Incluso disponiendo de una fuerza propulsora de sólo un cuarto de su fuerza normal, el seaQuest no iba lento. Surcaba las aguas del lado más alejado de las Long Chain ganando profundidad y aumentando la velocidad. Por delante, Loner estudiaba el camino, cotejando el terreno que se iba encontrando con el terreno trazado en los mapas, retransmitiendo todo lo que veía y almacenando nuevos datos, tanto para examinarlos en el momento como para mejorar posteriormente los mapas de aquella zona. Detrás de ella iba Mother, que comprobaba los datos de Loner y los compilaba junto con los del sonar de mira lateral, mientras realizaba de paso verificaciones del contenido mineral del terreno del fondo. En la retaguardia, Júnior se apresuraba a seguir el ritmo, actuando de ojos traseros e inspeccionando el agua de encima en busca de indicios de cualquier otra nave que se encontrase en la zona y no sólo del Delta, pues podría ser inconveniente para los barcos de calado profundo que un submarino de combate irrumpiera directamente debajo de ellos.
Dentro del seaQuest continuaba a la mayor velocidad posible la apremiante tarea de desviar los circuitos y sistemas del hardware del ordenador. Media nave tenía el mismo aspecto que si un descuidado gastroenterólogo hubiera estado realizando deprisa y corriendo una intervención quirúrgica; los gruesos conductos, con su aspecto de tripas, se hallaban extendidos a lo largo de los dos corredores longitudinales y se elevaban, de un modo desagradable para la vista y sin orden ni concierto, hasta los cuadros de distribución que había en las paredes y se metían por las rejillas de ventilación del techo y por las trampillas situadas en el suelo junto a los tubos cetáceos. Aquello era un verdadero barullo, pero progresivamente se convertía en un barullo que funcionaba.
O eso esperaba Nathan con desesperación. De pie en mitad del puente, observaba a los equipos de militares y científicos, que trabajaban febrilmente para efectuar las últimas conexiones de los sistemas con las mesas de controles del puente. Gruesos conductos recorrían todo el lugar, de manera que uno podía tropezar y romperse el cuello si no se andaba con cuidado. Y hubo que desactivar las compuertas herméticas; otra cosa más en que pensar, porque, si la lucha se ponía fea y el barco recibía suficientes impactos como para que entrase agua otra vez, el único modo de cerrar las brechas sería cortar literalmente el recién puesto en marcha control de los sistemas de la nave. Nathan trató de no preocuparse por aquella expectativa más de lo que debía, aunque el problema no dejaba de darle la lata en el fondo de la mente, insistiendo en que seguía necesitando una solución. De todos modos, sellar los compartimientos en ese momento equivaldría al suicidio.
Nathan se inclinó sobre la mesa de comunicaciones de O’Neill y observó cómo éste verificaba los mensajes que llegaban de la colonia de viviendas. Estaban «jugando a la pata coja» con los transmisores que tenían disponibles; utilizaban varios de ellos en serie y cambiaban apresuradamente de uno a otro, probablemente para impedir que el Delta averiguase cuál se estaba empleando e impedirle así que lo inutilizase. Era una jugada prudente, porque, si aquel canalla de submarino quería cortar las comunicaciones de la colonia por completo, tendría que apuntar a todo lo que tuviera aspecto de transmisor, y eso les llevaría mucho tiempo y les haría gastar armamento esencial. «Es gente lista. Esperad. Esperad sólo un poco más, que ya vamos…», pensó Nathan.
O’Neill seguía la transmisión de la colonia de viviendas de frecuencia en frecuencia, con el entrecejo fruncido por la dificultad que entrañaba aquella persecución, pero al mismo tiempo disfrutando por el reto que ello suponía.
—Están empleando de todo; desde frecuencia Q, baja frecuencia… hasta latas de zumo de naranja —dijo, mientras seguía tecleando para hacer otro recorrido que captase el último cambio de frecuencia de la colonia—. Sabe Dios qué pensará el submarino atacante; posiblemente, incluso que tienen problemas con sus sistemas de comunicación y que los mensajes de la colonia puede ser que ni siquiera se estén recibiendo en otra parte. —Sonrió un poco—. Mejor para nosotros si creen eso.
