La Central Energética Gedrick era un caos. Con todo el trabajo realizado y que se seguía realizando, los ingenieros del seaQuest habrían hecho mejor ahorrando su tiempo para las tareas de a bordo del submarino. Las torres de prospección y la chimenea de intercambio seguían todavía envueltas en las asquerosas nubes de desechos contaminantes que salían humeantes del cráter resquebrajado. Remolinos de agua alterada por el calor se mezclaban con la suciedad, lanzándola en espiral, como serpientes de mar borrachas, por el revoltijo de apuntalamientos de estructura destrozados que constituía el legado del ataque del Delta.
Poner parches en la grieta no era sólo un trabajo sucio, sudoroso y sofocante, sino también peligroso. De vez en cuando, algo temblaba en lo más profundo de aquella maraña y un par de toneladas de hierros retorcidos se removían al unísono con un sonido semejante al crujido de unas macizas mandíbulas metálicas. Los trajes para actividad extra-vehicular del seaQuest estaban blindados, y los TeamCraft eran vehículos a prueba de la mayoría de los riesgos de la presión; pero para lo que allí podía suceder no resultaban más sólidos que meros cascarones de huevo. Cada vez que los restos del siniestro se asentaban, los equipos tenían que apartarse o arriesgarse a sufrir las consecuencias, y ello significaba que cualquier tarea a medio terminar se quedase así hasta que fuese seguro volver a acercarse a la zona. Sólo los cangrejos soldadores, que no iban tripulados y habían sido diseñados expresamente para operaciones submarinas profundas y arriesgadas, eran capaces de permanecer en su sitio; pero, aunque podían resultar aplastados sin que eso significase pérdida de vidas humanas, el equipo de ingenieros del seaQuest no podía permitirse el lujo de perder muchos de aquellos pequeños autómatas. Ya estaban mirando con nerviosismo las listas de inventario, porque un retraso más en hacerse a la mar, aunque sólo fuese de veinticuatro horas, supondría que aquellos inventarios distasen mucho de estar completos.
Nathan Bridger no estaba al corriente de las dificultades de la sección de ingeniería. Ya tenía bastantes problemas por su cuenta. Cada vez que pensaba que había logrado resolver los problemas del seaQuest y de todo lo que le habían hecho para «mejorarlo» desde que él abandonó el proyecto, aparecía algún otro problema nuevo al que había que enfrentarse.
Para empezar, la aparición de aquel hombre al que reconocía y que sabía que estaba muerto. Bridger no creía en fantasmas; tenía una mente demasiado racional, sensata y científica y aquello, al fin y al cabo, no era más que un holograma. Pero a pesar de toda la racionalidad había algo dentro de él que le hacía sentirse aunque sólo fuera un poco asustado.
—Así que también han hecho esto —murmuró.
Se puso a caminar lentamente alrededor de la imagen y ésta le siguió con la mirada, pero por lo demás permaneció quieta, esperando. Nathan alargó el brazo, pensativo, hacia el holograma, mirándose fijamente el dorso de la mano para ver de que forma se alteraría la proyección. Pero no sucedió nada, ni siquiera cuando la mano atravesó la chaqueta de mezclilla y salió por el otro lado.
—Tiene usted aún mejor aspecto que el que tenía en la academia, al menos que yo recuerde. Pero espere un segundo… La Marina se negaba a instalarle a usted, de hecho se negó a hacerlo. ¿Cómo es que ha llegado aquí?
—Por nuestro joven amigo Lucas Wolenczak —le explicó la imagen del anciano Danielson—. Él me trajo, bajo control del ordenador central, hace unas semanas. Descubrió los procedimientos de instalación inutilizados, a pesar de las contraseñas que impedían el acceso. —Sonrió—. Realmente es extraordinario.
—Ya me he dado cuenta.
Nathan dio la vuelta hasta quedar de nuevo delante de la imagen. Todavía le resultaba chocante descubrir que aquel particular invento suyo se hubiera desarrollado sin tan siquiera un asomo de reconocimiento hacia su padre original. Aunque en aquello era injusto. Durante los últimos años, el padre original (la mente de Nathan todavía retrocedía asustada por las implicaciones de aquella palabra, excepto por las más abstractas) había estado tan apartado y fuera de todo contacto como le fue posible y, si no se mantuvo al corriente de los acontecimientos, él sabía bien a quién había que echarle la culpa.
