Al principio se encontró un poco perdido. Se paseaba de un lado a otro por el seaQuest, sintiéndose más bien como un niño de cinco años en su primer día en el jardín de infancia, abandonado de repente entre otras personas, casi todas desconocidas, que le miraban con expresión de incertidumbre e incomodidad. «Debe de ser ese tal Nathan Bridger, pero a simple vista no parece más que un maldito vagabundo de playa…», parecían estar pensando.
No tenía intención, sin embargo, de dejar que se le notase lo intranquilo que se sentía ni por todo el dinero del mundo —ni siquiera por los auténticos billetes verdes antiguos de Crocker—, y tampoco que se lo imaginaran tan siquiera; de manera que, finalmente, se puso a deambular otra vez. Recorrió el seaQuest de punta a punta, en todos los niveles, asomando la cabeza por los laboratorios, curioseando en los camarotes y metiendo la nariz en la sala de máquinas, en las salas de ordenadores e incluso en la cocina (que, a pesar de ser nueva y estar reluciente, era como cualquier otra cocina de submarino que él hubiera visto, siempre con un ligero olor a cebolla frita flotando en el aire por mucha ventilación que pasase por los depuradores). Todo ello le ocupó un buen rato. Mientras caminaba, los diminutos crujidos y los movimientos del barco que percibía a su alrededor, aunque tenían un sonido diferente a los de los otros submarinos en los que había estado antes, le indicaban que avanzaban a mucha velocidad y se sumergían gradualmente; a unos cientos de metros de profundidad ya, quizás, con un rumbo que los alejaba de las escarpadas montañas submarinas de la cordillera Hawaiana y los llevaba hacia el profundo valle que se encontraba entre éstas y la cadena de islas Line en el centro del Pacífico. Le resultaba difícil abandonar aquella exploración del espacio que le rodeaba; pero, al mismo tiempo, le seducía la idea de volver al puente y echar una ojeada a la penumbra exterior de las profundidades. Ya habría tiempo más tarde de coger aquella lancha.
Recorrió otra vez el pasillo longitudinal de estribor. Los miembros de la tripulación todavía se quedaban mirándole al pasar, pero Nathan no se fijaba en ellos, absorto en el destello de azul plateado que se acercaba a él por el tubo que se extendía a lo largo del pasillo por debajo del suelo. La elegante figura se detuvo a medio pasillo, mirándole de reojo. «Todavía no ha logrado superarlo», pensó Bridger, y se arrodilló un momento para dar unos golpes en el cristal en señal de saludo. Darwin le miró, dio la vuelta en el agua, hizo una floritura con la cola y se fue nadando hacia estribor, en espiral y evidentemente de muy buen humor.
—Por lo menos uno de los dos se lo está pasando bien —comentó Nathan en voz baja; y se puso en pie, sacudiendo la cabeza. Un miembro de la tripulación, que pasaba junto a él, le echó una fugaz mirada. Nathan le indicó el delfín y dijo—: ¿No es estupendo?
—Sí, señor —contestó el marinero, poniendo en evidencia que a él el delfín no le decía nada en absoluto; y continuó su camino.
«Claro, supongo que a estas alturas ya están más que acostumbrados…», supuso Nathan, y pensó en cualquier anterior dotación de delfines que el barco hubiera podido tener. ¿Cuántos serían y qué habría sido de ellos? Parecía extraño que no hubiese habido ninguno en el seaQuest desde que estuvo listo para navegar.
A no ser, por supuesto, que Noyce ya hubiera tenido noticias de la existencia de un delfín determinado… y hubiese quitado a cualquier otro delfín para poner a éste…
Sacudió la cabeza. ¿Se trataba de una paranoia, o sólo de una extraña sospecha…? De todos modos, era una pena. A menudo tenía la preocupación de que Darwin «no salía lo suficiente», que no veía con frecuencia otros delfines, debido a que siempre rondaba por la isla trabajando con Nathan. Habría sido bonito que se hubiese encontrado otros delfines en el barco para hablar con ellos, seres con los que no necesitase traductor.
«No me lo puedo creer. Me preocupo de la vida social de un cetáceo», pensó Nathan y, tras hacer una mueca irónica para sí, continuó adelante y se detuvo ante uno de los paneles de «situación», se colocó en la nariz las gafas bifocales y se puso a curiosear las informaciones (la presión y la temperatura internas, la presión y la temperatura externas, y las mediciones del batímetro); todo, muy eficiente. Se dio la vuelta y volvió a encaminarse despacio hacia el puente. Ford le alcanzó por detrás y se puso a caminar a su lado.
—Señor, acabamos de recibir este mensaje para usted —le dijo, al tiempo que le tendía una nota—. Creo que es del almirante Noyce.
Nathan resucitó la imagen de Noyce con un recipiente de helado de tres litros de capacidad a modo de gorro sobre la cabeza. Tomó la nota, la abrió, la leyó y se rió en voz baja.
—¿Buenas noticias? —le preguntó Ford.
Nathan volvió a reírse.
—El almirante se pregunta si, ya que me encuentro a bordo, podría echarle un vistazo a la unidad principal de propulsión. Por lo visto ha habido algunos fallos en el sistema de retorno del agua. —Se metió la nota en el bolsillo—. Y yo que pensaba que los grupos de presión habían pasado de moda. De todos modos, las averías eran de esperar. Esta chiquilla lleva once meses sentada con los pies para arriba, así que ahora empezarán a salir los bichos de la madera, como es natural.
Ford asintió.
—¿Significa esto que no va a regresar a tierra firme según los planes? —quiso saber.
—No ve usted el momento de tenerme fuera del barco, ¿eh? —le comentó Nathan, divertido.
Ford pareció sorprendido.
—No, señor; es sólo que…
—No se preocupe, comandante. Yo probablemente sentiría lo mismo si me encontrase en su pellejo. Se lo aseguro, no tengo la menor intención de arrebatarle el mando con malas artes.
—¿Arrebatármelo, señor?
Ford puso una expresión de total extrañeza, una expresión adquirida se diría que casi demasiado cuidadosamente. Nathan levantó las cejas.
—Vaya, no me irá a decir que no piensa que este barco le pertenece a usted, ¿verdad?
—No, señor —respondió Ford con mucha calma—. No le digo nada de eso. Pero el hecho es que ese tipo de decisiones está fuera de mi control.
Bridger se quedó mirándole un momento.
—Creo que tiene usted razón —dijo finalmente—. Sólo quiero que sepa que, sea lo que sea lo que tenga pensado Noyce…, pues bien, no va a funcionar.
