadas muchas gracias, lo había conseguido. En razón de que Dios había desencadenado en el momento preciso sobre los ejércitos que se preparaban para la contienda una gran tormenta que embarró los campos, de tal manera que los dos hermanos, espantados de la fuerza del agua y por el fragor de los rayos y truenos, consideraron la tronada como una señal divina y, al cabo, se avinieron y firmaron la paz. Y fueron, juntos y amigados, a contárselo a su madre, a la sazón retirada del siglo en el convento de San Martín de Tours, que, como no podía ser otra manera, los recibió alborozada. Cierto que, murió un mes después, eso sí, muy albriciada por la amistad de sus hijos y reconfortada con los auxilios espirituales.
Al conocer la hagiografía de Santa Clotilde, doña Poppa advirtió que su vida tenía semejanzas con la de ella, en virtud de que ambas habían tenido problemas con sus hijos. Cierto que la Santa con dos de ellos y por asuntos achacables a la ambición de los mismos, y ella sólo con una de sus hijas y por negocio no atribuible a la criatura, con lo cual doña Clotilde le llevaba ventaja en cuanto al número de problemas, pero desventaja en cuanto a su tenor, pues que los herederos de don Clodoveo hablando entre ellos se entendieron y, sin embargo, ella ya podía rezar y pedir que lo de su naine no tenía arreglo. O sí, o sí, porque con el corazón lleno de esperanza presto se encaminaría a Compostela, muy dispuesta a superar la trabas que encontrara en el camino. Y, claro, se alegró de que la fecha que había elegido para su partida fuera el día de Santa Clotilde, creída de que, una vez que se encomendara a ella, una viuda nunca abandonaría a otra viuda en tan luengo recorrido.
No obstante, un mar de dudas la asaltaba mientras decidía si se llevaba de viaje a sus dos hijas, o si dejaba a Mahaut en casa o en Nantes, bajo la custodia del duque Geoffrey, para que, si les sucedía alguna desgracia a los expedicionarios y no volvían —no lo permita el Señor—, no se perdiera el linaje de los condes de Conquereuil ni el de los señores de Sein. Además tenía que dirimir a quién dejaba de administrador en la villa, si a don Morvan o a don Gwende, cuando ambos eran hombres íntegros y excelentes espadas de las que le costaba prescindir. Otrosí que, pese a haber anunciado su viaje a Compostela, todavía vacilaba sobre si sería mejor reconsiderar el itinerario del peregrinaje y encaminarse a los Tres Reyes de Colonia, o a San Pedro de Roma o, mucho más cerca, a San Martín de Tours, pues que el Santo había hecho muchos milagros e incluso arrojado demonios de gentes poseídas por el Maligno. Pero, aunque ella tenía una reliquia suya y la apreciaba mucho, desechaba esta última posibilidad en razón de que Lioneta nunca había tenido demonios, como demostrado había quedado, y un tantico se aliviaba al decirse que fuere a donde fuere, que acabara donde acabara, sólo iba a pedir que su naine creciera un palmo, no más, pues que más sería demasiado pedir, incluso anteponiendo tal cuestión al perdón de sus propios pecados y eso que, como todo hijo de vecino, los tema. Pese a tanta duda y mientras revisaba el trabajo de los menestrales en el patio de armas felicitando a éste o aqueste por su excelente labor, pues que todos estaban arrimando el hombro y esmerándose, aún le quedaba tiempo para atender a sus hijas y, si les manifestaba sus vacilaciones sobre el recorrido a realizar, luego las niñas le decían lo que le habían oído:
—Si vamos a Roma seremos romeras…
—Si vamos a Compostela seremos peregrinas.
—Si vamos a Jerusalén, seremos palmeras…
—A Jerusalén no iremos, no. Cada vez tengo más decidido que haremos la strata de Beati Jacobi… Además, quiero deciros que la palabra «romero» se ha extendido a cualquiera que vaya en peregrinación a cualquier sitio.
—¿Por qué vamos a Compostela, madre?
—Vuestro padre, descanse en paz, pensó en ir allí muchas veces. A mí también me llama más en virtud de que este viaje lo realizó don Carlomagno en un afán de librar a las Hispanias de los paganos y recuperarlas para la cristiandad… Además, como os he contado muchas veces, don Roland, el duque de la Bretaña, mi antepasado y vuestro, fue el sobrino más amado del emperador y lo acompañó en aquella expedición mandando la retaguardia de su grande ejército.
