En el puente, Ortiz levantó la vista bruscamente de su tablero de control cuando las pantallas de las sondas WSKR empezaron de repente a parpadear al recibir nuevos datos.
—¡Aproximándonos al punto de fricción! —le indicó a Ford—. ¡Las sondas están detectando múltiples naves pequeñas… a dos mil trescientos metros a estribor!
Bridger entró por la puerta trasera de estribor y el corazón empezó a latirle con fuerza en el pecho. Por fin el globo estaba a punto de subir y, como de costumbre, en su interior algo le gritaba: «No estamos listos. Necesitamos unos minutos más para organizamos…»
—Pinche las imágenes en las pantallas frontales —le ordenó Nathan, mientras se dirigía al centro del puente y hacía lo imposible por hacer caso omiso de aquella voz interior, porque prestarle atención nunca antes le había hecho ningún bien.
Las pantallas cobraron vida con las imágenes que enviaban las WSKR de lo que se parecía muchísimo a una planicie submarina, porque, aunque la llanura no era uniforme por completo (aquí y allá la atravesaban largas y profundas zanjas de presión; sin duda, el motivo de que la colonia de viviendas estuviera allí), la composición mineral y el registro de fósiles de aquellos lugares eran de un tremendo interés científico y económico. Las ondulantes estribaciones de las montañas Long Chain no eran visibles a mucha distancia, y a lo lejos, perceptibles para los sistemas de las WSKR pero no para la vista humana, se encontraban las montañas propiamente dichas, enormes picos desiguales que serían el orgullo de un montañero; algunas de ellas tenían casi seis mil metros de altura, y de haber sido más altas serían islas. Abajo, en la llanura, se extendía la colonia de viviendas, un lugar más bien pequeño en comparación con la Central Energética Gedrick, un racimo de cúpulas semejantes a burbujas y de cápsulas Quonset unidas por conductos de acceso no demasiado bien instalados. Alrededor del perímetro de aquel lugar había aproximadamente una docena de minisubmarinos de las más variadas e inimaginables clases de diseño: globos de observación, pequeños monoplazas, robots con muchos brazos para recoger muestras de roca y de suelo, y excavadoras pequeñas, que caminaban como cangrejos, para extraer muestras más profundas; es decir, cualquier cosa que pudiera moverse en el entorno submarino y contribuir a alguna clase de defensa, aunque fuera remotamente. A Nathan se le hizo un nudo en la garganta al ver aquellas pequeñas y frágiles naves y compararlas con lo que les hacía frente: el Delta, que se mantenía allí flotando en silencio; un enorme garrote negro y amenazador, silencioso y aparentemente invulnerable, esperando, esperándolos a ellos.
Permaneció de pie observando con odio aquella cosa. Una vez más, el Delta había llevado con éxito la voz cantante, obligándolos a salir de las profundidades para responder a la amenaza que se cernía sobre aquellos inocentes.
Y Nathan ya se estaba hartando de eso y pensó que iba siendo hora de que fuese él quien llevase la batuta.
—¿Situación, señor Ford?
—El control de armamento informa de que el tubo uno está cargado, fijado y a la espera. El torpedo está completamente cargado.
—Manténgalo. —Nathan hizo un gesto negativo con la cabeza—. Reduzca la carga a un veinte por ciento. Quiero detenerlos, no destruirlos.
—Señor… A la orden, señor. —Ford echó una rápida mirada a Phillips, que se encontraba ante el tablero de control de armamento—. Ya ha oído al capitán. Carga del veinte por ciento.
Pero en el tono de su voz se traslucía que, en su opinión, Nathan había vuelto al estilo de boy scout.
—Ya está al veinte por ciento —informó Phillips.
—Eso está muy bien, señor —se aventuró Ford, sin alterarse lo más mínimo—, pero tenga en cuenta que no disponemos de ningún cargador automático que funcione en la sala de torpedos, y recargarlo a mano, en el caso de tener que efectuar un segundo disparo, nos llevaría entre sesenta y noventa segundos.
—O sea que sólo tenemos un disparo —concluyó Bridger—. Pues tendrá que bastarnos.
Una parte de él protestaba: «¡No es bastante! ¡Nunca conseguiremos que salga bien!»
El resto de su ser insistía, casi con igual fuerza, en que aquello era mucho más de lo que tenían antes, que debían darse todos por contentos y, sencillamente, seguir adelante con ello.
