El seaQuest permanecía quieto y silencioso, flotando en el agua oscura por encima de las mortecinas luces de la Central Energética Gedrick. Poco a poco, la central parecía ir desvaneciéndose en la oscuridad, a medida que se iban cerrando o fallaban los sistemas mecánicos y de mantenimiento. En algunos lugares, las zonas pobladas de la central quedaban simplemente abandonadas, aunque los habitantes, con tanto cuidado como si fueran a regresar, apagaban las luces al salir.
Abajo, entre las torres —las pocas que todavía seguían en pie y las que se encontraban dobladas y retorcidas— pasó aceleradamente un extraño y pequeño aparato envuelto en la oscuridad, dejando un diminuto reguero de burbujas tras de sí. Un observador profano hubiera podido pensar que se trataba de algún tipo de calamar, siempre y cuando un calamar pudiera nadar sin mover los tentáculos y siempre y cuando los calamares estuvieran hechos de metal, con raras protuberancias de vidrio y de metal aparentemente pegadas aquí y allá. No era un calamar. Tenía numerosos brazos, pero eran de metal, no de carne; tenía pico, pero estaba hecho de sondas sensoras y no de hueso; tenía cerebro, pero el cerebro estaba en otra parte.
El aparato navegaba en descenso, hacia la central energética, atravesando un paisaje misteriosamente claro; un paisaje del cual parecía haberse eliminado por completo el agua, de manera que todos los detalles físicos se veían con claridad y realismo, casi con demasiado realismo; una visión más propia de cuando se vuela que de cuando se nada.
En el puente del seaQuest, Hitchcock estaba sentada en su puesto, y ella era el cerebro de aquel «cuerpo» distante y quien veía aquella panorámica hiperreal. Llevaba puesto el equipo, que constaba de los auriculares y los guantes de la sonda HyperReality. Eran todavía muy nuevos, pues habían sido instalados la semana anterior, y se trataba de prototipos, a los que no había habido tiempo de perfeccionar ni de taparles los aspectos técnicos desagradables a la vista, como los chips y los conductos. Ambos eran simples estructuras de alambre de acero con un montón de hilos de conexión y cables al descubierto. Hitchcock no necesitaba cubrirse los ojos con el casco; la tecnología de la realidad virtual había avanzado hasta ese punto, por lo menos, en los últimos treinta años de desarrollo, de manera que se habían superado los torpes métodos de proyectar por medio de una pantalla o directamente en la retina, para lograr el procedimiento más elegante del contacto neural directo. Hitchcock tenía un implante de nervio óptico, preparado para tales tareas, bajo la piel de la sien izquierda, por lo que únicamente necesitaba para ese trabajo una placa de contacto de fibra óptica, apretada suavemente sobre el implante y asegurada a una almohadilla de espuma neuroconductora. La fibra estaba conectada al tablero de control y se unía allí a las fibras de los guantes.
Hitchcock permanecía allí sentada y con los ojos abiertos, observando; pero no veía nada de la habitación, sino cosas que se encontraban en otra parte; oía y sentía cosas del exterior.
—Es casi igual que estar allí mismo —comentó en voz baja.
La sonda miraba donde ella miraba, se movía por donde ella se movía. Era más fácil y más seguro que enviar un buzo; sobre todo, a esa profundidad y con esa presión, porque pocos equipos y menos personas aún aguantaban una inmersión tan profunda. Envió la sonda HyperReality, rápida como un rayo, entre los destrozados edificios de la central energética. Echó una ojeada a la izquierda y la sonda echó la ojeada con ella y, luego, miró hacia arriba cuando Hitchcock miró hacia arriba. Por encima se veía una enorme maraña de tuberías grandes y aspecto desagradable. Parpadeó para cambiar de campo visual y captó una visión termográfica en colores de las mismas tuberías, viendo exactamente por dónde pasaba gas caliente, dónde estaba frío y dónde, en el exterior de las propias tuberías, la fricción reciente permanecía aún latente en forma de calor, delatando los puntos de tensión y las fracturas.
Estiró los dedos y consideró cuál sería el mejor camino para continuar la investigación. Siguiendo aquel gesto, la sonda dio una nueva configuración a sus brazos para poder pasar más fácilmente por entre las tuberías.
Hitchcock se mantuvo así un buen rato más; el simple movimiento de un músculo, cualquier ligero movimiento servía para guiar a la sonda a través de la destrozada selva de tuberías y conductos. Y, de súbito, vio lo que en cierto modo estaba esperando encontrar allí, lo que había estado temiéndose.
—Oh, oh… —murmuró, y añadió en tono más alto—: Sí, hay algo ahí… Creo que será mejor que le eche usted un vistazo.
Nathan estaba junto a Ford, viéndole trabajar en su puesto, y los dos se acercaron a Hitchcock y miraron atentamente a la pantalla. Ford miró a Nathan, muy preocupado, y dijo:
—La sala de oficiales. Vamos a reunir allí a todos los que podamos.
