En la oscuridad, las sondas WSKR surcaban el agua velozmente; una lejos, en el vértice, y las otras dos desplegadas a los lados, un poco retrasadas, pero siguiendo resueltamente a la otra. A aquella distancia, el brillo de las luces de la Central Energética Gedrick sólo se apreciaba débilmente, pero eso no suponía problema alguno para las sondas, pues la luz era sólo uno de los datos con los que trabajaban y la carencia de la misma no tenía excesiva importancia.
Cuando Bridger entró en el puente del seaQuest se encontró con que el ajetreo, la tensión y la actividad crecían a medida que se acercaban a la central energética. Ford se encontraba de pie detrás de los timoneles, observando los esfuerzos combinados que éstos hacían al dirigir el enorme submarino hacia abajo para adentrarse en el pequeño valle de Gedrick. Allí el lecho del mar no era llano, ya que, al igual que en otras zonas volcánicas activas, repentinos escollos y colinas rocosas se alzaban sin aparente orden ni concierto, empujadas hacia arriba por antiguas erupciones, de modo que constituían un omnipresente problema para el submarinista poco precavido. Pero las pantallas frontales del seaQuest mostraban aquel «paisaje» mediante el sonar tridimensional de mira lateral, que iba cambiando a medida que lo atravesaban; un paisaje tan claro como pudieran haberlo visto los timoneles en la superficie del agua y a la luz del día. Y también contaban con información procedente de otras fuentes.
—¡Las sondas ya están enviando datos! —le gritó Ortiz a Ford—. Es un barco, un Delta. —El indicador de energía pasiva, que mostraba los niveles de energía electromecánica producida en la zona, se estaba moviendo hacia arriba, cerca de la parte superior de la escala—. ¡Ha ocasionado una tremenda tormenta de fuego!
La cabeza de Bridger se volvió bruscamente hacia la serie de sensores, tratando de ver más incluso antes de que las sondas actualizaran la información. Un Delta no era una nave de gran potencia; pertenecieron a la ex Unión Soviética y, con aquella amura, la configuración debía de ser del tipo III o IV. No se trataba del barco de mayor tamaño de los fletados por los rusos, pero sí era lo suficientemente grande e iba armado con una batería de seis tubos de torpedos. Mal asunto, muy mal asunto.
Muchos de aquellos viejos submarinos fueron decomisados, vendidos posteriormente y, una vez eliminados los espacios destinados a los misiles, pasaron a cumplir una variedad de funciones que sus diseñadores originales nunca habrían sido capaces de imaginar. Se convirtieron así en barcos de prospección minera o en buques de investigación submarina de una u otra clase. ¿Para qué gastar dinero en construir barcos nuevos cuando se podían comprar de segunda mano y readaptarlos? A algunos los convertían también en hogares móviles, o no tan móviles; Nathan había oído hablar de dos Vanguard de la antigua Real Marina Británica que, anclados en el fondo del mar, formaron el núcleo de una próspera comunidad, una comunidad como la que aquel hijo de puta estaba atacando en ese momento.
Al menos no debía de ser fácil maniobrar con él, puesto que esos barcos se construyeron buscando el sigilo y el silencio, pero no estaban pensados para las refriegas submarinas, como sí era el caso de los Alfa o de los 688 Los Ángeles. El seaQuest les daba cien vueltas, y aquellos indeseables tenían que saberlo. No era lo mismo que si el seaQuest continuase siendo un secreto. Seguramente los asaltantes saldrían huyendo en cuanto se enterasen de que el seaQuest se encontraba en la zona; sólo que, sabiendo, como debían de saberlo, que era muy probable su presencia allí, ¿por qué se habían arriesgado a atacar? Tenía que haber algo más, se dijo Nathan, pues, si no, aquello carecía de sentido.
—La central energética informa de daños estructurales de gravedad —comunicó O’Neill, sin dejar de trabajar con sus mandos para fortalecer la señal que se abría paso a través de las interferencias producidas por el ataque—. Los sistemas de mantenimiento de vida están al mínimo. Los trabajadores residentes que han sobrevivido están reuniéndose en el complejo principal…
Bridger permaneció allí observando lo que sucedía a su alrededor; se sentía inútil, y le resultaba odioso sentirse así. Ortiz levantó la vista y gritó de repente:
—¡El buque asaltante se está moviendo, comandante! Rumbo… dos-cero-siete grados, girando a treinta nudos. ¡Se aleja de la central!
«¿Treinta? ¡Maldita sea, eso son cinco nudos más de lo que le corresponde! Alguien ha debido de andar manipulando otra vez las turbinas…», pensó Nathan y se giró inmediatamente hacia las pantallas frontales, pero allí todavía no había aparecido nada. Ford se puso a su lado.
