Todo el mundo sabe, sea o no marinero, que el mar puede volverse abominablemente duro y peligroso cuando se desencadena una tormenta. Pero hay que vivir bajo el agua para saber cuán tranquilo puede ser ese mismo mar tormentoso una vez que uno se sumerge bajo la superficie azotada por el viento y se adentra en las apacibles profundidades.
Existen campos mineros esparcidos por el lecho de todos los océanos, y los que bordean la Fosa Livingston se encuentran a doscientas cincuenta brazas de profundidad, a cuatrocientos cincuenta metros bajo las olas. Verdaderamente, éste puede ser un lugar muy apacible: tranquilo, quieto, oscuro y lo suficientemente alejado de los avatares del mundo y de sus confederaciones industriales como para permitir que un hombre se las apañe y consiga llevar allí una vida más o menos honrada.
Aunque tal honradez depende en gran parte de que ese hombre se quede en el lugar que le corresponde y no se meta donde no le llamen. En la segunda década del siglo XXI se está ganando tal cantidad de dinero, a costa de las excavaciones mineras del fondo del océano, que las profundidades han perdido cualquier rastro de su apacibilidad anterior. Las fronteras territoriales son ya tan notorias bajo el mar como en cualquier lugar en tierra firme.
Y están defendidas con el mismo celo…
Bobby MacLaine se hallaba inclinado sobre los mandos de su camioneta de reparto. Tenía las manos puestas en la palanca de control y la sujetaba con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos y sus dedos habrían podido dejar surcos en las gastadas barras de plástico. Aunque el vehículo ya avanzaba a toda velocidad, Bobby necesitaba sacarle un par de nudos extra al sistema de propulsión a chorro hidráulico de la camioneta. Se habría soltado del asiento y habría pateado el renqueante motor si ello hubiese servido de algo pero, a juzgar por los ululantes sonidos que el aparato había estado haciendo durante los últimos cinco minutos, Bobby era consciente de que le estaba sacando a aquel viejo equipo todo el partido que era posible sacarle. Y probablemente ni siquiera eso sería suficiente.
La camioneta —un vehículo de carga con una cabina esférica presurizada, añadida en la parte frontal a modo de parche de última hora— estaba pensada para realizar tareas de transporte en aguas profundas, no para ser protagonista de persecuciones a grandes velocidades. Veinte nudos no significaban en ningún caso una velocidad alta, pero sí serían más que suficientes si Bobby llegaba a toparse de frente con algún escollo. A aquella profundidad, el contenedor externo se rompería como el cascarón de un huevo, y todo terminaría en milésimas de segundo. Y si el agua entraba de golpe no tendría tiempo ni siquiera de ahogarse. Bobby tenía veintidós años y no deseaba morir. Y mucho menos de aquel modo. Aunque quizá fuera menos doloroso, y ciertamente más rápido, que ser capturado por…
Echó una ojeada a los espejos y al repetidor de vídeo, que cubrían la parte trasera de la camioneta, y tragó saliva, nervioso. Todavía no había nada, aunque eso en realidad no quería decir mucho, pues, si corrían guiados por el sonar y con las luces apagadas, los tendría justo encima antes de que él pudiera ver nada. La camioneta de Earl disponía del sonar emisor que exigían las ordenanzas de seguridad de tráfico, pero éste era estrictamente unidireccional y sólo funcionaba en la dirección en que la camioneta viajaba. Nadie se había tomado nunca la molestia de pensar en una camioneta fija de alcance global. A nadie le había parecido necesario. Hasta ese momento.
Bobby se echó hacia atrás la vieja y sucia gorra de béisbol, se limpió el sudor de la cara con la manga de la camisa de franela, igualmente sucia, agarró el micrófono de la radio y tecleó uno de los canales de la base.
—¡Reef Runner a Home Plate!
No hubo respuesta alguna, excepto el indiferente siseo de las interferencias y el zumbido de la realimentación del propio sistema eléctrico de la camioneta.
—¡Vamos, Home Plate!
Se quedó mirando nerviosamente el micrófono y lo desconectó, pero después lo encendió de nuevo. Seguía sin obtener respuesta, a excepción de aquel ruido que producían las interferencias, semejante al del tocino al freírse.
¿No sería que estaban interfiriendo con otra radio?
No…, por allí abajo nadie disponía de aquel tipo de material, por lo menos nadie que él supiera. Pero ¿y si lo tenían? Volvió a echar un vistazo a los retrovisores y notó que la camisa empezaba a pegársele a la espalda.
—¡Vamos! —imploró—. ¡Vamos, contestad!
La voz que le respondió surgió de forma tan repentina que, aunque Bobby estaba deseando desesperadamente oírla, el sonido le sobresaltó.
—Home Plate a Reef Runner, adelante.
—¡Jenny, soy Bobby!
—¿Dónde demonios te has metido?