—¿Cuál es su misión? —le preguntó, tanteando.
—Soy una inteligencia sintética, pensada para servir de ayuda en momentos de conflicto moral o ético —le explicó el anciano—. Estoy unido a un conector holográfico para lograr la máxima efectividad de uso.
—Muy bien —asintió Nathan.
La imagen le miró exactamente con la misma expresión de ironía que el auténtico Danielson hubiese adoptado con cualquier cadete lo suficientemente osado como para decirle a él que había hecho algo bien.
—Lucas me ha proporcionado una amplia gama de material de origen al que puedo recurrir —prosiguió el anciano—. Además, tú puedes cambiar mi imagen insertando una fotografía en la disquetera de imágenes de la unidad del ordenador central.
—Vaya, parece que nuestro amiguito ha pensado en todo. Pero ¿por qué es ésta la imagen principal? La opción por defecto, que yo recuerde, se suponía que no había de ser ninguna en concreto; sólo la de un oficial de igual rango, generada por ordenador.
—Cuando el almirante Noyce reactivó brevemente el programa de desarrollo hace un año, éstas fueron la imagen y la personalidad que especificó en los disquetes de demostración para los jefes superiores.
—Máxima efectividad —murmuró Bridger, y se paseó otra vez alrededor de la proyección.
Se sintió a la vez irritado y divertido cuando la imagen se puso a pasear también al mismo paso. «Sólo para mí», pensó. Noyce estaba totalmente seguro de que el niño volvería a la tienda de caramelos y, una vez allí, encontraría a su viejo instructor esperándole, aunque dentro de una carne no muy sólida…
El holograma asintió otra vez, mostrándose de acuerdo, y Nathan se dio cuenta de que habría hallado más consuelo ante la torpeza de movimientos propia de la mecánica que en aquel movimiento demasiado suave, demasiado humano. Demasiado perfecto…
—Alguien con quien el comandante de la nave pueda hablar… cuando no pueda hablar con nadie más —dijo la voz de esa especie de Danielson. ¡No, maldita sea, del propio Danielson! Algunas partes de la realidad virtual podían incluso ser demasiado reales para hallar consuelo en ellas—. Alguien en quien él pueda confiar, plantearle sus preguntas más íntimas…, sus dudas…
Bridger se dio la vuelta y miró con rabia al holograma. ¡Y qué importaban sus dudas íntimas si, al parecer, aquella cosa era capaz de leer sus pensamientos más íntimos y formular después una respuesta razonada a los mismos!
A menos que…
No había estado ocultando sus pensamientos, como hubiera hecho con una persona real y no porque fuera reservado por naturaleza, sino porque pensaba que había ciertas cosas que no eran de la incumbencia de nadie más. ¿Sería posible que los receptores holográficos fueran capaces de reaccionar, y de neutralizarlos, ante los estímulos visuales aún más sutiles que un cambio de expresión? Titubeó, preguntándose hasta qué punto llegaría la capacidad analítica de aquel circuito. Conocer las diferencias entre el bien y el mal había sido durante mucho tiempo una norma en los tribunales de justicia para juzgar la posible culpabilidad o la inocencia, y las zonas grises que se encontraban a ambos lados de aquellos dos valores absolutos constituían un laberinto de problemas en el cual los investigadores en psicología se sumergían incluso en los tiempos actuales. Pero una máquina…
—¿Cuál es la profundidad normal del seaQuest? —le preguntó Nathan.
—Seiscientos sesenta metros.
—¿Qué significa la vida?
—Sé más concreto —le indicó el anciano, con la misma severidad que habría utilizado con un cadete que no hubiera sido lo suficientemente exacto.
—Olvídelo —dijo Nathan, y siguió paseando alrededor del holograma durante unos segundos más—. ¿Está usted familiarizado con el ordenador central del barco?
El anciano sonrió.
—Nathan, yo soy el ordenador central.
—Bien, entonces, ¿podrá usted encontrar el rastro del virus que está afectando al barco?
—¿Acaso puede una persona localizar los virus en su propio cuerpo a partir de los síntomas de un resfriado? —preguntó suavemente el anciano—. ¿O localizar un tumor que va creciendo en el cerebro? Lo siento, Nathan, pero mis capacidades están limitadas a los datos introducidos en mis unidades de memoria.