—Sí, señor —convino Ford en el mismo tono calmado de antes—. ¿Significa eso que el capitán está dispuesto a marcharse del seaQuest?
Bridger miró el tubo; Darwin había vuelto otra vez, curioso, supuso él. ¿Escuchaba disimuladamente? Quién sabía qué clase de actitudes adoptaría un delfín en lo referente a la intimidad. Claro que ahora podía preguntárselo…
—A su debido tiempo —respondió, contestándose a la vez a sí mismo y a Ford.
Y desde el final del pasillo una voz gritó:
—¡Comandante! ¡Comandante Ford!
—Oh, no…
Ford se dio la vuelta, con la expresión de un hombre al que agobiaran con un problema más que en ningún caso deseaba. Nathan cerró la boca y esperó a ver qué pasaba; en medio de su propio fastidio, confiaba en cierto modo en disfrutar con el desconcierto de Ford.
La mujer que iba hacia ellos llevaba el uniforme del equipo científico; era una dama atractiva, de unos cuarenta y cinco años, muy enérgica, de aspecto muy profesional y que en aquel momento, a juzgar por la expresión de su cara, estaba realmente enfadada. Pasó junto a Nathan, rozándole con el hombro como si él no estuviera allí, levantó la cara directamente hacia Ford y le espetó:
—¡Ya está bien! ¡Basta! Vamos a poner una cosa en claro, ¿de acuerdo? ¡Mi gente no está dispuesta a aceptar que se les trate como si formaran parte del… cargamento! Somos científicos capaces de pensar por nosotros mismos, no unos zánganos militares sin cerebro…
Ford no se apartó ni un centímetro; entrecerró los ojos y le soltó a la científica a la cara:
—¿Cuál es la queja, doctora?
—Gente que está bajo su mando ha ocupado zonas destinadas sin ningún género de dudas a laboratorios de investigación. ¡Quiero que se marchen de allí inmediatamente!
—Permítale recordarle, mi querida doctora, que están ustedes a bordo de un buque militar. Y sus órdenes son…
Los ojos de la mujer comenzaron a lanzar destellos de desprecio.
—¿Órdenes? ¡Yo no recibo órdenes! Éste es un buque de investigación y exploración. Nosotros somos más numerosos que ustedes. Ciento veinticuatro contra ochenta y ocho.
—Eso suena a amenaza.
—¡Vaya, al menos capta usted lo evidente!
—Entienda usted esto…
—¡No me apunte con el dedo!
Nathan no pudo contenerse más. Hasta ese momento había logrado contener la risa, pero aquello último le abrió las compuertas. Empezó a reírse, y de inmediato la científica se volvió en redondo hacia él, desechando la vieja discusión para empezar otra nueva y más alentadora.
—¿Lo encuentra divertido?
—Pues en realidad sí. —Aunque Nathan lo intentaba, no lograba reprimir la risa—. ¿Cómo puede nadie esperar que haya paz duradera en el mundo si ustedes y sus respectivos equipos no consiguen ponerse de acuerdo en nada?
La mujer miró a Nathan lentamente de arriba abajo, sin molestarse en disimular el desprecio que sentía por el hecho de que aquel tipo tan desaliñado se atreviera a aventurar semejante opinión. «Ya me estoy cansando de esta manera de reaccionar. Voy a tener que hacer algo…», pensó Nathan con pesar.
—¿Qué es usted? ¿Una especie de polizón? —le increpó ella.
—Me llamo Bridger.
Aquello al menos surtió efecto, porque el sarcasmo se esfumó como si alguien hubiese accionado un interruptor. La científica parecía estar bastante desconcertada.
—¿Usted es… Nathan Bridger?
Nathan asintió.
—Por lo menos lo era la última vez que lo comprobé.
La mujer movió la cabeza lentamente a un lado y a otro, y una expresión pensativa ocupó el lugar del asombro.
—Yo… conozco la labor que ha hecho usted. Topografía y variaciones termales, ¿no es cierto? He leído los datos que enviaba… desde esa isla suya del Yucatán.
Nathan se permitió una rápida sonrisa. Nunca estaba seguro de hasta qué punto el material que enviaba llegaba a la comunidad de investigación científica; al fin y al cabo, una vez que se extiende el rumor de que uno se está comportando de un modo raro, la gente a veces empieza a cuestionar los hallazgos basándose en que el «estado mental» del que los realiza podría estar contaminándolos.
—¿Le han sido útiles?
—Mucho. En una ocasión intenté ponerme en contacto con usted, pero me dijeron que estaba… —Hizo una pausa, buscando alguna palabra que resultase neutra y sin dejar de mirarle con una expresión llena de curiosidad—. Vaya, que era usted inaccesible. —Nathan no tenía nada que decir a esto de momento—. Mi nombre es Kristin Westphalen —continuó la mujer al cabo de unos segundos—. Doctora en medicina, física oceanógrafa y jefa del equipo científico a bordo de este barco.
—Doctora —la saludó con reconocimiento Nathan, y le tendió la mano mirándola a los ojos.
Él también conocía el trabajo de ella. Era una mujer con una mente incisiva, aunque, a juzgar por el tono de sus escritos, llena de sentido del humor; una mente que no consideraba que ningún hecho fuese demasiado pequeño para no merecer una investigación ni ningún problema lo demasiado grande para no poder abordarlo. Por ejemplo, la institución militar de la OUT al completo. En el rostro de la científica había trazas de ese humor y ese interés, así como una dureza de temple que sobrepasaba todo lo que Nathan hubiera podido esperar.
Y entonces notó que, tras el apretón de manos, ella continuaba estudiándole; no, mirándole más bien de un modo que él no había visto en mucho tiempo. Empezó a preguntarse qué estaría mirando, una vez que ella había superado el nivel de vagabundo de playa. Deliberadamente apartó la mirada.
Westphalen también dejó de mirarle a él.
—Sí, bueno, se me hace tarde para una reunión del personal. Ha sido… muy agradable… conocerle. —Se volvió otra vez hacia Ford y retomó el asunto que la había llevado allí—. No he terminado con esto, comandante. ¡Ni mucho menos!
Dio media vuelta y se alejó.
Ellos la siguieron con la mirada. Nathan se alegraba de que el enfado no hubiera sido contra él. De cerca aquella mujer era como un tifón: violento, pero impresionante.
—Parece estar muy… entregada a su trabajo —le dijo a Ford.
El comandante resopló y contestó:
—Más le vale estarlo. Señor…
Se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó a su vez, decididamente enfadado.
