Los sones de las campanas de la villa tocando a muerto recorrieron toda la Bretaña y la noticia del fallecimiento del conde Robert a causa de un malhadado accidente, a un día saliente el mes de noviembre, conmemoración de San Andrés Apóstol, se extendió por las viejas Galias, llegando al castillo del rey de la Francia y a otros muchos de duques y condes de los cuatro puntos cardinales.
Y fue que la mayoría, a no ser que estuvieran enfermos o impedidos por su mucha vejez, tanto los que lo habían querido bien como los que lo habían detestado o envidiado u odiado, que de todo había, se pusieron en marcha con sus mujeres y sus cortejos para asistir a su funeral, acompañar a su viuda, a doña Poppa de Sein, en momentos tan dolorosos y para conocer a las hijas del muerto, a la bella Mahaut y a la enana Lioneta, sobre todo a esta última pues que la mayor parte habían oído hablar de ella.
Evidente, los primeros en llenar el gran comedor fueron los pobladores de la villa, que se llenaron los cabellos de ceniza en señal de duelo y formaron largas colas para arrodillarse ante el cadáver, santiguarse, inclinarse ante la condesa y salir con premura, como quien dice, pues los caballeros del conde no les dejaban estar más tiempo, siquiera rezar un avemaría o sumarse al llanto de las plañideras. A los tres días, empezaron a llegar los señores que vivían cerca: el duque Geoffrey y su mujer, y el obispo don Hugo, porque residían en Nantes y lo hicieron juntos. Al cuarto día, venidos de París, se presentaron los reyes de la Francia, don Robert y doña Berta, y el obispo de dicha ciudad y el abad de San Martín de Tours, cada uno con sus séquitos, por separado y en un intervalo de pocas horas, por aquello quizá de que los señores reyes vivían en contubernio. Al quinto, lo hizo el conde de Anjou, don Fulques el Negro —el que salía derrotado en el tapiz que bordaba doña Poppa con aplicación—, con su mujer, y también don Odilón, el abad de Cluny que, como todos los clérigos que habían ido llegando, rezó un responso por el alma del buen Robert. Al sexto, se personaron el conde de Flandes y el marqués de Provenza, y al séptimo el duque de Aquitania, este último disculpándose por la tardanza y jactándose de que, desde Tolosa, había reventado diez caballos, lo que de poco le valió pues que el conde de Barcelona, don Ramón Borrell, casi le ganó pues llegó dos horas después, y eso que venía de mucho más lejos.
Y, al décimo día, cuando ya no se esperaba a ninguna personalidad y se daban por venidos los representantes de todos los linajes, y estaba a punto de comenzar el funeral corpore insepulto de don Robert, aún llegó la tía Adele, la anciana señora de Dinard y única pariente del conde muerto, excusándose también y repitiendo lo que siempre decía: que, aunque se propusiera evitarlo, llegaba tarde a todas partes.
En el entretanto, doña Poppa continuó con sus lágrimas y sentada al lado del túmulo de su esposo sin querer moverse ni casi probar bocado ni tenderse en la cama a descansar, aunque algún rato cabeceaba en la cátedra. Claro que, a momentos, había de detener su llorar, cuando abría los ojos y pedía más velas o más plañideras o cuando uno de los caballeros del conde le preguntaba dónde iban a enterrar a don Robert. Entonces, se secaba los ojos, se sonaba la nariz y hablaba con poca voz:
—En la capilla.
—Sí, mi señora, pero ¿en qué sepultura?
—¡Oh!, ni don Robert ni yo previmos mandar hacer nuestras tumbas…
—Hay una en la iglesia del pueblo. Es de mármol, si quiere su merced sacamos los restos y la utilizamos para don Robert… Es muy buena…
—No, no, mi señor marido en un sarcófago usado nunca jamás… Además, ¿qué pasara con el ocupante? No puedo, no debo, turbar su paz… Me maldecirá desde donde se encuentre…
—¿Entonces?
—Que los canteros del pueblo vacíen un bloque de piedra grande, de a lo menos dos varas y media, y labren una lauda, y si no hay tiempo, porque el entierro será el día décimo, luego ya esculpirán su nombre, que trabajen día y noche, que se lo sabré agradecer.
Por ejemplo. E ítem más, cuando se fueron presentando los señores reyes y tantos duques, condes, obispos, abades y abadesas, a los que, después de recibir sus condolencias, hubo de atender y disponer habitaciones, y hasta ceder las suyas a la reina Berta, a más de mandar ahuecar los plumazos y cambiar las cobijas, no fueran las pulgas a picar a sus huéspedes. O cuando, a poco de llegar, el propio duque Geoffrey le indicó, con la mayor sutileza, la conveniencia de bajar el cadáver de don Robert a las mazmorras para que no se descompusiera más, pues que empezaba a heder, y él mismo cargó a hombros con él cuando las parihuelas no cupieron por la estrecha escalera de caracol que conducía a tan sombrío lugar. Entonces, al enterarse del bello gesto de señor con vasallo, también hubo de agradecérselo, pero, cuando el susodicho le instó a que mandara hacer un ataúd emplomado o a que ordenara que lo embalsamaran para evitar la pestilencia, se negó rotundamente alegando que, mientras pudiera no se separaría de su esposo, que agotaría los diez días, y le rogó que no permitiera a nadie, ni a noble ni a villano, bajar a las celdas. Así las cosas, el duque no insistió, pues comprendió su dolor.
