La Central Energética Gedrick era todavía poco más que una confusión de tuberías retorcidas y cámaras de contención perforadas, que costaría un par de meses limpiar con maquinaria pesada; pero lo peor, la amenaza ecológica, ya había pasado. Uno a uno, el enjambre de TeamCrafts y cangrejos soldadores, que se habían estado moviendo muy atareados alrededor de la torre de prospección principal y de la fuga, fue regresando al seaQuest. La oleada incontrolada de gases residuales se había visto reducida a sólo un penacho fino y sucio en el agua y, cuando se perfiló la silueta del último TeamCraft, con la llamarada de actinio de su soplete soldador, incluso aquel penacho de porquería venenosa se vio reducido a la nada. El TeamCraft puso otro parche, sólo por divertirse, y luego se retiró y puso rumbo a casa con placer.
El comandante Ford se inclinó sobre el tablero de comunicaciones. El oficial O’Neill estaba realizando una nueva revisión de los sistemas, la tercera hasta ese momento, y observaba el brillo de las luces y el parpadeo de las pantallas con el aparente desinterés de quien no tiene nada mejor que hacer. La inactividad irritaba a Ford, y eso se notaba claramente en el modo en que paseaba arriba y abajo por el puente y curioseaba en los puestos de guardia, intentando a duras penas controlarse y no intervenir. Las últimas horas habían transcurrido lentamente para todas las personas que se hallaban a bordo del seaQuest, tanto más porque solamente el equipo de ingenieros había podido salir y ocuparse en algo. Justo en aquel momento, O’Neill parpadeó a causa de algo que oyó a través de los auriculares, murmuró una petición de verificación en el micrófono, sonrió de inmediato y le entregó los auriculares a Ford.
Con aspecto dubitativo, el comandante se los acercó a la oreja, estuvo escuchando durante unos cuantos segundos seguidos y, luego, una lenta e irónica sonrisa se le empezó a extender por el rostro. Asintió con la cabeza cuando le repitieron el mensaje, dejó caer de nuevo los auriculares en manos de O’Neill y se apresuró a acercarse al lugar donde el capitán Bridger se encontraba mirando atentamente a una pantalla llena de datos.
—Señor —le dijo—, lo han hecho. —La sonrisa seguía allí, y se iba ensanchando como si él hubiera tomado parte en las operaciones de reparación. Y lo había hecho, por así decirlo, pues si el seaQuest no hubiera estado allí no se podría haber efectuado una reparación tan rápida—. Lo hemos hecho. Se han colocado los parches.
Bridger había levantado la mirada al acercarse el oficial y le estuvo observando con aire pensativo mientras le daba aquel breve informe. Ford tuvo una súbita y espeluznante sensación de escena repetida, porque la comandante Stark solía caer en similares trances de silencio, mirando a través de uno como si uno no estuviera allí; o estuviera allí, pero no fuera importante. Eso era lo peor.
Sus palabras parecieron pasar más allá de Bridger, como si éste no las hubiera asimilado. Y no se produjo ningún cambio en su expresión, que ciertamente no mostró ni el menor asomo de la satisfacción que el comandante experimentaba. Había esperado algún tipo de reacción, pero aquello…, aquello resultaba inquietante. Probablemente el capitán estuviera todavía meditando sobre el Delta rebelde y sobre el hecho de que no podían hacer nada al respecto. Ford lo comprendía.
Bridger dejó en blanco la pantalla de datos y se puso en pie.
—Muy bien. Mientras tanto, tenga la bondad de llamar a la doctora Westphalen y a la teniente Hitchcock para que se presenten en la sala de oficiales. Nosotros también bajaremos allí. Me parece —concluyó Nathan en voz baja y en tono confidencial— que lo he encontrado.
—¿El virus?
—Mejor aún. Al saboteador.
Nathan, sentado a la mesa con las manos entrelazadas, miró a los otros tres. Se había mostrado cauto porque la información que tenía ante él habría podido ser un doble farol, algo pensado para dirigir, a quien buscase información, a través de media docena de erróneos giros deductivos. Ford fue miembro de la tripulación original, por lo tanto podía ser escogido como víctima e incluso podía haberse escogido como víctima él mismo, el inocente perjudicado, el hombre que se hallaba en el sitio inadecuado en el momento inoportuno y que se había mantenido siempre en el lugar que le correspondía. Bridger sacudió la cabeza, intentando alejar de su mente aquella clase de pensamientos y ponerlos donde se merecían, en el montón de basura de ideas desechadas que tenía en el fondo de la cabeza. Era como en el espionaje: una vez que uno empieza a desconfiar de todos, resulta casi imposible detenerse.
