Llevó bastante tiempo emerger hasta salir de la sima y tardaron más tiempo aún en navegar por encima de la Central Energética Gedrick, calculando los daños sufridos por ésta y los de la propia nave. La central se había llevado la peor parte. Diseñada con anterioridad a la invención de los torpedos de E-plasma, no disponía de defensas contra ellos como las que tenía el seaQuest, y por eso grandes zonas de la central se encontraban hechas añicos y a oscuras, con las habitualmente brillantes luces de las torres y de los edificios anexos debilitadas o apagadas por completo.
El seaQuest, por su parte, había salido bastante bien librado, a pesar de la inmersión incontrolada. Si lo hubiera hecho con el control debido, con todos los sistemas encendidos y funcionando, no hubiera tenido ningún problema, puesto que, como ya avisó Noyce, había sido sometido a pruebas a mucha mayor profundidad. Pero no en una inmersión pronunciada, provocada por una inundación de emergencia de los tanques principales, y, desde luego, sin los desperfectos producidos por el torpedo en el revestimiento exterior. Durante el tiempo que la nave estuvo flotando por encima de la estación, vigilando mientras se llevaba a cabo la evacuación, las WSKR rondaban por fuera del casco, examinando minuciosamente el lugar donde el torpedo de E-plasma había producido el impacto. Se veía allí una fea cicatriz irregular y de varios metros de longitud, pero se trataba de una cicatriz ya cerrada, curada, pues el casco homeostático de fibra simple, diseñado para reparar sus propias brechas, había hecho su trabajo sellándolo todo, menos el flujo inicial del agua, e impidiendo una implosión catastrófica. También había aislado la transmisión de la carga electrostática, que si hubiera quedado libre habría causado estragos en los sistemas de los ordenadores y de los de mantenimiento de vida de a bordo, matando probablemente a todos los que estaban en su interior con más rapidez que las consecuencias del daño producido en el casco.
Varios transbordadores llevaban ya una hora yendo y viniendo, trasladando a bordo del seaQuest familias enteras de la central y transportando a ésta a personal del seaQuest para que ayudaran a salvar todo aquel material que pudiera salvarse, así como para inutilizar lo que fuera demasiado peligroso o complicado de mover. La zona de atraque parecía un campo de refugiados improvisado y que se encontrase sumido en la penumbra, porque el barco continuaba funcionando con energía auxiliar, de manera que bajo el débil resplandor de la iluminación de emergencia se veía una multitud de hombres, mujeres y niños, mojados todos ellos, asustados y ateridos, a los que la tripulación del seaQuest prestaba auxilio con mantas y medicamentos.
El equipo médico ya había aislado una parte de la zona de atraque para efectuar los reconocimientos; varias personas arropadas con mantas se encontraban allí acurrucadas o tendidas, y los médicos se movían apresuradamente yendo de unos a otros.
Todos los miembros de la tripulación que rodeaban a Nathan eran la viva imagen de la eficiencia, y él se daba cuenta de que se estaba haciendo todo lo que podía hacerse; pero, a pesar de todo, sentía lástima por esa pobre gente de la central energética, cuyas tranquilas vidas se habían visto súbitamente destrozadas por aquellos malvados. ¿Y por qué? La respuesta a esa pregunta seguía escapándosele, y el recuerdo de la despiadada e implacable persecución de que había sido objeto el seaQuest todavía le producía estremecimientos. No acababa de comprenderlo.
Pero el caso era que, mientras tanto, aquellas personas estaban sufriendo algo que para ellos no debía de tener explicación posible. ¿Adónde irían ahora…? ¿Qué harían…? Nathan les oía hacerse esas preguntas unos a otros, a veces incluso llorando, y deseaba tener alguna clase de respuesta.
Le llegó de nuevo el sonido de llanto y, al mirar hacia un lado, vio a una niñita cerca de dos adultos con aspecto de estar perdidos, que supuso que serían sus padres. La niña estaba de pie, sólita, llorando y frotándose con fuerza los ojos con los puños. Vio que el padre bajaba la vista, con las manos y los brazos ocupados por completo en abrazar a su esposa, que lloraba amargamente, y el hombre, no sabiendo qué hacer, enterraba el rostro en el hombro de su esposa, simplemente para no ver nada.
Bridger se acercó a la niña, se agachó delante de ella, le quitó las manitas de la cara y le limpió los ojos, preguntándose qué podría decir para consolar a una persona tan pequeña. Por fin le habló:
—Dime una cosa, ¿has hablado alguna vez con un delfín?
Con los ojos muy abiertos y sorbiendo por la nariz, aunque ya no tan fuerte como un momento antes, ella negó con la cabeza. Nathan la cogió en brazos.