Bobby advirtió la preocupación que había en aquella voz, aunque matizada por la cansada ira y la impaciencia que ya conocía de otras veces, cuando a él le salía el tiro por la culata en alguna de sus osadas proezas. Era de esperar, sólo que Jenny no sabía lo serio que había sido este tiro por la culata.
A pesar de que ella no podía ver el gesto, Bob sacudió la cabeza con desesperación. Las explicaciones tendrían que esperar para más tarde, ya que de otra manera tal vez no hubiese un «más tarde» para él.
—¡Déjalo! ¡Ábreme la compuerta principal, deprisa! ¡Voy a entrar y traigo compañía!
No obtuvo respuesta, excepto el chasquido que se produjo cuando Jenny cerró el micro; luego, la realimentación del canal abierto cambió de un confuso siseo a un zumbido profundo y siniestro, parecido al de un enjambre de avispas. Bobby tragó saliva. Un solo motor no podía generar tal cantidad de interferencias por mucho que se lo estuviera forzando. Tenía más compañía de la que había imaginado. Volvió a mirar a los retrovisores y lanzó un juramento en voz baja al ver que un resplandor amarillo comenzaba a dejar estelas luminosas a lo largo de la pantalla.
El resplandor se hizo más brillante, se dividió y se convirtió en dos fuentes de luz que continuaban acercándose.
—Oh, oh, Bobby —murmuró para sí, deseoso de oír alguna voz compasiva, aunque fuera la suya propia—, fíjate bien en lo que haces…
Las camionetas que le perseguían se acercaron aún más y Bobby llegó a la conclusión, a juzgar por su batería de luces en cuadrángulo, que una de ellas era la enorme semivariante provista de tres cubiertas. Eso significaba que tenía un propulsor a chorro hidráulico muy resistente; más velocidad si estaba sin carga, como seguramente estaría, y un peso mayor en el caso de que el conductor tratara de aplastarle, cosa que seguramente intentaría si lograba alcanzar la camioneta que Bobby se esforzaba por lanzar frenéticamente a la carrera. Las colisiones eran un tipo de accidente con una fácil explicación, puesto que ocurrían con bastante frecuencia en las aguas, a menudo turbias, de los campos mineros, a pesar de las luces y el sonar; pero, debido a los chorros de desaceleración, que se disparaban automáticamente cuando se detectaba un eco de proximidad, por lo general no eran fatales.
Por lo general.
Bobby MacLaine sabía bien que, en caso de que llegara a producirse, su colisión sí sería fatal. Aunque tuvieran que chocar con él una docena de veces para asegurarse de que fuera así. Les había hecho enfadar lo suficiente. Entonces vio la brillante luz azul del faro de Home Plate y sonrió con alivio.
Blink-blink. Blink. Blink. Blinck-blink.
A menos de quinientos metros de distancia el faro hizo una pausa y repitió luego la señal siguiendo siempre la misma pauta. Bobby inclinó la palanca de control de la camioneta únicamente los grados necesarios para alinearse en dirección a las compuertas de la cámara de aire del puesto avanzado MacLaine. El vehículo se desvió amenazadoramente al correrse en el contenedor el cargamento de muestras de mena, puesto allí a toda prisa, así que Bobby corrigió el rumbo con un par de chorros procedentes de los propulsores de maniobras. Ya casi había llegado a casa y, de momento, no estaba muerto en el agua.
Seguía sin recibir otra respuesta de Jenny, probablemente como precaución por si había alguien escuchando en el mismo canal, pero el faro de identificación le indicaba que ella estaba haciendo lo único que era posible hacer. Los faros de los puestos avanzados emitían normalmente una luz blanca, y el cambio al azul significaba que la cámara de aire principal estaba abriéndose. Al mirar a través de la penumbra del fondo del mar, con los ojos entornados para tratar de evitar el resplandor de los instrumentos de su propio salpicadero, Bobby comprobó que, en efecto, las macizas puertas se abrían hacia atrás. Lo único que tenía que hacer era conseguir llegar hasta ellas antes de que las dos camionetas que le perseguían le dieran alcance a él…
Entonces fue cuando la unidad de propulsión a chorro hidráulico de la camioneta se puso a toser y, luego, empezó a rechinar con un estruendo que Bobby no había oído nunca antes. Y que no quería volver a oír, porque sonaba como un triturador de basuras que estuviera engullendo vidrios rotos. No le hizo falta mirar el indicador de lectura para saber que la pequeña camioneta estaba perdiendo el rumbo. Ya lo notaba él. El vehículo entero se había estremecido como si el agua que lo rodeaba se hubiese vuelto espesa de repente y, aunque la vibración de la desaceleración duró sólo un instante, antes de que el propulsor volviese a funcionar, aquel instante había sido lo suficientemente largo como para que las luces que aparecían en la pantalla retrovisora se acercaran cada vez más.
