Capítulo 5

A diario, doña Poppa de Conquereuil, mujer que fuera del buen conde Robert, oía misa y oraba ante la tumba de su esposo, acompañada de sus hijas, de sus damas y de la tía Adele que, al revés que los demás nobles, había hecho caso omiso a las advertencias de los campesinos que preconizaban copiosas nieves en la región, y hubo de pasar la Pascua de Noel con su sobrina pues fue que, al cumplirse los pronósticos que hacían aquellas gentes mirando el cielo y atentos al rumor del viento, los caminos quedaron impracticables. O talvez fuera que la dama, como acostumbraba, llegó tarde y se le anticipó el temporal, dado que hubo fuertes ventiscas, granizo y más de media vara de nieve se acumuló en las praderas y en la villa.

Ante semejante azote del clima, la señora de Dinard solicitó licencia a doña Poppa para que su cortejo desmontara las tiendas, a la sazón instaladas en la llana de acceso al castillo, mismamente como hicieran las otras compañas de los nobles que habían acudido a las exequias del conde. Naturalmente, la viuda se la concedió y permitió que los sirvientes, que llegaron ensopados y con las botas para escurrir, se hospedaran en la casa, se secaran las ropas en el fuego de las habitaciones de los criados y aun mandó repartirles mantas. Lo que nunca esperó es que en el séquito de su tía hubiera un hombre negro y, claro, se sorprendió y no es que no hubiera oído hablar de que en países remotos vivían hombres y mujeres de tal color. Talvez —se adujo— porque por aquellas latitudes luce un sol abrasador que ennegrece la piel, igual que sucede, aunque menos, por otros lugares donde las gentes son morenas de tez o mismamente en la Bretaña, donde en los días buenos, se pone la piel colorada de tomar el sol, o quizá fuera por obra de Dios, que creó criaturas de diferentes tinturas, para dejar manifiesta su infinita grandeza. Fue que no se esperaba que hubiera un hombre negro en Conquereuil y también que no había visto ninguno, que lo más que había contemplado con sus ojos había sido a hombres blancos con la cara tiznada de negro en carnaval. Y, claro, no dejó de mirarlo, de observar si era igual de cuerpo o si le faltaba algún miembro o si se manejaba mismamente como los hombres blancos, otro tanto que damas, caballeros y domésticos del castillo en virtud de que a todos les había causado la misma estupefacción. Hasta que, ay, cayó en la cuenta de que estaba haciendo con el negro lo mismo que hacían los hombres blancos con Lioneta: mirarlo con ojos de sorpresa de arriba abajo, como queriendo, además, adivinar qué sucedía en el fondo de su alma, si la tenía, pues que también le surgieron dudas sobre el particular. Cierto que, no llegó a contemplarlo con desprecio ni menos con lástima, que era lo que solía hacer el personal con su hija, no. Amén de que, al caer en la cuenta de que estaba actuando como detestaba que la gente hiciera con su naine y por hacer caridad, desvió sus ojos al momento. Y, por supuesto, nada tuvo que preguntar, pues la anciana que, aunque no veía, había captado perfectamente el silencio que se había producido en el gran comedor en el momento en que entraba el negro con el resto del séquito, ya todos vestidos con los colores de la casa de Dinard, para postrarse a sus pies y saludarla, le expuso todo de grado, porque, conforme discurrían las horas, se mostraba más y más habladora y, de seguir así, iba camino de convertirse en una parlotera impenitente.

Doña Adele explicó a su sobrina, y a los que con ella estaban, todos ansiosos de escuchar, que el negro se llamaba Abdul y procedía de la ignota tierra del África, un inmenso territorio situado al sur de la vieja Hispania, en donde vivían, a más de hombres y mujeres, bajo un sol sofocante, ya fuera en grandes desiertos o en selvas impenetrables, toda suerte de animales salvajes desconocidos en la Europa, cuya enumeración y descripción dejó para otro día, pues que estaba con el negocio del negro. Con Abdul, que tenía oscura la piel como todos los hombres de por allá y que profesaba la religión musulmana, como algunos hombres de por allá y, aunque sus oyentes se santiguaron al escuchar que el sujeto era pagano, también pospuso este asunto, porque iba a lo que iba, a aclarar qué hacía un hombre de tal color entre su servidumbre. Y continuó que Abdul era esclavo y que se lo había regalado su marido, don Martín, que haya Gloria, al volver de una de sus correrías por la mar, pues que había sido osado marino, quizá por tener apego a las costumbres de sus antepasados y por sentirse orgulloso de descender del gran rey Nominoe, a más de haber sido hombre fuerte y capaz de permanecer impávido ante las calamidades y zozobras que pudieran surgirle en sus largas expediciones. Y siguió:

—Al terminar las guerras del duque Alano, el que venció a los normandos y pacificó la Bretaña, mi marido, después de combatir al lado de su señor, partióse de Dinard. —Aquí se permitió hacer una pequeña digresión y habló de la ciudad—: Una población fundada por el citado Nominoe, hombre de grata memoria, que concedió unas tierras a unos monjes benitos para que levantaran un monasterio y custodiaran un hueso de San Malo, y otras tierras, más extensas si cabe, a su pariente, el tatatarabuelo de don Martín, para que alzara una fortaleza, amurallara la urbe y defendiera la desembocadura del río Ranee a la par que toda la costa armoricana hasta donde pudiera extender su autoridad… Sería bueno que doña Poppa visitara la ciudad, pues que, a mi muerte, Mahaut será la señora de Dinard…