La sala de oficiales se convirtió en un lugar donde sólo se podía estar de pie. Los representantes de los militares y los de los científicos, siguiendo un impulso inconsciente, supuso Nathan, se habían situado ante la mesa en bandos separados. Nathan se sentó con Ford a un lado y Kristin Westphalen al otro, con aspecto grave y solemne. Toda la atención de la científica estaba dedicada a la pantalla que había en el centro de la mesa, la cual mostraba la visión termográfica que de la torre de perforación de la central energética ofrecía la sonda HyperReality. Casi todos los colores que se veían eran azules y verdes fríos, excepto una emanación de calor rojo anaranjado que procedía de la base de la torre.
Westphalen, que parecía estar verdaderamente preocupada, habló:
—Como pueden ustedes comprobar, por los datos que la teniente Hitchcock ha recibido de la sonda, la central energética está construida sobre un cráter volcánico del fondo del océano.
—¿Por qué? —preguntó Ford.
—Para obtener energía —explicó Nathan—. Se utiliza para mover las turbinas con el calor retenido que procede de las fugas controladas.
—Se trata de un proceso muy corriente —completó la explicación Westphalen—. Pero, según los datos enviados por la sonda, el casquete que cubre la grieta en la base de la central está a punto de resquebrajarse por completo.
Señaló la reveladora nube de color rojo anaranjado que se iba formando en la base de la torre de perforación, y los científicos presentes se movieron inquietos. Hubo murmullos e intercambio de miradas preocupadas. Nathan puso ojos de asombro.
—¿Qué sucede si se rompe? —preguntó Hitchcock.
Westphalen meneó lentamente la cabeza a un lado y a otro.
—Una pesadilla. Si se resquebraja por completo, los gases venenosos que se extraen, y que normalmente se aíslan para destruirlos, se derramarán por el fondo del océano.
—¿Qué radio alcanzarían? —preguntó Ford.
La científica volvió a menear la cabeza, preocupada por la enormidad de lo que los datos le indicaban.
—Con las corrientes termales que hay en esta zona… probablemente varios cientos de kilómetros.
Los componentes del equipo científico empezaron a hablar todos a la vez, enojados, disgustados y preocupados sucesivamente. Westphalen alzó la voz lo suficiente para que se la oyera por encima del alboroto:
—¡Toda la vida biológica submarina, tanto vegetal como animal, se asfixiaría, por culpa de esta basura originada por el ser humano, y moriría! —Miró al personal de la Marina, situado al otro lado de la mesa, con una expresión de súplica en el rostro—. ¡Nos encontraríamos por primera vez con algo equivalente a un árido desierto en las profundidades del océano!
El ruido entre los miembros del equipo científico se hizo más fuerte. Irritado, Nathan observó que casi todos los componentes del bando militar se miraban unos a otros con expresiones que iban desde la vacía indiferencia al fastidio porque se organizase semejante alboroto por tan poca cosa. Le habló a Westphalen por encima de la algarabía, pero ella no podía oírle e hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso una mano abierta detrás de la oreja. Nathan alzó la voz, imitando el grito que tantas veces en su juventud había oído copiar a sus propios oficiales.
—¿Tiene arreglo?
Aturdidos por el diáfano e inesperado volumen de la voz de Bridger, todos se callaron. Westphalen le miró con algo parecido al asombro, y Nathan se dio cuenta con cierta sorpresa de que la mujer no se esperaba que él estuviera de su parte.
—Sí —contestó ella—. Siempre que contemos con el equipo apropiado.
Ford frunció un poco el ceño.
—Se refiere usted al equipo militar, claro. —Bridger meneó la cabeza con cierto asco. «¿Cómo puedo hacer entender a esta gente que, si el modelo no funciona en este nivel, no funcionará en ningún otro?»—. ¡Me da lo mismo de dónde venga la cosa!
Observó con atención a Ford. Casi eran visibles los cambios de opinión en la voluntad de aquel hombre, que se esforzaba por tomar la decisión correcta. Sus hombres le miraban fijamente, esperando que se inclinara en la dirección que para ellos era la más indicada, la suya propia; y no parecía posible que, hubiese sido o no el segundo comandante más joven, e independientemente de la poca experiencia que pudiese tener, Ford no sintiera sobre sí el peso de esa presión y se viera impulsado a decidirse por aquella opción, que, de todos modos, era la que él mismo deseaba, por supuesto.
—Comprendo la preocupación de la doctora Westphalen, pero… —«¡Vaya, hombre, va a oponerse todo lo que pueda!», pensó Nathan, que estuvo a punto de poner los ojos en blanco al oír el excesivo énfasis puesto en la palabra «doctora»—. Pero este barco está funcionando en circunstancias muy inusuales y peligrosas —continuó diciendo Ford—. No sé si haríamos bien en desviar nuestros esfuerzos de la perentoria necesidad de encontrar la causa del fallo en los sistemas de armamento y propulsión, para así poder salir en persecución de ese submarino rebelde que anda por ahí armado.
—Comandante —replicó Nathan—, en los días que pasé conviviendo con mis camaradas militares, yo hubiese adoptado la misma postura que está usted adoptando ahora. Sin embargo… —agregó, levantando la mano para adelantarse a la mirada de satisfacción que empezó a circular entre los marinos—, si comprendo bien este asunto del mandato de la OUT, opino que no deberíamos marcharnos y darle la espalda a un posible desastre ecológico, de gran importancia, si es que podemos hacer algo al respecto. —El personal científico parpadeó al oír aquello—. Ya sé que yo estoy aquí nada más que dando un paseo —prosiguió en un tono de absoluta inocencia—, pero sólo unos cuantos buzos pueden trabajar a un mismo tiempo en nuestro casco, de manera que —añadió, y miró de reojo a Ford con toda intención— recomiendo, encarecidamente, que intentemos reparar esa fuga de gases.