O’Neill no se encontraba lejos, trabajando en uno de los cuadros de distribución de la pared. Se inclinó hacia Nathan y le dijo en voz muy baja:
—Señor…, esto…, me parece que ese proyecto en particular es muy secreto…
—Exacto —contestó Nathan, y se fue con la pequeña hacia la cubierta superior.
Pasó un buen rato antes de que Nathan encontrase tiempo para dirigirse a la sala de máquinas. Ya se había drenado el noventa por ciento del agua que entró violentamente a causa del impacto del torpedo; desde luego, estaba claro que el torpedo había sido dirigido con una gran astucia. Nathan se preguntó cómo era posible que el comandante del Delta hubiera sabido sacarle el mayor partido posible a un solo disparo. Al ver el agua que chorreaba de las paredes y del techo pensó que el efecto producido había sido extremadamente preciso. El equipo de mantenimiento seguía estando muy atareado soldando y tapando con parches el rígido casco interior, los puntales y los mamparos, aspirando el agua del espacio existente entre los dos cascos y añadiendo componentes de «memoria» al casco exterior en los lugares donde había quedado al descubierto, para ayudar así a rejuvenecer el tejido de polímero allí donde el torpedo lo había dañado. Otros se ocupaban en intentar recuperar el material eléctrico, que se había empapado; además de la habitual espuma «secante» higroscópica, alguien había llevado cubos de agua dulce para eliminar la salmuera de la superficie, y los secadores portátiles, alimentados por pilas, llamaban mucho la atención, pues todavía no se había inventado nada mejor para secar los chips mojados y los tableros de sistemas. Los cuadros de distribución de los que el equipo de mantenimiento aún no se había ocupado continuaban echando chispas y chisporroteando, y ese sonido hizo que Nathan se sobresaltara cuando atravesó las puertas herméticas. El comandante Ford se hallaba en uno de los laterales, supervisando la sustitución de una consola de ordenadores, y al levantar la vista y darse cuenta de la presencia de Nathan, volvió a asumir aquel aspecto de turbación que Bridger ya había observado antes en él. Ford, que estaba inclinado sobre uno de los técnicos, se incorporó y se acercó a él.
—¿Qué, cómo aguanta el barco? —le preguntó Nathan.
Ford suspiró.
—La integridad del casco exterior no es muy buena, pero es aceptable. La cobertura flexible del casco exterior se ha sellado sola, tal y como estaba previsto. —Echó un rápido vistazo al personal que trabajaba en la maquinaria a su alrededor—. El equipo técnico que tenemos aquí… hace todo lo que puede. Pero no conseguiremos que los motores funcionen a pleno rendimiento.
—Lo que me está usted diciendo —apuntó Bridger— es que tenemos cuatro ruedas pinchadas y que la de repuesto está defectuosa.
Con cansancio, Ford movió la cabeza asintiendo.
—La teniente Hitchcock informa de que hay otros nueve sistemas deteriorados en distintas partes del barco, principalmente sistemas relacionados con la propulsión y el armamento.
Nathan volvió a decirse que los efectos del torpedo habían sido extremadamente precisos, de modo que, si el barco iba a funcionar de un modo defectuoso…, eso le resultaría muy, pero que muy provechoso a quienquiera que fuese el que estuviera disparándoles…
—¿Cuál es el motivo? —preguntó.
Ford sacudió la cabeza de un lado a otro, con aire avergonzado.
—Lo desconocemos.
Nathan estuvo considerando varias frases que hubieran ido bien para decirlas en voz alta, pero, por si acaso había niños por allí que pudieran oírlos, lo que dijo fue:
—¿A alguien se le ha ocurrido comprobar si a este trasto se le ha pasado la garantía…? —Luego soltó un largo resoplido. De nada serviría recrearse en el lado negativo de la situación—. Tenemos bastante espacio para traer a bordo a todos los supervivientes de la central —añadió mirando a Ford—. Deberíamos estar contentos por eso.
Pero Ford no tenía cara de estar contento en absoluto; su aspecto era el de alguien que tiene una queja mental, o tal vez una queja moral.
—¿Qué es lo que le tiene preocupado, comandante? —le preguntó Nathan.
Ford titubeó un momento y respondió:
—Capitán, con respecto a lo que pasó en el puente… Yo no…, no debería haber…
Nathan sacudió la cabeza.
—No se preocupe. Dudo que esta clase de situación venga en el manual.
—Sí, señor —convino Ford, pero no le cambió la expresión del rostro.
«Hay que afrontarlo, sea lo que sea», pensó Bridger, a pesar de todos sus recelos.
—¿Alguna cosa más, comandante?
Ford miró a su alrededor, a la tripulación que trabajaba frenéticamente, y contestó:
—Él lo sabía, señor.
