Es un dolor intenso y prolongado en el pecho, que se percibe como una presión intensa y que puede extenderse a brazos y hombros (sobre todo izquierdos), espalda e incluso dientes y mandíbula. El dolor se describe como un puño enorme que retuerce el corazón. El infarto de miocardio ocurre cuando un coágulo de sangre (trombosis coronaria) obstruye una arteria estrechada.
—¿De qué manera tu corazón, tus infartos, se han interpuesto en tu vida política? Porque parece claro que esos ataques han cambiado el rumbo de tu vida, o lo han variado cuando menos.
—Es una gran adversidad que en plena campaña del año 1993, en Barcelona, sufra un infarto. Fue muy leve, pero me sacó de la campaña electoral. Hasta entonces no había tenido aviso alguno. Había sido un senderista que andaba mucho, y que de repente se metió en una vorágine en la que se acabaron las caminatas, y llegaron las comidas a las tres de la tarde en viajes, comidas por la ansiedad que produce el trabajo, chorizo o morcilla, dormir poco, en tensiones permanentes…
—Hay una anécdota dolorosa, añadida, al primer infarto. Significativa. Me la contabas el otro día en el viaje que hicimos juntos a Madrid en el AVE.
—Hubo un diputado del PSUC, y después de Iniciativa per Catalunya, del PCE, bastante conocido en su tierra, que estando yo convaleciente en la cama se ofreció para ser mi portavoz, Ramón Espasa, médico de profesión. Esto hay que situarlo en el contexto de cómo se entiende la política. Mi antigua compañera, Juana, podría explicar lo que ella padeció cuando en torno a mi lecho de dolor se monta toda esa lucha por un poder tonto, cual era quién comparecía ante los medios. Se trataba de tener minutos de «gloria» en los medios hablando de mi estado de salud. Hubo un momento en el que Guti y Rafael Ribó se cogieron de las solapas, porque querían que Juana nombrase un representante de la familia. Pero yo no soy un jefe de Estado. Ni sabían lo que estaban diciendo. Algo repugnante. Y el colmo de esto es cuando Ramón Espasa me dice que se han producido las elecciones, que hemos sacado un diputado más, pasando de 17 a 18 (en el año 1993) y yo tengo que hacer la propuesta —no nombrar a dedo— de quién será el portavoz, y entonces él me asegura que si yo lo propongo a él, que entonces él no será el portavoz de IU, sino mi portavoz, el portavoz de Julio Anguita. Aquel hombre no había entendido nada, y seguramente seguirá sin poderlo entender.
»Volviendo a mi salud, al principio la naturaleza es fuerte y uno lo va aguantando todo. Tras aquel primer aviso mi ritmo de vida volvió a ser el mismo. Aunque a partir de entonces empecé a ir al gimnasio. Pero volví a las tensiones. Lo de Madrid era muy duro, las tensiones con Nueva Izquierda, pero no el problema en sí, sino ver cuáles son las motivaciones de esos compañeros, de esa Nueva Izquierda, dónde se enraízan, y ver cómo los medios de comunicación se erigen en Maquiavelo, cómo en un momento dices con tus compañeros: «Abramos el Comité Central a los medios de comunicación, que entren y nos oigan», pero los medios no entran, prefieren el chismorreo, porque los medios, comenzando por el diario El País, están por el discurso único. Todo eso duele. O ver cómo los compañeros votan en contra de la mayoría con el tema de Maastricht. Y observas la hipocresía y doblez de la gente que ya estaba en Izquierda Unida simplemente para asestarle las puñaladas, y que después se fueron al PSOE. Estoy hablando de la persona más desleal y aleve con IU, Diego López Garrido, un Bellido Dolfos. Todo eso va propiciando que en el año 1998 sufra un infarto gordo en Córdoba. Veníamos de Almería, donde pasamos dos semanas, unos días muy tranquilos. Llegamos a Córdoba, nos echamos la siesta y nos íbamos a arreglar para ir al pueblo de Villaviciosa, pero al despertarme de la siesta lo noté. Tuve la suerte de que me pusieron rápidamente un catéter, de que el equipo médico estaba en el hospital. Listo.
—Y en diciembre de 1999, otro infarto.