Dos días antes de iniciar el camino, doña Poppa, por lo que pudiera suceder, dictó testamento delante de toda su Corte y el escribano tomó buena nota y dio fe:
Sepan todos los que esto oyeren y entendieren que yo, Poppa, condesa de Conquereuil, mujer que fui del buen conde Robert e hija que fui de don Guiges, señor de la isla de Sein, en el nombre de la Santa e Indivisible Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como voy a iniciar peregrinación a la tumba del beato Jacobo por la salud de mi alma y por la de mi fallecido cónyuge, en plenas facultades mentales e íntegra mi voluntad, humilis et serva servorum Dei, por esta carta dicto testamento por si me sorprendiera la muerte durante mi viaje y no regresara, y dejo: a mi hija Mahaut, mi primogénita, el condado de Conquereuil y el señorío de Sein para que disponga a su voluntad de sus castillos, casas, vasallos, siervos, bosques, campos, prados, yermos, molinos y aguas de río y de la mar. Ítem más, mis joyas, telas buenas, alfombras, reposteros, mobiliario y ajuar de cama y mesa. Todo ello bajo la tutela de mi señor don Geoffrey, duque de la Bretaña, mientras sea menor de edad, y con la única manda de que se ocupe de por vida de su hermana, mi hija Lioneta, y que, al cumplir ésta los doce años, la ingrese en la abadía de la Trinidad de Fécamp, situada en la Normandía, la encomiende a la señora abadesa, reparta con ella mis joyas y la dote grandiosamente, como merecerá tan alta dama. A mis camareras y caballeros dejo cien libras a cada uno, a mis criados veinte libras a cada uno, y dejo también mil libras para vestir a cincuenta pobres y celebrar misas, pro anima mea y la de mis acompañantes, en todas las iglesias y monasterios de la Bretaña en caso de que no torne de mi peregrinación o no vuelva en dos años. Ítem, ordeno a mi hija Mahaut que celebre misas por la salvación de mi alma y por la de mi esposo, cada un año el día de nuestros aniversarios. Elijo como sepultura la capilla del castillo de Conquereuil y una tumba que se situará al lado derecho de la de mi esposo, del mismo tamaño y labrada igual que la suya. El que no cumpliere este testamento sea maldito por siempre jamás, provoque la ira de Dios Omnipotente y sufra el Infierno Eterno al lado de Judas Iscariote.
Notum sit omnibus tam presentibus quam futuris. Facta carta in Conquereuil in mense iunius, primo dies, anno IIII rex Robertus, regnante in omni regno suo, propia manu roboro et confirmo. Ego Poppa (signum). Sunt testes: Morvan (signum), Gwende (signum), Pol, sacerdos, (signum), Crespina (signum) et Gerletta (signum). Corentin, scripsit (signum).
Una vez elegidas las reliquias que doña Poppa había de llevarse, entre ellas un retal del tamaño de un palmo del hábito de San Martín de Tours, del que estaba muy orgullosa, y un huesecillo de la mano de San Malo —uno de los Siete Santos Fundadores, tan amados que son en la Bretaña—, que ella misma se había cosido en el jubón; adquiridas doscientas piedras de ágata, de las llamadas del «águila» por las que pagó una buena suma a un judío de Orleans, y repartidas entre los doscientos expedicionarios pues que, acompañadas de oraciones, resultan muy buenas para el dolor de cabeza, las fiebres y la peste; instalada la imagen de Nuestra Señora en el carro dispuesto para Ella; revisada la impedimenta y cuidados los últimos detalles, tanto lo que le habían hecho como lo que había tenido que hacer, tras felicitar a todos, la víspera de la partida, a la condesa sólo le quedaba decir a don Gwende que no formaría parte de la expedición, pues que había optado por dejarlo de gobernador en Conquereuil.
Tal hizo en el gran comedor y, delante de los otros caballeros y de sus damas, le otorgó poderes, viva voce, instándole a que defendiera el feudo de don Robert como si fuera suyo, hecho que, aunque era de agradecer en virtud de que demostraba la mucha confianza que la dama le tenía, maldita la gracia que le hizo al buen hombre, porque lo de permanecer en la villa no había entrado en sus planes, al parecer y, aunque aceptó la manda —a ver qué remedio le quedaba—, no fue capaz de retener el mohín de desagrado que se dibujó en sus labios y que todos advirtieron. Y ni que la señora le encomendara a Mahaut a continuación, en virtud de que había decidido no llevarla consigo por los muchos riesgos que encerraría el largo recorrido… Peligros, avatares, vicisitudes, inseguridades, desventuras, desgracias y hasta la muerte quizá —que palabras no le faltaron—, el disgusto del hombre no remitió, al revés, su rostro se ensombreció más, si cabe, aunque guardó el respeto y la compostura requerida en tal ocasión. Nada parecido a lo que hizo doña Marie Ivonne, una de las damas de la condesa, que rompió a lagrimear cuando supo que también se quedaba en Conquereuil a cuidar de la niña, pues que, como don Gwende, había echado sus cuentas, pero la que más lloró fue la pequeña Mahaut, que no entendió lo del linaje o fue que le dio un ardite, pues que no quería separarse de su madre y deseaba hacer el viaje con todo su corazón.
Para colofón, la señora dio a sus vasallos un banquete de despedida en el que, como en ocasiones anteriores, todos cocieron a boca llena y disfrutaron lo suyo, pero en sus aposentos se pasó una noche asaz triste. A ver, que Mahaut se enrabietó como nunca había hecho y vomitó la cena, aquellos extraordinarios manjares que, de despedida, les había preparado el cocinero: entrantes fríos, compuestos de almejas, navajas y ostras, tan fresco todo que, tras verter en ellas la vinagreta de cebolla que se acostumbra por allá, se revolvían en su conchas, y varios platos calientes, tales como una cazuela de langosta cortada en finas rodajas y cocida el tiempo que se tarda en rezar seis credos, es decir, en su punto, y adornada con lechuga muy picada, a más de carne de ciervo guisada en vino y asado de jabalí, y postres, un auténtico festín.