En los días de la mazmorra, doña Poppa pasó mucho tiempo en la oscuridad. Ora de pie, poniendo su mano sobre la helada y yerta mano de su marido, a la par que admiraba las facciones de su rostro que, pese a que se habían afilado, no habían perdido donosura, tal le parecía. Ora sentada en los poyetes que rodeaban el habitáculo —las camas de los presos—, bebiendo a pequeños sorbos de un cuenquillo con caldo de presa o pizcando un dulce que le había llevado alguna de sus camareras para que comiera algo. Ora de rodillas en las duras y frías losas rezando por el alma de su esposo y, a todo momento, excusando su presencia en el gran salón, donde las grandes señoras, tras haberse saludado las que se conocían y presentado entre ellas las que se desconocían, tras cruzar las cortesías pertinentes y preguntarse por la salud y estado de sus hijos y parientes mutuamente, pasaban el día hablando sin parar, mismamente como si fueran comadres.
Al principio, las altas damas se lamentaron de la temprana muerte del conde, tan buena espada que era, tan tontamente además, y en este punto coincidieron en que don Robert debería haber adecuado todas las puertas del castillo a su altura. Luego se dedicaron a preguntar a las sirvientas por el paradero de la condesa y a quejarse de que las dejaba solas en el gran comedor y, aun añadían otras que no había salido a recibirlas siquiera a la puerta del castillo y que el protocolo lo dejaba en manos de mayordomos, pero los criados, al ser interrogados, respondían que la señora no quería separarse de su marido; lo que les proporcionaba un enjundioso tema de conversación, pues que ya tenían oído que los esposos se habían amado como no es común. Algo así o mismamente como don Lanzarote y la reina Ginebra, o como el rey Robert y la reina Berta —tal se permitían comentar algunas de ellas sovoz, poniendo cuidado en que no les oyera la interesada—, y hasta sabían la historia del conde náufrago y de la doncella de alto linaje también, y hacían cábalas sobre lo que habría llegado a hacer en su desesperación la buena Poppa de no tener dos hijas que criar. Pero, en cuanto alguna mentaba a las hijas, se armaba cierta algarabía en el comedor:
—¿Dó son las niñas?
—Queremos conocerlas.
—Que vengan.
—Dicen que la mayor es muy bella…
—Vendría bien para mi segundo hijo.
—Si es bella y virtuosa la querré para mi primogénito.
—Yo quiero ver a la naine…
—Se llama Lioneta.
—Dicen que es un monstruo.
—No será para tanto.
—Las malas lenguas aseguran que sí.
—Cuando la veamos, juzgaremos.
—Tengo para mí que doña Poppa no quiere enseñárnosla…
—Se comenta que fue la pesadilla de don Robert y que, por si estaba endemoniada, hizo que le echaran exorcismo…
Él tan galano, tener una hija enana…
Y habiendo visitado cientos de lechos.
Pajares, pajares o burdeles más bien.
Está visto que doña Poppa no atiende a nuestros mensajeros, pero si doña Berta, la reina de la Francia, la llama habrá de acudir.
—Me muero de gana de conocerla.
—Se dice que doña Poppa lleva a la naine siempre escondida debajo de su falda…
—¿Qué dice su merced? ¡Qué guarrada!
—¡Ténganse las damas, no hagan caso a las habladurías!
—¿Y cuando está doña Poppa con la «enfermedad» también?
—Entonces no creo, ¿acaso te tengo que explicar, señora mía, que la pasamos de la silla a la cama, quietas y sin movernos?
—No, no.
—Pues eso.
—Tengo oído que Lioneta es diminuta, como un elfo de los bosques.
—¡Llámela doña Berta, háganos una caridad!
—No tendrá otro remedio que presentarse en este salón…
—Si doña Berta le manda que venga con sus hijas, tal habrá de hacer.
—Hágalo la señora, por favor…
—Mañana es el entierro, y la veremos. Yo también tengo curiosidad por ver a las niñas, y ardo en deseos de consolar a doña Poppa y tener sus manos en mis manos, pero no se deja. Respetémosla, en fin, aceptemos que pase las últimas horas con don Robert de cuerpo presente.
—Ea, pues, si place a las señoras juguemos al ajedrez hasta que llamen a cenar. Hagamos varias mesas…
—Mejor a los dados. Ea, aflójense sus señorías las faltriqueras.
—Vamos, pues.
Al décimo día del fallecimiento del conde Robert de Conquereuil se procedió a su entierro, según costumbre, pues que se dio por venidos a todos los grandes señores. Durante la jornada anterior había quedado preparada la capilla, se había llenado de candeleros con velas buenas, nada menos que de esperma de ballena; se había cavado una fosa al pie del altar e introducido en ella una sepultura de granito color de rosa —la piedra de por allá—, se había dispuesto a su lado una pesada lauda para cerrarla en su momento, con el nombre del muerto y una sencilla cruz, a la espera de ornarla más; se habían colgado magníficos reposteros en los laterales de la iglesia y dispuesto sitiales y reclinatorios para los señores, y también se había trasladado el túmulo de la mazmorra. Y, en otro orden de cosas y a pesar de que los señores eran muchos y el espacio pequeño, como los pobladores, como no podía ser de otra manera, deseaban asistir al funeral, el duque Geoffrey, dado que doña Poppa estaba muy ocupada en el subterráneo despidiéndose de su marido, optó por dejar entrar a diez de ellos, a las primeras diez personas que se presentaran ante él lavadas y vestidas con ropa de domingo, pues que tenía en gran estima la cuestión del aseo y, aunque los que llegaron tarde se enfadaron, no se atrevieron a manifestar su enojo y se conformaron con llenar las escaleras del castillo y el patio de armas.