Ford permaneció un rato en silencio, mirándose las manos. Parecía destrozado, y Bridger se limitó a esperar, pues no necesitaba decir nada más. Tal vez aquel hombre fuese joven y relativamente inexperto todavía, pero estaba claro que sabía cuándo algo era conveniente. Finalmente, el oficial levantó la mirada y asintió.
—Muy bien, capitán Bridger. Arreglaremos esa fuga.
Algunos de los militares mostraron su exasperación con un resoplido amortiguado.
—Pueden retirarse —les dijo Ford, y tanto los militares como los científicos empezaron a salir.
Nathan miró a Westphalen cuando ella se levantó. Se veía claramente que estaba muy complacida, pero sus normas de conducta no le permitían demostrar hasta qué punto y, además, no iba a hacerlo delante de aquellos tipos de la Marina, y quizá ni siquiera ante su propia gente.
Se acercó a ella.
—¿Puedo invitarla a un café?
Ella le miró burlonamente y asintió con la cabeza.
Se sentaron en la sala de descanso de los oficiales, con sendas tazas de café, y se tomaron un breve tiempo en el ceremonial del azúcar y la crema. Había un monitor cerca de ellos, y Nathan lo conectó y echó un vistazo a la zona de atraque. Bajo el pálido resplandor de la iluminación auxiliar, el lugar se estaba convirtiendo en el escenario de una refriega. A un lado, el oficial de control de la zona permanecía en su puesto, vigilando en sus pantallas el despliegue de los distintos equipos. Debajo de él, avanzaba hacia el puerto de atraque un grupo de miembros del equipo científico con sus instrumentos —varios monitores, analizadores químicos y cosas así—, mezclados incómodamente con un grupo de militares que llevaban sus propios utensilios. Ambos equipos esperaban para subir por las escaleras al TeamCraft que los esperaba, pero sin relacionarse ni hablar unos con otros; nada de bromas amistosas. Antes al contrario, lo que había era una profusión de miradas furibundas.
Visibles en las pantallas del puesto del oficial de control, varios TeamCrafts, cada uno con su tripulación de dos miembros, se dirigían ya hacia la humeante base de la torre de perforación de la central energética. Uno de ellos desapareció entre el humo, bajo la vigilancia del oficial de control. Otros se hallaban aún a punto de despegar de la parte esférica del seaQuest.
Westphalen estaba mirando por encima del hombro de Nathan cuando éste cambió de imágenes para mostrar lo que uno de los TeamCraft estaba viendo: los remolinos de vapor tóxico procedentes de la base de la central energética. La científica soltó un suspiro, miró a Bridger y dijo:
—Gracias por lo que ha hecho usted hace un rato.
Nathan se encogió de hombros, al tiempo que apartaba la vista del monitor y se volvía hacia ella.
—Era de sentido común.
La mujer le miró con curiosidad.
—Perdone que se lo diga, pero no me parece usted el típico militar.
Nathan se sintió intrigado.
—¿De veras? ¿Qué le parezco exactamente, doctora?
Westphalen pareció azorada.
—Vaya, le he ofendido.
Bridger se echó a reír suavemente.
—Al contrario. Me he pasado la mayor parte de mi carrera intentando no convertirme en parte de la maquinaria.
—Entonces, ¿se considera usted un radical?
Nathan levantó las cejas.
—Nunca he pensado en ello ni en un sentido ni en otro. Hace mucho tiempo que tomé la decisión de que no iba a mostrarme conforme por caerle bien a nadie. —Pensó en Carol, entonces, recordando que ella le tomaba el pelo llamándole «alborotador»—. Mi esposa siempre me decía que era un rematado testarudo.
Westphalen titubeó un momento.
—¿No vería ella quizás un indicio de flexibilidad?
Nathan sonrió ligeramente y volvió a remover el café.
—Es posible que un indicio, sí.
—¿Cuánto tiempo estuvieron casados?
—Veintisiete años. Murió hace diez meses.
—Lo siento.
A pesar de que se estaba esforzando por bloquear el resurgimiento de los recuerdos que inevitablemente acompañaban a la palabra «murió», Nathan pudo distinguir por el tono que la pregunta de Westphalen no había obedecido a una mera curiosidad ociosa.
—¿Y usted? —le preguntó él—. ¿Hay un señor Westphalen?
—Varios, me temo.
Bridger volvió a levantar las cejas.
—Interesante.
Pero ella movió negativamente la cabeza.
—No mucho. Ni siquiera sé decirle qué fue lo que falló en concreto. Supongo que al final simplemente se mostraron… débiles. La fuerza puede resultar un rasgo debilitador para algunos hombres. —Dejó escapar un suspiro—. Sólo saqué una cosa positiva de ellos.
—¿La pensión alimenticia? —le preguntó inocentemente Nathan.
Ella le dirigió una mirada que no era ni con mucho de tanta irritación como hubiera cabido esperar.
