Así las cosas, la condesa consiguió que su marido abandonase Conquereuil, pues varias veces le rogó que se llegara a la isla de Sein. Se encaminara a Saint-Nazaire, fletara un barco, embarcara con sus caballeros y navegara hasta la isla, pues muertos sus padres de vejez y sus hermanos en la flor de la juventud —uno, de una coz de un caballo y otro, en una batalla entre los belicosos condes bretones—, la única señora de aquella tierra y de sus mares era ella. Además, sucedía que desde que saliera para celebrar sus bodas no había vuelto por allá y, lo peor de todo, que llevaba cinco años sin percibir renta alguna, cosa esta que no se podía consentir. Le hizo ver que en aquellos parajes del Fin del Mundo había podido pasar cualquier cosa: que sus vasallos no abonaran las gabelas porque no quisieran o porque se hubieran malogrado las cosechas a causa de la mucha lluvia o de la lluvia escasa; o que hubieran muerto los peces de la mar o los habitantes de la tierra por alguna peste o a mano de los ingleses y no quedaran más que cadáveres. O incluso, Dios no lo quiera, que hubiera desaparecido la isla porque se la hubiera tragado la brava mar.
El conde, que ya se cansaba de permanecer inactivo en el castillo, no se hizo de rogar y aceptó de grado ir a ver qué sucedía en la isla de Sein y poner orden en lo que fuera menester, azotar a los vasallos levantiscos si los hubiere y, de paso, dedicarse a la pesca del bonito o del abadejo o a coger percebes de las rocas, pues que, durante su estancia anterior, cuando naufragó en aquellas latitudes, ya había practicado y se había mostrado diestro con el manejo de las artes de la pesca o desincrustando moluscos en las rompientes cuanto más peligrosas mejor, destacando en ambos menesteres tanto o más que blandiendo la espada con la que no tenía parangón en la Francia toda. Amén de que durante el tiempo que estuviere no vería a la enana y, si lograba distraerse, tampoco pensaría en ella, con lo cual descargaría su corazón del odio que iba acumulando contra la cría. Por eso aceptó encantado la sugerencia de su mujer.
Cuando partió el esposo con su mesnada, todos con las capas aguaderas puestas, aunque resultaban insuficientes pues que del cielo jarreaba, doña Poppa respiró hondo.
El conde hizo otro tanto y, tras esperar en Saint-Nazaire a que escampara, dejara de llover, remitiera la tempestad y se calmara la mar, embarcó en una nave y desembarcó en la isla con sus compañeros, todos muy albriciados, y con tiempo excelente. Fue recibido como el amo que era, se instaló en el castillo de sus señores suegros, por cuyas almas unos días después mandó celebrar misa y, tras hablar con los labriegos y pescadores, qué hablar, interrogarlos y amenazarlos, conminó a sus vasallos a pagar los tributos atrasados —la gabela de la sal, el tercio de sus capturas en la mar y el tercio de las cosechas multiplicado por cinco años— y no aceptó excusas. Hizo levantar una horca en la playa grande, pero hubo de desistir de sus crueles propósitos porque aquellas gentes le explicaron que habían empleado sus ganancias en fortificar la isla, parte de las rentas de ellos y todas las de la condesa, pues que los barcos ingleses, que más parecían peste, no habían dejado, en cinco años, de asomar por allá, no para comerciar con ellos, sino para hacer botín, esclavos y mujeres sobre todo y, claro, no tenían una libra. No obstante, todos aportaron lo que pudieron, los pocos ahorros que guardaban en ollas o pucheros o escondidos en la tierra por si las cosas venían mal dadas, y se ofrecieron a pagarle con la fuerza de sus brazos en lo que tuviera a bien mandarles y, tras rendirle homenaje y besarle los pies, se comprometieron a abonarle la deuda en años sucesivos.
Así las cosas, don Robert hubo de conformarse, pues no era cuestión de ahorcar a todos, y aceptó las alegaciones de sus vasallos ya fueran verdad o falsedad y además les aseguró que los defendería de las pérfidas velas inglesas. Y mientras llegaban y no llegaban los piratas, teniendo siempre presta su espada, se dedicó a la holganza, a pescar atunes y arenques que, es menester decir, repartía entre las gentes para que se dieran un atracón y ahumasen o salasen el resto para tener alimento en el invierno, pues era un buen señor. Tal comentaron los habitadores de la isla, que estaban más que extrañados de la largueza de don Robert, en virtud de que no pedía nada a cambio siquiera a una moza que llevarse al lecho. Pero, cuando uno de sus caballeros se fue de la lengua con un herrero, y éste hizo correr lo que oyera y las gentes supieron que el conde tenía una hija enana, comprendieron que no quisiera yacer con mujer y, como buenos cristianos que eran, se lamentaron de tamaña desgracia y hasta lo encomendaron al Señor Dios.
Holgaba el conde sí, pero ni a 50 leguas de distancia de Conquereuil era capaz de quitarse de la cabeza a la dichosa Lioneta, maldita sea. Un momento que se quedara solo y pensaba en ella o cuando se metía en la cama o mismamente cuando dormía soñaba con ella y la veía correr como una rata perseguida por un gato y que rata y gato pululaban en derredor de doña Poppa, y, como peor hubiera sido saber qué querían o buscaban ambos bichos en torno a su mujer, siempre en aquel punto de la historia, se despertaba sobresaltado y envuelto en sudor y para no volver a dormirse. Para padecer largas vigilias en las que no podía evitar pensar en su situación, en su obcecación, dicho con propiedad, pues otras personas veían a la enana y nada les sucedía y es más, hasta la querían, cuando él la odiaba. Que, vive Dios, debía ser odio lo que tenía a su hija, esa pasión tan difícil de borrar que consumía su corazón. Un corazón que era generoso como acababa de demostrar con sus vasallos de la isla de Sein y como había quedado manifiesto a lo largo de sus veinticinco años de existencia, pues había perdonado la vida a numerosos enemigos y siquiera había mandado arrancarles los ojos o cortarles la nariz.