—Proporcióneme una imagen, señor Ortiz…
Sólo pasó un segundo y las pantallas cobraron vida con las tres imágenes independientes de las sondas WSKR y las anotaciones correspondientes que indicaban la dirección, la distancia y la profundidad. En todas ellas, el submarino rebelde aparecía con aspecto amenazador, alejándose de las luces del perímetro exterior de la central energética y con rumbo ligeramente ascendente y ritmo pausado hacia las aguas despejadas y la enorme sima que se abría más allá. El casco era un cilindro achatado y llevaba una siniestra joroba en el lugar donde estaría la aleta dorsal de un pez, ocupando dos tercios de la longitud de la nave. Se trataba de un Delta-IV, al menos eso era seguro. A pesar de los cambios realizados (Nathan se preguntó dónde demonios lo habrían hecho), aquella bestia resultaba inconfundible. Desde luego, el seaQuest era más grande, aunque todavía quedaban muchas cuestiones por demostrar…
Ford se alejó del asiento central y Nathan se preguntó qué intenciones tendría aquel hombre. «¿Va a dejarnos aquí sentados mientras esa cosa baila a nuestro alrededor? Si consigue cierta ventaja…»
—Timonel —masculló en voz baja—, dale la vuelta…
En ese momento Ford levantó la vista y, aunque sin dar muestras de haber oído a Bridger, ordenó:
—Timonel…, déle la vuelta, dos-cero-siete. Intercepte el rumbo.
—Dando la vuelta para interceptar rumbo —repitió el timonel como un eco.
Nathan empezó a preocuparse, mientras pensaba: «Ford es un hombre un poco lento, eso es todo. Pero en un momento como éste es suficiente para que nos maten a todos.» Movió la cabeza de un lado al otro, mientras veía a Hitchcock dirigirse a ocupar el puesto de Ford en la posición de segundo comandante. «Eso es. Pero, por favor, llama a los puestos de combate, no te quedes ahí parado», pensó Nathan y, tratando de captar la mirada de Hitchcock, hizo con vehemencia el gesto de apretar uno de los botones de la mesa de control. Ella no lo vio.
—¡Llame a los puestos de combate! —ordenó por fin Ford.
Hitchcock así lo hizo y las alarmas se dispararon, un ruido insistente y horripilante que habría exigido atención instantánea incluso en una tripulación que no hubiese estado ya tensa como la quinta cuerda de un Stradivarius. Nathan oyó el ruido que en otros lugares del barco hacían las puertas herméticas al cerrarse con golpes sordos entre las distintas secciones del barco, una detrás de otra; las puertas del puente también se cerraron y sellaron automáticamente.
—¡Perfil del blanco arriba! —pidió Ford.
En las pantallas frontales aparecieron las cuadrículas del objetivo, superponiéndose a las imágenes que el ojo de la sonda mostraba del submarino rebelde y ajustándose solas a la escala.
—¡Fijadas cuadrículas del objetivo! —gritó Ortiz.
—¡Adelante a toda máquina! —ordenó Ford—. Quiero cazarlo.
«¡No, no, no!», pensó Nathan, incapaz de soportarlo más. Se acercó a Ford, se inclinó hacia él en actitud confidencial y le dijo:
—Por favor, comandante, ¿tiene un momento?
—La verdad es que estoy un poco ocupado… —Y su expresión decía: están sucediendo demasiadas cosas ahora, no tengo tiempo para esto.
Bridger le agarró por el brazo.
—Ahora —le exigió y tiró de él apartándole un poco a un lado. Acercó su cabeza a la de Ford—. Creo que hay un par de cosas que debería usted tener en cuenta en esta situación.
—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo las vidas y la seguridad de todas las personas que se encuentran en la central energética.
Ford sacudió la cabeza.
—Me doy cuenta de ello, pero si ese submarino consigue escapar quedará en libertad para atacar en cualquier otra parte.
Nathan suspiró, exasperado por el hecho de que alguien pudiera tener delante una situación tan clara y no viera la clave de todo ello.
—¡Si consigue escapar…! ¡Está usted hablando en hipótesis! ¡Y yo le hablo de la realidad! —Echó una ojeada a su alrededor, molesto al darse cuenta de lo alto que había pronunciado aquellas palabras; en efecto, vio que todas las cabezas se volvían rápidamente y tomaban interés por sus tareas respectivas, o al menos eso hacían ver—. Mire, puede usted ir tras el atacante después de haber ayudado a esa gente. —Hizo un gesto con el brazo que abarcaba todo a su alrededor—. Este barco es como un cuchillo del ejército suizo de trescientos metros de longitud. Aproveche usted todas las opciones que tiene. Haga que una de las sondas siga el rastro de ese submarino. Nosotros… —Con una mirada ligeramente sardónica se recriminó a sí mismo por haber dicho aquello—. Usted siempre puede ir tras ellos más tarde.