—Pues qué bien —refunfuñó Nathan, sin dejar de pasear.
—¿Esta información te contraría?
—Si es usted un ordenador ¿cómo puede saber si estoy contrariado?
—Tus pautas vocales están considerablemente desviadas de lo normal. La cinestesia del cuerpo indica tensión y frustración. Además, tu ritmo respiratorio es…
—Déjelo. Otra opción por cortesía de Lucas, supongo.
El anciano asintió con la cabeza y preguntó:
—¿Está tu familia a bordo contigo?
Nathan se detuvo en seco y, en voz muy baja, dijo:
—Sus bancos de datos están un poco atrasados. Carol y Eric están…, murieron.
—Ah, ya. —La voz del anciano sonó tan compasiva como hubiese sido posible desear—. ¿Fue por eso por lo que dejaste el servicio antes de acabar el seaQuest?
—Sí. Me retiré a una isla. Pensé que allí estaría a salvo. Sabía que si volvía aquí tendría que… aceptar gente de nuevo.
—Y arriesgarte a perderla —puntualizó el anciano.
—Sí.
—Has debido de echar de menos tu trabajo.
Nathan movió negativamente la cabeza.
—Seguía teniendo mucho trabajo, un montón de cosas que hacer. Lo que realmente echaba de menos era esto, el mar. Me había olvidado de la sensación que produce. El pulso se me hace más lento, tengo la mente más despejada… —Hizo una pausa—. ¿Por qué le cuento todo esto?
—Porque yo te escucho —respondió el anciano—. O, sencillamente, porque para eso es para lo que estoy aquí, y da resultado.
Nathan se echó a reír, se acercó a la ventana y miró al oscuro océano. Puso las manos en el frío vidrio, sintiendo, intentando sentir el agua que se encontraba al otro lado. Desde el cristal oscuro, su rostro le devolvió la mirada.
—No hubo ni un solo día en que no pensase en esto —habló en voz baja—, me dijera lo que me dijese a mí mismo. ¿Por qué no podía olvidarlo?
—Porque forma parte de ti —repuso el anciano—. Y es la mejor parte.
Lentamente, Nathan se volvió a mirar a la imagen del hombre de la chaqueta de mezclilla.
—Me alegro de veras de que esté usted aquí.
—¿Y eso por qué?
—Porque en este viaje, hasta ahora, es usted el único que me ha dicho la verdad.
El anciano sonrió.
Un fuerte estruendo resonó por toda la zona de atraque, y los indicadores de lectura, situados a ambos lados de la escotilla de acceso, brillaron con una luminosa luz verde en la penumbra de la iluminación auxiliar que había a bordo del seaQuest. Se oyó un breve silbido de aire saliendo a presión antes de que la escotilla se abriera, oscilando, y por ella penetró el agua en una sólida columna que se estrelló en forma de blanca espuma contra el equipo de emergencia que esperaba abajo.
Era mucha agua, demasiada. Aplastada contra el mamparo más distante y alejada del equipo médico, Kristin Westphalen miraba angustiada hacia arriba. Sabía muy bien que un exceso de flujo era hasta cierto punto normal después de haberse establecido un fuerte cierre hermético, pero no algo como aquello. El agua tenía que venir de alguna parte y el único lugar de procedencia posible era el interior del TeamCraft que acababa de atracar. Dos miembros del equipo médico subieron tambaleantes por la escalerilla y volvieron a bajar transportando a un hombre ataviado con el mono beis del equipo científico.
Westphalen los observó con atención, reconoció al hombre y echó a correr hacia ellos. De todas las personas que formaban parte de los equipos de investigación y de rescate, o de reparaciones y mantenimiento, o de cualquier otra cosa que se hubiera estado haciendo allí fuera, Tim Conway era al que menos se esperaba. Ya era un individuo bastante débil en el laboratorio, su ambiente natural, pero allí, abrumado por todo el brutal volumen de la maquinaria pesada, parecía que fuese a hacerse añicos de tan frágil como se le veía. Estaba empapado y apenas consciente, y la cabeza le colgaba floja hacia atrás sobre los hombros cuando el personal del equipo médico le tendió suavemente en una camilla y comenzó los procedimientos de estabilización.