Nathan sonrió ligeramente. Había sido un cambio agradable ver desconcertarse a alguien que no fuera él mismo, muy agradable en verdad. Echó una rápida mirada al lugar donde había estado Westphalen, levantó los ojos hacia el punto por donde se había marchado tan llena de justa ira, sonrió otra vez y continuó con su inspección.
La oscuridad a mil quinientos metros de profundidad es casi total, rota sólo esporádicamente por la luminosidad natural de los peces y los invertebrados que pasan de vez en cuando. Pero hay otras fuentes de luz, incluso tan abajo, salpicando aquí y allá las grandes profundidades.
La Central Energética Gedrick era una de ellas; unas instalaciones enormes, que ocupaban una extensión de varios kilómetros a lo largo del fondo del océano sobre una corteza de lava, arena y nódulos de manganeso. Justo en el centro de toda la instalación se encontraba el complejo de intercambio de calor, situado sobre la principal fuente geotérmica de la central, una enorme grieta en el fondo del océano, a través de la cual se liberaban originalmente en el mar los gases y el agua a alta temperatura procedentes de la masa volcánica que había debajo.
Aquella energía era gratuita e ilimitada. Puesto que no tenía sentido malgastarla, la enorme grieta por donde se escapaba el gas, enterrada entre dos rebordes de casi un kilómetro de longitud, formados por lava antigua, había sido barrenada para dejarla más o menos al mismo nivel. Se sellaron los bordes con nustone y el resto, la apertura principal, se cubrió con un casquete y, luego, se construyeron la conducción y la columna de intercambio, una turbina de tipo estándar activada primero por la presión de los gases que subían y después extrayendo calor de los gases una vez agotada su presión. Otras grietas más pequeñas tenían construidas y selladas sus propias torres de fugas, y sus gases se canalizaban hacia la columna de intercambio principal, puesto que la presión que generaban solía ser insignificante.
Poco después se instalaron los tanques de almacenaje que contendrían el gas para su procesamiento (cuando se enfriaba, emanaba azufre y algunos hidrocarbonos demasiado buenos para desperdiciarlos, teniendo en cuenta que la naturaleza los regalaba de forma tan generosa) y se añadieron también otros tanques para almacenar los líquidos y gases sobrantes tras el procesamiento, bien fueran valiosos productos derivados, bien desperdicios tóxicos y semitóxicos susceptibles de ser separados.
Alrededor de la fuga principal, las otras torres más pequeñas de la central energética traspasaban verticalmente la agobiante oscuridad, salpicando aquí y allá la telaraña de tuberías que iban a los tanques de almacenamiento y a los edificios industriales que proporcionaban accesos y servicios: las oficinas, y las viviendas para el personal de plantilla y para el equipo de mantenimiento y sus familiares. La red de los conductos de conexión era de una complejidad impresionante; haces de tuberías de todas formas y tamaños se entrelazaban unos con otros formando un tejido multidireccional. Unas luces amarillas brillaban en aquellas profundas aguas, delineando las estructuras y las tuberías. En otro tiempo, la central energética hubiera podido confundirse con una de las enormes plantas de procesamiento de petróleo de la costa oeste de Norteamérica. Pero ya no existían, y estas instalaciones eran sus herederas, más limpias, más seguras y capaces de producir una forma de energía mucho más fácil de encontrar y prácticamente inagotable. Cientos de centrales como aquélla se hallaban diseminadas por los fondos de los océanos de todo el mundo, invisibles cimientos de las necesidades energéticas y tecnológicas del nuevo siglo.
Otras fuerzas, igualmente invisibles, se movían en aquellas profundidades. La oscuridad cobijaba la enorme y achatada forma de garrote que se mecía suavemente, una forma propia del siglo anterior, aunque mortal para cualquier época. Con los reactores apagados y la conducción eléctrica produciendo sólo las revoluciones suficientes para aproximarse lenta y silenciosamente, el Delta-IV estudiaba a su presa.
El trazado de la Central Energética Gedrick se extendía como un mapa en una de las pantallas de sensores, brillando con diferentes clases de luz; líneas que indicaban por dónde circulaban los gases fríos y calientes, los caminos de los conductos de energía y, debajo de todo ello, el gran mar de fondo del calor geotérmico, un rojo apagado y semejante al que se ve cuando se cierran los ojos.
El tripulante que se inclinaba sobre aquel despliegue luminoso no tenía ojos para nada más en aquel momento. Marilyn Stark paseaba por el puente oscuro y estrecho sin hacer caso de lo que mostraba la pantalla; reflexionaba sobre las opciones de que disponía, porque incluso una operación tan fácil como aquélla llevaba consigo la posibilidad de que muchas cosas saliesen mal. Si se pasa uno un buen rato preparándose para cualquier contingencia inimaginable, si se tienen a punto respuestas por si ocurre algún desastre, pase lo que pase se conseguirá llegar a la cima; pero, si se descuida aunque sólo sea una posibilidad, se encontrará uno con la amenaza del desastre. Stark paseaba y pensaba, con el entrecejo fruncido.
Maxwell se le acercó en silencio, sin querer romper aquella quietud; ya le había visto perder la calma en alguna ocasión y no era algo que uno quisiese provocar voluntariamente, no si quería tener paz en los días posteriores.
—Estamos aproximándonos a la Central Energética Gedrick, comandante —informó, y esperó órdenes.
La comandante asintió sin responder nada; se limitó a echar una rápida mirada a Maxwell, preguntándose hasta qué punto podría confiar en él. Con aquella tripulación en particular, ella nunca se desahogaba demasiado, pues ya el equipo anterior le servio de escarmiento y le hizo ver lo equivocado que se podía estar si se confiaba demasiado en los demás, si se permitía que los otros supieran lo que uno realmente está pensando. Ni siquiera a Maxwell, el único que le había sido leal, el único que hasta el momento había demostrado ser digno de confianza…, ni siquiera a él podía decirle siempre la verdad. Aquella vocecita que le hablaba desde el fondo de su cabeza le advertía que tuviera cuidado con las confidencias, que no permitiese que ningún otro ser humano conociese demasiado los entresijos de sus propios pensamientos. Siempre existía la posibilidad de una traición, y ésta era más dolorosa cuando procedía de alguien en quien uno había cometido el error de confiar…
Un súbito y confuso movimiento a un lado la puso alerta y la obligó a darse la vuelta. Era Pollack, el oficial de control de armamento de popa, si es que oficial era la palabra que ella buscaba; un tipo grande y torpón, de cara embotada, que se movía lentamente por el barco como un toro borracho, arrojando literalmente aquel enorme peso suyo por todas partes en un intento de dominar a los demás. Mientras el hombre se aproximaba, Stark pensó con disgusto: «Es todo un pirata, pero un pirata de los viejos tiempos. No tiene ni la mitad de la madera que ha de tener un oficial.» Una de las desventajas de hacerse… independiente, como se había hecho ella, era que el personal disponible tendía a ser de una calidad mucho peor de lo que en otra situación ella misma hubiera tolerado. Pero, en aquellas circunstancias, se trataba de uno de los gajes del oficio, y no quedaba más remedio que aguantarse. Al fin y al cabo había un trabajo que hacer y no podía permitir que nada interfiriese en él…
Pollack se detuvo a su lado, demasiado cerca. Stark arrugó la nariz.
