Ducado de Bretaña (Francia)
Año IIII del rey Robert
Año de la Encarnación de 999
Diríase que el señor conde venía adormecido sobre su caballo, mismamente como los hombres de su compaña, excepto el abanderado que había de permanecer muy atento y con el estandarte en alto para que los que avistaran o contemplaran el paso de la comitiva supieran que se trataba de don Robert de Conquereuil, que regresaba a casa después de hacer la guerra a quien la hubiere hecho, o de servir al duque Geoffrey de la Bretaña, su señor natural, en la tarea que éste le hubiere encomendado.
Pero no, que los que tal suponían erraban de medio a medio, porque don Robert de Conquereuil, aunque de tanto en tanto cerrara un instante los ojos, venía, de tiempo ha, en agrias meditaciones o, dicho con exactitud, rumiando su desdicha. Su infortunio, adversidad —llámesele como se quiera—, un sentimiento ora de rabia ora de dolor. Su inacabable cuita era, después de todo, pues que —exagerando más de la cuenta— pensaba que su desgracia habría de acompañarle incluso cuando descansara en su sepultura. E iba mascullando su mala suerte —que tales palabras manejaba—, pese a que era fama, que haber había engendrado diez bastardos, si no veinte, en razón de que había empreñado decenas de mujeres, ya fueran pastoras, labradoras o criadas, por doquiera hubiera encaminado sus pasos o blandido su espada, dejando un sinnúmero de hijos de la Bretaña a la Aquitania, y que todos habían venido enteros al mundo y sin que un dedo les faltara.
Era voz común también que, cuando le ocurrió lo que le sucedió, para percatarse de que sus descendientes no carecían de ningún miembro del cuerpo ni sufrían deformidad, había enviado sirvientes por las tierras donde había holgado a preguntar y a entregar una bolsa de monedas a las madres, para que se compraran una cabra o, en otro orden de cosas, una saya de brocadillo o algún ungüento para la cara que las hiciera más hermosas y, de paso y como si se arrepintiera de sus pecados, aliviarles el trance que les hiciera sufrir. Y había constancia de que todos sus mandaderos habían vuelto con la misma noticia: el hijo, la hija, de la Tal, de la Cual o el de la que vivía en Orleáns o en Poitiers —de las que recordaba el nombre o se podían situar en un espacio determinado— etcétera, no tenían taras y eran niños o niñas alegres y vivarachos que se criaban bien, que les habían quitado la teta o que no la habían abandonado todavía y que, Dios mediante, cuando fueran mayores serían buenos mozos o buenas hembras.
Esto que hubiera contentado a cualquier hombre, a don Robert no. En razón de que, después de ocho años de matrimonio, no había tenido hijo varón y sí dos hijas en los primeros veinte meses de su unión con la señora Poppa, su mujer. Una de ellas, la primogénita, llamada Mahaut, era bella como las estrellas del firmamento, pero la segunda, de nombre Lioneta, era un monstruo que se afeaba y se deformaba de cuerpo conforme avanzaba en edad, amén de que no crecía ni aumentaba de talla el negro de una uña, y que su hermana, cumplidos los siete años, ya le aventajaba dos palmos. Por eso, de tanto en tanto, entornaba los ojos, quizá para no recordar la imagen de la criatura. De la pequeña; que era enana y fruto de su semilla, de su mala semilla en este caso, cuando, vive Dios, tan buena la había tenido, como sobradamente había demostrado, por casi todas las viejas Galias.
E iba don Robert en este cavilar más que fastidiado, enojándose a cada paso del caballo que le acercaba a su casa, y eso que había salido el sol para recibirle, bendito sea el Señor, sintiendo el aire fresco del mar y sufriendo la calor húmeda de su tierra. Y andaba a un par de millas de su castillo de Conquereuil, cuando los perros ladraron y el abanderado dio la voz de que se aproximaba una compaña. Al grito, los hombres se asentaron en sus cabalgaduras, aprestaron sus lanzas y echaron mano a las empuñaduras de sus espadas porque nunca se sabe quién puede aparecer por los caminos, pero el conde, que tenía buena vista, distinguió, al momento, su estandarte. Lo anunció y todos sus soldados se alegraron en razón de que los del castillo salían a recibirlos y traerían agua fresca, sidra y algo de comer.
Se holgaron todos, salvo el conde que no aceleró la marcha, pese a que pronto saludaría a doña Poppa, su querida esposa y señora, a quien amaba sobre todas las cosas y, de consecuente, deseaba abrazarla y yacer con ella, con aquella mujer de gran corazón y, ay, de carnes prietas. Y es que cruzaba mirada con los ojos tan parleros que tenía y le latía el órgano rector y, si continuaba más abajo, adivinaba sus abundosos pechos bajo sus ricas vestes y, si seguía más abajo, presentía su cálido vientre y, sin poderlo remediar, se le alzaba el demoñejo que alojaba en sus partes de varón. Tanta era su pasión por la dama que, cuando estaba en campaña se encomendaba a ella antes que a Dios —no se lo tenga en cuenta el Señor, pues actuaba como enamorado y, en tal estado, hombres y mujeres suelen hacer necedades—, amén de que, en lo más encarnizado de cualquier combate, cuando la sangre corría a ríos y las cabezas de los hombres caían segadas por las espadas, no le hubiera importado miaja que lo atravesara una lanza con tal de que lo atendiera doña Poppa en su postrer momento, siempre que pusiera los sus labios en sus labios y bebiera su último aliento. A ratos llegaba a decirse que la quería tanto o más que aquel Lanzarote —el que andaba en las canciones de los troveros y otras gentes de mal vivir— que había amado a la reina Ginebra o como el rey Robert, el segundo, de la Francia que, después de repudiar a su primera esposa, pues no le había dado hijos, quería hasta el infinito a doña Berta de Borgoña, su segunda mujer, y por ella, que era su prima hermana, mantenía agria disputa con el Papa de Roma que, dado el parentesco entrambos, amenazaba con excomulgarlos, lo cual no era cuestión baladí. Por estos negocios, por el amor de Lanzarote, aunque fuere leyenda, por el más cercano del rey Robert y por lo que le dictaba su propio corazón, él también podía decir que vivía una bellísima historia de amor apta para ser cantada por cualquier tañedor de vihuela. Quizá mucho más la suya que las de los otros puesto que doña Poppa, a más de ser mujer virtuosa, había sido sólo suya, mientras doña Berta había enviudado del conde Eudes de Blois, y la reina Ginebra, por mucho que el asunto se hubiera querido tapar, había actuado como una moza de burdel, como si fuera puta sabida, hablando claro, en razón de que le había puesto cuernos nada menos que al gran rey Arturo Pendragon. De consecuente —tal pensaba el conde—, doña Poppa merecía todo su amor y más que pudiera darle hasta el fin de sus días, máxime porque las pastoras o campesinas que había violentado para yacer con ellas o las mujeres en común a muchos a las que había pagado o regalado para lo mismo, habían constituido para él mero divertimiento y simple desahogo.
