Trece meses más tarde, la oscuridad había pasado y brillaba la luz en todas partes.
El azul ardiente de una tarde clara en el Caribe es difícil de creer, aunque se encuentre uno inmerso en él. El cielo se mira en el mar y el mar refleja el cielo… hasta que la mirada queda desconcertada y busca algún sitio donde descansar, cualquier lugar, cualquier diferencia de color. La calidez y la claridad del agua revelan de forma evidente lo que otros mares situados más al norte no pueden: detalles del color y de la textura del fondo y, de manera muy especial, detalles de las profundidades. Aquí y allá, mar adentro, a medida que el blanco y el rosa de la arena se van oscureciendo pasando de un tono opalino al turquesa y verdoso, aparece algo abrupto que viene a romper la suave transición de los matices; una súbita mancha o un agujero de un color índigo puro e intenso, indicio de aguas mucho más profundas; un agujero azul que lleva hacia abajo y quizás a otra parte, lejos. Los fondos de mar no son sólidos en esta zona; han conocido demasiada actividad durante los cuatro o cinco últimos milenios y, por todas partes, en la cálida oscuridad hay cuevas y túneles en el sustrato para aquellos que saben cómo encontrarlos.
Uno de estos seres se deslizaba a unos cuantos metros por debajo de la superficie, sobre la profunda inclinación de uno de los agujeros, cuando oyó el ruido por encima de él. El delfín volvió la cabeza hacia arriba; a pesar de la escasa conductividad que tiene en el agua el sonido llegado con fuerza desde fuera, se dio cuenta de que aquello no era en absoluto normal, así que se dirigió a la superficie.
Cuando la elegante y brillante cabeza en punta irrumpió en la superficie, el ruido se le hizo casi insoportable, retumbando y rugiendo sobre la piel con un estruendo grave y monótono que golpeaba el agua de la laguna y espantaba los pájaros de todos los árboles que alcanzaba la vista. El delfín dio un respingo y levantó la cabeza mientras la maciza y angulosa forma se abría paso por el agua, hendiendo las olas en medio de un remolino de espuma cremosa y avanzando con la rapidez de un tiburón, aunque ni con mucho igual de silenciosa. El vehículo se dirigió a las costas de la isla que rodeaban aquel agujero en el agua, aminoró la velocidad al acercarse a la playa y empezó a asentarse, produciendo al hacerlo una gran tormenta de arena y mucho ruido. Por fin se quedó quieto sobre la arena, y el delfín lo observó durante un momento mientras algo semejante a una boca se abría en uno de los costados. Vio movimiento en el interior oscuro y aquello le hizo decidir lo que tenía que hacer, así que, con mucho menos alboroto que el que había producido el hovercraft, se sumergió de nuevo.
De un pozo azul situado no demasiado lejos de allí, la silueta del delfín salió de nuevo a la superficie y, justo a su lado, emergió del agua un hombre que llevaba por todo atuendo el bronceado del sol y del aire. Se sacudió el agua de los oídos y se dirigió a la orilla con los peces que tenía ensartados en el arpón; sacudió la ropa que había dejado colgada en una rama cercana, se la puso, echó a andar y se adentró en la maleza.
El hombre subió por el sendero abierto entre las plantas tropicales, apartándolas a los lados mientras de vez en cuando mascullaba algo cuando alguna de ellas se saltaba y le golpeaba en los ojos. «Debería coger un machete para evitar esto. Se están descontrolando otra vez. Pero ¿quién tiene tiempo?», pensó. Se cambió de mano el arpón con los peces, movió los hombros para colocarse bien el dispositivo de vigilancia que llevaba colgado de una cinta gastada, apartó otra gran rama de buganvilla y salió a los bordes del claro.
Y allí se detuvo. Había personas, personas de uniforme, a la puerta de su casa. Prácticamente dentro de ella.