—Vamos, dulzura —canturreó Bobby, reprimiendo un renovado deseo de emprenderla a puntapiés con el motor y decidiendo, por el contrario, ni insultarle siquiera—. Vamos, tú puedes hacerlo…
Como si se hubiera visto espoleado por aquellas palabras de ánimo a realizar un esfuerzo mayor, el chorro de agua gimió tenuemente y aumentó su potencia en unas cuantas revoluciones. No lo bastante para dejar atrás a las camionetas perseguidoras, pero sí lo suficiente para mantenerlas a la distancia anterior.
Las puertas de la cámara de aire se inmovilizaron momentáneamente y, justo antes de que empezaran a moverse de nuevo, la luz del faro se volvió roja, confirmando lo que ya le habían dicho a Bobby sus propios ojos, que la cámara de aire no estaba abriéndose, sino cerrándose…
La camioneta de Bobby, lanzada a toda velocidad, se encontraba a doscientos metros, y se acercaba…
Los avispones que le pisaban los talones se encontraban a cien metros por detrás, y se acercaban…
Bobby MacLaine se pasó la lengua por los labios e hizo una inspiración profunda, consciente de que podía ser la última si el peso de doscientas atmósferas de agua le aplastaba. En vez de correr el riesgo de dejar que las camionetas que le perseguían entrasen tras él en la cámara de aire, Jenny confiaba en la habilidad de Bobby como jinete cabalgando en un chorro de agua. Era, desde luego, una confianza que podía matarle si ella se equivocaba; pero que los perseguidores consiguiesen entrar en el puesto avanzado podía suponer la muerte de todos. Aquél era un territorio notoriamente hostil, y lo mismo podía ocurrirle un accidente a una cúpula de presión que a una camioneta… Bobby dirigió una sonrisa nerviosa al reflejo de su propia imagen, dejó de apretar con tanta fuerza la palanca, estabilizó la camioneta presionando ligeramente con la punta de los dedos y dirigió la pequeña nave hacia la abertura existente entre las puertas.
«¡Demasiado estrecha! ¡Te vas a estrellar, con toda seguridad!», le gritó una voz, presa del pánico, desde lo más profundo de la mente. Intentó ignorar aquella voz. Ya lo había hecho antes, en una ocasión, y tanto Earl como Jenny le echaron una bronca de campeonato. ¿Por qué le asustaba tanto hacerlo de nuevo, si esta vez tenía permiso? No había ninguna diferencia. Sólo que si el miedo se lo impedía no le quedaría ningún otro sitio al que dirigirse. Las otras camionetas le darían caza y… Bobby apartó de la cabeza aquel pensamiento.
Cien metros y acercándose…
Se acercaba a veinte nudos, más que suficiente para cometer un error fatal si actuaba con torpeza. A doscientas atmósferas, difícilmente iba a vivir lo suficiente como para sentir las consecuencias de un error si su cabina se resquebrajaba. Las compuertas exteriores de la cámara de aire se estaban cerrando poco a poco, como las mandíbulas del gran tiburón blanco que Bobby había visto en cierta ocasión en un vídeo educativo del Canal de la Tierra; a cámara lenta, sólo que sin dientes, pues no los necesitaban, ya que, aun sin los impulsores hidráulicos, cada una de las válvulas pesaba diecisiete toneladas y, tanto si ellas le aplastaban como si él se estrellaba contra ellas, la diferencia sería mínima.
Pero aquello no funcionaba a cámara lenta. Las compuertas se movían a tiempo real, y él también.
—Allá vamos, Bobby, muchacho —susurró para sí mismo y para la camioneta, al tiempo que se lanzaba hacia las compuertas—. ¡Piensa con claridad…, piensa con claridad!
Y por fin supo que los había vencido.
La camioneta entró disparada en la cámara de aire, con el espacio tan justo y a tanta velocidad que la onda de presión produjo un momentáneo estremecimiento en los bordes de acero de las puertas. No quedaron más de veinte centímetros de holgura a cada lado, pero incluso veinte centímetros fueron suficientes. Bobby sintió y oyó aquel estremecimiento, vio que la pantalla retrovisora se llenaba brevemente de enmarañados remolinos de burbujas plateadas, arrancadas del agua por el paso de la camioneta, y vio también cómo sus perseguidores viraban frenéticamente hacia un lado para evitar las planchas gemelas de metal, que ya se encontraban demasiado juntas para permitirles pasar.
Se echó a reír, con la risa salvaje que produce la tensión, y seguía riéndose cuando el sonar chocó con la parte trasera de la esclusa de aire del puesto avanzado y emitió el agudo sonido que avisaba de la colisión. La ráfaga de empuje de los frenos zarandeó la camioneta, como si se tratara de una rata entre los dientes de un terrier, y despidió fuera del asiento a Bobby, que no dejó de reírse ni siquiera cuando dio con su trasero en el suelo.
