Un sombrío leviatán surgió de la Fosa Livingston.
Aquel buque submarino no tenía vela dorsal, ni casco cilíndrico ni empenaje de control. En vez de eso, la lustrosa y aplanada proa y las curvas majestuosas del cuerpo principal parecían… no tanto extrañas como no pertenecientes a este mundo, una forma alienígena que se asemejaba de un modo espeluznante a un calamar gigante. Y no a cualquier calamar, sino a un «kraken» de los abismos, la pesadilla de las oreas en las oscuras profundidades. En una lenta y arrogante exhibición de tamaño y poder, el navío ascendió sin esfuerzo en dirección al centro del círculo formado por los submarinos y se quedó flotando allí, haciendo que las cuatro naves bélicas pareciesen diminutas y desafiándolas a enfrentarse con él, en la seguridad de que no se atreverían.
Aquél era el seaQuest DSV, diseñado para cumplir una única misión: ser el mejor.
Era el más eficiente, el más rápido y el más mortífero submarino militar de la Tierra.
Había cierta curiosidad macabra, tanto entre quienes lo concibieron y construyeron como entre los que componían su tripulación en esa situación de permanente víspera de guerra, por saber hasta qué punto su diseño era bueno, por saber qué era lo que realmente podía hacer. Pero hasta que alguien diera las órdenes oportunas no habría manera de averiguarlo.
El ambiente en el puente del seaQuest era tenso. Esa situación, y otras muchas como ella, se había estado produciendo durante quince años, desde que el primer intento de reclamación territorial de una zona del fondo del océano tuvo que ser respaldado con el uso de la fuerza. Algunos miembros de la dotación se habían visto involucrados desde el principio; otros eran tan jóvenes que toda su experiencia la habían adquirido a bordo de aquel barco.
Sea como fuere, no había mucha diferencia. La nave llevaba en el mar casi dos años. Era un buque diseñado para ser tan claramente superior a los demás que de algún modo habría de poner fin a aquellos interminables altercados. Y en esos dos años nadie en toda la Confederación del Pacífico Norte se había atrevido a dar la orden de fuego. Un siglo y medio antes, el CSS Hunley, tripulado enteramente con medios humanos, resultaba más peligroso de lo que lo era el seaQuest en la actualidad, pues a aquella dotación se le concedía al menos carta blanca para emplear las armas como considerasen oportuno. Y los superiores que lo autorizaban eran capaces de hacer entender su mensaje…
—¡Comandante! ¡El Mando del Pacífico Norte está intentando comunicarse con nosotros, pero la conexión se interrumpe! ¡Hay muchas interferencias en la comunicación vía satélite!
La comandante, Marilyn Stark, miró fugazmente al puesto de comunicaciones, pero en principio no respondió. Pasó unos segundos más estudiando lo que mostraban los sensores de Maxwell antes de molestarse en contestar.
—Siga intentándolo, teniente.
Eso fue todo. La confianza en los miembros de su tripulación había sido la característica más acusada de la comandante Stark a lo largo de toda su carrera. Llevaba media vida en el servicio, tanto en superficie como bajo el mar, y hacía falta algo más que una radio enloquecida para resquebrajar su calma glacial. El oficial de comunicaciones, Mack O’Neill, había aprendido su oficio ante tableros de comunicaciones punteros en tecnología militar, que parecían arcaicos en comparación con el equipo que había a bordo del seaQuest. Stark sabía que, aunque no funcionase debidamente, el equipo indicaría la razón de su anomalía y de ese modo un buen oficial de comunicaciones podría empezar a tomar las medidas pertinentes.
Se daba cuenta de que el seaQuest estaba justo en los límites que abarcaba el satélite transmisor geoestacionario del Pacífico Norte, y en ello radicaba la mayor parte del problema. La transmisión lanzada por láser óptico apenas penetraba en la profunda capa de agua que había entre el submarino y la superficie, y la señal que lograba filtrarse se degradaba tanto a causa de la profundidad como por la interferencia activa de los otros cuatro submarinos. Pero siempre existía alguna manera de solventar aquello. Cuando Marilyn Stark volvió a mirar a O’Neill, éste estaba ya alimentando la secuencia que desplegaría la antena de medio kilómetro para frecuencias extremadamente bajas del seaQuest; dado que empleaba siete minutos para un código de tres letras, el ritmo de traslado de datos desde la unidad de frecuencias era muy lento, pero fiable y casi siempre imposible de interferir. Stark se volvió otra vez hacia el jefe de sensores.