Como los rezos no le hacían favor ya que talvez no fueran muy sinceros y las tisanas tampoco, como ya había tenido coloquios con varios sacerdotes y hasta con un obispo, decidió hablar con el cura de la isla, un hombre que le doblaba en edad. Lo llamó a su castillo y le expuso su caso. Empezó diciéndole que no tenía hijo varón que heredara su señorío y sí dos hijas. Una de ellas bella hasta el delirio y otra fea hasta decir basta, a más de enana, sí, una naine. Le aclaró que entre hermanas siempre hay una más hermosa y otra más fea, máxime porque la gente tiende a compararlas, y ya describió a Lioneta por lo menudo diciendo que, al nacer, medía poco más de un palmo y que pesaba cuatro libras, es decir, menos de la mitad que cualquier otro niño, lo que llamó la atención a todos, y que, al verla tan enclenque, nadie, salvo la señora condesa, dio una higa por que sobreviviera. Pero que, vive Dios, lo hizo, entre otras razones, porque su señora madre le buscó la mejor nodriza de la zona y ella misma vigiló horas veinticuatro su crecimiento y su desarrollo midiéndola y pesándola a diario y, dicho lo dicho, reconoció que, merced al empeño y dedicación de su madre, la niña había engordado, pues que, aunque era chica, muy chica, resultaba incluso corpulenta. Y aún fue más explícito:
—Mi hija, que ha cumplido seis años largos, es una criatura imperfecta… Las gentes la llaman la «monstrua»… Tiene la cabeza muy grande para su cuerpo; los rasgos de su cara son raros y deformes con la frente muy grande, las mandíbulas prominentes, la nariz muy chata y los labios y la lengua muy gordos. Tardó en andar y aún se bambolea, aunque eso no le impide correr como un perro persiguiendo a un gato; tiene los brazos y las manos cortos y gordos y las piernas también a más de arqueadas, el pecho y el vientre abultado y ya le apunta en la espalda una joroba. No obstante, su cuerpo resulta proporcionado, acorde con su altura…
—Deberás, don Robert, aceptar lo que Dios te manda —aconsejó el preste con los ojos muy abiertos ante semejante descripción.
—¡Ah, además, como tiene la lengua muy gorda, no parla bien y tiene voz chillona, incluso estridente…!
—El Señor camina a veces por senderos torcidos, hijo mío. Alguna virtud tendrá. ¿Tiene alma generosa? ¿Se hace querer…?
—No, no la quiere nadie, salvo su madre y su aya. Las gentes, aunque sienten curiosidad por ella, por ver si ha crecido o ha aumentado de peso o por verla correr, le tienen miedo y dicen que está maldita o endemoniada, pues sus ojos rezuman odio y, como su madre le consiente todo, se irrita con demasiada facilidad… Cierto que es más lista que su hermana, pues me dijo que ya lee y escribe en latín…
—A mí el latín mis lágrimas me costó…
—El caso es que no se hace querer.
—Lo del querer es cosa de dos, señor conde.
—Lo sé, lo sé… Excepto a su madre, a su aya y a ratos a su hermana, odia a todo el género humano, a mí también…
—Es lógica esa reacción, si todos la miran mal o con extrañeza, como ella no está contenta con su cuerpo, se defiende de esa manera, pero tiene sentimientos afectivos, como reconoces, mi señor.
—Sí, pero también el negocio va conmigo. Nada más nacer me di cuenta de que no la quería y conforme pasa tiempo la detesto más y más, me produce pesadillas y me viene gana de matarla…
—Dios te perdone, hijo. ¿Quieres confesión?
—No. Quiero consejo.
—Seguro que ya has consultado a hombres de pro… Yo soy un pobre cura de una pequeña isla que atiende una parroquia cuyos feligreses son gentes sencillas, que no suelen tener problemas excepto los cotidianos. Me vas a permitir, señor conde, que te haga una pregunta indiscreta, ¿estás seguro de que la niña es tuya?
—Sí, tiene mis mismos ojos, y doña Poppa, la condesa, mi mujer, es virtuosa y bien sé que ha guardado mis largas ausencias.
—Hijo, te puedo recomendar la confesión, que te aliviará el alma; la oración, la resignación, la paciencia, la templanza, la caridad, es decir, que practiques las virtudes cristianas, y hasta que peregrines a un lugar santo para que, hincado de rodillas, pidas favor…
—¿No será que mis padres pecaron y lo estoy pagando yo?
—No sé, ¿tus padres pecaron? ¿No eran grandes señores y buenos cristianos?
—Sí, lo eran.
—Además, eso de los padres… Don Jesucristo desmiente el castigo en los hijos… El padre eres tú, ¿has pecado tú?
—Sí, yo he pecado.
—¿Entonces?
—Cuando hablo de esto con la señora condesa, mi mujer, me recuerda a varios antepasados míos y menciona a don Pipino el Breve, a doña Berta la del Pie Largo, pues que tenía un pie más grande que otro, a un tuerto y a una dicha doña Gisele que estaba alunada y lanzaba gritos espantosos…
—Ah, el gran don Pipino…
—¡Don Pipino era enano, de ahí el sobrenombre de «el Breve»!
—No lo sabía.
—Pues sí, pasados los años, lo desconoce todo el mundo y parece que fuese por tener corto reinado, pero no.
—Ahí lo tienes, hijo, lo de la pequeña proviene de don Pipino, que Gloria haya, no te atormentes más. Contento puedes estar de no haber sido tú el enano y de ser hombre enaltecido en la Francia toda… Has de saber que tu fama te precede.
—Sí, sí, mucha fama, pero no encuentro sosiego.
—Alza la cabeza con el mismo orgullo que levantas tu espada y afronta la situación. Haz penitencia y ve de rodillas a postrarte ante la tumba de San Martín de Tours, por ejemplo.
—No, no, acaso me iré más lejos, pues en Tours, en París o en Orleáns, me encontraré con algún enemigo, que tengo muchos, y me preguntará qué tal está mi bufona, refiriéndose a mi hija, y yo habré de retarlo a duelo como, de hecho, ya me ha sucedido alguna vez.
—Pues no. Le respondes que goza de buena salud. No te lo tomas a afrenta y te olvidas del hecho. Piensa, hijo, sobre lo que hemos hablado.
—El conde Robert de Conquereuil no puede dejar pasar las afrentas; de otro modo no sería quien es.
—Queda con Dios, hijo, medita y que Él te ilumine.
Tras la conversación mantenida, el conde se dejó llevar de la ira, masculló varios juramentos y gritó como si estuviera en el campo de batalla. Sus caballeros al oírlo acudieron con un par de jarros de vino, se sentaron en torno a una mesa y bebieron todos. Y, mira, esta vez lograron distraerlo de su pesar y hasta que se achispara un poco, bromeara con ellos y hablara de mujeres y caballos —de lo que hablaban los hombres—, pero de sus cuitas no dijo una palabra y mejor, pues que todos le habían recomendado mil veces lo de la resignación, lo de la paciencia, lo de la peregrinación, es decir, otro tanto que el cura de Sein hacía pocas horas, otro tanto que el obispo de París o el abad de San Martín de Tours tiempo atrás. Y no querían airarle, pues le temían en razón de que tenía reacciones muy diversas, pues unas veces era capaz de escuchar serenamente y, otras, empezaba a jurar, a maldecir, a hablar de su mala suerte, de su mala semilla y, a punto de que le saltaran las lágrimas, a gritar que era el hazmerreír de la Francia, y entonces, aunque se trataba de su señor y la vida hubieran dado por él, avergonzados, habían de guardar silencio, porque cada uno en el fondo de su corazón pensaba que llevaba razón, que era el hazmerreír de la Francia, pero que un hombre nunca, nunca, debía llorar.