Ya había contenido la risa cuando entró en la sala de control, aunque no podía dejar de sonreír. Tampoco podía evitar que le temblaran las manos pero, como era habitual en él, nunca lo hubiese admitido. Aquel lugar era igual que la ropa que Bobby llevaba puesta, igual que la camioneta, igual que todo lo que había allí: un poco gastado, un poco sucio; pero amorosamente conservado y por completo funcional. Bobby nunca se habría atrevido a decirlo en voz alta y, de haberlo hecho, quizá le hubiesen calentado las orejas, pero Earl y Jenny hacían juego con el lugar donde vivían.
Jenny estaba en la cámara de comunicaciones del puesto avanzado, inclinada sobre el tablero como si se encontrase ante una vieja máquina de coser a pedales. Era una mujer de cuarenta y tantos años, con un rostro atractivo y de facciones enérgicas que ocultaban en parte las huellas de una vida dura. La camisa de franela, de cuadros escoceses, y los tejanos que llevaba puestos eran un recuerdo de otros tiempos; pero el modo de recogerse el pelo en un severo moño remitía a una época todavía más remota, un tiempo en el que curtidas damas de mediana edad, como ella, llevaban cofias en la cabeza y se agazapaban en el refugio que suponían los carromatos tirados por caballos mientras cargaban unos rifles, tan largos como las faldas que vestían, para ayudar a mantener a raya a los malos. Tal vez los carromatos ya no iban tirados por caballos, pero las fronteras seguían siendo igual de inhóspitas.
Y los malos eran igual de malos.
Jenny no llevaba en la cabeza una cofia, sólo los auriculares de fibra óptica que la unían al tablero de comunicaciones; pero tenía una expresión tan grave como si toda una banda de cuatreros estuviera atacando el rancho. Al levantar la mujer la mirada, Bobby saludó con la mano y, sin importarle que ella no respondiera al gesto, se dejó caer contra un mamparo.
—¡Yu-piiii! —Se quitó la gorra de béisbol y comenzó a abanicarse con ella—. ¡Creí que esos avispones llegarían a cogerme!
Jenny le echó una fugaz mirada de reojo, asintió dándose por enterada y volvió a centrar su atención en el tablero de comunicaciones. Aseguró un interruptor, afinó la sintonía del receptor y frunció el ceño escuchando con atención por los auriculares y desoyendo, con la facilidad que proporciona la larga práctica, cualquier otra cosa que Bobby pudiera decir, mientras intentaba captar algo coherente entre los chirridos de las interferencias y el parloteo de numerosas voces en la misma longitud de onda. Ya fuera una actitud deliberada por lo que el muchacho acababa de hacer, o casualidad por estar ocupada en otras cosas, el efecto fue el mismo. Actuaba como si Bobby no existiera, y ello sirvió para calmar la forzada jovialidad del joven de un modo tan efectivo como un cubo de agua fría. Aceptando aquel mudo rapapolvo, Bobby volvió a ponerse la gorra y se acercó hasta donde ella se encontraba.
—Jenny, el cálculo de tiempo que has hecho con las compuertas de la cámara ha sido sencillamente…
—¡Chisss!
Aquello hizo callar a Bobby tan bruscamente como si le hubiera dado una bofetada, y quizá Jenny sintiese lástima por él, o quizá no. Muchas cosas habían cambiado durante las últimas horas, de manera que Jenny ya no era la mujer de carácter permisivo que él había dejado al marcharse. Era consciente de que tenía un aire de severidad que el muchacho nunca había visto hasta aquel momento, y detrás de ese aire severo se ocultaban un miedo y una impotencia que se extendían por el aire como un escalofrío.
Los Winchester se reducían a un puñado de cartuchos por persona, y los cuatreros continuaban llegando…
Jenny puso el micro y los auriculares en posición de espera, los apartó a un lado y echó la silla hacia atrás con el pie, la retiró del tablero de comunicaciones y la hizo girar lentamente para así poder mirar mejor a Bobby. Éste no le sostuvo la mirada, y aquello bastó para que Jenny comprimiera los labios hasta formar una delgada línea de preocupación. Muy bien, nada de cuatreros; ladrones de minas. Y de repente le asaltó la duda de si, al fin y al cabo, serían realmente ellos los malos de la película. Y si no lo eran ellos ¿quién entonces? Como conocía a Bobby demasiado bien, tenía fundadas sospechas al respecto.
—Estabas haciendo prospecciones más allá de la línea de demarcación, ¿verdad?
—¡Ni hablar! —respondió Bobby, pero al mismo tiempo se puso a contemplar fijamente los tableros de control para evitar encontrarse con la mirada de la mujer. Aquello confirmó a Jenny lo que ya suponía, aun antes de que él levantara la vista y añadiera—: Bueno, puede que un poco… —Luego, como era habitual en él, se puso agresivo y a la defensiva, cosa que Jenny ya le había visto hacer en numerosas ocasiones con anterioridad—. ¡Demonios, todo el mundo lo hace!