—Despliegue las sondas —le dijo a Maxwell, en un tono de voz similar al que hubiese empleado para pedir una taza de café, y extendió el brazo para indicar unos puntos en la pantalla principal de las WSKR—. Barrido en conos estrechos. —Se incorporó, se puso ambas manos en la cintura y estiró la espina dorsal como un gato perezoso al acecho de un ratón. Luego dio unos golpecitos con los dedos en el tablero secundario de la mesa de sensores—. Introduzca directamente los datos en el control de fuego.
Fue una orden inesperada, pues no era uno de los movimientos aceptados en aquel juego. Maxwell la miró y, antes de atreverse a responder, se pasó la lengua por los labios con nerviosismo.
—Sí, comandante. —Se puso a trabajar en el tablero de mandos—. Las sondas están fuera. Estamos introduciendo los datos.
El tono con el que aceptó la orden resultó poco firme. Stark le dirigió una sonrisa seca y dándole una palmadita tranquilizadora en el hombro, tomó nota mentalmente de que debía vigilarlo y se fue a su puesto de mando.
—Cuatro torpedos de plasma cargados y listos para disparar —comunicó Phillips, el oficial de armamento.
Stark le obsequió con una rápida sonrisa de aprobación, porque había hablado en un tono de viva eficiencia en el que ella reconoció el eco inconsciente del suyo propio. En otro momento y en otro lugar, quizás hasta le hubiese resultado divertido, pero en esa situación era sencillamente tranquilizador saber que él cumpliría las órdenes sin cuestionarlas. En aquel momento y en aquel lugar cualquier vacilación podía ser mortal para todos ellos.
—Gracias, señor Phillips.
No solicitó ninguna otra información; en cualquier nave que estuviera bajo el mando de Marilyn Stark no había nunca necesidad de que la comandante gastase saliva en balde. Si la tripulación tenía algo que decir, lo decía y, si no, cada cual volvía a sus obligaciones.
A medio camino de su puesto de mando se encontró con su segundo comandante, y automáticamente lo miró, buscando en él algún signo de la tensión que había detectado en Maxwell. No advirtió ninguno. Aunque se sentía tan cansado como todos los que se encontraban en el puente del seaQuest, que no se molestaban en ocultarlo, Jonathan Ford se las arreglaba para guardar para sí todas las preocupaciones y emociones. Aquel dominio de sí mismo era uno de los motivos que le habían hecho alcanzar el rango de capitán de corbeta con tanta rapidez, y de ahí que fuera el segundo comandante más joven de la flota. No estaba mal para un muchacho negro y pobre del este de Chicago, alguien que había conseguido escapar de la horrible y violenta vida de las pandillas. Ella misma contribuyó en parte a aquel rápido ascenso de rango con sus informes favorables, y la comandante Stark no repartía a la ligera sus recomendaciones; pero casi todo era únicamente mérito de Ford. En cualquier caso, sin dichos méritos no hubiera habido recomendaciones.
El segundo comandante miró rápidamente hacia O’Neill, que se hallaba en el puesto de comunicaciones, pero sólo consiguió un gesto negativo de la cabeza.
—Todavía no ha llegado ningún mensaje del Mando del Pacífico Norte —informó—. Supongo que los otros submarinos también están llamando para pedir órdenes.
Stark ya lo sabía. Por lo menos, gracias a los últimos adelantos del equipo de comunicaciones del seaQuest, si había instrucciones que estuvieran tratando de abrirse paso a través de las interferencias provocadas a propósito por el hombre, las dirigidas a ella serían las primeras en llegar. Aquella certeza no la hizo más feliz en absoluto.
—¡Maldición! —exclamó bruscamente—. ¿Cuántas demoras como ésta vamos a tener que soportar antes de que se tome una decisión?
—Supongo que no ocurrirá nada desagradable mientras ninguno de esos comandantes pierda la sangre fría —observó Ford con una seguridad que ninguno de ellos sentía realmente, ya que siempre había que contar con el factor X: los errores, los accidentes, las averías…; demasiados riesgos.
Stark asintió con aire ausente y pensó: «Igual que todas las otras veces.»
—Y luego todos nos marcharemos de aquí —dijo en voz alta— y continuaremos patrullando. Siempre esperando. Siempre a punto.