Ford miró a Bridger y se quedó pensativo. Nathan ni siquiera parpadeó, temeroso de estorbar el hilo de los pensamientos de aquel hombre y sopesando a su vez las opciones que le quedaban, porque la única alternativa era la de asumir el mando, y eso Nathan lo consideraba inaceptable. Exactamente lo que Bill Noyce pretendía que hiciese. La sospecha empezó a tomar cuerpo en el fondo de la mente de Nathan, pero se desvaneció cuando, un segundo más tarde, Ford hizo un gesto de asentimiento y se decidió a hablar:
—Pero el manual dice…
—¡Oh, olvídese de ese condenado manual! Use el instinto. ¡Las entrañas! —Apenas pudo contenerse las ganas de darle a Ford un codazo en la zona que acababa de mencionar—. Eso es lo que distingue a los buenos de los grandes.
Ford estaba pensando en ello cuando Crocker gritó:
—¡Eh, por si a alguien le interesa, ese mastodonte está dando la vuelta!
Todas las cabezas se alzaron rápidamente para mirar a la pantalla. Efectivamente, la pesada y oscura silueta del Delta se ladeaba lentamente al dar la vuelta hacia estribor. Ortiz, que vigilaba con el ceño fruncido el tablero de mandos, levantó la mirada.
—¡El objetivo está cambiando de dirección! —Y entonces miró a Ford alarmado—. ¡Adopta una posición de ataque!
Ford tragó saliva y se acercó a su puesto junto al sillón de mando. Realmente parecía que los hombros se le hubieran encorvado. Nathan lo miró con preocupación no exenta de comprensión, pues conocía aquel sentimiento agobiante, el peso del mando en su sentido literal, y sabía cómo se siente uno cuando soporta semejante peso y lucha por enfrentarse a él o meterse en un agujero donde el peso no tenga efecto. Ford apretó el botón de las comunicaciones internas del barco, situado en el sillón de mando.
—Sala de armas —dijo—. ¡Tubos dispuestos! ¡Preparen torpedos de E-plasma! Con… carga del sesenta por ciento.
«¿Por qué no cien? ¡Quién sabe qué clase de blindaje instalaron en ese artefacto cuando hicieron los reajustes! ¡Piensa, hijo de…!», se irritó para su interior Nathan.
—Timonel —añadió Ford—, dé marcha atrás a los motores, un cuarto. Ángulo de seis grados hacia abajo.
—Marcha atrás un cuarto, ángulo de seis grados hacia abajo.
Bridger seguía observando al otro buque en las pantallas frontales y sacudió ligeramente la cabeza.
—Ocho grados —masculló, con los dientes apretados.
Luego, comprimió los labios en una desagradable sonrisa; eso de conducir desde el asiento trasero era tan malo para los pasajeros como para el conductor, de modo que se dijo: «Cierra la boca y déjale hacer, Nathan. Si crees que tú puedes hacerlo mejor, deberías haber aceptado su ofrecimiento cuanto te dio la oportunidad.»
Hitchcock vigilaba atentamente su tablero.
—Los tubos delanteros están inundados y las compuertas de proa se están abriendo… ¡Todas!
La piel oscura de Ford no podía estar más próxima al color de la ceniza. Nathan pensó, casi con lástima: «No es cobardía, es sólo… que es la primera vez… y este hombre tenía esperanzas de que las cosas fueran de otro modo.» Se mantuvo en silencio y permaneció allí de pie, observando aquella siniestra silueta en las pantallas.
Dentro del Delta-IV imperaba el silencio, sólo roto por los débiles chirridos y murmullos de los diversos cálculos de distancia y de los sistemas armamentísticos informando de que se encontraban a punto, así como por el lejano fluir del agua, que disminuía a medida que los tanques delanteros, listos para entrar en acción, contrarrestaban el efecto de los ya inundados tubos de los torpedos. Marilyn Stark, inclinada por encima de dos de los miembros de la tripulación, vigilaba atentamente los indicadores de lectura de los tableros y observaba al seaQuest, a la espera de lo que pudiera suceder.
El hombre que tenía a su izquierda, el jefe de sensores, estaba, igual que su compañero de la izquierda, cubierto de sudor ante la visión de lo que se les venía encima.
—¡Comandante! —exclamó, con la voz casi rota. A juzgar por el sonido de su voz, tenía tanto miedo de hablar como de lo que previsiblemente estaba a punto de ocurrir—. ¡Esa…, esa «cosa» está preparándose para abrir fuego! ¿No deberíamos iniciar un movimiento evasivo?
Stark permaneció vigilando los indicadores de lectura y mirando a la pantalla que le proporcionaba la imagen del seaQuest.
—Es impresionante, ¿verdad? —comentó, admirando la oscura silueta que se deslizaba por el agua.
Normalmente, aquella figura le hubiera inspirado algo más que un mero placer estético, desde luego. También normalmente, los pensamientos de cualquier comandante bien informado se hubieran puesto inmediatamente a considerar otros atributos de aquella nave más importantes que la belleza: la propulsión y el armamento…; en especial, este último.
Stark esbozó una sonrisa para sí misma. Ella ya había reflexionado largo y tendido sobre todo ello, de manera que ya no tenía necesidad de pensar más en ese asunto.
—¡Comandante! —la llamó con desesperación el jefe de sensores.