La viuda había pasado la noche anterior al día del entierro velando el cadáver de su esposo, vestida de negro luto, sentada en el poyete de la mazmorra, con la cabeza de su difunto sobre su halda, pues que los caballeros, al llevarse el túmulo a la iglesia, lo habían tendido allí, y gemiqueando porque llorar ya no lloraba, quizá porque se le habían terminado las lágrimas, dado que diez días de llanto continuado, son demasiados días y excesivas lágrimas. Eso sí, a ratos pidiendo al Señor una muerte súbita para que la sepultaran en la misma tumba que a su marido y señor, aunque hubieren de estar apretados mientras el mundo existiera; a ratos desdiciéndose de sus súplicas, incluso retirándolas con vehemencia y pidiendo perdón a Dios por sus insensatas palabras, pues que tenía dos hijas por las que vivir. Dos hijas que se hacía llevar entre gallos, cuando nobles y plebeyos dormían en la villa, para que nadie las viera, para que nadie rompiera su dolor y, una vez allí medio dormidas, las besaba y les hablaba de la valentía, de la largueza, del señorío y del porte de su padre y hasta las alzaba para que pusieran sus manos en la cruz de su espada. Y ya las despedía, para quedarse sola con él y alisarle los ropones o componerle el cabello y sobre todo para acariciarle el rostro siempre sin hacer ascos a la color que, conforme transcurrían las jornadas, estaba tomando el cuerpo del buen Robert, que de morado se estaba tornando en verdinegro, a más de mostrar grandes ronchas y oler a podrido. Un olor que se expandía ya por el castillo y no se combatía con buenos aromas, y eso que el invierno estaba muy cercano ya.
Llegado el momento, sin que el hedor le echara para atrás, se presentó en las prisiones el duque Geoffrey, seguido de los cuatro caballeros de don Robert y varias camareras de doña Poppa, con unas parihuelas y una tela bordada, muy buena, que resultó ser el estandarte del conde. Las mujeres dieron de beber a la señora y los hombres, tras besarle la mano, retirar la cabeza del muerto de su halda y alzarlo, procedieron. Lo colocaron sobre las angarillas, le recompusieron las ropas, le pusieron la espada recta, lo cubrieron con el paño, con su glorioso estandarte, y lo ataron con cuerdas para que no se desbaratara al subirlo por la estrecha escalera de caracol. Cierto que no se olvidaron de la viuda pues, antes de taparlo para siempre, se volvieron de espaldas para que le diera su último adiós. Según se comentó luego, un largo beso le dio en los labios, en unos labios helados y quizá descompuestos ya por la podredumbre, pues el conde hedía; pero, Dios bendito, qué no conseguirá don Amor, después de todo.
Y ya, cuatro de ellos se echaron a hombros las parihuelas, mientras los otros sostenían sendas antorchas para alumbrar el angosto paso, y las subieron como pudieron, levantándolas, arrastrándolas, como fuere, que doña Poppa, que iba detrás tenida de los brazos por dos de sus damas, cerró los ojos y no quiso ver aquel zarandeo que le revolvía el corazón y le despedazaba el alma, que ya traía partida.
Llegado el féretro al piso bajo, se hizo un silencio sepulcral, pues las plañideras aún no habían empezado su trabajo y las campanas de la población no habían asonado todavía. Un mutismo que no había existido hasta el momento y que debiera haber habido nada más fuera por respeto al muerto, pero que se produjo cuando, acompañadas de su aya, se personaron las niñas para asistir al funeral y su presencia llamó la atención de hombres y mujeres: de reyes, duques, condes, obispos, abades y abadesas, de todos los que tenían curiosidad por conocer a las hijas de los señores de Conquereuil y sobre todo por contemplar a Lioneta. Y, luego, un rumor se extendió por el zaguán del castillo y surgieron cientos de murmullos y comentarios que, por supuesto, finalizaron cuando se formó la comitiva y se inició la marcha hacia la capilla, aunque la mayoría del personal se quedó con la palabra en la boca.
Avanzaron don Hugo, el obispo de Nantes, llevando una cruz procesional, muy buena, cuyas borlas sostenían el obispo de París y el abad de Cluny. Luego, portando las parihuelas, el rey de la Francia, y el duque Geoffrey, delante, ayudados por los cuatro fieles de don Robert y algunos nobles. Seguía doña Poppa, vestida de negro de los pies a la cabeza, velada y con un collar de gruesas perlas de buen Oriente por todo aderezo, caminando, pese al gran dolor que se le adivinaba en el rostro aunque el velo no la dejaba ser vista, con paso seguro y dando una mano a cada una de sus hijas, ambas de luto, y el aya, para atender lo que fuere. Y ya el resto de los nobles y detrás sus esposas por orden de categoría y a cuál más aviada con vestes de luto, como si compitieran entre ellas, y ya la gente de palacio y los diez representantes del pueblo bien lavados y con ropa nueva.
Marchaba la comitiva a paso lento, atravesando el patio de armas en dirección a la capilla, por un pasillo que guardaban soldados con la lanza a la funerala, mientras el pueblo se agolpaba en silencio detrás de la tropa. Las gentes, con ceniza en la cabeza y, las más, vestidas de negro en señal de duelo, se arrodillaban —los que podían, pues que no cabía un alfiler—, se santiguaban, se mesaban los cabellos y las mujeres lloraban en franca competencia con las plañideras mientras los hombres, con el rostro grave, se despojaban de los gorros y también se hincaban de rodillas —los que podían, por lo que va dicho—, demostrando con aquellos gestos el amor que, como buenos vasallos, habían tenido a su buen señor. Lo que holgaba a los señores de buen corazón allí presentes, que no eran todos ni mucho menos, pues que, ante semejantes muestras de dolor, no dejaban de pensar que con ellos harían otro tanto sus buenos vasallos, que ni por asomo eran todos los que vivían en sus señoríos.
Por supuesto que había murmullos entre la multitud, a pesar de que habían visto a los señores atravesando el puente levadizo de la fortaleza y habían oído a sus heraldos anunciar:
—¡Paso a don Geoffrey, duque de Bretaña!
—¡Paso a don Robert, rey de la Francia, y a la reina Berta, su mujer!
Por ejemplo.