—Veremos, tía, esperad a que pase el luto…

—Sepan sus mercedes que todos están invitados… Decía que, en una mañana soleada, mi marido levó anclas rumbo al Canal de la Mancha, dispuesto a despojar a todos los buques que navegaren por allá en su regreso a los países del Norte, llevando ocho naves muy bien pertrechadas y una dotación de gente arriscada… Y, en efecto, como los Hombres del Norte volvían a sus localidades de origen con las naves a rebosar de botín, después de haber expoliado los países del mar Mediterráneo, y mi esposo asaltaba tanto a barcos que navegaran en solitario como a flotillas de diez o doce… En una de ésas, tras dar las órdenes oportunas, alcanzar a los enemigos a fuerza de remos, abordarlos, librar batalla con denodado valor, matar a los que oponían resistencia y arrojar por la borda, para que fueran presa de los monstruos de las profundidades, al resto de las tripulaciones, tornó a casa con veinticinco barcos, un inmenso botín de oro y plata, y un esclavo negro. Con Abdul, que era apenas un muchacho y eunuco por más señas…

En este capítulo del relato, la señora de Dinard hubiera tenido que interrumpirse y explicar a sus sorprendidos oyentes qué significaba la palabra «eunuco», pero debió darla por sabida y sintiéndose fatigada, pues que parecía que le faltaba aliento, sin duda, de tanto que hablaba y tan aprisa, pidió permiso a la señora de la casa para retirarse a descansar, y tal hizo. Salió del gran comedor, seguida de sus criados, excepto del negro Abdul, que estuvo un tiempo contestando a la curiosidad de las niñas, que le preguntaban por su color y por los países del África, a más de tocarle rostro, brazos y manos, y admirarse de que tuviera el torso de la mano negro renegro y las palmas grises, hasta que doña Poppa dio por acabado el sobo, que otra cosa no era, e ítem más las preguntas impertinentes y las burlas que empezó a hacerle Lioneta, pues le sacaba la lengua, quizá para resarcirse de las muchas veces que el personal se la había sacado a ella, y lo envió con su señora. Cierto que, los habitadores del castillo tardaron bastante tiempo en tolerar la presencia del negro y mucho más en apreciarlo, pese a que el hombre siempre se mostró discreto, afable y servicial. Don Pol, el cura, se interesó por él y pensó en hablar con la señora de Dinard para que le permitiera enseñarle la doctrina cristiana y, una vez la aprendiera, bautizarlo. Eso sí, la condesa y sus camareras, antes de que dejara de extrañarles la presencia del dicho Abdul, necesitaron saber a la menuda qué era aquello de ser «eunuco» y para qué servía y, Jesús-María, se quedaron espantadas al oír de labios de doña Adele que el esclavo, por orden del primer amo que tuviera en la lejana isla de Sicilia, donde dio a parar tras ser apresado en los países del África, había sido mutilado en sus partes de varón por un cirujano experto en tales menesteres, de tal manera que nunca podría procrear ni yacer con fémina. Que tal hacían los musulmanes con algunos muchachos para destinarlos a ser guardianes de mujeres en los harenes de los ricos o para satisfacer con ellos determinados vicios deleznables en los que por pudor no quiso entrar, aunque los dejó entrever.

El negro siguió siendo la comidilla del castillo durante varios meses y también de la villa, cuando los pobladores se enteraron de su existencia, amén de ser el juguete de Mahaut y Lioneta, que sólo lo dejaban estar cuando había de rezar sus oraciones, cinco diarias, a su Dios Alá. Y era entonces, ido el hombre o el medio hombre, al dormitorio de los criados a cumplir el precepto del profeta Mahoma, cuando las damas aprovechaban para preguntarle a doña Adele por qué no lo había dejado ver antes, pues que, sin duda, hubiera sido objeto de admiración entre los señores que habían asistido al sepelio de don Robert, descanse en paz, y ella respondía siempre lo mismo:

—Todos me lo hubieran querido comprar. Por doquiera que va suscita desmedida curiosidad… Yo no veo ya si es blanco o negro, y el caso es que me sirve bien y es leal.

En la comida de Navidad, la condesa no escatimó y sirvió lo mejor de sus despensas y lo mejor de sus bodegas, amén de que compartió mesa con su tía, sus hijas, los caballeros de su marido y sus damas, y no se olvidó de sus vasallos, pues quiso repartir un abadejo y un costalillo de harina por cada fuego, pero hubo de posponer la entrega de los regalos y, otrosí, que sus vasallos le felicitaran la Pascua, por la mucha nieve que cubría las calles, como se acaba de decir.

Después de la misa de Navidad, con el alba damas y caballeros iniciaron un largo condumio. Fue don Morvan, el más íntimo amigo del conde, el primero que alzó la copa en recuerdo de don Robert, el mejor señor de los señores —tal expresó— y todos la levantaron con él. Ante el gesto, a la viuda se le escaparon varias lágrimas; no obstante, comió pues que era todavía joven e iba recuperando el apetito, lo que alegraba a sus camareras, no fuera, como habían llegado a temer en sus días de agonía, a morir de consunción.

Pese a la ausencia del conde, aquel día todos lo pasaron bien sobre todo escuchando a la tía Adele que empezaba a contar historias y no paraba. Historias, leyendas, cuentos, contarellas o hablillas o, vive Dios, auténticas invenciones o mentiras increíbles, que producían entre sus oyentes gran interés, pero también risas, dudas, incredulidad, miedo y hasta terror.

Como lo que contó de la princesa Dahut, después de hacer una gracia con el nombre de Mahaut, pues que ambos tenían parecido sonido y terminaban en las mismas letras, que, mira, encandiló a toda la concurrencia. Aquello de un río, al que no quiso o no pudo ponerle nombre, que discurría por el corazón de un espeso bosque de la Bretaña, al que tampoco nombró ni señaló su certera ubicación, cuyas aguas, de tan transparentes que eran, resultaban casi argénteas, pero que anualmente en un día de verano, entre San Juan y San Pedro, se tornaban rojas como si transportaran sangre y, ay, que sangre llevaban verdaderamente. Porque cada año el hada Morgana abandonaba la isla de Avalón, surcaba el río sin nombre, ya bajara manso, ya bajara bravo, con su barca y se presentaba en una cueva en la que vivía la princesa Dahut, la hija del antiguo rey Gradlon, que ella misma había convertido en sirena. Y ambas discutían, airadas, sobre si la sangre que corría por el cauce era la del rey Arturo y los caballeros que murieron por él o fueron heridos con él en la batalla de Camlan, como defendía la dicha Morgana, o no lo era como aseguraba Dahut, que siempre le llevaba la contraria sosteniendo con su horrible canto que pertenecía a los muchos hombres que se habían enamorado de ella. Todos a los que Morgana, que era bruja mala, en vez de hada buena, como siempre le había gustado afirmar al definir su oficio, había asesinado con venenos y pócimas, por celos. Por los malditos celos, porque ella nunca en su vida había tenido pretendientes ni menos enamorados. Y se reía Dahut de la dicha Morgana, que rabiaba y gritaba hasta que apuntaba el primer rayo de luz, momento en el que terminaba la porfía entre las dos mujeres, para volver a repetirse al año próximo.