—No lo entiendo —dijo el oficial—. ¿Por qué quiere que ataquemos esta central energética?
—Es estratégica —contestó Stark con cierto hastío, y es que, si todavía no había comprendido el objetivo, no serviría de mucho volver a explicárselo.
—¿Para qué? ¡Tenemos todo el combustible que podemos transportar! ¡No tienen nada que merezca la pena llevarse! Deberíamos estar…
La cabeza se le disparó hacia atrás cuando Stark le abofeteó en plena cara. Pollack soltó un gritó. «Como si tú tuvieras voto, pedazo de sapo», pensó Stark con satisfacción al ver que Pollack perdía el equilibrio a causa de la bofetada y luego se incorporaba tambaleante, apretándose la cara con las manos y con el dolor del golpe todavía reflejado en la mirada. La rabia deformaba el rostro del oficial cuando se irguió por encima de ella desde su superior estatura; pero a Stark aquello no la preocupaba lo más mínimo, pues sabía muy bien que, si tenía que hacerlo, podía partirlo en dos. Se quedó mirándole con frialdad.
—No te atrevas nunca a cuestionar mis órdenes —susurró, y dejó transcurrir unos segundos para dejar que aquellas palabras se asentasen en la mente de su subordinado—. Mientras el seaQuest ande por ahí, vosotros nunca tendréis el respeto con que merecéis que os trate la comunidad mundial. Yo destruiré esa nave, pero poniendo mis propias condiciones.
Pollack la miró con verdadero odio y Stark le sostuvo la mirada, se la sostuvo hasta que el oficial no pudo soportarlo más y bajó la vista. Se dio la vuelta y se alejó dando tumbos de nuevo, sin tan siquiera soltar maldiciones en voz baja. Volvió a sentarse en su sillón y miró furioso a la pantalla de su tablero.
Stark paseó la mirada por el puente, atenta a si algún otro pensaba que aquello era una democracia en la cual se tenía derecho al voto. Casi deseaba que alguien pensase así, pues a veces dos lecciones, una después de la otra, daban mucho mejor resultado que una sola. Pero por todo el puente los ojos que se habían alzado para observar cómo reaccionaría Pollack se bajaron apresuradamente hacia los tableros de control. Stark ni se molestó en sonreír. «No tienen carácter. Es una lástima tener que trabajar con un material de tan baja calidad…», pensó.
Reanudó los paseos durante un rato, dejando que las personas que había en el puente volviesen a la normalidad. Al cabo de unos momentos, como sin darle importancia, le preguntó a Maxwell:
—¿Qué población tiene la central energética?
Él no tuvo que consultar ningún registro; se lo sabía, y eso fue algo que le vino muy bien.
—Cincuenta y nueve trabajadores. Con sus familias. En total, ciento veintisiete personas entre hombres, mujeres y niños.
Stark hizo un gesto de asentimiento.
—Perfecto. Pon nuevo rumbo y abandona la marcha silenciosa.
Se quedó esperando, porque había una especie de súplica en la mirada de Maxwell. Stark ya la había visto en un par de ocasiones anteriores y la toleraba… mientras no se convirtiera en algo parecido a la insubordinación. Desde luego, ése era el problema de tener aunque sólo fuera un hombre realmente bueno en el barco, que los buenos a menudo mostraban debilidad, se doblegaban ante la tensión y, en el momento de la verdad, se dispersaban en direcciones imprevisibles. Contempló a Maxwell, a la espera de ver por dónde salía.
—Comandante —le advirtió él—, si recuperamos la marcha normal, el seaQuest se dará cuenta de que estamos aquí.
Stark le miró.
—Antes de que hayamos terminado con esto —afirmó rotunda—, el mundo entero sabrá que estamos aquí.
Maxwell se acercó lo suficiente como para que sólo ella pudiera oírlo.
—¿Está segura de que es la única solución, comandante? —le preguntó en voz baja, y volvió a notarse el tono de súplica en su voz—. Quizá podríamos…
—No —le cortó la comandante rápidamente, antes de que llegara a decir algo que le hiciera a ella preguntarse si en realidad aquel hombre le era más útil que Pollack—. En la guerra no hay inocentes.
En silencio, sin mover un solo músculo del rostro, Maxwell dio media vuelta y volvió a sus obligaciones. Stark le siguió con la mirada sólo un momento, lamentando un poco que no fuese capaz de ver las cosas por sí mismo, que alguien tuviera que decirle que estaban en guerra. Era ésa la gran diferencia, y siempre lo sería, entre un oficial como él y una comandante como ella.
Se puso a pasear en la penumbra, pensando, y esperando el momento de actuar.
El puente estaba de bote en bote cuando llegó; parecía que la tripulación se hubiese duplicado desde la última vez que él estuvo allí, y Nathan se alegró de nuevo de que fuese tan espacioso, porque, de otro modo, aquel lugar habría parecido un zoo. No había manera de pensar correctamente cuando a uno continuamente se le cruzaban en el camino otras personas, tropezándose entre sí y pisándose mientras iban y venían de sus puestos.
Miró a su alrededor y vio a Ford y a Hitchcock junto a la mesa de comunicaciones. O’Neill estaba sentado y escuchaba atentamente con los auriculares, mientras sus dos superiores se inclinaban sobre él y le observaban.
Se unió a ellos y los saludó con la cabeza de uno en uno.
—¿Quería verme, señor Ford?
Ford le miró rápida y brevemente de reojo; no quería apartar la vista del tablero por mucho tiempo.
—Estamos recibiendo una llamada de socorro.
—¿Por qué me lo dice a mí?
Ford le miró a los ojos.
—Las normas de la OUT me obligan a informar de cualquier situación de emergencia al oficial de mayor rango que se encuentre a bordo. Y ése es usted.