Pero, pese a la bella imagen de su mujer, que representaba en su sesera, y a que iba a descansar y a ser servido en su castillo por los muchos criados y siervos que tenía, el buen conde Robert no se albriciaba, no, al revés. Conforme se acercaban las dos comitivas, su descontento aumentaba y se desasosegaba más y más, pues le venía a la mente la estampa de Lioneta, su hija, y todo lo que tenía previsto contar de sus correrías y hazañas se le embarullaba en la cabeza e incluso sus amores abandonaban sus pensamientos y le venían arcadas al estómago. A él, maldita sea, al conde Robert, descendiente del mismísimo emperador Carlomagno y de otros grandes hombres, a él, que era primo del duque Geoffrey, su señor natural, y el más aguerrido de los capitanes, que le había confirmado en feudo la fortaleza de Conquereuil, situada en la Bretaña, entre las ciudades de Rennes y Nantes —que ya disfrutaran sus antecesores, por gracia de los antepasados del duque—, y las tierras que se veían e incluso muchas otras imposibles de alcanzar con la vista desde cualquier punto del condado, en razón de que por el norte llegaban al mar, pues así de extenso era su predio.
Y se lamentaba, pues que vería incluso antes a sus hijas que a doña Poppa porque, como niñas que eran, se apearían de la carroza como dos torbellinos; la enana Lioneta, la primera pues era la más movida de las dos, y él habría de hacer una vez más de tripas corazón; tal preveía.
Cuando doña Poppa fue avisada por los vigías de las torres de que su marido y señor regresaba al castillo, se sobresaltó. No porque no lo esperase, no, que lo aguardaba todos los días rezando para que volviera presto y, aunque tardara, mantenía esperanza de que lo haría sano y salvo, a más de cubierto de gloria, pues no en vano era el paladín de la Bretaña y tanto el rey de la Francia como el duque de la Aquitania hubieran dado una mano porque militara en sus filas y le hubieran otorgado muchas más tierras de las que disfrutaba de don Geoffrey, en razón de que, siendo el más joven de los condes del anterior duque de Bretaña, don Conan el Tuerto, que haya Gloria, sobrevivió a todos los capitanes —al citado incluso—, y él solo defendió el castillo de Conquereuil. Y hubiera arrojado de allí al sitiador, a don Fulques el Negro, conde de Anjou, a no ser porque don Geoffrey, el sucesor del duque muerto y todavía un muchacho, le ordenó entregar la fortaleza que, mira, una vez rescatado el cuerpo del fallecido del campo de batalla y firmadas paces con el Negro, le confirmó la tenencia por haber defendido la plaza mismamente como lo hubiera hecho el glorioso Carlos Martel, por ejemplo.
Ante la buena nueva, a la condesa se le iluminaron los ojos y dejó su bordado —un tapiz de una vara de largo por media de ancho en el que, con buena mano y mucha paciencia, gloriaba la hazaña de su esposo y en el que llevaba más de un año ocupada—. Se levantó con presteza del escabel, y salió a la almena por ver si atisbaba la comitiva, pero no vio nada, y se complugo. Porque, Santa María Virgen, que iba vestida de trapillo y había de aviarse, otro tanto que a sus hijas que, alertadas de la llegada del padre, se habían puesto a dar saltos por el aposento, pues que niñas eran. Y ordenó a sus damas que le prepararan tal veste y tal cofia, y tales trajes a sus niñas, y que las vistieran, y tal afeite para ella, y que sacaran de su azafate el perfume de alegría —el que más gustaba al conde— y el rojete para las mejillas y el palo de raíz de nogal para colorearse los labios e, ítem más, sus joyas para elegir éstas o aquéstas.
Fue un correr en la habitación de la dama, pero muy pronto todas estuvieron aviadas, y no sólo eso, emocionadas, cuando montaron en el carruaje, pues que el mayordomo del castillo, aparte de un piquete de soldados, agua, sidra y vianda abundante, se había ocupado de llevar un par de gaiteros para salir a recibir a su señor.