Una opípara cena que nadie disfrutó, pues Mahaut, amén de devolver sobre la mesa, se negó a irse a la cama y a quedarse en el castillo. Y de nada valió que su madre le asegurara que volvería pronto, a lo sumo en seis meses, ni que ese tiempo presto pasaría. Ni que, como era la heredera del condado de Conquereuil, tenía deberes que debía empezar a aceptar: el más importante de todos el de trasmitir a sus futuros hijos —Dios la bendiga con muchos— la sangre de su señor padre y de otros: gloriosos antepasados, ni que le adujera que era la única persona del mundo que podía continuar la estirpe condal ni que, cuando llegara a Nantes le buscaría, con ayuda de la duquesa, un marido. Ni que ser condesa y ser futura condesa, tenía obligaciones tales como ocuparse del bienestar de sus vasallos y defenderlos de los vecinos ambiciosos, asunto en el que habría de ayudar a don Gwende, máxime porque nadie le garantizaba que, al regresar ella, Poppa, de su peregrinación, seguiría siendo condesa de Conquereuil, dado que la villa y heredades, del siempre, habían constituido apetitoso bocado y podrían haber sido ocupadas, qué ocupadas, conquistadas, por algún conde ansioso de tierras e insaciable de tributos. O mismamente pos capricho del duque Geoffrey, nada más algún envidioso malquistara contra ella o, ítem más, por un antojo del rey de la Francia, cuando si ella, Mahaut, su querida Mahaut, permanecía en la villa, nunca sucedería tal en virtud de que, en su testamento, la había dejado bajo la protección del señor duque… De nada valió que, en otro orden de cosas, le regalara un cestillo de algas secas de las que usaba para bañarse ni que le cediera su propia tina, o que le dejara ver y tocar el contenido de dos arquetas llenas de monedas de oro, de besantes bizantinos y dinares de Córdoba, amén de libras de plata carolingias —los dineros que iba a gastar en el viaje—, ni que le encargara llenarle la limosnera que habría de llevar colgada del cinturón, para repartir entre los pobres que hallara en el camino. Ni que saliera con ella a la almena del castillo y, en un arranque de imaginación o de desesperación, le hiciera mirar el cielo y contemplar las estrellas y, tras elegir cuatro de las más brillantes, le asegurara que ella, Mahaut, sería una, su difunto padre otra, su hermana otra y ella, doña Poppa, otra, y que las cuatro peregrinarían juntas hasta Compostela, y le insistiera en que ella, aunque se quedara en casa vigilando lo que era suyo, siempre la acompañaría, pues que su estrella sería, al igual que las de sus padres y hermana, una estrella peregrina. No valió nada.
Así las cosas, con doña Marie Ivonne gemiqueando, con Mahaut llorando a lágrima viva, gritando y pataleando en el suelo del aposento, en el dormitorio de la dama se pasó mala noche. Ella sobre todo, entre otras causas porque, al ver a su primogénita iracunda como nunca la había visto, pues que las damas no podían dominarla ni con buenas palabras ni tenían fuerza para levantarla del suelo y llevársela a la cama a la brava, a más de encomendarse al Espíritu Santo, pensó en si aquella súbita insania le vendría a Mahaut de una antepasada de don Robert, de la que gritaba, cuyo nombre de pila no recordaba en aquel momento. Y se estremeció con motivo pues que de la herencia de los ascendientes, a más de sufrirla en carne propia, como quien dice, sabía harto por el desdichado perfil de Lioneta, amén de que no podía entender que la criatura, como hacen las buenas hijas, no aceptara su decisión, su determinación que, ante semejante rabieta, hubo de convertir en orden y con buena cara además. Y, claro, no atinaba a descoser los dobladillos de sus sayas para guardar moneda dentro de ellos en previsión de los ladrones que pudiera haber en el camino, y menos acertaba cuando pretendía volverlos a coser. Amén de que se pinchó con la aguja, es que también se le llenaban los ojos de lágrimas.
A tres días entrante el mes de junio o tercero de las calendas de junio del año vulgar de 1000, domingo de Pascua de Pentecostés y efeméride de Santa Clotilde, una comitiva de doscientos hombres y mujeres, tras oír misa, postrarse ante la tumba de don Robert, formar en el patio de armas y atender a las oraciones de don Pol:
—In nomine Dei et Salvatoris Nostrijesu Christi… Deus, dirige viam famulorum tuorum. Exaudí Domine, preces nostras etper intercesionem Beatae Mariae et Beatijacobi…
Y de responder todos:
—Amén…
Una comitiva, decíamos, precedida por el estandarte de don Robert, abandonó el castillo de Conquereuil y recorrió en loor de multitud la gran rúa de la villa, tan llena que, para que pasaran los carros, era menester que las gentes se apretaran, se introdujeran en los portales y ocuparan las ventanas que daban a la calle.