Mucho gustó esta historia a los oyentes, tanto que empezaron a preguntar a doña Adele si tal, si cual, pero la anciana no respondió a las demandas quizá por no perder el ritmo, y empezó con otra historia o cuento, lo que fuere, y dijo:

—Nosotros, los bretones, vivimos en una tierra en la que habitan gigantes malvados y crueles, y dragones sanguinarios, donde los demonios, ayudados por los monstruos marinos, levantan puentes y roban niños… En una tierra que está bañada por un mar bravo que engulle ciudades y bosques, por el que surcan barcos fantasmas que aparecen y desaparecen y donde viven sirenas que enamoran a los hombres y suscitan celos enfermizos entre las mujeres; de lugares prohibidos por malditos, como el cementerio de Carnac, situado cerca de la villa de Vannes, donde un fraile de nombre Cornelio, venido del país de los anglos, empezó a evangelizar la Bretaña en tiempos pasados pero, como encontró mucha resistencia, para conseguir su propósito, tuvo que convertir a todo un ejército que lo quiso matar a poco de que su nave echara anclas en una ensenada y el clérigo pisara tierra… Convirtió, repito, a todos los guerreros en piedras y, allí en Carnac continúan las piedras perfectamente alineadas, a más de las almas de los soldados que siguen rondando por allá…

En este punto de la narración, la condesa y el aya cruzaron mirada, la primera dispuesta a interrumpir a su tía, aunque se lo tomara a mal, pues que tenía miedo, pero como sus hijas —cosas que suelen suceder— estaban entusiasmadas con la narración y le pareció que doña Adele iba a cambiar de tema, no lo hizo. Así que la otra continuó:

—Hay un personaje llamado l’Ankou… que recorre las costas de la Bretaña de norte a sur en una lancha y se dedica a recoger los cadáveres de los difuntos que no están sepultados para que no los devoren las fieras ni las aves carroñeras, haciendo gran servicio a nuestra tierra… Se dice que el barquero es el último muerto del año y que es hombre y no mujer… Así que en ese día, tan próximo ya, que tiemblen los bretones, pues el último en fenecer habrá de sustituir al del año anterior que, por fin, podrá descansar en paz… A partir del día primero, otro barquero tomará los remos de una negra barca…

Oído lo oído, la condesa dio por finalizada la comida, entre otras cosas, porque había caído la noche. Los hombres abandonaron el lugar amedrentados, no le fuera tocar a alguno de ellos ser el barquero de aquella siniestra embarcación; las mujeres aliviadas, pues que, al parecer, lo de la maldición no iba con su sexo; y las niñas muertas de sueño.

Al día siguiente, doña Adele se levantó con un sapillo debajo de la lengua, causado seguramente por haber hablado tanto, y sus camareras hubieron de aplicarle jarabe de genciana con una hila de algodón, para curárselo.

El día de Reyes y para colofón de las solemnidades religiosas, doña Poppa, que había entrado mil veces en los aposentos de su señor marido por ver si había resucitado y, sonriendo como siempre, la estaba esperando en ellos, pues que le parecía mentira que su esposo hubiera muerto —cosas del inmenso amor que le había sido deparado—, llevó a damas y caballeros a aquellas estancias, y les ordenó que abrieran los arcones y que se llevara cada uno un recuerdo de don Robert.

Hombres y mujeres no se hicieron de rogar, no porque les viniera bien un manto o un pellote o unas calzas o una valiosa cadena de oro, no, que el que más, el que menos, de nada carecía, sino por tener un objeto que pudieran lucir en memoria de su señor. Hay que decir que, tras alabar la generosidad de la dama, se aplicaron en abrir arcas y en desparramar trajes y enseres por los bancos, y hasta verdaderos zarrios sacaron, dado que muchas cosas inservibles se suelen guardar en baúles a la espera de darlas o tirarlas, pero es común que el propietario se olvide de hacerlo y allí se queden por tiempo inmemorial.

La primera en elegir fue doña Adele, que era tía carnal del conde y se llevó una cruz de oro que su sobrino había llevado cosida en el jubón en la batalla de Conquereuil. Los caballeros, don Morvan, don Gwende, don Guirec y don Erwan, se llevaron espadas y puñales, algunos de ellos verdaderas joyas, el arco y el venablo de su señor, cosas útiles para un guerrero, después de todo. Las damas, doña Crespina, doña Gerletta y doña Marie Ivonne, cadenas de oro y anillos y, aunque todas echaron el ojo al rico manto de marta cebellina del conde, no se atrevieron a cogerlo, pese a que doña Poppa tenía otro igual. Lo dejaron para cuando las niñas fueran mayores. Para Mahaut, dicho con precisión, porque Lioneta nunca sería mayor, además aunque lo fuera nunca lo parecería y, desde luego, no le sería de utilidad porque, tan chica que era, dentro del manto se perdería.