«Y, si todo el mundo se quemase el trasero sentándose en una hoguera, ¿tú también lo harías?», pensó Jenny, y esbozó una amarga sonrisa al darse cuenta de que probablemente sí. Era inútil decirle nada; a lo largo de los últimos años ya había quedado dicho todo, demasiadas veces y cada vez con menor efecto. Furiosa, meneó de un lado a otro la cabeza y, en lugar de perder más tiempo tratando de razonar con él, volvió de inmediato a comprobar las frecuencias y, con una creciente sensación de incomodidad, se percató de que, en los pocos segundos que había estado apartada del receptor, el murmullo de las transmisiones se había duplicado. Bobby debió de adivinar algo de aquella preocupación reflejada en la cara de ella, porque abandonó la expresión de penitente truculencia que había adquirido. Por primera vez desde que hizo su entrada en el puesto avanzado, empezó a dar la impresión de que estaba preocupado, y Jenny tuvo el feo presentimiento de que aquella preocupación no iba a ser más que el comienzo, para todos ellos.
—Yo…, bueno, he conseguido unas muestras de magnesio realmente selectas.
Bobby no dijo aquello porque las muestras de magnesio tuviesen importancia, sino porque el silencio empezaba a ponerle los nervios de punta. Jenny le echó por el rabillo del ojo otra mirada llena de furia, sin apartar la atención del tablero de comunicaciones, pero consciente, por propia experiencia, de lo que se avecinaba. Hubiese hecho lo que hubiese hecho, y sin preocuparse de a quién hubiera fastidiado, irritado o herido, Bobby no se avergonzaba de sí mismo durante mucho rato. En seguida salía con alguna de aquellas tácticas suyas y todo quedaba en el olvido, al menos para él, hasta que ocurriera otro incidente.
—¿Dónde está Earl? —preguntó Bobby.
«¡Maldito muchacho! ¿Es que no se da cuenta de lo que está pasando…?» Jenny MacLaine sintió que una oleada de rabia la recorría como una marea caliente, pero de nuevo se esforzó por reprimirla. Ya habría tiempo para eso más tarde… si tenían suerte. A pesar de todo, fue incapaz de suavizar el tono brusco de su voz.
—¿Dónde crees tú? Pues con todos los demás. Ahí fuera, asegurando el perímetro con listones.
Mientras Bobby la miraba parpadeando, todavía sin comprender del todo la situación, Jenny lanzó un suspiro para tranquilizarse, aunque no se calmó en absoluto. Si Bobby no lo sabía ya, tendría que decírselo ella sin más rodeos.
—Esta mañana ha habido una escaramuza en el Mojón Norte.
Hasta Bobby sabía lo que aquello significaba, y el comprenderlo supuso un duro golpe para él. Jenny vio cómo le desaparecía el color de la cara, vio cómo movía la boca intentando formar explicaciones mudas, excusas, quizás incluso disculpas por primera vez en muchos años. Pero todo ello llegaba demasiado tarde porque ya no le escuchaba nadie, nadie en absoluto. Todo parecía indicar que por fin las cosas habían ido más allá de las simples palabras.
—¿Qué? —preguntó finalmente Bobby, incapaz de decir nada más.
—Sabes de sobra que no se puede ir por ahí correteando por las fronteras de otra confederación. —Por lo menos debería haberlo sabido, pues el tema había salido a colación bastante a menudo. Pero, no, claro, Bobby no—. Esos avispones han estado esperando una excusa para asaltar estas instalaciones.
Bobby se ruborizó ante aquella acusación; una súbita oleada de enojo hizo que le subiera el color a la pálida cara.
—Yo…, yo no sabía… —comenzó a decir rápidamente. Demasiado rápidamente, y a Jenny la boca se le curvó hacia abajo en un gesto de silenciosa repugnancia porque aquello no era más que una excusa, como todas las demás veces. Hubiera sido demasiado esperar una disculpa—. Yo…
Jenny se ajustó más los auriculares a las orejas y, con un rápido gesto de la mano que le quedaba libre, le indicó que se callase. Ya había oído antes todas las razones de Bobby y, si vivía lo suficiente, probablemente volvería a oírlas. Pero lo que oía en aquel preciso momento era otra cosa, algo que ponía un signo de interrogación en la duración de la vida de todos los que se encontraban allá abajo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Son esos dos que te venían persiguiendo —le respondió Jenny en voz baja, mientras trataba de obtener una mejor recepción a través del viejo sistema de comunicaciones.
Earl hacía cuanto podía con los medios disponibles, pero Jenny sabía bien que lo que aquella radio necesitaba no era tanto un mantenimiento regular como unos cuantos miles de dólares empleados en mejorar su calidad. Aun así, la falta de dinero o de reparaciones no era la causa de lo que acababa de oír, y debía asegurarse de que aquellas palabras eran reales y exactas y no producto de su asustada imaginación. El zumbido y el siseo de las interferencias duraron unos segundos más. Después, bruscamente, la señal se hizo más nítida, signo inequívoco de que estaba siendo lanzada a través de un satélite de comunicaciones. Jenny se sobrecogió al comprender lo que aquello podía significar.
