El primero en llegar a la capilla, sin haberse preparado ni mortificado pues no se lo permitieron las premuras del conde, fue el exorcista. Entró por la puerta del patio de armas y se sorprendió de que el párroco de la villa, un dicho don Pol, hombre virtuoso y prudente, lo estuviera esperando. Pero le vino bien la presencia de su compañero, pues le pidió su bendición y, una vez recibida y en su compañía, se encaminó al altar y le fue solicitando lo que necesitaba para la buena práctica del exorcismo: una estola de color morado, una cruz, una imagen de Santa María, un ejemplar de los Santos Evangelios y un lebrillo con agua bendita y, como ya había de todo e incluso más, pues que el rector hasta había dispuesto la arqueta de las reliquias de la iglesia sobre el ara del altar, don Hoel, tras agradecerle su colaboración, se postró boca abajo en el suelo cuan largo era con los brazos en cruz.
Y de tal guisa se encomendó al Señor, a Santa María Virgen y a la Corte Celestial, pues que iba a necesitar la ayuda de todos para expulsar al Demonio del cuerpecito de Lioneta. Digamos que a un supuesto diablo o diablesa, dado que la niña posesa no lo estaba como había conjeturado consigo mismo, si bien su padre, el conde, se había empeñado en que lo estuviere y él carecía de valor para desairarle. A un supuesto espíritu malévolo que, por hacer daño tanto a la cría como a sus progenitores, no le dejaba crecer, cuando lo que, en realidad, sucedía era que don Robert se sentía herido en su orgullo, quizá el peor pecado de todos, pues era el que había llevado a rebelarse contra Dios al mismísimo Luzbel, el Príncipe de las Tinieblas que, desde muy antiguo, desde antes de la creación del hombre, se ocupaba de repartir el Mal por el mundo con una innumerable cohorte de acólitos.
A poco, se presentaron en la capilla don Robert, doña Poppa y la naine Lioneta, seguidos de un séquito de caballeros y damas. Los señores ocuparon sendas cátedras al lado de la epístola y la niña un pequeño escabel entre sus padres.
El preste, que sabía cómo proceder, se colocó bien la estola, pidió venia al señor conde, éste se la dio e inició el rito, lo que prescribía el canon, el número que fuera del concilio que fuera, que no era momento de tratar de recordarlo. Situado en el centro del altar, se santiguó, carraspeó, y renovó con todos los presentes las promesas del bautismo. Luego clamó con voz enérgica, pues que era menester proceder con resolución contra el Maligno:
—¡Lioneta de Conquereuil, ven aquí!
La niña, a una señal de su padre, caminó hacia el altar sin temor, pues que ya conocía al preste y porque su madre le había mandado que hiciera lo que le ordenara el señor cura y respondiera a sus preguntas sin echarse a llorar, diciéndole:
—Cuando te llame don Hoel, el sacerdote de Nantes, vas y contestas a sus preguntas con dulzura si te habla con modos, pero si te grita u ofende, lo haces como cuando riñes con Mahaut… Bueno, no tanto, no tanto, sencillamente respondes alzando la voz, pero con seguridad y aplomo. Deberás tener en cuenta que, aunque tú estés sola delante de él, puede que no hable contigo, sino con otro aunque no lo veas, si fuera así te callas y no abres la boca. Estoy segura de que lo sabrás hacer, confío en ti. Yo estaré sentada muy cerca, si te encuentras apurada, me llamas, que acudiré en tu auxilio, ¿lo entiendes, hija mía?
—Sí, madre.
—Pues dame un beso.
—Mil besos, madre.
Siguiendo las instrucciones de su progenitora, la niña caminó a pequeños pasitos hacia el altar, a su marcha y, por supuesto, un murmullo corrió por toda la capilla, pues los que allí estaban, que cada vez eran más numerosos, pudieron contemplarla en toda su pequeñez, pese a que no se había hecho público que un sacerdote venido de Nantes iba a exorcizar a Lioneta. Si tal sucedió fue quizá porque ninguna persona, salvo sus íntimos, había visto a la cría en toda su disminución, pues que, al salir de las habitaciones de su madre, se escondía entre los vuelos de su saya o de la de su aya, como se dijo arriba y, claro, al verla, unos exclamaron:
—¡Ah!
Y otros:
—¡Oh!
Y otros:
—¡Pobre criatura!
O:
—¡Pena da!
O:
—Es como una rata.
O:
—Hace bien el conde.
—El conde hace mal, esto no es negocio del Demonio.
—Don Robert ha perdido la razón…
—¡Silencio!
—La señora no cree en esto, no hay más que verle la cara.
Es menester aclarar que ver, lo que se dice ver, pese a que en el altar había decenas de velas alumbrando en varios candeleros, se veía poco. Que las dueñas que hablaban de la mala cara de doña Poppa la imaginaban, pues que los condes estaban en la penumbra, otro tanto que el gentío que crecía por momentos, tanto que no cabía un alfiler.
