Te digo que no vale
(…)
hacer la vista gorda a lo que pasa,
guardar la sed de estrellas bajo llave.
AGUSTÍN MILLARES SALL
Vuelven a la mesa y escriben. Han escogido versos de Juan Gelman, de Agustín Millares, la ruta del Quijote, párrafos de Saramago, el Viaje a Ítaca, cierto pasaje de la Biblia, En la ardiente oscuridad de Buero Vallejo, un pensamiento de Gramsci…
«La utopía es necesaria», escriben. Los hechos han sido contrastados. Algunos ven. Y oyen la polifonía de los derechos humanos. Hablan y contrastan. Componen y escriben. «Con estos versos no harás la revolución», dice. «Ni con miles de versos», dice.
En la mesa navegan palabras de Lincoln. Confirman el derecho de los pueblos a la rebeldía. O las de Mahatma Gandhi sobre la desobediencia civil. «Con estas palabras no harás la revolución», dice el poeta Juan Gelman. Son palabras contra la ceguera.
La opción por no querer ver es algo muy enraizado en la conciencia humana. Es una de las muchas derivaciones que el instinto de conservación tiene. El que ve corre el riesgo de señalarse entre los demás o también corre el riesgo de perder la tranquilidad y la dulce, aunque soporífera, modorra. Ve y quiere ver más.
En su Ensayo sobre la ceguera (1995), José Saramago defiende que «ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos». Qué gran alegoría. Otro de los personajes dice: «Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma».
En cuántas ocasiones nos paraliza la falta de conciencia o la capacidad de autoengaño. «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos». Además de a Saramago, tenemos presentes las dos piezas teatrales del dramaturgo Antonio Buero Vallejo, En la ardiente oscuridad (1946) y El concierto de San Ovidio (1962), donde toca magistralmente el tema de la ceguera física y el de la moral como los aspectos de la misma ausencia de conciencia y de voluntad por tenerla.
Hay una ceguera de nacimiento (social, cultural, etc.) y otra voluntariamente escogida en función de dos variables: la comodidad o la complicidad. En el fondo son dos aspectos de lo mismo. La ceguera como aceptación de lo que hay, sin intentar siquiera acceder a la tentación de la curiosidad o de la solidaridad, ha sido cultivada y elevada a categoría de virtud, tanto por los textos sagrados como por los detentadores del poder en todos sus atributos económicos, sociales, ideológicos.
La Biblia y sus exégetas interesados. Destaca con especial delectación ejemplarizante el castigo divino a quienes como Adán y Eva comieron del fruto prohibido del árbol del bien y del mal. Todo intento de acceder al saber esencial es castigado como soberbia, pecado, transgresión, rebeldía o autoexilio social.
La historia nos señala que las conquistas habidas, por otra parte modestas, en el avance ético y moral han sido posibles gracias a quienes no eran ciegos ni tampoco querían serlo. Esa es la esencia de la tragedia griega, el héroe ve o cree ver y además intenta que los demás también vean. Como Sísifo o Prometeo, es inevitable su castigo a manos de los dioses. Solamente queda un resquicio para acabar con la ceguera ajena y propia, un resquicio heroico, revolucionario, agónico: matar a los dioses.
Y más: estos versos no han de servirle
para que peones maestros hacheros vivan mejor,
coman mejor o él mismo coma o viva mejor,
ni para enamorar servirán.
Con estos versos no harás la revolución,
ni con miles de versos harás la revolución.
Me considero una persona que se resiste a estar ciego y que además no quiere que los demás lo estén. Sin embargo la comodidad, el cansancio e incluso la duda (tan necesaria como método, por otra parte) me han hecho, en ocasiones, refugiarme en una ceguera voluntaria, aunque transitoria.
También existe la tentación de la ceguera ideológica, es decir ver con anteojeras, confundir la opción ética, ideológica o política con un recetario que cual piedra filosofal trasmute todo en oro. Esta ceguera es hija del sectarismo y también del miedo a arriesgar la confortable instalación en la seguridad absoluta.
