Capítulo 10

Minutos más tarde, Bridger bajaba silbando por una escalerilla vertical, no tanto porque estuviera de buen humor como para aliviar su nerviosismo. Allí abajo, sin embargo, bien podría haber dado la impresión de que silbaba en la oscuridad para alejar a un fantasma. Miró a su alrededor, intentando orientarse, y dudó de que ningún fantasma que se respetara a sí mismo se acercase a aquel lugar. El seaQuest tal vez fuera el orgullo de la flota, la joya de la corona y toda esa basura; pero era un buque de alta mar y, como todos los buques de alta mar, tenía una sentina. Oficialmente, aquello era la cubierta de la quilla, pero él sabía reconocer una sentina en cuanto la veía. Y cuando la olía.

El lugar empezó siendo un pasadizo normal, igual que los que más arriba llevaban a la civilización; pero luego había vuelto a decorarlo profusamente alguien a quien le gustaban las tuberías y los conductos, los paneles huecos y las rejillas de aire. «Elegancia postindustrial», se dijo Bridger, frotándose las manos y preguntándose si alguna vez volverían a verse libres de grasa. En lo que no había caído hasta ese momento era en lo largo que parecía aquel pasadizo; bajo las actuales circunstancias parecía que, si miraba durante el suficiente tiempo, percibiría la curvatura de la Tierra. ¿Y ahí tenía que ponerse a buscar una cosa pequeña?

«Me parece que me hace falta un barco más pequeño…», pensó.

Suspiró y echó a andar a grandes zancadas por el pasillo, poniendo cuidado al posar el pie sobre la cubierta de metal. Con todo el fango aceitoso y la grasa añeja por el tiempo que llevaba acumulada allí desde la botadura del seaQuest, no sería nada difícil que los pies fueran en una dirección y la cabeza en otra; y ninguna de aquellas tuberías tenía aspecto de ser nada bueno para un cráneo humano desprotegido.

Caminó un trecho y de repente lo vio. No se encontraba exactamente donde recordaba haberlo dejado, pero sí bastante cerca. El cuadro de distribución estaba marcado con un letrero en el que ponía «comunicaciones», pero la claridad de la etiqueta aparecía degradada en cierto modo por varias capas de la mugre que se había ido abriendo paso en dirección a la sentina. Aquél era el lugar más evidente; o, mejor, dicho, el lugar más insultante. De todos modos, aun cuando Nathan estuviera equivocado, más valía quitárselo de en medio primero.

Se puso de puntillas para intentar llegar al panel y notó el primer resbalón de aviso debajo de la suela de un zapato. Bajó los talones con cautela, tomando aire profundamente y agarrándose con fuerza a una tubería que le quedaba a la altura del hombro, por si acaso resbalaba de verdad. Luego, miró la tubería y contempló pensativo las demás que pasaban por allí a la altura del tobillo, a la altura de la rodilla y, de hecho, a todas las alturas que podrían serle útiles a alguien que quisiese llegar a un mamparo que estuviera más alto de lo que podía llegar. Tenían otra ventaja; algunas habían estado calientes o se calentaban intermitentemente, de manera que lo que era una mortal película de aceite resbaladizo en el suelo de la cubierta se había convertido allí en una corteza dura que parecía un cruce entre plástico ordinario y caramelo reblandecido. No era muy recomendable, pero (lo comprobó cuidadosamente antes de confiar todo su peso e impulsarse hacia arriba) no estaba resbaladizo.

Por supuesto, cuando consiguió llegar a la altura del cuadro se encontró con que estaba cerrado y oxidado. ¡Con todo el aceite que había en ese lugar y aquello se oxidaba! Era sencillamente fantástico. Tuvo que dar tres fuertes golpes con la mano para hacer saltar el pestillo, pero vio con alivio que la tapa se abría sin necesidad de más persuasión. Dentro había tantos circuitos y trenzas de espaguetis de colores que empezó a dudar si había abierto la caja apropiada. «No te olvides de llevar dinero encima la próxima vez», pensó Nathan con ironía, y entonces recordó que llevaba la linterna en el bolsillo. Bien; no había que ir nunca a ninguna parte sin una linterna, una navaja y una caja de cerillas, y por lo menos él tenía la linterna, si es que no estaban gastadas las pilas…

