SANTIAGO CARRILLO

Ha jugado un papel importante en la historia del PCE y en la historia de España, sobre todo en el periodo de la Transición. Como dirigente comunista en tiempos durísimos (Guerra Civil, exilio), tiene cabeza para impulsar mensajes que consiguen conectar con los hijos de los vencedores de la Guerra Civil. Eso no se ha contado del PCE, que los hijos de los vencedores de la Guerra Civil —y yo soy un caso— hemos entrado en el PCE por miles. Esto demuestra la victoria de un partido, el que los hijos de los vencedores se entreguen a la causa del partido derrotado. Al gran derrotado que, junto al pueblo español, fue el Partido Comunista.

Con la reconciliación nacional, durante la dictadura, en la lucha por la paz, Carrillo pone en marcha una política de alianzas, que es lo que ha distinguido a los partidos comunistas: ser conscientes de que el partido no puede hacer nada él solo. Carrillo lo consigue manteniendo la capacidad de liderazgo.

Pero cuando llega a España hay una situación que él no ha previsto. Nadie la había previsto. Habíamos aprobado en 1975, en Roma, un Manifiesto-Programa con medidas muy avanzadas, incluso para hoy mismo, un manifiesto para la ruptura con el antiguo régimen. Pero Carrillo entra en el juego palaciego de la Transición. Es ahí donde se pierde. Se pierde porque el ego lo capturó. El ego de sentirse junto con Suárez como el padre de la Transición. Y en ese periodo dejamos, el partido y él, muchas plumas. Diría que prácticamente todas. No supo ver que el partido necesitaba la inteligencia y la movilización, comenzando por la movilización intelectual.

Santiago Carrillo estaba muy atado a la Transición, por lo que había firmado. Recuerdo una vez que hablando con Sabino Fernández Campos, cuando yo llevaba seis meses como secretario general del PCE, me dijo: «El partido no está siendo muy fiel a los compromisos alcanzados en la Transición». «¿Qué compromisos?», le pregunté yo, «nosotros no tenemos compromisos con la Transición». «Bueno, resulta que Santiago…».

Santiago se comprometió con muchas cosas. Ahí trampeó. Hizo virtud de una necesidad; fue más allá, incluso, de lo aceptado en aquel Comité Central del 12 de abril de 1977. Después, cuando la crisis de los renovadores, metió en un mismo saco a cuantos disentíamos de algunas cosas y protestamos por las primeras expulsiones; fue mi caso cuando la expulsión de Cristina Almeida. Al cabo de los tiempos fue recompensado por el poder. Él siempre ha defendido al monarca, asegurando que «sin el monarca no hubiera sido posible la democracia». Se refería naturalmente al estado de cosas y no al concepto de democracia tantas veces expuesto en nuestros documentos y tesis.