En el retiro de Sein, pese a que cazaba conejos y aves con su arco y a que pescaba enormes atunes, pese a que recorría la isla al trote de su caballo y algunos tramos a galope, las más de las veces ganando la carrera a sus mesnaderos y a que ejercitaba las armas contra ellos, venciéndoles también en peleas sin sangre, pese a que no le hubiera importado que se presentara algún barco inglés para, con el suyo, enfrentarse a los piratas, abordarlos y ahorcarlos a todos en el cadalso que había hecho instalar en la playa y que no había utilizado, analizó al detalle su penosa situación y, con lo que le habían dicho unos o aconsejado o propuesto otros y lo que él había discurrido, consideró varias alternativas para salir de ella.
Veamos. Primera: repudiar a doña Poppa porque no había tenido hijo varón y él necesitaba uno, al menos uno, que heredara el señorío; lograrlo del Papa de Roma, negocio que no reputaba difícil, pues su matrimonio era canónicamente imperfecto dado que doña Poppa y él eran parientes en octavo grado y siempre podría alegar que prefería estar en paz con las leyes de la Santa Iglesia de Roma a tener a la dama en su lecho, que anteponía vivir en gracia de Dios, es decir, el amor divino al terrenal, máxime porque le podía llegar la excomunión en cualquier momento, nada más que algún obispo se enfadara con él y lo denunciara ante la Santa Sede. Pero desechó la idea porque le causaba inmenso dolor pues, como se ha dicho, tenía debilidad por su mujer y la amaba sobre todas las cosas, que no se sentía capaz de enviar a su esposa con sus hijas a la isla de Sein o a algún convento; en virtud, tal razonaba, de que tenía una señora natural, la condesa, y una sobrenatural, la Virgen María, que ni a una ni a otra abandonaría jamás. Segunda, matar a la criatura con sus propias manos o provocar un accidente para que muriera, que lo mismo era. Tercera, peregrinar hasta el Fin del Mundo que fuera a pedir favor a quien fuere. Y cuarta: exorcizarla por si las gentes llevaran razón y estuviere endemoniada.
Lo del repudio y el homicidio lo pasó por alto; de la peregrinación ya había hablado largo y tendido con su señora y ambos estaban de acuerdo, la dama incluso entusiasmada, como ya se ha expresado en estas páginas, pero sobre el exorcismo caviló más y más, y se adujo que doña Poppa, aunque no creyera que la niña estaba poseída por algún espíritu maligno, no se negaría, pues ningún mal le haría someterla al rito y quizá hasta le hiciera mucho bien. Además, se manifestó dispuesto, en caso de que su esposa rechazara su propuesta, a imponer su autoridad, a amenazarla incluso con quitarle a la criatura y enviarla con una familia de siervos a los confines del condado, para que no la viera jamás y que fuere de ella lo que Dios quisiere. No obstante, se propuso no ser cruel con su esposa, pues ya sabía lo que las madres son capaces de hacer por los hijos, no sólo por el trabajo que les ha supuesto el embarazo y el parto, sino por ese sentimiento íntimo y, sin embargo, tan general que traen todas las féminas, pues que en determinados momentos pueden llegar a convertirse en auténticas fieras, más doña Poppa que le había expuesto taxativamente que si se le ocurría hacer alguna maldad contra Lioneta, pasaría por encima de su cadáver. Y se dijo que, una vez más, trataría de razonarle a la condesa que la tara de la niña no se debía a su mala semilla ni a la herencia de don Pipino el Breve, pues que se habían sucedido muchas generaciones, demasiadas, para que la anomalía de tan egregio señor se manifestara en la criatura, sino, posiblemente, a que el cura que la había bautizado, un hombre viejo y achacoso, talvez hubiera trabucado la fórmula bautismal sin desearlo y que por ese error, fatal error, la niña no había crecido apenas. Hecho factible que, ambos puestos de acuerdo, tratarían de remediar con el exorcismo que, dicho sea, no hacía mal a nadie.
Tal le dijo el conde a su señora, cuando se presentó en Conquereuil con su compaña, después de dejar de administrador en la isla al párroco con una buena paga y con la manda de que él mismo se presentara en el castillo cada un año, el día de San Miguel, llevando las rentas, si dineros, dineros, si trigo, trigo, si salazones de pescado, salazones, si leña, leña, etcétera, y le amenazó si no lo hacía cumplidamente con cortarle la cabeza. Después le contó su estancia en la isla a la menuda, todo buenas andanzas, salvo la cuestión de las gabelas que había resuelto como había podido, aplazando las deudas, pues no encontró otro modo, so pena hubiera ahorcado a toda la población masculina. Lo que no era cuestión, pues, por poner un símil, hubiera matado a la gallina y las familias no hubieran tenido ni huevos ni polluelos que se convirtieran en adultos, empollaran y nacieran millares de gallos y gallinas que proporcionaran a todos sabrosos huevos y apreciada carne.
Después de entregados los regalos que había traído y narrado el viaje de ida y vuelta y la estancia, don Robert pasó a lo del exorcismo de Lioneta y puso énfasis en sus argumentaciones, pues que sólo verla le había producido la misma náusea que en sus regresos anteriores, y no sólo le habló a su bienamada de huevos y gallinas, ni del viejo sacerdote que bautizó a la niña y que alguna palabra clave pudo olvidar, sino que añadió que talvez hubiera habido en el paritorio pocas reliquias o que las parteras que la habían asistido no le habían puesto a la niña un ágata en la cuna nada más nacer, pues que es sabido que con esa piedra preciosa se obtiene favor de Dios; y, además, repitió lo de los estornudos.
Doña Poppa negó con la cabeza y torció el gesto, pero no se opuso a la pretensión de su marido. Cierto que tampoco se sumó con entusiasmo a la iniciativa, pues que ni con un hierro rusiente en la mano hubiera aceptado que su hija estuviera poseída por algún demonio, y otra vez mencionó a don Pipino y a doña Berta la del Pie Largo. No obstante y ante el empecinamiento de su esposo le dejó hacer, máxime porque su confesor le aseguró que el ritual no le haría daño a la criatura.
Así que ni fue ni entró ni intervino, ni dijo ni apuntó ni precisó ni concretó en un negocio en el que no creía, pues que bien sabía que Lioneta era un ángel de Dios, un poco feo, un poco contrahecho sí, pero de todo hay en la viña del Señor. Y, como quería a la niña con todas sus potencias y sentidos, continuaron brillándole los ojos cuando la besaba y la abrazaba, otro tanto, lo mismo, para ser exactos, que le sucedía con Mahaut, pues no hacía distinciones en cuestiones de cariño.
El caso es que doña Poppa se limitó a atender a sus hijas y a continuar con su bordado, y en cuanto a lo demás se lo encontró todo hecho. Supo, porque todo se sabía en el castillo, que el señor conde había ordenado a su escribano redactar carta para el obispo de Nantes y que éste le había respondido que, a más de comprometerse a guardar silencio sobre la cuestión —lo que fue falso, pues que se molestaron los obispos de Orleáns y París por no haberlos consultado sobre el particular—, aceptaba de grado mandar un exorcista a «sus carísimos hijos Robert y Poppa de Conquereuil», según decía la contestación del prelado que ella misma leyó, en razón de que ella, Poppa, sabía hacerlo, pues, siendo niña, le había enseñado el párroco de la isla de Sein, para que pudiera seguir las preces litúrgicas.