No lo estaban. La linternita no podría precisamente deslumbrar a nadie con su brillo, lo mismo que les ocurría a algunas personas que él conocía; pero sí iluminaba lo suficiente como para permitirle hacer lo que se proponía hacer, y una de las cosas que se proponía hacer era sujetarla con la boca. La barra de aluminio produjo un sonido desagradable al chocar con sus dientes, y Nathan notó un sabor metálico y un regusto agriamente ácido que le sugirió que las pilas no debían de estar gastadas, pero sí tenían fugas. Puesto que la única alternativa era tener una mano libre en vez de las dos, y eso mientras se mantenía en equilibrio sobre un desvencijado conducto, situado a un metro por encima del piso de metal, decidió aguantarse con aquel desagradable sabor en la boca.

Hurgar entre los cables le llevó sólo unos segundos; era de lo más fácil recibir una descarga o desconectar algo importante si se hurgaba sin un cierto cuidado, pero Nathan Bridger, el Nathan Bridger auténtico, se encontraba tan a sus anchas fisgoneando en las entrañas eléctricas de su propio barco como el joven Lucas parecía estarlo escarbando en el cerebro de los ordenadores. Y justo entonces lo vio. El pequeño recipiente de metal estaba escondido bien atrás y era pequeño, discreto, vulgar y…, y no era nada que perteneciese a aquel lugar, en medio de los conductos y los cables de aspecto orgánico. Metió la mano y, al encontrarse con que estaba… justo, justo… a su alcance sin que hubiera necesidad de sacarlo de su montura, abrió la tapa del recipiente y contempló con satisfacción los cables y circuitos apiñados en su interior. Le llamó la atención sobre todo el pequeño bloque de material sólido: una RAM sólida, de bajo consumo y no activa todavía.

Extendió el dedo índice, lo introdujo en el recipiente, hizo con él un gancho y tiró hacia sí. Varios cables salieron obedientemente y, después, se produjo el débil sonido de un zumbido, como si se tratara de un insecto malogrado. Hasta ahí todo iba bien. Volvió a estirar el dedo y lo metió en la dirección del único interruptor que se veía en el recipiente. Por una pequeña ranura situada al fondo del mismo, sobresalía un disco de plástico brillante, refractario y plateado; tan fino como una hoja de papel y no mayor que una yema de huevo. Lo cogió cuidadosamente por los bordes al retirar la mano y se lo metió en el bolsillo del pecho; posiblemente aquello le sería de utilidad a Lucas. No había más ranuras ni más discos que pudiera ver.

Resultaba agradable, sin embargo, disponer de aquellos segundos a solas en las entrañas del barco sin oír nada más que el rumor de los sistemas de propulsión y el motor electrógeno, los latidos del corazón del barco; un momento de paz, sin voces, sin crisis, sin problemas. Sólo el ciclo sabía lo que estaría pasando en el puente, pero no era asunto suyo, al menos no en aquel momento precisamente.

Soltó con suavidad el aire de su pecho. No dejaba de ser realmente una lata que aquel barco, diseñado por él mismo con todas las sutilezas, con todos los sistemas que se le ocurrieron para hacer la vida más fácil y más cómoda a la tripulación de turno, hubiese tenido como resultado poner más difíciles las cosas, convertido en un auténtico talón de Aquiles. «Se me ocurre una cosa para el tablero de dibujo la próxima vez», pensó, y en el fondo de su mente una voz le gritó: «¿Qué próxima vez?» Nathan hizo caso omiso. Se trataría de una copia de seguridad no subvertible, de unos sistemas que no pudieran ser dañados por ser demasiado sencillos para ser dañados…

«¿La próxima vez? ¿Estoy chiflado? ¿Qué próxima vez?», pensó a continuación.

En ese momento no tenía tiempo para eso, de todos modos. Con cautela, se volvió por el mismo camino por el que había llegado, poniendo toda su atención en no resbalar en el aceite. Arriba, las cosas debían de estar llegando a un punto crítico. Seguro que alguien le necesitaba.

Sus recuerdos volvieron al sol reflejado en el agua azul, a aquel lugar donde nadie tenía una especial necesidad de él, excepto Darwin.

Y, para su asombro, descubrió que todo aquello del barco le gustaba todavía más.

Frunció el entrecejo y volvió a trepar por la escalerilla hasta el nivel de cubierta.