El que había de poner a prueba sus dotes para la representación y hacer teatro era el exorcista, entre otras razones porque, como se apuntó ya, no creía que Lioneta estuviera poseída. Pese al temor que llevaba dentro, pues que el Demonio, estuviere o no estuviere en la criatura, siempre podría vengarse de él, sacó buena nota cuando la niña se plantó delante de él y le sonrío, pues no se emocionó, y sobresaliente cuando, al iniciar la ceremonia, la bendijo y le asperjó agua bendita y ni la criatura ni el posible Diablo que ocupaba su cuerpecito hicieron gesto que anunciara presencia alguna, y siguió sin inmutarse. Luego se recogió en sí mismo, alzó los ojos al cielo y oró:
—Ruego a la Divina Providencia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, libre a Lioneta de Conquereuil de las molestias del cuerpo…
Y los presentes respondieron a una voz:
—Oremus…
El exorcista, tras solicitar a la Santa Trinidad gracia para poder conjurar al Demonio, imaginó que existía verdaderamente y le ordenó con recia voz, como se hace con los inferiores para que obedezcan:
—¡Sal de ella!
Repitió textualmente las palabras que, según el evangelio de San Marcos, había pronunciado Jesús para arrojar al Maligno de un poseso, pero el espíritu inmundo que ocupaba el cuerpo de la niña y no la dejaba desarrollar no habló ni gritó ni escupió ni blasfemó ni menos emergió de la boca de la naine como una vorágine asustando a todos y, mira, que las gentes, excepto doña Poppa y sus camareras, incluso lo sintieron pues esperaban contemplar un prodigio. El preste mirando a Lioneta, que no se canteaba, continuó:
—El Señor Jesucristo, según se lee en el evangelio de San Mateo, dio potestad a los Apóstoles sobre los malos espíritus y, en el de San Lucas, para echar a los demonios, por eso yo, Hoel de Nantes, cura exorcista y, de consecuente, heredero del poder de los Santos Apóstoles y por orden de don Hugo, mi obispo y pastor, te conmino a ti, Demonio, que vives en el cuerpo de Lioneta de Conquereuil, a que salgas ahora mismo y vuelvas al Infierno.
Pero tampoco hubo señal. El cura siguió:
—¡Habla, maldito, déjate oír…! No me vas a engañar, sé que estás en ella… ¡Hazte ver y te arrojaré a lo más profundo del averno en el nombre de Cristo! ¡Por Cristo vivo, sal…! No creas, no pienses, que me aturdes con tu silencio… Te haré salir con las armas de las palabras y con los incendios de la oración… Niña, no sonrías.
Tal dijo en voz alta y en voz baja y respiró hondo para tomar aliento, que falta le hacía pues todos los poros de su piel rezumaban agua. A un gesto suyo, se acercó el párroco con la cruz y permaneció a su lado, entonces, tras aliviarse el sudor de la frente con un renegrido pañuelo que sacó de la bocamanga, se dirigió a Lioneta, que no dejaba de mirar a su madre, que a su vez le hacía señas con la mano para que permaneciera quieta, y le pidió:
—Lioneta, da mihi dextram manum…
Obedeció la naine. El hombre estrechó su manita y, teniéndosela, entonó unas letanías y cantó un salmo. Después, llevó a la niña a un estrado e inició el Santo Evangelio:
—Initium Sancti Evangelii, secundum Mateo —que era naturalmente el de la hija de la cananea, la endemoniada del capítulo 15, 21-28.
Después sermoneó largo y con mucha prédica sobre los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne, haciendo especial hincapié en la «carne». Lo cual molestó al conde, que carraspeó y el preste lo entendió, pues terminó rápido pidiendo a presentes y a ausentes que se mortificaran para no caer en el pecado y que rezaran por Lioneta.
Luego don Hoel de Nantes se acercó a la niña, le puso las manos en la cabeza y volvió a increpar al Demonio. Los rostros de los asistentes se animaron, pues que habían venido creídos de que iban a presenciar un milagro, un prodigio pero, como nada sucedió, tornaron al desánimo, y algunos ya enfilaban la puerta, enojados además, rezongando que la «monstrua» seguía siéndolo, porfiando entre ellos además, en razón de que la criatura no estaba endemoniada. Unos, sosteniendo que mejor para todos, pues que tener un demonio en el pueblo cosa mala era y, otros, alegando que habían venido a ver al Diablo y que no lo habían visto —como si fuera grato de ver, como si hubieran ido de fiesta— y, otros, repitiendo que de la pequeñez de la niña tenía la culpa su padre, el señor conde, que no había sabido poner freno a su apetito desenfrenado de carne de mujer, o aquel antiguo rey llamado don Pipino el Breve, que haya Gloria, cuyo nombre casi todos oían por vez primera. Pero fue que, antes de terminar, el preste —por eso de intentarlo que no quede— volvió a imponer las manos en la cabeza de Lioneta y que, a la par, emergió del maderamen de la techumbre de la iglesia una bandada de palomas, armando mucho jaleo, pues las aves son bulliciosas por su natura, y las gentes, creyendo que se trataba del Diablo que alojaba Lioneta en su cuerpo, como estaba esperando un milagro, no necesitó más y, tras agacharse para evitar que las aves les rozaran la cabeza, pues volaban alocadas en busca de una salida, estalló en aleluyas y gritó:
—¡Milagro, milagro!