Pero como no habían tenido ocasión de volverlos a ver ni habían podido retener sus semblantes, querían saber quién era quién. Quién era el rey de la Francia, el duque Geoffrey, el conde de Tal o el de Cual, o la señora reina quién era de todas aquellas damas, que tan aviadas y enjoyadas iban, que podía ser cada una talmente la Virgen María. Los mismos, o parecidos, cuchicheos que surgieron cuando los villanos contemplaron, o más bien imaginaron en razón de que iba velada, el rostro de doña Poppa, pálido como la misma muerte, que denotaba inmenso dolor, pese a que andaba con paso firme, sin duda, por sus hijas, porque había vivido para don Robert y sus niñas y ahora habría de vivir, bendígala Dios, sólo para las criaturas, eso sí manteniendo el señorío y defendiéndolo de los condes vecinos que, codiciosos, surgirían como setas queriéndoselo quitar y, ante tal posibilidad, los hombres de oficio y menestrales se mostraban dispuestos a ayudarla y a sumarse a su ejército cuando llamara a la hueste contra un conde cercano o contra otro de más allá. Mayores fueron los siseos cuando la multitud pudo observar a las niñas —es menester aclarar que primero vieron a la madre y comentaron tal y cual, y luego a las hijas, porque eran más bajitas y una casi diminuta—, ambas de la mano de su progenitura, recogidas en sí mismas y con la mirada fija en el suelo.
Y aún los nobles no habían entrado el féretro en la capilla, que asonó una trompa en el portón del castillo y todos se asustaron, pues que creyeron que se trataba de las trompetas del Apocalipsis, pero no, no, que era doña Adele de Dinard, que llegaba tarde y pretendía nada menos que entrar con su carroza en el patio de armas, que estaba a rebosar, como dicho es Y se organizó el jaleo consiguiente porque las gentes no podían apretarse más para dejarle paso ni querían dejarle su sitio porque bastante les había costado conseguirlo y estaban dispuestas a defenderlo a puñadas o a puñaladas —que el pueblo alterado es temible— y a no apartarse, aunque recibieran algún latigazo de los lacayos o las ruedas del carruaje de la recién venida les rompieran algún hueso. Ante semejante alboroto, el duque Geoffrey, que era el señor de don Robert, que haya Gloria, detuvo la comitiva fúnebre, entregó las parihuelas a un caballero y fue a ver. A él, las gentes le hicieron paso naturalmente, se llegó hasta la carroza y se encontró con su tía, la anciana señora de Dinard que, al verlo y sin conocerlo, pues que se decía por toda la Bretaña que estaba ciega y con el seso perturbado, dada su mucha edad, se excusaba, ante una sombra, pues que otra cosa no veía:
—Aunque me lo proponga siempre llego tarde y ya lo siento, señor… Vengo al funeral de mi sobrino el conde Robert de Conquereuil… ¿Ha sido enterrado ya? ¿Dó es doña Poppa, su viuda…? ¿Dó es mi sobrino el duque de la Bretaña…? ¿Dó es mi pariente el rey de la Francia…? Soy doña Adele de Dinard… ¿Dó estoy? ¿Estoy en Conquereuil…?
—Sí, tía, sí. Yo soy Geoffrey, tu sobrino. Dame la mano para que te ayude a bajar.
Y la dama le dio la mano a un desconocido, pidió sus andas y fue llevada por sus domésticos al lado de la reina Berta, que le tomó la mano, la abrazó y le dio la bienvenida, suscitando el enojo de otras damas que no iban a su lado, aunque Pertenecían a linajes mucho más antiguos que el de Dinard.
El cuerpo yacente de don Robert fue instalado en el túmulo dispuesto para tal fin. Los nobles principales, acompañados de sus mujeres, presidieron el duelo con doña Poppa y sus hijas ocupando sendas cátedras al lado de la epístola, el resto se distribuyó como pudo, excepto doña Adele que se quedó donde la dejaron sus criados, es decir, en primera fila. Y hubo comentarios, claro, porque la viuda había estado velando al muerto noche y día y despidiéndose del hombre que había amado o rememorando sus buenos ratos con él, cuando Dios mediante, tendría tiempo más que sobrado, y no se había ocupado del protocolo ni había dispuesto que los sitiales correspondientes a las categorías, méritos y honores de cada cual estuvieran reservados conforme a la etiqueta, lo que resultaba incalificable, pero, en fin, como la reina Berta se lo perdonaba todo, en razón de que quizá era la única de las altas damas que conocía el amor, se le podía dispensar y tampoco era cuestión para quejarse.
Mientras los habitadores de Conquereuil suponían lo que sucedía dentro de la iglesia, bueno, imaginar no, pues que todos habían asistido a decenas de funerales, y hablaban de la llegada de la condesa ciega o de las hijas del conde, los mismos murmullos corrían por el sagrado recinto, e incluso otros. Otros más enjundiosos, porque hombres y mujeres podían, por fin, contemplar a satisfacción a la bella Mahaut, a la que nadie quitaba un ápice de hermosura, y a la monstruosa Lioneta, que era más fea de lo que el más fabulador de los mortales hubiera podido imaginar, que era un auténtico engendro, dicho presto.
Y, claro, se distraían y no atendían a la misa de réquiem con el fervor preciso para que el alma del fallecido disfrutara del Paraíso a la diestra de Dios Padre. Al oficio que concelebraban los dos obispos, el abad de Cluny y un sinnúmero de sacerdotes, pues hubo quien contó, en razón de que sabía hacerlo, hasta treinta prestes, cuatro más de los habientes en el funeral del rey Hugo, el primer Capeto, celebrado cuatro años antes.
El abad predicó la oración fúnebre y loó las virtudes del fallecido con una oratoria propia de Cicerón, según comentaron después los clérigos, los únicos que habían oído hablar de este personaje, pero no removió los corazones de los presentes ni por asomo, pues que estaban ocupados en mirar a Lioneta, tan chiquitica que era, la mitad que su hermana que sólo le llevaba un año, tan feica que era, qué feica, espantosa y, además, porque estaban pendientes de que la niña se levantara para poder contemplarla otra vez en toda su mengua o ver cómo, según sostenían las malas lenguas, se introducía bajo la saya de su madre, lo que más expectación suscitaba. Pero no, no, que no tuvieron esa suerte, pues que la naine permaneció sin moverse en su escabel y atenta a la misa, mientras duró la ceremonia.