Tuvo que hacer un esfuerzo para obligarse a volver a la realidad y se puso a estudiar la pantalla, tratando de ir más allá de los meros detalles que aparecían en ella, tratando de penetrar en la mente de aquel rostro tranquilo y reservado que le miraba fijamente y sabiendo ya de dónde habían partido todos aquellos tortuosos pensamientos.
—He revisado todos los diarios de navegación de los sistemas en servicio desde hace un año —comenzó a decir—. No hay nada anormal, así que comprobé las hojas de inspección diaria y la relación del personal durante el mismo período. El seaQuest estuvo en el dique seco en esa época, con una tripulación mínima.
—¿Y? —inquirió Ford.
—Pues que la relación del personal muestra que hubo un oficial de alto rango a bordo durante todo aquel período de tiempo.
Tocó uno de los controles del tablero y en la pantalla situada al fondo de la habitación apareció la imagen de una mujer, una mujer que vestía un uniforme con galones de comandante. La fotografía de la ficha de identificación de la Marina no hacía justicia a los rasgos fríamente atractivos de Marilyn Stark, pero sí había conseguido captar algo con lo que Ford probablemente se había llegado a familiarizar en exceso durante su primera misión de servicio a bordo del seaQuest; se notaba un control glacial y hermético en aquel rostro, la fijación de una presión mayor de la que cabía esperar que fuese capaz de soportar cualquier ser humano. Era bastante frecuente que muchos comandantes se hicieran cada vez más reservados a medida que iban ascendiendo de rango, a medida que sus obligaciones, en lo concerniente a la seguridad, los obligaban a hacerse todavía más discretos respecto a todo lo que sabían. Eso fue precisamente lo que le dio pie a Nathan Bridger para proponer el programa del anciano. Los oficiales con tanto poder, con tantos conocimientos encerrados dentro de su cabeza, sin tener manera de desahogarse con nadie, podían volverse… raros. Y el rostro que aparecía en la pantalla ofrecía ese aspecto.
—Stark —dijo Ford en voz baja, aunque no lo suficientemente baja.
—Usted sirvió a sus órdenes, ¿verdad? —le preguntó Nathan. Lo sabía de sobra, pero en esa clase de asuntos siempre era mejor confirmarlo.
Ford movió la cabeza afirmativamente.
—Yo…, yo era su segundo comandante cuando sucedió lo de la Fosa Livingston. —Miró a la fotografía de la pantalla y, después, se miró las manos, que descansaban sobre la mesa, y las levantó un poco para observarse los dedos, pendiente de si había en ellos algún asomo de temblor. No lo había—. La relevaron del mando, aunque no la degradaron… De todos modos, el Mando del Pacífico Norte recomendó que se le hiciera un examen psiquiátrico, pero ella se negó. Más tarde, un buen día, de repente desapareció. Se fue… —Encogió los hombros y movió a ambos lados la cabeza—. Tendría usted que conocerla, señor…, saber cosas de su familia, para comprenderla. Ella…, ella es buena.
Bridger captó un extraño matiz de tristeza en el gesto y sintió que Ford le caía mejor. Desde luego, tenía que ser un buen oficial si era capaz de comprender así a alguien, porque, aunque ella lo rechazase y se ofendiese en caso de que se le ofreciera, Marilyn Stark merecía comprensión.
—De hecho, yo la conozco —observó Nathan— y sé lo buena que es, lo buena que debería ser. Yo la enseñé.
Westphalen se quedó mirándolo.
—¿Usted?
—Fue uno de mis cadetes en la academia y actué como padrino suyo cuando solicitó los galones de oficial. —Y la voz de su conciencia le dijo: «¿Es quizás eso lo que te duele, capitán Nathan Bridger? Saber que si tú hubieras dado a conocer tus dudas, si hubieras retirado tu apoyo, entonces…»—. Su primer mando lo tuvo a bordo de un barco de superficie destinado en el Atlántico Norte. Hubo una escaramuza y ella disparó primero. —Era una costumbre en la familia Stark—. Como resultado hubo dos muertos. —Tomó aire, lo soltó, miró a Ford, miró a los tres, uno por uno; pero no veía ningún rostro, excepto los de aquellos que no se hallaban presentes—. Uno de ellos era mi hijo.
—¿Y ahora va a por usted? —le preguntó Hitchcock, con un claro matiz de duda.
Nathan volvió a la realidad con un pequeño estremecimiento que acabó convirtiendo en un gesto negativo de la cabeza.
—No. Yo me encuentro aquí por casualidad. Ella va tras el seaQuest.
—Señor —aventuró Ford—, no puedo creer que esa mujer quiera destruir su propio barco deliberadamente.