Sus ojos se estrecharon en la cara rugosa, como un cepo a punto de cerrarse. Podía imaginarse lo que aquella gente pensaría de la casa. Bueno, el exterior, de todos modos, no era más que una barraca con el techo de paja sujeto sobre unos postes, pero el modo en que todas aquellas personas se congregaban en la rampa que conducía a la puerta principal, mirando con ojos desorbitados el interior, indicaba que el contenido de la casa los había cogido por sorpresa. «Estupendo», pensó con cierto fastidio.
Esperó un momento, pensativo, y decidió tomárselo a la ligera. Salió de debajo del refugio que le proporcionaban las palmeras y echó a andar a grandes zancadas, silbando, y fue apartando a aquellas personas con los hombros, excusándose educadamente mientras subía por la rampa.
—Disculpe. Perdone. Permítame pasar… Lo siento mucho…
Pasó por delante de aquellas caras atónitas, y entró en la casa, advirtiendo que no dejaban de mirar fijamente a su espalda y sonriendo ligeramente al comprobar el desconcierto que les producía. Si se habían sorprendido con lo que había dentro de la casa, sólo el cielo podía saber lo que estarían pensando de él: totalmente bronceado, con la barba desaliñada, un arpón de pesca perversamente afilado que tenía ensartados tres grandes peces azules y vestido con una ajada y descolorida camisa hawaiana y unos pantalones cortos viejos de color caqui, sandalias y una gorra de béisbol que se había hecho él mismo con tiras de hojas de palma y que lucía, entretejidas encima, las iniciales NY de los Yankees. «Un auténtico mamarracho», pensó, mientras echaba una ojeada alrededor para asegurarse de que nadie se hubiera introducido en la casa para toquetearle el equipo.
Tenía bastantes cosas, pero era la parte correspondiente a la cocina lo que le interesaba en aquellos momentos. Había lavado los peces en el agua al borde del mar, así que los desenganchó del arpón, cogió un cuchillo y comenzó a prepararlos. Los visitantes aprovecharon la circunstancia para entrar tras él en la habitación principal y se quedaron mirándolo todo. Bueno, pues que mirasen. Apiñado en aquel espacio de menos de cuatro metros cuadrados, alineado contra las toscas paredes, había suficiente material y equipo científico como para que a cualquier observador fortuito le recordase una estación de control casera o, más probablemente, el puente de algún barco protagonista de una serie de televisión. Escogido cuidadosamente todo ello a lo largo de varios años, para hacer exactamente aquello que él necesitaba y sin tener en cuenta el precio, los instrumentos y los ordenadores de control allí almacenados permanecían cumpliendo su función en silencio y alimentados por acumuladores.
Una de aquellas personas, una mujer, se adelantó unos pasos y lo miró. Llevaba el mismo uniforme, propio del trópico, que los demás, iba en mangas de camisa y lucía los galones que indicaban el grado de comandante general cosidos en las presillas de los hombros, además de una diminuta placa, en la que ponía «Webber», sobre uno de los bolsillos de la camisa.
—¿Capitán de navío Bridger…?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza, puso a un lado un pescado y empezó con el segundo.
—¿Bridger? —Aplastó el pescado, lo que produjo un crujido, y sacó la espina y las costillas de una sola vez—. Bridger… No, por aquí no hay ningún Bridger. ¿Han probado ustedes en el otro lado de la isla, alrededor de la calle Setenta y Siete? Creo que por allí hay algún Bridger. Pero tenga en cuenta que se va a trabajar temprano, así que será mejor que se den prisa. —Inclinó la cabeza hacia la mujer, con un gesto similar al que hacen dos desconocidos al cruzarse en la calle, y pasó por delante de ella; luego miró a otro de los intrusos y sometió al hombre a un lento examen de la cabeza a los pies—. Bonito atuendo.
Eso fue todo.
Webber lo miró con incredulidad y le hizo una seña al oficial cuya pulcra apariencia de oficina de reclutamiento había sido tan despreciada. Éste se adelantó hasta ponerse junto a ella y le ofreció un pequeño bloc en el que había algo escrito. Webber le echó un vistazo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió.