Así las cosas, la expedición atravesó el puente levadizo, cruzó el foso y el viejo puente, contempló por última vez los molinos que se alzaban sobre el cauce del río Villaine y tomó la vía romana que llevaba a Burdeos, y de ésta a las Hispanias y a una ciudad llamada León, que era la capital de un reino del mismo nombre, y un poco más allá, hasta Astorga y mucho más allá hasta Compostela. Todo ello entre aclamaciones y al son de gaitas, pues que la población, que había comido a boca llena a expensas de la condesa, la bendecía y, como habían hecho los antiguos celtas en tiempos remotos por aquellas latitudes, hasta sacaba a las calles arcos trenzados con ramas de pino para honrarle y desearle suerte que, vive Dios, falta le haría, a más de encomendarla al Señor, a Santa María y a Santa Clotilde. Así hasta que se perdió de vista el estandarte de don Robert y la inmensa retahíla de carros y carretas de doña Poppa.
La condesa de Conquereuil abandonó la villa con doscientos hombres, uno de ellos negro de piel, y emprendió el llamado camino de las estrellas, porque, según tenía entendido, discurría bajo la llamada Vía Láctea —un sinnúmero de estrellas imposible de cuantificar y tantas que daban al cielo un aspecto lechoso, de las que le hubiera hablado a su hija Mahaut a la menuda si ésta la hubiera escuchado— pero, aunque levantaba la mano y saludaba a sus vasallos, no atendía a los vítores de sus gentes ni a sus exclamaciones, y eso que le deseaban lo mejor:
—¡Adjubante Deo!
—¡Dios te ayude!
Ni a los que comentaban, pues que hablas le llegaban, que ella parecía la Virgen María y Lioneta el Niño Jesús, dado que la llevaba en brazos e iba en una mula ricamente enjaezada y engualdrapada, teniéndole el ronzal don Morvan, los tres casualmente representando la tierna estampa de la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Ni a los que en vez de encomendarla a Dios o al Santo de su devoción lo hacían al viejo dios celta Cernunnos, que aún había quien creía en su existencia, al parecer. Ni menos escuchó a los que, deseando que volviera sana y salva, maldecían a L’Ankou, la antigua representación de la muerte, personaje del que se ya se ha hablado en esta historia. Ni a los que, por insultar y sin motivo, increpaban al esclavo negro, a Abdul, que vestía los colores de la casa, como si fuera uno más y, como todos, llevaba una calabaza llena de vino o de agua colgada del cinturón, pero es que un sirviente más no era, no, pues que se adornaba la cabeza con un extraño gorro —dicho turbante— de color blanco, el color de la albenda de la anciana señora de Dinard, su antigua ama. Ni a los rezagados que daban dineros al mozo que los villanos habían comisionado sovoz y pagado para que hiciera el Iter Sancti Jacobi por el perdón de los pecados de todos, a un dicho Willelm, que había sido contratado en calidad de soldado. Si tal hacían era porque no querían que se enterara la condesa, en razón de que ella misma se había ofrecido a hacer la peregrinación en nombre de toda la población y a postrarse ante el Apóstol y hacer lo que hubiere de hacer por ellos, por la salvación de sus almas, pero no debían fiarse o talvez querían asegurarse la indulgencia por partida doble, el caso es que entre la tropa, entre los lanceros, marchaba el tal Willelm muy erguido en su caballo y con una bolsa colgada del cinturón repleta de monedas de buena ley.
Pero más parecía que doña Poppa ni escuchaba ni oía, porque, ay, su amadísima hija Mahaut no había querido despedirse de ella ni darle un beso, siquiera decirle adiós de palabra o hacerle un gesto, y es que a la alborada seguía tan enfurruñada como la noche anterior. Es más, se había escondido detrás de un cortinón y no había querido salir y, cuando su madre había ido a besarla, la había rechazado de mala manera.
Y fue que, por no demorar la salida, la señora se echó al camino con tamaño pesar en el corazón, y otro más que ya llevaba: el recuerdo de su esposo, al que olvidar nunca podría.
Los caballeros, cuando, andado un trecho, la señora se apeó de la mula y se entró en su carruaje, todos, excepto don Erwan que iniciaba la marcha enarbolando el estandarte de la casa condal de Conquereuil, flanquearon el vehículo e intervinieron en la conversación que llevaba con sus damas sobre la multitudinaria despedida que le habían deparado sus vasallos, tratando de animarla pues que la miraban a la cara y la encontraban triste. Y uno y otro le aseguraban que a Mahaut le pasaría presto la rabieta y le rogaban que no penara por ella, que se había quedado en buenas manos.