O sí, o sí, porque doña Poppa ya hablaba sin parar de ir en peregrinación a Roma, a Jerusalén o a Compostela de la Galicia para cumplir el último deseo de don Roben y, de paso, alcanzar el perdón de sus pecados, lo que tampoco vendría mal a los que compusieran la expedición, todos pobres mortales. Pero callaba que lo que deseaba era pedir favor al mismísimo don Jesucristo o a los señores Santos del lugar donde se encaminara para que Lioneta creciera. Y eso, que se entusiasmaban con la propuesta damas y caballeros, y hasta la tía Adele, deseosa de participar en el negocio, le proponía a su sobrina:

—Si me acompañas a Córdoba, adonde quiero ir para que un físico me opere de cataratas, yo voy contigo a la Galicia y me hago cargo de los gastos del viaje…

—Pero, tía, los sarracenos no nos dejarán atravesar la raya de al-Andalus… Recuerde su merced lo que le sucedió a don Roland, nuestro antepasado.

—Tuyo, tuyo, que yo y, de consecuente, tu esposo, procedemos de los Cecereu, familia galo-romana, el más antiguo linaje de la Bretaña, que se unió por matrimonio a la de don Carlos Martel.

—La reina Berta me animó a ir a Roma, me invitó a sumarme a una embajada que en primavera partirá para hablar con el Papa, por lo del pleito que ella y su señor marido mantienen con él.

—De don Robert y doña Berta, mejor no hablar a ese respecto… Pero lo de Jerusalén deséchalo, por lo que más quieras, es tierra musulmana… Sobre Compostela, ojo, que en las Hispanias también hay moros por doquiera… ¡Niñas, dejad a Abdul, por caridad…!

—¡Niñas!

—Venid conmigo, hoy en vez de contaros historias para que hagáis lo propio cuando seáis mayores con vuestros hijos, como acompañaréis a vuestra madre en su peregrinación y, se dirija a donde se dirija, habréis de atravesar el reino de la Francia, vamos a practicar la lengua de ese país. Yo os hablo en bretón y vosotras lo traducís al franco, vamos: Itron Gwerc’hez

Dame la Vierge, Donne-moi.

—Muy bien, Mahaut. Ahora tú, Lioneta: Aotrou Dove

Seigneur Dieu.

—Excelente. Sigamos: Doh a reot ekavot

Selons ce que vousferez, vous recevrez

—¡Bravo, Mahaut…! Con tus hijas, no vas a tener problemas, Poppa, al pasar por la Francia. Eso sí, vayas a donde vayas, no te olvides de pedir cartas de recomendación a condes y duques, pues en todas partes les puede la codicia a la hora de cobrar peajes… En cuanto a lo que te he dicho de ir a Córdoba, olvídalo, soy demasiado vieja…

—No digas eso, tía, nos estás alegrando el invierno con tus historias. Las niñas están entusiasmadas contigo, y yo bien que necesito distraerme para no pensar en mi desgracia.

—A mí el cuento que más me gusta es el del tío Martín —interrumpía Mahaut y le preguntaba a su progenitura—: Madre, ¿en este viaje veremos el mar?

—Es posible que lo veamos, sí. No sé, habré de informarme.

—A mí el de la ordalía, cuéntanoslo otra vez, tía Adele —rogaba Lioneta.

—Con tu permiso, sobrina.

—Sí, tía, sí, comience su merced. Todo lo que nos cuenta es muy grato de oír.

—Abran los oídos cuantos esto escucharen —enfatizó la anciana—, sepan que hace años hubo una mujer, de nombre Gunhilda, que casó con un duque… Ay, no recuerdo su nombre, pero uno de los grandes títulos del Imperio Germánico… Un hombre ambicioso, que se dedicó a conquistar los ducados de alrededor y a someter a las gentes, acallando las insurgencias a sangre y fuego… Y debió suceder, digo, que algunos nobles no acataron su autoridad ni se rindieron a la fuerza de sus lanzas, es decir, los rebeldes a su causa, los que habían sido despojados de sus bienes, que es lo que sucede en toda tierra de Dios cuando llega otro y pone a los suyos en los puestos de gobierno y decisión… Los rebeldes o descontentadizos, lo que fueren, derrotados como estaban y sin rumbo que seguir ni esperanza que compartir, optaron por tomar el camino de la venganza, tal me imagino yo… Para ello tramaron una treta, una añagaza que, si bien nunca podría ocasionar gran perjuicio al señor duque, ay, ¿cómo se llamaba…?, sí que causaría un daño irreparable a doña Gunhilda, mujer de probada virtud. Y fue que aquellos hombres malvados la acusaron ante el tribunal de justicia de su marido, estando ella presente, nada menos que de adulterio, del pecado más nefando del que se pueda culpar a una esposa…

»Y fue que la dama se sintió insultada y ofendida y, aunque defendió su inocencia ante sus camareras, pero, como las gentes del pueblo, las mismas que siempre se habían inclinado a su paso, empezaron a llamarle lo que no era a voz en grito y a escupir en señal de desprecio, ofendida hasta el tuétano, también con los miembros de la Corte y con su propio esposo, que no abría la boca ni para defenderla ni para condenarla, en un arranque de coraje, pienso yo, se levantó del sitial que ocupaba, alzó la voz y dijo: “Deseo someterme a la ordalía… Como noble que soy podría jurar mi inocencia, pero no quiero. Que me juzgue Dios… Y si salgo con vida de la prueba… que mis acusadores sean ahorcados y sus cabezas clavadas en picas en las puertas de esta ciudad para que las alimañas les arranquen sus ojos…”.

»Y un rumor recorrió el patio de armas del castillo de la población y se extendió por doquiera… El caso es que, al día siguiente, la duquesa corrió descalza sobre leños rusientes y, Dios lo quiso, salió ilesa, sin una quemadura, sin una ampolla en los pies, con lo cual quedó demostrada su inocencia, que la acusación era falsa y que no había sido adúltera, máxime porque no la habían juzgado los hombres, sino el Altísimo.