—Estarán furiosos si piensan así —apuntó Bridger—. Apuesto a que ese canalla quiere desesperadamente que los mensajes lleguen a su destino. De otro modo, no acudiríamos y, entonces, ¿qué harían ellos allí? Se habrían tomado las molestias para nada.
O’Neill sonrió de un modo siniestro.
—Bueno, pues si no se andan con cuidado y no vigilan su trasero mientras machacan ese lugar…
Bridger sacudió la cabeza, pues en su opinión aquella posibilidad era mínima.
—No creo que podamos contar con eso —objetó en voz baja—. Dios quiera que podamos, pero lo que el comandante de ese barco desea más que ninguna otra cosa es tenernos a la vista.
O’Neill, entonces, se puso a escuchar con mucha atención.
—Hay más minisubmarinos de los colonos reuniéndose ahora, señor. Intentan bloquear el… —Se interrumpió—. ¡El Delta-IV ha hecho fuego!
—Han lanzado dos torpedos —corroboró Ortiz, y se quedó callado un momento—. Impacto. ¡Dos golpes directos!
—Suben las apuestas —murmuró Nathan. Había estado temiendo que aquello sucediera; otra masacre de inocentes. Ford llegó corriendo a donde estaba él y Nathan se volvió—: Dígame, señor Ford.
El oficial no tenía el aspecto de un hombre que fuera portador de buenas noticias.
—Hemos recuperado un mínimo control del armamento —le comunicó—. Sólo el tubo número uno. Con capacidad de disparo manual únicamente.
No era gran cosa, pero desde luego era mejor que nada; muchísimo mejor que lo que tenían un par de horas antes.
—¿Qué me dice de los sistemas de puntería? —preguntó.
—Los sistemas de puntería continúan estropeados.
Bridger frunció exageradamente el entrecejo y dijo:
—Así que es posible que podamos disparar un torpedo manualmente, pero no tenemos manera de indicarle adónde tiene que ir…
Ford asintió en silencio, con aspecto de sentirse aún más desgraciado.
Nathan se quedó un momento meditando, se giró para empezar a pasear… y se encontró mirando hacia el tanque del puente, el «puesto» de Darwin. El delfín se encontraba allí flotando, ocioso, aunque interesado. Observaba a Nathan y esperaba. «A ti por lo menos voy a librarte de esto. No es culpa tuya en absoluto», pensó Nathan, y volvió a girarse.
Intentó concentrarse y recordó lo que decía siempre Danielson: «Piensa de una manera que sea lateral, porque lo que espera tu adversario es que pienses de un modo lineal. En el noventa por ciento de los casos eso es lo mejor que sabe hacer, así que nunca sospechará que vayas a hacer algo que él difícilmente es capaz de concebir…»
Nathan se alegró terriblemente en aquel momento de que Marilyn Stark nunca hubiera tenido mucho tiempo para dedicárselo al anciano. Era una de las cosas de ella que habían suscitado comentarios entre los cadetes de su promoción, que, por lo general, veneraban prácticamente a Danielson, mientras que Stark, según había oído decir Nathan, le encontraba «incompetente» (se refería a que era demasiado entusiasta); y es que, a la propia Stark, los demás cadetes la llamaban «reina de las nieves». En aquella época, Nathan pensaba que la llamaban así únicamente por envidia de su indiscutiblemente brillante expediente académico y su capacidad militar; pero ahora sabía que no era ésa la razón. La inteligencia de Stark era una inteligencia fría, muy rígida, muy disciplinada y muy centrada; sin embargo, esa misma rigidez podía convertirse en su punto flaco, y era perfectamente explotable. No hay duda ninguna de que un rayo láser es muchísimo más brillante que la luz que produce un foco eléctrico; pero éste ilumina no sólo el punto enfocado, sino también lo que hay alrededor. Así pues, la propia fijación de Stark bien podía cegarla, reduciendo sus preparativos y limitándolos a las opciones que su propia visión del mundo llena de prejuicios le haría considerar probables o posibles. Lo improbable o aparentemente imposible se le pasaría por alto, sin más.