El segundo pez estaba listo y el desaliñado habitante de la playa alargó el brazo, tomó una sartén y vertió en ella un poco de aceite de oliva, haciendo caso omiso por completo de aquellas dos personas que, tras echar una ojeada al escrito, le miraron a él otra vez.
—El hombre al que estamos buscando se llama Nathan Bridger —insistió Webber—. Años atrás fue capitán de navío de la Marina norteamericana y sirvió durante nueve años en las fuerzas de la Confederación del Pacífico Norte como comandante de submarino. Todo el mundo, incluso sus enemigos, y sobre todo éstos, decía que era el mejor.
«Qué conmovedor», pensó él, y cogió un molinillo de pimienta.
—No puedo ayudarle, querida. No conozco a ese tipo, lo siento. No soy más que un científico muerto de hambre.
Le dedicó un guiño alegre y malicioso que a ella la desconcertó momentáneamente, de manera que tuvo que volver a consultar el escrito.
—Geología marina —leyó en voz alta, sin molestarse en disimular el matiz cada vez más dubitativo de su voz—. Título superior. Condecorado siete veces…
—Ocho —puntualizó él con aire ausente, y le echó una mirada al reloj—. En punto. ¡Cielos, cómo pasa el tiempo!
Se encogió de hombros y no hizo caso alguno de la sonrisa de satisfacción que cruzó el rostro de la comandante Webber. Aquel pequeño descuido había sido suficiente para ella, pero él tenía otras cosas más importantes que hacer. Desayunar, por ejemplo. Puso la sartén sobre el pequeño quemador de gas y la movió para asegurarse de que el aceite se calentara por igual. El pescado chamuscado sabía bastante mal y ni siquiera la salsa aioli lograba salvarlo. El aceite empezó a chisporrotear y saltar. Nathan frunció el ceño. Se había calentado demasiado, así que bajó el mando del quemador al mínimo, absorto por completo en lo que estaba haciendo y sin interesarse en absoluto por nadie ni nada más.
Webber se aclaró la garganta y Nathan levantó una ceja. Era evidente que llegaba la «parte importante».
—Señor, he venido aquí porque me lo ha pedido el Mando de OUT…
—¿Quién?
Nathan miró al pez que quedaba intacto y, luego, a Webber. Dejó caer el pescado sobre la tabla de cortar, lo examinó cuidadosamente y, acto seguido, miró a Webber un poco más. Ella le echó un rápido vistazo al pez, se ruborizó ligeramente y volvió a aclararse la garganta.
—La Organización de los Océanos Unidos de la Tierra —le explicó, y su voz denotó un poco más de sufrida paciencia de la que realmente era necesaria.
—No me suena nada eso —comentó Nathan. Cogió un machete, que evidentemente no era un cuchillo de cocina—. Pero, claro, yo estoy un poco fuera de onda.
Sin dejar de mirar a Webber, bajó el machete con un golpe seco y rápido que seccionó limpiamente la cabeza del pez, la cual cayó rodando desde el mostrador de la cocina y fue a parar casi encima de los inmaculadamente brillantes zapatos de la comandante, que se quedó mirándola durante varios embarazosos segundos. El pez le devolvía la mirada, y si a Bridger le pareció que existía algún otro parecido entre el pez y la comandante Webber, era demasiado caballero para decirlo en voz alta.
—Capitán, hemos recorrido una larga distancia para encontrarle —comenzó ella de nuevo.
Nathan la miró a los ojos, y el forzado buen humor empezó a disipársele. Después de todo, tal vez no fuera un mensaje lo suficientemente claro para un insensible marino de carrera.
—Bien, lamento desengañarle —dijo fríamente—, pero ha malgastado el tiempo.
Le dio la espalda y echó a andar a grandes zancadas hacia la puerta.
—Capitán…
¿Es que no aceptaba nunca un no por respuesta? ¡Ya era suficiente! Nathan notó que la ira reprimida se inflamaba en su interior cuando se dio bruscamente media vuelta hacia ella.
—Mire, no sé qué es lo que venden ustedes, pero ¡no me interesa! —Dio un paso adelante y quedó frente a la comandante Webber casi nariz con nariz—. Y ahora hágame un favor… ¡y lárguense de una puñetera vez de mi isla!