En dos jornadas, un cura exorcista, sin duda hombre piadoso e íntegro de vida, realizó el viaje de Nantes a Conquereuil, con licencia del obispo o de quien se la hubiere otorgado. Venía en gruesa mula, pero con las alforjas vacías, hambre y cara desmayada con motivo, pues lo primero que dijo, al ser recibido por el señor conde, fue que unos salteadores de caminos, sin tener en cuenta su dignidad, le habían robado los dineros, el pan y el queso que llevaba para comer y las cartas de presentación de sus superiores que traía y aún añadió que si no le habían quitado la mula fue porque les había maldecido con la condenación eterna y, mira, que los forajidos lo habían entendido y, tras la mención de Satanás, habían echado a correr con lo que ya habían guardado en sus morrales.
Don Robert, tras darle su mano a besar y hacer otro tanto con el crucifijo que colgaba del cíngulo del clérigo, mandó que lo instalaran en el dormitorio común de los caballeros y que le sirvieran vianda. Y, cuando don Hoel, que así se llamaba el exorcista, se había dado agua a la cara, se había cepillado el hábito, se había personado en el gran comedor y se aplicaba a una caldereta de congrio con puerros, zanahorias y mucha cebolla, regada con abundante sidra, le interrogó sobre los ladrones, preguntándole dónde había sido el encuentro, cuántos eran y qué lengua hablaban para dirimir si eran de la Bretaña o extranjeros y qué aspecto tenían, sin duda, para salir en su busca y darles su merecido, en razón de que había dicho muchas veces que en sus tierras no habría salteadores de caminos ni luchas banderizas mientras él mantuviera un hálito de vida. Y, a no ser porque se estaba poniendo el sol, hubieran mandado aparejar los caballos y salido con sus caballeros a perseguir a aquella canalla.
Al día siguiente y antes del alba, don Robert abandonó la fortaleza con un piquete de hombres armados y, casi a la par, el exorcista, tras rezar sus oraciones, celebrar la Santa Misa en la capilla del castillo y desayunarse, empezó su pesquisa, pues que lo primero que había de dirimir era si la cría, si la naine, padecía alguna enfermedad o estaba poseída, lo cual era tarea delicada, pues a veces se confundía, y él, que nunca se había equivocado en tal tesitura, no quería errar esta vez, máxime al tratarse de la hija de aquellos señores condes.
Así que, diligente como era, se presentó en los aposentos de doña Poppa, llamó a la puerta, se nombró, pidió audiencia, dijo a qué venía y quién le mandaba y, en un banco de la antesala, hubo de esperar largo rato. Todo el tiempo que le plugo a la señora, bastante, a lo menos una hora, en virtud de que quiso dejar claro quién mandaba allí porque no ignoraba el desprecio con que algunos clérigos, no todos, no todos por supuesto, trataban a las mujeres ni lo que pensaban de ellas ni que las creían seres inferiores al hombre por haber sido creadas por Dios en segundo lugar, además no de la nada y mediante un muñeco de barro, sino de una costilla de Adán, es decir, de un ser ya creado, aunque mismamente que al primer hombre las creara el propio Dios, pues que el ser humano carece de capacidad de hacer vida de la nada. Y más por aquello que se comentaba que los sacerdotes mantenían agria y antigua diatriba sobre si las mujeres tenían alma o no la tenían.
Por fin, la dama, alta la cabeza y altiva la mirada, entró en la antesala, seguida por dos de sus camareras. El cura se levantó y le dio a besar su crucifijo, ella le dio silla. Y estaban frente por frente, ella sentada en una cátedra y el cura en un banco, mirándose y fue él quien rompió el silencio:
—Vengo de Nantes, me envía don Hugo, el señor obispo, a indagar si es menester practicar exorcismo a vuestra hija… Me llamo don Hoel…
—Bien, don Hoel, preguntad.
—Habré de ver a la niña.
—La veréis cuando llegue el momento.
—Señora, la mi señora, el sujeto de exorcismo es la niña, no vuesa merced.
—Lo sé, pero es menor y, en ausencia de su señor padre, la tutelo yo. Preguntad, señor cura.
Antes de entrar en el interrogatorio, don Hoel informó de que había expulsado demonios en Rennes, Caen, Nantes, etcétera, con excelente fortuna, y comenzó:
—Permitidme, señora, ¿la niña sufre ahogos? ¿Se le hincha el cuerpo?
—No.
—¿Habla sin parar, grita?
—Habla tanto como su hermana y grita lo justo para hacerse oír. Creo que, al ocupar menos lugar en el mundo, ha de alzar más la voz.
—Bien. ¿Dice palabras impropias para su edad?
—Es muy lista. Mis dos hijas son muy listas.
—No lo dudo. De tales padres, tales hijos…
La condesa se asombró ante semejante frase y se preguntó si el preste conocería los defectos corporales de los antepasados de su marido, pero siguió con lo que iba a decir:
—Aunque muy chica y algo desgarbada, Lioneta es un ser creado a semejanza de Dios como el resto de los mortales…
—Si la señora me permite…
—Continúe su merced.
—Los demonios —aquí se santiguó el hombre— son astutos y a veces se esconden.
—Mi hija no está endemoniada. Ha heredado el cuerpo de don Pipino el Breve, y aún pudo sufrir más deformaciones, pues doña Berta, la esposa del susodicho, tenía un pie mucho más largo que otro. ¿Ha oído su merced hablar de ellos?
—Sí, pero ¿acaso puede afirmar su señoría que alguna persona de su entorno no entregara la niña al Demonio en el momento o a poco de nacer, al verla tan disminuida?
Con esta pregunta don Hoel atinó en un punto sensible. Doña Poppa reconoció para sí que su marido nunca había amado a la niña, pero, al instante, se adujo que de no quererla a darla a Satanás había un abismo, amén de que a los demonios se les da algo a cambio de algo, de riqueza sobre todo y, como no era el caso, movió la cabeza. Y contestó:
—La niña es de quien es, de sus padres, así que de entregarla a alguien hubiéramos sido nosotros, sus padres, los dadores. Puedo asegurar que mi marido no hizo tal ni yo tampoco, y que allí no había ninguna encantadora o ensalmera que nos quisiera mal, sino una partera y mis damas, todas ellas mujeres de probada honestidad.
—No tema su señoría que el Señor Jesucristo liberó de los demonios a muchas gentes y los señores Apóstoles también. Yo, con la ayuda del Altísimo, voy a tratar de hacer lo mismo… Pero habré de ver a la criatura y platicar con ella hasta donde su intelecto alcance.
—Hoy no, mañana.
—¡Señora, he venido a realizar mi pesquisa, vuestro marido y el señor obispo tienen prisa!
—Pues yo no. ¡Ea, volved mañana!