Volvió de nuevo al asunto que acaparaba su atención, con el aire de alguien que ha logrado desembarazarse de una tarea rutinaria e innecesaria. Bridger titubeó, pero le ganó la curiosidad y avanzó un poco para ponerse junto a Ford cerca del puesto de O’Neill.
—¿Cuál es la fuente de la llamada?
Ford le miró y contestó:
—La Central Energética Gedrick. Por lo visto se encuentra bajo alguna clase de ataque. Se desconoce el agresor.
—La señal se debilita por momentos —indicó O’Neill, entornando los párpados con preocupación—. Al parecer han hecho saltar las defensas de la central, las pocas defensas que tenían. Informan de que han sufrido numerosas bajas, señor. Y el ataque continúa.
Hitchcock miró a Ford y observó:
—Ésta podría ser la primera misión del seaQuest desde que se encuentra bajo el mando de la OUT. Quizá debería usted ponerse en contacto con Pearl para pedirle órdenes específicas antes de que…
O’Neill meneó la cabeza.
—No se puede, teniente. Estamos a demasiada profundidad para conseguir rápidamente comunicación directa, señor.
—¿A qué distancia está la boya de comunicaciones más cercana?
O’Neill consultó sus aparatos y frunció el entrecejo; Nathan oyó al jefe de comunicaciones maldecir brevemente en voz baja.
—A casi quinientos kilómetros en dirección opuesta. Es un largo rodeo.
Bridger se inclinó para echar un vistazo a las lecturas del tablero de comunicaciones, mucho más interesado por sus propias implicaciones que por la situación política.
—¿Y a qué distancia estamos de la central? —quiso saber.
O’Neill miró primero fugazmente a Ford, que le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y luego contestó:
—Está en una frontera, en parte del territorio Gedrick. Distancia, cuarenta y ocho kilómetros; profundidad, mil quinientos metros.
Nathan hizo un cálculo mentalmente; dos veces, para estar más seguro.
—Con estas corrientes, podríamos llegar allí en veinte minutos.
Ford respiró profundamente; tan alto, o por lo menos eso le pareció a Nathan, que estaba a su lado, que pareció más un jadeo que otra cosa. Pero el rostro de Ford seguía estando sereno. Se volvió hacia Nathan en una postura extrañamente erguida, una pose oficial.
—Capitán —declaró—, estoy dispuesto a cederle el mando del seaQuest en este mismo momento.
—¿Qué…?
Bridger captó el nerviosismo en la voz de Hitchcock y vio la preocupación, disimulada de inmediato, que se le reflejó en el rostro; se trataba en su mayor parte de una seria duda, teñida de cierta intranquilidad por Ford. Hizo un esfuerzo para pasar por alto aquello, al menos de momento, se incorporó desde la posición en que se encontraba, examinando las lecturas en el tablero, y pasó por alto también la mirada asustada de O’Neill.
—¿Cómo dice?
Ford titubeó un segundo y repitió:
—Sólo me preguntaba si el capitán querría asumir el mando en este momento.
Todos los que se encontraban en el puente los miraban, esperando a ver qué sucedía. «¿Cuánto le habrá costado a este hombre hacer semejante ofrecimiento, lo haya hecho de grado o a la fuerza?», se preguntó Nathan y, por un momento, sus pensamientos se ocuparon de nuevo en lo que iba a hacerle a Noyce cuando saliera de aquella desamparada embarcación; utilizaría, desde luego, algo lento, como plomo derretido o aceite hirviendo. «Pero eso puede esperar. Mientras tanto, no puedo debilitar la autoridad de Ford ante su gente; él se ha entrenado con ellos, él ha trabajado con ellos durante todo este tiempo…»
Hizo lo único que se le ocurrió para relajar la tensión: se echó a reír. Todos los presentes intercambiaron miradas de asombro. Resultaba evidente que nadie en el puente se esperaba aquella reacción.
—Perdone —se excusó—. Me ha cogido totalmente por sorpresa. —Miró a Ford durante un momento y añadió—: No me parece usted de la clase de oficiales que esconden la cabeza a la primera oportunidad que se les presenta de tomar una decisión de mando, comandante. —Hizo una mueca irónica—. Me parece que sé bajo las órdenes de quién está usted actuando y, si él estuviera aquí ahora mismo, le sacaría los ojos a puñetazos… de parte de los dos, de usted y de mí. —Aquello no era suficiente, pues todo el mundo permaneció de pie, quieto y demasiado silencioso, y no era precisamente un momento para distraerse—. La respuesta es no, comandante —continuó Nathan, en un tono de voz más alto—. Yo sólo estoy aquí para dar un paseo. Usted es quien está al mando.
Fueron perceptibles los ligeros movimientos de los presentes en el puente, así como los leves suspiros nasales al ser liberada la respiración contenida. El propio Bridger soltó un suspiro sin dejar de mirar a Ford a los ojos. Sus sentimientos eran horriblemente complejos, y por el rabillo del ojo pudo ver a Crocker mirándole desilusionado. Aquella mirada le dolió un poco, pero no podía permitirse el lujo de dejar que le preocupase. «Tomar otra vez el mando…, sí, pero nunca en estas circunstancias. Nada de quitarle su primer mando a un joven sólo porque Bill Noyce creyó que eso me halagaría…, ni hablar.»
Ford todavía no había apartado su mirada, parecía estar buscando atentamente algo en el rostro de Nathan y él le dejó que se tomase su tiempo, preguntándose qué sería lo que andaba buscando. ¿Acaso un signo de cobardía? Era una palabra dura, pero posible. Nathan comprendía que un hombre pudiera sospechar tal cosa de otro que llevaba seis años huyendo del «mundo real» y de pronto se veía presionado para volver a él. Ciertamente, no se podía esperar ver demasiada disposición. Y el miedo tampoco resultaría sorprendente, teniendo en cuenta, además, que Nathan no iba a negar que lo tenía.
Ford se dio la vuelta hacia O’Neill.
—Proporcione a Navegación las coordenadas de la central energética —ordenó—. Navegación, ponga un nuevo rumbo. ¡Orientación directa! Timonel y todos los demás, a sus puestos. ¡Prepárense para un próximo cambio de rumbo y velocidad!
Los miembros de la tripulación empezaron a ocuparse de sus cometidos en el puente con cierta rapidez, casi como agradeciendo el alivio de aquellos momentos de tensión o la nueva sensación de urgencia. Bridger lo observaba todo y se sorprendió al comprobar que sentía cierta melancolía; todos tenían una tarea que hacer y todos la hacían, y evidentemente lo habían hecho antes por separado y ahora lo hacían juntos. «Como si te necesitasen para algo», le dijo con desprecio una voz en el fondo de su mente, aunque en parte complacida. Estaba claro que había hecho lo correcto. La tripulación ni le necesitó el día anterior para cumplir con su trabajo ni le necesitaba en ese momento. «Lo mismo que yo no los necesito a ellos», pensó.