Stark se limitó a seguir sonriendo y no contestó.
En el puente del seaQuest, Ford seguía teniendo mal color, pero Nathan pensó que esta vez había un motivo. Estaban mirando fijamente al puesto del timón y a unos indicadores que ya no tenían ni pies ni cabeza.
—¿Qué quiere decir con eso de que «no responden»? —preguntó Ford en tono exigente.
—¡El control del timón está paralizado, señor! —El oficial de timón también era un hombre corpulento, hecho con el mismo molde que Crocker; pero, a pesar de ello, sus manos saltaban sobre los controles con sorprendente rapidez y delicadeza, con los movimientos diestros y seguros de un especialista que conoce el tablero de mandos por delante, por detrás y hasta a oscuras—. ¡No me deja coger las riendas!
Ford tragó saliva. Nathan empezó a sudar, mientras pensaba: «Este hombre no estaba preparado para esto. Venga, hijo, piensa. Puedes salir del atolladero. Haz que Hitchcock se ocupe de ello. Si ella no puede averiguar cuál es el problema, entonces sí que estarás en un apuro… ¡Pero es que, para empezar, no debería haber esta clase de problema! ¡Este barco es nuevo!»
—Teniente —se dirigió Ford a Hitchcock.
—Estoy en ello, señor —respondió la mujer, y fue al timón a comprobar el problema.
—¿Distancia del blanco? —le preguntó Ford a Ortiz.
—¡Ochocientos metros y acercándonos!
Ford asintió con la cabeza.
Por alguna razón, Bridger estaba conteniendo la respiración. Un momento después averiguó por qué.
—¡No podemos, señor! —dijo Phillips, el oficial de armamento, en un tono que denotaba más enfado por el fallo del equipo que miedo de sus consecuencias—. ¡El control armamentístico no acepta nuestras órdenes!
«Pero esto es ridículo», pensó Nathan. Se encaminó de nuevo al lugar donde se hallaba Ford. «¡Esta cosa no lleva ni siquiera dos horas fuera del muelle y ya se está cayendo a pedazos!» Había empezado a sudar un rato antes, pero ahora lo hacía de un modo más profuso, debido tanto a la vergüenza como a la ansiedad. «¡Éste es mi barco, mi diseño, mi creación, y ahora va a hacer que nos maten a mí y a todos los que estamos a bordo!»
—Recurran a los sistemas de reserva —ordenó Ford.
Su voz comenzaba a adquirir un matiz de miedo que a Nathan no le gustó. No porque hubiera nada malo en sentir miedo ni en expresarlo, pero la forma de expresarlo tenía que ser la apropiada, ya que, si no, podía asustar a toda la tripulación con resultados desastrosos.
—¡Los sistemas de reserva se niegan a ponerse en marcha! —comunicó al punto Hitchcock, y también en su voz se reflejaba el miedo.
—¿Qué más puede salir mal? —se preguntó Ford en voz alta, y volvió a tragar saliva.
Y aquello fue todo lo que Nathan tuvo ocasión de ver, porque apenas un segundo más tarde todas las luces del puente se apagaron. La luz de las pantallas comenzó a debilitarse, pero las imágenes reaparecieron al intervenir sus propios sistemas independientes. Bajo aquella fantasmal iluminación podía verse a las personas mirándose unas a otras horrorizadas y completamente atónitas.
Ortiz miraba fijamente no a los otros tripulantes, sino a la imagen de su pantalla.
—¡El objetivo acaba de disparar, señor! —gritó—. ¡Lanzado un torpedo electrostático…, buscando el blanco…, fijado y acercándose!
Nathan, aunque se veía bajo el fuego por primera vez desde hacía años, se sentía extrañamente tranquilo y muy sorprendido. Pensó: «¿Sólo uno? En estas circunstancias, quizá debiéramos estar agradecidos, pero… ¿no se supone que somos el nuevo superbarco de la OUT? Cualquiera hubiera pensado que dispararían una buena andanada, a menos que piensen que, ya que somos mantenedores de la paz, lo más probable es que vayamos completamente desarmados.»
Siguió un silencio de alientos contenidos. Aun cuando estaban fijados, los torpedos de E-plasma a veces no daban en el blanco, pero no por ese fallo se solucionaban los problemas, pues en ocasiones empeoraban incluso. De todos modos, había que tenerlo en cuenta. Nathan, presa de la desesperación, pensó: «Muy bien, ya tenía que haber sucedido y no ha sucedido; Ortiz tenía razón, ¡están fijados, maldita sea! ¡Contramedidas, venga, comandante! ¡Contramedidas!»
—¡Contramedidas! —gritó Ford.
Hitchcock se dirigió a su puesto y empezó a apretar botones. Nathan la observó mientras iban apareciendo en pantalla las contramedidas habituales: falso plasma, información incorrecta de la fuerza electromotriz, señuelo de devolución del eco… Y, al parecer, decidió no quedarse corta, sino recurrir a todas ellas: amplio despliegue, preferencia en el avance…
Y no ocurrió nada. El espacio en el que debería haber aparecido inmediatamente la palabra «aceptar» permaneció negro y vacío.