Y es que doña Poppa, amén de que no creía en la bondad del exorcismo ni que le fuera a reportar beneficio alguno a Lioneta, estaba de mal genio y comenzaba a sentirse indispuesta, pues comentó con sus camareras que iba a venirle la «enfermedad» y, como tenía dolores, después de beberse una tisana, se tendió en el lecho y se tapó la cabeza con el cobertor, aunque quizá lo hiciera para esconderse del mundo.
El preste aprovechó el tiempo. Como iba desairado por el recibimiento que le había deparado la condesa, impropio de una dama de alta alcurnia, y se sentía herido en su amor propio, consciente del hecho entró a quitarse el orgullo en la iglesia de la población y entonó el mea culpa. Luego, conformado y dispuesto a sufrir las impertinencias que, sin duda, habría de depararle la dama, decidió preguntar a las gentes sobre la causa que le ocupaba. Se acercaba a un corrillo y demandaba:
—¿Qué sabéis de la hija del conde, de Lioneta?
Y, ya fueran hombres o mujeres, los interpelados, al verlo cura, se limitaban a besarle la mano y a encogerse de hombros o a pasarse la propia mano por delante del rostro, como si quisieran alejar de su mente algo malo. Claro que, tal gesto también indicaba que no querían hablar de ello, quizá por temor a que don Robert tomara represalias contra ellos pues eran conscientes de que la criatura le revolvía las tripas y le dolía en el corazón. El caso es que, fuera acá o allá, las gentes no soltaban prenda y se despedían, eso sí inclinándose ante él, alegando los hombres que tenían que regresar a sus laboreos, a la herrería, al andamio, a la pellejería, al puesto de verduras, etcétera, y las mujeres que habían de volver a sus pucheros o a trabajar el mimbre para hacer aquellos cestos tan bellos que tejían por allí.
Visto lo visto, don Hoel constató una vez más la cerrazón de los bretones, de aquellas gentes rudas que no gustaban de los extranjeros y permanecían insensibles a su pregunta, cuando, entrados en hablas, podían llegar a ser apasionados, cuando de aquellos países salían buenos troveros, como el que tenía el duque Geoffrey en su castillo, cuando serían curiosos y hasta maledicientes como casi todas las personas y más las mujeres, que eran, salvo excepciones, comadres lenguaraces. Y, sin embargo, ya fuera acá o acullá, ya estuviera en la calle principal o en el portón de la fortaleza, proponía un tema que podía dar mucho de sí y, sin embargo, todos callaban. Les hablaba en bretón, en franco o en latín, y nadie le respondía, y eso que lucía un agradable sol y el personal había salido a las calles a calentarse y quitarse la humedad.
Pero, cuando se presentó en la taberna, pidió un vaso de vino y lo alzó para saludar a todos los bebedores que allí estaban mirándolo, el asunto de don Hoel tomó un cariz bien distinto. De haber pensado que, como el obispo, que era avaro hasta decir basta, lo había enviado a cumplir su misión sin ayudantes, no infundía el respeto que su condición sacerdotal requería, pasó a ser el centro de la reunión, a ser saludado con la deferencia requerida e invitado por éste o aquéste, al ser preguntado sobre qué le había traído a la villa, aunque bien sabían que era un preste exorcista venido de Nantes para liberar a Lioneta del diablo que la poseía. Tal pensaban y hablaban entre ellos haciendo la señal de la cruz.
Pero, enseguida, sueltas las lenguas y ofuscadas las cabezas por el jugo de Noé, unos sostuvieron que la niña era naine y que sencillamente tenía la mala facha de todos los enanos, una desgracia, por otra parte, mucho menor que ser ciego o impedido y mucho mayor que ser manco o cojo o desorejado o desnarigado, y otros, taxativamente, que estaba poseída por el Demonio, pues causaba más horror que pena verla y que a veces gritaba, o mejor que aullaba como si fuera una loba, causando espanto, e insistían en que aquellos gritos no eran humanos pues más parecían proceder del averno.
Así las cosas, un jarro de sidra tras otro, los que mantenían que la criatura era simplemente enana pasaron a describirla e hicieron más o menos el mismo retrato que hiciera don Robert al cura párroco de Santa María de Sein —por eso no lo repetimos aquí—, con ello acrecentaron la curiosidad de don Hoel que, al final de la conversación, rabiaba por conocer a la «monstrua», pues no escatimaron adjetivos, pero los que perseveraron en lo de la «posesión» adujeron que el Señor Dios había castigado al conde por ser un mujeriego impenitente y haber empreñado a decenas de mujeres y mientras le contaban lo de los emisarios que enviara por doquiera para saber de sus retoños, apenas se enteró de que Lioneta había nacido tarada.
Y es más, como, llegada la hora del yantar, uno de aquellos menestrales lo invitó a su casa a comer, don Hoel, de boca de la mujer e hijas del buen hombre, se enteró de muchas cosas más que se contaban en la villa. De que la niña tenía la fuerza de un gigante; que se dejaba ver Satanás a través de ella pues padecía espasmos; que adoptaba posturas imposibles; que blasfemaba; que, si su madre o alguna de sus camareras le acercaba un crucifijo, se caía o se tiraba al suelo y permanecía quieta, quieta, como si estuviera muerta; que, al despertarse, lanzaba un gran grito, pues que tenía recia voz, lo que, vive Dios, al clérigo le sobrecogió.
Y, como por hablar no quedó, aquellas mujeres se permitieron aconsejarle por si el exorcismo no daba el resultado apetecido que se personara en el bosque de Fouge, situado al norte de la Bretaña, donde vivía un diablo, el que fuere. En lo más espeso de la vegetación, ya le dirían el lugar exacto, donde, según voz común, salía de la tierra un humo que, de manera permanente pues que no se podía apagar y eso que los vecinos de las poblaciones aledañas habían intentado sofocarlo múltiples veces, donde —seguían aquellas comadres— podría hablar con él, más, porque, a decir de dueñas, el Maligno cocía pan de trigo en la fumarola y lo daba a comer a los que se perdían por allá. Cierto que, a cambio de alguna cosa, a cambio de sus almas.
Oído lo oído y sin haber probado bocado del buen guisote que sirvió la dueña de la casa, el cura agradeció la vianda que no se había comido, despidióse y salió espantado. Anduvo rezando de la casa del menestral al castillo y no pudo dormir de miedo, ni que mil veces se dijera que si concluía su misión a satisfacción de don Hugo y de los condes, prosperaría en su carrera eclesiástica y talvez en un tiempo no muy lejano él también podría lucir en su cabeza la mitra obispal. Pero nada ni soñando despierto, ni rezando un paternóster detrás de otro, logró serenarse, en fin.
Menos mal que amaneció y lució el sol. Menos mal que don Hoel, tras decir misa en la capilla del castillo, se desayunó mojando pan con manteca en una tisana de melisa y valeriana bien cargada —lo que solicitó a la criada que quiso servirle un cuenco de vino caliente—, pues que le disminuyó la ansiedad por un tiempo, el tiempo justo en que tardó en llamarle doña Poppa para que conociera a Lioneta de Conquereuil, que apareció en la antecámara de la señora acompañada de su madre y de dos domésticas o damas, lo que fueren.