—Están en conexión con el satélite —comentó en voz baja—. Llaman a su base central…
«Malditos seáis, formulad una queja real. Pedid consejo. Ejerced cualquier coacción legal. Suplicadnos. Pero no hagáis nada más. No…», les dijo con el pensamiento.
Los avispones no escuchaban.
¡Oh, Dios…!
Jenny MacLaine sintió un tirón en el pecho, como si el corazón se le hubiese aplastado contra las costillas, y cerró los ojos durante un instante. En la última revisión la habían encontrado estupendamente bien, pero era consciente de que, después de una vida llena de esfuerzos y de muy pocas comodidades, se encontraba ya en esa edad en que cualquier impresión repentina podía… Y entonces el corazón siguió latiendo como si no hubiera pasado nada. Volvió a abrir los ojos, sabedora ya de que las cosas podían ponerse tan mal que era fácil concluir que no podrían empeorar más. Y aquél era el punto en que llegaba la calma.
—Están pidiendo intervención militar.
Bobby abrió mucho los ojos y dio la impresión de que iba a desmayarse; o a vomitar. Jenny lo miró, sintiéndose extrañamente ajena a todo: a aquel joven idiota que probablemente no era el verdadero responsable de que se hubiese desencadenado todo aquello que parecía ya tan inevitable como la llegada del invierno al finalizar el otoño; ajena a las frenéticas transmisiones mientras todos los demás, a lo largo de la Fosa Livingston, reaccionaban a lo que ella y ellos habían oído; ajena incluso a Earl, que se encontraba en algún lugar allí fuera, en la fría oscuridad.
—¿Qué vamos a hacer…?
El miedo y el susto parecían haber elevado una octava el tono de la voz de Bobby, lo que le hizo parecerse más al hijo por el que ella y Earl siempre le habían tenido, y asemejarse menos al joven e irreflexivo canalla en el que se había convertido.
Jenny manipuló los botones de la consola para abrir su propio canal comunicándolo con otro oscuro y frío y con el satélite que, suspendido allí arriba, esperaba que ella enviase su mensaje, y esbozó la sonrisa más tranquilizadora que pudo.
—Supongo —respondió, al accionarse el sistema— que podríamos rezar una oración…
La respuesta inicial tardó casi once horas y fue imposible determinar a quién pertenecía el retén militar que llegó antes al lugar, pero su ventaja sólo duró unos cuantos minutos. Ahora cuatro submarinos aguardaban por encima de la zona en disputa de la Fosa Livingston, morro con morro, en un tosco círculo de sólo unos cientos de metros de diámetro. Era aquél un despliegue más apropiado para luchar con cuchillos que con torpedos, pero se trataba del procedimiento aceptado que se había llevado a cabo durante los encuentros de tanteo realizados sin objetivo en todas las zonas comercialmente viables de cualquiera de los océanos del mundo. No había distintivos visibles en el negro revestimiento antieco de los cascos, y las cuatro siluetas se diferenciaban bien poco entre sí. Cincuenta años de diseño de submarinos se habían encargado de que fuese así. Era la misma evolución coincidente que había originado similitudes de forma en los delfines, en las oreas y en los grandes tiburones de mar adentro. En el diseño, al igual que en la naturaleza, la forma buscaba lo funcional, y la función en este caso era dar caza y matar a otros de la misma especie.
Aquellos guerreros submarinos tenían muchos antepasados, naves que en su época fueron consideradas las mejores del mundo: Alfa, Víctor y Ak’yula, de la ya hacía tiempo desaparecida Unión Soviética, y las Advanced-Albacore, formas de casco usadas por los barcos de ataque de la antigua Marina de Estados Unidos y sus aliados. Algunos de aquellos viejos barcos tenían altas velas cuadradas, otros tenían aletas más bajas y aerodinámicas, como las formas cetáceas desarrolladas por los submarinos rusos; pero todos sus descendientes eran objetos veloces y enormes; siluetas amenazadoramente brillantes, negras y siniestras flotando con engañosa placidez en el agua; tiburones de acero en espera de que un frenético festín diera comienzo.
Y para un frenético festín lo único que hacía falta era sangre en el agua. Un solo movimiento erróneo bastaría para eso. No servía de consuelo que no hubiese sucedido todavía; sólo tenía que suceder una vez.