«Nuestra única ventaja es que yo sé que ella está ahí, pero ella no sabe que yo estoy aquí. ¡Dios, espero que sea suficiente…!», pensó Nathan.
De todos modos, él seguía teniendo el mismo problema importante que antes: fijar el objetivo. ¿Cómo podía uno dar en el blanco cuando no había manera de decirle al torpedo adónde dirigirse? La desagradable verdad de todo aquello era que Stark ni siquiera necesitaba haberse tomado la molestia de estropear el control por ordenador de los sistemas de propulsión del seaQuest; al quitarle la capacidad de apuntar al blanco le dejaba impotente para nada que no fuera chocar directamente con el objetivo. Durante un breve momento Nathan consideró aquello. Aun cuando no hubiera posibilidades, ¿tendría un resultado lo suficientemente definitivo chocar directamente contra la aleta del Delta y sacar de su emplazamiento el centro de mando situado debajo? ¿Cuántos miembros de la tripulación morirían? ¿Y cuántos pasajeros?
Era realmente de locos creer tan siquiera que ella les dejaría acercarse tanto a su barco. Y, de todos modos, se trataba de una reacción demasiado lineal… Seguro que Stark se esperaba algo así. No; había que pensar alguna otra cosa.
Volvió a alejarse del sillón de mando, paseando con la vista fija en el suelo. Si hubiera una manera de rodear los accesos del propio sistema de puntería del ordenador…; pero no, no la había, y el virus estaría implantado con más protección dentro y alrededor de esos accesos que en ninguna otra parte, o al menos eso había dicho Lucas. Stark eligió el itinerario con menor esfuerzo, y también el más elegante; de modo que, aunque recuperaran un torpedo o dos, ella sabría que no servirían de nada. Se echó a reír silenciosamente, una carcajada amarga para sí mismo, mientras regresaba otra vez al sillón de mando, se volvía de espaldas y miraba a la parte posterior del puente. En realidad, aunque ellos creyeran que la derrotaban, quien triunfaba era Stark, al hacerles malgastar su tiempo en reparaciones que no iban a servir de nada. «¡Maldita sea!», pensó, y se dirigió a la parte de atrás del puente y pasó junto a Ford, que volvía a mirarle con gesto preocupado. La lástima era que no pudieran programar nada más que un torpedo para que acertase en cualquier cosa que se pareciese a un Delta. Se echó a reír para sí otra vez, y en esa ocasión por la manera en que su desesperación estaba empezando a manifestarse en forma de locura. ¿Y por qué quedarse sólo en eso? La verdadera lástima era no poder simplemente pintar una gran diana en el Delta, con la inscripción de «ábrase por aquí», y decirle al torpedo: «¡A por ellos!»
Se detuvo, sin mirar a ninguna parte en concreto, y luego dirigió la vista al tanque de agua en la parte trasera del puente y a Darwin… y se le ocurrió la idea. De inmediato se odió a sí mismo por haberla tenido, pero seguro que funcionaría y, además, no se podía hacer otra cosa; por lo menos, nada que él fuera capaz de concebir y ejecutarlo a tiempo.
Dio media vuelta y fue rápidamente hacia Ford.
—¿Nuestros torpedos tienen la opción de rastreo manual?
—¿Señor? —preguntó Ford, sorprendido.
—Es decir, ¿podemos programarlos para que queden fijos en una frecuencia determinada?
—Si hace falta —contestó Ford, todavía con cara de desconcierto—, desde luego que sí. Por radiotransmisión, o… —Siguió la mirada de Bridger, se encontró con Darwin en el tanque y, lentamente, se le iluminaron los ojos con la idea—. ¡Podemos marcarlos!
—Manténgame al tanto —le ordenó Nathan, cortante—. Esto no debería llevar mucho tiempo.
Abandonó el puente, y Darwin se fue tras él.