—Ésa es exactamente la razón por la que quiere destruirlo. Si no puede tenerlo ella, no quiere que lo tenga nadie. Aparte de que, si el seaQuest desaparece, sus rebeldes y quienes son como ellos se convertirán en los amos del mar. —Les dirigió a los tres una sonrisa burlona, con una expresión dura y recia más adecuada con el uniforme que llevaba de lo que Nathan probablemente pensaba—. Con lo que no contaba ella era con un… —agregó, y su sonrisa se hizo más amplia al mirar fugazmente a Hitchcock—, con un «turista» a bordo, con alguien cuyos conocimientos son bastante anteriores a los suyos. —Se puso a dar unos golpecitos encima de la mesa, esbozando pequeños arcos y círculos con la punta de un dedo—. He pensado que quizás estemos enfocando el asunto de un modo equivocado, que quizás, en lugar de atacar el virus, deberíamos rodearlo —añadió, describiendo un rápido movimiento curvo con el dedo.
—Podría funcionar —murmuró Hitchcock. Sus ojos no miraban a ninguna parte, y Nathan supuso que estaría estudiando esquemas en una pantalla dentro de su cabeza y considerando las opciones—. Probablemente no tendríamos propulsión al cien por cien ni todo el armamento, pero…
—Cualquier cosa es mejor que lo que tenemos. —Había otra persona a bordo que Stark no había previsto que estuviera cuando tendió las trampas. El chico, Wolenczak. Desde luego, a veces era un pequeño monstruo egoísta, pero, en lo concerniente a ordenadores…—. Coordine las cosas con Lucas.
—Sí, señor.
Hitchcock salió a toda prisa, con aspecto de estar tan contenta por el desarrollo de los acontecimientos como no lo había estado en mucho tiempo. Lo contrario le ocurría a la doctora Westphalen.
—¡Las armas! —soltó en un tono brusco—. Eso es lo que importa realmente, ¿no?
Nathan Bridger se permitió emitir un único gruñido de impaciencia ante aquella actitud malintencionada que ya tendría que haberse abandonado. Había un momento y un lugar para cada cosa, y desde luego ni ése era el lugar ni el momento.
—No, doctora —replicó—, lo que importa es salvar vidas. Y ahora ¡manos a la obra!
Bridger salió en silencio al pasillo que bajaba desde la zona de atraque. Se sentía cansado; no, se sentía exhausto, como si el hecho de hablar de su hijo, y así desahogarse supuestamente de parte del peso del dolor, le hubiera costado más esfuerzo que no decir nada. De todos modos, dicho estaba; y las tres personas con las que había hablado quizás entendieran mejor por qué no tenía deseos de volver a ocupar nunca más el puesto de comandante, o al menos no por más tiempo del estrictamente necesario para sacarlos del lío en que se encontraban. Esperaba que tuvieran por lo menos la suficiente comprensión como para dejar de acosarle, para dejar las cosas en paz.
En paz… La idea era atractiva y no sólo para Bridger. En lo que duró el breve informe, si eso había sido realmente, los equipos de reparación tuvieron tiempo de regresar todos al seaQuest y se los encontró por el pasillo de uno en uno y de dos en dos, sucios, mojados y rendidos de cansancio; tan cansados que ni siquiera sentían la satisfacción del trabajo bien hecho. Eso vendría después, al cabo de unas cuantas horas de sueño, de una ducha, de comer un bocado; todo lo que necesitaban para sentirse otra vez humanos y no pequeñas e insignificantes partes de la maquinaria por la que habían estado luchando durante tanto rato. Pero vio algo que para Nathan resultaba alentador.
Igual que la pareja que salió con grandes apuros del TeamCraft inundado, los equipos de reparación eran una mezcla del personal científico y del militar. No había habido tiempo, y afortunadamente tampoco una inclinación auténtica, de separarlos. Lo estaban haciendo en esos momentos, sólo un poco; los monos beis y los negros se alejaban unos de otros, se disponían a reunirse con su propia gente. Pero no todos, pues había un par de militares hablando con tres científicos y ninguno de los cinco parecía tener mucha prisa por interrumpir la conversación. Tras compartir la tensión y compartir el riesgo, descubrían de repente un terreno común donde ninguno había estado antes. Y compartían también la suciedad. Nathan era demasiado educado como para poner en evidencia que los dos grupos estaban igual de mugrientos e igual de sudorosos y que, de no ser por el color de los monos y por la longitud de los cabellos, no hubiera sido fácil distinguir unos de otros. Se mirase como se mirase, aquello era un comienzo.