El primer sorprendido fue el padre de la niña que, rabiando, como no debe el buen cristiano en razón de que no había observado ninguna manifestación demoniaca a lo largo toda la ceremonia, ya consideraba inútil el exorcismo y, el muy bestia, sopesaba la posibilidad de arrojar a su hija al río atada de pies y manos para alcanzar sosiego en esta vida, aunque el parricidio, que estaba dispuesto a cometer, le llevara derecho al Infierno por siempre jamás. El segundo fue el cura, pues que había agotado su imaginación y sus buenas intenciones, y ya no era capaz de continuar con aquella celebración innecesaria y se mostraba dispuesto a postrarse en el altar de la iglesia y reconocer que se había equivocado en sus pesquisas delante de todos los asistentes, a reconocer que no había Demonio y a entregar su cabeza al conde, para que hiciera con ella lo que quisiere. Pero, hay que decirlo, le vino bien que una bandada de palomas abandonara su nido, revoloteara, alocada, por la iglesia y saliera por la puerta, veloz, como alma que lleva el diablo.
Al oír los aleluyas y los gritos de las gentes, Lioneta, que se había comportado como si fuera una persona adulta, se meó piernas abajo, pero nadie se enteró y mejor, porque, de haber visto el charco dejado, apreciable para un ser tan pequeño, algún malicioso hubiera podido acusarle de sacrilegio, por orinar en lugar sagrado, y talvez todo hubiera vuelto a empezar. El caso es que fue a buscarla su madre y se la llevó en brazos, y sin apercibirse en principio de la meada, claro que, aún no había dado dos pasos que la notó, pero continuó, alta la cabeza y sin mirar atrás, hasta recogerse en sus habitaciones, donde ordenó cambiar a la criatura, y es más, mandó al aya que quemara las ropas que llevaba, pues quería, al parecer, borrar toda memoria del exorcismo. Pero no pudo porque, aún no había tomado asiento y pedido una tisana, que ya sus damas abrían las ventanas y le narraban a la menuda lo que sucedía en el patio de armas, tarea vana, pues que oía netamente las voces de las gentes, ya fueran de alabanza al Señor, ya fueran de parabienes para el cura que gritaba con orgullo:
—¡Todo ha terminado felizmente, laus Deo…!
Y es que, después de que el conde le palmeara la espalda y le diera la enhorabuena con efusión, las gentes también le mostraron su contento. Hombres y mujeres se aproximaron queriendo felicitar al autor del milagro, ante la complacencia de don Robert, que dejaba hacer y veía, albriciado, cómo un grupo paseaba al clérigo a hombros e ítem más, cuando se acercaron para tocarle y besarle los pies, o para que los bendijera, creídos de que aquel hombre santo, don Hoel de Nantes, sería capaz de perdonarles los pecados que hubieren cometido sin pasar por el confesonario mismamente, o parecido mejor dicho, como había hecho con Lioneta, y a él acudieron gentes honradas, las más, pero también envidiosos, maledicentes, calumniadores, alcahuetes, comerciantes que sisaban en el peso de los alimentos y malintencionados de todas las especies, mientras el homenajeado, henchido de gloria, pues era hombre mortal y, de consecuente, proclive al halago, los bendecía, les imponía las manos en la cabeza y se dejaba besar los pies. Pero fue que la multitud no se conformó con las bendiciones y, como empezó a correr de boca en boca que era hombre santo, quisieron algo de él que llevarse a sus casas, un trozo de la estola, un retal de su hábito, para que les librara de todo mal, y empezaron a arrancarle la túnica; y las bragas le hubieran quitado, pero intervino el conde y la algarabía se terminó. Pues que alzó los brazos pidiendo silencio y, una vez conseguido, anunció que iba a dar de comer a todos para celebrar el éxito del exorcismo y ya dio las órdenes oportunas para que sacaran los tocinos que habían asado en las cocinas y, en efecto, a poco, los guisanderos empezaron a servir bandejas y bandejas de carne, odres de sidra y canastas con pan —todo en abundancia— y las gentes se arremolinaron alrededor de tan opíparas viandas. Por ello no se apercibieron de la caridad que llevó a cabo su señor, que se quitó la preciosa capa que llevaba y, superando en generosidad al mismísimo San Martín de Tours, se la puso al cura sobre los hombros, que estaba en bragas, como dicho va, y hecho este que también les hubiera dado que hablar.