Pero eran interrumpidos. A ver, que la comitiva no había recorrido dos millas atravesando ora los inmensos prados, ora las espesas arboledas de la región y aún no se había incorporado a la vieja vía romana —que, tiempo ha y según decires, reparara la reina Brunequilda y que habría de llevar los nombres de Senda Galiana o Camino Francés incluso al cruzar la raya de las Hispanias—, y era que no había forma de avanzar. En virtud de que se presentaban muchos campesinos en pequeños grupos deseando acercarse al carro de doña Poppa, y no llevándole precisamente cestillos de frutas o panes recién cocidos o cantaricos con manteca o dulce de manzana como habían hecho en cientos de ocasiones, sino que se atrevían a porfiar con los caballeros que lo querían impedir en razón —tal sostenía don Morvan— de que tenían por delante un largo camino y no habían hecho que salir y dejar de ver la torre alta del castillo, cuya estampa se perdía presto en cuanto se echaba a andar pues no estaba situada en una altura, sino en una planicie, lo que había por allá.
Doña Poppa, deteniendo la compaña, atendió a los primeros hombres y a los segundos también, y oyó de sus labios que con tanta lluvia que había caído se habían podrido los trigos ya encañados y a punto de amarillear. La dama lo lamentó y los remitió a don Gwende que, como sabido es, había quedado en la fortaleza en calidad de gobernador, para que una vez cuantificadas las pérdidas, le solicitaran ayuda, asegurándoles que se la procuraría mismamente como había hecho don Robert en años malos. Pero al tercer grupo ya no lo escuchó, no, pues comprendió que a aquel paso y parándose tanto no iba a ninguna parte.
Cierto que, hubo de prestar atención a un cura limosnero con reliquia que recorría la Bretaña, al parecer, y que no sólo le pidió dineros sino también vianda, y fue que la dama compartió mesa con él, pues que llegada la expedición al cruce de caminos, a la vía romana, donde el viajero ha de elegir entre dirigirse al norte, es decir, a Rennes, o al sur, es decir, a Nantes, se detuvo la compaña para que el personal almorzara, y fue allí donde se le juntó el preste que, amén de agradecerle el condumio, al que se aplicó con hambre de siete días, la bendijo, otro tanto que a Lioneta y lo mismo hizo con todo el que se le acercaba y le echaba una moneda en un cuenquillo. Es más, aún pretendió venderle la reliquia que llevaba asegurando que eral un hueso del cráneo de San Brioc, uno de los Santos Fundadores, pero la dama no se fió de la autenticidad de la misma, pues que sabía que andaban por caminos y villas auténticos engañabobos. Quizá, si se la hubiera dado más barata, hubiera aceptado el trato: el hueso del Santo a cambio de una mula, pero no llegó al trueque, aunque, eso sí, bendiciones no le faltaron, lo que a nadie viene mal.
Y andando, andando, al cansino paso de los bueyes, mediada la tarde, don Morvan, el capitán de la expedición, se adelantó en busca de un lugar para pasar la noche y regresó presto anunciando que había encontrado un calvero en el bosque muy apto para ello, incluso con un riachuelo de agua clara, donde extender las tiendas y pasar la noche.
La condesa lo felicitó, e ido el hombre a vigilar la buena marcha de la comitiva, encomió la previsión y el buen hacer del caballero, pues que, durante el recorrido, le había escuchado dar órdenes: que si tal soldado se incorpore en la cabalgadura y no se duerma; que si ha de caerse ese fardo o ese tonel de cerveza, que lo aseguren; que si ese caballo parece mal herrado, que lo revisen; que pasen la bota de vino y que beba un trago cada uno, que la retiren ya; que cuidado con los carros que hay un bache y más allá un socavón; que aquél o aquélla tarda mucho en mear, que se incorpore a la marcha; que, ojo, una culebra o que no es hora de matar conejos, etcétera, y muy satisfecha de la diligente actitud de don Morvan, que estaba en todo, comentó con sus damas que para primer día de viaje era suficiente el camino recorrido y hora de montar el campamento, más porque con el agua corriente podrían lavarse y quien lo precisara hacer sus necesidades con comodidad. Y es que Lioneta se había meado piernas abajo, de la emoción talvez, y llevaba tiempo advirtiendo que quería defecar, por esa inoportunidad que los niños tienen, pues ¿no le había insistido antes de salir doña Crespina que se sentara en la bacinilla y desaguara?
—Ay, qué cría, par Dieu…
Tal se lamentaba la dama para sí misma, entre otras razones, porque la naine se le había orinado encima y le había puesto perdido un traje de seda negra, muy bueno, que tendría que tirar, pues había quedado un cerco quizá irrecuperable, a más que estaba siempre moviéndose, subiendo y bajando como un torbellino, a ratos sentada en su halda, eso sí, orgullosa de que no quisiera ir con las damas, y sólo a momentos dormitando en sus brazos. Y era que ninguna de las dos se había podido cambiar porque la ropa estaba en los baúles, y la niña, ay, iba mojada, para coger un pasmo pese al buen tiempo con que bendecía el Señor.