Además, doña Poppa, a la única que podían haber conmovido las encendidas palabras del predicador, como estaba embargada por el sufrimiento y como ausente, esperando quizá a que su amado resucitara, no se enteró de nada, con ello el orador pudo ahorrarse la alabanza y el obispo de Nantes el sermón, que fue luengo.
Después de la consagración del pan y el vino, dicho el Ite misa est y celebrado que se hubo la Sagrada Eucaristía y, tras el último responso, se procedió a sepultar a don Robert de Conquereuil, hijo que fuera de don Hubert y de doña Mahaut, esposo que fuera de doña Poppa de Sein, padre que fuera de Mahaut y de Lioneta; vasallo que fuera del duque Geoffrey de la Bretaña, que a su vez era vasallo del rey Robert, el segundes de la Francia; amigo que fuera de muchos de los presentes y enemigo que fuera de unos cuantos de los presentes y de muchos de los ausentes. Al vencedor de la batalla de Conquereuil, que l0gro la pacificación de la Bretaña; al nuevo Roland, como lo había llamado el orador, exagerando, por supuesto.
Los portadores alzaron el cadáver del conde, que había sido incensado de continuo por paliar su hedor, y lo depositaron suavemente en el sepulcro. Entonces doña Poppa se acercó, se despojó del collar de perlas —el último regalo valioso que le había hecho su esposo—, se alzó el velo, lloró sobre la joya y la colocó sobre el pecho de su difunto, a la par, que las niñas le dejaban dos ramilletes de violetas, la flor del invierno, y a la par que varias nobles comentaban:
—Qué desperdicio perder semejantes perlas.
—Para mí las hubiera querido.
—Yo se las hubiera comprado muy a gusto.
Los señores principales cubrieron la sepultura con la lauda, pues siquiera dejaron hacer a los villanos tan arduo trabajo.
La reina Berta besó a la viuda y a las niñas en la cara. A Lioneta tuvo que cogerla en brazos, pues que le fue más fácil que agacharse y de tal guisa abandonó la capilla, llevando en un brazo a la naine y con el otro sosteniendo a doña Poppa que parecía iba a desmayarse de un momento a otro.
A poco, después de los pésames a la condesa, que los recibió al lado de la reina en la puerta del gran comedor, dio comienzo la comida fúnebre. Los nobles se sentaron en las mesas y los plebeyos permanecieron de pie en el patio de armas, pero todos comieron hasta reventar, mismamente como si se hubieran perdido las cosechas y fuera a llegar el hambre.
La señora Berta, cuya bondad acreciente Dios, no consintió que la condesa viuda se retirara a descansar o a continuar royendo sus penas o lo que pretendiere hacer en soledad, la sentó a su lado en el estrado que tenía preparado para comer sola, lo cual dio que hablar a duquesas y condesas. A su derecha, situó a la duquesa de la Bretaña, la mujer de don Geoffrey, pues no en vano se encontraba en aquel país y, a su izquierda, a Poppa, y enfrente hubo de dar silla a doña Adele de Dinard, que llegó tarde y ya no había un solo lugar vacante en el gran comedor.
El banquete duró más de doce horas, pues doña Poppa, aunque no se había ocupado de nada y todo lo habían hecho el mayordomo y los guisanderos, sirvió decenas de platos y varias bebidas, pues se empezó con cerveza, se siguió con sidra para los pescados, con vino bueno para las carnes y se terminó con aguardiente de manzana después de los postres. De sólido, los invitados comieron saladillos, sopas, verduras, pescados frescos y ahumados; carnes de ave, de caballo y de vaca; quesos; postres elaborados, como flanes, natillas o leche frita; frutas en compota y dulces variados, etcétera, todo en abundancia.
En el patio de armas, durante las mismas horas, los pobladores se atiborraron de pan, asado de cerdo, queso y vino que, aunque no era tan bueno como el que bebieron los señores, les supo a gloria y, entre bocado y bocado y mientras la capilla permaneció abierta, la gran mayoría de ellos se llegó a visitar la tumba del conde y a rezar una oración por su alma.
Los nobles sólo se levantaron de las mesas para ir a la letrina, ya fuera a vomitar, para seguir apreciando las ricas viandas de doña Poppa, o para aliviar las malas aguas.
La reina Berta, como no podía ser de otra manera pues no en vano era quien era, llevó la voz cantante en las varias conversaciones que se entablaron en su mesa, mientras se aplicaba a un guisote de lamprea. A primeras, preguntó a doña Poppa por el mayordomo, de dónde lo había sacado, dónde el joven había aprendido a presentar el aguamanil con tanta delicadeza, a atar las manutergas de lino al cuello con tanta finura y a retirar y reponer las tablas de comer. O a trinchar las aves y a cortar la carne en finas lonchas, a quitar las raspas de los Pescados, a escanciar los vinos sin derramar una gota fuera de las copas, etcétera, y parecía admirada de los modales de aquel muchacho, que no tendría más de veinte años.