Y fue, Dios de los Cielos que, sin que nadie se lo ordenara, la niña corrió hacia él, le tomó la mano y se la besó y, seguido, le tiró de la túnica consiguiendo que se agachara para estamparle dos sonoros besos en ambas mejillas, como hacía únicamente con su progenitor y nunca con otras personas, ya las conociera o desconociera, que entraban en los aposentos de su madre. Y fue que la dama se lo permitió y aun se sonrió ante la espontaneidad de la pequeña en razón de que le consentía cualquier acción o gesto que pudiera depararle un instante de felicidad. Y fue que al preste, que no pudo evitar ruborizarse, le dio un vuelco el corazón, y no de asco como solía sucederles a las gentes, pues que, según se decía, dejaba baba, sino por la ternura que acababa de demostrarle la criatura que, mira, no le manchó con saliva, o quizá, ay, porque hacía muchos años que nadie le daba un beso y, por un instante, pasó por su cabeza la imagen de su madre, ya deteriorada por el trascurso del tiempo, besándole cuando era niño y lo sentaba en su halda… «Un engendro, sí, pero con un gran corazón», tal se dijo el hombre cuando la observó al detalle y se percató de su mínima talla, pues que más parecía una muñeca, y de su fealdad, y hubo de carraspear para iniciar su pesquisa y dirimir si la cría estaba enferma, alunada o poseída, y así cumplir el mandado de su obispo.
—Señora Poppa, ¿puedo hablar con vuestra hija?
—Hacedlo.
—¿Me puedo quedar solo con ella?
—No.
—Sería bueno que estuviéramos los dos solos…
—¡No!
—Tú me mandas, señora.
—Comienza…
—A ver, niña…
—Se llama Lioneta.
—A ver, Lioneta, dime, ¿qué es esto? —le preguntó enseñándole su crucifijo.
—Es Jesús en la cruz…
—A ver, ¿quieres darle un beso?
—Sí, señor.
Y se lo dio, a la par que se sacaba una medalla que llevaba colgada al cuello.
—Mira, yo tengo otra…
—¡Ah, qué hermosa! —respondió el clérigo bastante confundido.
—¿Qué sabes de Jesús, Lioneta?
—Que es hijo de Dios y de la Virgen María, y que murió para salvar a los hombres.
En este punto, el clérigo enarcó las cejas, pues que la niña, a más de hablar con desparpajo, estaba muy instruida para su edad pero, como había venido a lo que había venido, se dijo que el Demonio le estaba engañando, pues que bien sabía que era un camandulero. No obstante, siguió:
—¿Rezas a Jesús?
—Todas las noches al acostarme y todas las mañanas al despertarme.
—¿Quién te ha enseñado?
—Mi madre y mi aya.
—¿Duermes bien?
—Sí.
—¿No tienes pesadillas? ¿No tienes miedo a la oscuridad?
—Duermo con mi aya, si tengo miedo me meto en su cama…
—Ah…
—Mi hermana tiene más miedo que yo… Siempre está llamando al aya.
—¿Dónde está tu hermana?
—Ha ido con las camareras a la laguna, a comer allí… A mí no me han dejado ir.
—Vaya, por Dios.
—No digas «vaya por Dios». No he ido porque venías tú.
—¡Ah, claro! ¿Tienes sueños agitados?
—¿Qué es eso?
—Que si te mueves mucho en la cama.
—Aya, ¿me muevo en la cama?
—¡No!
—Debe contestar la niña…
—Se llama Lioneta —repitió la condesa.
—Perdone su merced, pero Lioneta me ha preguntado —aclaró el aya.
—¿No te mueves en la cama ni tienes malos sueños, pues?
—No.
—¿Te gusta mirar a la luna?
—En este país raramente se admira a la luna pues el cielo, cuando no llueve, está casi siempre cubierto —atajó la condesa.
—Sí, señora. Quiero preguntarle a Lioneta si siente el paso de las fases de la luna, si cuando hay luna llena se encuentra mejor o peor de salud…
—Responde, hija.
—Yo estoy muy bien siempre, salvo cuando me resfrío y tengo calentura.
—Y tiene, a más de buen apetito, buen comer —informó el aya.
—¿Eres traviesa?
—Sí…
—La niña es movida y traviesa como cualquier niña —intervino la señora.
—Y goza de excelente salud —sostuvo el aya.
—¿Sus mercedes la han oído blasfemar? —preguntó el preste a las damas, que eran quienes le respondían.
—¡No!
—Quizá hable en alguna lengua desconocida o revele cosas que no conoce y hayan sucedido lejos…
—¡No!
—Talvez muestre aversión a Dios o a la Virgen o a los Santos…
—¡Tampoco!
—¿No recuerda su merced que la niña acaba de besar el Santo Cristo?
—¿Acaso se levanta por los aires volando como los pájaros…? Aya, ¿recuerdas si a su nodriza, le mordía al mamar?
—¡Por Dios bendito, señora…!
—Vale por hoy, supongo que su reverencia habrá sacado sus conclusiones —terminó doña Poppa tratando de disimular su enojo y, dando por acabado el interrogatorio, despidió al sacerdote.
Trascurrida la pesquisa, don Hoel entró en la capilla del castillo y estuvo largo rato meditando. Porque, por orden de su obispo y por empeño del conde Robert, se había personado en la fortaleza a exorcizar a una niña que, a primera vista, era fea y contrahecha, a más de enana, pero, mira, que llevaba en el cuello una cruz y, mira también, que le había mostrado su crucifijo y ella lo había besado con toda naturalidad, como cualquier buen cristiano, y no había sucedido nada, ni en el interior de la criatura ni en la habitación, cuando, a la vista de la cruz, cualquier endemoniado hubiera actuado como si le clavaran clavos ardientes, a más de arrojar espuma por la boca y blasfemar contra toda la Corte Celestial con voz cavernosa, cuando menos. De consecuente, la niña no tenía ningún diablo en su pequeño cuerpo; tal se aducía con motivo. En razón de que él personalmente había sufrido en sus carnes y en su corazón, y había padecido pánico mientras actuaba contra el Maligno en los casos de posesión que había atendido hasta la fecha en los que, al Señor sean dadas muchas gracias, había logrado su propósito y conocía el negocio, pues que, simplemente a la vista de los posesos, había sido capaz de calibrar que aquellos hombres no estaban enfermos, sino endemoniados y, de consecuente, tras encomendarse al Creador e iniciar el rito contenido en el canon, tras mantener recio combate contra el Diablo, que se resistía a abandonar aquellos cuerpos, tras momentos de angustia y desesperación, había terminado exhausto, pero triunfante. Hecho incontestable que le había merecido la justa consideración de las autoridades eclesiásticas de la diócesis de Nantes, y también fama, merced a la cual había sido enviado a liberar del Diablo a Lioneta.