—Es cuando me colocan el triple bypass y donde ya lo que para mí era la vida política en responsabilidades de dirección y en cargos institucionales se acaba. Se acaba con un gran alivio y una auténtica liberación. Les dije a los compañeros: «Ahí queda eso, a ver cómo hacéis».
—¿Cómo impactó aquel adiós en tus compañeros y compañeras de la dirección de IU?
—Lo sintieron, porque supieron que se creaba un problema, pero creyeron por otra parte que eso pararía la sangría de votos que ya se anunciaba, porque había sido muy dura toda la campaña orquestada desde el año 1996 por El País y otros medios de comunicación, por CCOO, por Nueva Izquierda, y en el interior de Izquierda Unida, a pesar de que estaban viendo cómo se desarrollaban las cosas, el tema de Euskadi, la cuestión de Lizarra en 1998, por la que apostamos clarísimamente, pero los mismos dirigentes que aprobaban una cosa, luego sentían un miedo escénico ante los medios. Todos ellos, cuando surgió la posibilidad del pacto con el PSOE en el año 2000, lo vieron como una especie de alivio: «Por fin se podía hacer aquello que podía remontar». Luego se pagó caro, pero bueno…
—El triple bypass, los infartos, te llevaron a pensar en la cercanía de la muerte, supongo.
—Sí. La muerte es una cosa en la que yo siempre he pensado. La muerte siempre me ha acompañado, mucho antes de los infartos. Y lo cierto es que nunca me he visto a punto de morir, ni con los infartos. Nunca me he visto en ese trance. Para mí la muerte ha sido siempre una especie de angustia… hasta hace unos años. Ahora ya no la veo con angustia. Quien me curó de eso fue la muerte de mi hijo Julio, en 2003. No me gustaría morirme ahora, porque me encuentro con energía, pero respecto a la muerte ya mantengo una mayor calma, quietud diría. Es el paso a otra situación, o no situación. Volveré a la nada. Volveré a lo que era hace ochenta años, a la nada. O volveré al «todo». Al cosmos.
—¿Qué era lo que antes te angustiaba?
—Era la influencia de la religiosidad que había habido en mí. En la religiosidad lo que más me llamaba la atención era la trascendencia. En cierta ocasión, cuando ya había abandonado la creencia, se acercaron a mí los cristianos para el socialismo, dirigidos por Laureano Mohedano, sacerdote, gran persona y gran amigo, y me dijo que fuera a sus reuniones. Y fui a tres reuniones, hasta que les dije que no. «No volveré porque me estáis hablando de la liberación de los seres humanos, de la Justicia Social, pero toda esa teoría ya me la da el PCE. La cuestión es qué opináis sobre la trascendencia, qué opináis del más allá», les pregunté. «Hombre…». Vi que ellos no lo tenían claro, como otra tanta gente que creyendo en Dios no cree en la perpetuidad del yo, ni en la resurrección… «¿Pues entonces?». Cuando la fuerza de la religión es que te garantizaba que tú después, bien en el infierno bien en la gloria, continuabas. Ese es el gran hallazgo de la Iglesia: el mantenimiento del ser, porque hay un miedo a no ser o a dejar de ser. Lo dijo muy bien François Mitterrand: «No tengo miedo a la muerte, tengo miedo a dejar de vivir». Es una frase tremenda. Pero sí, desde la muerte de mi hijo Julio, de verdad, la muerte ha perdido importancia para mí.
—Woody Allen decía con sentido del humor: «La muerte no me preocupa, porque cuando ella llegue yo ya no estaré allí».
—Ja, ja, ja.
—¿Has pensado cómo se te va a utilizar después de muerto? ¿Cómo se te pueda patrimonializar? ¿Has pensado en eso?