Pasaron unos minutos hasta que llegó a la cubierta superior y, allí, se encontró a Westphalen delante de él. Nathan soltó varios tacos mentalmente, pues no quería que nadie más estuviese presente en aquella entrevista; pero se sentiría tan culpable si echaba de allí a Westphalen como se sentía ya por la entrevista en sí.
La cabeza de Darwin sobresalía del agua del tanque de la cubierta superior, y miraba hacia la puerta.
—¡Hola! —le saludó el delfín.
—Me ha dicho que estaba esperándole a usted —le explicó Westphalen, mirándole a él primero y luego a lo que llevaba en la mano con silenciosa preocupación.
Bridger se quedó en el marco de la puerta, con tal mezcla de sentimientos que se sentía casi paralizado. No había dicho ni una palabra y apenas si había entrado, pero allí estaba Darwin, contento y dispuesto, como si hubiera estado esperándole. Sin poder evitar sentirse culpable, Nathan pensó: «Y probablemente haya estado esperándome. No les he hecho mucho caso a los tubos de acceso al puente ni al tanque de allí porque todavía me resulta difícil creer que existan. Nunca pensé que se tomaran en serio ese aspecto del diseño. De todos modos, ¿cuánto tiempo llevará Darwin observándome y preguntándose qué es lo que pasa? ¿Y se lo habrá estado preguntando en realidad? Lucas me dijo que puede acceder a los sistemas de comunicación de la nave a través del traductor; o sea que, si ha querido, habrá estado escuchando todo lo que ha sucedido. Aunque no sé cuánto es capaz de entender de todo ello…»
El respirador con arnés que llevaba en la mano pesaba mucho, y tuvo que cambiárselo a la otra mano. La mirada de Darwin siguió con interés el movimiento de la mano y, luego, volvió al rostro de Nathan. «Me pregunto hasta qué punto entenderá mis cambios de expresión. ¿Sabrá si significan algo…? ¡Cómo odio todo esto, cómo lo odio…!», exclamó Nathan para sí.
Se oyó la voz electrónica del delfín:
—Isla. ¡Jugar!
—Sí —le respondió—, yo también tengo ganas de jugar, pero éste no va a ser un juego como los otros…, aunque, vaya, ojalá lo fuera. Darwin, necesito tu ayuda.
—¿Ayuda? Darwin ayuda.
De nuevo aquel tono alegre de voz, siempre absolutamente dispuesto a cualquier cosa. «Seguro que, de haber nacido humano, sería un boy scout…»
Nathan sacudió la cabeza y dijo:
—A lo mejor quieres oír primero de qué se trata… —Y pensó: «¡Sobre todo porque podría matarte!»
Darwin puso la cabeza sobre el borde del tanque, mirando un poco de reojo a Nathan, y habló:
—Confío… Bridger.
Nathan se conmovió hasta lo más profundo de su ser. Aquella confianza tan simple le hizo sentirse más culpable que nunca, y se preguntó cuántos detalles sobre ese concepto le habría proporcionado al delfín el vocabulario de Lucas.
—Ése es precisamente mi problema —repuso Nathan, sintiéndose de lo más infeliz—. Casi preferiría que no fuera así. —Pero estaban en juego las vidas de todas las personas a bordo del barco, tanto las de la tripulación, que ya conocía los riesgos, como las de los civiles, que nunca los buscaron y ya confiaban en que ellos los salvaran. Y la propia vida del delfín también. No había manera de salir de aquello. No quedaba más remedio que hacer lo que fuera necesario, aunque se tratase del posible sacrificio de un inocente en favor de otros inocentes. Hizo lo que pudo por tragarse el nudo que tenía en la garganta y añadió—: Haré a Bill Noyce responsable personal si a ti te pasa algo.
Darwin le miró sin decir nada; quizá porque no tenía ni idea de lo que significaba aquel torbellino de palabras.
Sólo que quizá sí que lo sabía y, al quedarse callado, tal vez estuviera intentando que Nathan conservara su dignidad. ¿Quién podía saber lo que entendían por dignidad los delfines, o por autodominio?