La condesa le respondió que se llamaba Loiz, que había nacido en Conquereuil en una familia de siervos domésticos y que había entrado a su servicio siendo casi un niño de pinche de cocina y, como viera que la dama tenía interés por él, no elogió una sola de sus cualidades ni menos explicó que era él el que llevaba la casa, el que gobernaba dentro del castillo, pues se ocupaba de las fregonas, doncellas y cocineros, a más de mantener las despensas y las bodegas bien surtidas. Sencillamente, como la reina le estaba manifestando confianza, se permitió cambiar de conversación, no fuera doña Berta a encapricharse con él y ella tuviera que cedérselo, cuestión que en vida de don Robert no le hubiera importado, pues hubiera encontrado sustituto e incluso lo hubiera pulido como hiciera con el buen Loiz, pero hizo como si no se enterara en razón de que, en su situación de viuda, debía tener muy en cuenta de qué personas se rodeaba en el futuro, pues que habían de ser capaces para que le ayudaran en la gobernación de su casa, villa y tierras, por eso habló:
—Mucho agradezco a vuestra señoría que haya tomado en sus brazos a mi hija Lioneta y que no la haya mirado mal ni hecho ascos…
—¿Quién es Lioneta? —intervino la tía Adele que, aunque ciega, oía perfectamente.
—Mi hija, señora.
—¡Ah! ¿Te refieres a la segunda, a la naine?
—Sí, señora.
—Yo también la tendré en mis brazos y le daré los regalos que he traído para tus hijas. Una enana es un ser pequeñito, por lo demás igual a los de talla acostumbrada, creo yo…
—Gracias, tía, gracias, además es muy lista… Decía, doña Berta, que…
—Nada tienes que agradecerme, Poppa. Sencillamente, la niña es naine por herencia de don Pipino, que esté en los Cielos. La he llevado en brazos muy a gusto y ella me hacía cariños en la cara, claro que se me ha corrido el albayalde y el rojete de las mejillas…
—Oh, lo siento, señora.
—No, no, pedí mi azafate y yo misma me he recompuesto detrás de un cortinón… Una cosa quiero dejarte clara, Poppa, si te sucede algo, Dios no lo quiera, me ocuparé yo de tus hijas, lo digo aquí ante testigos…
La duquesa de Bretaña, que todavía no había intervenido en la charla, tras pasar una fuente de salmón ahumado a las camareras, que permanecían de pie cerca de sus señoras, para que comieran y dar en la boca un trozo de pan a cada uno de los cuatro perros que rondaban en torno a la mesa, lo hizo por vez primera:
—Si es menester, yo también atenderé a tus hijas como si fueran mías, querida Poppa; he hablado con don Geoffrey y hemos convenido en que, si falleces, las cuidaremos nosotros. Don Robert, que en paz descanse, era vasallo nuestro y como sus señores actuaremos, eso sí, si faltamos nosotros deberán tutelarlas los señores reyes, según las leyes del vasallaje que imperan por estos países…
—Aquí estoy yo también, señoras, que soy la pariente más cercana… Claro, que soy muy mayor ya, demasiado… Sabed que he cumplido setenta años…
—Pues los lleva muy bien su merced.
—Hay que ver, Adele, qué aprisa caminas con ayuda del bastón, como si fueras moza.
Estoy ciega, me he quedado ciega… Pero eso no me ha impedido hacer testamento, todo lo mío se lo dejé a Robert y, a su defecto, a sus hijas, con derecho a acrecer entre ellas…
Doña Berta cambió de tercio:
—Poppa, deberías aprovechar estos días en los que encuentra en tu casa toda la grandeza de la Francia y ajustar el matrimonio de Mahaut… Yo te aconsejaré bien…
—Es pronto, señora.
—No, no, querida Poppa, desde mañana mismo debes empezar a pensar en todo…
—Sí, señora.
Apuntaba el alba cuando la viuda logró meterse en la cama, que ni fuerza tenía para mantenerse en pie ni para subir los escalones de la lit-clos, por eso se quedó al instante dormida, sin rezar sus oraciones, sin acordarse de su esposo, sin reparar en si la vianda que había servido en la comida fúnebre había sido poca, suficiente, mucha, demasiada o excesiva, ni si los nobles habían quedado saciados ni si los vasallos habían quedado hartos, ni si habían venido tantas gentes por acompañarla a ella o por ver a Lioneta; y tampoco fue a visitar a sus hijas. Tan agotado estaba su cuerpo que pidió lo suyo. Y eso, que cayó en un pesado sueño.
Mediodía era cuando la señora de Conquereuil abrió los ojos y no por ella, que talvez hubiera estado durmiendo hasta el fin de sus días, sino porque doña Crespina, el aya de sus hijas y su camarera mayor, preocupada por la tardanza en despertar de su señora, entró a mirar si respiraba y, al ver que sí, dejó pasar a las niñas que se subieron con ella a la cama y la acariciaron y la besaron y, como le vino la llantina, hasta sus lágrimas bebieron, para terminar llorando las tres. Las cuatro, pues que el aya también gemiqueaba:
—Consumatum est…
Tal decía una y otra vez repitiendo las palabras del exorcista, las únicas que sabía en lengua latina, salvo las de la misa y algunas oraciones, queriendo decir que había pasado lo peor para animar a su señora, a sabiendas de que le llevaría tiempo recuperarse de la falta de su esposo y, todavía más acostumbrarse al paso del matrimonio a la viudez, tan amarga que es si se había amado al fallecido.
Doña Poppa se lavó la cara y las manos en una jofaina y se dejó vestir por sus hijas. La pequeña subida en la escalerilla de la lit-clos le sujetó los cordeles del corpiño y le calzó los zapatos. La mayor le untó albayalde por el rostro, distribuyéndoselo muy bien, pues era presumida y luego, como su madre no quiso rojete, por el luto, embadurnó la cara de su hermana y la suya también, con lo cual la dama, al verlas de tal guisa, sonrió por primera vez en once días.
Y en ésas estaban, en una de las habitaciones de las camareras, pues que doña Poppa hubo de ceder la suya a la reina, como ya se dijo, las niñas hurgando en el azafate de su madre, sacando los pomos de aromas y aplicándoselos la una a la otra, y metiendo los dedos en los ungüentos; la madre desayunándose un cuenco de leche con sal con desgana, cuando se presentó en la cámara la mayordoma mayor de doña Berta, anunciándole que la soberana deseaba hablar con ella y que llevara a las niñas.