—¡Las contramedidas tampoco responden! —informó Hitchcock, furiosa.
«¿Qué puñetas le pasa a mi barco?» Nathan se quedó observando cómo Hitchcock intentaba llegar a los sistemas por otro itinerario, buscando las fuentes de accesos a las contramedidas por medio de las copias de seguridad del ordenador principal. Nada; todo permaneció inmóvil, y, mientras, aquel maldito torpedo seguía su camino, y su agudo rechinar al aproximarse resultaba audible incluso a través del casco del seaQuest.
—¡Aviso de colisión! —ordenó Ford.
Era lo único que podía hacer ya. La sirena de colisión empezó a ulular por todo el barco, como el presagio de una muerte en la familia. Las pantallas frontales mostraron con toda claridad la imagen tripartita que enviaban las WSKR del torpedo de E-plasma que se dirigía hacia ellos, con la parte giratoria de arriba dividida por un relámpago esférico de aspecto maligno que dejaba tras de sí un rastro de burbujas que se expandían llenas de humo, al tiempo que el torpedo hacía hervir literalmente el agua a su paso, convirtiéndola en hidrógeno y oxígeno.
—¡Todo el mundo preparado! —avisó Ford.
En el puente en penumbra todos se agarraron a algo lo bastante firme como para que les sirviera de sujeción y aguardaron, en una espera angustiosa y contando los segundos.
Bridger se aferró al asiento del segundo comandante y escuchó aquel gemido electrostático que subía de tono cada vez más, que se hacía cada vez más fuerte a medida que el torpedo surcaba el agua y se acercaba a ellos.
E hizo impacto y todo se tambaleó y todas las pantallas se quedaron en blanco y las imágenes reaparecieron poco después, temblequeantes a causa de las fluctuaciones energéticas. Una de las imágenes que proyectaban las sondas WSKR en las pantallas frontales mostraba que el torpedo había dado justo detrás de la curva hacia popa, y una abrasadora membrana de carga de plasma iba crepitando a lo largo del casco del seaQuest desde el punto del impacto.
—¡Control de daños! —gritó Ford.
Hitchcock, tras abandonar el timón, evidentemente incapaz de establecer rumbo alguno con él, había vuelto a su puesto en ingeniería y se puso a manipular velozmente los controles.
—¡Impacto en la zona de babor! —comunicó, y una mirada de dolor le desfiguró el rostro—. ¡Claros desperfectos en el casco! ¡Está entrando agua!
Nathan la comprendió; se veía a todas luces que era una ingeniera que sentía el barco que se le encomendaba como si fuera una extensión de su cuerpo, y cualquier desperfecto en la nave era una herida en su propia carne. Pero él tenía otras cosas en qué pensar en aquel momento. El rostro de Ford era todo un ensayo sobre la impotencia, y su expresión era la de un hombre atrapado en la peor de las pesadillas e incapaz de hallar el modo de despertar de ella; sencillamente, porque era real.
—¿Cómo están mis sistemas de combate, teniente?
Hitchcock negó repetidamente con la cabeza, sin dejar de trabajar en el tablero y con aspecto de estar enfadada, además de disgustada.
—¡No funcionan! ¡Siguen averiados!
—¡El Delta se prepara para lanzar un segundo ataque! —anunció Ortiz, y miró a Ford.
Todos estaban mirando a Ford, a la espera de su respuesta o, por lo menos, de una orden.
—Comandante —le llamó Bridger.
Ford permaneció mirando fijamente a las pantallas; tal vez en aquel momento fuese necesario dar una orden, pero aquel hombre acababa de quedarse en blanco.
No le ocurría lo mismo a Bridger, que descubrió, no con demasiada sorpresa, que la adrenalina le circulaba a mayor velocidad que su propia velocidad de lectura. Mientras esperaban al impacto del torpedo, él había inspeccionado el paisaje que aparecía en las pantallas frontales y se fijó en una oscura sombra más allá de los límites de la Central Energética Gedrick; una mancha negra, que indicaba una profundidad demasiado grande para que la captase el sonar lateral. Rápidamente se situó al lado de Ford.
—¡Abra todos los depósitos de lastre, de proa a popa! —le dijo.
La tripulación del puente se quedó mirándolos a los dos, lo que era bastante comprensible, y Ford también le miró a él, sin entender nada. Hitchcock permanecía a la expectativa y era evidente que se estaba preguntando si se suponía que tenía que hacerle caso a un vagabundo de playa.
—¡Hágalo! —le ordenó Bridger, casi gritando.
Hitchcock parpadeó, apretó los botones correspondientes para hacer aparecer en pantalla los diagramas y el menú del lastre, y vació los tanques, todos ellos; primero, los de popa para conseguir que la parte de atrás subiera y dejar que la proa describiese un ángulo hacia abajo. Se oyó de inmediato el sonido del aire al salir a presión de los tanques y, luego, un creciente estruendo cuando comenzó a entrar el agua de mar que pasaba a ocupar su lugar. La cubierta empezó a inclinarse lentamente, hacia atrás…
Bridger se acercó rápidamente al puesto de Ortiz, echó un vistazo a sus pantallas y señaló una de ellas.