El conde, siempre acompañado de sus caballeros y del preste, comió con el pueblo, contento, muy contento, pues, de tanto en tanto, escuchaba a sus vasallos comentar entre ellos:
—Don Robert es un buen señor.
La fiesta se prolongó hasta sobretarde, pues, a más de mucha comida y sidra, los gaiteros asonaron sus instrumentos y hubo baile.
Desde las ventanas de los aposentos de doña Poppa se pudo ver todo lo que sucedía en el patio de armas del castillo, lo del cura, que lo dejaron en bragas, lo del paseo a hombros; lo del banquete que no produjo envidia pues allí se comió lo mismo y en abundancia también. Y, en otro orden de cosas, lo que no se conoció en el patio: lo de la meada de Lioneta que, aunque se pretendió tapar, fue imposible, en razón de que la condesa, sin recriminar a la niña, pues que bastante había tenido, ordenó al aya, quizá por no tener ningún recuerdo del acto, quemar en la chimenea las ropas que había llevado durante el exorcismo y que estaban mojadas. Y fue que, al ser consumidas por el fuego, echaron olor pestífero que llamó la atención de las camareras y fue menester aromar la habitación. Al saber a qué obedecía la quema, más de una receló sobre si el Demonio se habría ido con las palomas o si se estaba yendo en ese momento por la chimenea, y se santiguó por si acaso; pero lo que pensó:
—Ahora o antes, váyase al Infierno enhorabuena.
A medianoche, doña Poppa, al escuchar voces y canciones por las escaleras de la torre y reconocer la del conde y la del cura, tras mandar a sus damas a la cama, se dijo para sí:
—Los dos van muy borrachos.
Y para todas:
—Váyanse sus mercedes a descansar.
Y durmió de un tirón, como hacía tiempo que no dormía.
Don Robert despidió al exorcista con la excusa de que pronto entraría el invierno aun cuando, a decir verdad, faltaba más de un mes. Le dio carta para el obispo de Nantes en la que encomiaba su labor y dos buenas bolsas de dinero, una para él, otra para don Hugo. Lo cierto era que le cargaba la presencia del preste. Era que, después de haber triunfado contra el diablo y de haber liberado a Lioneta, en reconocimiento a su labor y por cortesía había de atenderlo y llevarlo en su séquito como si fuera un caballero más, entre otras razones, porque el pueblo seguía llamándole «Santo», quería tocarlo y besarle los pies por donde anduviera y, dicho pronto, porque las gentes le prestaban más atención que a él mismo y, de consecuente, le tenía celos. Además, que el hombre no callaba y a toda hora estaba mentando el bendito día del exorcismo, y hablando de lo que hizo en la ceremonia y de lo que no hizo, pues que inventaba, como le hacían saber los mesnaderos a su señor. Y era que, cuando el preste se emborrachaba, pues gustaba del vino, las palomas se convertían en águilas y aun luchaba contra ellas en fiera y desigual batalla hasta conseguir arrojarlas de la iglesia, y otras sandeces, porque, en puridad, no sabía mantener la espada en alto ni menos manejar el venablo como demostraba cuando lo llevaban a cazar jabalíes. Amén de que, harto de vino, alzaba la copa y brindaba diciendo siempre la misma frase en voz muy alta:
—Consumatum est.
Las últimas palabras que pronunciara el Señor Jesucristo antes de morir en la cruz. Cierto que quería decir que había terminado con la posesión que padeciera Lioneta, pero lo decía con tal soberbia que molestaba al conde y a sus caballeros, en realidad, a sus compañeros, pues le habían acompañado en mil batallas, y sucedía que los únicos que podían mostrarse engreídos por aquellas latitudes eran ellos. El señor de Conquereuil por serlo, y los demás por ser amigos y leales camaradas del dicho señor.
Por eso el conde despachó al cura. La condesa lo despidió con cortesía, pero no le agradeció nada, siquiera cuando el clérigo pronunció las palabras que, de un tiempo acá, tenía siempre en la boca, lo del consumatum est, siquiera le dio limosna, ella que era tan generosa, sencillamente, besó su crucifijo y le dijo:
—Váyase el señor cura enhorabuena y lleve mis respetos al obispo don Hugo.
Y no le permitió que dijera adiós a las niñas, ni menos a Lioneta, que tanto le debía, según él, pues que la dama constató lo que ya decían del preste los domésticos del castillo: que, tras llevar a feliz término el exorcismo, el éxito se le había subido a la cabeza y que, de haber llegado a Conquereuil siendo ejemplo de humildad, se iría, se iba, siendo hombre ensoberbecido hasta el tuétano, pues que, imitando al conde, había cambiado hasta los andares y los modales, amén de que trataba a los criados con desprecio, como si fueran esclavos, lo que no era de sacerdote, siquiera de cristiano.