—Pero seguimos sin tener puntería —observó Ford.
Bridger suspiró.
—Mala suerte… —murmuró.
Iba a tener que hacerlo, después de todo; iba a tener que hacer aquello por lo que había estado rezando para no verse en la tesitura de tener que hacerlo. Pero ya no había manera de evitarlo…
Se giró hacia las pantallas. Los minisubmarinos empezaban a moverse de nuevo; la llegada del seaQuest los había detenido un momento, pero sólo provisionalmente. Se trataba de gente irritada y que intentaba defender lo que para ellos era importante; pero es que eso de intentarlo era el término operativo más frecuente allí, ya que no disponían de ningún arma que pudiera inquietar remotamente al Delta, ni siquiera antes de la reestructuración experimentada por éste en su blindaje.
Ellos tenían vehículos de investigación, sin otra cosa que no fueran arpones, aparatos para recoger muestras y brazos manipuladores con garfios, pensados para trabajos delicados en el fondo del océano, así que se limitaban a zumbar alrededor del Delta como avispas enfadadas, pero avispas sin aguijones; y el Delta permanecía allí, ignorándolos.
Hasta que uno de ellos se acercó demasiado a la enorme proa y empezó a darle mazazos con algo. Nathan estaba pensando que lo que sostenía entre sus garfios era una roca…
En sólo cuestión de unos pocos segundos, un torpedo de E-plasma salió abrasador de uno de los tubos del Delta, haciendo hervir el agua a su paso, y fue a dar con otra de las muchas naves que tenía a su alrededor, con la más grande, que explosionó con un estallido de llama electrostática y la onda expansiva de la explosión hizo que todas las demás naves cercanas se balanceasen y una de ellas reventó, se abrió, como un huevo que hubiera caído al suelo, y expulsó al agua, juntamente con el piloto, todo el aire que contenía.
El aire comenzó a elevarse a sacudidas en forma de glóbulos retorcidos, y el piloto, que murió al instante por la presión, cayó lentamente hacia el fondo junto con los restos de la nave destruida. La nave pequeña, la que había tenido la osadía de atacar al Delta, retrocedió apresuradamente, y lo mismo hicieron sus compañeras; al menos, todas aquellas que todavía se encontraban intactas o que disponían aún de energía suficiente para moverse después de los efectos de la detonación.
En el interior del Delta, Marilyn Stark contemplaba las pequeñas naves que hormigueaban furiosamente alrededor de su barco, sentada en silencio en su sillón de mando y sin prestarles demasiada atención. Pensó: «Eso les enseñará a guardar las distancias, por lo menos, y a respetar a una fuerza superior. Al fin y al cabo, ¿qué quieren, que me quede aquí sentada y permita que se entretengan intentando hacernos daño con esos garfios?»
Así que esa pequeña molestia se había acabado de momento. Había otra cuestión mucho más importante a la que atender en aquellos momentos…
—¡Ha vuelto! —gritó histéricamente el jefe de sensores, con la estridencia del pánico reflejada en la voz—. ¡El seaQuest ha vuelto!
Se limitó a sonreír, mientras pensaba: «Les está yendo mejor de lo que supuse que les iría, aunque no creo que les vaya a servir de nada, no es más que una última muestra de bravuconería, eso es todo. Sea quien sea quien esté en el barco, es un buen fanfarrón. Pero pronto eso tampoco tendrá importancia, ni para él ni para nadie que se encuentre a bordo…»
—¡Comandante! —la llamó Maxwell, gritando y sin poderse creer el desinterés de Stark; luego, tragó saliva, asustado por su propia osadía, y se encogió en su asiento.
Stark se limitó a sonreír de nuevo, de aquella peculiar manera suya; estaba realmente de un humor demasiado bueno en ese momento como para castigar a aquel pobre diablo.
—Tranquilos —les dijo a todos los del puente—, estense tranquilos. Están ante un tiburón sin dientes.
Se sentó un poco más erguida en el sillón. «Hacer durar demasiado un placer es una vulgaridad; es mejor matar rápidamente y con limpieza que ponerse a juguetear con la presa», dijo para sí, y en voz alta ordenó:
—Timonel, de la vuelta a cero-seis-cero… —Sonrió con deleite—. Posición de ataque.
Ortiz comprobó los indicadores de lectura, volvió a comprobarlos y el cambio de actitud le dijo lo mismo las dos veces.