Muchas explicaciones hubieran necesitado las niñas para entender lo de la ordalía de la duquesa Gunhilda, y eso que la habían oído varias veces, pero como en los días anteriores habían interrumpido en demasía a la tía Adele y su madre y el aya estaban educándolas en que los menores no deben detener las hablas de los mayores, porque feo es, no lo hicieron, a más que la dama de narrar una historia, en esta ocasión ciento por ciento verdadera, pasó a impartir una lección sobre la misma a todas las mujeres allí presentes:

—Si sus mercedes, no lo quiera Dios, se ven en el brete de someterse a una ordalía, pues, con motivo o sin motivo, son acusadas de adulterio, aconsejo a todas que si son nobles juren sobre los Santos Evangelios, tanto si son culpables como si son inocentes. En falso, si es menester, en razón de que la mayoría de las féminas que pasan por esa bárbara prueba, ya sea por voluntad propia u obligadas, no salen ilesas como doña Gunhilda, sino quemadas de los pies a los cabellos y fallecen al momento devoradas por las llamas o a las pocas horas tras padecer terribles dolores… Y es que no hay que ir a semejantes trances tan alegremente como lo hizo la señora duquesa… Entre otras razones, porque se puede dar la desdichada casualidad de que el Señor pueda estar resolviendo algún negocio en el ancho mundo y, de consecuente, mirando hacia otro lado, amén de que la ordalía no es un Juicio de Dios, pues que Dios nos juzgara el Último Día a todos los habitantes de la tierra y a caí uno en particular el día de su muerte. Lo de la prueba ordal una falacia creada por los hombres para sujetar a la esposa a la autoridad del marido, pues por una mujer adúltera, hay mi hombres adúlteros.

Y aquí terminó la enseñanza de doña Adele, que fue harto comentada cuando se retiró a su habitación, seguramente porque le había salido otra vez el sapillo bajo la lengua y precisaba genciana, pues que comentaron:

—A doña Adele le ha vuelto el sapillo.

—Claro, de tanto hablar.

—Y tan aprisa lo hace que a veces es difícil seguirla.

—Lo que ha dicho de la ordalía, lo de negarse a ella y jurar, sólo pueden hacerlo las viudas…

—Las viudas no pueden ser acusadas de adulterio, no tienen marido, doña Crespina.

—Lo que quiero decir y ya me entiendo yo es que, si un esposo se queda callado, como hizo el duque de la historia, cuando su mujer había sido acusada de adulterio, con su silencio está otorgando que se celebre el Juicio de Dios y que, aunque doña Gunhilda se prestó a correr sobre los leños ardientes de grado, la mayoría de las mujeres que hayan pasado tal prueba lo habrán hecho obligadas, sin remedio, vamos…

—Doña Crespina quiere decir —aclaró la condesa— que las mujeres mientras tenemos marido estamos sometidas a su guarda y custodia.

—Eso, la señora lo ha explicado muy bien… Quería decir que las mujeres sólo podemos actuar por nosotras mismas al enviudar.

—Hay que ver cómo manda y cuánto dispone doña Adele…

—Y sin que nadie se lo impida ni le rechiste.

—Madre —intervino Mahaut—, ¿yo tendré que pasar algún día por el Juicio de Dios?

—Tú nunca jamás, cuando crezcas serás una mujer honesta, amante de tu esposo y de tus hijos.

—Madre, ¿y yo?

—Tú tampoco, Lioneta, por lo mismo. Vuestro padre y ahora yo os estamos educando en las virtudes cristianas.

—Fe, esperanza y caridad.

—Prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

—Ésas.

A los pocos días de retirarse la nieve, doña Adele de Dinard, que no había mejorado del sapillo y que no podía hablar, pues que le había crecido el bulto y le llenaba toda la boca, poniéndola nerviosa e impidiéndole incluso respirar bien, entregó un pequeño pergamino escrito de su puño y letra a su sobrina. En él se despedía; le agradecía las atenciones recibidas; se ofrecía para lo que menester fuere; le recordaba que había dejado su testamento en custodia en el monasterio de Dinard y que sus herederas eran Mahaut y a su defecto Lioneta y, dado que ambas eran menores de edad, a su muerte ella habría de ejercer la tutela. Luego le pedía que no se olvidara de abonar a sus camareras y servidores, así como a los hombres de armas que defendían su feudo, sus correspondientes pagas, cada un año, el 12 de octubre, día de su cumpleaños; y le advertía que había dejado en su lit-clos, entre la lana de los plumazos, siete saquetes con dinero, para que a su muerte le rezaran mil misas entre todas las iglesias y monasterios de la Bretaña; que le regalaba a ella y sólo a ella, su esclavo negro ya, en aquel momento, por el mucho amor y atenciones que había recibido él, para que le sirviera con dedicación y lealtad, y terminaba diciendo que regresaba a su castillo a prepararse para bien morir. Todo ello mientras su comitiva llevaba rato esperándola en el patio de armas, donde la dama, sin decir una palabra y respirando con ansia, por el maldito sapillo, abrazó y besó en las mejillas a la viuda e hijas de su sobrino, el buen Robert, y dio la mano a besar a las camareras. Y, como aquellas mujeres habían llegado a apreciarse, se emocionaron y juntas vertieron abundantes lágrimas.

Al negro se le pudo contemplar carihoyoso cuando, al despedirla, besó los pies de la dama, porque, obligado, dejaba a una ama que lo había tratado bien y empezaba una nueva vida con otra que, en principio, no parecía apreciarle mucho.

Vaya si se echó a faltar la presencia y hasta la verborrea de la señora de Dinard en el castillo de Conquereuil.

La condesa tornó a su bordado, se sentó en su cátedra, cogió el bastidor y hubo de dejarlo porque le venía el llanto. Cierto que, transcurridos unos días y habiendo asimilado en su sesera lo que había oído decir a varios nobles, aquello de que don Robert entraría en las canciones y que, con el tiempo, violeros y troveros lo equipararían al glorioso don Roland, se animó a volver al bastidor, pero, ante tanta fama que, unos y otros, anunciaban para su esposo, le pareció pequeña la figura que de él había bordado y que estaba a punto de rematar, cuando la desgracia llamó a su puerta. Por eso empezó a descoser.