Tal y como esperaba la condesa, Lioneta no creció el negro de una uña ni en un día —que hubiera sido milagroso— ni en dos —que hubiera sido extraordinario— ni en un mes —que talvez hubiera sido factible—. Por lo que constató lo que siempre había defendido: que su hija nunca había estado endemoniada, por mucho que su marido hubiera deseado que lo estuviere y que egoístamente hubiera solicitado el exorcismo para descargarse de sus culpas. Pero no, que no lo había conseguido, que don Robert, aunque fingía alegría cuando la visitaba en el lecho o cuando se llegaba a sus aposentos a escuchar cómo sus damas tocaban la viola o el laúd o, cuando la llamaba a los suyos para que oyera a unos troveros o a unos gaiteros o a unos pastores que tocaban el caramillo con maestría, aparentaba una satisfacción que no tenía.
E ido el exorcista que, en público, le había servido para que sus vasallos lo miraran mejor y, en privado, de entretenimiento pues el hombre había sido la comidilla en las largas sobremesas que mantenía con sus caballeros donde todos se habían dedicado a sacarle los defectos que tenía y hasta los que no tenía, como, además, empezó a aburrirse, pues era imposible salir del castillo por la mucha lluvia que no dejaba de caer, de nuevo le dio a pensar. Esta vez en que el exorcismo no había sido de utilidad, pues que Lioneta no había crecido lo que mide un grano de trigo.
La condesa, consciente de que su esposo volvía al punto de partida, hacía como que no oía y cambiaba de tema, mismamente como hacen muchas esposas con sus maridos sobre temas baladíes, que otra cosa es en cuestiones mayores, que entonces son capaces de llegar a hacer bondades rayanas en la santidad o realizar maldades asaz crueles. Y mentía piadosamente aduciendo que era pronto para que Lioneta desarrollara que, cuando llegara la primavera y crecieran las plantas y las flores, la niña también lo haría, guardándose muy mucho de mentar tanto a los antecesores de don Robert como a los suyos propios. Y no sólo le instaba a que mantuviera la esperanza, mismamente como ella hacía, sino a acercarse a la niña, no fuera, durante el largo y lluvioso invierno que se avecinaba, a tornarse otra vez iracundo, y le rogaba:
—Inténtalo, hazlo por mí.
Y el marido, que la amaba sobre todas las cosas, como pasaba muchas horas en la cámara de su esposa, pese a que, al principio hubo de sujetar la basca que le venía a la boca, probó, vive Dios, a hacer lo que no había hecho hasta la fecha, a mirar a Lioneta y no un instante ni un momento, sino un ratito y luego hasta más tiempo. Y un día, ante el contento de su esposa, le acarició la cabeza y, otro, se atrevió a hacerle un cariño en la mejilla y, otro, sentó a su naine —nótese que la llamaba «su naine»— en sus rodillas y, otro, cuando la niña le besó en la cara, se dejó hacer y en los días que siguieron él era quien pedía besos, decenas de besos, a sus hijas sin hacer distinciones entre ellas y sin que la «monstrua», que seguía tan espantosa de faz como el día en que vino al mundo, le produjera repulsión, ni que a veces le dejara alguna baba. Lo cual, Dios de los Cielos, alarmó a su mujer, a sus caballeros y a las damas que asistían a los condes en los aposentos de la señora, pues que los padres en la Europa toda no besaban a sus hijas en la cara, les daban su mano, y amén, pues no era cosa de hombres besar a sus descendientes. A más que, un beso, bien, más cuando no le había hecho un cariño a la enana desde que naciera, pero tantos, por muy castos que fueran, que lo eran, no.
Aquella actitud con Lioneta, aquel paso del negro a lo blanco, del desamor al amor, del golpe y del empujón al cariño y a la zalamería, llamó la atención de doña Poppa, pues la reputó exagerada y, aunque conocía que la mayoría de las personas tienen ánimo tornadizo, observó a su marido e incluso lo interrogó en el lecho:
—Don Robert, mi amado don Robert, ¿te sucede alguna cosa?
—No.
—¿Te aburres?
—No.
—Pronto llegará la Pascua de Navidad y haremos fiesta en el gran comedor…
—Haz lo que gustes.
—¿Bailarás conmigo?
—Claro. —Vaya, que el conde estaba poco hablador.
—Dime qué te pasa. A veces pareces ausente…
—Nada, nada.
—A mí no me engañas, te conozco mejor que tú. Cuéntame tus cuitas…
—Creo que me ha venido melancolía…, quizá tenga mal de mar o alguien me haya echado mal de ojo…
—El mar está muy lejos de aquí.
—Algún mal viento…
—¡Ah, no!
—Entonces es mal de ojo.
—Que no, después del exorcismo, tus vasallos te honran más si cabe, si hubiera flores te las echarían al paso de tu caballo…
—Talvez fuera el exorcista.
—¡Qué va, qué va, era un buen hombre…!
—¡Era un sandio!
—Hizo a satisfacción lo que vino a hacer.
—¡No te creerás tú que el Maligno se fue con las palomas!
—No.
—Entonces me vienes a dar la razón.