E iban las mulas al paso, hombres y mujeres albriciados, las niñas asomando la cabeza por las ventanillas. La naine, la enana Lioneta, con los ojos encendidos, correspondiendo con inmenso odio a las miradas que le deparaban los soldados y criados del séquito que, mira, como se estaba dejando ver, como asomaba buena parte de su cuerpecito por la ventanilla, tenían ocasión de contemplarla. Es menester decir que las gentes de la población tenían pocas oportunidades de verla, pues que si la criatura salía del castillo lo hacía escondida, pues se envolvía hasta casi desaparecer entre los muchos vuelos de la saya de su madre o de la de su aya, precisamente para evitar los ojos de hombres y mujeres —lo que resultaba sorprendente, pues que ambas, mejor dicho las tres, se habían acostumbrado a andar ella con ellas, y conseguido ajustar el paso, ocho o nueve de la niña por uno de las mujeres quizá— o bien madre y aya la metían en una bolsa con dos agujeros para las piernas, mismamente como las que llevaban las campesinas cuando con sus hijos menores realizaban labores agrícolas, pues que necesitaban de las dos manos, y se la echaban a la espalda o al pecho, y ella sacaba la cabecita de vez en cuando y, claro, el personal la observaba curioso y cierto que también desdeñoso o burlón. Del mismo modo que cualquier persona que veía a la pequeña, ya fuera por primera vez, ya la hubiera visto mil veces, pues que, al parecer, las gentes no podían dejar de mirar, de examinar o de escrutar a aquel ser diminuto, cuando bien podían mirar el cielo y admirarse de la obra de Dios. Además, dada su grotesca estampa, lo hacían con mofa y, pese a su poca edad, no pasaba desapercibido a la criatura y por eso de sus ojos emanaba altivez y, aunque no levantaba dos palmos del suelo, se permitía gritarles y ellos huían espantados y se santiguaban creyéndola diablesa.
En este viaje, cuando la niña se cansaba de arrojar odio por sus ojos, se entraba en el carro condal y, por el contrario, miraba con infinita ternura a su señora madre y a su aya, las únicas habitadoras del castillo que la querían bien, según se aducía, según manifestaba a veces llorando a las dos y, en esta ocasión, también a su hermana, pese a que tan pronto la quería como no la quería, pues la insultaba —cosas de hermanas— llamándola naine o la miraba mal o le hablaba con retintín o la acusaba de su mala facha con luengo silencio, es decir, con desprecio al igual que los sirvientes de la casa. Eso que los niños sienten quizá antes de abandonar la cuna, pues confían en unas personas y temen a otras, sin que nadie les prevenga ni les diga tal o cual:
U:
—Ojo con ése o con ésta…
O:
—Si las buenas gentes desvían la mirada al cruzarse contigo o las malas te observan con descaro o te hacen burla, no hagas caso, tú como si no existieran. Tú eres la segunda en heredar las tierras de tu padre y las mías, y lo más importante tienes una madre que te quiere…
—Y una hermana que te defenderá de los dragones y de los monstruos de la mar y de la tierra. —Tal sostenía Mahaut cuando estaba de buenas.
—Y un aya que daría la vida por ti.
Para cuando las dos comitivas se juntaron, don Robert de Conquereuil ya había superado al abanderado, ya cabrioleaba su caballo a la puerta del vehículo de la condesa y ya asonaban las gaitas dándole la bienvenida. Ya las niñas, asomadas, movían sus manitas queriéndole tocar y bajando del carro alborotaban alegres y revoloteaban en derredor de hombre y bestia, y también llamaban a los perros del caballero, cada una a su manera, claro, Mahaut con su dulce voz y Lioneta con su voz estridente, y saltaban de alegría niñas y bichos pero, pese a aquellas muestras de cariño, empezó a alterarse más, si cabe, el ánimo del padre al ver a la naine, pues que venía descompuesto, como dicho va.
Pero fue que doña Poppa, su mujer, distendió la situación sin querer, pues que, al apearse, se le cayó dentro del vehículo la cofia con la que se había adornado —la más alta que tenía, en virtud de que en las villas y aldeas de la Bretaña las mujeres parecían competir por lucir en sus cabezas la cofia más alta de todas— y se le desbarató el cabello y perdió las horquillas y, mira, que la dama se echó a reír y cruzó una mirada cómplice con su esposo, y éste, como no podía ser de otra manera, sólo tuvo ojos para ella, sobre todo para lo que no veía, para lo que tapaba su rico corpiño y su magnífica falda y, sonriendo, en apariencia al menos, se sumó al contento general. Entregó el caballo a su escudero, dio a besar la mano a su esposa e hijas —a una de ellas con reparos, tragando saliva y haciendo grande esfuerzo por no retirársela y no hacerle desaire delante del personal y que lo vieran todos— y ellas se la besaron y, ya tras tomar un poco de refrigerio y beber un vaso de sidra, se subió al carro con su familia camino del castillo.
Durante el recorrido, sus tres mujeres, a más de repetirle una y otra vez que lo habían echado a faltar, le fueron preguntando por sus guerras, por su larga ausencia, por el duque Geoffrey, por el rey Robert y por otros señores, la enana también. Tanto habló Lioneta que el conde alegó cansancio, pues que no había dejado de cabalgar en tres jornadas, para que doña Poppa hiciera callar a sus hijas. Pero mintió como un bellaco, porque, en realidad, no soportaba la presencia de Lioneta ni en aquel momento su interminable verborrea. No obstante, cambiaba miradas con su esposa y le hacía muecas cómplices, porque sonrisas no eran aunque por tal las tomara la dama, pidiéndole lo que todo hombre solicita a su mujer después de larga ausencia o a diario, que de todo hay.
Antes de cruzar el río y atravesar el puente levadizo de la fortaleza, ya se habían sumado a la comitiva numerosos labradores, que habían abandonado sus labores y otros muchos, menestrales y gentes de oficio, y esperaban y saludaban con los brazos en alto la llegada de su señor. Así las cosas, una multitud se apiñaba en el patio de armas del castillo.