Así que, cuando llegaron al lugar elegido por don Morvan, las damas se apearon del vehículo, aliviadas, la mar de aliviadas y dejaron corretear a la criatura. Llevó un buen rato qué un buen rato, una eternidad, que los soldados montara la tienda de la señora, máxime cuando ésta, desoyendo los consejos del capitán que quiso dejar el negocio para otro día y para cuando los expedicionarios hubieran adquirido práctica en el montaje y desmontaje del campamento, se obstinó en que la instalaran encima de la lit-clos, es decir, que desuncieran las mulas, se las llevaran con el resto de los animales para que los mozos les dieran de comer y beber y, sobre carro y mueble, desplegaran los ricos paños que tan buen servicio habían hecho al conde Robert en sus campañas de guerra o cuando iba a cazar a lejanas tierras. Tampoco valió que las camareras se adujeran cada una por su cuenta que peor hubiera sido que la señora se hubiera empeñado en que los hombres bajaran la cama del carro, ni que pensaran que extender las alfombras que llevaban y colocar el vehículo sobre ellas era deteriorar mucha riqueza, ni que, por la parte que a ellas les tocaba, dormir al pie de la carroza cuyas ruedas habían pisado hierba, pues que en la Bretaña crecía la hierba por bendición de Dios, y tierra limpia, pero también negros charcos y hasta abundante boñiga de vaca o de caballo, y que podía resultar poco saludable y aun malsano, no valió nada porque la dama no cejó, dado que se había traído la cama para dormir en ella, y tal hizo con su hija, bien tapada con las cobijas que usara su difunto marido, mientras las damas lo hacían en catres al pie del mamotreto que, dicho sea, casi ocupaba todo el espacio cubierto de la tienda.
Así las cosas, en la tienda tampoco cupo la tina que llevaban para el baño, y doña Crespina hubo de lavar a Lioneta fuera, a la vista de los que pasaban por allí o se presentaban expresamente para ver a la «monstrua» desnuda, y la condesa, que no podía salir fuera para realizar el mismo menester, hubo de conformarse con frotar su cuerpo con paños húmedos y luego aromarse para quitarse el olor de los meados de la naine. Y menos entró la mesa de comer, por lo cual doña Poppa hubo de cenar fuera, al relente, a la luz de las velas, pero menos mal que ninguna de las mujeres cogió un resfriado. Y eso, que en la primera noche no se pudieron ni cantear.
Claro que, al día siguiente, cuando la expedición volvió a acampar para descansar de las fatigas del día, don Morvan, que era hombre avisado para actuar en lo grande y en lo menudo, como harto demostrado quedará, ya había pensado en cómo resolver el problema de la lit-clos y, al detenerse la comitiva, dispuso que la tienda de don Robert cubriera solamente la enorme cama y que pareja a su lado se levantara otra para que ambas se comunicaran por las puertas, con lo cual cupo todo el ajuar y el menaje necesarios para pasar la noche. Y más que, a la amanecida, al levantar el campamento y partir, siquiera mandó retirar del techo del carro condal la tela y el armazón de palos de la tienda; los dejó arriba bien sujetos con cuerdas, diciendo que mientras no amenazara lluvia, tal haría y, en este aspecto, se tornó todo más sencillo porque la señora nada tuvo que oponer y a la noche siguiente se mostró incluso contenta viendo que los hombres le organizaban su alojamiento en un decir Jesús.
Es de mentar que la tristeza que venía embargando, tres días ya, el corazón de doña Poppa que, vive Dios, ella tan animosa siempre, cuando Lioneta dormitaba no levantaba la mirada del halda, siquiera para ver los verdes y bellos paisajes que lentamente recorría la expedición, o si la alzaba era para acariciar a la niña ya despierta y si movía los brazos era para sujetarla y que no se cayera del asiento y se lastimara, pues que no parecía el movimiento continuo, aquello que hombres sabios de Constantinopla a París sostenían con vehemencia que, salvo en el mar, no existía y añadían que ojalá se produjera pues que sería bueno y evitaría infinitos esfuerzos a la Humanidad —tal había oído a su difunto en una de las muchas veces que regresó de la capital del reino de la Francia—, su tristeza, decíamos, iba disminuyendo con lo cual sus damas se holgaban. Máxime porque en aquel día tercero y por primera vez en tres jornadas, no había mencionado a su hija Mahaut durante el viaje ni en la cena ni al ir a acostarse… Mahaut, Mahaut, ay, que no se quitaba a la pequeña de la boca ni, de consecuente, del pensamiento ni que por la noche mirara el cielo y la ubicara en la estrella que le había adjudicado. Que le había dolido en lo más hondo del corazón el desprecio que le había hecho su descendiente en la despedida. Que, como madre que era y buena madre, ya le había producido grande sufrimiento tener que dejarla en el castillo, aunque lo había hecho por razones muy poderosas. Por el negocio del linaje, ya que el viaje, según voz común, encerraba infinitos peligros, por los ambiciosos señores que vivían en la Francia y en las Hispanias, por los salteadores de caminos, por la lluvia, la sed, el sol, la calor, el frío, la peste, etcétera, pues que a saber cuánto tiempo duraría el recorrido, ya que, aunque se había propuesto ir y tornar en cinco meses, para celebrar primer el aniversario de don Robert en su tierra, era consciente de que el hombre propone y Dios dispone, y de que existían otros muchos imposibles de imaginar. Y si hizo lo que hizo, es decir, dejar a la niña bien atendida en Conquereuil, fue porque debía hacerlo, aunque la criatura no lo comprendiera. No le cupo en la cabeza que Mahaut no aceptara su orden con buena cara, como hacen las buenas hijas en toda la cristiandad, lo que le causó grande pesar también.