Las damas la dejaron hacer, para que se distrajera y no se llegara a los aposentos del conde, subiera a la lit-clos y se pusiera a aspirar el olor de las cobijas que, dicho sea, no había dejado cambiar hasta la fecha. O para que no rezongara de la presencia del esclavo negro regalo de la tía Adele, que debía tenerlo en aprecio, pues que se lo obsequió cuando bien le pudo dar un fermal o un anillo de gemas o una cruz de oro y esmalte o un buen repostero que adornara el gran comedor. El negro, ay, que estaba todo el día en sus habitaciones jugando con las niñas, que, mira, mientras a la madre maldita la gracia que le hacía tenerlo allí, las criaturas estaban encantadas con él y hasta podía decirse que le habían tomado cariño. Pero lo que comentaban las camareras:

—La señora no quiere al negro en su presencia, porque le recuerda el exorcismo de Lioneta…

—Claro, el negro es el color del Diablo.

—De demonios bastante tuvimos.

—Recuerdo aquel día y aún me tiemblan las piernas.

—Mahaut le unta la cara con albayalde y el esclavo se deja hacer…

—Es obediente, menos mal.

—Más parece un perrillo faldero…

—Sí, fíese su merced de un salvaje.

—Tendremos que andar con cien ojos. Se dice que en el África los negros se comen entre sí.

—Tiene razón doña Crespina… ¡Un hombre blanco sería bocado apetitoso y cuánto más una niña…!

—¡Par Dieu, doña Marie Ivonne, callad, por caridad!

Y eso.

Y era que, mientras doña Poppa bordaba en su tapiz la figura de su esposo, grande, grande, del mismo modo que los pintores en los frescos de las iglesias representaban grande al Señor Dios y a los Santos pequeñitos, entre puntada y puntada, le venía a las mientes la escena de la muerte del conde que, tras despedirse de ella, caminaba hacia la puerta, y la de Lioneta que salía de entre los pliegues de sus faldas como una flecha y con los brazos levantados para alcanzar a su padre, atinar a desequilibrarlo mediante un certero empujón dado en las corvas de las pantorrillas o más arriba quizá, y aquél se golpeaba la frente contra el dintel de la puerta para, Dios de los Cielos, oír un sonido de huesos rotos, que escuchaba cada vez que rememoraba tan triste suceso, y ver que lo que más quería, tras retorcerse, se desplomaba en el suelo y, muerto o a punto de morir, caía de espaldas y se desnucaba. Y, claro, estremecida, se preguntaba si su hija le había empujado queriendo o sin querer o jugando, pero no le podía preguntar, no fuera a recordarle el suceso y hablara de él delante de alguna criada y ésta, como los sirvientes suelen tener aguzado el oído y larga la lengua, lo contara, corriera el negocio y se volviera a que Lioneta estaba endemoniada y que por tal causa había matado a su señor padre. Cierto que, la cría actuaba como si nada hubiera hecho o nada hubiera sucedido, incluso cuando ella la sentaba en su halda, le levantaba la barbilla y le miraba a los ojos como queriendo llegar a su corazón, pero nada descubría, siquiera el más mínimo sentimiento de culpa, lo único que veía era los ojos de don Robert y había de bajar la vista para no llorar.

Y eso que, aunque había creído que no podría vivir sin su marido, vivía, y hablaba de él a sus hijas, asegurándoles que habían tenido un buen padre y ella un excelente esposo, que había sido un gran guerrero, el mejor en manejar la espada para matar enemigos, el mejor arrojando el venablo, para cazar lobos o jabalíes, el mejor manejando el arpón para pescar enormes atunes, y que mientras Dios les diera vida deberían estar orgullosas de él. Y era entonces cuando sus hijas le preguntaban:

—Madre, ¿por qué se muere?

—Por ley divina.

—¿Cómo puede querer Dios que la gente muera si es la suprema bondad y ama a los hombres?

—Es que unos mueren y otros nacen. Es así, siempre ha sido así desde que nuestros Primeros Padres fueron arrojados del Paraíso Terrenal.

—Madre —demandaba Lioneta—, ¿de cuántas maneras se puede morir?

—De muchas, de muchas…

Y era aquí, o en situación semeja, cuando la dama escrutaba los ojos de su naine, como queriendo penetrar en su corazón, pero no hallaba respuesta a su duda. A aquello que era incapaz de dirimir, si la carrera de su hija, y su funesto resultado, había sido hecho consciente, que bien pudo serlo después de seis años de desprecios paternales, tantos y tan seguidos que, sin duda habrían producido en la criatura intenso dolor y grande odio, o si había sido un hecho casual, provocado quizá por un juego, pues que ya padre e hija andaban amigados. Un juego o una gracia de la niña que desembocó en un fatal accidente con resultado de muerte, cumpliéndose el destino del buen Robert. Y no dejaba de preguntarse el porqué de la disminución de Lioneta, máxime cuando había comido y bebido lo mismo que Mahaut, amén de que eran hijas del mismo padre y de la misma madre, y por qué, par Dieu, una había crecido y otra no, a más de traer dos enormes desgracias a la casa de Conquereuil. Una, por nacer enana, y otra por haber contribuido, al menos, al fallecimiento de su padre.