El conde se apeó de la carroza, dio la mano a su esposa, y ambos saludaron a aquella tropa vocinglera que los aclamaba. Como siempre, don Robert, dada su alta estatura —que demostraba que había estado en su infancia mejor comido que los demás—, destacó entre todos y sus vasallos pudieron contemplarlo a satisfacción, porque medía casi dos varas y llevaba a los hombres más fornidos una cabeza. Además, es menester decir que apuesto era cuando llevaba armadura y hasta galano cuando llevaba buenos ropones y la barba bien recortada, tal se comentaba y se constataba entre las gentes de la población que, de un tiempo acá, comenzaban a instalarse en torno al castillo formando ya una próspera villa.
Y visto y saludado el señor, visto y saludado; vista la condesa y admirado su bello y dulce rostro, cuya blancura resaltaba pues que se había untado con albayalde, y vistos sus ricos ropajes, vista y admirada, pero fue que la multitud deseaba ver a las niñas: a Mahaut y sobre todo a Lioneta. Para compararlas y sobre todo para hablar de la fea y de la maldición que sufrían los condes e, ítem más, de la mala cara que traía don Robert o de sus devaneos amorosos, que llevaban fama por el condado todo y más allá; de la dignidad con que doña Poppa llevaba su desgracia, etcétera y, como había tanto gentío y todos querían acercarse a los señores haciéndose paso a codazos o a empellones que fuere, a la par que cruzaban entre ellos palabras gruesas, como comenzó aquí una trifulca y allá otra por un quítame allá esas pajas, el conde, que no tenía gana de enfrentarse con sus vasallos ni de poner orden en el vocerío, dio por terminada la bienvenida, entró en el castillo y las gentes de su casa le siguieron.
Así las cosas, ninguno de los habitadores pudo decir que había visto a la bella, ni menos a la fea, ni aclarar si ésta ya levantaba dos palmos o tres del suelo, y los compadres lo sintieron pues eran curiosos sobremanera, tanto o más que las comadres. No obstante, luego en todos los hogares se volvió a hablar del «engendro» o de la «monstrua», por no llamarle «demonia», y no mentar a Satanás —tal nombre le daban, perdóneles el Señor—, y algunos hombres se jactaron de que ellos, pobres labriegos, tenían mejor semilla que todo un señor conde y, a la vista de sus hijos, rieron con un vaso de sidra en la mano, pese a que bien sabían que Dios camina a veces por senderos torcidos y que, a lo largo de la vida, pocos son los que escapan de sufrir una desgracia u otra.
En los aposentos de la condesa, las tres mujeres de don Robert recibieron con mucho contento los regalos que les había traído su padre y marido: las hijas una muñeca de trapo para cada una y la esposa un collar de perlas gruesas casi como huevos de codorniz que, inmediatamente, se puso al cuello. Luego, idas las niñas y tras tomar refrigerio, los señores se quedaron solos en el dormitorio y, después de bañado el conde en una tina de agua caliente y de ser frotado con una esponja de mar por su propia esposa, yacieron como marido y mujer. Después del acto, la condesa le habló a su marido de los progresos de Mahaut, que ya sabía las letras y empezaba a leer, sufriendo lo suyo, pues que cuesta aprenderlas. Pero de Lioneta nada le dijo y eso que era mucho más espabilada que su hermana, pues leía correctamente los latines y empezaba con las cuentas, y es que bien conocía que la sola mención del nombre de la niña le revolvía las entrañas y no ignoraba que su descendiente y el adverso resultado de la semilla de su esposo andaban en boca de nobles y plebeyos.
A don Robert le daba un ardite lo de las letras, pues era un hombre de armas, vasallo del duque de la Bretaña, que a su vez era vasallo del rey de la Francia, y comentaba con doña Poppa de ajustar el matrimonio de su primogénita con el hijo de don Tal o de don Cual, pues que ya había cumplido siete años y tiempo era, no se les fuera a adelantar el duque Tal o Cual. Y, como le había dado parlera, también le decía de viajar a Roma, a Jerusalén o a Compostela, pero no hablaba de ciudades más cercanas como París, Tours o Poitiers, donde había Santos de prosapia y donde hubieran podido visitar a los parientes que uno y otro tenían para que unos y otros observaran la belleza de la primogénita y se la disputaran para matrimoniarla con sus hijos, a la par que ellos concertaban ventajosas nupcias que agrandaran su señorío.
No pasaba desapercibido a la dama que mencionaba lugares lejanos, quizá —tal pensaba— para que los señores de aquellos países remotos no supieran de la existencia de la pequeña —nunca mejor dicho— Lioneta. No obstante, le parecía de maravilla viajar, aunque hubiera de pasarse lo que le quedara de vida por los caminos de Dios y de los enemigos de Dios, pues que había musulmanes en Tierra Santa y en las Hispanias, pero no le importaba miaja. En razón de que en Roma podría pedir gracia para su naine —y qué no haría una madre por una hija—, y salud para el resto de la familia nada menos que a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo; en Jerusalén, Dios Todopoderoso, al mismísimo don Jesucristo y en Compostela a Santiago Apóstol, convencida de que todos juntos o alguno de ellos en particular, se apiadarían de la desventura de la niña, le concederían favor y su hija alcanzaría talla razonable, entre otras cosas porque ellos, los condes de Conquereuil, se ocuparían de dejar buena limosna en aquellas ciudades y en otras muchas de los caminos donde hubiere santuarios y santas reliquias ante las que postrarse.