La lucha contra la ceguera, propia y ajena, es un ejercicio extenuante de la capacidad crítica y de la pasión por el conocimiento y el actuar en consecuencia. Es aceptar y asumir la gratificante, pero también onerosa, tarea de avanzar sobre el despliegue de las capacidades humanas para superar permanentemente la situación actual dada.
Saramago teje una parábola acerca del ser humano, que encierra lo más sublime y miserable de nosotros mismos. «El ciego de la venda negra preguntó: “¿Cuántos ciegos serán precisos para hacer una ceguera?”».
Con un ciego que haya se corre el riesgo de que la ceguera avance. La ceguera, hoy en día, es seductora porque a cambio de perder la realidad te instala en otra virtual que es mucho más seductora por cuanto crees poseerla en exclusiva. Por eso la ceguera así entendida es hija de esta civilización de imágenes, fantasías escapistas, videojuegos, hedonismo barato y supuesta libertad.
Es como la «libertad» que el drogadicto consigue durante el tiempo que le duran los efectos de la dosis. La instalación en dogmas, tópicos y lugares comunes es otra de las variantes de contagio. Siempre hay intereses por medio. La ceguera también se extiende como método de dominación.
No ganará plata con ellos,
no entrará al cine gratis con ellos,
no le darán ropa por ellos,
no conseguirá tabaco o vino por ellos,
ni papagayos ni bufandas ni barcos,
ni toros ni paraguas conseguirá por ellos,
si por ellos fuera la lluvia lo mojará.
La política entendida, según la concepción aristotélica, como parte de la ética, y esta de la filosofía, es teóricamente la actividad anticeguera por antonomasia. Para mí la política es un ejercicio socrático permanente. El arte de alumbrar el conocimiento y la visión en el cerebro de los demás sigue siendo el norte y guía de toda lucha contra la ceguera.
La luz, o al menos algunos rayos de la misma, existen, siquiera como expectativas, en la retina del invidente. Es cuestión de, con su colaboración, ejercitar y potenciar el deseo. Un deseo que será mayor en la medida en que le interesa, le conciencia, le mueve, le seduce, le humaniza.
La mayor ceguera de estos tiempos estriba en que ella misma se plantea como un modo de vida confortable, seguro, moderno, científico, aséptico, objetivo y neutral. Los dioses, es decir el dinero y el poder, han cegado a una parte muy importante de la humanidad. Los designios de las divinidades vestidos de economía, ciencia, técnica y estadística son como velos que ciegan la visión.
Especial responsabilidad tienen en la ceguera generalizada los medios de comunicación, pero no porque su esencia y condición sean esas, sino porque son propiedad de los grandes grupos económicos o necesitan, para sobrevivir, de las dádivas, encargos y apoyos del poder.
Las organizaciones políticas y sindicales, en la medida en que se adaptan al ritmo marcado por los poderes, so capa de institucionalismo y «normalidad democrática», también ayudan a base de lugares comunes, consignas inanes y ritos de política palatina.
La ceguera de hoy en día solo puede ser atacada en la medida en que los tuertos o videntes totales que haya se unan en un pacto hipocrático y taumatúrgico en el que no haya otras consideraciones que la salud visual del enfermo. Estoy hablando de la unidad combatiente.
Llamo «unidad combatiente» a cualquier proyecto social que tenga como objetivo la transformación para alumbrar una nueva situación de justicia social, verdaderamente democrática.
Se sientan a la mesa y escriben, poco antes del punto final.
Con estos textos no harás la revolución. Son algunos «rayos de luz». La utopía, como el conocimiento, como el saber, como la búsqueda de la ilustración… La utopía, contra la ceguera.
¡Ver! Lo vio con sus cristalinos ojos el poeta grancanario Agustín Millares en su poema «No vale»:
No vale
(…)
que el amor pierda el habla,
que la razón se calle,
que la alegría rompa sus palabras,
(…)
decir «no sabían», «estoy al margen».
(…).
Guardar la sed de estrellas bajo llave
te digo que no vale.