Aquello se parecía más al auténtico modo de hablar del viejo Nathan Bridger, ocho veces condecorado, un capitán de pies a cabeza, tan al mando cuando pisaba tierra en su choza como en el puente de un barco de guerra. Webber arrugó las cejas y abrió la boca, pero prudentemente volvió a cerrarla y dio un paso atrás, lo que le proporcionó a Nathan espacio suficiente para pasar junto a ella y salir de allí, con paso rápido, hasta la rampa.
Se detuvo al ver a un hombre al final de la rampa, mirándole. Otro individuo de uniforme. Pero aquella cara…
—Hola, Nathan —le saludó.
Bill. William Noyce. Almirante William Noyce. Estaba sonriendo, pero no con la misma sonrisa de Webber, que a él le producía dentera, sino con la sonrisa de un hombre auténticamente complacido de volver a ver a un viejo amigo. «Oh, ¿qué demonios haces tú aquí?», pensó Nathan, como si realmente tuviera necesidad de hacerse tal pregunta.
—Debí haberme dado cuenta de que tú andabas detrás de todo esto.
—Yo también me alegro de verte. Ha pasado algún tiempo, chico. ¡Seis años!
Bill avanzó sonriendo más abiertamente y olvidándose de todo, excepto de aquel feliz encuentro.
«Ni hablar», se dijo Nathan y empezó a bajar por la rampa con una dura expresión en su rostro.
—Márchate, Bill. Ya no estoy en esto. Te dije que no quería hablar nunca más contigo, ni con nadie de aquella época, nunca más. Así que… —Se le ocurrieron varias posibilidades, pero se trataba de Bill Noyce, un amigo, no de la cabezota de Webber. Ya estaba mostrándose bastante grosero—. Así que, sencillamente, márchate a casa.
Pasó junto a Noyce, apartándole, y se dirigió hacia el sendero abierto en la jungla.
—¡Escúchame, Nathan! —le gritó Bill—. ¡Las cosas han cambiado! ¿Quieres escucharme? ¡El mundo ha cambiado! ¡Maldita sea, déjame que te lo explique! —Nathan intentó no oír aquella voz, perderla sumergiéndose otra vez entre la acogedora vegetación. Pero no funcionó—. ¡Nathan, ya está terminado! ¡Lleva tres años en servicio activo!
Nathan se detuvo sólo durante un instante. Tragó saliva y continuó adentrándose en la jungla, impaciente por dejar atrás el pasado…
Y temiendo que ya fuera demasiado tarde, que, después de todo aquel tiempo pasado en la isla, cayera otra vez en la trampa y se viera obligado a abrirse paso en el presente…
Había dispuesto un espacio para trabajar junto al pozo azul donde el delfín y él habían estado entrenando; no era más que una mesa toscamente labrada y con un dosel de hojalata por encima, pero suficiente para proteger de los imprevistos chubascos que caían allí a menudo el generador y el diverso equipo deteriorado por el tiempo. De todos modos, la pieza más valiosa de todo el equipo era una que a él no le preocupaba que se mojase, y Nathan se encontraba arrodillado en ese momento al borde del pozo azul atándosela al delfín. Se trataba de un arnés hecho a mano, en una de cuyas correas laterales había un bolsillo para llevar el sensor electrónico que transmitía información de la temperatura y la profundidad al maltrecho equipo que esperaba arriba.
Estaba asegurando las últimas sujeciones cuando oyó pasos en el claro a su espalda. Hizo caso omiso de momento, aunque vio la mirada de interés que dirigía el delfín. Se puso de pie.
—Venga, Darwin, ya sabes qué tienes que hacer. —Hizo con la mano ciertos movimientos que sabía con toda certeza que el delfín entendía—. Sigue a la máquina. Tres niveles hacia abajo. ¿Entiendes? Tres.
Darwin se limitó a quedarse allí flotando; se volvió un poco hacia un lado, mirándole con uno de sus ojos oscuros, y con una aleta golpeó el agua y le salpicó.