Don Robert le hablaba a su esposa de don Gotescalco, obispo de Le Puy que había hecho viaje a Compostela de la Galicia con trescientos mesnaderos para implorar la misericordia de Dios y la intercesión del señor Santiago, mientras ella permanecía acostada del lado derecho en la cama —en aquellas camas de Bretaña llamadas lit-clos que eran talmente almarios, unos muebles grandes, como cuatro arcones puestos juntos y encima unos de otros, que encerraban plumazo, cobertor y almohadas y se tapaban con unas cortinas, para preservar a los durmientes del frío, la humedad y las ratas, resultando muy útiles—, del lado derecho, decíamos, sin cantearse para tener un hijo varón, siguiendo las instrucciones de la partera que la había asistido en sus alumbramientos. Y mientras don Robert pedía vianda para reponer fuerza y, a poco, se comía con buen apetito una cazuela de setas con caracoles y le daba a su esposa a la boca, ésta se entusiasmaba con aquellos viajes que le proponía su buen marido, y se dejaba besar y se prestaba a volver a yacer, para luego tornar a adoptar la misma posición y quedarse empreñada. Y es que del mismo modo que don Robert se encomendaba a ella en las batallas, ella le tenía tanto amor o más, pese a lo extraño que resultaba que hombre y mujer se amaran en un matrimonio concertado por sus familias y consentido por el rey, pero no fue el caso de ellos, no.
Fue que los padres de Poppa conocieron a don Robert y que los de éste oyeron hablar hasta la saciedad de la joven precisamente de boca del mozo. Pues que, al regresar a casa, había contado cómo, cuándo empapado hasta los huesos, sin nada que comer, sin agua que beber, muertos sus compañeros y él tiritando de frío, exangüe y sin aliento, las olas de un mar embravecido, como pocas veces, habían arrastrado su barca hacia una isla llamada Sein, situada a pocas millas del Finisterre, que constituía tenencia del conde Guigues, el señor de ella. Y cuyos hijos —lo quiso Dios—, pese a que había muy mala mar, cuando vieron una embarcación a la deriva dejaron de jugar a hacer castillos en la playa, se despojaron de los vestidos y nadaron hacia el bote consiguiendo encallarlo en la arena con grande esfuerzo; mientras, la hija del conde, de nombre Poppa, una joven bella y de abundosas carnes, contemplaba desde la orilla la proeza de sus dos hermanos y mojándose la saya y luchando contra la resaca se acercó también. Y sorprendidos los tres encontraron a un hombre desnudo (que era él) dentro de la barquichuela, lo único que quedaba del hermoso navío con el que don Robert zarpó de la ciudad de Dinard rumbo a la Inglaterra. Superada la sorpresa, rescataron al náufrago, lo llevaron a hombros a su castillo y lo atendieron, mientras, en el ínterin, la joven, que al abrir los ojos le había parecido mismamente la Virgen María, lo tapaba con su capa para cobijarlo y fue ella misma la que, en el puente levadizo, le dio agua a la boca y ambos cruzaron mirada y se enamoraron, antes incluso de que el recién llegado dijera que se llamaba Robert y que era hijo del conde de Conquereuil, una tierra ubicada en la Bretaña. Entonces don Guigues y su esposa se sonrieron y lo trataron, mientras permaneció allí, como a un hijo, y sus hijos como a un hermano, y hasta pusieron a su disposición un barco de su propiedad para que lo trasladara a Nantes y le dieron dineros para volver a casa.
Y fue que mil veces oída la historia que contaba el muchacho, después de dar mil veces gracias a Dios por la salvación de su hijo y de haber leído en sus ojos, la madre de Robert, bendita sea, tomó cartas en el asunto y le propuso a su marido casarlos en razón de que llevaban tiempo buscando pareja para el joven. Alegando que los dos tenían la misma edad, cuando lo habitual era que el novio o la novia fuera diez o quince años mayor que el otro y, lo mejor, que al mirarse, que sólo con verse los dos se habían enamorado, que Poppa parecía ser mujer de prendas, amén de que ella, su madre, deseaba que su hijo fuera feliz.
La dama porfió con su marido, pues que a éste la joven le parecía poco, pero no había pasado un año que ya los prometidos cruzaron anillos en Conquereuil y celebraron fastuosas bodas y tornabodas tanto que, después de ocho años, todavía se recordaban en todas las cortes vecinas y en otras lejanas por su magnificencia, pues que, a más de ser el oficiante el obispo de Nantes, hubo bailes, juegos, troveros, etcétera, y los novios dieron de comer a toda la población, que se llenó con gentes venidas de la Inglaterra y de la Francia para estar presentes en tan feliz ocasión.
Y eso, que todo fue fortuna para la pareja, aunque nació Mahaut. Una niña, en vez de un varón que era lo que deseaba todo hombre y toda mujer, y al año llegó Lioneta, que era fea como un demonio, pequeña como un gnomo de los bosques y con otras disminuciones que se observaron enseguida. No obstante, la ventura para doña Poppa no disminuyó porque era madre y las madres aceptan lo que les viene, pero sí para el padre, por lo que ya se viene explicitando.
Mucha era la felicidad de los castellanos de Conquereuil, mucho se ayuntaban en el tálamo. Mucho permanecía la dama acostada del lado derecho en la cama, pues que deseaba un varón; mucho holgaba el conde con la caza del ciervo o del zorro siempre acompañado de sus caballeros y venablo en mano, pero lo que los esposos temían, cada uno por su parte y sin participárselo al otro, se presentó.