—Es que Lioneta no estaba poseída por ningún demonio. Te lo he dicho mil veces.
—Pero yo me empeciné en hacerle exorcismo.
—¿Y qué?, ya está hecho y olvidado.
—Es que cuando acaricio a Lioneta y pienso en el exorcismo, creo que el poseso era yo…
—Por Santa María bendita, no digas necedades. Tú eres hombre virtuoso… Dios nos puso a prueba cuando Lioneta nació malformada, y ya lo hemos aceptado los dos… Desde el exorcismo, que no le hizo ningún mal a nuestra hija, pues no se enteró de nada y te lo digo yo, vivimos más felices en este castillo…
—Yo no, no sé…
—¿Cómo que no sabes? Se te nota en la mirada, ya no descargas animadversión contra la niña, al revés, se ve que la quieres tanto como a Mahaut y también ella se acerca a ti como a su padre que eres y tampoco destila odio contra todo el género humano como antes hacía, ya no echa rayos por los ojos y trata mejor a los criados, y eso que siguen mirándola… Tengo para mí que las gentes, doquiera que se encuentre, nunca dejarán de observarla y que, mientras viva, ésa será su cruz: ser enana, aunque tal deformación nunca le impida manejarse como a persona de mayor talla…
—Seguiremos hablando de esto.
—Ea, sí, ve a entretenerte un poco.
—Salgo un rato, parece que llueve menos.
—Sí.
Y lo que le advirtió doña Poppa al verlo distraído cuando se disponía a abandonar la habitación:
—¡Cuidado con la puerta! —Y lo que se dijo para ella—: A ver si pasa pronto el invierno y el duque Geoffrey lo llama a la hueste.
Fue que, del mismo modo que llegará el fin de los tiempos, la Muerte —la única verdad existente en este mundo— se personó inesperadamente en la fortaleza de Conquereuil y pidió lo suyo. Con su presencia le llegó la hora al conde Robert y se cumplió su destino —ese hecho cierto cuya fecha no está recogida en ninguna parte y contra el que ya se pueden tomar precauciones o andar con los ojos muy abiertos o rogar al Todopoderoso larga vida, que vano es, pues la «Señora» llama a todas las puertas sin distinguir entre castillos o chozas.
No extendió la Señora Muerte un manto negro sobre el caserío de la población que sobrecogiera los corazones de las gentes o presagiara una calamidad, no, al contrario, precisamente aquella mañana había dejado de llover, se habían levantado las nieblas y lucía un cálido sol invernal por la Bretaña. No es que el día del Apóstol San Andrés fuera jornada festiva en la que se conmemorara alguna gloria pasada, no, era día laboral, es decir, un día cualquiera. No es que hubiera cambiado el ánimo del conde ni que hubiera dormido mal o le hubieran vuelto las pesadillas que otrora le había causado la naine Lioneta, ni menos que los señores hubieran porfiado y se hubieran recordado mutuamente a sus antepasados, no, que no se habían oído voces en sus habitaciones ni, como sucediera otrora a menudo, el padre, enfuriado, hubiera pegado a la enana y la madre hubiera acudido en socorro de su hija, la hubiera atendido y le hubiera pasado la mano, haciéndole el cura-sana, cura-sana, por el chichón que apuntara en su frente o por el moratón de su brazo, a la par que reprochaba a su marido su mala acción, que no, que no era eso.
Fue que, lo que había de suceder, llegó y no del modo que habían avisado las gentes y seguían machacando los agoreros: aquello de que el día menos pensado a don Robert le vendría la cólera a la boca y, sin poderla reprimir y ciego el raciocinio, mataría al fruto de sus entrañas, a Lioneta, su vergüenza y penitencia, pese a que en las últimas semanas parecía quererla tanto como a Mahaut, que no, que tampoco fue tal.
Ocurrió que, en la antesala de los aposentos de doña Poppa y tras despedirse de su familia, el conde anunció a sus caballeros que irían todos, hombres y mujeres, a dar un paseo para tomar un poco el sol y secarse la humedad. Y los hombres fueron saliendo sin rechistar, pese a que los caminos estarían llenos de barro, y las mujeres corrieron a aviarse. El aya se llevó a Mahaut pero a Lioneta no la encontró, y eso que la buscó con la mirada y la llamó. Con ello el matrimonio y la pequeña quedaron solos en la habitación, ésta escondida entre los vuelos de la saya de su madre. Y fue que don Robert enfilaba hacia la puerta y que la naine salió de su escondite, o refugio, lo que fuere, y fue tras él. ¡Qué ir, corrió tras él con los brazos levantados! ¡Qué correr!, inició carrera loca, como si estuviera dirigida por el diablo o como si fuera una rata perseguida por un gato, como ella solía correr, en fin, y que, Dios de los Cielos, Santa María bendita, empujó a su padre por las corvas de las pantorrillas o más arriba, en los muslos, haciéndole caer, con tan mala fortuna que el hombre, que era muy alto y había de agachar la cabeza al pasar bajo cualquier puerta, impelido por el impulso que llevaba su hija, se dio un golpe en la frente contra el dintel de la puerta y, ay, que sonó a huesos rotos. Y no fue que las corvas de las pantorrillas o los muslos del conde fueran el punto débil del susodicho, como lo fuera el talón del bravo Aquiles, no, que don Robert carecía de puntos débiles, al menos que se supiera, o sencillamente tenía los puntos débiles comunes a todos los mortales, ocurrió que Lioneta le fue, le arremetió quizá, por la espalda y que la espalda del señor de Conquereuil era tan débil como la de cualquier mortal, en razón de que el ser humano no tiene ojos en el occipucio y de que él, él, muerto ya, mientras había estado vivo no había sospechado de ningún peligro en el momento de abandonar el aposento de su esposa, con lo cual el juego o el ataque que le causó la muerte le cogió desprevenido, porque muy otra cosa hubiera sido si hubiera intuido que se preparaba contra él alguna maldad.