Por encima de ellos, otra figura vestida con un mono salió poco a poco del inundado TeamCraft y se introdujo en la relativa seguridad del seaQuest. En esta ocasión el mono era negro, y dentro del mismo se encontraba la teniente Hitchcock. Tenía casi tan mal aspecto como Conway y estaba igual de mojada e igual de temblorosa, pero por lo menos era capaz de moverse por sus propios medios. Se detuvo para asegurarse de que su compañero se encontraba en el mejor estado posible y comenzó a bajar por la escalerilla muy lentamente, de peldaño en peldaño.
Bridger entró casi corriendo, se detuvo apresuradamente para evitar la colisión y examinó la zona de atraque. En seguida se dio cuenta de que a él también le estaban inspeccionando, y con muchísima atención; todos los presentes le miraban fijamente, a él y a lo que llevaba puesto: su uniforme; el uniforme.
Frunció el entrecejo. Esperaba no tener más cortes en la cara por el afeitado que los dos que ya se había curado con tiritas. Aquélla era la segunda vez que se afeitaba desde que salió de la isla y se daba cuenta de que había perdido la costumbre. Le parecía que tenía desnuda la barbilla, y él mismo se sentía desnudo, a pesar de que el mono negro de militar le tapaba mucho más que lo que llevaba antes.
—¿Qué ocurre? —preguntó acercándose a Hitchcock, que se estaba tomando un café caliente como si fuera a haber escasez de víveres—. ¿No han visto nunca antes un uniforme? —Ella le miró como si, en efecto, nunca hubiera visto ninguno—. ¿Qué ha sucedido? —le preguntó a la teniente.
No era una pregunta tan inútil como parecía. Una inundación, desde luego; eso ya lo veía. Aunque para entonces el agua se había retirado en su mayor parte, los residuos de las salpicaduras que quedaban en la plataforma eran enormes, demasiado grandes para la poca capacidad del collar de atraque de un TeamCraft. La verdadera pregunta no era tanto qué, sino cómo.
Hitchcock sacudió la cabeza.
—Nuestros cierres de presión de popa se quemaron —explicó—. Empezamos a hacer agua en seguida y tuve que poner un parche provisional. —Dirigió una triste sonrisa a Bridger, porque aquello resultaba bastante evidente, y echó una breve mirada más allá de la doctora Westphalen, a la flaca figura vestida de beis que se encontraba en la camilla. Los médicos le habían puesto una máscara de oxígeno sobre la cara, pero el pecho subía y bajaba regularmente y los indicadores mostraban que la velocidad del corazón entraba dentro de los límites de la normalidad, aunque un poco rápida—. Nos encontrábamos en un punto crucial del procedimiento de parcheado y Conway no quería dejarlo hasta que hubiéramos terminado. —Sacudió la cabeza—. No puedo sino sentir admiración por ese muchacho. Yo me daba cuenta de que estaba muerto de miedo, pero aguantó.
La voz de Westphalen mostró la misma admiración, aunque ella fuera reacia a que se le notase:
—Y usted también aguantó.
Hitchcock la miró, luego los miró a los dos, se encogió de hombros, bebió un poco de café y dijo:
—Tenemos que salvar a esos pececitos…
Nathan tomó nota: por muy desenfadadamente que hubiese dejado caer la frase, lo decía en serio. Aquél podía ser el primer paso para conseguir que las dos mitades de su…, ¡no, maldita sea!, de aquella tripulación trabajasen juntas. Sólo esperaba que no hiciera falta que para ello hubiese más accidentes casi fatales. ¿Cómo era el dicho? Una vez es accidente, dos veces es coincidencia y tres veces es acción enemiga. Pues muy bien. Ellos ya habían tenido el accidente, y la acción enemiga estaba por ahí, en alguna parte, torpedeando hasta hacer pedazos a víctimas indefensas mientras el seaQuest se mantenía quieto, impotente y desarmado. De manera que ¿dónde estaba la coincidencia…?
—¿Qué tal está el casco? —preguntó Nathan.
Hitchcock lanzó el vaso de papel del café lejos de ella.
—No tiene fugas, pero el arreglo es sólo provisional. No podremos arreglarlo bien hasta que volvamos a Pearl.