Nathan resopló.
—¡Maldita sea, Darwin, no te pongas tonto, que no estoy de humor! —Se inclinó con la baliza, metió la correa en aquella boca de dientes finos y sonrisa fija y repitió los signos con la mano—. Tres niveles hacia abajo.
Darwin permaneció flotando unos segundos más, mirando a Nathan con un ojo y, luego, sacudió con rapidez la cola y se zambulló en el agua azul. Nathan se quedó allí preguntándose, y no por primera vez: «¿Qué ocurrirá dentro de esa cabeza? ¿Hasta qué punto entiende lo que sucede?» Desde luego, no tenía ninguna esperanza de recibir respuesta. Pero la compañía del animal, aunque fuera de un ser tan diferente, constituía suficiente recompensa; las respuestas no lo eran todo.
Sólo casi todo…
Se acercó a la mesa, echó un vistazo a los instrumentos, y comprobó el batímetro. Ya estaba a treinta metros de profundidad: Darwin hacía su trabajo con diligencia.
—¿Te comunicas con movimientos de las manos? —oyó la voz de Noyce a su espalda—. Incluso los números. Y con un ser nacido en estado salvaje. Es realmente impresionante.
Nathan abrió la boca para soltarle una de las posibles réplicas que se le ocurrieron, pero la descartó y dijo:
—No es un método perfecto, pero nos entendemos, lo cual es más de lo que puedo decir de ti y de mí.
Noyce no respondió a la puya. Lo que hizo fue acercarse, ponerse al lado de Nathan y curiosear el equipo, asintiendo levemente con la cabeza.
—Por lo que recuerdo, fue Carol quien hizo que te interesaras por los delfines —comentó rompiendo el silencio, pues era un poco extraño todo aquello—. Me enteré de lo que ocurrió. Lo siento. Era una mujer maravillosa.
El batímetro emitía su tictac para sí mismo en posición de grabación, como siempre; apenas si necesitaba que se le prestase atención. Nathan miró de reojo a Noyce, sintiéndose receloso de pronto.
—¿Cómo te enteraste?
—Vamos, Nathan. No pensarás que la Marina va a permitir que uno de sus hombres más valiosos huya a una isla como ésta sin tenerle bien vigilado, ¿verdad? —Nathan hizo una mueca, y Noyce hizo caso omiso de ella—. No estás completamente aislado aquí. De vez en cuando proporcionas información sobre los datos que recoges a los barcos de investigación que van de paso, a cambio de víveres y material para el equipo.
—Y cuando ellos se marchan los zarandeáis para que os informen acerca de mí. Estupendo. ¿Qué ha sido del derecho de las personas a la intimidad? Puede ser que ahora Estados Unidos forme parte de la Confederación del Pacífico Norte, pero, la última vez que oí hablar de ella, la Declaración de Derechos seguía vivita y coleando…
La ira que se hacía evidente en su voz habría debido poner a Noyce sobre aviso de que se alejase. Pero no se movió; y, para sorpresa de Nathan, cuando el almirante habló había en su voz un matiz más de compasión que de otra cosa.
—También sé que, con Carol desaparecida, tu única pasión es la investigación y que, en el último año, tu trabajo ha entrado en un compás de espera. Ya sabes todo lo que se puede saber desde esta roca. Y eso te produce una frustración de mil demonios.
Nathan volvió a concentrar toda su atención en la máquina, que no la necesitaba; movió ligeramente un control de amplificación y realizó un par de ajustes innecesarios más.
—Todo ha cambiado, Nathan —continuó Noyce. Su voz era casi un ruego—. Ha habido una tregua. Estamos intentándolo. He recorrido medio mundo para contártelo.
Nathan se volvió de espaldas, sin querer tener que vérselas con la esperanza y el miedo perceptibles en la voz de Bill, sin querer tener que vérselas con nada de todo aquello; viejos recuerdos, viejos imperativos que reaparecían de pronto. A su lado, Noyce le hizo una seña a uno de los miembros del equipo de Webber. Era otra vez el joven oficial que parecía un figurín; se adelantó apresuradamente, saludó, le entregó algo a Noyce y se retiró.
