EL REY JUAN CARLOS

Contaré una anécdota que no tiene relación con el rey, pero a cuya luz tendrá sentido lo que voy a decir. Se estaba celebrando un acto en los primeros meses de los ayuntamientos democráticos, y el alcalde de Granada, Antonio Jara, que fue quien me la contó, estaba tomando una copa con el capitán general de la Región de Granada (cuando había dos regiones militares en Andalucía, una en Sevilla, la otra en Granada).

El capitán general se dirigió al alcalde para decirle: «Alcalde, si yo también soy demócrata, quiero decir campechano». Atención a lo que acabo de contar, porque al parecer «campechano, abierto, simpático» es lo mismo que demócrata. La confusión mental, la ignorancia de aquel capitán general era brutal. Pero es una manera de pensar muy propia de los oligarcas políticos y de los capitanes generales del franquismo con mando en plaza.

Ahora entendemos mejor ante qué personaje estamos, cuando vamos a hablar del monarca. El colectivo Herri Beltza lo ha descrito muy bien en Un rey golpe a golpe. Es un niño sin fortuna, hijo del tercero en la sucesión al trono de Alfonso XII, que vivía de las aportaciones y dádivas del círculo de monárquicos más fieles y que se ofreció al general Franco para combatir contra la República. La propaganda de los medios de comunicación interesados, lo presentaron a la hora de su muerte como un luchador por la causa de la democracia. En esto, como casi en todo lo referente a la Transición, el montaje ha sustituido a la verdad histórica.

Juan Carlos es «capturado» por Franco, quien lo prepara como posible sucesor a título de rey. Esta operación enfrenta a don Juan con Franco; el primero buscaba la Restauración de la monarquía con él como rey. El dictador hablaba de la instauración de una nueva monarquía, la del Movimiento Nacional. Todo ello supone enfrentamientos entre el padre y el hijo. Era lógico que desde las expectativas del padre la decisión de Franco pareciera molesta.

El chico, Juan Carlos, es listo, o mejor, tiene el instinto de supervivencia de los animales acorralados, de los que siempre han vivido de manera inestable, de los que no tienen nada y deben encontrar la manera de medrar.

Él intuye que por ahí va el camino de la posible fortuna personal y los derechos dinásticos. Es un personaje sencillo y campechano que sabe que con el dictador tiene garantizado el trono. Ya veremos después lo que hay. Pero así son los acontecimientos y los hechos.

Las Cortes Españolas a propuesta de Franco nombran en 1969 a Juan Carlos como sucesor de Franco. Pese a ello, el camino no era de rosas precisamente. Había sectores del régimen que no lo aceptaban y sabe muy bien cómo dentro del Palacio de El Pardo se empieza a crear la contrafigura, la del primo Alfonso de Borbón y Dampierre, casado con una nieta del dictador y que después murió en un accidente.

Juan Carlos, eterno segundón prácticamente mudo a la sombra de Franco, sabe por sus asesores más íntimos del poder económico y los tecnócratas de la nueva ola del régimen que lo del Movimiento Nacional no puede durar tras Franco, ya que el futuro que para ellos encarna el Mercado Común Europeo no puede tolerar un sistema político tan descaradamente antidemocrático. Pero también sabe que el Movimiento Nacional puede morir matando. La operación de cambio, diseñada por los americanos en 1945 cuando plantearon para España una transición pacífica con dos partidos que se relevaran el poder (el Demócrata y el Socialista) necesitaba de muñidores inteligentes, audaces y prácticos. Y es ahí donde aparecen Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez.

Torcuato Fernández Miranda docto, brillante y descreído políticamente, era un autor de frases como aquella que calificaba al Movimiento Nacional como «socialismo nacional integrador». Comienza la tarea de tener un sistema que aparentemente sea más democrático, con un escollo: el reconocimiento al Partido Comunista, pues esa ha sido la piedra de toque desde el año 1945. Pero tanto Fernández Miranda como Suárez saben que sin el PCE no es posible. Que no es posible poner en marcha el tránsito hacia una nueva situación aparentemente homologable a Europa.

Tras la entronización en noviembre de 1975, la hagiografía del monarca llega a su punto culminante con los sucesos del 23-F. Tal y como el famoso romance planteara el impulso fue soberano. Su frase favorita de «a mí dádmelo hecho» es el plácet de quien se apunta con rotundidad, si hay éxito. Desde que Milans del Bosch afirmara un año antes que el Ejército estaba harto de la situación hasta la frivolidad con la que en los círculos políticos se hablaba del «caballo de Pavía» (en alusión al golpe de Estado del general Pavía en 1873 contra la Primera República), pasando por cenas, artículos de fondo, declaraciones de políticos de primera línea de todas las fuerzas del arco parlamentario, se fue creando la atmósfera que hacía del golpe algo esperado. Incluso eminentes figuras de la izquierda llegaron a declarar a El País que «hace falta una figura de orden, como un militar que presida un gobierno de civiles».

El golpe fracasó aparentemente porque quienes lo idearon cometieron el error de confiar la ejecución material del mismo a la persona menos indicada para una asonada de carácter palatino. Antonio Tejero Molina fue al Congreso a dar el golpe que soñaba, es decir, acabar con los partidos políticos y la Constitución de 1978; y no estaba de acuerdo en montar aquella acción golpista para una operación que produjera un gobierno de «todos».

El fracaso de la aventura militar golpista no se debió al rey sino a Sabino Fernández Campos, quien, estupefacto ante lo que estaba ocurriendo y la actitud nada firme del monarca, hizo recordar a este cómo había perdido el trono su abuelo Alfonso XIII: dando su apoyo a la dictadura de Primo de Rivera en 1923.

Sin embargo, y paradójicamente, aquel golpe triunfa al día siguiente cuando todos los jefes de filas del Congreso se reúnen con el rey en La Zarzuela considerándolo «el rey que ha salvado la democracia». Ahí se consumó el estado de cosas que ha ido desarrollándose hasta hoy.

Luego llegaron las restricciones: la LOAPA, el triunfo de Felipe González, las reformas del mercado laboral, las privatizaciones, la entrada de España en la OTAN, posicionamientos aún más claros de política exterior junto a Estados Unidos, la Unión Europea, el neoliberalismo. El rey se convierte además en la figura mitificada, siempre inmarcesible, intocable. Sus presuntas aventuras y operaciones económicas silenciadas por unos medios de comunicación serviles y colaboracionistas con la impostura.