Ya fuera porque lo malo llega o porque el conde no aceptaba a su hija enana y no se acostumbraba a su presencia, fue que en la Bretaña, entrado el otoño, llevaban alrededor de quince días de mal tiempo y no se podía salir a cabalgar pues que hasta las capas aguaderas resultaban ineficaces ante la cortina de agua que, imparable, caía del cielo y estaba la tierra embarrada, o fue que don Robert andaba enojado o algo bebido pues había estado jugando a dados con sus caballeros y había perdido. Fuere lo que fuere, resultó que entró en los aposentos de la condesa, pidió silla, se sentó en una cátedra al amor del fuego de la chimenea que doña Poppa había mandado encender para paliar el frío de la habitación y que las niñas no se resfriaran, y sucedió que las hijas se acercaron al padre y le llevaron sus muñecas pretendiendo, en su inocencia, que jugara con ellas, pero él las rechazó. A Mahaut la separó con su brazo suavemente una media vara, pero a Lioneta le propinó un empujón que la hizo caer al suelo. Doña Poppa se levantó rauda y atendió a la niña y le secó las lágrimas con un pañuelo bellamente bordado que se sacó de la faltriquera, a la par que lanzaba una mirada de reproche a su marido. El aya actuó presto y se llevó a las criaturas, a la naine berreando, con lo cual todo el castillo supo que el conde había pegado a la cría y las malas lenguas comentaron lo que ya venían anunciando: que el día menos pensado tendría lugar una desgracia, pues que don Robert un día, un día cualquiera, que ya tardaba en llegar, desenvainaría la espada y le cortaría a su hija la cabeza de un certero tajo, en razón de que llevaba muy mal que fuera enana, o que le echaría las manos al cuello y la estrangularía o que de un bofetón la estamparía contra la pared y la mataría.
El caso es que los señores se quedaron solos en la habitación, y fue que doña Poppa, dolida del empellón que había recibido su naine, su querida naine, sentenció:
—De hombres perfectos nacen hijos imperfectos, y al revés…
Y no es que tales palabras le vinieran picando en la punta de la lengua ni que las tuviera preparadas ni que, como buena madre, se las espetara a un mal padre, no, sencillamente repitió lo que ya le había dicho muchas veces y, ante la pasividad de su marido, continuó con dulce voz:
—Es tu ejemplo, y debes aceptar lo bueno y malo que Dios te da con resignación y aun contento, porque podía enviarte peores cosas…
Y siguió con lo que no debía decir ninguna mujer a ningún varón, pues se exponía a ser maltratada y aun azotada públicamente y hasta repudiada:
—Me consta, don Robert que, desde que nació Lioneta, has abandonado los lechos ajenos, quizá para no sembrar la tierra de «monstruos», como se comenta que has dicho más de una vez… Te aseguro que nuestra hija no es un monstruo, al revés, es un ser lleno de ternura y de corazón generoso… Siempre has rechazado a la niña, no has querido verla, y has estado quejándote de ella con tus mesnaderos, por ello la población la ha considerado un «engendro», de tal manera que hacen burla de ella. Y no se lo merece, pues bastante desgracia tiene y sus padres, es decir, nosotros, somos los primeros que tenemos el deber de ayudarla…
—Lo siento, mi buena Poppa, se me llevan los demonios, no ya con verla, sino de pensar en ella…
—Pues habrás de remediarlo… Un hombre de prendas como tú ha de asumir esta desgracia y más.
—Tengo para mí que cuando me mira me maldice. Hasta creo que me ha disminuido la potencia para procrear… Y es por ella, porque me mira mal.
—Ah, no, eso es falso, son imaginaciones tuyas… La niña te ama y desea que la quieras, que bien lo sé yo… Emprendamos viaje a Roma, veremos nuevos paisajes, trataremos con nuevas gentes…
—¿Nosotros, los dos solos?
—Ah, no, con las niñas… Será bueno que reciban la bendición papal y que entreguen el óbolo a San Pedro… Mejor ocasión no han de tener… Además, quizá Lioneta se cure…
—Entonces, ¿cómo me voy a quitar a Lioneta de la cabeza?
—Debes rezar.
—Lo he hecho.
—Y pedir consejo a hombres buenos y sabios.
—Tal he hecho muchas veces.
—¿Y qué te han dicho?
—Que me resigne, que acepte con buena cara lo que Dios me envía.
—Lo mismo que yo.
—Más o menos, sí, pero veamos…
—¿Qué?
—Al quedarte empreñada de Lioneta, ¿qué día sentiste dolor de cabeza o no quisiste comer o tuviste vómitos?
—¿Cómo?
—Sí, ¿al décimo, al undécimo día…?
—Pues no recuerdo, ha pasado mucho tiempo.
—¿Y cuándo sentiste el primer movimiento de la criatura?
—No sé, ¿cómo lo puedo recordar después de tantos años? Me sentí encinta cuando no me vino la «enfermedad» y vómitos no tuve ni aborrecí los manjares, al revés, para lo que se cuenta mis embarazos fueron buenos y mis partos, dentro de lo que cabe también, aunque sufrí, como cualquier mujer, la maldición de Eva…
—¿No recuerdas nada, pues?
—Casi nada… Las mujeres preferimos olvidar aquellos malos tragos y el paso del tiempo nos ayuda…
—Sin embargo, yo hago memoria y me viene a mientes que, antes de entrar en tu habitación a darte la enhorabuena después del parto y a conocer a la niña, oí en la puerta a la comadrona que te asistió comentar que Lioneta era demasiado chica y demasiado fea, y que tú, antes de cerrar los ojos para descansar, habías estornudado…
—Pues, no sé, como había estado destapada, estaría a punto de resfriarme, ya conoces el frío y la humedad de esta tierra.