Sus camareras, como la veían triste, la animaban a ir en peregrinación a donde dijere, a elegir destino, dispuestas ya a preparar el equipaje y emprender el camino cuando entrara la primavera. Doña Poppa, aún sin tener decidido dónde encaminaría sus pasos, mandó a los fieles de don Robert a comprar pertrechos a las ciudades de Nantes y Rennes y a reclutar a una tropa capaz de defender a los viajeros de las posibles acometidas de aquel dicho Almanzor que, según decires dignos del mayor crédito, asolaba las Hispanias y era peor que un demonio. Y a algo importante, a que, tras entregarles sendas cartas escritas por su escribano y rubricadas de su propia mano para el duque de Bretaña y el rey de la Francia, en las que les solicitaba salvoconductos para evitarse portazgos, montazgos, castillajes y cualquier otro pago que pudieran exigirle en su largo recorrido, pues que fuere adonde fuere habría de atravesar sus tierras. Y a algo más importante aún, pues que a don Gwende lo envió a llevar limosna a todas las iglesias y monasterios de la zona para que curas y frailes celebraran millares de misas por el alma de don Robert. Y a todos les dio dineros.

Entre que los hombres iban y venían, Poppa decidió peregrinar a Compostela de la Galicia, para postrarse ante señor Santiago, que era fama hacía muchos milagros, y pedir que, por su intercesión, le fueran perdonados sus pecados y, por Dios bendito, por Santa María Virgen y por toda la Corte Celestial, que Lioneta creciera, y así lo comunicó a don Gwende cuando regresó, con voz resuelta como hacía su marido al ordenar cualquier cosa, sin darle opción a que pudiera opinar. Y fue que el caballero no manifestó contento ni descontento sobre la elección de su señora, que, mira, le daba un ardite ir a un sitio o a otro, al parecer, pues que, como leal vasallo que era, la acompañaría a donde quisiere ir, al Fin del Mundo que fuere, y la serviría.

En el entretanto y mientras sus damas comenzaban a llenar baúles de aparato, doña Poppa quiso saber cuál sería el mejor día para iniciar el viaje, y fue a consultar a una agoradora que vivía en una cabaña en el estanque de Coisma, situado a cinco millas de la población, un lugar placentero donde en verano los villanos solían ir a bañarse en sus transparentes aguas y a comer en familia. Buena sanadora, magnífica agoradora o excelente encantadora la llamaban los que les había ido bien con ella; maldita bruja, los que les había ido mal y embustera los que se habían sentido engañados que, es de decir, eran la mayoría, pues las camareras preguntaron a las gentes de la villa. No obstante y pese a que los informes no eran nada buenos, mandó aparejar unas mulas y fue con sus hijas, sus camareras y un piquete de hombres armados al mando de don Morvan, porque nunca se sabe quién o quiénes pueden aparecer en el camino aunque sea corto.

Conforme la comitiva se acercaba al lugar, con el estandarte del conde abriendo paso, hombres y mujeres advirtieron ciertas señales que indicaban la existencia de la agoradora, sanadora, encantadora o bruja, lo que fuere, tales como retales de tela colgados de los árboles y montoncillos de piedras colocados aposta en los ribazos de la vereda. Lo que maldita gracia les hizo, pero se abstuvieron de hacer comentarios, pues que la señora y sus hijas iban muy contentas. Mahaut en mula, llevando las riendas como si fuera persona adulta, y Lioneta en brazos de su madre.

Antes de que la expedición avistara la casucha, la Kathlin ya sabía, porque le avisaron los perros, que le llegaba bastante gente y que no eran villanos dispuestos a pasar un día festivo al aire libre. Percibía que eran gentes de armas por el ruido que hacían las espadas al chocar con las lorigas, pues que cató en un caldero y se revolvió mucho el agua, haciendo olas y, claro, tomó precauciones. Envió a un cuervo que tenía a ver cuántos eran y fue que, al volver, el ave graznó diez veces, aunque erró pues que eran once, es que el bicho no se percató de la presencia de Lioneta, confusión que no se le puede achacar al animal, pues que era muy menuda.

—Diez —dijo en voz alta la dicha Kathlin—, si traen malas intenciones, pueden robarme y hasta matarme…

Y, como cualquiera se fiaba de los soldados bretones, se volvió hacia levante y en voz baja recitó su mejor conjuro, aquel que, según sostenía, era capaz de paralizar a un ejército de hombres armados o el puñal de un enamorado despechado al que ella, por unos dineros, hubiera prometido el amor eterno de su amada, o el hacha o la guadaña o el garrote de un airado campesino al que hubiera augurado esto o lo otro, etcétera, y azuzó a las gaviotas y a los cormoranes que habitaban por allí, pese a la lejanía del mar y, asistió complacida a sus movimientos, pues que llegado el peligro, como otras veces habían hecho las aves, apenas escucharan una orden suya, atacarían a los venientes picoteándoles hasta hacerles sangre y, atemorizados, volverían grupas a galope.

Cierto que, a la vista de aquella compaña, procedió como siempre actuaba y salió a recibirla gritando su mercancía:

—Por diez peniques, curo las rojeces de la piel y las pupas de la boca; por una libra, el dolor de lumbago; por dos libras, rehago un virgo; por cuatro, deshago un maleficio y enamoro mozas. —Tal dijo abreviando, porque, en realidad, hacía muchas cosas más.

—¿Eres Kathlin? —demandó la condesa, mientras observaba a la agoradora con los ojos muy abiertos, pues era fea, vieja y llevaba la saya sucia y hecha jirones.

—Sí, la mi señora —respondió con voz zalamera, pues que vio en su interpelante a una dama.

—Soy doña Poppa, quiero hacerte una consulta… Te he traído dos gallinas… ¡Doña Crespina, dáselas…!

—Aquí están, señora. Toma tú, enciérralas en el corral, no se escapen y acaben en las fauces de los zorros…

—Un momento, vuelvo enseguida. —Y salió la dicha Kathlin aprisa, todo lo aprisa que le permitían sus cortas piernas y su mucha vejez, para volver con la cara lavada, peinados los cabellos y con una saya nueva, amén de halagada porque la condesa de Conquereuil la visitara—… Ya estoy aquí, mándeme la señora…

—Verás, voy a emprender un largo viaje… Vengo a que hagas agüero y me indiques el mejor día de partida…

—Eso es pan comido, señora. Antes permíteme que te dé mi sentido pésame por el fallecimiento de don Robert… Él venía mucho por aquí…

—¡Ah, sí! ¿A qué venía? —preguntó la dama harto sorprendida.