—Mi hija, Susan. Acaba de licenciarse en biofísica. Espero conseguir que se una a mi equipo de investigación… ¿Tiene usted hijos?
Aquel otro conjunto de recuerdos empezó a acudir a su mente y Nathan se esforzó por rechazarlos.
—Tuvimos un hijo —respondió—. Se perdió en el mar hace seis años.
Westphalen le miró, evidentemente incapaz de hallar palabras oportunas que decir; así que dio marcha atrás y volvió a un tema más frío:
—¿Quería usted hablarme de algo?
Nathan se alegró también de poder echar marcha atrás.
—Pues… sí. Necesito un experto en tecnología.
—¿Un qué?
—No creo que lo que le está sucediendo a este barco sea sólo por casualidad. Necesito a alguien que pueda investigar los sistemas y averiguar qué está pasando.
—¿Qué me dice de la teniente Hitchcock?
—No me sirve —le contestó Nathan—. Ella forma parte de la maquinaria de los ordenadores. Y además está muy ocupada supervisando al equipo de reparaciones. Necesito a alguien capaz de llegar hasta las entrañas y ponerse a escarbar allí. Esperaba que usted tuviera alguien en su equipo.
—Yo… —Westphalen parecía indecisa, y Nathan empezó a preocuparse. Luego, ella parpadeó—. Espere. Hay una persona que quizá nos pueda ser útil.
—¿Quién? —le preguntó Nathan, al tiempo que se levantaba—. Vamos a verle.
Doblaron la esquina de la entrada a los camarotes, donde la luz jugueteaba en una pared. Nathan miró a la pared, abrió la boca y volvió a cerrarla. Alguien estaba proyectando en ella sombras gigantes de conejitos.
Westphalen y él asomaron la cabeza por la esquina siguiente, que era la entrada a la habitación. La iluminación auxiliar carecía de la suficiente fuerza para proporcionar el efecto que estaban viendo; se trataba de una lámpara a pilas que estaba colocada erguida junto a la cama del camarote. Encima de la cama, con las manos levantadas delante de la luz, había un chico tumbado, formando las sombras con las manos. Era Lucas.
Levantó rápidamente la mirada, sorprendido, y con un solo movimiento de las manos convirtió el conejito en la cabeza de un perro y, moviendo acompasadamente las mandíbulas del perro, dijo:
—¡Guau, Lucas! ¡Mira quién ha venido a visitarnos hoy! ¡Es el asombroso Bonko y su bella ayudante Doris!
Nathan miró a Westphalen, con las cejas tan levantadas que probablemente parecía que iban a emigrar al cuero cabelludo.
—¿Hablaba usted en serio? —le preguntó a Westphalen.
Ella asintió con la cabeza y contestó:
—Hay ciertas cosas que merecen la pena tener que soportarlas.
—Lo creeré cuando lo vea —comentó Nathan.
Al cabo de unos minutos, sin embargo, la lámpara había vuelto a su posición para hacer aquello para lo que estaba pensada: iluminar el lugar de trabajo de Lucas. Nathan se percató de que, muy a su pesar, se sentía impresionado. La mesa de trabajo estaba llena de toda clase de componentes de ordenador que pudiera imaginarse: teclados, memorias informáticas, cables por todas partes, puertos serie y paralelo, CD-ROM y bloques de ROM, y otros componentes que no pudo identificar. Todo ello estaba entremezclado con el acostumbrado desorden que cabe esperar en la habitación de cualquier quinceañero: calcetines emparejados y desemparejados de tres en tres, calzoncillos (había unos a modo de gorro sobre la cabeza de un osito de trapo), ropa en diferente estado de uso y limpieza colgada por todas partes, en ocasiones a modo de esterilla aislante o como protección para impedir que una pieza de material electrónico sujeta con cables rozase con otra, y, en otros lugares, sencillamente tirada por el suelo porque su dueño no tenía tiempo para recogerla.
Lucas estaba encorvado sobre su puesto de trabajo, tecleando, no tanto al estilo de un pianista clásico como al de un batería de jazz, pues lo realizaba todo a base de juego de muñecas, yendo de los tambores a los platillos y a las escobillas y a los cencerros y otra vez a los tambores; alargaba la mano de vez en cuando hacia otro teclado cercano y pulsaba una tecla de control aquí, tecleaba una secuencia allá, recuperaba una macroinstrucción de otra parte. Todo aquello habría parecido muy impresionante de no haber llevado puesta Lucas todo el tiempo una gorra de béisbol con el morro de un delfín en la parte delantera y la cola sobresaliendo por detrás. Murmuraba para sí mismo, pero lo que decía estaba tan entremezclado de terminología informática y de otras jergas que Nathan se veía tan incapaz de traducir que, finalmente, comprendió que de nada servía seguir allí intentando entender lo que ocurría. «Deja que el chico siga su curso», pensó, y se apartó de Lucas, que estaba enfrascado en la tarea de abrirse camino a través de los sistemas del barco.