—No, es que estornudar es señal de mal augurio y detrás de un parto más…
—¿Y qué? Si estornudé las mujeres que allí había, exclamarían: «¡Jesús!», como siempre se dice cuando alguien estornuda, con lo cual cualquier mal que hubiera podido haber, fue conjurado. Y dime, ¿has visto a hombre o a mujer arrojar algún demonio después de estornudar…?
—Hay quien dice que por eso la niña nació enana. —Tal aseveró don Robert después de santiguarse.
—¡Quita allá, marido…! ¿Con quién has hablado, a quién has consultado? ¿Quién te ha dicho semejantes necedades? ¿Eres de los que creen que está maldita o acaso que tiene un demonio dentro? ¡Por Dios bendito…!
En este momento lo que había sido habla serena se tornó en discusión, en la misma porfía que los condes ya habían mantenido en múltiples ocasiones:
—Aparte de lo que te he dicho: que los hombres perfectos tienen hijos imperfectos, te recuerdo que lo nuestro no es extraño, pues tu tatatatarabuelo, el egregio don Pipino, Dios lo tenga con Él, era enano y por eso se le llamó el Breve, pues no llegaba a medir una vara, lo cual no le impidió ser un gran hombre, blandir la espada como el mejor de los campeones, derrocar al rey Childerico y proclamarse rey de la Francia, además de tener un montón de hijos altos y hermosos, pues ahí está don Carlomagno…
—Don Carlomagno, mi tatatarabuelo, fue un gigante, pues medía dos varas, como yo.
—Además, tu tatatatarabuela, doña Berta de Laón, tenía un pie mucho más largo que otro, por eso pasó a las crónicas con el nombre de Berta la del Pie Largo… Y a ninguno de los dos les hizo ascos la sociedad, es más, las gentes los admiraron y sus vasallos se arrodillaron ante ellos… Por cierto, en nuestro viaje a Roma y una vez en París, podemos llegarnos a la iglesia de San Denis y orar ante sus tumbas, quizá tengan a bien explicarnos cómo llevaron ambas desgracias con la cabeza alta…
—Deja a mis antepasados, mujer.
—Entre los míos no hay deformes ni tullidos…
—No, entre tus antepasados está el conde Roland, que no se casó, pues murió en Roncesvalles y no tuvo descendencia…
Fíjate, qué curioso, don Roland está entre tus ancestros, aunque no tuvo hijos…
—Don Roland fue hermano de mi tatatatarabuelo que, aunque no era par de Francia, pues era su hermano menor, le ayudó a matar al gigante Ferragut en tierras de la Navarra, cuando ambos, con otros muchos señores, acompañaron a don Carlomagno a recuperar las Hispanias para la fe cristiana pretendiendo arrojar a los sarracenos… Mi abuelo fue duque de la Bretaña y, en la actualidad, lo sería mi padre, a no ser porque estas tierras han sufrido demasiadas guerras y muchos señores se las han disputado a sangre y fuego… Pero dejemos esta porfía, has de saber que te amo y que mi amor comenzó el día en que mis hermanos te rescataron de una barca a la deriva…
—Yo también te amo desde aquel mismo día.
—Bueno, pero lo que te quiero decir…
—Lo sé, que en mi familia, además de Pipino el Breve, de Berta de Laón, de Jubel el Feo, de Conan el Tuerto y de Gisele la Loca, que gritaba como si fuera una arpía aterrando a la población de Vannes, está mi hija. Tu hija Lioneta que, antepasados aparte, es enana y no crece ni crecerá, que tiene el tamaño de una muñeca y que grita, quizá porque nació en día de galerna o a causa de un aire de mar o por tus estornudos, ¿tú sabes algo de ello? ¿Te has preocupado de consultar a alguien?
—No, yo la amo y la cuido mismamente como a Mahaut y a diez hijos que tuviera, pero ¿qué quieres con Pipino, Berta, Jubel, Conan y la otra? ¿Qué?
—Dime que Lioneta ha salido demasiado hermosa, es lo que me falta por escuchar.
—No, no te lo digo… Y bien sé que «de los tuyos dirás, pero no oirás».
—No puedo soportar su presencia, me dan ganas de…
—Destierra ese pensamiento, te advierto que si pretendes hacer una maldad contra las leyes de Dios y de los hombres, amén de que te condenarás para siempre jamás, habrás de pasar por encima de mi cadáver… Yo no quisiera hablarte así, Robert, yo te amo, como te tengo demostrado.
—Yo también, Poppa, por eso no le corto a Lioneta la cabeza o no la despeño por un barranco o no la ahogo en una tinaja…
—No hables así, por Dios, que, aunque tenemos esta desgracia, las hay mayores.
—En eso llevas razón. No hace mucho he sabido que hay una mujer en la Germania que tiene dos caras en el rostro, una en la cabeza, la natural, y otra en uno de los carrillos, y también he oído de unos hombres en el Oriente que caminan como los animales a cuatro patas, pues no pueden andar erguidos…
—Nada, nada, imagínate que Lioneta no es enana. A fin de cuentas, el único esfuerzo que habrás de hacer es inclinarte un poco más cuando le hables, mismamente como haces con tus perros.
El conde se levantó de la cátedra, besó la mano de su esposa, musitó algunas palabras de despedida y fuese poniendo cuidado en agachar la cabeza al atravesar la puerta de la habitación, pues que en todos los castillos y casas las puertas resultaban demasiado chicas para su estatura.