Nathan asintió con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo más va a tener que estar ahí fuera mi gente?
Hitchcock le miró con asombro.
—¿Su gente?
Nathan le lanzó una mirada furibunda, pues no disponía de tiempo para esas cosas.
—¿Teniente…?
—Dos horas, señor —respondió Hitchcock.
Bridger miró a su alrededor, a los médicos, que andaban muy atareados, y más allá de donde estaban éstos, más allá del casco del seaQuest, hacia donde el canalla del Delta estaría haciendo… ¿qué?
—No voy a permitir que nadie más muera, sea donde sea, si puedo impedirlo. —Se volvió otra vez hacia Hitchcock y la expresión de su rostro era la de quien se ha quedado sin excusas, para sí o para los demás—. Tienen ustedes tan sólo una hora. Luego, llamaremos a bordo a todo el mundo y saldremos tras ese submarino rebelde.
Se volvió al oír ruido de pasos. Era Lucas quien había entrado.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Nathan.
—Todavía estoy intentando llegar hasta el virus. Está muy, pero que muy protegido, pero he conseguido descubrir el momento en que entró.
—¿Y?
—Basándome en la acumulación de datos que hay por encima de él, yo diría que lo metieron hace trece meses.
Nathan se quedó pensando durante un momento; luego, movió afirmativamente la cabeza y se dirigió a la salida. A sus espaldas oyó que Lucas le decía a Hitchcock en voz baja, no sin un cierto asombro:
—¿No le notas algo diferente?
Nathan sonrió.
A casi mil cuatrocientas toneladas de desplazamiento en inmersión y con cerca de ciento sesenta y cinco metros de longitud, el Delta-IV era uno de los mayores submarinos que se hubiesen construido nunca. Sólo lo superaban los SSBN, del tipo Ohio, pertenecientes a la Marina de los Estados Unidos, y los enormes PLARB Typhoon, que fueron los últimos y más poderosos hijos de la Flota Almirante Chernavin.
Luego, llegó el seaQuest.
El Delta-IV había encontrado por fin la horma de su zapato y eso no le gustó. Aunque sólo era el sonido de sus propios motores, que hacían funcionar el brillante par de hélices de bronce fosforescente, parecía como si el enorme barco gruñera suavemente para sí mismo mientras se deslizaba en la inescrutable oscuridad. Un gran tiburón blanco se apartó a un lado con precaución y se quedó mirando cómo pasaba el submarino, con unos inexpresivos ojos negros y tan grandes como el puño de un hombre, dejándole paso no por miedo, pues el diminuto cerebro contenido en aquella enorme cabeza llena de colmillos no conocía tal emoción, sino por respeto a algo más mortífero que él mismo. El tiburón estaba en lo cierto, pero no acerca del submarino.
Marilyn Stark, sentada ante el pequeño escritorio adosado en su reducido camarote, contemplaba los rostros de una fotografía, sumida en los más profundos pensamientos de otro lugar y otro tiempo muy lejanos. Recordaba el día en que se tomó aquella instantánea y al fotógrafo, que corría de un lado a otro por el puente con aquella cara y arcaica cámara de película en carrete y produciendo un chasquido tras otro mientras colocaba y volvía a colocar a la gente hasta quedar satisfecho. Si en esos momentos Marilyn Stark se hubiera tomado la molestia de reconocer algo tan inútil como la felicidad, habría dicho de aquellos días que fueron felices. Y tenía un barco mejor entonces, su barco, el seaQuest, no una antigualla ex soviética.
El Delta era un arma bastante capaz, pero le faltaban prestaciones. Era como un garrote, mientras que el seaQuest era un estoque. ¿Y qué hicieron las autoridades de la OUT? Arrebataron el estoque de las manos que mejor sabían manejarlo, las de ella, las manos de un guerrero, las últimas de muchas generaciones de guerreros, y le rompieron la hoja y achataron los filos. Y luego volvieron a enviar al mar aquella pobre cosa rota y desafilada y esperaban que funcionase tan bien como antes. Stark sabía que no era así. Había visto la reacción del comandante del seaQuest ante un único torpedo: intentar huir. Si eso era lo mejor que sabía hacer la OUT, hubiera sido mejor aconsejarles que sacaran de su retiro a algún capitán de submarino del Pacífico Norte y le dejasen caer en el sillón del puente. Por lo menos, un hombre así no volvería la espalda ante el primer tiroteo.