Pero, de algún modo, aquella idea no le hizo sentirse mejor.
El barco empezó a inclinarse para dar la vuelta, cambiando de rumbo a toda velocidad. Nathan se marchó del puente y no se sorprendió cuando, al volverse a mirar desde la puerta, vio que nadie había notado su ausencia.
En la cubierta superior el agua chapoteaba hacia babor, salpicando el suelo y hasta más allá del canalillo de desagüe del tanque en forma de luna. Nathan se quedó mirando aquello y sus pensamientos se tranquilizaron en seguida con el suave y repetitivo sonido.
Al cabo de unos cuantos chapoteos, apareció Darwin en el estanque, salió a la superficie y, manteniéndose en equilibrio sobre la cola, se alzó en posición vertical fuera del agua, mirando a Nathan. Charloteó y, en un tono cargado de interés, se oyó la voz del ordenador:
—¿Qué… pasar?
—Estamos dando la vuelta —respondió Bridger.
Darwin se deslizó de nuevo dentro del agua, sin dejar de mirar a Nathan.
—¿Nosotros… volver? No entiendo.
—El barco…, esta cueva en la que estamos… —Respiró hondo, preguntándose cómo iba a explicarle aquello al delfín. Los sistemas de propulsión, la construcción de barcos, la investigación submarina, el mantenimiento de la paz… Pero ¿por dónde empezar con un ser que siempre, literalmente, se las había arreglado por sí mismo? Habría sido más fácil si le hubiese preguntado: «¿Qué es la verdad?» De ese modo, él podría haberse marchado desentendiéndose del asunto—. Ya te lo explicaré más tarde —le dijo, sintiendo que resultaba en extremo poco convincente.
—Mucho que explicar más tarde.
Había un claro tono de ironía en la voz, y Nathan sospechó que Darwin sabía lo confuso que se sentía y que disfrutaba con el cambio de papeles.
—Si —asintió Nathan—. Mucho…
Y pensó que cuanto antes empezase, mejor, porque, al parecer, la vida futura de Darwin iba a estar mucho más llena de actividad de lo que lo había estado hasta entonces. «Darwin jugar aquí», había dicho el delfín. ¿Qué haría cuando Nathan le explicase que aquello no era más que un paseo de veinticuatro horas, que tenía que volver a la isla, y le dijera: «Vamos, Darwin, vámonos a casa»?
Seguramente querría quedarse allí y a Nathan le daba un poco de pena, pero de momento no se le ocurría ninguna otra solución. Si un amigo suyo hubiera hecho que de repente él se introdujese en una fascinante cultura extraterrestre, llena de tecnologías avanzadas, incluida una que hiciera posible comunicarse de verdad con otras especies, y luego, un día más tarde, después de permitirle saborear las maravillas del nuevo mundo, le dijera que se volvían a casa…; bueno, pues Bridger sabía perfectamente bien lo que él habría dicho, se tratase o no de un amigo.
¿Cómo iba a ser de otra manera para Darwin? Porque estaba claro que aquel lugar le fascinaba, y Nathan no podía permitir que sus propios deseos interfiriesen en lo que era seguro que Darwin quería y en lo que, a largo plazo, sería mejor para él. Siempre fue consciente de que el delfín era muy inteligente, pero la relación entre ellos había sido en todo momento parecida a la existente entre un hombre y un perro, aunque más compleja, pues Nathan era quien tomaba la iniciativa, sugiriendo líneas de acción, y Darwin cooperaba. Sin embargo, gracias a la traducción tecnológica, la pelota se encontraba en el otro campo, en el del delfín. O sea que Darwin podía dar a conocer sus propios deseos y así lo había hecho. ¿Por qué iba a conformarse con volver a ser un «perro», para responder a signos manuales, recoger muestras de rocas y escuchar los monólogos de Nathan, cuando podía tener esa otra vida, en la que contestar y preguntar, en la que descubrir cosas?
«Otro motivo más para organizarle a Bill Noyce la gran bronca, el haber causado el final de una hermosa amistad», pensó Nathan con tristeza.
—Darwin —le llamó.
Algo se estrelló en el agua cerca de ambos, salpicando ligeramente a Nathan; Darwin y él miraron desconcertados al objeto. Era un juguete acuático de vivos colores y muchas caras, un flotador inflable, de forma geodésica y fabricado con una clase de plástico muy duradero que indicaba que su diseñador sabía que se iba a utilizar para jugar con miembros de especies dotadas de dientes afilados.
—¡Eh, tú, pez que respira!
Darwin y Bridger levantaron la vista al mismo tiempo. Lucas estaba junto al estanque, con una chaqueta encima de la camisa de franela, una chaqueta absolutamente adornada con una colección de insignias de misiones que entrechocaban entre sí ruidosamente, algunas de las cuales eran antiguallas muy estimadas y muy usadas, a juzgar por lo manchadas y estropeadas que se encontraban; entre otras, Nathan reconoció la insignia original del Challenger, sin la banda negra, y a su lado una, muy antigua, de la Aviación Soviética. Era un conjunto de lo más extravagante. Lo que tenía aspecto de ser un ordenador portátil, igualmente muy usado, colgaba de uno de los hombros del muchacho mediante una correa. Darwin comenzó a parlotear bullicioso al verle, y la voz del traductor tecnológico sonó cargada de placer:
—¡Lucas!
El muchacho sonrió con el mismo placer.
—Te he traído eso para que te entretengas. Es un regalo.
—¿Regalo?
El delfín se sumergió en el agua y golpeó la superficie con la barbilla, un gesto que Nathan le había visto emplear a veces para indicar que no entendía algo.
Lucas levantó las cejas.
—Ya veo. No entiendes la palabra «regalo». Pues deberías, porque tendría que estar en la base de datos… —Se descolgó el ordenador portátil, se acercó a uno de los muchos tableros de mandos que había junto a las paredes de la estancia, enchufó el ordenador y utilizó brevemente el teclado portátil—. ¿Qué te parece? No está ahí dentro. ¿Dónde habrá ido a parar? Bueno, espera, puedo solucionarlo. —Continuó apretando teclas, frunciendo el entrecejo de vez en cuando y después relajando la expresión, como si estuviera resolviendo un problema satisfactoriamente. Al cabo de un minuto más o menos, al levantar la vista un momento, mientras esperaba a que el ordenador procesara unos datos, pareció darse cuenta por primera vez de la presencia de Nathan—. ¿Cómo le va?