Pero no era el momento de ocuparse de eso. Nathan se arrodilló sobre el canalillo de desagüe y dejó el arnés y el respirador a su lado. Westphalen habló desde un lado y en un tono discreto:
—Estamos a más de seiscientos metros de profundidad. Eso está justo en los límites de resistencia de un delfín. Sólo la presión…
—Él ha hecho ya más de quinientos metros en la isla —replicó Nathan—. Y sin consecuencias permanentes, porque sabe cómo moverse para minimizar el modo en que la presión actúa sobre su cuerpo.
—Zambullida profunda —dijo Darwin. ¿Era orgullo lo que se percibía en aquella voz sintetizada?—. Cazar.
—Es hacerle arriesgar la vida —objetó Westphalen.
El dolor interno volvió a golpear a Nathan, que tuvo ganas de gritarle: «¿Crees que no lo sé?» Hizo un esfuerzo por desechar el dolor y la respuesta y miró a la científica del modo más desafiante que pudo.
—¿Tiene usted otra idea mejor?
Ella se quedó mirándole, y, luego, hizo un gesto negativo con la cabeza, impotente.
—Ojalá la tuviera…
Nathan miró al arnés, a Darwin y otra vez al arnés.
—¿Sabes lo que hay por ahí, Darwin? —le preguntó.
—Submarino —respondió en seguida el delfín—. Barco que nada. Barco que mata.
«¿Cuánto de lo que dice procederá del trabajo de vocabulario de Lucas?», se preguntó Nathan, y asintió con la cabeza.
—Submarino. Eso es.
—Tiburón de metal —añadió Darwin y, por un momento, enseñó unos dientes malvados y su eterna sonrisa se volvió muy fiera—. Cazar. —Nathan no pudo evitar mirar a Westphalen, que parecía un poco asombrada. Los dos sabían perfectamente cómo odiaban los delfines a los tiburones; les daban caza y los mataban arremetiendo contra ellos con el morro hasta que morían por las heridas internas—. Broma —agregó entonces, y les soltó una carcajada, una carcajada de delfín.
—Ha aprendido lo que es una metáfora —observó Westphalen, impresionada—. ¡Y el sentido del humor!
—Créame, sentido del humor ya tenía —repuso Nathan, sonriendo brevemente—. Las imitaciones de tiburón formaban parte de su repertorio. Solía escabullirse por detrás de mí, sumergido, y me empujaba por la espalda y luego se quedaba allí, riéndose y sonriendo con malicia. Pero, en cuanto a lo demás, voy a tener unas palabras con ese muchacho. No se preocupe… Cazar, sí, Darwin, ésa es la idea.
—Profundo —apuntó él—. Necesitar aire.
El tono seguía siendo completamente alegre y confiado, pero miraba con una expresión que sugería que no estaba muy seguro de cómo iba a poder ayudarle Nathan en ese aspecto.
Nathan cogió el arnés y el respirador y le hizo una seña para que se acercase. Con calma, Darwin nadó hacia él y se dio la vuelta en el agua para que Nathan pudiera empezar a ajustarle el arnés.
Le llevó un par de minutos encajar el arnés, pues, aunque se preste a ello, un delfín a medias fuera del agua es un considerable bulto con el que pelear para meterle en un arnés, tenga la forma que tenga. Y era crucial la posición correcta de éste en concreto, especialmente la pequeña cúpula del cambio de gases que había por encima del respiradero, el equivalente a la pieza de la boca en un respirador humano, ya que no había que dejar la menor oportunidad de que se torciera por un golpe, a causa de un movimiento o por un impacto. Una vez que el arnés estuvo bien sujeto y los cierres bien tensos, Nathan probó diferentes maneras de sacar el respirador de su centro; el arnés resistió, y el cierre hermético de látex, tan fino como una piel y que rodeaba el respiradero, permaneció tenso.
Darwin soportó todo aquello con gran interés y miró a Nathan cuando éste terminó.