Llamaron con los nudillos en el marco de la escotilla abierta que daba a su reducido camarote y Stark arrojó rápidamente la fotografía dentro de un cajón para quitarla de la vista.
—Entre. —Miró a Maxwell mientras cruzaba el umbral. Se movía de la misma manera que alguien que entra en la guarida de un león. Y así era exactamente como debía ser—. ¿Alguna novedad?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El sonar de largo alcance sigue sin detectar nada. No nos persiguen.
Stark soltó una carcajada de mofa.
—Ya lo harán, es su misión. Tengan o no la propulsión al cien por cien, con armas o sin ellas, su obligación es intentar detenernos por todos los medios. Ése es el mandato de la OUT.
Extendió el brazo hacia las estanterías empotradas en la cabecera de la cama, sacó de allí un grueso volumen, le echó un vistazo superfluo y lo arrojó sobre la mesita baja que había al lado de Maxwell. El golpe sonó como un disparo, y Stark vio que el hombre daba un respingo al oírlo. Curvó un labio con desdén. Y pensar que aquel…, aquella cosa era lo mejor de su actual tripulación… Volvió a mirar la fotografía, miró de nuevo todas esas caras alegres, esperanzadas, entusiastas. Maxwell también estaba en ella. Todos estaban allí. Todos ellos…
—Yo podría haber sido su comandante como barco de la paz. Tenía que haber sido un Stark. Eso habría supuesto mi entrada en los libros de historia. La primera comandante del pacificador de la OUT, el seaQuest. Y en cambio soy la primera Stark a la que relevan del mando, la primera Stark deshonrada… —Su mirada se hizo distante, gris y tan inexpresiva como la de un tiburón—. Lo que hice aquel día, lo que intenté hacer aquel día en la Fosa Livingston no fue sólo por mí, sino por todos ustedes, por mi tripulación. Y todos declararon contra mí, contra su comandante. Todos excepto usted, señor Maxwell.
No esperaba respuesta a aquel cumplido, porque no era más que la exposición de un hecho. A pesar de haber conservado su fe, a pesar de ser el mejor hombre a bordo del Delta, Maxwell no se parecía en nada a los mejores que tuvo a bordo del seaQuest. Pero el peor de los hombres honrados, al encontrarse rodeado de traidores y amotinados, tenía que ser el mejor; si no, el mundo no tenía sentido. Había momentos en los que Stark creía que su mundo, así como el futuro que la aguardaba, había dejado de tener sentido para ella hacía mucho tiempo; y había también momentos, como el que estaba viviendo, en que todo volvía a tener sentido, en cuanto el seaQuest reapareciera y le diese a ella la oportunidad de recuperar el mando que le correspondía; o de quitárselo a todos para siempre.
—Comandante —dijo Maxwell, reacio como siempre a interrumpir los momentos soñadores de su superior, que le echó una mirada fugaz y le prestó no más atención de la que se merecía—, no es mi intención poner sus decisiones en tela de juicio, pero la tripulación está… No entienden por qué provocamos este combate.
Stark levantó una mano y Maxwell guardó silencio inmediatamente. La comandante sacudió la cabeza y manifestó:
—Esta «tripulación», como usted la llama, no era más que un puñado de chusma y de mercenarios, con un barco averiado y nadie que lo gobernase hasta que yo subí a bordo.
Maxwell ya sabía aquello; todos lo sabían, y no les gustaba. A Marilyn Stark no le importaba si les gustaba o no, con tal de que cumplieran sus órdenes sin ponerlas en tela de juicio. Y si no lo hacían… Pollack ya se había aprendido la respuesta y, al aprendérsela él, se la enseñó también a los demás.
—Yo los organicé, les di la sensación de ser útiles, ¿y ahora quieren que eche a correr? Bien, pues ¡no lo haré! No mientras el seaQuest siga por ahí. Dígales que satisfaremos su mezquina avaricia y saquearemos todas las colonias que quieran… después, y sólo después, de que hayamos cumplido mi misión; después de que quienquiera que sea el incompetente que la OUT ha puesto al mando de mi barco o bien comunique por radio su rendición, o bien se vaya con él al abismo…