—¡El Delta está girando sus cañones hacia nosotros!
Bridger se puso a su lado.
—¿Rumbo?
—Cero-seis-cero. Avanza directamente hacia nosotros.
Crocker miró a Bridger con una expresión, ya conocida de los viejos tiempos, que decía: «¿Proa con proa?» Bridger asintió, Crocker dio instrucciones a los timoneles y la proa del seaQuest dio la vuelta para igualar al Delta movimiento a movimiento.
—Jefe O’Neill —ordenó Nathan, mientras se dirigía hacia el sillón de mando—, deje abierta la banda baja en todas las frecuencias. Quiero que todos los que se encuentran ahí fuera me oigan.
—A la orden, señor. —Manipuló un momento en su tablero. Bridger se detuvo junto al sillón de mando, lo miró pensativamente y se dejó caer en él. El puente estaba completamente silencioso—. ¡Banda baja abierta, señor! —informó O’Neill—. A la espera para la transmisión.
Bridger extendió la mano hacia su tablero de mando, se aclaró la garganta y apretó un botón.
—Atención a todas las naves de la colonia y a los colonos. Les habla Nathan Bridger, al mando del buque de profundidad seaQuest, en representación de la Organización…, la Organización de Océanos… —La mente se le quedó en blanco. ¡Maldición!—. ¿Cómo demonios se llama? —le susurro a Ford, que se encontraba a su lado.
—Organización de los Océanos Unidos de la Tierra.
—En representación de la Organización de los Océanos Unidos de la Tierra. Estamos aquí para proteger y defender sus instalaciones. Todas las naves que se encuentren libres en el agua trasládense inmediatamente a otro lugar más seguro.
»Repito: aléjense inmediatamente…
Y acababa de suceder una de las poquísimas cosas que hubieran podido sobresaltarla, de modo que Stark, a pesar de ser Stark, tuvo que levantarse muy lentamente de su sillón de mando con una mirada de completo asombro en el rostro.
—Nathan Bridger… —murmuró.
Maxwell corrió apresuradamente hacia ella, con los ojos muy abiertos y llenos de espanto.
—¡Comandante! ¿Lo ha oído? Bridger es…
—Sí, lo he oído —le interrumpió ella, evidentemente molesta. ¿Acaso se pensaba que se había quedado sorda de repente? De todas maneras, lo que sí estaba era asombrada. El rumor que corrió por toda la flota era el de que el viejo Bridger «Calzoncillos de Hierro», justo a la mitad de la construcción del más poderoso submarino que nunca se hubiera visto surcar las aguas del mundo, de pronto perdió el norte y se retiró a una isla desierta, y que allí se aisló del mundo, como una especie de Próspero lunático con un puñado de ordenadores, para dedicarse, por así decirlo, a la investigación. De modo que Stark parpadeó, preguntándose qué demonios habría tenido el suficiente poder para arrancar a aquel hombre de su autoimpuesta soledad, porque se decía que había rechazado numerosos intentos de volver a sacarlo de su retiro—. No creí que regresase nunca…
Maxwell, sin embargo, que no tenía noticias de la historia de aquel hombre, estaba mucho más preocupado por otras cosas.
—¿Qué está haciendo aquí?
—No lo sé —respondió Stark.
—¿Y si ha sido capaz de localizar el sabotaje y lo ha solucionado?
Stark estaba muy ocupada considerando todas las posibles ramificaciones de aquella súbita aparición.
—Bueno, estoy completamente segura de que lo ha localizado —comentó con aire ausente—, pero también de que no ha solucionado nada. No hay manera de hacerlo.
De eso estaba más que segura. Aquel barco era uno de los más complejos, en términos de hardware, de todos los barcos construidos hasta entonces; los antiguos transbordadores espaciales apenas si eran más complicados. El seaQuest se construyó para que no necesitase prácticamente nada en lo referente al mantenimiento, y la mayoría de sus sistemas más importantes estaban protegidos por exceso, en lugar de tener a mano componentes de repuesto y de reserva. Cualquier cosa que se rompiera tenía un sistema idéntico justo detrás y otro más atrás, y así hasta seis o siete capas; más que suficiente incluso para llevar a cabo una travesía muy larga. Sin embargo, contra lo que no estaba protegido era contra la posibilidad de que el exceso de sistemas se volviera en su contra, una situación que astutamente había elaborado e instalado Stark después de que la relevaran del mando.