—Como me están utilizando ahora (ríe). Siempre me ha preocupado la cantidad de intérpretes que tengo, la cantidad de personas que me dicen que hablan en mi nombre como si fueran mis profetas. Todo eso me da mucho coraje porque no creo en eso. Se han equivocado cuando han creído que yo me sentía halagado por ponerme cohorte y demás. Cuando no me gusta en absoluto. Rechazo todo eso, pero no se enteran. Todo el mundo, los que creen interpretar mi pensamiento… que no tienen por qué, pues en todo caso pueden compartirlo y hacer las críticas debidas, pero quieren comulgar de una esencia que no es tal. Ahí viene la deificación del personaje… Pero eso es una miseria para el personaje. En Jesucristo Superstar, Jesús dice «sois demasiados», porque vienen a consumir un mito. Es como cuando tú terminas de hablar en un acto, te has dado, te has entregado, te quedas sin fuerza y necesitas que la gente bromee contigo, tomar una copa, o bailar, pero siguen adorándote, con lo cual te vacían de contenido. Y a continuación, «como dice Julio Anguita…». Me siento vacío.
—El otro día me dijiste que te sientes «en un momento dulce». ¿Cómo es esa sensación?
—Hombre, yo me he fijado una meta, de la cual es la primera vez que hablo. A los setenta y cinco años habré dicho todo lo que tengo que decir, bueno, malo, regular, inmundo, a través de este libro, a través de algún otro libro, y ya está, habré terminado.
—¿Y después qué?
—Después, si vivo, me dedicaré a mis lecturas, como siempre, y a reescribir tres obras de teatro que tengo ya escritas (ríe). Volveré a eso, con la intención de publicarlas, pues están inéditas (salvo una entradilla que se publicó en un libro). Las obras son El Caudillo de Balsonia, Apolo y el escorpión (el sentido de la autodestrucción) y La dama del lago.
—Y lo que tienes que decir, ¿por qué sientes que debes decirlo?
—Hay una parte de ego, evidentemente. Pero hay también otra cosa. Considero ahora mismo, y recuerdo a Manolo Monereo, a Víctor Ríos, Salvador Jové, a las personas con las que he trabajado, Antonio Herreros, Javier Madrazo, Felipe Alcaraz, a muchos más, cómo se han volcado durante un tiempo a este proyecto, cómo lo hemos compartido, cómo lo hemos creado. Es como esa pequeña sinfonía, porque el día que se publiquen los materiales, ese día algunos dirán «estos tenían una idea de lo que era la Revolución que se adelantó a su tiempo». Y eso no puede quedarse en el olvido. Por eso, entre otras cosas escribimos juntos este libro.
—¿Esa revolución llegará?
—No lo sé. Pero lo nuestro sí es un método. Recuerdo a tres personas que son los que mejor han entendido lo de la elaboración colectiva. Juan Pérez Ríos, que fue el primer coordinador de áreas que hubo en Convocatoria; la segunda persona fue Sebastián Martín Recio, médico y alcalde de Carmona; y la tercera persona es Nines Maestro.
—De las pocas mujeres que mencionas, porque hasta ahora la mayoría han sido hombres.
—Es cierto, pero no hay en mí ninguna actitud misógina. Constato una realidad numérica.
—¿Por qué han sido esas tres personas las que mejor han entendido ese concepto de «elaboración colectiva»?
—Las tres creen en la revolución, pero no en la revolución de oropel, copiada de las gestas de la Revolución Soviética, sino en la revolución que significa la profunda transformación del ser humano. La revolución no solo es cambiar la relación de poder económico, social y político, sino el cambio personal. Al elaborar colectivamente la gente aprende, y al aprender va comprendiendo mejor los engranajes y el valor de su actitud en medio del engranaje.
—¿Crees entonces que en ti se ha encarnado una revolución, que la llevas dentro?
—Claro. Y muy profunda. Tan profunda que cada vez uso menos lenguaje revolucionario convencional. Cada vez estoy más desligado de los símbolos externos. Cada vez voy más, entiendo yo, a lo que constituye el meollo de la revolución, que es el acceso al saber consciente y a operar colectivamente con ese saber. Eso es la revolución. Es decir, por una vez conseguir el fuego que Prometeo nunca nos da. Conseguirlo. Esa es la revolución. Porque en el camino para conseguirlo, el ser humano ya ha ido cambiando. Eso es cuestionar el modelo económico, por supuesto. Al capitalismo hay que derruirlo, derruirlo ahí. El capitalismo vive también porque nosotros formamos parte de él y porque lo dejamos operar. Y porque libamos del vino que nos ofrece: consumismo, rebajas, etc. Esa libación es la libación de la muerte.