Sin embargo —seguía el cura con sus discernimientos—, su próximo caso, el de la naine, era de muy de otro tenor. A simple vista, la criatura, aunque era fea y las gentes, que sacan las cosas de quicio, aseveraran que causaba repulsión, no mostraba ninguna señal que indicara que estaba endemoniada, pues que, además de llevar una medalla al cuello, no había repudiado al crucifijo y, consciente de que el personal tenía la lengua larga y de que las noticias se trabucan hasta la distorsión y convertir lo blanco en negro, quizá porque no hay posibilidad de comprobarlas o por la maledicencia siempre imperante o porque hay personas que hacen el mal de mil maneras —las que él llamaba «los artesanos del mal» en sus reflexiones y sobre las que tenía previsto escribir un tratado cuando fuera viejo, tuviera experiencia sobrada y hubiera conseguido recluir en el Infierno a todos los demonios que martirizaran a los buenos pobladores de la Bretaña—… Ay, que le iba tan aprisa el pensamiento que se perdía, que estaba con Lioneta. Con la naine que no había dado muestras de estar poseída, al revés. Por ello podía tener razón doña Poppa, su señora madre y, el conde, su señor padre, no tenerla y, sin embargo, tenerle tirria; por aquello de que, de sus muchos bastardos, ninguno de ellos era tullido ni menos enano, porque se sintiera herido en su hombría, en su orgullo, cuando bien hubiera podido considerar a la niña víctima de un «accidente» —eso que está latente y acompaña a los seres humanos y a los animales y no sólo a los seres vivientes, sino, ya se provoque por sí mismo o por causa ajena, al mundo todo, a la tierra y al cielo—, y aceptarla como era. Como la niña siquiera lo había mirado mal a lo largo del interrogatorio e incluso le había parecido una personilla afable y muy despierta para su edad, aunque, eso sí, fea hasta el delirio, se dijo que lo que contaban las gentes de boca en boca era producto de imaginaciones acaloradas que tergiversaban los hechos. Pero dejó este tema y se centró en lo del crucifijo, haciendo esfuerzo pues que más parecía que se le había desbocado el intelecto, y sobre todo en los dos besos que le había dado la criatura, hecho que tampoco hubiera dejado impávido al Demonio y lo hubiera llevado a reaccionar y manifestarse por besar a un cura. Porque, veamos, en sus anteriores casos —un hombre que subía por las paredes y ni se caía ni se le descomponían las vestes, y una mujer que movía cosas de un lugar a otro sin trasportarlas y sin tocarlas—, él, don Hoel, había alzado el crucifijo y los posesos se habían retorcido como sierpes, habían sufrido convulsiones y sus rostros se habían desencajado y afeado hasta causar horror; los demonios que llevaban dentro habían gritado y aullado, y habían insultado a Dios y a él. A Dios no, seguramente no, pero a él le habían producido auténtico pavor cuando se carcajeaban, juraban y blasfemaban. Pero en semejantes trances, él había sido capaz de comprender que aquellos dos vivientes, aquellas dos víctimas habían abandonado el estado de razón y alcanzado un estado de perversión difícil de narrar, quizá no por su culpa sino por el Demonio que estaba en ellos, pero en Lioneta no, no había observado nada parecido ni de lejos. Lo cual le llevaba a afirmar que endemoniada no estaba y a deducir que acaso padeciera alguna enfermedad de las que se confunden con la posesión demoniaca tales como ataques o el alunamiento, pero tampoco había visto señal alguna que indicara tales sufrimientos. Ah, si la madre o el aya o las camareras que la asistían a diario hablaran y él pudiera deducir si los actos de la criatura eran sospechosos de posesión o no lo eran; si pudiera preguntarle a alguna criada dispuesta a cooperar a cambio de nada, pues no tenía un penique dado que le habían robado la bolsa los ladrones, solicitarle su opinión personal e interpelarla sobre si la cría era lunática o sobre sus comportamientos y reacciones, si eran como los de los demás niños, aunque conocía que muchos parecían tener el demonio dentro, pues que eran mismamente torbellinos, o sobre si sufría alucinaciones, espasmos o contorsiones y si juraba o blasfemaba, pero no, no, que siquiera lo intentó porque no tenía dinero y, en tal tesitura, ninguna criada atendería su proposición. A más que, le vinieron a las mientes los besos, los dos besos que había recibido de la «monstrua», uno en cada carrillo, y se recreó en aquella expresión de afecto que no se merecía, que no se había ganado y que demostraba que la naine tenía alma generosa, entre otras cosas, porque a él le había hecho recordar cariños recibidos años ha y, claro, el hecho le había movido el corazón.
Y hubiera continuado el preste con sus meditaciones, reflexiones, conjeturas, suposiciones, posibilidades y primeras deducciones, pero, al escuchar un gran vocerío fuera de la iglesia, salió a ver qué sucedía. Era don Robert con su mesnada, trayendo presos a media docena de hombres, precisamente a los ladrones que lo habían asaltado en el camino y que le habían dejado sin dineros.
Y fue que el conde, tras entrar en el castillo y descabalgar, mandó buscar a don Hoel y le preguntó si eran los que le habían atracado y, ante la respuesta afirmativa del clérigo, procedió a hacer justicia y, en el patio de armas, en el cadalso que permanecía allí permanentemente, mandó al verdugo que ahorcara a los seis, sin atender a sus súplicas que pedían sacramento, y recibió los aplausos de la multitud que, al enterarse del asunto, había ocupado el recinto. Luego don Robert mandó colgar los cadáveres en los grandes árboles que flanqueaban los caminos de acceso a la villa, para escarmiento de salteadores y otras raleas. Y así se hizo, con ello los maleantes fueron doblemente ahorcados y dos veces castigados, una con pena de horca y otra sin los últimos auxilios espirituales.
El conde una vez despojado de las armas, lavado y vestido por sus domésticos, como estaba impaciente por saber de la encomienda del clérigo, lo llamó al gran comedor e hizo que le sirvieran vino y vianda, según inveterada costumbre en diferente mesa a la suya —la suya estaba sobre un estrado, porque no en vano era el señor—, pero, como hizo salir a sus caballeros y a la servidumbre, ambos se escucharon bien mientras degustaban sendas cazuelas de langosta con gambas blancas, almejas, mejillones y otros frutos de la mar, todo cocido en su propio jugo, que estaban para relamerse los dedos, eso sí, ambos se pusieron las manos perdidas y menos mal que los sirvientes les habían colocado amplias manutergas al cuello, a fin de preservar limpias sus ropas. Don Hoel el hábito, y lo hubiera sentido pues carecía de recambio, dado que, de lo que le habían robado los ladrones, no le devolvieron nada.
Y, mientras comía con gula y se hacía servir más vino, el conde le preguntaba sobre Lioneta y el cura, guloso también, le contestaba entre bocado y bocado, entre trago y trago y entre eructo y eructo:
—Mi señor, no aprecio signos de posesión en vuestra hija…
—Se llama Lioneta.