Se acercó a los estantes de libros. Había muchos, sujetos a las paredes. Algunos realmente contenían libros, pero eran, desde luego, los menos. La mayoría estaban atestados de… cosas. Había, por ejemplo, uno de esos pequeños reproductores de discos láser, que Nathan recordaba de su juventud, de aquellos que resultaba tan divertido escuchar en los aviones hasta que descubrieron que producían interferencias en la electrónica de a bordo; e incluso un reproductor de casetes aún más antiguo, aunque, tras pensarlo un momento, Nathan no logró imaginar qué tenía de extraordinario una grabadora que no podía grabar. Y hablando de grabaciones… Nathan alargó el brazo y cogió lo que debía de ser un disco de ordenador, uno de aquellos antiguos, grandes y frágiles disquetes flexibles, que dejaban una buena parte expuesta al polvo o a cualquier dedo grasiento que anduviera por los alrededores. Más cosas: una gorra con una gran X, y algún tipo de ave de rapiña con relleno, de la época de los saurios.
—¿Qué es todo esto? —murmuró.
Lucas se levantó y, con mucho cuidado, le quitó de las manos el disquete flexible y lo volvió a dejar apoyado en el estante, de canto.
—Mi colección —respondió, en un tono de voz asombrosamente protector de pronto—. Son antigüedades. Todo lo que hay ahí es de los años noventa.
Nathan miró la extraña aglomeración de cosas y pensó: «Antigüedades. Yo tuve algunas de estas cosas y me parecían una auténtica maravilla. Ahora son antigüedades. Entonces, ¿qué soy yo?»
—¿Por qué de los noventa? —se interesó Westphalen.
Lucas se encogió de hombros.
—Porque es todo tan…, tan anticuado y tan raro…
Anticuado y raro. Muy bien. Nathan no sabía si, al fin y al cabo, no prefería ser una antigüedad. Por lo menos en esa palabra había cierto grado de dignidad. Cogió otra gorra de béisbol, ésta con manchas marrones que sugerían que alguien había estado jugueteando con un helado. Un letrero en la parte delantera rezaba: «Universal Tours.» Nathan sacudió la cabeza y volvió a dejarla en su sitio.
Lucas seguía trabajando afanosamente. Se detuvo un momento y esperó, mirando a la pantalla. De repente se puso tenso.
—¡Ya lo tengo! —chilló.
Bridger miró a la pantalla y se preguntó qué sería exactamente lo que habría encontrado, como no fuera uno de los más recónditos canales de entretenimiento. El monitor mostraba una misteriosa mezcla de colores, figuras geométricas y datos que se desplazaban detrás de unas cosas que hubieran podido formar parte de un organigrama; sólo que los esquemas de organigramas, al menos que Nathan supiera, nunca se habían presentado en unas formas como aquéllas. No le encontraba ni pies ni cabeza y se alegró de que Lucas sí le viera sentido.
El muchacho apretó unas teclas e hizo aparecer otros conjuntos de datos en la pantalla, nuevos organigramas y diagramas, más texto desplazándose.
—Tenía usted razón —se dirigió a Nathan por encima del hombro. Se recostó en la silla, separándose de la pantalla, e hizo unos gestos con la mano hacia ella. Cualquier sentido que el chico le encontrase a aquellos gráficos se le escapaba a Nathan, pero no estaba dispuesto a confesarlo y se limitó a levantar las cejas un poco y a esperar una explicación. Tal como suponía, ésta no se hizo esperar, aunque, como suelen ser las explicaciones de los expertos en informática, fue un poco breve. Y nada alentadora—. Ahí está el origen de su problema. El ordenador central se está muriendo.
—¿Muriendo?
Lucas hizo girar su silla lentamente.
—La memoria del ordenador principal tiene un virus. Eso es lo que está royendo los sistemas…
—Si está en la memoria —le preguntó Westphalen—, ¿por qué no está afectando a todo el barco?
—Oh, ya lo hará —repuso Lucas—. Lo que pasa es que ha empezado por las armas y la propulsión.
—Pero ¿por qué el diagnóstico del sistema no lo ha captado en las inspecciones periódicas?
Fue Nathan el que respondió:
—No. Cuando el armamento y la propulsión se vienen abajo, el sistema sólo hace funcionar un programa de diagnóstico de ejecución rápida; de manera que o bien el problema se encuentra y se soluciona rápidamente, o de todos modos no hay nada que hacer. A no ser que ¿pudiera solucionar eso también…?
—Yo tengo algunas partes ordenadas —dijo en seguida Lucas, impertérrito.
Nathan le dirigió una mirada completamente pasada de moda, como le correspondía a una antigüedad, y vio cómo rebotaba en el cascarón que de descarada seguridad en sí mismo tenía el muchacho.
Westphalen se incorporó después de haber estado observando la pantalla. Era evidente que lo que veía allí le decía a ella mucho más de lo que le decía a Bridger, porque la científica tenía el aspecto de alguien a quien no le gustaba lo que estaba viendo.
—Sigo sin comprender cómo ha podido pasar inadvertido —comentó.
Lucas asintió con la cabeza e hizo aparecer otra exposición de datos en la pantalla.
—Aquí la complicación ha sido que este cabrón está enterrado tan profundamente que ninguna ejecución rápida podría detectarlo. —Parecía impresionado de verdad—. Lo han calculado con mucha precisión. Quiero decir que quienquiera que lo haya metido ahí sabía realmente lo que se hacía.
—O sea que no es orgánico —concluyó Nathan.
—Ni hablar. Es demasiado específico.