Lo mismo que alguien que se sube al trampolín pero nunca se zambulle. Si se hace demasiadas veces, la gente empieza a pensar que uno no tiene agallas y que no lo hará nunca. Y no le tendrá el menor respeto. Pensarán que es un cobarde, un incauto, un monigote porque, como cuando llega el momento de la verdad siempre se echa atrás, ¿por qué iba a ser diferente esa vez? Y cuando por fin sucediese, moriría mucha gente. Mejor perder unas cuantas vidas cuanto antes y recuperar el respeto.
—¿En cuántos de estos puntos muertos nos hemos visto en los últimos veinte meses? —se preguntó en voz baja.
Ford la oyó con claridad, pero no dijo nada; la pregunta no iba dirigida a él, y, en cualquier caso, lo más probable era que no necesitase respuesta. Tras dejarse caer en el sillón de mando, Stark paseó la mirada por el puente. Todos estaban en sus puestos, atentos para realizar un trabajo eficiente, aunque cuando llegasen por fin las órdenes lo más probable sería que el trabajo consistiese en abandonar las posiciones de combate y volver a otra de las rutinarias patrullas habituales.
Hasta la siguiente vez. O la siguiente a ésa. Stark sonrió con pesar para sus adentros. Aquélla era una buena tripulación, quizá la mejor de cuantas había tenido bajo su mando, y la constante sucesión de situaciones de alerta y de puntos muertos estaba haciéndola pedazos, acabando con cualquier vestigio de empuje. Estaban malgastándolos. Hizo un gesto con la mano hacia más allá del lugar donde se encontraba el segundo comandante, un rápido gesto en abanico que abarcaba no sólo el puente, sino todo el barco, todas las estrategias, todas las armas, todo el potencial que la nave contenía. De mala gana, permitió que sólo una pequeña parte de la ira que sentía saliera al exterior.
—¿No comprende esa gente que la única manera de asegurar la paz es mediante la fuerza, y que este juego del gato y el ratón continuará eternamente a no ser que alguien adopte una actitud firme? —Miró de soslayo a Ford—. Esta tripulación está preparada. Hace años que estamos preparados.
Ford no dijo nada, y eso era lo que Stark esperaba. Ford y todo el cuadro de mando a bordo del seaQuest sabían lo eficaz que el personal de aquel barco podría ser si el Mando del Pacífico Norte les diera la oportunidad de demostrarlo. Pero no sabían, no podían saber lo profundos que eran los sentimientos de la comandante al respecto.
—Mi padre se enfrentó a una situación parecida en Vietnam —explicó Stark—, en mil novecientos sesenta y nueve, sólo unos cuantos años antes de que yo naciese. Con el enemigo a la vista, con un armamento superior y con ventaja táctica, no pudo establecer comunicación con sus superiores para que le dieran luz verde. —Echó una mirada esperanzada a las comunicaciones, pero sólo recibió otro gesto negativo que O’Neill hizo con la cabeza—. ¿Saben ustedes de qué se acordó mi padre entonces? De algo que mi abuelo el general le había dicho: que a veces no hay nadie para darte órdenes, que hay ocasiones en que es uno mismo quien tiene que sopesar la situación y tomar sus propias decisiones, siempre que estés dispuesto a asumir las consecuencias, tanto si estás en lo cierto como si estás equivocado. —Vio cómo a Ford le cambiaba la expresión; sólo un poco, pero lo suficiente como para que su rostro no ocultara ya lo que pensaba. Aquel asunto, y las connotaciones que llevaba consigo empezaba a inquietarlo, y se le notaba. El problema de Ford era que, si quería llegar más arriba de segundo comandante, si quería tener mando, ya era hora de que se pusiera a considerar las implicaciones que acarrea la toma de decisiones, tanto las buenas como las malas—. Mi padre sopesó la situación, tomó una decisión y se atuvo a las consecuencias. Ordenó abrir fuego, y ello le valió varias condecoraciones de oro. —Terminó de hablar, en un tono tan bajo que había sido más para sí misma que para Ford. Hizo girar el sillón hasta situarlo de frente al puesto del timón—. Dé la vuelta. Dos-cero-nueve y mantenga el rumbo.
—Pero nosotros no estamos en guerra, comandante —oyó que Ford decía a su espalda.
Marilyn Stark apretó los labios en una tensa sonrisa desprovista de humor, al tiempo que anotaba mentalmente en el expediente de su segundo comandante: «No apropiado para el ascenso más allá del rango que ocupa actualmente.»