—Este arnés te permitirá respirar sin tener que salir a la superficie —le explicó Nathan, mientras el delfín se metía de nuevo en el agua, sacudía todo el cuerpo, como un hombre que se ajusta una chaqueta recién puesta, y volvía a asomar la cabeza—. No tendrías que sentirte diferente a cuando llevabas el arnés con el sensor en la isla.
Darwin le miró como si pensase que había perdido el juicio.
—Darwin necesitar aire —insistió, y Nathan advirtió el tono de preocupación en la voz—. Demasiado profundo para subir rápidamente…
Nathan negó con la cabeza.
—No tendrás que subir rápidamente. Con esto no tendrás que subir para nada.
Darwin siguió mirándole dubitativamente.
—¿Broma?
—Nada de eso. ¡Adelante, prueba a ver!
Con evidente indecisión, el delfín metió la cabeza un poco debajo de la superficie. Nathan se puso de pie para observarle, y vio que el respiradero se movía y que la cúpula que había por encima se empañaba a causa de la condensación cuando Darwin sopló a propósito y luego sopló otra vez, pero más fuerte. El arnés no se movió de su sitio. Acto seguido, el delfín se sumergió y nadó más o menos un largo, manteniéndose cautelosamente a poca distancia de la superficie. Nathan le observaba inquieto.
Unos treinta segundos más tarde, Darwin volvió a emerger y Nathan vio en él una de las expresiones que sabía que los delfines sí tenían: la mandíbula caída y la boca abierta por la sorpresa.
—¡Darwin respirar! —exclamó encantado.
A Nathan, a su pesar, no le quedó más remedio que sonreír, pero aquella diversión espontánea no duró mucho. Se agachó lentamente junto al borde del tanque una vez más y se sacó del bolsillo el aparatito con la tira de nailon que le había estado pesando como si fuera plomo, tanto en los pantalones como en la conciencia.
—Muy bien, ya sabes lo que hay que hacer. Cuando yo abra el tubo, tú sales y sigues el indicador. ¿Te acuerdas? Como en la isla.
—Venga.
Sacó del agua el cuerpo, estirándose para coger la tira. Westphalen se puso al lado de ellos.
—Darwin —dijo en voz baja—, no tienes que hacerlo si no quieres.
En otras circunstancias, Nathan se habría enfadado con ella, pero en ese momento no pudo sino estar de acuerdo en que era lo más acertado que se podía decir. Darwin se quedó mirándola muy pensativo, volvió a sumergirse, se colocó en vertical y cabeza abajo y empezó a golpear el agua con la cola, un gesto que Nathan ya conocía de los viejos tiempos y que servía para expresar una negativa rotunda.
—No. Cazar tiburón. Hacerlo por Bridger.
Las entrañas de Nathan se le encogieron ante la idea de que alguien, o lo que fuese, hiciera algo «por él». Había pasado mucho tiempo desde que un ser humano había dicho tanto, mucho tiempo en solitario…
El delfín volvió a salir del agua y Nathan puso boca abajo el transmisor de señal para hacer puntería que tenía en las manos, quitó la tapa que cubría el botón, lo apretó y el aparato se puso a emitir un sonido intermitente y empezó a parpadear una lucecita situada en la parte superior. Lo tapó de nuevo y se lo tendió al delfín. Darwin cogió la correa apretándola con fuerza entre los dientes, miró a Nathan de reojo y dijo con alegría:
—Darwin nadar como Bridger.
Nathan se quedó sorprendido.
—¿Como yo?
Alargó una mano y dio unos golpecitos sobre el respirador, pensando que el delfín podía referirse a la escafandra autónoma o al tubo de respiración para bucear.
Darwin golpeó el agua con la cola.
—Sin traje. —Y el tono de su voz fue similar al de Lucas, el del listo dándole explicaciones al torpe—. ¡Piel!
Acto seguido, con su risa de delfín se zambulló y desapareció.
Bridger sonrió ligeramente y, a su lado, Westphalen, con una expresión de desconcierto, preguntó:
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Broma —respondió Nathan, y se apresuró a salir para dirigirse al puente.