—A consultar a Kathlin, la más reputada ensalmera de la Bretaña entera…

—Retírense las damas y los soldados, y llévense a Mahaut, vayan a dar un paseo… Don Morvan y doña Crespina quédense conmigo… Don Morvan, ¿es eso cierto?

—Sí, la mi señora.

—¿Qué consultaba?

—De todo, si el duque de Bretaña le mantendría su favor; si tú le seguirías amando y ambos viviríais muchos años; si Mahaut se casaría bien, y hasta cosas nimias, si nos ganaría a los dados por la tarde o si a la mañana siguiente tendría buena caza, por ejemplo… Lo que cualquier hombre demanda a un agorador, en fin.

—¿Y qué más, qué más preguntaba mi señor marido?

—Si Lioneta crecería, la mi señora —aseveró el hombre bajando la vista.

—Si estaba endemoniada, señora, o si alguien le había echado maleficio —terció la Kathlin—. Yo, tras catar decenas de veces en cosa luciente o en agua clara, le dije otras tantas veces que la niña poseída por un espíritu maligno no estaba, que acaso estaría aojada por alguna persona que lo quisiera mal y le invité a repasar su lista de enemigos, pero nunca quiso escucharme y siguió empecinado con el Demonio. Ya sé que un cura de Nantes le echó exorcismo y que no hubo Diablo, sino unas palomas, que anidaban en el tejado de la iglesia, que se echaron a volar… Y es que no hay más que ver a la criatura, tiene los mismos ojos que don Robert, que en paz descanse, ojos avispados, de aguilucho, a la par que bondadosos…

Doña Poppa, a sabiendas de que aquella mujer podía ser una mala persona en traje de buena persona, se acercó más a ella por ver si en ambos ojos tenía dos pupilas en vez de una, lo que se comentaba que distinguía a las brujas en toda la Bretaña, pero no, no, que sólo tenía una en cada ojo. El caso es que la agoradora continuaba:

—Le aconsejé varias veces a vuestro señor marido que me trajera a la niña, para hacerle conjuro y quitarle el mal de ojo, si lo tenía, y a él le preparé varios brebajes y hasta le di a comer criadillas de toro, fritas en manteca, para que aumentara su virilidad y os dejara empreñada esta vez de un varón… Porque, enervado hasta la sinrazón, me decía que mejor su mujer, es decir, tú, la mi señora, hubiera parido una serpiente en vez de una criatura enana, pues que a la bestia le hubiera cortado la cabeza de un tajo, y con ello hubiera acabado con el desasosiego que le llevaba a maltraer…

—¡Santo Cielo! Don Morvan, ¿es eso cierto?

—Lo es, mi señora. Tu marido estaba obsesionado.

—Le propuse también hacer sacrificio a los antiguos dioses celtas. A los buenos, a los de la verdad y la vida, a los llamados Sidhi, por si estaban agraviados con sus antepasados por alguna causa que él desconociera y se resarcían con él, y otro tanto a los Fomori, que son los malos, los de la muerte y las tinieblas… Le insté a montar dos altarcillos, pues tengo algunas figuras de ellos en mi alacena, y degollar dos vacas que quedarían para mí, pero no quiso, me dijo que era demasiado caro… Por una piel de oso, me brindé a untar a la pequeña con sangre de palomo, pero tampoco aceptó…

—¡Santo Cristo! —exclamó la dama cada vez más sorprendida, pues que nunca creyó que su marido fuera hombre dado a los agüeros o al menos de tales agüeros, porque una cosa era preguntar por una fecha propicia —lo que ella había venido a hacer— y otra, muy otra, dar crédito a una embaucadora que hablaba hasta de los dioses celtas. Amén que, no le cupo duda de quién había instruido a su esposo en aquello de los estornudos de su parición y otras maldiciones.

—Yo le decía a don Robert que hay cosas que suceden sin saber por qué, y le ponía de ejemplo a las mujeres de Pont L’Abbé que, pese a que en el pueblo no hay cuestas, cojean todas, mientras que los hombres no padecen tal defecto… Me consta, porque muchas han acudido a mí… Si la condesa lo desea, ya que ha venido hasta aquí, puedo hacerle a la pequeña un contraensalmo por si alguien la ha aojado, aunque diría que no, pero ya que está aquí y como mal no ha de hacerle… Claro que por dos gallinas no, por dos gallinas le diré a vuestra merced que empiece su viaje el día de Pascua de Resurrección al amanecer, porque la luna estará decreciente, pero todavía alumbrará el camino, y nada más…

La condesa, ante semejante proposición, miró a sus servidores pidiéndoles ayuda y ambos asintieron, como diciéndose: «Ya que estamos aquí…», con lo cual hubieron de aflojarse las faltriqueras hasta que a la agoradora le pareció suficiente y cerró la mano, pues que la dama no llevaba moneda encima.

Satisfecha, la encantadora procedió, tomó en brazos a Lioneta, la puso de pie sobre una mesa y le hizo escupir treinta y tres veces, una por cada año de vida del Señor Jesucristo, y luego, teniendo la mano de la niña y arrodilladas las dos ante una cruz, cantó con voz melodiosa:

—Espíritu del cielo escúchame, espíritu de la tierra óyeme, y ambos haced crecer a esta criatura…

Y repitió tres veces el contraconjuro u oración, lo que fuere, para que la escuchara la Santa Trinidad, tal dijo.

No regresó muy convencida la condesa a su castillo, ni por la fecha que le indicó la agoradora, Dios mío, el domingo de Pascua, cuando en todas las casas de la Bretaña se celebraba una gran comida, precisamente para resarcir a los estómagos de los ayunos y vigilias cuaresmales, ni menos por el ensalmo o rezo tan breve que fue además, amén de que la bruja había invocado al espíritu del cielo y de la tierra que, a saber, quiénes eran, porque la Santa Trinidad no era, no.