Se dirigió primero al puente y se pasó allí un buen rato con Ford y con otros miembros de la tripulación cuya intervención habría de ser necesaria, inclinados todos ellos sobre el puesto de Hitchcock para revisar los esquemas de los sistemas en cuestión. La teniente Hitchcock, por supuesto, sabía perfectamente dónde estaban todos los cambios y qué se había añadido, pero su conocimiento del resto del barco se basaba sobre todo en los esquemas, mientras que Nathan lo conocía desde las mismísimas entrañas, ya que había visto personalmente cómo se instalaban tales entrañas. De modo que, mientras les indicaba a sus ávidos pupilos los puntos más débiles, Nathan pensó que en eso era en lo que se había equivocado Stark, pues ella creía que quienes se encontraban a bordo estarían intentando solucionar el problema en el software, no en el hardware, y que, aunque intentasen alguna desviación drástica en el hardware, no lo conocerían lo suficientemente bien para realizarlo con rapidez. Pero había alguien a bordo que sí lo conocía bien, así que… mala suerte para Stark.
—Esto —señaló Nathan—, y esto y esto y esto. Quiero que eliminen del ordenador todo eso sáquenlo del ordenador y ejecútenlo en microordenadores o en calculadoras científicas, me da lo mismo. Luego, hay que unir esos conductos a esos otros y no se acerquen a los cables principales hagan lo que hagan o, de lo contrario, el ordenador notará el cambio y los reconectará a la red principal y todo se habrá fastidiado otra vez. Sólo tienen que pasar los cables por los puñeteros conductos; aquí no se trata de ganar el premio de limpieza del colegio.
Siguiendo las instrucciones de los oficiales, los equipos empezaron a desplegarse por el seaQuest y a hacerles tales cosas a las conexiones de cables de los sistemas, que les hubiera producido urticaria a los componentes del equipo que lo diseñó. El que fuera jefe de aquel equipo, por cierto, se encontraba allí, pero decidió que tener urticaria era con mucho preferible a estar muerto. En tres o cuatro pasillos, equipos combinados de científicos y militares, uno detrás de otro, iban a dedicarse al sabotaje constructivo. El equipo de la Marina abriría el camino, estudiando un listado de ordenador y buscando un específico cuadro de distribución, y, una vez que lo encontraran, otros del equipo militar tirarían de los utensilios del cuadro hasta hacerle salir. Luego, el equipo de científicos se acercaría y empezaría a trabajar, desunirían lo que estaba unido y unirían unas conexiones que de ninguna manera fueron pensadas para estar unidas, tirarían de los gordos cables y de las gruesas y acanaladas fundas de fibra óptica y alambre, los cortarían para separarlos, como cirujanos mecánicos enloquecidos, y los empalmarían después con los chapuceros manojos de cables que serpenteaban por los pasillos como tripas errantes.
En otros lugares, la intervención quirúrgica resultó aún más drástica. La cocina, situada justo al abrigo del casco interior, fue uno de los sitios que sufrieron el desorden de los equipos; se vaciaron de latas y de botellas los estantes del fondo de la fría despensa, y un miembro del equipo militar se inclinó por encima de la estantería hasta llegar al mamparo de soporte con una pequeña sierra eléctrica. La trabada superficie de polímero cíclico opuso poca resistencia, se resquebrajó bajo la sierra y dejó rezumar el aceite aislante como si fuera sangre. Cuando la incisión estuvo terminada, y después de poner paños para recoger las filtraciones, los miembros del equipo científico introdujeron los brazos y comenzaron a extraer la mayoría de los conductos y de las tuberías, que fueron cayendo amontonados, como vísceras relucientes, sobre los trapos; y empezó de nuevo la tarea de cortar y empalmar, mientras el personal de cocina les lanzaba miradas furibundas y se ponía a apilar las latas en otra parte.
No había nada más que Nathan pudiera hacer para ayudarlos a llevar a cabo su cometido. En cambio, sí había algo que le estaba dando vueltas en la cabeza desde hacía una hora o dos. Se fue a ver qué podía hacerse a ese respecto.
—Ahora iba a ir a verle —dijo Lucas, casi sin levantar la vista del teclado cuando Nathan entró—. Tenemos un problema. El sabotaje no está integrado por completo.
—¿Puedes repetirlo?
—No hay suficiente código en el sistema principal para hacerle funcionar —le aclaró Lucas, con exagerada paciencia—. Los accesos que están vigilados por los «perros guardianes» son sólo parciales. De manera que tiene que haber un núcleo escondido en alguna otra parte, una rutina principal con las instrucciones básicas que ponen todo esto en movimiento, porque no he encontrado nada así en el sistema principal; y tiene que estar en alguna parte.