Nathan se encontraba de pie en el puente ante la mesa de navegación, estudiando con Ford las proyecciones de mapas de la región, cuando O’Neill le llamó desde su puesto:

—¡Capitán, ya lo tengo!

—¿Al Delta? —preguntó Bridger.

Los dos hombres se dirigieron inmediatamente hacia O’Neill.

—Sí, señor —respondió éste, sin dejar de trabajar sobre el tablero de mandos—. Estoy cogiendo una señal de baja frecuencia, de unas viviendas suboceánicas. El submarino rebelde está allí atacando. Los colonos intentan luchar y rechazarlo con algunos minisubmarinos… —Hizo una pausa de unos segundos, escuchando, mientras Nathan y Ford se miraban. Luego, levantó la vista preocupado y añadió—: Pero no parece que les esté sirviendo de mucho…

Nathan apretó los labios, pensando: «Otra vez no, ahora no, lo único que necesitamos es un poco más de tiempo…»

Y en el techo las luces parpadearon, se debilitaron hasta casi desaparecer del todo y…, por primera vez en muchas horas, volvieron con toda su potencia.

Hubo una especie de alegría refrenada por parte de la tripulación del puente y Ford miró a Nathan con gesto aprobatorio.

—Buen chico —asintió Nathan, pensando en aquellas manos que, en otro lugar del barco, se desplazaban como el rayo sobre el teclado. Dirigiéndose a Hitchcock, que se encontraba trabajando en su puesto a doble velocidad para hacer inventario, preguntó—: ¿Qué clase de propulsión tenemos?

—Un cuarto de lo normal —respondió ella con aire triunfal—. Pero seguimos sin armas ni defensas.

«Maravilloso», pensó Nathan, y dijo:

—Bien, señor Ford, ¿alguna sugerencia?

El oficial no respondió en seguida. Finalmente, levantó la mirada y contestó en voz baja:

—No creo que esto venga en el manual tampoco.

«Qué alegría», pensó Nathan, y supo con exactitud lo que Ford estaba pensando: era el momento oportuno para que él asumiera el mando… Abrió la boca para volver a poner aquella idea en el lugar que le correspondía, pero se detuvo antes de hablar, porque una simple ojeada por el puente le hizo darse cuenta de que todas las miradas estaban puestas en él, a la espera de oír qué decía; y en todas aquellas miradas había una esperanza evidente. La expresión común de aquellos rostros indicaba que estaban esperando sus órdenes, y lo único que él tenía que hacer era decir la palabra precisa.

Se esforzó por encontrar alguna excusa para no tomar el mando, pero no lo consiguió. Le parecía una situación horrible, y el problema era que había demasiadas vidas dependiendo de ella.

«¡Ford tiene razón, maldita sea, pero odio tener que hacer esto!», pensó.

Dejó escapar un suspiro y le dijo a Ford:

—Dé las coordenadas a Navegación y trace un rumbo, señor Ford.

La sonrisa de Ford fue amplia y alegre.

—Sí, señor.

Se dio la vuelta hacia la mesa de navegación para obtener el itinerario más rápido de los que habían estado examinando.

Nathan se giró para mirar a las pantallas frontales y sintió que aquel peso descendía sobre él, el peso que no había querido sentir. Se irguió y mantuvo el rostro sereno; sus reacciones ante aquella situación eran ya asunto suyo, no de la tripulación, y tenía que pensar en la moral y en las reacciones de todos tanto como en las propias.

Desde el exterior, las WSKR retransmitían a las pantallas múltiples imágenes del seaQuest volviendo a la vida, con las luces encendiéndose centelleantes a lo largo de todo el casco; el barco se escoraba en ese momento un poco hacia estribor y avanzaba con lentitud, alejándose de la Central Energética Gedrick y adentrándose en las oscuras aguas a la sombra de las montañas Long Chain. Se inclinó hacia arriba y en dirección al sur, con rumbo a uno de los pasos en las Long Chain, hacia la colonia de investigación suboceánica que había llamado pidiendo ayuda.

Bridger contempló el avance de la nave, elegante a pesar de la poca energía de que disponía, y confió en que les diera tiempo a terminar el trabajo que les quedaba por hacer antes de alcanzar al atacante. Si no…

Y no había otra posibilidad.