A escasas millas de la ciudad de Nantes, a la noche del tercer día de camino, se oyó el nombre de Mahaut, no sólo en la tienda de la condesa, sino en todo el campamento. Porque, ay, Señor, la dama y su espléndido séquito habían recorrido cuarenta millas, pero fue que a las cuarenta y dos más o menos, cuando se detuvieron a cenar y descansar, doña Gerletta, a punto de meterse en la cama, escuchó voces, se echó un manto por los hombros y fue a ver qué sucedía, sin despertar a doña Poppa que dormía ya.
Para cuando regresó la camarera con noticias frescas y una sorpresa, en el calvero, elegido para dormir, había sucedido algo extraordinario. No bueno, pues no se había presentado Santa Clotilde a bendecir a los peregrinos; algo, que tardó cierto tiempo en saberse hasta qué punto era malo… Aunque no se había hundido la tierra ni había habido muertes que lamentar.
Fue que un soldado tuvo gana de orinar —tal se conoció luego—, y que, para realizar tal menester, se alejó unos pasos del campamento para que nadie lo viera, aunque, es de señalar, que era noche oscura y el personal dormía ya. Y fue casualidad que eligiera unas hierbas en vez de otras para aliviarse y que, al desaguar, escuchara un quejido que le llevó a sobresaltarse y, ay, bon sang, que entre las plantas observó movimiento y el hombre, que gran susto se llevó entre otras razones porque no llevaba armas encima, se arrojó sobre lo que se movía, cuando bien pudo haber sido una serpiente y morderle un puercoespín y llenarle el cuerpo de espinas o un lobo solitario que se le echara al cuello, pero no, no, que era una persona que no opuso resistencia. Y, mira, que un adulto no era, se adujo mientras, tendido sobre él y sujetándolo con sus fuertes brazos, trataba de descubrir palpándolo si era hombre —algún ladrón— o mujer —alguna prostituta de las que se acercaban a los campamentos militares a prestar sus servicios—, pero coligió enseguida, en el momento en el que su mano llegó a las partes pudendas de su prisionero, que varón no era porque carecía de lo que los hombres tienen en esos lugares, y que mujer tampoco era, pues que no tenía lo que las féminas tienen más arriba, a más el tal ser vivo era de pequeño tamaño, por lo cual se preguntó si sería un gnomo o un elfo de los bosques y se lamentó, ah, de no haber traído una luz. Cierto que, a poco, descubrió que era una niña y, sin detenerse a pensar, decidió no hacerle ascos y soltar el instinto animal que todo hombre lleva dentro de sí —esa disposición que las buenas gentes detienen con la razón—. Para entonces, para cuando se desanudó las calzas, la niña ya gritaba con toda su alma y, claro, a los gritos, acudieron varios hombres en virtud de que los buenos soldados duermen con un ojo abierto y otro cerrado. Entre ellos don Guirec, el capitán de los lanceros, que hacía la primera guardia, llevando una tea encendida corrió presuroso y se encontró con uno de sus hombres enseñando el culo, boca abajo en la tierra y tapando un bulto que gemiqueaba y, claro, acercó la luz y, arrodillándose, contempló a una criatura angelical y, vive Dios, que no se ofuscó ante aquella presencia inesperada y hasta le puso nombre: ¡Mahaut de Conquereuil!
El buen don Guirec, ante semejante visión, se santiguo, se incorporó, se limpió el sudor de la frente con la manga, le propinó una buena patada al soldado y le ordenó con recia voz que soltara a la criatura, y a los del piquete de guardia que prendieran a aquel violador de mujeres o agresor, lo que fuere, ¡Dios de los Cielos!, y con tanto jaleo en el campamento se despertó todo el mundo.
A poco, llegó don Morvan, seguido de un montón de soldados y criados, y tomó de los brazos de don Guirec a la pequeña que, habiéndolo reconocido, estaba abrazada a él, otro tanto que, sin dejar de llorar, haría con el recién venido cuando la cogió. Y fue que el personal, sin saber qué había sucedido, pero imaginándolo, empezó a insultar al delincuente. A aquel hombre que, aunque había estado dispuesto a hacer mal a la criatura, desconociendo con quién trataba, por supuesto, sólo había tenido tiempo de orinar sobre ella poniéndola perdida, eso sí; y acaso de manosearla, pero nada más, aunque, es preciso decirlo, malas intenciones no le faltaron. Le increparon y le zarandearon, hasta que el capitán de la expedición mandó a su segundo que lo atara, lo metiera en la jaula para presos que llevaban y lo custodiara hasta el amanecer. Y fuese con Mahaut en brazos camino de la tienda de doña Poppa a darle la noticia, a entregarle a su hija, no sabía si todavía doncella o desflorada, y en esto se topó con doña Gerletta que, puesta al corriente del suceso, puso el grito en el cielo y pretendió quitársela de los brazos, por eso de que los hombres no entienden de niños, pero el capitán no lo consintió y, en la puerta de la condesa, pidió permiso para entrar y, Jesús-María, sin recibir licencia, penetró y casi se cae pues tropezó con Lioneta, que rondaba por allí y no la vio.
