Se trata de no sucumbir bajo el huracán
del consumismo y de la distracción
mediática mientras nos aplican los recortes.
JOSÉ LUIS SAMPEDRO
Causaron escándalo las declaraciones (junio de 2013) del gobernador del Banco de España, Luis María Linde, acerca de que se podría «excepcionalmente» contratar los servicios de un trabajador por debajo del Salario Mínimo Interprofesional. Esta propuesta causa, en primera instancia, una fuerte sensación de asco e indignación. Lo que ocurre es que si nos dejamos llevar por esa reacción, lógica a todas luces, perdemos la serenidad necesaria para llegar a las causas últimas de la misma.
El señor Linde será, sin duda alguna, una persona proba, con sentimientos y preocupaciones sobre el número de ciudadanos y ciudadanas que sufren el paro, la marginación, los contratos basura, los desahucios y la falta de horizonte para la juventud. Por eso voy a vencer la tentación de condenar sus sentimientos y escala de valores. Sería demasiado fácil y, desde luego, desenfocaría el problema de fondo.
Constituye un lugar común afirmar que el fin no justifica los medios. Estoy seguro de que el gobernador del Banco de España lo habrá dicho alguna vez. Estoy también convencido de que él (y eso es lo grave) piensa que abaratando el SMI permite que al menos algún asalariado tenga un puesto de trabajo y así en el nivel estadístico habrá un parado menos. Es decir, se busca mediante las series numéricas y los datos reducir la cifra del paro, siquiera «excepcionalmente». Y es aquí precisamente donde reside el sectarismo y la maldad intrínseca de la propuesta.
Estos nuevos servidores del poder económico no son, como blasonan, técnicos asépticos que solo buscan soluciones perfectamente trasladables a las cifras estadísticas oficiales, sino que constituyen una casta sacerdotal de una nueva religión, que tiene como lema, objetivo y línea medular que la economía funcione, crezca y como corolario se creen empleos.
Para estos «apolíticos» lo único que valen son las cifras que expresan el funcionamiento global del modelo. Así para ellos el dato que demuestra la salud de una sociedad está expresado por la renta per cápita, el crecimiento de la economía y el funcionamiento del sistema. El que las consecuencias de esa situación de bonanza económica no permitan atender mínimamente los derechos humanos o los preceptos constitucionales en materia de calidad de vida generalizada, son peajes inevitables que deben pagarse para que la economía funcione.
La raíz de este pensamiento sectario está en esta nueva religión que parte del dogma de considerar que la ciencia económica es una ciencia de fines y no de medios adecuados a un fin superior: las condiciones de vida de la ciudadanía. Para ellos la palabra crecer es cuasi mágica y desde luego anula a la palabra repartir, eje, centro y sustancia de la palabra modernidad, es decir, centralidad humana.
Invierten la escala de valores y así la economía que debe ser una ciencia instrumental al servicio de la mayoría social deviene en un objetivo que, rara casualidad, solamente beneficia a un muy reducido porcentaje de la población. Su fórmula preferida en estos momentos es la de priorizar el crecimiento para después generar empleo. Los datos de décadas anteriores nos indican que ello no es así precisamente, pero es la excusa perfecta y además con un no despreciable consenso social, para seguir manteniendo esta enajenación contraria a los intereses de la inmensa mayoría.
Como el fin es simplemente la acumulación numérica, cualquier medida por bárbara que sea es bienvenida. El problema consiste en que ese fin es intrínsecamente dañino y contrario a los derechos humanos. No tienen inconveniente en proponer medidas adecuadas al fin que ellos pretenden y que redunda en beneficio de una minoría, a la cual sirven, porque ellos forman parte de la misma. No, el señor Linde no es un malvado sino simplemente un sectario.