—Y fíjate que estabas llamado a ser un hombre de derechas.
—Totalmente. Hubo un tiempo que todos mis libros eran de derechas, desde José Antonio Primo de Rivera a Ramiro Ledesma, Balmes, Víctor Pradera, Donoso Cortés, etc. Luego leería a los otros. Pero leer a la derecha me ha dado una ventaja: conocer las motivaciones del adversario, y ver que el tremendo error de la izquierda es despachar al mundo de la Falange y de la derecha de un plumazo. No los entienden. Y digo no los entienden, no digo que compartan con ellos, digo que hay que entenderlos.
—Pon un ejemplo práctico.
—Sí. El otro día presenté el libro de un compañero, un tal Julio Merino, un libro que es El príncipe republicano, cuya trama parte de una ficción. Se muere el rey y el príncipe dice que no quiere ser rey, que se someta a votación si la gente quiere monarquía o república. Y sale la república y él se presenta como candidato. En ese libro aparezco yo diciendo el discurso de la Tercera República, muy bien reflejado por cierto. Cuando se presentó el libro en El Círculo de la Amistad, alguien le preguntó al autor si la república tenía que ser de izquierdas. Julio Merino contestó que no. Yo corroboré aquella respuesta con una información que llegó a mis manos de un encuentro con ochocientos cuadros del PP, hace muchos años, donde reivindicaban la república. También estuve en una cena que organizó El Mundo, en Almería, donde el alcalde dijo que en el PP «estamos muchos republicanos, y no es que queremos la república que quiere Julio Anguita, obviamente». Les dije entonces que «el sector falangista y joseantoniano es republicano». Por eso les digo a mis compañeros: «Ojo con la república, que la puede traer la derecha».
—¿Qué soñaba tu padre para ti?
—Mi padre siempre decía: «No dejarlo que hable, no dejarlo que hable, porque nos convence» (ríe). Empezó a decirlo cuando yo tenía solo once o doce años. «No dejarlo que hable, no dejarlo que hable» (reímos).
—Dejarlo que hable, dejarlo que hable, por favor.
—Él no llegó a ver mi militancia en el PCE porque murió en el año 1969, pero sí recibía informaciones de un amigo suyo de la guerra, que había sido comisario de la Brigada Político Social, un tal don Vicente Díaz Íñiguez, que le advertía: «Tu hijo está dando malos pasos». Lo que no sé es si mi padre se sentiría o no representado con lo que yo he sido en la vida. Digo esto porque mi padre era un hombre muy contradictorio. Era de derechas, pero después leía Pueblo, cuando era la izquierda del régimen de entonces. Y leía el diario Madrid, compraba todos los días dos periódicos, que aquello en los años cincuenta era muy sintomático. En aquella casa se leía, en mi infancia, a Blasco Ibáñez, las novelas de Visconti, El pirata negro. Mi abuelo me dio a leer La divina comedia y Fausto, porque mi abuelo era bibliotecario del Club de la Amistad, y yo iba allí a leer.
—¿Conservas esos libros?
—No, y es una pena porque no sé dónde han ido. Conservo libros de estudio de bachillerato. Y he buscado un libro que me impactó a mis once años. Mi abuelo paterno Julio trabajó de zapatero en el convento de los Trinitarios, donde me llevaba. Había cerca de cien frailes, muchos vascos, y tenían tres frontones, donde les he visto jugar a pelota mano. Los padres Gabriel y Antonio, padre Antonio y padre Gabriel, me dieron un devocionario trinitario donde el autor describía la excelsitud de la Gloria. Y cuando describe la Gloria dice: «Allí hay un foco purísimo de saber ante el cual la sacratísima divinidad de Jesús está sobrecogida, por el cual cuando estás ante él tú lo comprenderás todo». Eso fue lo que me prendó. No tocar las cítaras, ni ver la divinidad, sino la gran tentación de mi vida: ese «tú lo entenderás todo», es decir, el saber. Para mí aquello significaba entender el cosmos. El paraíso para mí era la plenitud del conocimiento, ya eso me atraía sobremanera. La Iglesia me diría que eso era pecado de soberbia. Pues sí, claro.