—Él tampoco lo estaba oficialmente —replicó.
El puente se inclinó ligeramente al empezar a balancearse la proa del seaQuest y luego, cuando el timonel estabilizó los controles, se niveló.
—Uno-nueve-cinco, dos-cero-cero, dos-cero-cinco, cero-siete. Nos mantenemos a dos-cero-nueve, comandante, y avanzamos con rumbo firme.
En el tablero principal de sensores, Maxwell empezó a manejar controles.
—¡Están llegando los datos de la sonda! Cuatro submarinos armados de clase C…
Las grandes pantallas frontales habían estado mostrando imágenes, aumentadas por ordenador, de los cuatro amenazantes submarinos desde que el seaQuest emergiera de la fosa. No habían sido más que simples imágenes de observación rutinaria, hasta ese momento. Las nuevas indicaciones de rumbo relativo y los datos de alineación con el blanco que se deslizaban lentamente a lo largo de la pantalla significaban mucho más que una simple observación.
—¿Posición del blanco? —le preguntó Stark a Maxwell en tono autoritario.
Notó que Ford se acercaba a ella por detrás y sintió la presión de los dedos del segundo comandante hundiéndose en el acolchado del sillón.
—Comandante, permítame recordarle…
—Ahora no, capitán. —El tono uniforme y duro sonó casi como una orden para que se retirase, y Stark dio por concluido el asunto. Ford estaría presente en el puente, pero en lo que a ella concernía, en aquellos momentos Ford ya no era un miembro útil de la tripulación—. ¿Señor Maxwell?
El jefe de sensores ojeó los monitores como quien mira un barril de pólvora.
—Todos los blancos, en vulnerabilidad del setenta y ocho por ciento. Estamos en posición cerrada de ataque.
—Cuadrículas de los blancos.
—Cuadrículas activadas.
El sistema estaba ya en posición de espera y se activó de inmediato, lanzando líneas de disparo a los blancos por las áreas de ataque principales de cada buque enemigo. Stark dedicó una mirada pensativa a los cuatro submarinos que aparecían en las pantallas frontales; luego abrió el tablero cubierto, empotrado en el brazo de su sillón, y levantó el control de uso independiente del armamento hasta situarlo en posición activa.
El puente quedó sumido en el silencio, y Stark vio que varios miembros de la tripulación intercambiaban miradas de preocupación. Entendía por qué e incluso lo comprendía. Aquello se estaba acercando demasiado. El seaQuest nunca había hecho uso de sus armas en ninguno de los encuentros anteriores con buques de otras confederaciones. Y Stark lo hacía ahora sin recibir órdenes para ello, basándose únicamente en su propio criterio como comandante.
Pero ese gran paso había que darlo algún día y quién mejor para hacerlo que alguien que estuviera en primera línea; alguien que tuviera preocupaciones más inmediatas que los votos y la opinión pública; alguien que tuviera el entrenamiento suficiente como para ver una oportunidad y saber aprovecharla. Alguien como Marilyn Stark…
Los torpedos del seaQuest estaban cargados, los tubos inundados, los pistones de proa abiertos al mar y, con las sondas desplegadas, no había ni siquiera necesidad de utilizar el sonar, con su traicionero silbido, para hacer puntería. Exactamente igual que su padre: el enemigo bien a la vista, armamento superior y ventaja táctica. El paralelismo era demasiado evidente como para que aquello fallara.
—Comandante, le recomiendo encarecidamente que esperemos órdenes específicas del Mando del Pacífico Norte…
Ford estaba inclinado sobre el sillón de mando y hablaba en voz baja, concediéndole a Stark la cortesía de mantener en privado su diferencia de criterio. Por el momento.
Stark correspondió a aquella cortesía fingiendo otra vez no percatarse de la existencia de su segundo comandante. Lo miró desde el sillón y advirtió el sudor de su piel, el miedo reflejado en la mirada, la reticencia para admitir que ella tenía razón. No, decididamente no era apropiado para tener más mando.