Ah, que la condesa se dio prisa y, a poco, se arrodillaba ante la reina, otro tanto que sus hijas, a la par que observaba que las camareras estaban haciendo el equipaje. Por lo que preguntó:
—¿Se prepara para marchar, doña Berta?
—Sí, hija, el rey y yo queremos pasar la Pascua de Nadal en París. Es tiempo de regresar, no vayan a sorprendernos las nieves…
—Sepa la señora que agradezco infinito su presencia aquí, y que nunca la olvidaré.
—Primero nos iremos nosotros, luego se irán los demás… Te quedarás sola, pero yo te tendré en mi corazón y rezaré por ti… La viudez, si ha habido amor en el matrimonio, es muy triste. El mismo dolor que sientes tú, querida Poppa, lo padecería yo si el rey Robert falleciera, porque lo amo tanto o más que tú quisiste a tu Robert… Lo contrario que me ocurrió con don Eudes, mi primer marido, cuya muerte me resultó una liberación…
—Bien dice la señora, que yo he vivido para don Robert desde el día en que lo conocí, lo mismo cuando estaba a mi lado que mientras esperaba su regreso.
—El tiempo pasará, Poppa, y tu dolor se irá diluyendo hasta dejarte una imagen cada vez más borrosa de la faz del que fue tu esposo, un gran soldado, por otra parte. Que talvez, quién lo sabe, con el tiempo ocupe lugar en los cantares, pues que don Odilón, el abad de Cluny, en la oración fúnebre, lo parangonó con don Roland. ¿Lo oíste, hija?
—Pues, a decir verdad, no pude escuchar nada, tanta amargura llevaba dentro de mí…
—Se te pasará el dolor y, cumplido el plazo, te quitarás el luto. Además, como eres muy joven, condes y duques te pretenderán…
—No sé, la mi señora.
—Bueno, si alguna vez te pesa demasiado la soledad, dímelo, te buscaré un buen marido. Y en cuanto a comprometer a Mahaut, en unos meses me dices alguna cosa e intervendré de mil amores en la concertación de su matrimonio.
—Por el momento, no puedo pensar en nada. Además, quizá me vaya en peregrinación, mi marido y yo hablamos de ello muchas veces…
—¿En peregrinación, adónde?
—No decidimos si ir a Roma, a Jerusalén o a Compostela… Verá, su señoría, queríamos ir por nuestras hijas. —Tal dijo la condesa mirando a Lioneta.
—¡Ah, lo entiendo!
—¡Niñas, dejad al perro, le vais a hacer daño y os morderá!
—Déjalas, Poppa. Al bicho le gusta jugar… A Jerusalén no te lo aconsejo. El Santo Sepulcro está, hace varios siglos ya, bajo soberanía musulmana y no sabes cómo tratan esos hombres a sus propias mujeres. Además, las tienen encerradas en sus harenes, como si estuvieran presas, y no les permiten salir a la calle, e incluso viven, comen y duermen, salvo cuando yacen con ellas, separados… No, no, tengo para mí que en la Ciudad Santa no sería bien recibida la visita de una condesa cristiana, máxime porque a los mahometanos, como son muy morenos, casi negros, tal se dice, les gustan mucho las mujeres rubias y de piel clara… No vayas por lo que más quieras, no te vayan a raptar. Fíjate qué botín, después de matar a tu compaña, conseguiría el califa o algún noble de por allá: a Mahaut y a ti, además, ¿qué sería de la pobrecita Lioneta?
—Sí, su señoría tiene mucha razón, no iré.
—Ve a Roma. Dentro de poco, el señor rey, mi marido, va a enviar una embajada a tratar con el papa Gregorio, ya sabes, por ese pleito que mantenemos con él, pues nos quiere excomulgar por habernos casado siendo primos hermanos…
—Algo tengo oído, la mi señora.
—Una pesadilla, hija, que nos hace ir por el mundo arrastrando una pesada cruz, mismamente como la del Señor Jesucristo camino del monte Calvario, pero dejemos este asunto no quiero amargarme el día… Te he dicho lo de los legados Para que te sumes a la expedición con tu gente y así vas acompañada. Saldrá en primavera… Pero, vayas a donde vayas, reza por mí, porque tengo para mí que estoy empreñada y esperando mi sexto hijo, que será el primero de don Robert y el heredero del reino de la Francia…
—Lo haré, señora. En cuanto a mi viaje, no sé. Ya comunicaré mi decisión a su señoría… Cuando vuelva de donde vaya, Dios mediante, fundaré un convento en estas tierras, lo dotaré bien y quizá ingrese en él con Lioneta, cuando Mahaut esté comprometida y viviendo en la Corte de su futuro marido. La próxima primavera sería un buen momento para iniciar mi peregrinaje… Lo haré por mi difunto, por mí y por mis hijas.
—Tenme al tanto, escríbeme y me dices, te ayudaré en lo que pueda.
Aquellas hablas fueron interrumpidas por la mayordoma de la soberana, que le avisó de que su equipaje había sido instalado en los carros y que el señor rey la estaba esperando, dispuesto a iniciar el viaje de regreso, en el patio del castillo.
Se apresuraron ambas mujeres y, como hacía un frío húmedo que calaba hasta los huesos, pidieron sus capas y se presentaron raudas en el zaguán del castillo, donde los reyes iban a recibir homenaje de boca y manos de todos sus vasallos allí presentes. El duque Geoffrey cedió su primacía a doña Poppa, que fue la primera en despedir a sus señores, y las segundas, sus hijas. Doña Berta volvió a coger a Lioneta en brazos, la besó en las mejillas y permitió que la cría le correspondiera y hasta se excediera en el besuqueo, pues que, a decir de dueñas, le dejó abundante baba en la cara.