Nathan le respondió con un movimiento de cabeza y continuó sentado, sin dejar de observarle. Seguía tratando de enfrentarse a aquel aire de suficiencia del muchacho y su reacción no estaba exenta de ciertos celos; pero, al mismo tiempo, una especie de secreta fascinación crecía en su interior. Allí estaba, un chico que, con sólo quince años, había conseguido algo que Nathan no fue capaz de lograr tras muchos años de investigación. Quizá tuviera algo que aprender de él…
Contempló cómo trabajaba Lucas. Fuera como fuese, el muchacho era un mecanógrafo de mil diablos; ni siquiera una sola vez miraba al teclado, sólo la pantalla por encima de las teclas. Nathan sintió una punzada de envidia que no era propia de él, y es que, cada vez que conseguía acercarse a una velocidad que no era ni con mucho la mitad de aquélla, siempre le parecía que los dedos se le iban a enredar y empezaba a hacerse un lío con lo que fuera que estuviese haciendo. Pero Lucas no tenía ese tipo de problemas.
—Debe de haberse perdido algo en la última carga sintáctica de sustantivos —masculló el muchacho, sin darse cuenta, al parecer, de la curiosidad de Nathan—. O puede que hubiese alguna clase de conflicto con la utilidad del grupo de los adverbios irregulares cuando entró la última carga de vocabulario. A veces pasa… —Al cabo de pocos segundos, dio por concluidas las entradas ejecutando una deliberada floritura con los dedos, similar a la de un concertista de piano. Luego, miró por encima del hombro al tanque y a Darwin, que estaba observándole—. Vale, Darwin. La palabra es «regalo». Ese juguete es mi «regalo» para ti.
El delfín escuchó la traducción en su terminal del ordenador.
—Regalo —dijo al cabo de un momento—. Vale. Cosa dada; nada esperado a cambio. —Darwin hizo una acrobacia con la cola, giró sobre sí mismo y quedó boca abajo cerca de la superficie—. Darwin… ¿lo juega ahora?
—Juega «con» él.
—Con —repitió Darwin, dando golpes de impaciencia con la cola en el agua.
Lucas sonrió.
—Sí, juega como un loco.
El delfín le miró.
—¿Como un loco?
—Juega. Ve a jugar.
Darwin se alejó nadando en un arranque de complacida felicidad, sacó el juguete de debajo del agua con la nariz, le dio varias vueltas, lo cogió y lo sumergió consigo debajo del agua. Lucas lo estuvo observando durante un momento, satisfecho, y luego se volvió y desconectó el ordenador portátil.
«Él y mi delfín se han hecho muy amigos», pensó Nathan; pero apartó aquel pensamiento, avergonzado y sintiendo punzadas de culpabilidad por haber llamado «suyo» a Darwin, aunque hubiera sido en tono protector. Darwin era un ser inteligente, y Nathan no quería poseerle, como no querría poseer a otro ser humano. Ya estaba empezando a sospechar que seguramente Darwin tendría sus propias ideas respecto a aquel tema, un tema que pensaba comentar con él, tranquilamente y con detalle, antes de que tuvieran que separarse.
Seleccionó un par de formas de iniciar la conversación con el muchacho y se decidió por la más inocente.
—¿Cuánto tiempo te llevó hacer ese programa?
Lucas le miró, algo sorprendido, y sonrió.
—Todavía no lo he terminado. Ya lo ha visto.
—El código central, quiero decir.
—Aproximadamente un año… Lo del automuestreo fue lo más difícil. Sólo eso me llevó seis meses.
—¿Cuántas líneas?
—Noventa y pico mil. Hace tiempo que perdí la cuenta. —Adoptó una súbita expresión de tristeza—. No está libre de error…
—¿Acaso hay algún programa que lo esté?
Nathan recordaba sus propias frustraciones.
—No. —Lucas terminó de recoger su ordenador—. Pero supongo que merece la pena. —Señaló con la cabeza a Darwin, que se distraía con el juguete nuevo, y la expresión de tristeza se disipó de pronto—. Ayuda tener a alguien con quien hablar sin que me esté regañando todo el tiempo. Límpiate —imitó con sarcasmo—, córtate el pelo, saca la nariz de ese libro, ponte derecho…
Nathan alzó ligeramente una ceja y comentó en voz baja:
—Lo del corte de pelo puede que no fuera mala idea.
Lucas resopló y le miró con gesto burlón.
—A ver si se lo corta usted primero.
Se despidió haciendo un gesto con la mano y salió a toda prisa de la estancia, con aspecto de estar insufriblemente satisfecho de sí mismo.
—Delfines que hablan —refunfuñó Nathan en voz baja, y Darwin, quizá pensando que se había dirigido a él, sacó la cabeza del agua y, al ver que no era así, volvió a sumergirse con el juguete—. ¡Críos! ¿Qué más puede ocurrir ahora…?
Algo se introdujo en la estancia a través de la escotilla, a muy poca altura del suelo. Era algo de color rosa y Bridger lo miró sorprendido y al principio creyó que se trataba de otro juguete, de alguna clase de juguete de peluche para alguien, en su opinión, de unos tres años de edad; pero advirtió en seguida que aquello peludo y rosa le devolvía la mirada a través de dos ojitos negros tan pequeños como cuentas. La cosa rosa —un perro de lanas del tamaño de una taza de té, por lo que, sin salir de su asombro, Nathan pudo distinguir— empezó a ladrarle o, más bien, a emitir el agudo sonido propio de los cachorros de perro; una interminable serie de sonidos, unos gritos agudos que resonaban y traqueteaban por todo el recinto del tanque y que eran capaces de despertar a un muerto.
Nathan se quedó mirándole. Parecía la única reacción posible.
Unos segundos más tarde, una mujer de pelo oscuro, vestida con el uniforme de científico, entró apresuradamente, recogió del suelo al animalito y se dispuso a marcharse de nuevo.
—Perdone… —le dijo a Nathan y, cuando ya se retiraba, comenzó a regañar al perrito—: Lucrecia, eres muy traviesa, no tienes que ladrarle a ese pececito tan bonito, que no es un pez, sino un mamífero, desde luego, pero eso no importa ahora, y ven a tomarte tu rica cena…
Nathan se quedó sentado muy quieto y empezó a hacer un silencioso inventario de su cordura.
La tranquilidad no imperaba en todas partes.