Bobby se apoyó contra la pared de plástico y observó las caras preocupadas que llenaban la sala de control. Ninguna de ellas tenía una expresión que pudiera considerarse tranquilizadora, y el único consuelo era que nadie lo había mirado a él de otra manera que no fuera con pesar. Por lo menos no le echaban la culpa. Todavía no; y el hecho de que lo hicieran o no dependía muchísimo de si sobrevivía alguien para lanzar la acusación de que todo aquello había ocurrido por culpa suya. Probablemente no era así. Él no había sido más que el pretexto, no el motivo. Aquello se calculaba en territorios y en dinero, como se había hecho siempre.
El puesto avanzado minero se encontraba más abarrotado de gente que nunca. Earl había regresado, y con él media docena de trabajadores de la mina que no tenían otro sitio adonde ir. Eran hombres y mujeres solteros, reunidos allí en busca de cierto consuelo mientras el mundo exterior decidía su destino. Y, como siempre, sin consultarles a ellos. Ése había sido el destino de la gente de a pie a lo largo de la historia. Bobby meneó la cabeza. Era un poco tarde para hacer filosofía, una asignatura que él, de todos modos, había abandonado en favor del taller mecánico.
La cara más preocupada de toda la habitación se encontraba muy lejos de allí; el locutor de las noticias del Canal de la Tierra, desde la pantalla de la sala de control, conseguía mantener en vilo a todos los seres afortunados que lo contemplaban desde una distancia segura en cualquier otro lugar del planeta, aunque, si aquello llegaba a estallar, seguramente no habría ninguna distancia segura en ningún lugar del planeta…
«Volvemos a repetir: tenemos noticias en nuestros estudios de Earthcast News, en Greenwich, que indican que submarinos de guerra, pertenecientes a varias de las confederaciones económicas del mundo, se dirigen hacia la Fosa Livingston, un profundo cañón en medio del Atlántico Norte; por lo que la amenaza de combate armado se ha hecho de repente peligrosamente real…»
La voz, con un excesivo tono dramático, continuó hablando y mostrando una rápida sucesión de diagramas de submarinos militares, gráficos político-económicos del mundo y un mapa, del Instituto Oceanográfico y algo anticuado, del lugar donde estaban sucediendo los hechos. La realista imagen del monitor de vídeo cambió para dar paso a un grupo de personas que, con aire de preocupación, salían con dificultad de una lanzadera en el helipuerto del antiguo edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York. Mientras los miraba, Bobby pensó con frialdad que si de verdad querían saber lo que era sentirse preocupado deberían estar allí abajo.
«Representantes de varias confederaciones celebran reuniones urgentes en un intento de detener la escalada de la situación, pero…»
Bobby se dio cuenta de que Jenny no prestaba atención. No había nada que ella pudiera hacer, excepto continuar buscando información en las diferentes bandas de radio, y, teniendo en cuenta la cantidad de información que se acumulaba a cada minuto en cada una de las bandas, lo estaba haciendo con consumada habilidad. De pronto masculló algo en voz baja y apretó los puños ante el monitor. Se irguió un poco y miró a Earl, no a Bobby ni a ningún otro; en aquel momento lo más probable era que no existiese nadie más para Jenny.
—Los submarinos están intentando establecer comunicación con sus bases en la superficie —murmuró dirigiéndose a todos los presentes, y, aunque lo dijo en voz baja, se escuchó claramente por encima del parloteo del monitor—. Están tratando de conseguir luz verde para abrir fuego…
Los mineros se miraron unos a otros, con el temor visible en sus curtidas facciones, que no sabían bien cómo expresar una emoción tan fuerte. Una cosa era tener una avería en el equipo allá fuera, en los campos mineros, porque por lo menos eran situaciones en las que sabían cómo actuar, pues no había hombre o mujer, presente en la habitación, que no hubiera desmontado alguna herramienta de excavar en mal estado para volverlos a montar, o que no supiera lo que significaba cualquier ruido extraño y cómo arreglarlo. Pero esto era diferente, y ni toda la pericia del mundo podría solucionar la situación o hacer que se marchasen de allí los submarinos; no sin antes recibir instrucciones directas de los centros de mando situados en la superficie. Esa indefensión era lo que resultaba aterrador, incluso más que la propia amenaza.