El caso es que doña Poppa, que había seguido la escena con sus ojos, al oír ruido de huesos rotos, gritó y corrió hacia su marido, pero no llegó a tiempo de amortiguarle la caída, pues que se golpeó en la frente y, pese a que se retorció, al desplomarse, talvez inerte ya, volvió a darse en el cráneo y, en viéndolo muerto, pues que ni una mirada tuvo para ella, puso los labios en sus labios y, eso sí, aspiró y se quedó con su último aliento cumpliendo, sin saberlo, el postrer deseo de su buen esposo. Para entonces y antes de que irrumpieran en el aposento los caballeros y las damas, Lioneta ya se había ocultado, a su izquierda, entre la mucha tela de la saya de su madre y se había meado de nuevo piernas abajo.
Cuando llegaron los mesnaderos y las camareras se encontraron al hombre más alto quizá del reino de la Francia muerto en el suelo, a doña Poppa arrodillada a su lado y besando sus labios y, como no vieron a nadie más por allá, no se acordaron de la naine ni sospecharon de ella ni supusieron nada ni luego, pasado el tiempo, fueron capaces de imaginar, que su señor no había muerto accidentalmente, sino, ya lo hiciera queriendo o sin querer, a manos de su propia hija, cuando era quizá la niña de menos talla del reino de la Francia y posiblemente hasta de la Europa toda. Además, contemplando a su señor de cuerpo presente, nadie les tuvo que explicar qué había sucedido, pues a la vista estaba que don Robert, por una vez, por una maldita vez, se había descuidado y no había agachado la cabeza al pasar por la puerta, Dios se apiade de su alma.
Las mujeres lloraron. Los hombres, uno, dos, tres y hasta cuatro, examinaron el cadáver y los cuatro movieron la cabeza y se recogieron en sus corazones, lo único que podían hacer, pues los usos sociales no les permitían llorar. No obstante, la inmensa pena se reflejaba en sus rostros.
Mientras las damas querían alzar a doña Poppa y los caballeros decían de trasladar a don Robert, descanse en paz, a sus habitaciones para lavarlo de los malos humores y vestirlo antes de que alcanzara el rigor mortis, para luego depositarlo en un túmulo, acorde con su dignidad, en el gran comedor y que los habitadores de la villa le rindieran su último homenaje, la noticia salía de la torre alta del castillo y se extendía rauda por la población, tan aprisa que, antes de que se presentara don Pol, el párroco de la villa, con los Santos Óleos, las campanas de la iglesia ya tocaban a muerto.
A duras penas consiguieron las camareras levantar del suelo a su señora y sentarla en una cátedra, pues que lloraba a lágrima viva y ni los cariños que le deparaba Mahaut le aliviaban, pues, tan aturdida estaba, que no era capaz de abrazarla para compartir el dolor que ambas llevaban en sus corazones, ni hacer otro tanto con Lioneta que, toda meada, se le había sentado en el halda y también le hacía zalemas queriendo consolarla y lloraba a la par que su madre y su hermana. Es menester dejar patente que la reciente viuda no rechazó a la pequeña homicida, y eso que había visto lo que había visto y que había amado a don Robert con todas sus potencias y sentidos desde que, siendo mozo, naufragara en la isla de Sein.
Mientras los hombres trasladaban el cadáver de su señor a sus aposentos en unas parihuelas y lo dejaban en ellas en vez de acomodarlo en su lecho —ya se ha comentado la complicada aunque útil, factura de la cama bretona—, en razón de que no hubieran podido operar, en las habitaciones de la señora, al quedar expedito el lugar donde el conde cayó muerto, las camareras observaron unas gotas de sangre y el charco de la meada de Lioneta, y levantaron los ojos al cielo y hasta se santiguaron creyendo que eran lágrimas de su señora, y no se extrañaron de que fueran tantas, pues que bien sabían del gran amor que la dama había profesado a su marido y señor.