Nathan se inclinó por encima del hombro del muchacho y contempló aquella pantalla llena de datos incomprensibles, pensando: «Ya sabía yo que algo andaba mal. Ha pasado mucho tiempo desde la época en que la única forma de sabotaje era echar un zueco dentro de los motores… ¿Quién dejaría entre nosotros semejante mina a propósito, algo planeado para hacer fallar nuestros sistemas, y tal vez para matarnos, en el momento más oportuno?» Desechó la idea.
—¿Puedes decirme cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó.
Lucas puso cara de presumido, o, por decirlo mejor, de más presumido que de costumbre.
—No hay problema —aseguró—. Si consigo quitar las capas de datos que hay entre él y yo…
Y se puso a machacar otra vez los teclados.
Nathan sonrió. Quizás hubiera algún motivo para la arrogancia de la juventud. De todos modos, si el muchacho obtenía resultados…, ¿qué más daba?
—Es un poco delicado —añadió Lucas sin dejar de trabajar, en un tono de voz que indicaba que estaba muy complacido consigo mismo por tener ocasión de dar lecciones a sus mayores—. No suelen poner etiquetas con la fecha en estas cosas. No es un archivo, sino el fragmento de un código; y aunque tuviera fecha podrían haberla borrado o destruido o podrían haberla programado para que mintiera… No, hay que analizar estas cosas por estructuras. A juzgar por las capas de datos acumuladas entre los niveles superiores de procesamiento y el virus, podría llevar ahí dentro escondido quizás un año; latente…, esperando sólo a que alguien empezase a usar esos sistemas. Y a que los usara en acción, no en ejercicios de adiestramiento.
—Sistemas que sólo se usarían cuando el barco entrase en combate —murmuró Bridger.
De repente…
—¡Jo! —gritó Lucas, al tiempo que quitaba las manos de las teclas, como si se hubiera quemado, y echaba la silla para atrás, lejos del grupo de teclados.
Westphalen se quedó mirándole.
—¿Qué?
—¿Qué pasa? —se unió Nathan, que medio se esperaba ver humo o chispas o algo evidente que hubiese provocado una reacción así.
—Tiene perros —les informó Lucas, frunciendo el entrecejo y mirando a la pantalla. Nathan sacudió la cabeza, preguntándose por un instante si aquel pequeño perro de lanas podría haberse metido de alguna manera en la memoria del ordenador—. Perros guardianes —añadió con exagerada claridad, como si estuviera explicándoselo a niños de tres años—. Son subprogramas instalados para proteger el virus. Si me meto en alguno de ellos, el barco entero podría estallar y arder. El mantenimiento de vida…, todo. —Vio la expresión de los otros dos, que parecían tan conmocionados como él mismo—. ¿Habéis oído el viejo dicho «Dejad tranquilos a los perros que duermen…»?
Sacudió negativamente la cabeza, cruzó los brazos y miró enfadado a la pantalla.
Bridger permaneció quieto, intentando digerir aquello. La furia empezaba a invadirle, una furia contra quien fuera que con tanto éxito había sido capaz de convertir el arma que tenía en la mano, el barco que él había diseñado, en un trasto inútil, un montón de chatarra, un verdadero problema. Pero no estaba dispuesto a permitir que aquello le detuviese. Era posible que existiese algo en aquella ecuación con lo que quienquiera que hubiese cometido el sabotaje no hubiera contado. Y él lo encontraría. Y sabría emplearlo.
Y haría que lo lamentase.
—Capitán al puente —se oyó en un altavoz cercano—, capitán al puente…
—Creo que es para usted —le dijo Lucas.
Nathan asintió, dirigiéndose ya a la puerta.
—Haz lo que puedas —le indicó a Lucas y, luego, cuando ya estaba a punto de salir, se detuvo y miró hacia atrás—. Eh, muchacho… —Lucas le miró a su vez, con las cejas levantadas—. ¡Buen trabajo!
Y salió; pero no sin antes ver con cierta satisfacción la sombra de una sonrisa que empezaba a formarse en el rostro de Lucas.
Abandonó el camarote de Lucas y empezó a caminar de regreso al puente, reprimiendo la ira hasta un punto donde no pudiera gobernarle, sino que simplemente fuera una herramienta útil, algo que pudiera aprovechar para mantenerse activo.
Su humor no mejoró, pues eso no tenía ya remedio. Sentía ganas de encontrar al saboteador o saboteadores y retorcerles el cuello hasta que le dolieran las manos.
Mientras tanto, regresó al lugar donde existían más probabilidades de que pudiese ser útil. Ford le salió al encuentro cuando entraba.
—Estamos captando una transmisión de vídeo por satélite —le informó—. Una llamada de socorro…
—¿Desde dónde?
—Desde un pequeño puesto fronterizo agrícola.
—Ahora tengo una señal parcial —indicó O’Neill desde su sitio.
Nathan se volvió hacia él.
—Póngalo en la pantalla principal.
La pantalla cobró vida y mostró una señal de televisión muy débil, con interferencias a causa de la profundidad, y muy distorsionada. Se perdía continuamente. Lo único que podía distinguirse con algo de certeza era la vaga silueta de un hombre, que se doblaba a causa de la distorsión y luego se enderezaba por sí sola. Se trataba de alguien que emitía sin amplificador de señal desde algún distante lugar submarino.