—¿Te acuerdas de cuando en la academia nos quedábamos levantados toda la noche? —preguntó Noyce en tono pensativo—. Un par de veces a la semana, por lo menos…
Ciertamente, no había manera de olvidar aquello.
—Intentábamos absorber todas las ideas y teorías que nos lanzaba el Anciano Danielson —repuso Nathan.
Era siempre un esfuerzo horrible, agotador, todos ellos asaltados siempre por el miedo al fracaso, el miedo a quedar mal ante Danielson o, peor aún, ante los demás; jóvenes cachorros comportándose con orgullo.
—¿Qué era lo único que nos ayudaba a pasar aquellas noches? —insistió Bill.
Sin poder evitarlo, a Nathan empezó a hacérsele la boca agua.
—Aquel helado de regaliz rojo de la sala de cadetes…
Algo frío le dio en el codo. Sorprendido, Nathan se volvió, bajó la vista y vio un envase metálico de más de tres litros de capacidad, con un contenido cremoso, surcado de rayas rojas, y dos cucharas.
—Nathan —le dijo Bill—, lo único que quiero es hablar contigo…
Dejaron atrás al grupo de Webber y bajaron caminando juntos hasta la playa, pasándose el envase el uno al otro cuando las manos se les enfriaban demasiado para seguir sosteniéndolo. Nathan se dedicó a disfrutar del helado y, por otra parte, se esforzó desesperadamente por no demostrar cuánto le intrigaba todo aquello, hasta qué punto las noticias de su viejo mundo le hacían sentirse extrañamente ansioso por saber más.
—Cuando la Organización de las Naciones Unidas se vino abajo en el año 2011, todo empezó a desenmarañarse —le estaba explicando Bill—. Bueno, ya sabes, se levantaron fronteras bajo el mar y las naciones se dividieron en confederaciones para proteger sus límites territoriales. El mundo vivía bajo la constante amenaza de una guerra… Ése es el mundo al que tú le volviste la espalda y ése era entonces nuestro mundo. Luego, hace trece meses, todo cambió.
—La Fosa Livingston.
Noyce levantó bruscamente una ceja a causa de la sorpresa, y Nathan percibió el rápido torbellino de preguntas que le pasaba por la mente; preguntas del estilo de «¿cómo? ¿cuándo? ¿qué más sabe este barbudo vagabundo de playa que no dice?».
—¿Estás enterado?
Bridger se encogió de hombros como con esfuerzo y dejó perderse su mirada en el agua.
—Retazos de aquí y de allá —contestó en tono de desdén.
No ofreció ninguna otra explicación acerca de cómo le había llegado la información y Noyce fue lo bastante prudente para no presionarle. El almirante ya había advertido que Nathan no estaba tan aislado ni tan desinteresado como pretendía hacer creer. «¿Y qué? Eso no cambia las cosas», pensó.
—Submarinos armados, pertenecientes a varias confederaciones, se enfrentaron unos con otros —continuó Noyce en un tono pausado. Miró a Nathan, levantó la mano derecha y puso el pulgar y el índice muy juntos, casi tocándose—. Estuvimos así de cerca de hacer saltar por los aires todo el puñetero planeta. Realmente parecía que iba a suceder, pero… no fue así. Gracias a Dios. Ahora que, eso sí, estuvimos muy, muy cerca… —La expresión en los oscuros ojos de Bill Noyce le dijo a Nathan todo lo que necesitaba saber; todo y mucho más—. Tan cerca estuvimos que los Gobiernos de las confederaciones empezaron a entablar conversaciones. Elaboraron un tratado de paz y se creó la Organización de los Océanos Unidos de la Tierra para administrarlo.
Nathan sonrió ligeramente; sabía reconocer un discurso de propaganda en cuanto oía uno.
—Administrar… suena a momento crítico. Y ya lleva funcionando un año entero. ¡Vaya!