El agua de mar a presión transmite el sonido a más velocidad que el aire —casi cuatro veces más rápido, dependiendo de las temperaturas locales—, de modo que cualquier barco en las cercanías podía haber oído enseguida, sin demasiados problemas, los ruidos procedentes de la Central Energética Gedrick. No se trataba del retumbar benigno que es habitual en el fondo del mar, esos largos gemidos graves, tan familiares para quienes normalmente se ocupan de los emplazamientos submarinos geotérmicos, que se producen por los corrimientos de los estratos y de las plataformas terrestres; el retumbar que se oía en esos momentos era más devastador, el espantoso sonido condensado de las explosiones a corta distancia, de los objetos de metal crujiendo, tensándose y saltando en pedazos, de los recipientes de compresión al perder su contenido bajo el bombardeo de los torpedos de E-plasma. Los destellos de los torpedos, al igual que el destello del relámpago que precede al trueno, precedían a las explosiones en uno o dos segundos como mucho; luego, el fondo del mar, y todo lo que había sobre él, se tambaleaba.
Los tanques más grandes de almacenaje de gas de la central energética ya estaban partidos en dos y abiertos como huevos, con el caparazón exterior de metal todavía siseando a causa de la electricidad residual de la carga de E-plasma que los había destruido. Por todas partes, torres y tuberías dobladas se inclinaban hacia abajo y hacia fuera, como árboles aplastados por el golpe de un meteorito. Otro torpedo de E-plasma se acercó silbando, localizó el objetivo, ascendió en medio de un cegador destello de carga contenida y voló otro grupo de tuberías y conductos. Y, sobre el nuevo grupo destruido, silenciosa y enorme, la negra y encorvada silueta del Delta-IV apareció deslizándose entre las aguas, propagando truenos y relámpagos a su paso.
En el puente a oscuras del submarino, Marilyn Stark se hallaba inclinada sobre su oficial de control de tiro, vigilándole hasta el más mínimo movimiento; en silencio, pero con el mismo silencio del gato que vigila al ratón y espera pacientemente a que haga algo lo suficientemente interesante como para provocar que las garras bajen sobre él. El hombre sudaba tinta con la doble tensión que suponía hacer el trabajo correctamente y tener que hacerlo bajo aquella mirada silenciosa e implacable. En todo el puente, nadie más se atrevía a mirarlos a ellos dos; todos tenían miedo de hacer algo que atrajera la atención de la comandante.
El único que se movió fue Maxwell, que se acercó hasta ponerse al lado de Stark, aunque sin hacer ruido. Tenía el rostro bañado en sudor.
—¡Comandante! —dijo—. ¡Acabamos de recibir un mensaje! Ha habido respuesta a la llamada de socorro de la central. El seaQuest se halla en camino.
Stark asintió y sonrió, y fue una íntima sonrisita de satisfacción. «No mucho más ya. Resolveremos esta pequeña… dificultad… en muy poco tiempo. Aunque a mí la espera se me hará muy larga… Pero todavía puedo tener paciencia durante un rato más», pensó.
Apartado en un lateral, Pollack hizo balancear su cabeza. Tenía la cara desfigurada por el pánico.
—Tranquilo, señor Pollack —le recomendó Stark con voz sosegada.
Pero la tranquilidad no estaba entre las posibilidades de Pollack en aquellos momentos.
—¡Comandante, le ruego que lo reconsidere! ¡No tenemos nada que hacer frente a ese…, ese monstruo!
«Realmente voy a tener que hacer algo respecto a este hombre. Es cierto que me lo habían recomendado mucho por sus virtudes, pero en lo concerniente a la disciplina es un caso perdido», pensó Stark.
—Tenemos cosas que hacer y las haremos —le replicó—. Ya se lo expliqué antes, es la única manera de obtener la victoria para la causa.
—¿La causa? —exclamó Pollack, y la miró boquiabierto—. ¡Menuda causa! ¡Esto no es más que una venganza! ¡Todo el mundo sabe que usted fue comandante del seaQuest! ¡Todo el mundo sabe que la destituyeron del mando!
—Basta ya —le ordenó ella en voz baja.
Pero estaba claro que Pollack ya no oía nada, ni siquiera el tono de la voz de su comandante.
—¡Lo único que pretende hacer ahora es devolver el golpe! ¡Y si para ello hace falta matar a toda esta tripulación, está dispuesta a hacerlo! ¡Bien, pues yo no estoy dispuesto a formar parte del sacrificio! ¡Voy a poner rumbo fuera de aquí ahora mismo!
Se volvió hacia su tablero de mandos y se puso frenéticamente a hacer cambios en las constantes; un giro de ciento ochenta grados, advirtió Stark con sólo una breve mirada.
—¡Señor Pollack! —le llamó.
Algo en el tono de la comandante le hizo detenerse y darse la vuelta… justo a tiempo de ver la pistola aletargadora que le apuntaba al pecho. Abrió los ojos de par en par, pero no tanto como cuando le alcanzó el disparo. La descarga de energía hizo que los músculos se le convulsionaran de tal manera que fueron éstos, más que la descarga en sí, los que le lanzaron de espaldas sobre el tablero de mandos. Cayó desplomado al suelo, con la boca floja y los ojos todavía abiertos, aunque ya sin ver nada, y los miembros contrayéndose a medida que los residuos de la descarga salían disparados al azar por todas las terminaciones nerviosas. La tripulación observaba la escena fijamente, tan horrorizados por el semblante tranquilo de la comandante como por el estado en que se hallaba Pollack.
Aquello le convenía a Stark.
—Una vez tuve un lugarteniente que se atrevió a contravenir mis órdenes —dijo en tono pensativo—. Y no estoy dispuesta a consentir que haya otro… —Echó una mirada a su alrededor—. ¿Hay alguien más que piense que puede gobernar este barco mejor que yo? —El silencio era absoluto—. ¿Nadie? ¿No hay ni siquiera uno de ustedes que quiera dar un paso adelante y desafiar al seaQuest? —De nuevo el silencio, y Stark sonrió—. Ya me lo parecía. Si quieren ustedes ganar, yo les enseñaré cómo; si lo que quieren es morir, también puedo ocuparme de ello. ¡Pero no cuestionen nunca mis órdenes!
Todos dieron la impresión de cobrar un nuevo y anormal interés por sus aparatos, prefiriendo la insulsa mirada mecánica a la helada expresión amenazadora de los ojos de Stark.
—Marque el rumbo de nuevo, señor Maxwell —le ordenó Stark—. Preparados para ponernos en marcha.
—A la orden —contestó en voz baja Maxwell, y se puso inmediatamente a ello.
Stark se instaló en su sillón y se quedó mirando hacia la oscuridad exterior.