El real cortejo, con los estandartes desplegados, partió camino de París. Don Robert montando magnífico alazán y doña Berta en soberbio carruaje, ambos embozados en sendas capas de armiño, que cada una valía una ciudad.
Primero al rey, luego al duque de Bretaña, después a los otros señores, obispos, abades y abadesas, en cuatro días doña Poppa despidió a hombres y mujeres agradeciéndoles a todos su presencia.
Y, ay, al duque Geoffrey mucho más. Pues que, al decirle adiós, al arrodillarse ante su señor, él le tomó las manos y la alzó y, al momento, anunció en alta voz que la confirmaba en la tenencia del castillo y tierras de Conquereuil con la misma autoridad que había ostentado el fallecido don Robert, que en Gloria esté. A la par que le ofrecía su amparo y su espada mientras viviere, e instó a la gente de la casa de la dama y a la población de la villa, que también participaba en la despedida, a obedecerla y amarla como si fuera el conde, y volvió a repetir lo de la espada, que era una clara amenaza y, vive Dios, lo que más mella hacía en las seseras de las gentes, ya fueran nobles o plebeyas, a cambio de que doña Poppa le diera hombres para sus guerras y se personara en Nantes, cada un año, el día de San Dionisio para rendirle homenaje. La dama, con lágrimas en los ojos, volvió a arrodillarse y quiso besarle los pies, pero el duque no se lo permitió y le tuvo la mano, mientras la duquesa le daba sendos besos en la cara y le entregaba a Lioneta que, mismamente como había hecho la reina Berta, la había cogido en brazos. Hecho este que holgó a doña Poppa, pues lo que pensaba mientras alzaba la mano para decir adiós a sus señores:
—Si dos damas tan principales han tenido en brazos a Lioneta, será que ya no causa temor ni repugnancia, que ya las gentes no la consideran monstruosa.
A lo que respondió doña Crespina porque la dama había hablado en voz alta:
—Dios oiga a la señora.
En los cuatro días que emplearon los señores en abandonar Conquereuil, doña Poppa recibió tres propuestas de matrimonio para Mahaut, todas buenas y, claro, no las rehusó, sencillamente, dada su situación, pospuso cualquier respuesta. Y, Santo Cristo, lo que nunca hubiera esperado, dos para ella, nada menos que dos, muy buenas también, y éstas, aunque le halagaron, pues que los pretendientes mentaron su donosura y sus muchas prendas, las rechazó de plano, es decir, con decisión, si bien no con altivez o grosería, que de ese modo nunca lo haría.
Se despedían los señores de la condesa y entre ellos, citándose para la próxima primavera en Barcelona, donde, Dios mediante, algunos se manifestaban dispuestos a personarse en la llamada Marca Hispánica, con sus tropas bien pertrechadas y con las espadas bien afiladas para participar en la batalla que tuviere el joven conde Ramón Borrell, pues, según sostenía el dicho, en las Hispanias los nobles y tenentes de fortalezas y ciudades mantenían guerra constante contra los musulmanes, poderosos enemigos de la cruz, que todas las primaveras acometían contra los reinos cristianos quemando campos, envenenando ríos, asolando ciudades, como había sucedido, poco ha, en Barcelona, donde el moro Almanzor, un demonio donde no haya otro, no había dejado piedra sobre piedra y otro tanto había hecho en Compostela de la Galicia, causando gran mortandad entre las gentes y repartiendo hambre por doquiera pisaba su caballo.
Oído lo oído de labios del mozo, doña Poppa, pese a que se sobrecogió al escuchar que Compostela estaba, o podía estar, destruida, que no le quedó clara la situación de la ciudad, le agradeció su presencia de esta guisa:
—Señor don Ramón, nunca olvidaré que hayáis venido al funeral de mi difunto.
—Había oído hablar de don Robert, señora, y he de deciros que siempre admiré su valor en las batallas… Entrará en la leyenda, será el nuevo Roland…
—Si necesitáis dineros para reconstruir Barcelona, decídmelo…
—No, gracias, señora. No obstante, podéis rezar por que muera el maldito Almanzor.
—Lo haré, señor. Dadle parabienes a vuestra esposa de mi parte.
—A vuestros pies, señora, le daré vuestros saludos a doña Ermessenda.
Y así, se fueron despidiendo uno a uno. Las damas, las más, tomando en brazos a Lioneta, las menos, haciéndole un cariño en su espantoso rostro que, pese a que, ya no producía náusea ni asco ni aprensión, al parecer, no había cambiado un ápice y seguía siendo tan feo como otrora, amén de que su cuerpo no había crecido una pizca. Más si lo hacían era por imitar a la reina Berta y a la duquesa de Bretaña. Y mientras los hombres le tocaban la cabeza.
Doña Poppa aliviaba su ánimo a cada cortejo que partía de su castillo, pues que las risas y las voces de los nobles se le venían clavando como puñales en el corazón desde que, enterrado su marido, se dedicó a atenderlos, y anhelaba paz y sosiego.
La que no pudo salir de Conquereuil, pues que cesó el viento del noroeste, dicho gwalarn por allá, y se presentaron las nieves, fue doña Adele de Dinard, seguramente porque se retrasó en mandar hacer su equipaje o por aquello que decía que siempre llegaba tarde a todas partes. El caso es que se quedó a pasar la Navidad con su sobrina, lo que le vino bien a Poppa, y eso que nunca se habían visitado y, en consecuencia, no se habían conocido hasta el día del entierro de don Robert, pero fue que, aunque a momentos, su verborrea le resultaba agotadora, llenó el vacío que habían dejado los nobles en el castillo y, aunque la viuda lloró a lágrima viva en la soledad de su lecho y en las visitas que a diario hacía a la tumba de su buen esposo, algo se distrajo, pues que la anciana, pese a su ceguera, mantenía la cabeza muy bien puesta y pudo aconsejarla en esto o aquesto, a más de contarle multitud de historias.