—Ha funcionado… y yo formo parte de él. Formo parte de la OUT.
Nathan le miró fijamente, atónito. ¿Un marino de carrera como Bill?
—¿Has dejado el Mando del Pacífico Norte?
Noyce asintió.
—Sí, porque creo que esto podría ir en serio, esta vez sí, Nathan. —Miró hacia el océano—. Ahí abajo las cosas son un poco diferentes de cuando tú las viste por última vez. No sólo hay bases científicas e instalaciones mineras, sino granjas y colonias y familias. Pero siguen existiendo muchas fronteras y un montón de… problemas. La gente de los viejos tiempos se había acostumbrado a coger sin más lo que querían. Y a veces todavía lo hacen. De modo que la OUT necesitaba una manera de controlar la situación. —Caminó un poco, se detuvo y se volvió a mirar a Nathan—. Por eso el Mando del Pacífico Norte nos dio el seaQuest…
Nathan parpadeó. Creía haberse sorprendido muchas otras veces, pero sin duda nunca había sido nada comparado con esto. ¿Cuántos miles de millones de dólares invertidos en investigación y desarrollo, cuánto dinero gastado en la construcción de la propia nave, para terminar regalándola? Era impensable; y no sólo por el dinero que ello suponía, sino por el poder que implicaba. Y todo aquello ¿en manos independientes…? Recordó el aspecto que presentaban sobre el tablero de dibujo los sistemas de armamento del seaQuest y, a pesar del calor que hacía hervir la arena, sintió un escalofrío.
—No como barco de guerra —puntualizó Noyce—, sino para mantener la paz.
—¿Hay alguna diferencia?
—¿Qué otro buque hay más apropiado? Y… —Miró significativamente a Nathan—. Y se le hicieron los reajustes necesarios para poder transportar un gran contingente científico a bordo.
—¿Qué quieres decir con lo de «gran contingente científico»? ¿Y para qué?
—Se trata de investigación, Nathan, de investigar las profundidades del océano. Es la nave de investigación submarina de mayor tamaño que haya existido jamás. Piénsalo.
Nathan lo pensó y, al cabo de un momento, preguntó:
—¿Por qué has venido, Bill? —Noyce se limitó a mirarle a los ojos. Su silencio lo confirmaba todo—. Oh, no —protestó Nathan—. ¡Ni hablar! Esa…, esa parte de mi vida ha terminado. Ya no…, ya no existe.
Volvió la espalda al mar y echó a andar playa adentro.
Noyce se quedó mirándole la espalda mientras se alejaba y de pronto perdió la paciencia.
—¿No comprendes lo que te estoy ofreciendo? —gritó, lleno de frustración—. ¡Nathan, no puedes dejar pasar esta oportunidad! —Bridger continuó andando. Era evidente que sí podía y que lo haría; y que, prácticamente, ya la había dejado pasar—. ¡Por amor de Dios, Carol está muerta! ¡Déjalo ya!
Nathan se detuvo.
—No —dijo por fin—. No puedo.
—¿Por qué no?
Nathan dio media vuelta. Durante unos largos y silenciosos segundos se quedó mirando a su viejo amigo, sabiendo a ciencia cierta que sólo su amistad le impedía volver sobre sus pasos y asestarle un puñetazo en la cara a Bill Noyce por lo que acababa de decir. Bajo la descuidada barba, sus labios se movieron dando forma y descartando todo lo que tenía necesidad de decir para que lo que deseaba hacer tuviera algún sentido. Pero nada de ello le servía.
—Porque… —empezó a decir por fin, y su voz y su enfado estallaron a un mismo tiempo—. ¡Porque le di mi palabra a ella!
Permaneció allí de pie, respirando con fuerza y con los puños apretados. Un capitán de navío no debía gritarle a un almirante, y hasta la amistad más íntima podía verse en peligro por el rencor y la amargura que él acababa de descargar sobre Bill Noyce. Nathan le miró, esperando su reacción; pero Bill se limitó a mover la cabeza. No pasaba nada. A lo hecho, pecho; y un estallido de dolor no era ni con mucho lo peor.