«Ha habido escaramuzas territoriales bajo el mar durante años, desde luego, pero en esta ocasión las tensiones parecen haber llegado al límite en esta profunda fosa oceánica, muy rica en minerales. Los observadores han etiquetado la zona, donde coexisten en peligrosa proximidad puestos avanzados mineros de diferentes confederaciones, como un detonante en potencia…»
Nada de todo aquello serviría en absoluto de ayuda. Bobby miró a su alrededor, a las caras de sus amigos, de sus compañeros de trabajo, de la única familia que tenía; pero ninguno de ellos quiso encontrarse con su mirada. El miedo, como el dolor, era un sentimiento íntimo. Intentó desentenderse de las amenazadoras palabras de la emisión y, a falta de otra cosa mejor que hacer, se quedó mirando la hilera de monitores externos. El sonar fijo, el detector de anomalías magnéticas, la velocidad del sonido; todo aquello era un material que treinta años antes constituía un secreto militar y que a él lo único que le decía era que nada había cambiado. Los cuatro submarinos de guerra seguían allí fuera formados en círculo, sin moverse de sus posiciones para no facilitarle a alguno de los otros una ventaja táctica. Los campos mineros estaban inactivos; nada se movía en ellos. Nadie iba a ser tan suicida como para producir un rastro de eco que pudiera interpretarse como un movimiento hostil. A no ser que…
Bobby frunció el ceño. En uno de los monitores había una señal que indicaba movimiento, pero en un lugar donde no debería haber movimiento alguno. Agradecido por tener algo que hacer que le distrajera de todo aquel nerviosismo inútil, se acercó al indicador de lectura y se quedó mirándolo durante unos segundos; luego, le dio unos golpecitos a la pantalla con el nudillo. El repiqueteo hizo que todos los que estaban en la sala de control volvieran la cabeza y Bobby se ruborizó un poco al saberse el centro de atención. Agitó la mano ante la pantalla del escáner.
—Eh, esto… Vaya, esta lectura es realmente absurda.
Aquella afirmación no desvió la atención de los demás; más bien al contrario, pues unos cuantos mineros se acercaron a ver qué pasaba. Un indicador luminoso era algo que ellos sabían manejar bien, lo que no podía decirse de la situación exterior, y, al menos, investigar los caprichosos sistemas MacLaine era mejor que quedarse allí de pie, impotentes, mientras los periodistas del mundo entero empezaban una especie de cuenta atrás.
—Es el sistema de vigilancia del perímetro —les indicó Bobby, volviendo a dar un golpecito. La señal pegó un ligero brinco, se estabilizó de nuevo y la escala digital de su eco empezó a subir por primera vez. Y aquello no debería ser así—. De acuerdo con… —Bobby se calló, volvió a mirar y sacudió la cabeza—. No, no puede estar bien. Según esto, hay algo ahí abajo, en la fosa.
Era imposible. La Fosa Livingston no era tan honda como algunos de los abismos del Pacífico, pero sí lo bastante profunda para que cualquier buque tripulado, que no fuese un batiscafo, únicamente pudiera introducirse en ella en una sola dirección: hacia abajo, directo al fondo, aplastado como una lata de cerveza vacía. Pero la fuente de aquel eco señalaba lo contrario. El indicador de lectura se puso a registrar datos a mayor velocidad mientras los monitores fijos recogían datos adicionales; luego, pasó a una confusión de números resplandecientes, volvió a aminorar la velocidad y finalmente se mantuvo a un ritmo constante. Bobby lo estuvo mirando fijamente, parpadeó y durante un instante se negó en redondo a creer lo que aquello le decía.
—Es una cosa… enorme —dijo por fin, con una voz dominada por el asombro—. Y está subiendo…
Vio que Jenny se volvía y se le quedaba mirando fijamente, y vio también la duda reflejada en sus ojos.
—¿Qué clase de cosa? —Su tono fue brusco, y tan escéptico como si hubiera vuelto a sorprender a Bobby inventándose excusas otra vez—. ¿Un barco?
Bobby movió la cabeza negativamente. No tenía excusas ni una falsa sinceridad que le ayudasen a salir de otro enredo. No las necesitaba. Así lo indicaban los instrumentos.
—Ningún barco que yo conozca emite señales como ésas.
Desvió la mirada de los monitores a lo que mostraba la cámara de baja intensidad de luz, y se quedó boquiabierto de incredulidad. Sin hacer caso de las noticias que emitían las emisoras, todos los que se encontraban en la sala de control se apiñaron para ver.
Era algo negro, pero que brillaba con muchas luces; algo que se movía, pero tan enorme que parecía estar quieto; algo que ninguno de ellos había visto antes allí fuera. Bobby dio un paso atrás y luego otro, como si temiera que aquella cosa fuese a pasar entre los demás para perseguirle a él una vez que le dieran forma.
—¡Esperad un minuto! —exclamó, y señaló la hilera de monitores, al tiempo que los ordenadores resaltaban la imagen y la proyectaban en pantalla. Él había visto aquella cosa antes, adornada con banderas, durante la ceremonia de botadura; pero no tenía nada de raro que ahora no la hubiese reconocido, pues ya no llevaba banderas, sólo un aura de contenido poder interno que el muchacho casi podía palpar—. ¡Salió en las noticias! ¡Acordaos!
Los otros se quedaron mirándole durante unos segundos, como si Bobby hubiera perdido el juicio, y entonces alguien se echó a reír de puro alivio.
Bobby contemplaba aquella gran forma oscura, el monstruo de las profundidades que les había salvado el cuello a todos. Él no se reía; lo único que podía hacer era sonreír… Pero de pronto le entraron ganas de reírse, porque conocía el nombre de aquel monstruo.
¡seaQuest!