—¿Qué profundidad tiene esa sima que hay debajo de nosotros?
—Mucha. ¡Seis mil setecientos metros!
«Cuanto más, mejor», se dijo Bridger.
Ortiz le miraba con una combinación de aturdimiento y preocupación cuando Hitchcock gritó:
—¡Nos estamos sumergiendo!
Nathan no le hizo caso.
—¡Timonel —ordenó con cierta brusquedad—, métanos en ese agujero!
—Sumergirnos en una grieta estrecha, con una respuesta lenta del timón… —El timonel le dirigió una mirada del tipo de las de «si usted lo dice…»—. Por supuesto. Siempre quise que me sepultaran en el mar…
Aunque se le notó un cierto matiz irónico al decirlo, se giró hacia su tablero para cumplir la orden.
Ford se acercó a Nathan y le dijo en voz baja:
—Capitán, este barco no está diseñado para una inmersión de emergencia.
—A mí me lo va usted a decir —contestó Nathan, y pensó: «Estúpido de mí por suponer que nunca sería necesario. Esperemos que la calidad de los materiales y la habilidad de la tripulación nos salve ahora el pellejo»—. Pero si tiene usted una idea mejor, comandante, ¡soy todo oídos! Si no…
Ford movió negativamente la cabeza. No se le ocurría otra idea.
El seaQuest se hundió en la sima, con la popa todavía un poco más baja que la proa a pesar de todos los esfuerzos de Nathan, que supuso que los niveles de inmersión debían de estar fuera de ángulo a causa de los problemas con el timón. Las sondas WSKR se encontraban ya muy arriba y fuera de la trayectoria, recogiendo el descenso y enviando imágenes del mismo; y del Delta, que, evidentemente, no estaba dispuesto a dejarse burlar en un combate y también se sumergía en la sima a toda velocidad detrás del seaQuest.
Bajaron y bajaron. Los crujidos del casco se hacían gradualmente más fuertes, unos sonidos suaves al principio y que se fueron convirtiendo en gemidos largos, extraños y apagados que eran cada vez más frecuentes, a medida que la estructura de compuesto de titanio empezaba a comprimirse ligeramente bajo la creciente presión. Los indicadores de lectura, primero en una de las pantallas principales y luego en otra, parpadearon y se apagaron, sin que se pudiera hacer nada al respecto; los sistemas de telemetría de las WSKR a veces se volvían delicados en las grandes profundidades, y en una inmersión a gran velocidad la señal, de todos modos, se interrumpiría.
Bridger suspiró y sacudió la cabeza; las sondas ya cuidarían de sí mismas manteniéndose en la «profundidad de última señal» hasta que recibieran otras instrucciones mejores o más claras de Ortiz o de los ordenadores del barco; si llegaran a perder por completo el submarino, almacenarían los datos y se dirigirían a la boya de transmisiones más cercana y luego a la base de Pearl. En el peor de los casos, al menos la OUT sabría lo que le había ocurrido al barco que era su orgullo.
«Será un gran consuelo para nosotros…», pensó con amargura Nathan, y deseó con fuerza que el barco, su barco, resistiera…
El comandante del submarino perseguidor, en cambio, no oyó a nadie deseando nada.
Su deseo, y toda su atención, estaba concentrado en la pantalla que mostraba la brillante silueta oscura que la precedía, con la popa un poco por delante, hacia las profundidades del abismo.
El jefe de sensores y todos los miembros de la tripulación que le rodeaban estaban sudando profusamente, como si alguien les hubiera echado encima cubos de sudor; en el lugar se olía el miedo.
—¡Comandante! —dijo el jefe de sensores, como ya había dicho varias veces hasta aquel momento, variando solamente los números que añadía a sus protestas—. Comandante, el seaQuest continúa sumergiéndose en esa sima. No podemos seguirlos, no con este…
—Mantenga la persecución. Haga lo que haga, no se separe de esa nave…
Stark no había apartado la vista de la imagen que se veía en pantalla, descendiendo, alejándose, y pensó: «No dejaré que te escapes. Ya te escapaste de mí una vez, pero nunca más. Y si no puedo tenerte yo, nadie te tendrá.»
El casco rugía a modo de protesta, un ruidoso contrapunto a los murmullos de la tripulación. La comandante hizo caso omiso de ambas interrupciones y se concentró en la imagen de la pantalla.
—¡Deberíamos disparar! —la apremió Pollack.
—No —repuso Stark—, todavía no. Quiero estar más cerca.
«Nunca más…»
—Dos mil quinientos metros y seguimos bajando —informó Ortiz, esforzándose por aparentar calma.