—¿Órdenes específicas? ¿Es que no está usted cansado de este juego? —le preguntó ella, indicando con un gesto de la barbilla las pantallas frontales y las imágenes de los blancos que brillaban en ellas. Parecían imágenes de un videojuego, aunque con un tanteo más alto que el de los simples puntos—. Nosotros apuntamos hacia ellos, ellos apuntan hacia nosotros y, mientras tanto, el mundo espera. ¿Para qué? Para nada. Hasta la próxima vez. Todos tienen demasiado miedo para disparar, miedo de lo que podría desencadenar un ataque. Se olvidan de que si uno quiere poner fin a algo, tiene que empezarlo primero. —Golpeó el sillón con la mano, tan cerca de la palanca del tablero de control que vio cómo Ford se estremecía a causa del miedo—. Nosotros no tenemos por qué temer nada. Mire este barco, lo último en barcos de guerra. Tenemos la fuerza y la ventaja. ¿No lo comprende? Tenemos la oportunidad de acabar con esta locura de una vez por todas, de hacer aquello para lo que se nos ha entrenado. —Había subido el tono de su voz, de manera que todas las cabezas del puente de mando se volvieron en su dirección. No le importaba; aquel asunto sobrepasaba ya la mera discusión teórica. Como mínimo, la tripulación del mejor submarino de la flota tenía derecho a saber lo que el mejor comandante les tenía reservado. ¡La gloria!—. Llevo años sopesando esta situación, señor Ford —continuó diciendo; y le sonrió—. Sabía que tarde o temprano tendría que tomar esta decisión. Pero me atendré a las consecuencias. Mi nombre se merece un lugar en los libros de historia. Quizá lo mencionen a usted también…
El tono urgente de la voz de O’Neill interrumpió todo lo que Stark hubiera podido añadir. El oficial de comunicaciones estaba incorporado a medias, a causa de la excitación y el alivio que sentía.
—¡Comandante! —Fue casi un grito—. Están llegando órdenes confirmadas del Mando del Pacífico Norte: ¡No disparen! Repito: ¡No disparen! —Recuperó el dominio de sí mismo, al tiempo que toda la tripulación del puente soltaba un colectivo suspiro de alivio, y comunicó el resto del mensaje en un tono más normal—. Los demás submarinos están recibiendo órdenes semejantes…
Stark no se movió. Seguía contemplando fijamente las pantallas principales como si no hubiera oído nada o hubiese decidido no escuchar. Querían que volviera a echarse atrás otra vez, que dejara en mal lugar a sus antepasados, que tirase por la borda el respeto acumulado a lo largo de generaciones y sólo porque ellos temían las consecuencias de las acciones que les daba miedo emprender. No era nada más que miedo y falta de decisión; falta de fibra moral. En otros tiempos a los soldados se los apartaba del servicio por cosas así o se los colocaba ante el paredón y se los fusilaba. Alguien tenía que adoptar una actitud firme; alguien como Marilyn Stark…
Movió la mano hacia la palanca de abrir fuego.
—¡Comandante…!
La fría mirada que le dirigió a Ford no fue diferente de la que había estado dirigiendo a los submarinos que tenía en el punto de mira. Contenía una promesa de inminentes medidas disciplinarias, además de una exigencia de que lo trasladaran a otra parte, a cualquier parte con tal de que no estuviera en el seaQuest. Un hombre como aquél no merecía estar en el puente de un barco así ni formar parte de una tripulación como aquélla ni servir a una comandante como ella.
—La historia está esperando, capitán, y yo no voy a aducir la excusa de que me limitaba a cumplir órdenes.
Alargó la mano hacia la palanca, pero la mano de Ford llegó primero y volvió a colocar el dispositivo en su lugar de descanso para desactivar el control de disparo. Luego, agarró el brazo de la comandante Stark y lo sujetó, impidiéndole reactivar el sistema. La comandante echó una furiosa mirada a los dedos que le apretaban la muñeca, incapaz de creer lo que le mostraban sus propios ojos. Aquello iba más allá de revocar una orden: ¡aquello era un motín!
—No puedo permitir que lo haga, comandante.
El tono de la voz de Ford parecía angustioso, bien fuera por el miedo que ella había visto con tanta claridad reflejado en el rostro de su segundo comandante, bien porque seguía respetándola y odiaba hacer lo que estaba haciendo. Buenos, malos o indiferentes, los motivos no le importaban a Stark, sólo el resultado a que habían conducido. Entrecerró los ojos y dio paso a la furia que ardía en su interior.
—¡Queda relevado, señor!
La voz sonó como el estallido de un látigo, un sonido que en toda la carrera de Stark en la flota nunca había sido desobedecido. Si Ford no se echaba atrás, Maxwell o alguno de los otros subiría allí y le obligaría. Siempre había sido así antes; no había razón alguna por la que no pudiera volver a ser igual ahora.
Pero se equivocó.