El sonido sí era lo suficientemente claro, pues el sonido era siempre lo primero que se recibía y lo que más tarde se perdía en cualquier tipo de transmisor. Y se oía mucha agitación, un gran alboroto a espaldas del hombre, que no paraba de volverse a un lado y a otro, mirando hacia atrás como reacción a los disturbios.
—… aymond Brenner —se oyó débilmente su voz, que fue barrida por una ráfaga de interferencias y, a continuación, volvió con fuerza—: … soy el gobernador territorial… Granja West Ridge… Comunidad…
O’Neill manipulaba los mandos, esforzándose por obtener una señal más clara. La voz llegó de nuevo bruscamente en medio de una lluvia de parásitos:
—… sido atacados sin provocación por una nave rebelde…
Toda la imagen tembló al hacer explosión algo detrás de él, algo que hizo que se tambaleasen el soporte de la cámara y el suelo y las paredes y todo lo demás. El hombre consiguió permanecer en pie, pero por muy poco.
—… por qué hacen esto…? —Otra intensa ráfaga de parásitos interfirió en lo que estaba diciendo— … cualquier barco al que llegue el sonido de mi voz… ¡por favor, ayúdennos!
La imagen brincaba y daba saltos. Se oyó una voz detrás del hombre en un momento de espeluznante claridad, cuando las interferencias desaparecieron por completo:
—¡La cúpula está cediendo!
El gobernador territorial le dio la espalda a la cámara y gritó:
—¡Por favor, que alguien nos ayude! ¡Que alg…!
Y desapareció. Sólo una nieve débil y los centelleos de la realimentación permanecieron en la pantalla. Nada más.
Hasta entonces se habían estado oyendo murmullos en el puente, por la reacción de las personas a lo que estaban oyendo. Pero luego todos se quedaron en silencio. Una mujer de la tripulación le dijo en voz baja al hombre que se encontraba a su lado:
—Habríamos podido ir a ayudarles si no estuviéramos perdiendo el tiempo en remendar ese estúpido cráter para proteger a unos cuantos peces.
Bridger oyó el comentario y supuso que se había hecho expresamente para que lo oyera. En aquel momento, con todos aquellos ojos puestos en él, encontró difícil rebatirlo.
—¿Llamo al equipo de reparaciones y ponemos rumbo hacia allí? —le preguntó Ford a Nathan en voz baja.
—No —fue la rotunda respuesta.
—Pero…
—Tienen ustedes un trabajo que hacer aquí. Cuando hayan acabado de instalar al resto de la gente de la central, entonces nos ocuparemos de ello. —Ford asintió con la cabeza—. Estaré en mi camarote. Le agradecería que me tuviera al corriente de cómo van los trabajos de reparación.
—Sí, señor.
Nathan miró un momento a la oscura pantalla, sostuvo sin parpadear la mirada colectiva de la tripulación del puente y, seguidamente, se irguió y salió.
Cerró la puerta de su camarote y se apoyó en ella un momento. Sólo allí podía permitirse el lujo de sentir todo el peso de lo que había visto en el puente: la angustia, el horror, la impotencia.
La muerte. Hubo un tiempo, hubo muchas ocasiones en que él la miró a la cara sin flaquear. Nunca indiferente, pues, en su opinión, sería un oficial peligroso aquel que se comportase así, alguien a quien no le importara la vida de otras personas. Pero, así y todo, él supo hacerle frente.
Incluso se enfrentó a ella cuando murió Eric. Todavía recordaba el momento en que alzó la vista de su trabajo para encontrarse a Bill Noyce en el umbral de su viejo despacho, con aspecto abatido. Para entonces todo el mundo estaba enterado ya de los problemas que tenían lugar en el Ártico, de las tensiones entre las fuerzas del Pacífico Norte y el Grupo Aleutiano; y, cuando empezó el intercambio de disparos, el rumor corrió entre los oficiales como el rayo, pero llegaban pocos detalles. Nathan no hizo caso de aquellas habladurías ni del alboroto y se concentró en su trabajo. Hasta el momento en que alzó la vista y vio allí parado a Bill no fue realmente consciente de que algo había ocurrido; y no a otra persona, sino a él.
Su hijo, con su risa contagiosa, con el intenso afán por aprender, con la completa certeza de que era invulnerable, había muerto sin motivo. Ni siquiera en un combate de verdad —como si eso hubiera servido de consuelo—, sólo en un sucio enfrentamiento de poca monta entre dos barcos, cuyos comandantes tenían demasiado nervioso el dedo de apretar el gatillo, pero no el suficiente valor para echarse atrás. Incluso entonces Nathan supo afrontar los hechos, pasando por el horror de tener que ir a casa y decírselo a Carol, por el espanto de identificar el cadáver, por el desolador funeral que tenía que llevarse con dignidad, pensando en todos los otros que sufrían tanto como Nathan por Eric.
Recordó las noches en que se abrazaba a Carol y se echaba a llorar, lo mismo en la época en que seguía intentando hallar el modo de encajar aquello tan terrible que les había sucedido que después de haber tomado la decisión de qué hacer al respecto, después de haber presentado la dimisión en la Marina y de que Carol y él se trasladaran, lejos de las guerras y de los rumores de guerras, a la tranquilidad de aquella isla desierta frente a las costas de Yucatán. Y fue solamente Carol, lo comprendió después, quien hizo posible que él fuera capaz de pasar por aquel período tan horrible; sólo el silencioso apoyo de ella, sólo su valor.