La idea le pasó por la mente más de una vez mientras todavía ocupaba el sillón de mando del seaQuest, hacía de eso ya mucho tiempo. Stark tomó la determinación de que, mientras ella siguiese en servicio activo, nadie más estaría al mando de aquella nave sin su permiso, porque un arma tan poderosa era demasiado importante para confiársela a unas manos con menos talento, o menos fieles, que las suyas. Consideró detalladamente cómo convertirse, en esencia, en guardiana del seaQuest y, de pronto, después del incidente acaecido en la Fosa Livingston, se encontró con que iba a tener que empezar a ejercer aquel papel de guardiana. Como ya había pasado tantísimo tiempo planeándolo todo, sólo le llevó dos semanas, entre programar e instalar subrepticiamente el dispositivo en la sentina, la tarea de implantar los accesos del virus de duración indefinida que le demostraría a la Flota el gran error que habían cometido al quitar a Stark del timón de aquella nave. La primera vez que el seaQuest entrase en acción fracasaría estrepitosamente e incluso había posibilidades de que acabara destruido. Pero Marilyn Stark creía que no; más bien sospechaba que el barco escaparía y se arrastraría hasta un puerto. Se produciría un cierto alboroto entre la jerarquía naval y, antes o después, llegaría la orden: puesto que nadie más sabe manejar este barco, que venga Stark. Volverían a llamarla, aquellos que la revelaron del mando caerían en desgracia y ella, a la chita callando, eliminaría el virus y le enseñaría a la Marina cómo había que capitanear un barco como aquél.
Sin embargo, todos sus planes parecían haberse hecho pedazos, aunque, en realidad, se sentía más insultada que enfadada, porque ¡mira que entregarle su barco a un oficial en excedencia, a un vagabundo de playa, a un cobarde que había huido del cumplimiento de su deber…!
—Atención, Delta-IV —se oyó la voz calmada del vagabundo de playa—, estoy dispuesto a aceptar su inmediata e incondicional rendición. De otro modo, me veré obligado a disparar contra ustedes. Tienen veinte segundos para comunicarme su respuesta.
Marilyn Stark se acomodó en su sillón de mando y esbozó una sonrisa.
«Veamos si sirve de algo», pensó Nathan, y cerró el canal.
—Control de armas —ordenó—. Inunden todos los tubos y abran las puertas exteriores y los pistones de proa.
Se produjo un silencio pleno de asombro.
—Pero, señor —se oyó dubitativa la voz de Phillips, el oficial de armamento—, ¡solamente el tubo número uno tiene algo en su interior!
—Ya lo sé —repuso Nathan—, pero usted haga lo que le digo. Es cuestión de amartillar la escopeta, de hacer todo el ruido del mundo. —Más para sí mismo que para los demás, añadió—: Puede que no seamos peligrosos, pero vaya si podemos aparentarlo…
—Comandante, el seaQuest ha inundado todos los tubos de torpedos y las puertas exteriores se están abriendo.
Stark se levantó del sillón y miró fijamente a su jefe de sensores.
—Y, dígame…, ¿se detecta algún dispositivo de puntería?
El hombre lo comprobó en su tablero.
—Ninguno —respondió con cautela, como si pensara que se trataba de alguna trampa.
Stark movió la cabeza negativamente y miró con aire de suficiencia a Maxwell, sonriendo porque lo que había supuesto se corroboraba.
—Bridger nos lo machacaba siempre en la academia —dijo finalmente—. Lo primero que hay que hacer antes de lanzar un torpedo es poner en funcionamiento los dispositivos de puntería. Si él no está haciéndolo ahora, sólo puede ser porque no tiene armas. Se está tirando un farol. El seaQuest es un blanco fácil.
Dio un paso adelante, con el corazón henchido porque por fin, tras tan larga espera, llegaba el momento de su venganza.
Después de aquello, su vida se abría ante ella, podría hacer cualquier cosa…
—Inicie secuencia de tiro, señor Maxwell —ordenó en voz baja—. Todos, los seis tubos.
—Pero eso llevará casi un minuto.
—Ya lo sé. —Stark tenía una expresión soñadora en la mirada mientras contemplaba las imágenes que se le formaban en la mente—. Quiero hacerlo saltar fuera del agua. Ya es hora de que el estudiante se convierta en profesor.