En aquel momento, doña Poppa, que se había despertado sobresaltada, asomaba la cabeza por la cortinas de la lit-clos y doña Crespina se disponía a encender un candil, pero no hizo falta porque doña Gerletta portaba una antorcha, y fue que las habitadoras de la tienda contemplaron a Mahaut y se quedaron pasmadas ante semejante aparición. No obstante, reaccionaron pronto. La naine, la primera, pues que tiraba del vestido de su hermana y ponía boquita de piñón para darle besos; la segunda, la mayordoma pues, en viendo las caras que traían don Morvan y la niña, alisó las cobijas de su catre para que el capitán la depositara en él y, cuando se presentó la condesa a toda prisa y tapada con un jubón por todo avío, la niña ya estaba tendida, eso sí, llorando y temblando y, en otro orden de cosas, mojada, sucia, con el cabello enmarañado, las manos ensangrentadas y con la ropa hecha jirones, a más de tener sed, mucha sed, tanta que con un hilo de voz pidió agua, pero nadie la oyó, porque ya la gente de la expedición se había instalado en la puerta de la tienda y voceaba.
Doña Poppa, que casi se desmaya al verla, se acercó a Mahaut como una tromba, airada, la mar de airada, como si le fuera a propinar dos sonoras bofetadas, tal creyeron don Morvan y doña Crespina, pero no, no, que, tras tropezar en algo, puede que con Lioneta pues no se la veía por allí, se acercó al catre, se arrodilló y comenzó a besar a su hija, uniendo sus lágrimas a las de la niña y, en contemplándola, se mesó los cabellos, levantó los brazos al cielo, como pidiendo clemencia, y le preguntó:
—¿Qué te ha pasado, hija mía?
Respondió por ella don Morvan y le dijo lo poco que sabía:
—Don Guirec la ha encontrado fuera del campamento, con un lancero con el culo al aire encima de ella, en ademán de violentarla, a los gritos ha llegado a tiempo y ha podido salvar a la niña de las garras de ese miserable…
—¡Dios de los Cielos!
—Mahaut, ¿qué te ha hecho el hombre?
—Aya, quiero agua, dame agua…
—Ten, mi niña…
—Mahaut, hija, dime, ¿qué te ha hecho el hombre?
—Ah, más agua, agua, aya…
—Bebe despacio.
—Estaba durmiendo cerca del campamento, escondida en unas matas, y un hombre se orinó encima de mí…
—No te entiendo, hija, deja de llorar…
—Dice, la mi señora, que estaba durmiendo en la dura tierra y que un hombre le orinó encima…
—¡Oh! ¿Y qué más…? Estás destrozada, hija, ¿qué has hecho?
—Si me permite la señora, mejor será que la niña descanse… Le voy a quitar el vestido, va toda mojada…
—Sí, sí, Crespina, que duerma y al amanecer nos dirá… ¡Lioneta, para quieta…! ¡Gerletta llévatela…!
Y es que la naine se había subido al catre donde descansaba Mahaut y daba saltos en la colchoneta. Obedeció la dama y salió con la cría en brazos, pateando y, dormida Mahaut, hubo calma dentro de la tienda de la condesa, que afuera no, pues que una multitud con don Pol, el sacerdote, don Erwan, el abanderado y Loiz, el mayordomo, en primera fila, querían saber qué había pasado, qué desgracia había sucedido, qué disparate, qué tropelía, qué delito había cometido con la niña aquel maldito lancero llamado Willelm, que no era precisamente un desconocido, sino el comisionado por los pobladores de la villa para que hiciera la peregrinación por ellos, el que llevaba una bolsa repleta de dineros para envidia de la mayoría de la tropa, pues que se jactaba de ello a los cuatro vientos.
Pero era que los expedicionarios armaban tanta bulla fuera de la tienda, que hombres y mujeres no se entendían dentro de la misma y que doña Poppa preguntaba a su mayordoma:
—¿Mahaut ha sufrido violencia?
—Yo diría que no, señora. Sangre no lleva y heridas tampoco.
—A ver, déjame ver… Parece que no. —Tal afirmaba la condesa alzando las cobijas, examinando a la niña entre las piernas y sin haberse vestido todavía.
—Asegúrense las damas, que mando ahorcar al agresor de inmediato —sostenía, colérico, don Morvan.
—Esperaremos a que Mahaut nos diga… Envíe el capitán a toda esa gente a dormir, saldremos al amanecer —mandó doña Poppa.
Al oír la orden del capitán, el personal despejó la entrada de la tienda de la condesa, pero se formaron corrillos y no cesaron los murmullos en lo que restaba de noche ni menos los insultos al posible agresor, qué posible agresor, al violador, pues ¿no lo había encontrado don Erwan con el trasero al aire encima de la niña? Con el culo al aire y lo que viene parejo: con el miembro tieso, ¿o no?