Llorando salió la condesa hacia los aposentos de don Robert, de tal guisa anduvo y así llegó, pues que no dejó la llantina en muchas horas. Por eso fue incapaz de hablar o de dar órdenes, por ello lo hicieron todo sus damas, mientras ella le tenía la mano al muerto, sentada en un escabel para no desmayarse, a la vista de los fieles de don Robert, de los caballeros, que le habían seguido en sus guerras, en sus paces y en sus holganzas, cuatro personajes que todavía no tienen nombre en esta historia, pero que ya lo tendrán. Los mismos que, una vez aviado el cadáver y tras besar la mano de doña Poppa y darle sentido pésame, asistieron en primera fila a la administración del sacramento de la extremaunción que llevó a cabo el párroco de la villa, y ya se encargaron de preparar el túmulo del difunto en el gran comedor, de llevar muchos cirios para el velatorio y abundantes imágenes, amén de desplazar el féretro a hombros.
A la viuda no dejaron de atenderla sus camareras, esas mujeres que han estado pululando por estas páginas y que tampoco tienen nombre, aunque también se les dará, pero lo más que hicieron fue acercarle pañuelos limpios y retirarle los mojados, pues doña Poppa era un río de lágrimas y, pese a que, quisieron consolarla y hablarle de lo que se dice en ocasiones semejantes: que don Robert había sido un gran hombre, que sentían su muerte por ellas mismas pues lo habían tenido en grande aprecio, pero sobre todo por ella, por la condesa, pues conocían el grande amor que le había profesado, o que, aunque era día de duelo, presto habría de levantar cabeza, pues que le quedaban dos hijas por las que vivir, o que el tiempo todo lo cura, pese a tan buenos consejos, no conseguían que su señora dejara la llorera un momento ni que bebiera una tisana bien cargada de melisa y valeriana o que se levantara de la cátedra y saliera a la almena a respirar aire puro o que comiera algún alimento, que le llenaría el estómago y le haría bien, o que se acostara y descansara un ratito que fuera, en el lecho vacante para siempre de don Robert o en el suyo propio.
Nada lograban aquellas mujeres de buena voluntad, porque a doña Poppa se le habían juntado dos penas: el fallecimiento de su esposo, al que había amado hasta la locura desde que sus hermanos lo encontraran a punto de morir en una barquichuela a la deriva en la playa grande de la isla de Sein… ¡Ah, qué tiempos felices…! Los cuatro mozos cabalgando por el dicho arenal y siempre ganando la carrera el buen Robert, el mejor de los condes del duque Geoffrey, la mejor espada del reino de la Francia y, en otro orden de cosas, el mejor de los maridos, pues que la consideraba, la dejaba hablar y dar su parecer en tal asunto o tal otro, y sobre todo la amaba… El mejor hombre en la cama talvez —tal se aducía—, aunque no había conocido otro varón en semejante trabajo… El mejor padre —y en este punto de sus pensamientos a la dama se le ensombrecía su blanco rostro y le brotaban incontenibles más y más lágrimas—… porque había sido el mejor padre para Mahaut, pero un mal padre para Lioneta, aunque en los últimos tiempos se había arrepentido de su proceder y hasta se había convertido en un padrazo. Y era aquí, Señor, Señor, al analizar esta cuestión, cuando una segunda pena venía a juntarse con la primera, porque no en vano había sido ella la única espectadora de la muerte de su esposo y no podía dejar de preguntarse por qué Lioneta había salido de entre los pliegues de sus faldas y había corrido como alma en pena —como ella corría pese a tener las piernas combadas— detrás de su padre y le había golpeado con el ímpetu que llevaba en las corvas de las pantorrillas, o más arriba, para que perdiera el equilibrio y se matara. Se demandaba también si la criatura habría querido jugar con él o si, aunque el padre le demostraba ya amor paterno, incluso en demasía, habría querido provocar un accidente que le produjera la muerte —pues que lo había visto mil veces agacharse para evitar el dintel de las puertas— y así descargar el odio que acumulaba contra él en su corazón después de seis años de desprecios continuados y de sólo una veintena de días de cariño.
Y, claro, arreciaba el llanto la dama, sabedora de que lo que había presenciado, lo del crimen de su naine, nunca se lo podría contar a nadie, siquiera a un sacerdote en confesión, no fuera a irse de la lengua si era hombre indigno aunque de ello no conociera ningún caso, y muy consciente de que, en adelante y si Dios le daba salud habría de vivir para sus dos hijas y con sus dos inmensas penas: el fallecimiento de su marido y la horrible acción de Lioneta, ya hubiera hecho lo que hizo consciente o inconscientemente, ya fuera el resultado un accidente o un homicidio, ya fuera negocio del destino o que hubiera zurcido el Demonio este desatino, que ahí está siempre haciendo el mal y repartiendo dolor. Todo eso habría de hacer, aunque en el momento en que se encontraba hubiera preferido morir y que la enterraran en la misma tumba que a su esposo.