Sólo había un «él» que a Nathan le viniera a la cabeza en esos instantes. El mismo de siempre. Empezó a considerar si dejarse llevar por el genio serviría de algo en aquel momento. Probablemente no, aunque, desde luego, le habría hecho sentirse mucho mejor.
—Aquí no —dijo—. Vamos.
La zona de estacionamiento de minisubmarinos, con su tanque en forma de luna, se hallaba desierta; además, tenía la virtud de ser lo suficientemente grande como para que uno pudiera pasear cuando estaba furioso. Bridger estaba paseando.
—Debería haberle dicho la verdad desde el principio, con órdenes o sin ellas. Yo también lo sabía —contestó Ford.
—¿Lo del submarino rebelde? —se aseguró Nathan—. Y Noyce estaba al corriente desde el mismísimo principio de que todo esto era una farsa.
—El almirante se imaginó que usted nunca vendría si conocía el verdadero motivo…
—¡Ya lo creo que no! —Nathan percibió el enojo en su propia voz y procuró reprimirlo—. ¿Cuánto tiempo hace que está usted al tanto de este asunto?
—Hace ya casi dos meses que la OUT tiene conocimiento de la existencia de ese submarino. Está tripulado por piratas con tecnología avanzada, filibusteros. Muchos submarinos viejos, de los que se venden para el desguace, los aprovechan tipos así, aunque hasta hace poco tiempo casi todos los conflictos se producían cerca de Europa. La OUT le ha seguido la pista a éste desde las Aleutianas. El submarino ha venido viajando a lo largo de la cordillera Seamount, atacando varios puestos fronterizos para abastecerse de víveres y de algunos objetos de valor. Pero nunca se habían cobrado vidas humanas… hasta ahora.
—Hasta ahora. —«Hasta que aparecimos nosotros, precisamente nosotros», pensó Nathan—. De manera que mi «amigo» el almirante Noyce nos envió a hacer un viaje de prueba precisamente por el territorio donde, según los informes, se encontraban los rebeldes, consciente de que había muchas posibilidades de que nos encontrásemos con ellos. —Se apoyó en un mamparo, pues empezaba a sentirse realmente débil a causa de la ira, lo que posiblemente era una ventaja, ya que, de ese modo, no podría matar a nadie ni sacarle los ojos. ¡Pero más tarde…!—. Se suponía que no iba a ser más que un paseo para que yo viera cuánto se me necesitaba a mí en esta… importante causa. —Como Ford no dijo absolutamente nada, Nathan supuso que su sospecha era acertada y empezó a pasearse otra vez, agitando los brazos; el guión estaba perfectamente claro—. Y si nos cruzábamos con el submarino usted tenía que entregarme a mí el mando. Así, yo vencería a ese blanco tan fácil con mi supersubmarino y… ¡ya estaba, volvería a formar parte del equipo! ¡Maldita sea!
Ford tuvo la delicadeza de mostrarse muy avergonzado al decir:
—Señor, no estoy en condiciones de permitirme juzgar los…, la intención última del plan del almirante. De todas formas, él no podía prever…, no previo nuestras circunstancias actuales. —Hizo una pausa—. Me refiero a los muertos en el agua y a que el submarino rebelde mate ahora a los colonos inocentes que todavía están en libertad… —Tragó saliva con dificultad—. Teniendo en cuenta la actuación que tuvo usted en el puente durante los momentos críticos de nuestro encuentro con el enemigo, y considerando que usted, evidentemente, tiene un conocimiento superior al mío acerca de esta nave…, le pido encarecidamente que ahora sí acepte el mando de este buque durante todo lo que dure esta misión.
A Nathan no le quedó más remedio que detenerse y prestarle atención, porque resultaba evidente que esta vez Ford no lo había dicho cumpliendo una orden, sino de todo corazón. Pero…
—¿Esta misión? Así que ahora es una misión, ni más ni menos —observó Bridger.
La furia hizo que le empezara a hervir la sangre. Nathan sintió el impulso de decirle a Ford por dónde podía meterse el mando y, pensándolo bien, también el seaQuest. Se lo tenían bien merecido, pero… No. Se tranquilizó y dijo:
—Permítame que intente explicarle una cosa. Hace seis años le di la espalda a todo esto. Me marché y borré esa parte de mi vida. Y lo hice por un motivo.
—Su hijo.
Nathan le miró, sorprendido.
—¿Qué sabe usted de mi hijo?
—Sé que servía en la Marina. Y que murió en acto de servicio en algún lugar del Atlántico.
La preocupación que se leía en el rostro de Ford hizo contenerse a Nathan.
—Exactamente —asintió al cabo de un momento—. Y le prometí a mi esposa que yo no volvería a tener nada que ver con los militares nunca más. Le di mi palabra.