—¿Núcleo? ¿Ahora estamos hablando de núcleos? —masculló Bridger.
—Escuche, y utilice el cerebro. Stark no es en realidad programadora…
—¿Y a qué llamas tú programador?
Lucas sonrió ligeramente y siguió apretando teclas.
—Ella sólo sirve para trabajos prácticos y no muy limpios. Es técnica, una técnica competente, como mucho. Y no es ingeniera. No conoce este barco lo bastante bien como para colocar una rutina de virus anidados en el código existente sin dejar unas huellas iguales a las que deja en la nieve un vehículo con tracción en las cuatro ruedas. Y piense en ello: aunque así fuera, alguien la habría cogido haciéndolo. Y además le habría llevado demasiado tiempo. Había suficientes personas a bordo del seaQuest y se hubiesen dado cuenta de lo que se proponía.
—¿Y?
—Pues que ella habría hecho su trabajo en privado, con medios que pudiera ocultar y que no habrían dejado ningún rastro en los ordenadores centrales. Los diagnósticos lo habrían registrado si ella hubiese trabajado allí. Ella habría grabado su código en una forma que se mantuviese indefinidamente y, luego, lo habría puesto en alguna parte, donde pudiera introducirse en los sistemas principales y recordarles de continuo cómo se suponía que debían destruirse.
—De manera que, aunque encontrásemos el código «subversivo» —apuntó Nathan—, seguiría escondido en alguna parte de los sistemas, en el hardware. Y, un poco después, su instalación volvería a implantarlo y nosotros estaríamos tan mal como antes. Toda esta misma basura empezaría otra vez desde el principio.
Lucas le otorgó la cariñosa sonrisa reservada a los alumnos retrasados que por fin empiezan a comprender. Nathan contuvo, de momento, su reacción.
—Muy bien —le felicitó Lucas—. Así que en alguna parte del barco dejó un lector conectado a la red de ordenadores, que imitaría a las copias de seguridad, del tipo de «dímelo tres veces», que algunos ordenadores emplean e introduciría sus instrucciones en la red de ordenadores cada, pongamos por caso cada doce horas o quizás incluso cada veinticuatro, dependiendo de si le preocupaba que lo descubrieran o se sentía segura de que nadie miraría.
—Eso parece bastante acertado, creo yo.
—Vale. O sea que lo único que tiene usted que hacer es responder a la pregunta: ¿dónde escondería ella algo así?
—Donde nadie mirase. —Nathan se mordió el labio—. A no ser que fuera una admiradora de La carta robada; es decir, de la escuela de esconder cosas a plena vista.
Se quedó pensando en aquello durante un momento. Coincidiría con un aspecto de la personalidad de Stark, por lo que él recordaba; con el deleite que le producía engañar a la gente de un modo evidente, insultante, y sobre todo a quienes no eran lo bastante listos para estar a su altura. Sólo que esa clase de jugadas las reservaba para aquellos que consideraba que tenían posibilidad de llegar a ser sus iguales. No pensaría de ese modo acerca de la tripulación que el seaQuest tenía en aquel momento, sino que los consideraría peones, así que no perdería más tiempo del necesario en engañarlos. Aventuró una respuesta:
—Zonas sin mantenimiento. O de mínimo mantenimiento. Creo que tengo unas cuantas ideas de por dónde empezar.
—Y será algo pequeño, algo que casi no dejará indicación de energía —corroboró Lucas—. Esa mujer no iba a ser tan tonta como para descubrirse produciendo ondas donde no debería haberlas.
—Exacto. —Miró a la pantalla por encima del hombro de Lucas, que seguía mostrando página tras página de códigos indescifrables, marañas de símbolos matemáticos, nidos de alambres de púas hechos de paréntesis—. ¿Cómo te va?
—Ya he conseguido el primer par de caminos alternativos —le informó Lucas, que estaba visiblemente pasando un mal rato estudiando la pantalla—; no servirán de nada hasta que estén todas. Van en paralelo y se refuerzan unas a otras. Y si no descubre usted ese pequeño misterio tampoco servirán de nada. No me extrañaría que ella hubiese indicado en ese acceso que renovase el sistema con más frecuencia cuando empezaran nuestros problemas.
Nathan asintió con la cabeza y dijo:
—Me encontré algo en mi camarote.
La cara de Lucas adoptó una expresión hermética.
—Ya hablaremos más tarde —repuso—. Es decir, no me importaría charlar un rato, pero, si el programa que ha hecho una tía chalada me mata, me va a fastidiar mucho.
«Ahí lleva razón», pensó Nathan. Y se marchó.