—Todos los sistemas del barco están rompiéndose —comunicó Hitchcock, al tiempo que los gruñidos del casco se hacían cada vez más fuertes.
Nathan asintió con la cabeza e intercambió con Ford una mirada, que pretendió que fuera tranquilizadora; pero, a decir verdad, Nathan sentía que a él también le hacía buena falta que le tranquilizasen, sólo que no esperaba que nadie lo hiciera.
La imagen de la tercera pantalla se estaba poniendo granulosa a causa de la inmersión y del fallo en la mayoría de los sistemas de proceso de imágenes; era difícil distinguir algo en lo que allí aparecía.
—¿Dónde está nuestro amigo? —le preguntó Nathan a Ortiz.
—Todavía nos persigue.
A Nathan no le sorprendió en absoluto. Ese submarino estaba interesado en ellos por alguna razón, tan interesado como para atacar una central energética con el fin de atraerlos allí.
Estaba convencido de ello, no había otra explicación. ¿Porqué? ¿Porqué?
—Muy bien —dijo en voz alta—, veamos hasta dónde llega su interés por nosotros. Lleve el barco al fondo. —Todos los presentes en el puente volvieron la cabeza para mirarle—. ¿Hay algún problema? —preguntó.
—No, señor —respondió Ortiz.
Nathan se puso al lado de Crocker en el asiento número dos del timón y observó, impresionado, pero con preocupación, cómo aquel hombre corpulento se esforzaba con los controles del timón en un intento por recuperar parte del equilibrio, cosa difícil teniendo en cuenta la avería del timón y la terrible presión del agua, que a aquella profundidad fluía por encima de los planos de inmersión en dirección contraria.
Crocker miró brevemente a Nathan.
—¿Significa eso que ahora es usted el comandante? —le preguntó con bastante buen humor.
Nathan le dirigió una mirada asesina, pensando: «No me extraña que no hagan más que arrancarte los galones. Más tarde me las veré contigo, so hijo de…» Pero lo que dijo fue:
—Sólo intento que salvemos el pellejo. Sólo intento que salvemos el pellejo.
La pendiente de la inmersión aumentó y el barco gimió con más fuerza. Continuaban descendiendo, y el Delta los seguía.
«Es un submarino viejo», pensó Nathan. Sólo un propietario cuidadoso. Bueno, casi siempre cuidadoso, excepto cuando quedó atrapado en unas redes de pescadores y los arrastró de espaldas hasta la mitad del Mar de Irlanda a cincuenta nudos. ¿O aquello fue un Alfa? Qué más daba. Comprado de segunda mano a la vieja madre Rusia, que nunca lo utilizó excepto para navegar por el Cabo Norte y quizá meterse furtivamente en algún fiordo sin decírselo a nadie. Pero, en cualquier caso, por mucho blindaje que aquellos piratas le hubieran puesto, era viejo. Tal vez no lo hubieran cuidado muy bien desde que lo reconvirtieron, pues ya no se encontraban recambios, de todos modos. Y, ciertamente, no estaba construido para esa clase de cosas. Nathan deseó que quienquiera que fuese el hijo de puta sin conciencia que estuviera al mando de aquella gran bestia fea y negra entrase en razón, abandonase la persecución, escapase y se fuera a jugar a otra parte antes de que acabaran todos destruidos.
«Y antes de que yo averigüe con certeza si mi pequeño puede o no soportar una presión de esta clase.»
Crocker estuvo sonriendo hasta que de nuevo volvió la vista hacia sus controles. Entonces la sonrisa se evaporó.
—Tres mil novecientos —observó.
Nathan se dirigió mentalmente a quienquiera que estuviese en el puente del otro submarino, ya sólo débilmente visible en las pantallas: «¡Márchate! ¿Estás completamente chalado? ¿Te crees que esa pobre lata de caviar puede soportar esta profundidad? ¿Realmente quieres matar a todos esos desgraciados indeseables que arrastras por ahí para que te hagan el trabajo sucio? ¿Quién te crees que eres, el capitán Ahab o algo así? ¡Porque este barco no es una ballena blanca! ¿Qué clase de capitán del demonio eres tú? ¡Ni siquiera los piratas de los tiempos antiguos, que se trenzaban petardos en las barbas y los hacían estallar, estaban tan locos como tú!»
El casco del seaQuest gemía cada vez más fuerte y empezaba a sonar como un cachorro apaleado, ya que las estructuras, que no estaban pensadas para someterlas a aquella presión, comenzaban a doblarse y torcerse bajo el peso de la misma. El corazón de Nathan lloraba de pena por su criatura. Según Noyce, la nave podía descender hasta seis mil seiscientos metros. Pero ¿hacia atrás, con problemas en el casco y en una inmersión incontrolada? Eso era otra historia.
Nathan no podía dejar de mirar a las pantallas, a la silueta negra que los perseguía. El abismo seguía siendo la mejor opción.
—Estamos a casi tres mil metros —murmuró el jefe de sensores de Stark—. No podemos hacer esto.