Porque, una vez que Carol también se fue, se llevó con ella la capacidad de Nathan para enfrentarse a las cosas.
La muerte.
Él había sido un militar, un hombre acostumbrado a la idea de que se podía morir al servicio de algo más importante que uno mismo. Su prolongada familiaridad con aquel concepto, así como el hecho de saber que su hijo también estaba familiarizado con él, fue una de las cosas que le ayudaron a no derrumbarse a pesar del dolor de la pérdida de Eric. Pero muy distinto era morir de algo inútil, de algo que podía venir y llevárselo a uno irracionalmente, a escondidas, de noche; como se había llevado a Carol.
Una tarde pareció como si, sencillamente, ella se hubiera resfriado. Carol le quitó importancia al asunto, se acostó temprano y le dijo a Nathan que al día siguiente se tumbaría al sol para «cocerse hasta los sesos» y que todo se le pasaría. Pero a la mañana siguiente eran otras fuerzas distintas a las del sol las que la estaban cociendo; la fiebre se había apoderado de ella y estaba consumiendo su cuerpo delgado, como si fuera una ramita en una hoguera. La temperatura le había subido hasta casi cuarenta grados cuando Nathan se despertó a su lado y la encontró dando vueltas y gimiendo en pleno delirio. Él no tenía ni idea de qué podía haberle causado tan repentina enfermedad y, presa de un gran temor, hizo lo que había jurado que no volvería a hacer nunca más: encendió la radio y llamó a tierra firme pidiendo ayuda. Luego, intentó bajarle la fiebre a Carol con paquetes de salmuera. Pero era demasiado tarde y, cuando llegó el auxilio dos horas más tarde, ella ya se había ido…
El diagnóstico de que se trataba de una rara enfermedad tropical no hizo más que enfurecerle y afligirle más que la propia muerte de Carol. Le entregó el cuerpo de su esposa al mar y tomó la resolución de no tener que ver nada nunca más con ese mundo que era más rápido en repartir la muerte que en darle una oportunidad a la vida. Le dio la espalda resueltamente a la muerte, decidido, en el mejor de los casos, a luchar contra ella con su investigación y, en el peor, a ignorarla. Sin embargo, se estaba dando cuenta de cuán fútil había sido el intento. Aquellos gritos de impotencia le resonaban en el cerebro, primos hermanos de los gemidos de agonía de Carol y de los gritos de Eric que Nathan había estado oyendo en sus pesadillas durante tanto tiempo, a pesar de no haberlos oído nunca en la vida real. Oír los desesperados gritos de la comunidad agrícola había sido como si Carol y Eric hubieran vuelto a morir otra vez, y las heridas que Nathan absurdamente creía curadas, o por lo menos cerradas, se habían abierto de nuevo, y palpitaban.
Sacudió la cabeza y dejó escapar un largo suspiro; luego, tocó la almohadilla para encender las luces y miró a su alrededor. Su camarote no era tan pequeño como alguno de los que había ocupado antes ni tan grande como otros, pero sí lo bastante cómodo: una cama, un hueco para el despacho, con mesa escritorio y ordenador, y al lado una ventana por la que no se veía en ese momento más que oscuridad, a no ser por los esporádicos resplandores cada vez que pasaba un TeamCraft; en un lateral estaba la puerta que daba al aseo. Sus maletas se encontraban sobre la cama y había un sobre junto a ellas.
Se acercó a la cama, cogió el sobre, que iba dirigido a su nombre, desdobló la nota que había dentro y la leyó.
Tragó saliva y echó una rápida mirada al escritorio, con una ligera crispación.
«Así pues, lo hicieron; por alguna razón. Me niego a tenerle miedo a esto…»
Pero se lo tenía, de un modo irracional.
No obstante, se acercó lentamente al escritorio. Permaneció de pie junto a la mesa un momento y, luego, tiró del teclado para hacerle deslizarse fuera de la mesa y lo miró. Echó una breve ojeada al papel que tenía en la mano, tecleó la contraseña escrita en la nota y esperó con el corazón latiéndole con fuerza.
La luz de la habitación se puso oscura y melancólica.
«Vaya, será el ordenador, o un apagón…», pensó, mientras se giraba.
Acabó de darse la vuelta.
Parpadeó y se quedó mirando fijamente, porque en mitad de la habitación, ahora en penumbra, un remolino de luz estaba empezando a formarse.
Una figura humana comenzó a estructurarse a partir de aquella luz. Al ver la anormal claridad y el brillo de los colores, Nathan comprendió que se estaba formando un holograma, con los detalles afianzándose ya: un hombre algo cargado de espaldas y un poco rechoncho, vestido con una chaqueta de mezclilla y unos pantalones de sarga, y con el pelo canoso. El rostro se resolvió en una imagen tan clara como la de cualquier fotografía; un rostro arrugado, marcado por la experiencia, muy viejo, pero muy astuto y juicioso, y esencialmente bondadoso.
El anciano se quedó allí de pie y le miró.
—¿Profesor Danielson? —dijo Nathan.
—Hola, Nathan… Bienvenido a casa.