Ido el conde, la señora tornó a su escabel y tomó su bastidor para continuar con el bordado que ella misma titulaba: la batalla de Conquereuil. Una sorpresa que guardaba a su marido y, antes de que volvieran sus hijas trayendo el bullicio consiguiente, estuvo preguntándose si acaso, en la conversación que había mantenido con su esposo, le había levantado un tantico la voz o si había estado demasiado enérgica, cosa que no debía hacer ninguna mujer en toda la cristiandad, pero se adujo que no, que, pese a que en ausencia de don Robert era capaz de mandar como un hombre para la buena gobernación del castillo, poblado y tierras, había estado circunspecta y serena, aunque también templada y valiente en defensa de su hija, como no podía ser de otra manera. Luego repasó las palabras del conde, sobre todo lo referente al nacimiento de Lioneta y lo de sus estornudos de los que no tenía memoria, y empezó a cavilar quién habría instruido a su esposo en aquellos menesteres, si un hombre —y se dijo que no pues es harto sabido que los varones, como no han de parir, no tienen necesidad de entender en tales negocios— o una mujer. Pensamiento o más bien sospecha que le causó dolor, pues que venía a indicar que talvez su señor hubiera vuelto a sus aventuras femeniles, cuando tenía oído que las había abandonado para no traer más «monstruos» al mundo e, ítem más que, cuando andaba en sus guerras, se mantenía casto mismamente como si fuera un monje. Lo que habíale holgado ciertamente pues, aunque sin detalle, sabía de las correrías de su marido, lo de los bastardos, lo de los mandaderos y la respuesta que trajeron, amén de lo de las bolsas de dineros que envió a las madres, pues, aunque el castillo de Conquereuil era una fortaleza de buen ladrillo de color pardo y de gruesas murallas, nada se podía ocultar a sus moradores y, aunque ella posiblemente fuera la última en enterarse de la ocurrencia de su cónyuge, que se sintió herido en su hombría al nacer Lioneta, también lo sabía. Dios perdone a don Robert, que ella lo había hecho de tiempo ha, y callado y soportado aquellas afrentas, como hacen todas las mujeres. Otro tanto que hizo su señora madre con los devaneos de su padre, el valiente conde Guigues de Sein —una isla situada en la mar Océana que era el fin o el principio de la tierra, según de dónde se viniere, claro—, que haya descanso eterno, que siendo vasallo del duque Alano de Nantes, venció a los normandos y que, a decir de dueñas, cuando empuñaba la maza más parecía mismamente el dios Thor matando a sus enemigos con su martillo y fue que, en premio, su señor, después de que ganara para él tantas batallas, siquiera le permitió instalarse en tierra firme, sino que lo envió a aquella isla, situada a 22 millas de navegación de la ciudad del Loira, más allá del Finisterre —seguramente para que no se rebelara contra él o le hiciera sombra—, permitiéndole llevar cien de sus hombres, los que quisiere, los mejores que tuviere y le sirvieren, para poblar aquella isla desierta con sus familias y ganados.
Y recordaba su plácida niñez con sus padres y hermanos. Eso sí, con un padre que se tornó taciturno y murió de tristeza contemplando desde las almenas de un castillo —cuya alzada pagó con sus dineros y, como se aburría, hasta él mismo echó una mano a los canteros en la construcción— la tierra, en fin, que había conquistado para su señor, felón donde no haya otro. Que hablaba de la muerte de don Roland, su antepasado, en la batalla de Roncesvalles o de los pares de Francia o del rey Childerico, el último de los merovingios, o del emperador Carlomagno, el mejor de la dinastía, o de don Hugo, el primer rey Capeto y, de tanto en tanto, la llevaba a ver el rayo verde, pues que mandaba aparejar su caballo, montaba y con su única hija a la grupa se llegaba al faro. Pero las más de las veces no podían contemplar el fenómeno en virtud de que es harto difícil, ya sea por las muchas brumas de por allá, por las nubes, por los nubarrones causados por las terribles galernas que azotan el país de los bretones o, en otro orden de cosas, porque, al durar tan breve tiempo, es menester estar muy atento.
Fue que continuaron las lluvias, tan pronto lluvias meonas, como grandes aguaceros y que el conde se presentaba en los aposentos de su esposa sin avisar, y que allí estaban sus dos hijas, la bella que, presente o ausente, le alegraba la vista y el corazón, y la fea que, presente o ausente, le corroía las entrañas.
Doña Poppa, que era mujer avisada, había puesto una criada en la escalera que conducía a sus habitaciones de la torre alta, para que vigilara y le anunciara la llegada de su marido, y así tener tiempo de esconder a Lioneta que permanecía largos ratos sentada en su halda —lo que no era bueno pues no hacía ejercicio para que se le fortalecieran sus cortas piernas—, pero andaba nerviosa y tomando tisanas. No obstante, instruía constantemente a la niña sobre qué debía hacer si su señor padre se presentaba de súbito, porque la guardiana hubiera ido a la letrina, por ejemplo, y le instaba a que se ocultara rauda. Primero, entre los vuelos de su saya, segundo, en los del aya, la de la que más cerca estuviere y, tercero, detrás de un cortinaje o de un arcón y, para no dejar ningún cabo suelto, le hizo ensayar varias veces. Mahaut se sumó a aquel juego, que era parecido al de escondecucas, y las niñas disfrutaron porque anduvieron por los pies de las damas y les hicieron cosquillas en las pantorrillas y más de una gritaba porque, de siempre, las mujeres habían de tener mucho cuidado con que ratas y ratones no se les introdujeran debajo de las faldas y les mordieran o, lo que es peor, se les entraran en el cuerpo a través de la madre, es decir, por donde los niños nacen. Y es que la enana parecía mismamente una rata, a más que corría como un demonio y hasta talvez fuera un ser infernal, como apuntaban las gentes; tal pensaba más de una y se santiguaba aunque callara por no enojar a la señora, que genio tenía, máxime cuando se trataba de alguna cuestión relacionada con Lioneta.