Ford le miró sin mover un solo músculo de su rostro, del que había desaparecido por completo la preocupación, sustituida por algo más difícil de afrontar, la compasión; pero una compasión con un matiz de dureza y frialdad.
—Con el debido respeto —apuntó—, hay trescientos hombres, mujeres y niños en esa central y a ellos no podrían importarles menos las promesas que usted haya podido hacer, señor.
Nathan le miró y descubrió que, por mucho que lo pretendiese, ya no sentía rabia, y pensó: «No tengo escapatoria.» No era ningún consuelo estar atrapado en algo que uno mismo había concebido, en un destino al que él mismo había dado forma, tanto en el tablero de dibujo como en otras partes. Y ya no podía abandonar.
¿No podía o no quería?
La voz en el fondo de su mente, a menudo tan vociferante, no le dio ninguna respuesta.
Ford continuaba allí, esperando no a que ocurriera algo, sino a que su superior hiciera algo, que diera a conocer sus deseos. Bridger conocía aquella actitud. Bien sabía Dios que él la había adoptado en bastantes ocasiones a lo largo de su… carrera.
—Gracias, comandante —dijo en voz muy baja, a modo de despedida.
Ford se marchó.
Bajo la cruda iluminación aparecía desplegada sobre la mesa de mapas una carta de navegación de papel, cubierta con un vidrio, junto con un calibrador, una escuadra y los demás anticuados instrumentos de navegación; incluso, apartados a un lado estaban un ejemplar del Libro de bolsillo de los navegantes de Haswell y una regla de cálculo, porque, mientras que los ordenadores se podían romper y a las calculadoras podían acabárseles las pilas, una regla de cálculo siempre funcionaba, y un libro también.
La mano se extendió hacia abajo con un lápiz de cera y marcó el tercero de tres rumbos posibles sobre el vidrio. Marilyn Stark miró los resultados, dejó el lápiz de cera y dejó escapar un suspiro, algo poco característico tratándose de ella. Maxwell la miró con incertidumbre y observó:
—Sólo estamos a unos pocos kilómetros de distancia. Podemos regresar y esperar a que suba.
Stark movió negativamente la cabeza.
—¿Que suba? No tiene por qué subir. Aun en el estado de deterioro en que se encuentra podría permanecer allí abajo durante meses. —Apretó los labios—. No, me temo que tendremos que obligarlo a salir. —Alargó la mano por encima del mapa y dio unos golpecitos en un punto al que llevaban dos series de líneas hechas con lápiz rojo—. Ahí. La Comunidad Granjera Submarina de West Ridge. —Se quedó mirando el mapa, pensativa—. Suena agradable, ¿verdad? Es la clase de sitio al que me gustaría retirarme algún día; un lugar donde poder sentarme en el porche y contarles a mis nietos historias de las duras batallas libradas y ganadas, como mis abuelos hicieron conmigo.
Miró hacia las sombras del puente. ¿Qué cultivarían allí?, se preguntó. Las fluctuaciones de temperatura en aquellas zonas harían cenizas cualquier cosecha, y la granja estaba a demasiada profundidad para producir cultivos de litoral, como musgo de Irlanda o algas rojas. No, probablemente sería uno de los cultivos de terreno medio, o bien plancton proteínico cultivado o levadura calcificada, de trabajo intensivo, pero de abundante cosecha y con buenos precios en el mercado libre. Seguramente también trataban un poco los sedimentos, rebuscando en los abundantes nódulos de manganeso del fondo del océano circundante, y utilizando unos cuantos robots pequeños para que buscasen los nódulos más valiosos de cobre, cobalto y níquel. En esos sitios debía de haber incluso una chimenea de algún black smoker, uno de esos escapes naturales de agua caliente, de donde podrían recoger hierro, manganeso y cinc para su propio consumo. Todo ello supondría un trabajo tedioso y difícil, una vida dura; pero habría veladas gratificantes al final de la jornada en torno al calor de la chimenea familiar. Tal vez hasta tuvieran la satisfacción de quemar gas natural de su propio pozo en aquellas chimeneas…
Levantó la vista del mapa y se encontró con que Maxwell la estaba mirando fijamente. «Este hombre parece haber visto un fantasma. ¿Qué es lo que le aflige? Antes era capaz de dominar bien la tensión, pero supongo que es el problema de siempre, que los hombres al cabo del tiempo pierden la capacidad de enfrentarse a las cosas, sencillamente…» Y era una lástima, pero ella no podía andar perdiendo el tiempo preocupándose de aquel hombre.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Maxwell indicó el mapa con un gesto.
—No son más que un puñado de agricultores…
Stark le miró a los ojos y esbozó un amago de sonrisa fría, al tiempo que marcaba una cruz justamente encima del centro de la comunidad.
—Exacto —dijo—. Precisamente de eso se trata.