Ya no le importaba que la comandante estuviera justo detrás de él, inclinada sobre el asiento, y mirando a la pantalla como si fuera incapaz de apartar los ojos de la imagen del seaQuest, todavía a cierta distancia por delante.
Pero no sería por mucho tiempo. Y, cuando le dieran alcance…
—Mantenga la persecución.
—¡Comandante! —la llamó Maxwell, que se encontraba a su lado—. ¡Comandante! —Stark no apartó la vista de la pantalla—. Ya ha oído a este hombre. ¡Tres mil metros! —Casi se lo estaba gritando en la oreja; se le notaba desesperado—. El blindaje no va a poder aguantar una profundidad mayor. ¡Ni siquiera nos garantizaron que soportase los tres mil metros, comandante!
Stark no podía dejar de mirar a la pantalla. «No te escaparás. Otra vez no.»
Maxwell se inclinó para acercarse más a Stark; pero no es que ella le viera hacerlo, sino que la voz de él le llegó no en forma de grito, sino casi como un susurro justo al lado del oído.
—Si dejamos que la presión nos aplaste, ¡el seaQuest será el vencedor!
Aquello sí que captó la atención de la comandante. Las palabras le encogieron el corazón en un puño, porque si ella moría no tendría oportunidad de vengarse nunca. Más tarde, cuando la venganza estuviera cumplida y el honor de su familia vengado, ella podría morir, pero no antes. Lenta, muy lentamente, levantó la vista hacia él. Y Maxwell le devolvió la mirada sin moverse, esperando a ver su reacción.
Esperando…
Bridger se apoyó en el respaldo del sillón del timón y siguió mirando cómo la negra silueta que aparecía en la pantalla se acercaba cada vez más hacia ellos. Los murmullos del puente se habían ido apagando por completo ante la asombrosa determinación del comandante del otro submarino.
Una inmersión profunda no significaba nada para el seaQuest, eso lo sabían todos; pero los daños causados por el impacto de un torpedo de E-plasma se agravaban considerablemente a causa de la profundidad, y además el torpedo había acertado justo en medio del barco, precisamente en el lugar donde el golpe era más difícil de aislar y controlar. Un impacto más, fuera donde fuese, sería más que suficiente para acabar con ellos. Todos esperaban oír en cualquier momento aquel sonido que ya no sería un gemido, sino un chirrido, de un segundo torpedo; y, justo después, la catastrófica implosión haría que el seaQuest se partiese por la mitad…
—Cuatro mil cuatrocientos metros —avisó Crocker, ya en tono resignado, como si estuviera anunciando el resultado de un partido de béisbol que no le interesaba demasiado.
Nathan tomó aire y lo exhaló, preguntándose si aquélla sería la última vez que tendría ocasión de hacerlo, y de pronto…
—¡Se va! —gritó Ortiz—. Diez grados, quince… ¡El Delta se marcha! ¡Se está alejando!
Hubo un largo momento de silencio en el que nadie acababa de creérselo; todos estaban demasiado atontados para reaccionar. Luego, empezaron a sonar suspiros de alivio.
Bridger tomó una larga bocanada de aire y pensó: «Esto viene a demostrar que no hay que dejar nunca que construya la maquinaria el postor más barato. Me alegro mucho de poder haberlos obligado a desechar el frágil sistema antiguo…»
—No lo pierda de vista, señor Ortiz —le ordenó Nathan—. No vaya a ser que nos gaste alguna jugarreta.
—Sí, com… —Ortiz se interrumpió—. Señor…, sí, señor.
Nathan sonrió. La sensación era tan extraña, después de la tensión de los últimos minutos, que le parecía que iba a resquebrajársele la cara. Se volvió hacia Crocker.
—Jefe, bombee un poco de aceite a los tanques del lastre. Tenemos que dejar de caer como una piedra. —La cara se le puso triste—. ¿Quién sabe? A lo mejor queremos subir y salvar a esa pobre gente de la central.
—A la orden, patrón.
«¡Oh, Dios!», pensó Nathan, con una sonrisa medio triste, medio irónica; y se dio la vuelta.
Encontró a Ford justo delante de él, lo cual era más o menos lo último que deseaba en aquel momento, porque Ford parecía incómodo en extremo, como alguien que tiene que decir algo y no sabe qué. «Es un sentimiento mutuo», pensó Nathan.
—¿Todo bien por su parte, comandante? —le preguntó.
—Sí, señor. Compruebe la posición del Delta, señor Ortiz. No quiero que vuelvan a pescarme con los pantalones bajados.
Se volvió otra vez hacia Nathan.
—Será mejor que inspeccionemos los desperfectos —le sugirió éste.
Ford asintió en señal de aceptación, pero Nathan, a juzgar por la expresión turbada de Ford, vio con claridad que había algo que le molestaba… y que no tenía muchas ganas de enfrentarse a ello. «Ésta no es mi casa», pensó.
Cuando se dirigían hacia fuera, Bridger tuvo el presentimiento de que con el tiempo acabaría siéndolo.