—Habré de indagar más en el asunto, pero no veo nada malo en Lioneta. Tengo para mí que es una niña movida y traviesa, pero nada más…
—¿Nada más? Es enana, tiene el cuerpo deforme, no crece, tiene la voz aflautada, pero a veces recia, como de hombre, y cavernosa como la de los demonios. ¿Y dices que nada más? ¿Es poco?
—No, poco no es. Es una desgracia, señoría, habrás de aceptarla.
—Siempre tengo yo que asumir este infortunio… Sabrás, reverencia, que a lo menos tengo veinte hijos por ahí y que todos han nacido enteros…
—Lioneta está entera y, además, es muy despabilada. Cuando crezca destacará en cualquier Corte por su agudeza.
—No lo veré yo…
—¿Por qué, mi señor?
—Porque me pone enfermo, porque no sosiego desde que nació, porque, al verla o pensar en ella, se me llevan los demonios y me viene gana de matarla, y un día, no lo quiera el Señor, me ofuscaré tanto que lo haré o, líbreme Dios, me dará un sofoco y me iré al otro mundo, donde no sé si podré descansar…
—¡Ah, no, eso no!, éntrela su señoría en un convento…
—Doña Poppa, mi bienamada esposa, se niega.
—¿Qué ha de ver que una mujer, aunque sea de noble cuna, se oponga a la orden de un marido?
—Se irá con ella al convento, me pedirá el repudio, y yo la amo…
—¿Amas a tu esposa?
—Amo a Dios y después a ella… Y bien sé que nunca se separará de sus hijas, pues que, aunque me quiere hasta la locura, en situación semejante a mí me preteriría… Son cosas que hacen las madres…
—¡Ah, no sé…! Sepa el conde que no he tratado con mujeres, salvo en el confesonario y dándoles la extremaunción, pero, me consta por lo que tengo oído, que son difíciles de carácter y volubles de pensamiento.
—¡Ah, no, doña Poppa es un cúmulo de prendas…! Sin ella no vivo, claro que con Lioneta a su lado tampoco vivo…
—Con la venia, mi señor, ¿no será que te has obsesionado con la niña?
—Se llama Lioneta, Lioneta de Conquereuil… Yo no sé lo que me sucede, he intentado ponerle buena cara, he rezado a la Santa Trinidad, a la Virgen María y a un sinnúmero de Santos y Santas, y no lo consigo, me produce náusea y no hallo sosiego… Por eso solicité al obispo un exorcista.
—Me siento muy honrado de serviros.
—¿Le hará algún daño el exorcismo si no está poseída?
—No.
—Bueno, mañana mismo proceded.
—¿Mañana?
—Sí, mañana, en la capilla, antes de la hora prima. Id con Dios.
—Quede con Dios el señor conde.
Aquella misma noche, don Robert se presentó en las habitaciones de doña Poppa, no para yacer con ella, no, pues había disminuido su apetito carnal y, como la naine no pululaba por allí porque sus hijas se habían ido ya a la cama, al parecer, pudo hablarle con ánimo sereno y anunciarle que a la mañana, a la hora prima, don Hoel practicaría el exorcismo que había venido a hacer a Lioneta.
Y fue que las criadas desalojaron a toda prisa el aposento y que su esposa, que ya estaba al pie de la alta cama, con un pie en los escalones para subir al lecho y acostarse, tras sonreírle y helársele la sonrisa al escuchar lo que su marido le decía, se llevó las manos a la cabeza, se mostró confusa y, más que hablar, gritó:
—¿Mañana?
—Sí, mañana.
—¿Por qué tan pronto?
—Quiero acabar con este asunto cuanto antes.
—Es precipitado… Mil veces te he dicho…
—¡Cállate!
—¿Debo callarme?
—Sí, me vas a obedecer sin rechistar. Vas a obedecer al conde de Conquereuil, tu marido y señor. Si no quieres no asistas a la ceremonia, pero ordena al aya que antes de prima tenga aviada a Lioneta. Yo vendré a buscarla.
—Ay, Robert…
—¿Qué pasa?
—Nada, nada. Te obedeceré como mi marido y señor que eres, pero…
—Pero nada, ¿lo has entendido?
—Sí, pero ¿me podrías explicar en qué consiste la ceremonia?
—No. El cura y Lioneta lo harán todo. Nosotros asistiremos y amén.
—¿No sería prudente que antes de proceder algún otro sacerdote o algún hombre santo, algún eremita, por ejemplo, bendijera a Lioneta?
—No, mañana actuará el exorcista y fin de este terrible episodio.
—Lo que tú mandes.
—Adiós.
—Oye, Robert…
—Ni oye ni gaitas. Adiós.
En el dormitorio de la condesa no se pegó ojo. Las damas de compañía siquiera se acostaron, pues que la señora anduvo toda la noche de su cuarto al de sus hijas y estuvo largo rato contemplando el plácido sueño de las mismas. Además, se hacía servir una tisana tras otra de melisa y valeriana para quitarse los nervios, pero no quiso descargar su corazón, pues que hablar, habló muy poco. Se limitó a informar a sus camareras de que el exorcismo de Lioneta tendría lugar a la mañana a la hora prima, y a ordenar que se aviara la que quisiera acompañarla, y no respondió a las preguntas bienintencionadas que le hacían ni aceptó ningún consuelo, pues que iba a ver a las niñas, incluso sin dejarse ayudar con el candelabro, llevándolo ella misma. Iba, veía, vertía una lágrima o se le escapaba un suspiro, tornaba, se arrodillaba en una alfombrilla y rezaba ante el crucifijo de su habitación o se ponía la mano en el pecho, sin duda, para tenerla más cerca del pañito de reliquias que llevaba cosidas en el jubón. Y ya amanecía cuando, madre e hija, se encontraron vestidas de negro en la antesala, donde sólo se escuchaba la voz de Mahaut que preguntaba qué sucedía y a su madre que adónde iba tan temprano, para acudir a lo que fuere. La condesa la hizo callar y se dirigió a todas las presentes:
—Hoy pasaremos un mal trago…
Pero hubo de interrumpirse, porque ya se oía llegar al conde y a sus gentes y, ay, Jesús bendito, que se le había olvidado dar unas limosnas para implorar clemencia a quien pudiere escucharla en aquel triste momento desde la Morada Celestial. No obstante, remedió el asunto presto, pues envió a una de sus damas a entregar cinco peniques a los cinco primeros pobres que encontrara en la calle, cinco a cada uno, por las cinco llagas de Cristo.
Don Hoel guardó ayuno y no durmió miaja, eso sí se tendió en el catre y, antes del alba, se lavó la cara en una jofaina, se peinó y sacudió el hábito; luego se arrodilló, rezó sus oraciones y se encaminó a la capilla, rumiando el pensamiento que le había corroído durante toda la noche: que la niña no necesitaba exorcismo, que el que lo precisaba y el que estaba poseído, como demostraba su obcecación, era don Robert, el padre de la criatura.