—Sé cuánto te dolió perder a Eric —le dijo suavemente Bill—, y cuánto te culpas a ti mismo de que decidiera ingresar en el ejército. Yo también tengo hijos, ¿recuerdas? —Hizo un leve gesto que abarcaba la laguna, la playa, los árboles; todos ellos vacíos, una hermosa desolación sin rastro de presencia humana, con excepción de las pequeñas figuras uniformadas que se veían a lo lejos, además de ellos dos—. Pero, Nathan, mira a tu alrededor. Estás completamente solo aquí. ¿No te das cuenta de hasta qué punto tu investigaciones, tu pasión, podrían ser satisfechas a bordo de un barco en el que tú personalmente pusiste tu vida, tu alma y tu corazón? —Le miró y no vio nada malicioso ni taimado en su expresión—. Sólo te pido que vengas a verlo, que subas a bordo. Déjame que te enseñe de qué te estoy hablando. A Carol no le importaría eso, ¿no crees?
Aun antes de que él abriera la boca para pronunciar su respuesta, cualquiera habría adivinado cuál sería ésta. Nathan podía oír ya el creciente estruendo de los motores del hovercraft. Miró a Bill y, luego, miró al mar y se puso a pensar. Los pensamientos daban vueltas y vueltas, sin llevar a ninguna parte…
Unas horas después, tras ponerse unos desgastados pantalones de algodón áspero y otra camisa, Nathan se arrodilló al borde del pozo azul; el delfín, ya sin arnés, flotaba en el agua mirándole.
—Darwin —le dijo en voz baja—, no será por mucho tiempo. Volveré en seguida.
Hizo con la mano los signos que expresaban «volver pronto» y otro que él nunca había estado seguro de hasta qué punto el delfín lo entendía: «No te preocupes.» Nathan apenas era consciente de la presencia de Noyce, que se encontraba detrás de él jugueteando nerviosamente con el comunicador portátil. Noyce entendía qué estaba ocurriendo. Lo que Darwin pudiera comprender resultaba difícil de saber, así que tranquilizarle era más importante que irse corriendo a otra parte.
Y tranquilidad era, desde luego, lo que hacía falta. El simbolismo de isla y útero materno, de retiro, de huida, de rechazo, no se había perdido aún en Nathan. Llevaba mucho tiempo negándose a admitirlo y, sin embargo, tener que marcharse, aunque fuera empujado por su propia curiosidad, le producía una sensación de angustia.
El delfín emitió un gorjeo débil; un sonido que acostumbraba a ser su respuesta al signo de «no te preocupes». Nathan acarició una vez más aquella piel increíblemente suave y, con mucha dulzura, le dio dos rápidas palmaditas en la abultada frente, el «melón» u órgano del sonar sensorial: «Hasta pronto.»
Darwin le miró oblicuamente con su ojo brillante, dio media vuelta y se zambulló, mostrándole de lado la eterna sonrisa.
El corazón de Nathan se encogió de miedo; ¿por quién?, no lo sabía. Se puso en pie, cogió la pequeña bolsa con sus pertenencias y siguió a Bill Noyce hasta el hovercraft, que los estaba esperando. El cierre de las puertas y la aceleración del motor le pasaron casi inadvertidos y, en cuanto se sentó, toda su atención se concentró en lo que veía a través de la ventana, antes siempre abierta, ahora encapsulada en vidrio y acero, irreal, remota. La nave se alzó, alejándose de la playa en medio de una tormenta de arena, y lo que se veía por la ventana se contrajo, pasando de ser una llamarada de verdor y blancura a un punto verde en un más amplio resplandor de azul; un ojo verde, una pupila azul que le devolvía la mirada mientras se alejaba de él, perdiéndose.
Aspiró lenta y deliberadamente aquel aire extraño del interior del hovercraft; un aire fresco y con un cierto olor a metal; un aire acondicionado y completamente artificial, totalmente diferente del que solía respirar en la isla. Luego, se apartó de la ventana para ver el nuevo mundo que Bill le había prometido.